Pfaffenspiegel (Espejo de Cura)

April 18, 2018 | Author: hokroeger | Category: Martin Luther, Faith, Priest, God, Catholic Church


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La primera edición de esta obra se publicó en 1845.La versión que sirvió de base para la traducción corresponde a la edición revisada Nº 43 de la edición original (Edición de Rudolstädter, 1927) aparecida en el año 1996 en la Editora Hubert Freistühler. Ésta variante fue censurada parcialmente conforme al Art. 166 del Código Penal Alemán, conforme a una sentencia de fecha 28 de marzo de 1927, de la Cámara Penal superior del Tribunal Estatal Nº 2 de Berlín. En el prefacio de la Edición de Freistühler se lee: De la (edición de Rudolstädter) se ha eliminado aquellas líneas, que por ésta sentencia fueron consideradas como contrarias al Art. 166 del Código Penal, y que sólo se refiere a pocas líneas del texto. También de los prefacios y de la introducción del autor se ha desechado algunas partes. Mediante la ayuda de Jürgen Kurz el autor de la versión publicada en Internet pudo reconstruir algunas partes en los prefacios y en la introducción. Comentarios con relación al primer capítulo: Corvin tuvo que presumir, que los acontecimientos descritos en la Bíblia habrían ocurrido efectivamente. Y por lo tanto trata de explicarlos. Pero hoy día ya se sabe que tanto el antiguo como el nuevo testamento son una colección de falsificaciones y adulteraciones obscuras. El supuesto infanticidio de Herodes, por ejemplo, es una mentira descarada. También la afirmación de que grandes partes del mundo hayan sufrido bajo el “yugo romano”, es falsa. En realidad muchos de los países conquistados por Roma quitaron provecho de la cultura romana. Esto también vale para Israel, donde eran ante todo fundamentalistas violentos, que se opusieron a la creciente secularización mediante la ocupación romana. Con relación a la persona de Jesús sólo se obtuvo algunas informaciones más concretas con la descubierta en la mitad del siglo 20 de los escritos de Qumran, vea para ello Michael Baigent, Richard Leight: “Verschlussache Jesus. En lo concerniente al artículo 166 del Código Penal, éste aún subsiste hoy día, y se llama “Insulto de confesiones, sociedades religiosas y asociaciones de ideologías del mundo. (De Erik Möller, del 19 de diciembre de 2004, quien ha publicado la versión de Internet). ¡Pío Nono! Para el caso, Santísimo Padre, que éste librito encuentre su agrado y caso me lo quiera hacer saber públicamente, pugnaré a fin de presentarle otros regalos semejantes.” Ulrich von Hutten Introducción para la Primera Edición (1845) Ya muchas veces se comparó el mundo con una casa de locos. La comparación no nos favorece, sin embargo, le da al ojo. ¡Miremos a la vuelta! Adonde echemos la vista, encontraremos las marcas propias de una casa de locos: En todas partes nos vemos ante puertas cerradas, ventanas enrejadas, y látigos amenazantes manejados por guardias, siempre que tratamos de emprender algo, que contraríe el orden de la casa. Aquí encontramos imbéciles empecinados, que se consideran dueños del mundo, creyendo que Dios lo creó con toda su gente para la sola diversión particular de ellos; y ante éstos se postran millones en el polvo, aun más desubicados, quienes les creen con absoluta ingenuidad y humildad. Allá está sentado otro, y se dice Vice- Dios. Ama al dinero como un antiguo patricio romano, y la multitud se acerca para llenarle los bolsillos de oro, a cambio del cual les entrega boletos de entrada al cielo. Allí millares se postran en veneración ante una estatua, más allá ante una serpiente, allí ante un buey. Aquellos adoran al sol, estos a la luna, otros al agua. Miren con más atención a esta gente, pues de ellos trata este libro. Encontrarán entre ellos dementes de todas las graduaciones, desde el loco rabioso, hasta el pobre idiota, que reza temeroso y trémulo su rosario, recelando constantemente que el diablo venga a llevarlo. Qué variadas no son las manifestaciones de la demencia, a veces horripilantes, a veces ridículas, a veces causando aversión y odio, a menudo lástima. Esta locura religiosa ya se merece una atención más profunda, pues se halla esparcida por toda la tierra, habiendo cargado mucha miseria sobre la humanidad. ¿Acaso es enfermedad incurable? ¡Por supuesto que no! Pero los médicos que podrían curar, no son honestos, pues explotan las pestes de la raza humana en su propio provecho, temiendo perder su poder, caso se libre al mundo de este mal. Otros tienen fines honestos, pero los poderosos los mantienen atados, no sólo de manos, sino que les sellan la boca. Hace aproximadamente dos mil años, nació un salvador para la redención de la humanidad. Era un gran médico, quien aplicaba sus remedios, sanaba de la locura religiosa, que ya reinaba furiosa desde los principios de la historia humana. Pero fue víctima de su amor a la raza humana, siendo clavado a la cruz. Sus discípulos redactaron las enseñanzas del maestro, en cuanto fuesen capaces de entenderlas, pero lo hicieron en el lenguaje exagerado y figurado del medio oriente, y justamente esto dejó al occidente aún más estupidificada de lo que ya lo estaba antes. Aquí se era incapaz de entender el espíritu del lenguaje, la gente se atuvo al sentido textual, dándole vueltas e interpretaciones, y en todo el método de cura se mezcló desorden absoluto. La buena intención del gran medico, de librar a la humanidad de las ataduras de la demencia, se echó a perder, la antigua penumbra se hizo cada vez más oscura, y luego de dos mil años la demencia humana es peor que nunca. Pero dejemos el lenguaje figurado para cederla a quienes saben chismear de montón del romantismo. No pondré traba a la boca, sino que dejaré mi opinión de forma alemana, directa. ¡Es de mi honesta opinión que el cristianismo acarreó miseria inmensurable para el mundo! Lo poco bueno que trajo ciertamente se habría producido de forma más sublime por otros medios, y está en total desproporción con el mal, que fue su causa… Roma y Grecia se extendieron, crecieron sin cristianismo, y, ¿cuál Estado cristiano podrá presentar tan bellos ejemplos de ciudadanía y verdadero heroísmo? ¡Qué no se podría haber hecho del espectacular y prendado pueblo alemán, caso se hubiese desarrollado de forma similar como el griego, o aún, cuando las enseñanzas de Cristo se les hubiese trasmitido en su versión original! ¡Sin embargo, que tiene en común la Iglesia con Cristo! Éste predicaba libertad – La otra predicaba esclavitud. ¿Qué ganaron los alemanes con el cristianismo estropeado por los curas? – Ellos, que estaban libres, se trasformaron en esclavos por obra del mismo, y continúan a serlo hasta nuestros días. En sustitución de sus ídolos de piedra y madera, que no les causaban daños, fueron obsequiados con curas vivientes. Los defensores del cristianismo ensalzan que civilizaron a los bárbaros. Admitiré que esto ocurrió algún momento, ¡pero qué pronto el papismo estrujó las débiles florcitas de la nueva cultura, sumergiendo a toda Europa en una barbarie, mucho más tenebrosa que jamás ha habido en tiempos anteriores! Los prusianos tan tontos no fueron, cuando le garrotearon a muerte al “santo” Adalberto, haciéndose mucho más merecedores del monumento, que ahora le levantarán a éste. El Papa Alejandro VI. Dijo: “Toda religión es buena; pero la más torpe es la mejor”. Pronunció lo que todos los Papas pensaron antes y después. “Roma sólo puede imperar, mientras el mundo sea mediocre” estaba escrito como fundamento principal en sus almas, y a este efecto mandaban apóstolos, de la mano de los cuales la humanidad debía entorpecer… Pueblos y príncipes se postraban ante el Papa. El imperio mundial que crearon, y su permanencia hasta nuestros días, es el mayor milagro conocido por la historia. El Imperio del gran Alejandro cayó; el de los antiguos romanos y el de Napoleón se destrozaron, pues estaban asentados en la fuerza de las armas. Pero el imperio de la nueva Roma ya se mantiene a casi mil quinientos años, pues descansa sobre el más sólido fundamento: La estupidez humana. Uno se avergüenza por la condición de Ser humano, cuando rememorizamos por qué medios el Papa consiguió forjar los grilletes que colocó a las almas humanas. La estafa descarada, el degradante provecho propio traspiraba tan abiertamente, que resulta incomprensible, de cómo aún la estafa más torpe pasaba inadvertida cuando los curas siquiera intentaban encubrir sus peripecias. Con desvergonzada insolencia la cristiandad idiota-creyente fue saqueada, pues, ¡Dinero! ¡Dinero! fue la consigna de Roma. Rebaños de monjes y religiosas rechonchudas engordaban a costa del escaso dinero de los pobres, quienes tanto más se prestaron a llenar a los cofres de los curas, cuanto más sufrimientos pasaban en la tierra, y pretendiendo asegurarse por lo menos un rincón agradable para después de la muerte. El clero tomó sonriente el buen dinero, que le pagaba la credulidad humana, pasandole pagarés, letras para el más allá, conservando hasta hoy su crédito, visto que los muertos generalmente son mudos. Los crímenes más horrendos, aquellos que la boca se niega pronunciar, podían ser expiados con dinero, ¡pero quien ponía en duda la fe, expiaba por el fuego! El éxito inesperado, y la increíble credulidad del rebaño cristiano les dejaron excesivamente confiados a los Papas y curas. Su codicia y sus excesos ultrapasaron todas las fronteras. Algunos pocos preveían que el arco distendido en exceso se rompería, pero sus avisos eran inútiles. Cardinal Juan, un inglés, dijo a Inocencio IV: “El burro de Bileán se dejó maltratar por mucho tiempo, pero finalmente empezó a hablar.” Había profetizado con acierto. El burro habló, pero habiendo hablado, calló nuevamente, continuando a ser lo que ya era: un burro. De todos lados se levantaron voces contra el aberrante proceder de los curas; a aquéllas se las quemó en el fuego, y príncipes de poca monta se prestaron fielmente a eliminar a los herejes. Pero cada gota de sangre derramada le hizo nacer un nuevo enemigo a los papistas, y ahora empezó la lucha de Roma con la inteligencia, la razón, a la cual hace mucho pretendía ahogada. Como un gigante el grosero alemán Lutero despedazó las tretas italianas; “Sin embargo”, dice su contemporáneo Gaspar de Schwenkfeld, “Lutero nos quitó de Egipto, nos hizo pasar el mar rojo, pero nos dejó sentado en el desierto, sin llevarnos a la tierra prometida.” Y hoy, pasados trescientos años, todavía no nos apareció ningún Josué. ¡Quien pretenderá desconocer los merecimientos de Lutero! La reforma que ha iniciado tuvo inmensa influencia en la moralidad del mundo. Los números hablan de por sí. Wilberforce demuestra, que, apenas pasados treinta años desde la reforma, ¡las ejecuciones en Inglaterra se redujeron de 2.000 a 200 por año! Lutero ciertamente hizo bastante, le abrió un camino a sus seguidores. (Pero…) También Lutero la luz se encendió paulatinamente; había sido monje, había subido y bajado las escaleras de la catedral de San Pedro a rodillas. Hasta el fin de su vida su espíritu no logró libertarse completamente del hábito monástico. Dejó a sus discípulos la misión de construir sobre los fundamentos puestos, pero les pasó como a los cristianos de los primeros siglos: se encontraban pegados a las palabras de su maestro, permaneciendo luteranos. El mismo Lutero se lamentaba: “Este rígido aferramiento a la palabra ya nos ha dañado inmensamente.” La victoria obtenida por la razón en la reforma ciertamente no es completa, como lo pretenden los celosos luteranos. La mejor prueba de ello nos ofrece la confesión de la fe luterana, pronunciada en cada confirmación. Los disparates más grotescos desaparecieron de ella, pero quedó lo suficiente de aquello que la razón no puede aceptar, para no pronunciarlo de una manera más grosera. Lutero dijo: “A la razón la hay que meter debajo del tapete” ¡Pues, métanse la razón debajo del tapete! ¡Es la fórmula mágica que engrandeció a Roma! A los curas protestantes les apetece el mismo poder en su jurisdicción, “pues no hay cura tan insignificante, que no haya en él un pequeño Papa.” Por esto se baten con todos los medios cuando la razón ataca a sus principios. Es por esto que el erudito, infeliz Abelardo alega: “Cuanto más elevadas las cuestiones divinas, cuanto más alejadas de los sentidos, más se tiene que orientar la búsqueda de nuestra razón por ellas; El hombre es comparado a la imagen de Dios por la inteligencia que le es inherente: por lo tanto el hombre no la deberá orientar por nada más que por Aquél, a cuya imagen representa.” El sabio Séneca dice: “No nos permitamos seguir, como el ganado, a los pastores que lo guían, y, en vez de ir adonde tenemos que llegar, seguir a quienes siguen, hacia donde todos se van.” Los eruditos hace mucho ya tienen una sola religión; ¡pues abandonemos la hipocresía indigna, y vistamos abiertamente la bandera de la razón! ¡Qué católicos, qué protestantes, qué Papa, qué Lutero! La razón que sea nuestro Papa, sea el reformador del siglo XIX. Seamos todos protestantes, protestantes contra toda estupidez mística, contra todo sectarismo. Jesús, el sabio de Nazareth, sea nuestro guía, y luego de él, el más antiguo documento que poseemos: la razón. El gran Federico dijo: “En mi Estado, cada uno puede ser bienaventurado según su creencia:” ¿Será que Prusia se arruinó debido a su libertad religiosa? ¿Será que con su “Postdamer Wachparade” se mostraba menos impresionante que otros imperios mayores y más poderosos? ¿Porqué los grandes príncipes son tan raros, y por qué aparecen tan raramente en los momentos oportunos? Todos los príncipes buscan reconocimiento, poder y honores; deberían dedicarse más a la Historia, para descubrir que aquellos príncipes que se opusieron al espíritu del pueblo nunca se hicieron grandes. Si el Rey Carlos V se hubiese puesto frente a la reforma en vez de combatirla, habría sido el mayor príncipe conocido por la Historia. No era sólo el camino al honor máximo, sino también al poder máximo; Inició el camino contrario, y a los cuarenta años de su reinado los resultados le enseñaron, que había combatido en vano, que la verdad auténtica se puede demorar, pero no oprimir. ¿Por qué el rey sueco Gustavo Adolfo se hizo tan grande? ¿Por qué su nombre tan grande vive todavía hoy en la boca de las personas agradecidas, mientras el pueblo ya nada sabe del Rey Carlos V, en cuyo reino “el sol no se pone”? Si hoy un rey fuera magnánimo lo suficiente para descartar viejos prejuicios, suficientemente sabio para reconocer el espíritu de los tiempos, determinado lo suficiente para ponerse como un segundo Gustavo Adolfo a la punta de un movimiento – todos los corazones se le acercarían, todos los brazos se armarían por la buena causa, se haría el mayor y más poderoso Rey, y su trono estaría mejor fundado que cualquier otro que se funda en el ejercito y en pergaminos carcomidos, pues estaría edificado para la eternidad en los corazones de millones de personas agradecidas. Pero las camas matrimoniales de la realeza se parecen al aloe, de la cual, como se dice, sólo cada cien años emerge una flor, y mientras tanto sólo produce espinas y hojas amargas. Prusia tuvo a su Federico, Austria a su José – ¡Y nosotros alemanes tenemos que esperar! Por ahora no veo esperanza por ningún lado. Políticos que no tienen buenas intenciones para con el pueblo, siempre le tuvieron a la Religión de esta manera: Fe arriba, inteligencia abajo, así se reina mejor, es el viejo principio de los déspotas. Los movimientos de los nuevos tiempos les desagradan, temen que el espíritu de los tiempos se maree con la libertad, buscan ahogar al fruto o abortarlo antes que se haga tarde. Pero lastimosamente, para el despotismo la limitación a la libertad de prensa es el más poderoso puntal, y el nuncio del Papa Adriano VI sabía muy bien lo que hacía, cuando insistió en la censura en Nurenberg. “Grandes hombres como nuestros Josés y Federicos no temieron a la libertad de prensa – pero cuanto más mediocre el poderoso, más odia a la luz.” Cuando los gobiernos se hallan ofuscados a tal manera, que se oponen a los deseos razonables del pueblo, pues es cuando cada uno se ve obligado a ayudarse a sí mismo como pueda, sin herir las leyes. Si hacia el exterior está obligado a cumplir lo que de él exige la autoridad, en su hogar podrá mantener libre a su familia del veneno, que un viento maligno trajo en su brisa, pasando los Alpes hasta llegar a Alemania. La Iglesia Católica Romana sigue siendo la misma de hace mil años, y justamente esta inmutabilidad es su orgullo. Sigue persiguiendo los mismos objetivos, y aún cuando asustada por la reforma, hace mucho se ha recuperada – visto que quedamos dormidos por trescientos años. Los antiguos métodos de estupidificación de la gente, ya antes testados con tanto suceso, son notorios, expeliendo su “bendición” sobre la tierra. Pues, en la obra que sigue, me limitaré en relatar conforme a la verdad aquellos acontecimientos de la Historia, en los cuales la intolerancia del fanatismo se muestra en su luz más ofuscadora. Pero como para el entendimiento del cuadro histórico es necesario tener algún conocimiento sobre la formación de la Iglesia Cristiana durante los siglos, y como a los pocos se introdujo reformas, me veo obligado a preparar de ello un esbozo, a manera de introducción, visto que no puedo presumir tal conocimiento en mis lectores. No se espere un relato completo, ordenado y seco, que sólo serviría para aburrir al lector, al contrario, temo acercarme demasiado al ridículo, aún que pretenda limitarme a relatar, lo que Santos, Papas y otros Padres no se avergonzaron a hacer y decir. Si los hechos y los dichos son ridículos y no siempre decentes: pues, culpa mía no es. La primera edición de esta obra se publicó en 1845. La versión que sirvió de base para la traducción corresponde a la edición revisada Nº 43 de la edición original (Edición de Rudolstädter, 1927) aparecida en el año 1996 en la Editora Hubert Freistühler. Ésta variante fue censurada parcialmente conforme al Art. 166 del Código Penal Alemán, conforme a una sentencia de fecha 28 de marzo de 1927, de la Cámara Penal superior del Tribunal Estatal Nº 2 de Berlín. En el prefacio de la Edición de Freistühler se lee: De la (edición de Rudolstädter) se ha eliminado aquellas líneas, que por ésta sentencia fueron consideradas como contrarias al Art. 166 del Código Penal, y que sólo se refiere a pocas líneas del texto. También de los prefacios y de la introducción del autor se ha desechado algunas partes. Mediante la ayuda de Jürgen Kurz el autor de la versión publicada en Internet pudo reconstruir algunas partes en los prefacios y en la introducción. Comentarios con relación al primer capítulo: Corvin tuvo que presumir, que los acontecimientos descritos en la Bíblia habrían ocurrido efectivamente. Y por lo tanto trata de explicarlos. Pero hoy día ya se sabe que tanto el antiguo como el nuevo testamento son una colección de falsificaciones y adulteraciones obscuras. El supuesto infanticidio de Herodes, por ejemplo, es una mentira descarada. También la afirmación de que grandes partes del mundo hayan sufrido bajo el “yugo romano”, es falsa. En realidad muchos de los países conquistados por Roma quitaron provecho de la cultura romana. Esto también vale para Israel, donde eran ante todo fundamentalistas violentos, que se opusieron a la creciente secularización mediante la ocupación romana. Con relación a la persona de Jesús sólo se obtuvo algunas informaciones más concretas con la descubierta en la mitad del siglo 20 de los escritos de Qumran, vea para ello Michael Baigent, Richard Leight: “Verschlussache Jesus”. En lo concerniente al artículo 166 del Código Penal, éste aún subsiste hoy día, y se llama “Insulto de confesiones, sociedades religiosas y asociaciones de ideologías del mundo. (De Erik Möller, del 19 de diciembre de 2004, quien ha publicado la versión de Internet). ¡Pío Nono! Para el caso, Santísimo Padre, que éste librito encuentre su agrado y caso me lo quiera hacer saber públicamente, pugnaré a fin de presentarle otros regalos semejantes.” Ulrich von Hutten Del prefacio para la Segunda Edición Ahora ya han trascurrido más de veinte años, desde que apareció la primera edición de éste libro en Leipzig. Aquella vez todo empezaba a moverse. El espíritu de la humanidad, que finalmente se sintió emancipado, se rebeló contra las formalidades que le fueron impuesto por el despotismo de siglos pasados, y los gobernantes hicieron uso frecuente de los medios experimentados, para volver a esclavizarlo. La censura actuó con rigor santurrón; periódicos eran sofocados en contra del derecho y los escritores eran condenados y encancerados, pues por medio de ellos hablaba el espíritu de los tiempos al pueblo, el cuál no debía saber que se había emancipado de la adolescencia. La Iglesia no quedó atrás. Los viejos dogmas, ya abandonados, y las reliquias volvieron a aparecer de los trasteros, y con ira compasiva el genio del siglo diecinueve vio a al devoto rebaño peregrinar de a centenas de millares a Trier, fin de adorar a un manto de Cristo, expuesto en éste lugar por el obispo de la localidad. La viaje del manto a Trier incluso exasperó al mundo católico. En las patrióticas páginas sajones, inspiradas en Robert Blum apareció la afamada epístola declinatoria de Johannes Ronge. Se produjo un gran movimiento, del cuál se esperaba mucho, y que también habría tenido consecuencias formidables, si el dirigente del mismo hubiera sido más competente para la el trabajo. Tenían buena voluntad, pero demasiado poco talento. Compartí la esperanza de muchos, y resolví, dar mi contribución a su realización. Mis estudios de fuentes históricas me dejaron más a la par sobre aquellas cosas, que los sacerdotes trasmitían al pueblo previo desmentido, o mutilación cuidadosa o arreglado clerical, cuya educación era celosamente controlada por aquellos. Yo tenía a mi disposición los escritos de los “Padres de la Iglesia” y de los más renombrados escritores clericales, y cuánto más yo investigaba, tanto más se me quedaba clara la infamia del horrendo crimen, que la Iglesia Romana había cometido contra la humanidad, con la cuál fue cometido, y con la cuál sigue siendo cometido. Siempre más me convencía, que la esclavitud, bajo la cuál suspira la raza humana, radicaba en la Iglesia, y que todos nuestros esfuerzos para la obtención de la libertad serían inútiles, si antes no nos librásemos de las ataduras, que la Iglesia ha puesto al espíritu de las personas. Este entendimiento correspondía a la decisión de escribir un libro, que fuera capaz de quitarle la venda de los ojos al pueblo engañado y seducido por los sacerdotes, y de darles la posibilidad de dar una ojeada en el taller, en el cuál fueron forjados sus grilletes. El fanatismo que surgía de la fe religiosa, se mostró por todas las partes al como el peor enemigo de la libertad, y para combatirlo y destruirlo, me parecía necesario, no sólo hacerle notar al pueblo las consecuencias horrendas del fanatismo mediante ejemplos históricos, sino también demostrarlas directamente de las mismas tristes fuentes de la fe, cuya consecuencia es. Como ahora ésta fe basa en supuestos hechos, en cuya verdad el Pueblo no pone en duda, aunque contrarían la experiencia y la razón, sólo porque fueron relatados por sacerdotes, en cuya inteligencia superior, amor a la verdad, desinterés y carácter moral el pueblo cree: así yo creí de igual importancia para el combate a ésta creencia en la autoridad, aclarar históricamente la naturaleza de éstas autoridades, esto es, de los Papas y Sacerdotes, y demostrar, que en este sentido, el pueblo devoto fue puesto ante presupuestos absolutamente falsos. A fin de alcanzar estos distintos objetivos, resolví exponer en una introducción, de cómo se desarrolló el poder de los Papas y sacerdotes en el transcurso del tiempo, qué medios utilizaban para ello, y qué efectos estos medios tuvieron sobre la sociedad en general e incluso sobre los propios sacerdotes. La introducción ofreció grandes dificultades, pues, un material acopiado durante siglos debió ser reducido al espacio reducido de un tomo mediano. Además las circunstancias exigían extremo cuidado y esmero en la selección de éste material. La censura aún existía, y, aparte a estas limitaciones sólo podía hacer uso y exponer tales hechos, cuya verdad no sólo me parecía incontestable, y que tampoco podía ser atacada por los propios sacerdotes romanos. El censor de aquellos tiempos en Leipzig era un Profesor Hardenstein. Varias veces me devolvió mi manuscrito, tachado en varias partes con trazos anchos, pero, la mayoría de las veces tenía que liberar nuevamente las partes indeseables, cuando yo le demostraba, que fueron extraídas del libro aprobado por la Iglesia Romana, de algún Santo, o de alguna otra autoridad eclesiástica. De esta manera, por lo tanto, la introducción a mi obra se vio de alguna manera confirmada por el gobierno sajón, en cuya cúspide se encontraba un rey católicoromano. Así el libro tampoco fue confiscado en ninguna parte, sino en Austria, y ninguna de los hechos citados en el mismo fueron contestados, y mucho menos desmentidos por el clero romano, pese a que, comprensiblemente, hayan condenado éste libro. De parte de la crítica mi libro fue recibido de manera extremamente favorable, dedicándose a mi aplicación y esfuerzo pleno reconocimiento. Algunos amigos bien- intencionados llegaron a comentarme, que el libro hubiera producido un efecto aún mejor, si yo hubiera callado los hechos más escandalosos, utilizando más moderación en el enjuiciamiento de los hechos citados. Contra éste parecer me tengo que manifestar vigorosamente. Caso yo actuase, como lo reclaman los bienintencionados, estaría actuando como los jesuitas. Una línea que no es recta, es torcida, y la verdad desfigurada es mentira. Ciertamente es posible, que a algunos católicos los hechos referidos aparezcan tan increíbles, que los consideren invención maldosa, en lo cuál ciertamente se verán apoyados por su clero, pero, ¿acaso es por éste motivo que yo tendría que deshacerme justamente de mis armas más eficientes? Quien me acusa de falsedad, que lo haga públicamente; le he de probar, que, aquello que llama de mentira, fue extraído textualmente de los escritos de santos venerados, obispos o prelados. Y en cuanto a mis juicios dice respecto, estos ciertamente a menudo fueron expresados en palabras amargas y ásperas, pero, pregunto, ¿qué derechos puede reclamar la Iglesia Romana a un tratamiento delicado? Decir la verdad de hecho no es tan bruto, como quemarle a alguien, ¡por el sólo hecho de que le es imposible creer en una mentira notoria! ¡No! lo que considero malo, también llamaré de malo. La Iglesia Romana no es en absoluto amiga de la humanidad, y por lo tanto, el desvelar y execrar de sus debilidades y achaques no me podrá ocasionar deshonra. Al contrario, sería necedad y debilidad, no utilizar los puntos flacos que ofrece el enemigo mortal de la libertad, en una disputa honesta: Lo espeto con toda la fuerza, y si puedo, directamente en el corazón. El libro no es destinado al el erudito, tampoco al salón, fue escrito para el pueblo, y a fin de que el mismo lo lea, fue escrito como fue escrito. Si los hechos y las palabras que contiene ni siempre son decentes, entonces que se acuse a aquellos santos, Papas o sacerdotes, que cometían tales actos inmorales, o utilizaban tales palabras indecentes. El segundo volumen, “Los Azotadores” se siguió prontamente al primero; pero antes de que pudo publicarse el tercero, se desató la tormenta de 1848, que me encontró en Paris, donde fui testigo de la revolución de febrero. Ahora el tiempo de escribir había pasado definitivamente, y con miles de personas que comparten mis ideas, tomé la espada. Peleé en las primeras líneas hasta el final. El poder real ya había vencido en todas las partes en Alemania, cuando entregamos el fuerte de Rastatt, cuya defensa yo había presidido como jefe del Estado Mayor. Fui condenado a muerte, pero no de manera unánime. La voz disidente, la aplicación de una ley sancionada al respecto de los hechos, y la coincidencia de otras circunstancias favorables me salvaron de la muerte; pero me encontré enterrado vivo durante seis años en una celda solitaria de una cárcel en Pensilvania. A quien la soledad en una tal cárcel no desfallece síquicamente, lo purifica y robustece. Varios de mis compañeros de sufrimiento murieron, otros volvieron desvalidos, destruidos en cuerpo y alma a éste mundo. Era en el otoño de 1855, cuando dejé mi tumba. Ni mi espíritu, ni mi salud habían sufrido consecuencias, al contrario, lo que destruyó a otros, me había fortalecido. ¡A quién le importan hoy día las personas, que plantaron árboles, que nos rinden sombra y beneficios! Yo estaba satisfecho con lo que veía en Alemania. La sangre de los mártires de 1848 y 1849, y las lágrimas de sus mujeres e hijos no se derramaron en vano. Pues los cambios en la sociedad humana se producen de manera similar que en la naturaleza – gradualmente, y despacio, y sería irracional de parte de aquellos, que en lo demás niegan los milagros, reclamarlos aquí. Pero, a las consecuencias políticas de los años 48 y 49, nada pretendo referir aquí; nada tengo que ver con ellos, sólo quiero considerar el progreso espiritual. De nuestro encargo es aprovechar las ventajas ganadas por la sangre, y el camino más indicado para ello es, divulgar el conocimiento en el pueblo, y principalmente tratar de quitar de las manos de los curas con o sin tonsura la educación de la juventud. 1868, mes de octubre. Corvin. Del prefacio para la tercera Edición Yo estaba plenamente convencido de que mi Espejo de Cura fuese un libro adecuado a nuestros tiempos; pero aún así me sorprendió agradablemente, que ya pocas semanas después se hizo necesaria una tercera edición, que, espero, no sea la última. Una circunstancia favorable aún apoyó la cosa buena defendida en el libro, por el hecho de que justamente en la época de su lanzamiento aquél trajo a la luz del día, que apoyan las afirmaciones hechas en el mismo, que han ocurrido en tiempos anteriores dentro de la Iglesia Romana, principalmente en los monasterios; que las infamias y los crímenes horrendos en realidad no son cosa de un pasado lejano y barbárico, sino que son una consecuencia natural del principio inamovible que gobierna en la Iglesia Romana, y ocurren hoy día de la misma manera como hace mil años, quizás sólo con una más asustadora y refinada infamia. Cuando la Iglesia Romana aún gobernaba ilimitadamente sobre imperadores, reyes y pueblo, los curas apenas creían necesario ocultar sus brutalidades, visto que la Iglesia raramente tenía la voluntad, y la ley secular el poder, para impedir o castigar las aberraciones cometidas bajo el manto de la religión. Esto cambió desde la reformación y de la revolución que ésta provocó. Incluso imperadores y reyes, que aún estaban muy inclinados de permitir la libre actuación de la Iglesia, - porque la estupidificación y el despotismo que la misma promueve le es de utilidad – fueron constreñidos por la opinión pública, que a veces destruye tronos juntamente con sus cabezas, de la mano del pueblo, a renunciar solemnemente a su poder absoluto, y a esconder sus aspiraciones despóticas detrás de así llamadas constituciones, de las cuáles podrán burlarse, pero a las cuáles el pueblo ciertamente hará respetar, al momento en que finalmente se libere de la esclavitud de la Iglesia, eliminando con ello definitivamente la esperanza de volver al viejo esplendor despótico de los príncipes. Rorschach en Bodensee, Agosto de 1869. Corvin Del prefacio para la cuarta Edición La necesidad de una cuarta edición del “Espejo de Curas” en tan corto tiempo es la mejor y más práctica prueba, que éste libro cumple con el objetivo que yo me propuse, cuando lo escribí. De distintos países rigurosamente católicos del mundo, como España, Italia, América del Sur, yo recibí cartas de aprobación y aliento, como asimismo tuve la alegría, de recibir un escrito de mano propia del viejo héroe Garibaldi, en el cuál se expresa en reconocimiento abierto sobre la tendencia de mi libro. Para las clases instruidas de la Sociedad, el poder del Papa, en cuanto se refiere a su fe, es letra muerta en toda parte; pero éste poder aún tiene una importancia práctica sensible, mientras se mantiene razonablemente intacto el fundamento sobre el cuál fue construido, o sea, la estupidez del pueblo – o, para expresarlo de manera más amena, “la fe ciega” del pueblo en su justificación. El abierto objetivo de éste libro es, destruir este fundamento de manera honesta y directa, en tanto demuestra de manera auténtica e histórica, que ésta fe, que es exigida por la Iglesia Católica como condición, se asienta en evidentes mentiras y falsificaciones, que fueron ofrecidas al pueblo como verdades y hechos incontestables por embaucadores concientes e inconscientes, y que curas egoístas siempre han explotado esta “fe piadosa” del pueblo a su propio provecho y en perjuicio de la humanidad. Me parece una obra merecedora, contribuir con todas las fuerzas a la aceleración de éste hundimiento, en cuanto revelo al pueblo creyente y confiante la verdadera naturaleza de la Iglesia Romana, como se presenta, desnudada de los cachivaches de la mentira y falsedad. Londres, en la primavera de 1870 Corvin Del prefacio para la quinta Edición La obra fue recibida, tanto por el público como por la prensa de manera extremamente favorable, si bien algunos críticos sensitivos tacharon mi vocabulario de vez en cuando demasiado directo y grosero. Pero tengo para cada uno de mis libros un estilo especial, dependiendo de cuál creo conveniente para el asunto tratado, y la clase del público, al cuál el libro se halla destinado. El suceso ha demostrado, que yo, en cuanto se refiere a “monumentos históricos, etc.”, he dado al punto. Bad Elgersburgo, en Julio de 1885. Corvin. Introducción “Cuanto más sublime las cosas divinas, cuanto más alejadas del mundo de los sentidos, más se debe iluminar en ellos nuestra búsqueda por razón; el hombre es comparado con la imagen de Dios debido a su inteligencia característica, por lo tanto el hombre no se debe guiar por nada mejor, que por aquél, a cuya imagen representa.” Abelardo Cuando una persona débil se ve abatido por los golpes del infortunio, sin encontrar consuelo ni ayuda en su íntimo, ni en los demás, ni en cualquier otra parte sobre la tierra, entonces su propensión le impele a dirigir su petición expresada en sentimientos, pensamientos y palabras, al por todos presentido, aún que no comprendido Poder, a quien atribuye el principio y la conservación de todo lo existente en el mundo, indicado genéricamente por el vocablo “Dios”. Sólo puede haber un motivo de la existencia del mundo, uno sólo Dios, pero el Ser – la índole y el tipo de esta fuerza creadora y conservadora es el gran secreto nunca revelado, y que tampoco nunca vendrá a ser revelado. Cada persona capaz de algún pensamiento, se hace su propia imagen interior de este Ser, acorde al desarrollo de la inteligencia que le es dada por nacimiento. Ésta representación es su Dios, y de esta forma cada persona es la creadora de su propio Dios. La inteligencia se desarrolla en forma distinta, conforme a influencias variadas. Como apenas habrá dos personas de constitución física absolutamente igual, tampoco habrá dos con desarrollo intelectual igual. De ello sigue, a rigor, que hay tantos dioses como hay personas: o sea, representaciones de Dios. La distinta percepción de las personas con relación a la naturaleza del sol, no cambia al sol, y Dios sigue el mismo, por extraña que sea la imaginación que de Él se haga el hombre. El africano, que se postra ante un fetiche por él esculpido, personificación de su representación divina, así como el indiano, el adorador del fuego, el mahometano, judío o cristiano: todos ruegan a un mismo Dios, asimismo los así llamados materialistas y ateístas, que no levantan plegarias, sino que sólo tienen una percepción distinta a la de la generalidad. Los negadores de Dios, en efecto no niegan la existencia de Dios, lo que sería estupidez, sino que sólo se oponen a la figuración de un Dios personal. Todas las representaciones de Dios fueron tomadas de una misma fuente original, pero por las influencias de distintas condiciones se desarrollaron a tan distintas y extrañas formas, que aún al más versado investigador le queda difícil demostrar el origen común. Y como la representación de Dios es el fundamento de toda religión, se explica por un lado la existencia de tantas religiones distintas, y por el otro la circunstancia de que pueblos en condiciones similares profesen religión idéntica. La demostración del origen común de las distintas religiones demandaría una obra propia, y por ser suficiente para el presente propósito, me limito a hacer un bosquejo de la evolución general de todas las religiones. Cuando la Tierra en su evolución había alcanzado el punto apropiado, surgió el ser humano. Éste sintió las influencias agradables y desagradables de los fenómenos naturales por primera vez, y como estaba provisto de inteligencia, en seguida empezó a investigar, haciendo reflexiones sobre su origen. Las influencias más inmediatas sobre los seres humanos estaban en clima, y la lluvia, viento, tormenta, calor y frío eran fenómenos tanto más propensos para causar su curiosidad, cuanto les eran desconocida su origen. Los cambios que se dibujaban en el cielo por la lluvia y la tormenta, si, lo podían ver, y como la lluvia y el rayo procedía de las nubes, les resultaba evidente presumir al causante “en el cielo”, o sea, en las nubes. El sol, del cual dependían día y noche, calor y frió con sus consecuencias, ciertamente habrá sido otro objeto principal de sus deslumbradas observaciones. También el cambio de las estaciones, con sus conveniencias e inconveniencias debería constituir cuestión sobre sus orígenes. Como la observación, madre de toda ciencia, todavía se encontraba en su niñez, la fantasía, el juego descontrolado de la razón, sólo se movía dentro del limitadísimo círculo de lo visible, agregando conclusiones sobre lo encubierto. Como seres obrantes sólo se conocía a los animales y al ser humano, así las criaturas de la fantasía, a las cuáles se pensaba causadores de los fenómenos naturales, sólo podían ser seres con formas humanoides o animalescas. En algunas personas la fantasía es más activa que en otras, y aquéllos comunicaban lo que pensaban del obrar y de las relaciones de aquellos seres entre sí, inventando supuestas expresiones y actividades. Así surgieron leyendas y cuentos, que eran ampliados siempre más por personas, especialmente proveídas de vívida fantasía, y entretejidos en alguna relación más o menos razonable, poblándolos con personajes. Tales fábulas, creados en la cuna de la raza humana, se trasmitían como si efectivamente habrían acontecido, de generación en generación, y sus rastros se encuentran aún millares de años después, y aún en los pueblos más desarrollados, ejerciendo su influencia hasta nuestros días. Esto será comprensible a cualquiera, que se permite prestar cuentas de sus sentimientos e impresiones. Aún el más esclarecido e instruido hombre encontrará aún al fin de su vida resquicios de las impresiones recibidas en la niñez; nadie logrará separarse absolutamente de tales leyendas de niñera. Como los primeros seres humanos se imaginaban a los causadores de tales fenómenos naturales como siendo habitantes de las nubes u otros lugares inalcanzables (Dioses), sólo como animales poderosos o personas, también les adjudicaban sentimientos similares, como rabia, odio, venganza, bienquerer, bondad, etc. Y como es posible apaciguar la rabia humana, desviando sus consecuencias, fácil quedaba pretender los mismos artificios con los dioses, naciendo así las ofrendas. Estas ofrendas se constituían en objetos, que eran agradables al ser humano, y cómo los dioses habitaban los cielos, y no se bajaban para llevar estas ofrendas, estas debían ser enviadas al cielo, lo que no podía ocurrir, sino por su quema, para que por lo menos el olor y el humo puedan alcanzar al cielo. La fantasía así ocupada rápidamente formuló alguna teoría sobre el efecto de estas ofrendas, y como nunca se abandonaba la posición del ser humano, se llegó a la conclusión de que aquello especialmente agradable al ser humano, lo raro y por lo tanto difícil de obtener, debería también ser la ofrenda más agradable a los dioses. Pero como el rencor de los dioses era difícil de aplacar, o sea como los fenómenos naturales desagradables generalmente se extendían en el tiempo, y se necesitaba de muchas ofrendas, hasta perder sus efectos, y las ofrendas raras y especialmente agradables a los dioses eran de difícil obtención, faltando a menudo al individuo, se unieron varios al efecto de acumular lo necesario a los dioses, visto que todos compartían el deseo de conciliarlos. Así se crearon las sociedades de ofrendas, que talvez podrán ser llamados de los inicios de la religión. Las provisiones reunidas debían ser guardadas y conservadas para finalmente ser ofrecidas a los dioses, siendo que a seguir se encargó a personas especiales con este oficio. Así aparecieron los sacerdotes. Como los sacerdotes eran las personas que ofrecían las ofrendas a los dioses (siempre comparados a seres humanos idealizados), se presumía que e encontraban en contacto inmediato con los mismos. Apremiaba la presunción de que los dioses les serían especialmente favorables como verdaderos donantes, trasmitiéndoles en primer lugar sus deseos. De esto se sigue que se les adjudicaba una determinada influencia sobre las decisiones divinas, buscándose a su vez sus favores, a fin de que utilicen su influencia a favor de éstos que se sabían granjearse su protección. Pero el vicio por el poder es inherente a toda persona, y es comprensible que a los sacerdotes era agradable tal influencia, y por lo tanto trataron de conservar y extenderla. Por cierto sabían que las presunciones sobre sus relaciones con los dioses eran equivocadas, pero era de su interés propio, conservar y aumentar tal equivocación. En la niñez de la humanidad ciertamente los propios sacerdotes creían en tales dioses, teniendo igual concepción de los mismos que las demás personas, creyendo acertada y coherente la presunción de una relación inmediata con los mismos, y sueños y visiones, sobre cuya naturaleza y origen las certidumbres eran pocas, habrán reforzado la idea de una convivencia con los dioses en ellos, no sólo como una posibilidad, sino como una realidad. Así, en consecuencia de tales engaños involuntarios y voluntarios sobre las relaciones entre dioses, sacerdotes y otras personas, se formó un sistema, basado en la credulidad que el pueblo ofrecía a las afirmaciones de los sacerdotes. Estos, familiarizados con los dioses, sabían lo que les debería ser agradable o desagradable, lograban descifrar su lenguaje, que luego trasmitían a los hijos de la tierra. Los sacerdotes determinaban la forma de cómo se debía presentar las ofrendas, y que en todo ello no olvidaban a si mismo, se subentiende. Así creció el respeto a los sacerdotes de una generación a otra, siempre en aumento, y se constituían en los verdaderos gobernantes del pueblo. Aparte de los dioses que vivían en el cielo, o sea, en las nubes, también había fuerzas sobre la tierra, más o menos temibles a la humanidad; primero animales feroces, y luego personas que utilizaban su fuerza superior en desmedro de los demás. Contra ellos era necesario protegerse, y resulta comprensible, que aquellos, que por su fuerza superior, su coraje y destreza mayor resaltaban en la caza y en la guerra, obtenían influencia y poder sobre sus conciudadanos. Se hacían caciques – príncipes. Inteligencia y fuerza corporal raramente se reúnen en medida similar en una misma persona, y cuando, con el pasar del tiempo las relaciones de la sociedad se hicieron más complejas, también se hizo más complejo el oficio de gobernar, y príncipes y sacerdotes encontraron apropiado respaldarse mutuamente, donde, acorde a las circunstancias una vez prevalecía la fuerza del príncipe, otra vez la del sacerdote. Así de la religión se hizo el pilar del despotismo, y al revés. Muchos son más fuerte que uno, y como los intereses del uno ni siempre se comportan con los intereses de la mayoría, así habría ocurrido con más frecuencia de lo que fue y es el caso, que la mayoría obliga al uno a gobernar según sus intereses, no fuera la religión, fundada en el temor contra los dioses ocultos y poderosos, que proclamaba por intermedio de sus representantes reconocidos, los sacerdotes, que tal levantamiento contra el poder constituiría crimen contra el poder. Esto lo hacían los sacerdotes, temerosos a su vez de que una disminución del poder de los déspotas también pondría en riesgo el poder de ellos, mientras aquellos también lo utilizaban para combatir al más peligrosos enemigo de la religión por ellos inventada. Este enemigo es la inteligencia, el razonamiento y el conocimiento que de ello se sigue, la ciencia. El poder de los sacerdotes y de todas las religiones se basa en la fantasía, que creó a los dioses en la cuna de la humanidad. La especulación de los sacerdotes desarrolló esta su fe tradicional a un sistema complejo, compuesto de engaños y invenciones desde sus orígenes. Cuanto más se desarrolla la razón en las personas, y cuanto más empezaron a observar y a pensar, esto es, a quitar conclusiones de sus experiencias, más se percataban que las cosas dadas como verdades positivas por los sacerdotes, eran justamente lo contrario, lo que a su vez naturalmente generó desconfianza contra otras afirmaciones, bases del poder sacerdotal. Cada paso dado por la ciencia, golpeaba a alguna mentira sacerdotal. Por lo tanto era cuestión de vida para el buen nombre de los sacerdotes, o de aquello con que solían identificarse, la religión, frenar con todas las fuerzas el desarrollo de la razón, e impedir la expansión de los resultados indestructibles de la ciencia, lo que a principio podía ser obtenido mediante el poder despótico. Pero como a menudo hubo conflictos entre la voluntad de dominio de los sacerdotes y de los príncipes, así los primeros buscaron una mejor fundamentación para su poder, que la ofrecida por el interese común con los déspotas, común sólo hasta determinados límites. El procedimiento de los sacerdotes, para obtención de tal objetivo egoísta, era tan práctico como destructivo para el desarrollo intelectual de la humanidad; el intelecto humano debía ser mantenido tan alejado, y prensado desde su niñez en un molde, que le obligase a desarrollarse de la manera deseada. A este objetivo se adueñaron de la educación de la juventud. Pero no era suficiente a su prevención. Esta relación de profesor – alumno debería ser mantenido de por vida, y el poder de los sacerdotes sobre el alma de las personas debería ser extendido de tal manera, que a estas no le pueda ocurrir ninguna idea, desde la cuna hasta la muerte, de la cual los sacerdotes no tomasen conocimiento. El medio para obtener tal resultado en forma perfecta fue la de crear en las personas el temor de peligros extremos (originados únicamente en el cerebro de los sacerdotes), y contra los cuales sólo los sacerdotes conocían los remedios. No pretendemos que los sacerdotes eran estafadores concientes. El sistema bien elaborado y consecuentemente implementado no dejó de tener sus efectos sobre los propios sacerdotes, salidos del pueblo y educados de una manera que se mostró tan adecuada como necesaria. Gran parte de los sacerdotes creía fielmente en sus propias enseñanzas, y quienes no creían, rápidamente comprendían las ventajas que les proporcionaba, mantener tales creencias en el pueblo. La fe era el puntal central de la edificación religiosa de los sacerdotes, y como una destrucción de la fe echaría asimismo al edificio, era preocupación principal de todos los sacerdotes, colocar a la fe como lo más sagrado y intachable, y calificar como siendo el crimen más odioso la sola duda puesta por la razón, “pecado” castigado horrendamente por los dioses. Esta idea, impuesta desde milenios por los sacerdotes de todas las religiones, trasmitida de generación en generación, se impuso entre el pueblo con tal poder, que aún hoy, - cuando la razón y la ciencia persisten pese a la insulsez de todas las religiones fundadas en la fe – ni siquiera los incrédulos pueden permitirse a decir: ‘no creo en Dios’, sin crear tumulto entre millones, aún que con estas palabras apenas nada se dice sino: La percepción, que yo, criatura del siglo diecinueve, tengo de la causa de la existencia del mundo, de Dios, es completamente otra que aquella, que tuvo la mayoría de las personas hace millares de años, y que sigue siendo base de la religión reinante hoy día. Como la fe se manifestó como siendo el enemigo principal del desarrollo de la humanidad, y sigue siéndolo, y es objeto de este libro, contribuir a la eliminación de este entorpecedor tan poderoso, se hará necesario examinar la naturaleza de la misma. Lo que conozco de experiencia, no lo necesito creer, pues lo sé; Sólo necesito creer o no creer, lo que de la experiencia deduzco, o lo que me contaron otros como siendo de su experiencia, o como deducciones de ella. Hay dos tipos de creencia: la razonable y la irrazonable, y su explicación ya se encuentra en la palabra adjunta. Lo que mi razón ve como posible, lo puedo creer sin ser irrazonable, aún cuando el hecho comunicado no sea verdadero; pero si creo en el acontecimiento de algo que mi razón reconoce como imposible, entonces mi creer es irracional. La escala tenida por la razón para la posibilidad de una cosa, a principio es únicamente la experiencia. Ejemplos esclarecerán mejor mi opinión que definiciones. Me cuente alguien, que vio florecer al castaño en octubre y le creo, mi creencia es razonable, aún cuando, quien me lo cuenta, esté mintiendo. Yo mismo he visto florecer a los castaños y a otras plantas en esta estación, aún que generalmente sólo florecen a principios de año, y lo mismo me contaron otras personas, de las cuales no tengo motivos para dudar. Se dice que el sol se encuentra a una distancia de veintiún millones de millas. Lo creo, y mi creencia no es irrazonable, aún que no haya medido la distancia, por faltarme para ello los medios, o sea, los conocimientos. Sin embargo tengo conocimientos suficientes para medir vía cálculo la distancia de puntos, a los cuales puedo llegar por la proporcionalidad, y no raras veces comprobé con medición la autenticidad de mi cálculo, cuando eventualmente más tarde se quitó del camino el obstáculo que me impedía medir la distancia. Conozco por lo tanto, que la ciencia ofrece medios para calcular distancia entre puntos, a los cuales no se tiene acceso. Así mi creencia se basa en experiencia, y por lo tanto es razonable. Alguien me dice que una persona voló desde Liverpool a Nueva York. Si lo creo, se me puede tildar de cándido, sin embargo mi creencia no es absolutamente irracional, pues de mi experiencia conozco, que la diferencia de peso del cuerpo y del aire puede ser suprimido por distintos medios, además, miren los pájaros, que vuelen mediante dispositivo mecánico: las alas. Pero si se me dice, que una persona creó un cuerpo por l fuerza de la palabra, o sea, sin utilizarse de sustancias existentes, creado desde la nada, y le creo, mi creencia será irracional, pues por mi sola voluntad no puedo crear siquiera un granito de polvo, ni nunca se ha demostrado, que tal habría sido producido por alguna persona. Si se cree que un diseño o una estatua de piedra ha hablado o hecho algún movimiento voluntario, esta creencia es irrazonable, por contradecir a toda experiencia. Aún así no se puede presumir absolutamente que personas que lo afirman sean mentirosas, pues la experiencia enseña que existen estados de espíritu, durante los cuales una persona se imagina profundamente ver o escuchar cosas, a tal punto de tenerlas por verdaderas, cuando en realidad sólo se trata de ilusiones. El alcance de nuestra experiencia personal sólo puede ser limitadísimo, aún en la persona más ilustrada, dada la brevedad de la vida, y nos tendríamos que colocar en la situación desesperada de los primeros seres humanos, si pretendiésemos tener por verdadero, o creer aquello que, por experiencia propia o por las deducciones resultantes resulta imposible. La experiencia de nosotros, observadores vivos, es la más preciosa herencia de la generación viva. La razonabilidad de la fe en realidades basadas en la experiencia depende de las razones que tenemos para aceptar la credibilidad de las personas, que las narraron, como también del grado de su desarrollo intelectual, su carácter, o si son capaces de pronunciar una mentira deliberada cuando conviene a sus intereses, además, si es relato aislado, o si fue observado por otros, si contrarían a las leyes naturales concretas y conocidas, y de otras razones más. Por lo tanto la credibilidad del hecho relatado depende en primer lugar de la autoridad de la persona que lo relata, y si es narrado lo que se ha visto o experimentado personalmente, o creído, o si lo relata por haberlo escuchado. En la experiencia se basa la ciencia; los hechos son peldaños de la escalera, que lleva nuestra razón al reconocimiento de la verdad, y por lo tanto la ciencia es enemiga mortal de la fe irracional, porque enseña a reconocerla y destruirla como tal. A la fe irracional generalmente se la denomina superstición, y por el ensayo que he dado del origen de la religión, puedo llamar sin reparos de superstición a la fe religiosa. Esto vale, no sólo para la religión de los primeros seres humanos, sino de todas las religiones aún subsistentes en la tierra, de las cuales se puede demostrar sin dificultades, que apenas son una versión modificada de la religión originada por la observación del “cielo”, o sea, en las nubes. “El milagro es el hijo preferido de la fe.” Si examinamos las religiones pasadas y subsistentes, encontramos que todas ellas, sin excepción, se encuentran fundadas en milagros, llamados acertadamente por el poeta de hijos de la fe (religiosa). Generalmente se denomina “milagro” todo fenómeno, acción o hecho, cuya causa la ciencia no pueda citar y demostrar; asimismo ampliamos el sentido de la palabra a fenómenos, cuya causa sí conocemos, pero que nos resultan especialmente raras, y en este sentido hablamos de milagros de la naturaleza. Si bien también la religión, o sea los sacerdotes, han utilizado tales milagros naturales para su beneficio, cuando su causa aún era desconocida al pueblo, el milagro religioso es de tipo completamente diferente, y se caracteriza, por ser contra la naturaleza, o sea desconsidera las leyes naturales conocidas. Para los pueblos de antes el eclipse solar o lunar, o aún un cometa era un milagro, y lo mismo ocurría con buena cantidad de fenómenos, cuya causa la ciencia, no sólo conoce claramente, sino que es capaz de prever con exactitud. A muchos pueblos salvajes una cerilla todavía representa un milagro, y aún nuestras clases sociales inferiores consideran milagros a muchos acontecimientos, que para los ilustrados son fenómenos corrientes. Los sacerdotes, que se dedicaban principalmente a las relaciones con los dioses y al estudio de su voluntad, que, como visto, para ellos se manifestaba en los fenómenos naturales, por intermedio de su experiencia deberían obligatoriamente constatar la existencia de ciertas leyes naturales. Pasando estas observaciones de generación en generación de sacerdotes, a los pocos, por intermedio de la ciencia, llegaban a conocimientos de cosas que preferían guardarse par sí, por encontrar tales conocimientos especialmente útiles para incrementar su respeto ante el pueblo. Una prueba de ello encontramos en el comportamiento de los sacerdotes egipcios, muy avanzados en el conocimiento de la naturaleza y propiedades de las cosas existentes, haciendo invenciones y descubrimientos, que sólo se volvió a descubrir millares de años después por otros medios, siendo ahora generalmente conocidos. Por ejemplo se encontró en los túmulos egipcios elementos metálicos, cuyo proceso de fabricación no se podía explicar, hasta que, en el presente siglo, por intermedio de la reinvención de la galvanoplastía se descubrió, que fueron fabricados por este método. Pero esta arte ya incluye otros conocimientos y descubrimientos importantes en el área de las propiedades de las sustancias naturales. Que los sacerdotes utilizaban a la ciencia para el objetivo arriba indicada, lo sabemos con certeza. Realizaban actos, tenidos como milagros por los demás, y muchos autores antiguos hablan de las artes egipcias y la ciencia egipcia. Menciono a la ciencia egipcia principalmente, por ser la madre de los milagros relatados en la Biblia, que a su vez fueron la fuente para los milagros de la Iglesia Católica Romana, los cuales raramente fueron producidos mediante utilización de las ciencias, sino inventados por los sacerdotes. Milagros, como los producidos por los egipcios, presumen conocimientos de difícil obtención, sin embargo los sacerdotes romanos pensaban, que se podía inventar cosas aún más sorprendentes, que, al objeto de su finalidad, producían los mismos efectos, por ser admitidos por la fe, por ser relatadas por personas, en cuya autoridad no se dudaba, y en parte ellos mismos creían verdaderos. Milagros reales, o sea cosas que afrontan las leyes naturales, no pueden existir, lo que ocurre, ocurre de modo natural, nace de causas naturales, y si no podemos reconocer estas causas, por lo limitado de nuestros conocimientos de las propiedades y fuerzas de la naturaleza; aún así la presunción es razonable, como se demuestra de lo que sigue. Muchos lectores ilustrados se preguntarán del por qué tanto hablo de los milagros, visto que, para citar un lugar común, se trata de “una posición hace mucho superada”, pero, aún que sea el caso con relación a los ilustrados, el pueblo en general todavía no ha superado esta posición, y aún la mayor parte de aquellos, que se consideran ilustrados, se percatarán de lo que diré a seguir, que creen en milagros. Los defensores de los milagros, por ejemplo dicen: Dios es todopoderoso, del nada creó el mundo, y millones lo toman por una verdad indestructible, a punto de considerar un crimen horrendo cuando alguien dice: “Dios no es todopoderoso. Dios no creó el mundo del nada, pues tal creencia es irracional.” Que el universo, constituido de cuerpos separados, relacionados de acuerdo con leyes propias, y donde, pese a las características propias de cada cuerpo, se reúnen en un todo grandioso, debe tener un origen, una causa, lo debe admitir cualquier persona prendada con inteligencia. La causa, o poder que mueve y preserva aquello que es, es Dios, y lo que digo en lo que sigue, se limita a este concepto y no a alguna suposición de la origen del universo, tal como aparece en alguna religión existente o pasada. Tampoco hablo de del concepto que yo tengo de Dios, pues, por más razonable que sea o aparezca, sólo tiene valor subjetivo, como cualquier otra percepción de Dios; con mi razonar sólo investigo, a que punto la idea de un todopoderoso, y la creación del nada se comporta con el concepto de Dios arriba definido. La aspiración de reconocer la naturaleza Divina ciertamente es el uso más sublime que el ser humano puede hacer de su inteligencia, que le ha sido dada por este mismo Dios. Reconocemos las propiedades de una causa sólo de sus efectos, y a principio, así nos presenta ahora el universo con sus leyes, que lo conservan y mueven. No tenemos puntos de partida desde los cuales pudiésemos juzgar tales fuerzas, que unen a la materia en cuerpos orgánicos, sino nuestros propios razonamientos, mediante los cuales somos capaces, de hacer composiciones, desde material existente, cuyas características conocemos de experiencia, y de cuyas reacciones se obtiene un determinado resultado, como ocurre en una máquina, o en un producto químico. Si comparamos una trampa para pajaritos, hecha con ladrillos por una criatura, y una máquina a vapor, que mueve un navío, queda evidente que se necesita de un intelecto mucho más desarrollado, para inventar lo segundo, pero la actividad o la fuerza, por la cual ambos fueron creados, la causa, es similar. Sin embargo, si comparamos el organismo más primitivo, que es parte del grande todo, el universo, por ejemplo una flor o un árbol, con la máquina más perfecta creada por la razón humana, también el observador más superficial verá, que ambos, en cuanto se refiere a la perfección, aún se encuentran extremamente diferenciados de la trampa del niño o la máquina a vapor; aún así la conclusión es razonable, que el organismo que admiramos, tiene su origen en una actividad parecida a aquella que montó la trampa y la máquina a vapor. Pero si observamos el conjunto admirable del universo, hasta donde lo podemos reconocer, concluimos de su perfección encontrada en todas las partes, que el espíritu, al cual este organismo agradece su origen, debe ser la máxima potencia de la perfecta inteligencia. Varias cosas en el mundo ciertamente le parecen inapropiados e irracionales al observador, por lo tanto imperfectas; pero la experiencia nos enseña, que una universidad de instituciones y cosas, que así parecían a las personas, luego fueron reconocidas como admirables y perfectas, cuando descubierto su finalidad. Este resultado es frecuente, y las personas han sido sorprendidas en su error con tanta frecuencia, que es razonable presumir, que el organismo del universo es perfecto, que es la razón aplicada de la absoluta inteligencia, y que todo lo que existe, es razonable. Llegamos a la conclusión, que la causa espiritual de la organización del universo, del cual somos parte nosotros, y por lo tanto semejante a Dios, quien sería semejante al espíritu humano, y por lo tanto nos encontramos habilitados por la razón, a seguir concluyendo desde esta premisa. La inteligencia humana puede unir sustancias existentes para determinados objetivos, pero es incapaz para crear cualquier cuerpo desde el nada por intermedio de sus pensamientos o voluntad, aún que sea el menor granito de polvo. Y como nuestro espíritu es el único punto de partida para la comprensión de la fuerza del espíritu, y que, de la similitud del espíritu humano con el Divino, sólo podemos concluir a partir de aquellas capacidades que nosotros poseemos, llegamos a la conclusión lógica, que Dios no puede haber creado al universo, o sea, a la materia. Pero como sabemos, que todo lo que ocurre y es, tiene causa, internamente en este mundo (de lo que ocurre fuera de sus límites no podemos tener ninguna concepción), entonces preguntamos: ¿cuál es la causa de la materia? Y para resolverlo, nuevamente debemos hacer uso de nuestra experiencia e inteligencia, que fundamentan indefectiblemente todo juicio. Nadie puede crear un cuerpo del nada, tampoco nadie es capaz de destruir la materia. A la forma en la cual la materia se encuentra temporalmente, la vemos destruida diariamente, asimismo nosotros lo logramos hacer; sin embargo de la materia misma de la cual es compuesto cualquier cuerpo, no se pierde ni la menor partícula, como lo sabe cualquier químico que se ocupa diariamente en reducir cuerpos a sus diversos componentes. Nuestro propio cuerpo vuelve “a la tierra” luego de su muerte. O sea, las sustancias que lo componen se reducen para volver a ser componentes de otros cuerpos. Si introducimos plata en ácido nítrico, el metal se disuelve, trasformándolo en un líquido en el cual la plata no puede ser reconocida por el ojo, sin embargo sabemos que la contiene, y poseemos medios para devolverle su forma metálica. Si quemamos un cuerpo, destruimos su forma por intermedio del fuego, aquél se descompone en ceniza, humo y gases, en otros cuerpos, pues aún que el gas sea invisible, es perceptible por otros sentidos, como por ejemplo el olor, y lo podemos medir y pesar, e incluso formar, por combinación de gases, otros cuerpos visibles, siendo el agua el ejemplo más conocido. Como nuestra experiencia no conoce ningún cuerpo creado del nada y tampoco conoce de la destrucción absoluta de alguno, llegamos a la conclusión, que la sustancia, lo corporal, la materia, no ha sido creada, ni puede ser destruida, o sea, es eterna, hacia el pasado y hacia el futuro. El concepto de eternidad nos es inconcebible, por disponer para su evaluación solamente la percepción de tiempo, concepto finito. Si a la eternidad agregamos un minuto o un millón de años, es inefectivo, pues siempre seguirá siendo eternidad. Aún más inconcebible, por no contar para ello siquiera de un principio de punto de referencia, es para nosotros, un espíritu absoluto, o una fuerza espiritual absoluta, pues todo espíritu y toda manifestación espiritual que conocemos, está en conexión con un ente corpóreo, y de la misma forma nuestro cuerpo es inconcebible sin influencia espiritual, pues aún la piedra está sujeta a determinadas leyes. Llegamos por lo tanto a la conclusión, que la materia y el espíritu que la vivifica estaban eternamente vinculados, y que un Dios separado del universo es impensable e imposible. Como Dios es la máxima potencia de la razón y la materia fundida en un universo la obra de la misma, así todo lo que es, es razonable, perfecto, inmejorable, no sujeto a cambio alguno, que no se produzcan según leyes eternas y perfectas. Y como un milagro, conforme a la explicación arriba es una acción o un acontecimiento contrario a las leyes naturales, así es igualmente imposible a Dios, pues la Suprema razón no se puede equivocar. Por lo tanto Dios no puede hacer milagros, no puede crear materia del nada, y por lo tanto no es omnipotente, y la figuración o concepción de un Dios milagrero y todopoderoso se destruye por si mismo. Quienes piensan dar con ello a su veneración ante el Ser sublime su expresión máxima, se encuentran en equivocación, como demostrado, por ser esta concepción de Dios excesivamente mezquina. Ésta, en general no tendría mayor trascendencia para el mundo que cualquier otra, si no fuera base de una religión, tenida como apoyo principal del despotismo, y habiendo sido utilizado desde hace siglos para este objetivo. Los gobiernos aún de los Estados tenidos como “esclarecidos” siempre parten de la idea que a principio unía sacerdotes y déspotas, que sólo el miedo de la fuerza invisible, factor principal de la religión de los religiosos, sea capaz, para sostener el respeto a la ley y al príncipe. Por este motivo la educación de la juventud está siendo supervisada con todo rigor por el Estado, y entregada al control de los sacerdotes, para que envenenen desde ya en el alma del niño con la fe, absolutamente necesaria para la conservación de la religión. El fundamento de este esmero con la religión, el cuidado del sentido religioso por parte de los gobiernos es disposición más o menos conciente de los deseos y de las tendencias despóticas, y la excusa, de que el sentido religioso es sostenido con tanto rigor al objeto del bienestar de los súbditos, es notoria hipocresía y evidente mentira. La reina Cristina de Suecia, hija de Gustavo Adolfo, se hizo católica, pasando temporadas en Roma. Cuando le invitó al anciano Oxenstierna para acompañarle a Roma, se sobresaltó el protestante otordoxo, suponiendo que el Papa pretendía su alma. Cristina, quien conocía mejor al Papa y sus intenciones, respondió con risas: “Créame, el Papa no daría cuatro pesos por tu alma.” No creo que algún gobierno daría siquiera cuatro centavos por la suerte de un alma, a partir del momento que su dueño se haya separado del grupo de sus vasallos por la muerte. No tengo necesidad de agregar más palabras sobre esta excusa para justificar la presión religiosa, pudiendo afirmar directamente: con cuanto más cuidado un gobierno sostiene la religión por intermedio de normas de cumplimiento obligatorio, con cuanto más temor reserva la educación a los sacerdotes, más despóticas serán sus pretensiones. La afirmación de que las imposiciones religiosas siguen siendo necesarias para el logro de los objetivos razonables de Estado, que sin ellas las leyes no serían suficientes para impedir crímenes, es falsa, como ha demostrado la experiencia. Esta enseña, que en los países, en los cuales por la reforma se ha desechado una parte de la mezcolanza de la fe, dando más espacio al esclarecimiento por intermedio de la ciencia, se han cometido mucho menos crímenes, que en los católicos. “Wilberforce” nos demuestra que, ya a los treinta años de introducida la reforma la cantidad de criminosos ejecutados se ha reducido de 2000 a 200 por año. Desde que la reforma abrió camino a la libertad, han pasado más de tres siglos, y aún que los príncipes y sacerdotes reformados tienen las mismas opiniones sobre la utilidad de las imposiciones religiosas, aún así la iglesia reformada no se presenta tan apropiada para hacer tropezar al desarrollo de la ciencia, si bien no falte honesto esfuerzo de los sacerdotes. La ciencia ha sobrellevado el actuar acorde a la superstición, y pese a toda aplicación de los personajes obscuros, pese a todos los remedios caseros de los déspotas, como censura, enseñanza impuesta, etc., gana cada día más influencia en el pueblo, y éste, a cada día se convence más que ha sido víctima desde siglos de la mentira más grande conocido por la Historia, y que el egoísmo de sacerdotes y déspotas cometió un crimen contra la humanidad, que ultrapasa en maldad y sadismo a cualquier otro. Fuese correcta la apreciación, de que la fe es necesaria para mantener el respeto a la ley, entonces la mayor parte de los criminosos tendría que provenir de las clases instruidas, que, en introspección honesta, deberán reconocer, que apenas nada o muy poco creen en el catequismo exigido por la Iglesia. La persona erudita no viola la ley, no por temer algún castigo post. mortem, sino sencillamente porque la percepción de lo cierto y de lo errado se le hizo carne y uña. Cuanto más iluminada la razón de una persona, menos estará sujeto a tentaciones para cometer un delito, y por incentivo a los medios que crean instrucción, los gobiernos lograrían de manera óptima el objetivo de crear una situación de observación de las leyes necesarias a la existencia del Estado, como ya ocurre con las normas de la ética. Aún que la policía lo permitiera, apenas entre mil habría una persona que se pasearía desnudo en las calles, y cuando alguien lo hace, mayormente no necesita de la fuerza pública para impedirlo o para castigarlo, pues ya lo hace la sociedad por sí misma. La religión habrá tenido buenas influencias en siglos anteriores, quizás incluso habrá sido útil para limitar el despotismo, y en general, a la orden social; en el siglo actual no es solamente inútil a los objetivos del Estado, sino incluso perjudicial, por impedir el desarrollo de la ciencia, y de la instrucción por ella obtenida. La experiencia diaria enseña, que hoy día las personas, aún en las clases desprovistas de instrucción, no son alejadas de los crímenes por el temor. Se lo pregunte a un policial o a un detective, que responda con honestidad, y cada uno confesará, que, con rarísimas excepciones, aún el más estúpido campesino le teme más al gendarme, o sea a la Ley y al castigo dictado por ella, que a Dios o al Diablo. Todo lo que producen los gobiernos por normas impuestas en relación a la religión, por un lado es un relativo desinterés, sino odio y desprecio contra los objetivos despóticos perseguidos por el gobierno, o se trasformó en hipocresía desmoralizante hecha costumbre, que ha ensopado todas las clases de la sociedad. Lo que exigimos de nuestros gobiernos, es que no tome conocimiento de la religión, y que no difundan la superstición, buscando su desarrollo, como ahora es el caso en casi todas las partes. Quien tiene necesidad de religión, que la practique, y se reúna con otros al mismo objeto; la ley le protegerá en su práctica, sólo inmiscuyéndose, frenando, cuando por la práctica de la religión se limite el ejercicio de derechos legales de terceros. Si la religión es fuerte en forma aislada, no necesitará apoyo y subsidio gubernamental; pero si tiene motivos para temer a la ciencia, se encuentra fundada en la superstición, y cuanto antes sucumbe ante ella, tanto mejor para la humanidad. Así como paulatinamente obligamos a los príncipes a abandonar el despotismo, o por lo menos a reconocer su desautorización de tal forma que la escondan debajo de una máscara constitucional u otras, así también serán obligados por el poder de la opinión pública a quitar su mano protectora de la superstición, encargando su destrucción a la ciencia. Sabemos bien que la separación entre Iglesia y Estado no se produce sin problemas, y podemos determinar la naturaleza de los mismos, ante los problemas enfrentados en este momento por el gobierno austriaco, por haber sido obligada a poner en su lugar a su “empleada doméstica.” La oposición no surgió sólo de los curas, sino que se vio apoyado por el pueblo mantenido en su superstición por aquellos. Ahora la “maldición del delito” de gobierno ejerce su venganza, el cual, cuando todavía podía arriesgarse al despotismo, ayudó a los curas a forjar las armas, que éstos ahora utilizan contra aquél. La lucha contra el atrevimiento de las pretensiones naturalmente lógicas de la Iglesia Romana llegaría sin dificultades a su objetivo, si los gobiernos pudiesen resolverse a romper definitivamente con la superstición, pero desean conservársela, para el provecho de las tendencias despóticas de sus líderes, quienes admiten instituciones más liberales, no por reconocer el derecho del pueblo a la libertad y al autogobierno, sino porque sencillamente se ven obligados a hacer concesiones, y a renunciar a parte de su poder, para no perderlo todo. Sienten, que la superstición religiosa y política son ramas del mismo tronco, por lo tanto cultivan cuidadosamente sus raíces. La experiencia enseña, que el conocimiento destruye la superstición de cualquier índole, y que es imposible impedir completamente su diseminación, pues tal como aire y luz, el conocimiento ingresa por poros imperceptibles en el cuerpo espiritual del pueblo, desarrollándose conforme a sus propias y naturales fuerzas latentes, que disuelven la superstición y la eliminan. Hubo tiempos, cuando la resistencia contra la penetración del conocimiento ha sido mucho más fuerte que ahora, y donde hombres, que pusieron como objetivo de vida su divulgación tuvieron que pagarlo con la vida y la libertad, y aún así no se resignaron, y el conocimiento avanzaba. Sería torpe cobardía no continuar la lucha, visto que la victoria del conocimiento sobre la superstición ya no puede ser puesta en duda por ninguna persona con salubre inteligencia. Si bien cada uno puede actuar en general a favor de la divulgación del conocimiento, sigue siendo apropiado, que los luchadores dirijan sus armas a puntos específicos de la línea del frente, dominada por otras situaciones. Uno de los puntos cardinales de la posición enemiga es la influencia personal de los sacerdotes católicos sobre el pueblo, pues la superstición del mismo radica originariamente en la fe a la autoridad. El pueblo cree, que los hombres que les explican las enseñanzas de la Iglesia Romana, sean personas honorables, que no sólo creen lo que dicen, sino también tienen por objeto el bien de la humanidad, cuando exigen de ella una fe incuestionable y la observación de las normas exigidas por la Iglesia Romana. Será por lo tanto obra meritoria demostrarle al pueblo, en cuanto es posible por intermedio de la historia, que los sacerdotes honestos, o sea aquellos que efectivamente creen, han sido engañados por sacerdotes deshonestos, que dichos y hechos, relatados como auténticos, fueron inventados por éste o aquél motivo egoísta y que todo el edificio de la Iglesia está fundamentada en notorias mentiras. Será por lo tanto meritorio demostrar históricamente, que la mayoría de los Papas y sus sacerdotes han sido embaucadores, quienes ni de lejos tenían por objetivo el bien de la humanidad, sino solamente el provecho propio, y para alcanzar tan vil objetivo, utilizaban los medios más despreciables. Esta demostración histórica es el objeto especial del libro que se sigue. No me impulsa ningún objetivo egoísta, ¿pues que provecho propio podría alcanzar? Me impulsa solamente el amor a la verdad y el deseo, de talvez liberar algunas personas oprimidas por la superstición, haciéndoles ver, que tales ataduras son imaginación, y con éste conocimiento el espíritu se hace libre. Como no puedo unir ningún objetivo egoísta con la divulgación de la verdad, ciertamente puedo tener por lo menos tanta credibilidad como cualquier sacerdote, que por más honesto que sea, sigue siendo parte de aquella clase, que quita ventaja de lo que expongo como mentira. Aún así no requiero fe; cada uno cuenta con las fuentes, de donde quito los hechos incontestables que me sirven de prueba, y a las cuales doy fe, por carecer de motivos razonables para dudar de ellos; quien presume que yo sería capaz de citar falsamente algún dicho de algún santo o honorable maestro católico, se podrá convencer fácilmente, leyendo las obras reconocidas y publicadas por esta misma Iglesia. Sacerdotes católicos, interpelados por personas que leen este libro, probablemente calificarán de mentiras a las indicaciones hechas, y muchos les creerán, como creen otras cosas. Muchos sacerdotes tendrán efectivamente por mentiras mis aseveraciones, por ser igualmente ignorantes. Si son capaces de vencer su pereza, y tienen interés en la verdad, pues que se instruyan. Este libro, que demandó inmenso empeño y aplicación, es asimismo escrito para sacerdotes iletrados honestos y aplicados, como para los que éstos han engañado, tal como ellos mismo lo fueron por mentirosos inconscientes y concientes. El Concilio del cuál tanto se habla en Roma podría dar lugar a la creencia que sería intención del Papa, adecuar la Iglesia a las necesidades de la actualidad. Pero esta impresión rápidamente se revelará equivocada. Todo el proceder, tanto del anterior, como del Papa actual, presenta prueba clara de que justamente buscan al contrario, restablecer la belleza de la fe del medioevo, y que incluso se alimenta las esperanzas, de hacer volver al regazo de la “iglesia única salvadora” a todos los protestantes. Esta esperanza se basa en una curiosa ilusión, un desconocimiento total del espíritu de los tiempos, y alimentamos la esperanza, de que esta reunión de iglesia, que llamará la atención aún del más desatento en asuntos religiosos, le dará a ésta un golpe más fuerte a las estupideces de la fe de la Iglesia Católica Romana, de lo que ocurrió por intermedio de la ciencia en los últimos años. De Cómo Se Originaron Los Curas. Cuídese de la parte trasera del burro, de la parte frontal de la mujer, de los costados de las carruajes y de todos los lados del cura. Dicho antiguo A los tiempos, en que Augusto se hizo imperador de Roma, todo el mundo conocido sufría bajo el yugo del gobierno romano. Gobernadores, ávidos por dinero y violentos, representantes del César explotaban los países del Oriente, quitándoles a los ciudadanos lo poco que les dejaban sus propios príncipes, a los cuales los romanos no removían en todas las partes, por razones de sensata política. Libertad, vida y propiedad de las personas se encontraban expuestos al arbitrio de los gobernantes: su situación era desesperante, y el aplastado oriente ansiaba liberación del pesado yugo. Todas las naciones esclavizadas del oriente anhelaban por el héroe que los liberase, el Mesías, persona a la cual imaginaban un tipo como un Washington, o un Garibaldi, que les rescatase del pesado jugo romano. Estas esperanzas en un Mesías eran tanto más fuertes cuanto no encontraban esperanza o consuelo en ninguna otra parte, estando plenamente convencidos de de su incapacidad para ayudarse a sí mismas. Aún en el más allá de la Tierra sus corazones desesperanzados no encontraban apoyo. Los Dioses perdieron su crédito, y la fe en su ayuda y justicia imparcial nunca había sido grande. El Olimpo poco se relacionaba con la plebe, sino que se unía a la aristocracia. Los dioses inventados por Homero y Hesíodo, a los cuales los griegos y sus vasallos construían templos, siempre fueron motivo de burla para la clase instruida. La fe del pueblo en su ayuda a lo mejor tenía el alcance que tiene la fe del católico del norte alemán en los santos. Las esperanzas en el Mesías era aún más vívida e impaciente entre los judíos, para quienes el gobierno de Roma era aún más odiado que a las otras naciones. Tenían un pasado que recordaban con orgullo, creían ser el pueblo elegido de Jehová, que era tenido como su Rey invisible, quien, ya desde Moisés, se relacionaba con ellos por intermedio de los profetas. A la esclavitud en que cayeron, la tomaban como un castigo impuesto por Jehová, y como ya había durado tiempo suficiente y su peso se había hecho sentir duramente, era natural que sus poetas, las voces del pueblo, fuesen ricas en profecías. A los romanos, por su condición de paganos, los judíos los abominaban especialmente; presumían que su miseria y humillación no podría llegar a ser peor, y que por lo tanto debía estar cerca el tiempo para la aparición del Mesías. David y su hijo fueron sus mayores reyes, y los profetas habían anunciado que el Mesías surgiría del linaje de David. La religión de los judíos, que desde sus comienzos se basaba en la observación de determinadas normas, dadas por Moisés con claro objetivo de la regeneración del pueblo judío, presentándolas como mandamientos inmediatos de Jehová, se había degenerado durante los siglos a un ceremonial vacío. Había llegado el tiempo para la aparición del Mesías. Y el Salvador apareció; pero lo hizo en forma diferente de la soñada por el pueblo; el pueblo no lo reconocía, y la aristocracia lo despreció, persiguió y crucificó; pues caso sus principios fuesen aplicados, además de que no destruirían el dominio romano, pondrían fin a sus propios poderes. Jesús era un revolucionario, quien aún en nuestro tiempo, si no crucificado, sería debidamente fusilado, o encerrado en una cárcel. El Jesús, que se presentaba como el Mesías prometido por los profetas, hijo de un pequeño artesano del interior, enseñó: “Sólo existe un Dios, que es un Dios de amor, y no una criatura del rencor, sino un benévolo padre de todas las personas. La vida en esta tierra no es sino una preparación para la vida eterna con Dios, y está dado a cada uno, hacerla soportable y llena de alegrías. Reyes y esclavos son iguales ante Dios, y Él no recompensa a las personas según su prestigio en la tierra, sino conforme a sus actos e intenciones. Los últimos y más humildes, que cargan sus sufrimientos con más paciencia, permaneciendo virtuosos, serán los primeros, los más felices en la vida eterna.” Esta enseñanza era bálsamo para los corazones desesperados de los pobres; quien creía en ella, de todo corazón, a éste le daba fuerza, no sólo para soportar aún los sufrimientos más graves, sino soportarlos con alegría, enfrentando la muerte sin miedo, por ser la redención, la puerta a la vida eterna llena de alegrías. La creencia en esta enseñanza en realidad le quitaba “la espina a la muerte”, redimía a la humanidad. Cuán alentadora sonaba la promesa, tan poco se podía probar su verdad; Pues a la razón examinadora es tan insostenible como cualquier otra que se extiende más allá de la muerte. Jesús sólo sustituyó una afirmación por otra, pero como la fe en la afirmación hizo más feliz a la humanidad, que cualquier otra, como los liberaba del sufrimiento de la Tierra y del miedo de la muerte, su creación fue una obra merecedora. El consuelo contenido en la enseñanza hizo que esta creencia fuese aceptable para la humanidad, pero la antigua fe de los judíos se basaba en la autoridad de hombres, reconocidos como profetas, quienes decían estar en contacto directo con Dios, sosteniendo tales afirmaciones en actos “milagrosos”. Toda fe es fe en la autoridad; si el hijo del carpintero de Nazarea, cuyos padres y hermanos eran conocidos, pretendía obtener fe en su autoridad, y como profeta, pretendía ser reconocido como Mesías, tendría que producir actos, cómo los practicaban los profetas. Todos los profetas desde Moisés hicieron “milagros”; por lo tanto Jesús también tenía que hacer milagros, y los hizo. Aún hoy día la verdad asentada en investigación racional no se acepta, si no viene acompañada de circunstancias exteriores que la apoyan, y vestida en ropaje contemporáneo, cuando al mismo tiempo hiere a muchos interesases, y aún la superstición tiene más probabilidades de suceso inmediato, cuando lisonjea éstos intereses. La fe que Jesús quiso implantar, si bien prometía salvación a los subyugados, hería los intereses de la clase dominadora. Jesús no podía contar con su apoyo, y no se la podía traer a la fe por intermedio de milagros, pues los eruditos sabían qué pensar de los milagros. La propiedad salvadora de la fe para el pueblo, predicada por Jesús, no podía hacer con que la apoyen, aún cuando la reconociesen; al contrario, su egoísmo les impelía a tratar de sofocar esta fe aún en su germinación, y a destruir a su generador. Los sumo sacerdotes y fariseos de hoy día actúan igual como entre los judíos en aquellos tiempos. Por lo tanto Jesús tuvo que apoyarse plenamente en el pueblo. Lo hizo de manera práctica, yo diría, matemática, de lo que no se podría esperar éxito inmediato, pero sí éxito seguro. Escogió como “discípulos” a doce personas sencillas, sin instrucción, de entre el pueblo, a quienes supo influenciar por su actuar, su manera recta de ser, su amor personal, obteniendo plena confianza, creando de esta forma en ellos la firme fe en todo lo que decía o prometía. Si cada uno de estos discípulos procedía de modo similar, propagando el sistema, entonces la cantidad de los creyentes tendería a multiplicarse de acuerdo a una determinada progresión. Estos discípulos veían los milagros de Jesús; creían en él, y por ello en sus promesas, y vivían según sus reglas; Él confiaba en la palabra viva de los discípulos, en cuyos corazones plantaba su enseñanza. El mismo camino adoptado por Jesús para propagar su enseñanza, ya manifestó su practicidad seis siglos antes del aparecimiento de Jesús. Buda, el reformador de la religión hindú, lo había adoptado. El éxito era el mismo, y como lo podemos observar ahora, incluso en sus excesos y consecuencias. Europeos, que entran por primera vez en un templo budista moderno en China, quedan impresionados con la semejanza, que encuentran con los usos de la Iglesia Católica Romana. Los budistas tienen sus rosarios, reliquias y claustros, al igual que los católicos romanos. Pero Buda era hijo de un rey. Jesús el hijo de un artesano, y esta diferencia constreñía a una forma diferente de proceder. Mientras al príncipe le bastaba con una vida virtuosa ante los brahmanes para asegurar éxito a su enseñanza revolucionaria, que eliminaba las castas, el hijo del artesano que se presentaba ante los judíos como profeta quedaba obligado además a producir “milagros”, y para que “se cumplan las profecías de los profetas”, morir por su enseñanza. Esta ofrenda de su vida le parecía a Jesús como una necesidad; Era un acto nacido en maduro raciocinio. Que esta ofrenda era muy pesada, y Jesús pensaba en ello con terror, buscando otro camino, resulta notorio de la lectura de los evangelios. En el monte de los olivos rezaba: “Padre, si lo deseas, quite este cáliz de mí; pero se cumpla no mí, sino tu voluntad.” Estamos acostumbrados, cuando pensamos en Jesús, imaginarlo en la Gloria, con la cuál lo recompensó el éxito de diecinueve siglos; aún, si bien merecía la atención de sus contemporáneos, o sea, de los judíos y de los romanos que se encontraban en el país, rápidamente fue olvidado por el pueblo, y su recuerdo sólo vivía en el limitado círculo de sus discípulos y adherentes. Philo, quien murió aproximadamente veinte años después de la muerte de Jesús, siquiera lo cita. Josephus, nacido algunos años después y quien escribió su obra histórica en los últimos años del primer siglo, apenas citó, con pocas palabras, su ejecución; aún seguía tan limitada e insignificante la adherencia a sus enseñanzas, que éste historiador, que nombraba a todas las sectas conocidas en su tiempo, siquiera citó a los cristianos. Sólo en las escrituras de siglos posteriores se cita a Jesús como el fundador de la religión cristiana. Todo lo que sabemos de Jesús, lo sabemos por intermedio de los escritos de sus discípulos, quienes anotaban desde sus recuerdos, sobre lo que el pueblo contaba de la juventud de Jesús, y lo que experimentaron con él, o lo que habría dicho en esta o aquella ocasión. Estos discípulos eran gente del pueblo, sin instrucción especial o talentos, que amaban Jesús y creían en él, pero sólo lo entendían en forma deficiente, sin tener idea de la grandeza de su espíritu. Los evangelios fueron escritos muchos años después de su muerte, y aún el de Mateo, el más antiguo, se redactó aproximadamente cuarenta años después de la muerte de Jesús. Así se comprende fácilmente que no fue posible repetir las declaraciones de Cristo, como él las expresó, sino que mayormente fueron reproducidas de tal forma como las entendían sus discípulos. La consecuencia es, no sólo que los relatos sean contradictorios, sino que también se encuentran cargados de equívocos y contrasentidos, dando lugar mas tarde a aberrantes interpretaciones y deducciones, de las cuales encontraremos cuantiosos ejemplos en esta obra. Acá nos limitamos a considerar dos momentos principales, a los cuales la iglesia católica pone el mayor valor, por estar más basada en ellos, que en la enseñanza de Jesús. Se refieren a divinidad que se le imputa, y en los milagros por él consumados. En la introducción nos expresamos sobre los milagros. Si las deducciones allí expresadas son correctas, Jesús no podía hacer milagro alguno, y los actos que se le imputa ocurrieron en forma natural. Los discípulos, al hacer sus relatos sobre los mismos, decían la verdad, o sea, contaban lo que veían, tal como lo comprendían. No conocían los métodos mediante los cuales se producían estos hechos, pues si esto fuese el caso, los milagros no les habrían parecido como tales, y habrían fallado justo en el objetivo, crear la fe en Jesús. Por lo tanto, todo lo que se refiere a lo relatado por los discípulos sobre lo acontecido, se lo comprenderá fácilmente, cuando se escucha los relatos de una persona sin instrucción, por ejemplo de un campesino que vuelve a su colonia que presenció en alguna residencia las artes de un “mago” que impresiona a su público por hábil empleo de fuerzas naturales más o menos conocidas. La referencia a tales artes “mágicas” en relación a los milagros hechos por Jesús, tiene sobre los cristianos el efecto de algo repugnante; pero esto más se debe al aspecto especial, que se ha manifestado en relación a la persona de Jesús, y en la baja estima en que se encuentran los magos en un tiempo en que la ciencia ha avanzado a tal punto, que sus manoseos sólo pueden ser utilizados como simple juguetería, para la diversión del público, sin engañarlo efectivamente. Lo que a los nietos le parece infantil y trivial, había sido tratado por nuestros abuelos con el mayor respeto y seriedad, de lo que la caza de brujas muestra tan triste prueba, que victimó a cientos de miles de personas. Si aceptamos por verdadero, que Jesús podía producir actos milagrosos, llegando a la conclusión que en realidad no eran milagros, también debemos admitir que los producía al efecto de determinado objetivo, y por otro lado, que fueron producidos por medios naturales. El objeto evidentemente consistía en convencer a sus discípulos y a terceros, de que Jesús tenía poderes mayores que las personas normales, lo que era necesario, para legitimarlo como profeta, como Mesías, y crear la fe en su misión divina, sin la cual la gran obra la salvación de la humanidad no podría ser realizado en absoluto, y para cuyo objetivo mayor Jesús incluso entregó su vida. Y, por lo tanto, si estos milagros se producían por medios naturales, Jesús debe haber adquirido el conocimiento de tales medios en forma natural, visto que no los pudo obtener de una manera milagrosa, contraria a la naturaleza. Estos conocimientos de fuerzas naturales ocultas son resultado de ciencia investigativa, que nos impone la pregunta: ¿donde el hijo de un artesano pudo haber adquirido estos conocimientos, ignorados inclusive por los judíos más eruditos? Un escritor romano, que menciona sin segundas intenciones, que en Judea se ejecutó un hombre de nombre Jesús, quien realizó actos milagrosos aprendidos en Egipto, nos da un punto de partida, visto que los Evangelios se callan sobre su educación, dejándonos en absoluta oscuridad sobre su vida entre sus doce y treinta años. Ya mencionamos en la introducción, que los sacerdotes egipcios se encontraban más avanzados en las ciencias naturales, y mantenían sus conocimientos en secreto, visto que esta ciencia les aseguraba el gobierno sobre el pueblo. Esta ciencia naturalmente también les daba otra visión sobre la naturaleza de Dios y de la religión, y aquella que practicaban para sí, era completamente distinta a aquella que creían adecuada para el pueblo, y que le enseñaban. Las artes egipcias eran conocidas en todo el ancho del mundo de entonces, y se daba este nombre a casi todos los actos “milagrosos” que no pudiesen ser explicados mediante conocimientos naturales. Por lo tanto, si el escritor romano dice, que Jesús aprendió sus artes milagrosas en Egipto, ciertamente no puede ser considerado todavía prueba de que Jesús fue educado en Egipto, pero la probabilidad de tal afirmación se ve apoyada fuertemente por otras circunstancias, - y finalmente Jesús en alguna parte debe haber sido educado, para haber sido el hombre que fue, y lo que, desde luego no habrá sido posible en Nazarea, donde vivían sus padres. Las similitudes con los milagros realizados por Moisés, y después de él los profetas, con los de Jesús, hacen presumir que procedían de la misma fuente, Egipto. Moisés fue salvo por la hija del Faraón, siendo, mediante su intervención y el permiso real por los sacerdotes educado tan profundamente como lo pudiera desear sólo un hijo del propio Rey. Como lo relata el escritor judío, Josephus, el varoncito demostró un espíritu vivaz, y surge probable, que se le haya instruido con todo cuidado y cariño en las ciencias egipcias, y que en estas artes superaba inclusive a los sacerdotes egipcios, que le fueron opuestos por el Rey, cuando aplicó sus conocimientos para la liberación de los judíos de la esclavitud egipcia. Desde aquellos tiempos tal ciencia se trasmitían por herencia entre los judíos, si bien sólo entre pocos, entre profetas, visto que de lo contrario, habrían fallado en su objetivo. Cuando los reyes de los judíos empezaron a tiranizar a su propio pueblo, y veían que los profetas se oponían, los perseguían y eliminaban donde los encontraban, así como a sus escuelas. Las ciencias secretas entraron en decadencia por esta persecución, haciéndose prácticamente imposible su enseñanza. Inclusive las leyes de Moisés se perdieron, siendo conservados apenas parcialmente por medio de la tradición entre reyes y sacerdotes. El sacerdote Hilkia, bajo el reinado del rey Josías, finalmente encontró una copia de los libros de Moisés por pura casualidad, en el templo. El nacimiento provocó remolino pasajero debido a las circunstancias relacionadas, que motivaron al desconfiado y tiránico Herodes, a mandar asesinar a todos los niños nacidas en Belén con menos de dos años. José, el padre de Jesús, (se dice) huyó con su esposa e hijo a Egipto, una tierra visitada desde tiempos antiquísimos por comerciantes hebraicos, y donde vivía buena cantidad de judíos, de los cuales muchos peregrinaban a Jerusalén para las festividades de pascuas. José habría quedado en Egipto aproximadamente dos años, o sea, hasta la muerte de Herodes, y es de presumir que entre los amigos, que ayudaron en la huída, y lo apoyaban en Egipto, se comentase con frecuencia el motivo de la fuga, guardándose un interés todo especial por la suerte del niño. Cuando Jesús tuvo doce años, encontramos al niño en el Templo, donde sorprende a los sacerdotes con sus preguntas perspicaces. El espíritu despierto del niño habría de generar el interés de algunas personas más distinguidas, despertando preguntas sobre sus orígenes, por lo que ciertamente volvieron al tapete las circunstancias de su nacimiento. No es improbable, que alguno de los nobles se hallase inducido a tomar a su cargo la educación de Jesús, y que esto habría ocurrido en consecuencia de las amistades hechas en Egipto en consecuencia de la huída. Las calidades vistas en Jesús habrán sido la causa para el papel especial que le impuso la providencia, que buscaba la liberación de los judíos del yugo romano, tal como Moisés en su oportunidad los liberó del yugo egipcio. La manera singular en la cual se desarrolló el carácter de Jesús, le habrá dado, como a otros, la idea muy superior de encarar la liberación en una forma más espiritual, de, mediante la creación de una fe nueva, liberar a la humanidad de la carga de la vida y del miedo de la muerte. Para alcanzar este objetivo, encontró imprescindible ofertar su vida y sufrir grandes penurias. Para ello encontró fuerzas en su amor a la humanidad, pero resulta comprensible que se encontrase tentado de utilizar su fuerza espiritual y su conocimiento de otra manera menos penosa, apareciendo como héroe y libertador del pueblo de la soberanía romana. El relato de las tentaciones, a las cuáles se vio sometido por el diablo, quien lo llevó a una montaña alta, mostrándole todos los reinos de la tierra, difícilmente puede haber tenido otro sentido. Pretender explicar los milagros de Moisés, de los profetas y Jesús contenidos en la Biblia sería empeño infructuoso. Ciertamente la Iglesia y otros creyentes en milagros dispensarán igualmente tales explicaciones; dicen que Jesús era hijo de Dios, Dios mismo, y Dios es Todopoderoso. A ello ya respondimos con anterioridad, pero será necesario referirse a esta divinidad con más detalles, antes de encerrar esta desviación del real objetivo histórico de este capítulo. Cuando apareció Jesús, la fe en los dioses griegos entre los extraños que vivían en el vecindario de los judíos no habrá estado extinta del todo, y desde siempre existía la creencia, de que los dioses se relacionaban íntimamente con los humanos. El hijo de un dios no le parecía extraño a los paganos. Mediante esta fe los grandes héroes y reyes se veían trasformados en hijos divinos. Aún entre los judíos no era extraña la idea, y aún que a Moisés le pareció provechoso dar al pueblo la imagen de un dios invisible, la percepción de Jehová en los antiguos judíos era bastante distinta del dios de los judíos de hoy, más esclarecidos. Según la Biblia, Adán había visto a Dios, y a Moisés apareció en diversas formas, por lo tanto era una existencia personal, prácticamente corporal. Como los judíos tenían constante contacto con los paganos, y hubo extensos períodos de idolatría aún entre ellos, tal como lo encontramos en la Biblia, resulta comprensible que muchos en el populacho consideraban ser hijo de Dios a una persona como Jesús, que realizaba hechos milagrosos. Si bien Jesús se decía hijo de Dios, utilizaba el mismo predicado en relación a todas las personas, y aún en la plegaria que les ha dado, lo llama de padre, - La mayoría de los primeros adeptos de Jesús lo tenían por una simple persona, y cuando algunos fanáticos entre ellos manifestaron que era Dios que sólo tomó la forma de un humano, fueron criticados por su amigo y alumno Juan. Pero la divinidad de Jesús es la piedra angular de la Iglesia Romana, y toda la (así llamada) ciencia teológica basa en esta insulsez, que se encuentra también en varias otras religiones, como la hindú, y nada más es, que una alegoría de la religión natural. Me alejaría por demás de mis propósitos, si me empeñaba a una demostración más profunda; ya lo hicieron de sobra otros pesquisidores e historiadores. Me limitaré a demostrar con pocas palabras, que la enseñanza de la divinidad de Jesús, está destinada a elevar su respeto en el pueblo, sin considerar que constituye una estupidez en si misma, que aniquila los merecimientos del Salvador. Los profesores de la Iglesia se expresan en la explicación de tal enseñanza con más nebulosas de lo normal, envolviéndose en una copiosidad de palabras, que impresionan al pueblo no razonante, por no entender, cosa que éste pueblo tiene en común, no sólo con los pensadores, sino incluso con los mismos expositores, “pues donde faltan ideas, se presenta oportunamente una palabra”.1 Por más dignidad y exasperación con que se presenten los expositores, cuando busco aclaraciones sobre este artículo de la fe, nunca me ha sido posible encontrar una idea claramente lógica en la base de sus fundamentaciones. Los clérigos protestantes más esclarecidos, a los cuales he escuchado, buscaban limitar la cuestión, llamando a Jesús un “Dios hombre”; que no es ninguna raza humana especial, sino sólo un humano cuyo espíritu se ha elevado a la más sublime perfección que pueda ser alcanzada por un humano. Pero tal explicación es una abominación a los ojos de la Iglesia, pues ésta pretende que creyéramos que Jesús era un cuerpo humano animado y gobernado, no por un espíritu humano, sino por Dios, la máxima potencia de la perfección. Desde la vida de Jesús, existieron personas que vivieron existencia igualmente pura e intachable, como lo eran sus discípulos, quienes lo observaron por tres años, hablaban de él, y otros, que aguantaron sufrimientos mucho mayores que aquellos sufridos por Jesús, y soportándolos con aún más determinación que aquÉl, por la causa, considerada grandiosa y buena. Su virtud y su fuerza fueron sus merecimientos, en todo caso, resultado de una instrucción superior del espíritu humano imperfecto. Pero el espíritu que habitaba el cuerpo de Jesús, era Dios, según las enseñanzas de la Iglesia, la máxima potencia de la perfección de espíritu, o sea, inmejorable. Tal espíritu, aprisionado en un cuerpo humano, no está sujeto a ningún apremio, visto que no admite la idea de tentación. Virtud y fuerza espiritual en el sufrimiento sólo existe para el hombre, o sea para el espíritu imperfecto desde su origen, que habita un cuerpo humano. La idea de un Dios pasible de tentaciones y sufrimientos presume una tan baja percepción de de la idea de Dios, que debería parecer una abominación a cualquier persona que profese fe personal en Dios. Un Dios que se desespera en la cruz, sería ridículo. ¡Pero en que luz distinta nos aparece Jesús, si lo observamos como un humano, cuyo cuerpo delicado se encontraba habitado por un espíritu puramente humano! La vida pura de tal Jesús, sí la podemos admirar y imitar con la esperanza de alcanzar tan elevado ejemplo, pues Jesús era humano; podemos acompañar sus sufrimientos con lágrimas, y al sacrificio de su vida dado a toda la humanidad, lo acompañamos con la más profunda pasión, por haber brotado del más puro y desinteresado amor. La tentación, y las muestras de debilidad, o sea, los señales de su humanidad, que en Él encontramos, lo hacen aún más querido. Qué persona con sentimientos se puede librar de las lágrimas, cuando se pone virtualmente en la situación de Jesús en el monte de los olivos. La hora de la culminación se aproxima, el sacrificio es inminente, y el instinto puramente humano de conservación de la vida y de sus alegrías se hace sentir con toda la fuerza. Todos los terrores de la muerte a la cuál se aproxima se presentan ante su espíritu, y más una vez busca con todo empeño por otro camino, que lleve a su gran objetivo. Lucha con la muerte, y “un ángel baja del cielo para fortalecerlo”, la idea de la redención de la humanidad que se realizará por su muerte, la grandeza de este objetivo es el ángel, que le ayuda a vencer la muerte. 1 Ver Schopenhauer, “Die Kunst Recht zu behalten”. ¡Qué emocionante la humana actitud de Cristo al instituir la santa comunión! Cuando sus discípulos rompen el pan y toman el vino al cenar, lo deben hacer para recordarse de él y de su ofrenda de amor, con todo cariño. Él sabe que se acerca la hora de su muerte, conoce la maldita persona que servirá de instrumento para entregarlo a los verdugos; el pensamiento lo entristece. El cuento de sus penurias nos conmueve solamente porque lo imaginamos humano, pues Dios se encuentra tan superior al escarnio de los soldados, que no lo siente, y en cuanto se refiere a los maltratos físicos, éstos incluso son sobrellevados por los comunes, los criminosos crucificados junto a él, a tal punto que incluso éstos se mofaban de él; un dios ciertamente deberá tener fuerza de espíritu suficiente para no sentir tales dolores corporales. Pero los sufrió con mucho dolor, y cuando en sus penurias de muerte le abandona su fuerza, y le asalta la idea terrorífica de que el sacrificio para la salvación de la humanidad podría haber sido inútil, grita: “!Dios mío, Dios mío, por qué me abandonaste!” – Qué corazón humano no tiembla acá en su más íntimo, y quién no honra el recuerdo a esta persona sublime, que, con absoluta conciencia de lo que le esperaba, por amor a la humanidad se impuso a si mismo tan pesado sacrificio. La Iglesia no perdió oportunidad para aprovecharse de nuestra compasión por estos sufrimientos, presentando luego a Dios como completamente humano. Para los curas una vez Jesús es Dios, otra vez hombre, conforme lo necesitan para su charlatanismo. La enseñanza reconfortante de Jesús se esparció con gran velocidad. Los Apóstolos y sus discípulos la difundían, no solo en Judea y países limítrofes, sino que también hicieron largos viajes llevando la “buena nueva” (evangelio) del Salvador del mundo a tierras distantes. La cantidad de adeptos era enorme, principalmente entre la población más pobre, de la cual surgieron igualmente Jesús y los Apóstolos. Después que Jerusalén fue destruida, setenta años después del nacimiento de Jesús, por el Imperador de Roma, Tito, los judíos, siempre prontos para una revolución, fueron esparcidos por todo el imperio romano, y con ellos los Cristianos – así se llamaban a los seguidores de Jesús -, tenidos como una secta judía más, de las cuales había varias. Esto colaboró enormemente para la expansión del cristianismo, y ciertamente había muchos cristianos en las legiones romanas, que llevaban la guerra, una vez a éste, luego a aquél país. En los tiempos de los Apóstolos y los que seguían inmediatamente, los cristianos llevaban una vida digna de las enseñanzas del Maestro, pero rápidamente la euforia que los motivaba, y sin la cuál nada bueno se produce, se degeneró en fanatismo religioso, tomando el carácter de una enfermedad mental. Pretendían superarse en religiosidad, llegando a las interpretaciones más exóticas de las distintas enseñanzas de Jesús, recogidas por los Apóstolos. Donde Él recomendaba moderación, allí se presumía seguir sus enseñanzas mediante la abstención total, naciendo finalmente la opinión generalizada y desvirtuada, que las alegrías de la vida son reprochables, indignas de un cristiano. Al evitar todos los goces de la vida, cargándose voluntariamente con sufrimientos y torturas, se creía dominar la pecaminosidad de la naturaleza humana, y asegurarse mayores alegrías para la vida después de la muerte. A esta percepción luego se unió una clase de petulancia, oculta bajo humildad simulada. Quien no profesaba la fe cristiana, por más culto y virtuoso que fuese, era considerado un depravado, aún por el más brutal cristiano, es más, creía hacerse impuro por cualquier contacto más directo con tal pagano. Por este motivo los cristianos rápidamente se apartaron del contacto con los demás, rompiendo los vínculos familiares y de amistad, huyendo a toda diversión y fiesta como a un crimen. En una palabra, pese a toda la virtualidad y corrección de vida rápidamente empezaron a no ser más que locos amargados. La cantidad de cristianos, que crecía rápidamente, su manera de ser misantrópica y distanciada, sus reuniones misteriosas, a las cuáles la difamación de los sacerdotes judíos y paganos rápidamente atribuían objetivos políticos y criminales, su manera hostil frente a los paganos, - todo ello llamó la atención del gobierno romano; pero este seguía la muy sana política de no meterse en las religiones de sus vasallos, mientras ella no fuera excusa para actos de enemistad contra las instituciones del Estado y sus leyes. Por lo tanto los cristianos podrían haber vivido sin trastornos bajo el régimen romano, pudiendo haberse desarrollado, si se hubiesen mantenido lejos de contravenciones que ningún Estado puede dejar impune. Pero esto no lo hacían, sino que en su euforia fanática desafiaban incluso al gobierno. Por principios religiosos se negaban a cumplir con las obligaciones de ciudadano, negándose a ir a la guerra, o a asumir cargos públicos, demostrándoles desprecio en vez de los honores de costumbre. Por lo tanto era natural que el gobierno declarase al cristianismo como una religión enemiga del Estado, tomándose la decisión de obligarle a subyugarse a las leyes del Estado, y de castigarle por su violación. Cuanto a esto los Imperadores se encontraban en pleno derecho, y creo que fueron justamente los mejores y más sabios entre ellos perseguían a los cristianos rebeldes con más rigor. Pero no obtuvieron éxito, sino que justamente lo contrario de lo que pretendían. El desprecio por la vida y sus sufrimientos avanzó tanto entre los cristianos fervorosos, a punto de considerarse el martirio como altamente codiciado. Se entregaban en masa a la mano de sus perseguidores instigándolos de esta forma a las mayores brutalidades. Cuanto mayores los sufrimientos que los cristianos aguantaban en nombre de Jesús, tanto mayor sería la recompensa, que según su parecer, los aguardaba en la prometida vida eterna. La persistencia con que los sacrificados aguantaban la muerte más tortuosa, y los honores religiosos ofrecidos por la comunidad religiosa al recuerdo de los mártires, atizaba toda la fe cristiana hasta el fanatismo absoluto. La muerte de mártir parecía ser la coronación de la felicidad, por creerse que eliminaba todo pecado, conduciendo inmediatamente a la presencia de Jesús en el paraíso. Este fanatismo de mártir llegó a tal punto, que los más recatos entre los cristianos, que percibían la inmoralidad de tal desprecio por la vida, lo combatían en vano. Los paganos, testigos de la perseverancia y alegría con la cual los cristianos aguantaban los peores tormentos, se llenaban de admiración por tal religión, que daba tanta fuerza, y se adherían en masa a ella. La cantidad de cristianos crecía día a día, infiltrándose cada vez más en las clases más elevadas, inclusive en la corte del César. Finalmente, el Imperador Constantino, quien reinó de 324 a 337, creyó oportuno hacer de la religión cristiana la religión de Estado. Los cristianos de los tiempos de los Apóstolos no se habían apartado de la convivencia con los judíos, pues en realidad creían ser los verdaderos israelitas, y Jesús sería el Mesías hace mucho esperado. Pero finalmente la enemistad de los judíos los obligó a crear su propia comunidad. Los estatutos de esta primera comunidad cristiana fueron como de cualquier sociedad consistente en miembros igualitarios, pues todos los cristianos se decían hermanos. Nadie tenía privilegios, eran iguales en obligaciones y derechos. Para su dirección la comunidad eligió algunos hombres, merecedores del rspeto general, a quienes llamaban presbíteros, o también obispos (episcopi, custodio). Su oficio consistía en mantener orden y la concordia en la comunidad, sin que ellos mismos pudieran pretender un rango superior, salvo el reconocimiento natural de los hermanos. Los presbíteros tenían diáconos (ayudantes) a su lado, quienes tenían a su encargo la distribución de las hartas limosnas entre los miembros más pobres de la comunidad, como los otros asuntos pequeños, que no fuesen llevados a cabo por los presbíteros. Las primeras comunidades cristianas eran repúblicas perfectas, y aún los Apóstolos, que fundaron varias de ellas, y de alguna forma llevaban su supervisión, no se arrogaban poderes para decidir sobre sus instituciones, sino que se limitaban a asistirlas con consejos y acciones. El Apóstol Pablo insistió en la obligación de los presbíteros, de no gobernar sobre las comunidades, sino de guiarlas con ejemplo intachable. Y esto hacían los presbíteros de los viejos tiempos, se consideraban servidores de la comunidad, que le agradecía con remuneración voluntaria. No se conocía misa religiosa, las reuniones de los cristianos apostólicos se llevaban a cabo sin cualquier ceremonia o uso destinado a los sentidos. La gente se reunía en algún salón amplio, sin decorarlo especialmente para la ocasión ni someterlo a cualquier consagración previa, pues le parecía a los cristianos una estupidez pagana. Las reuniones estaban designadas únicamente a la reflexión y edificación. En ellas se leía las cartas de los Apóstolos viajantes, o pasajes de las santas escrituras judías. Seguía exposición reflexiva, probablemente bajo dirección de algún presbítero u otro integrante de la comunidad, que sintiese vocación para ello. Luego lo escuchado era puesto a discusión, y explicado a quienes no comprendían su sentido. Así las reuniones de los cristianos de los tiempos apostólicos eran las primeras escuelas populares. Terminada la exposición, se reunían en mesa común – a la llamada cena de amor -, y a su término, o también a su comienzo, se hacía recorrer entre los comensales vino y pan, para recordarse con amor y agradecimiento de Jesús, muerto por la humanidad, probablemente repitiéndose las palabras utilizadas en la introducción de tan bello uso. El final consistía en una colecta a favor de los pobres. Lastimosamente esta costumbre sencilla de las comunidades cristianas cambió rápidamente, para finalmente adquirir las formas de la actual Iglesia Católica. Será suficiente para nuestros objetivos, hacer leve reseña, para explicar tan llamativa modificación, contraria al espíritu cristiano. Señalé hace poco que los presbíteros estaban encargados de la dirección de las cuestiones de la comunidad. En sus consejos, el más antiguo tomaba la presidencia, pero muchas veces, debido a su edad, no era el más adecuado para ello, y así los presbíteros preferían elegir el más apropiado entre ellos para la dirección, a quien, por llevar la dirección general, y al objeto de distinción entre los demás colegas – de igual rango – se solía llamar de obispo. Estos obispos rápidamente se auto arrogaron rango superior, y los encontramos en las reuniones en una silla más elevada, mientras los demás presbíteros continuaban en sillas normales al derredor de aquellos, detrás de ellos los diáconos, como los hermanos sirvientes en las sinagogas. Y las comunidades rápidamente se acostumbraron a ver en la persona del obispo así resaltada, su superior espiritual. Situaciones especiales provocaron el aumento del prestigio de estos obispos. Los cristianos del campo a principio se unieron a las comunidades de las ciudades, pero viendo aumentar su número, deseaban sus propias comunidades, aún que no pretendiesen interrumpir las relaciones con las comunidades de las ciudades, que les servían de protección principalmente en los tiempos de las persecuciones. Solicitaban por lo tanto a los obispos de las ciudades, que les provean de instructores y conductores, y éstos generalmente mandaban a uno de sus presbíteros. Este obispo del interior tenía sobre su comunidad el mismo poder que el obispo de la metrópoli sobre la suya; pero de la naturaleza de las cosas se explica, que en muchos aspectos los primeros dependían de los últimos. Así el obispo de la ciudad obtenía una diócesis, o parroquia. Así, ya en la primera mitad del segundo siglo desde el nacimiento de Jesús se creó la base para la aristocracia clerical. Una vez que se comenzó a utilizar instituciones judaicas en el cristianismo, esta tontería se alastró, y tanto más como era útil a la vanidad y afán de dominar de los obispos, quienes rápidamente supieron adueñarse de la conducción de todas las cuestiones de la comunidad. Al comienzo del siglo tercero ya se llegó a un punto, en el cuál se explicaba el poder de los obispos desde los derechos de los sacerdotes previstos en el antiguo testamento, y todo lo dispuesto por Moisés en relación a los sacerdotes, era trasferido sin más con relación a los obispos y presbíteros. Hasta ahí se les tenía sencillamente como sirvientes a la comunidad, lo que eran efectivamente; pero su orgullo se levantaba contra ello, y a partir del siglo tres se había difundido hábilmente la creencia, que habían sido nombrados, no por la comunidad, sino directamente por Dios, para su instructor y guardián; por lo tanto ya no eran sirvientes de la comunidad, sino sirvientes de Dios, y en consecuencia, tanto la instrucción, como el servicio de la nueva religión sólo podría ser llevado a cabo por ellos, motivo por el cual deberían constituir una orden separada y superior a la comunidad. Para vencer definitivamente toda oposición de quienes consideraban a esta situación como contraria a las enseñanzas de Jesús, los obispos utilizaron otro medio, para hacer que sus pretensiones fuesen más aceptables. Pues cuando los Apóstolos designaban instructor o presbítero, le colocaban la mano en la cabeza, invocando a Dios, a fin de que le conceda la sabiduría necesaria para el cargo. Esta costumbre había sido tomada del ritual judaico, sin que los Apóstolos se percatasen del abuso que de ello harían sus sucesores. Pues ahora los obispos afirmaban, que mediante esta imposición de manos el espíritu santo que habitaba a los mismos pasaba al consagrado, y que éstos adquirían de esta forma el poder, para trasmitir por su vez el espíritu a otros. En esta argumentación obtuvieron éxito entre los cristianos, y al fin del tercer siglo la creencia se generalizó, empezándose a ver en los presbíteros y obispos personas de rango superior. Por más significativa que era la influencia de los obispos sobre las comunidades, todavía seguía vigente la constitución democrática de las mismas. Los obispos no podían gobernar a su gusto las cuestiones religiosas, sino que estaban atados a la conformidad de los presbíteros y de toda la comunidad. Esto les era muy incómodo, pues buscaban el poder absoluto, y a fin de obtenerlo, utilizaron los “sínodos provinciales”. Antes ya anotamos, de cómo las enseñanzas de Jesús fueron malinterpretadas por los cristianos. Rápidamente se iniciaron disputas sobre su interpretación, y ya en el segundo siglo encontramos que varias comunidades se reunían a fin de llegar a consenso mediante debates conjuntos. Cuando tales disputas se multiplicaban con el paso del tiempo, se hizo sentir la utilidad y necesidad de tales debates, acabando siendo previstas para las comunidades de determinada región en forma regular, o por lo menos anual. Así se originaron las reuniones de las iglesias provinciales. En las mismas las comunidades se hacían representar por delegados, consistentes en obispos, presbíteros y diáconos y algunos otros miembros de la comunidad. Por más importancia que tuviese la influencia de los obispos sobre las determinaciones tomadas por estos consejos de iglesia, siempre se veían contrarrestados por los demás delegados de la comunidad, aún muy representativa, y los obispos trataron de alejarlos de tales consejos. En esto tuvieron suceso, primero con los integrantes de la comunidad que no cumplían oficios sacerdotales, luego con los diáconos, y finalmente los presbíteros, de manera que la única representación de las comunidades en los sínodos eran sus obispos. Era victoria importante, pues ahora podían decidir lo que les parecía conforme a sus intereses; pero seguían necesitando de la aprobación de la comunidad. Para alejar este inconveniente, se inventó medio exótico, al cual llamaríamos torpe estafa – si no hubiesen obtenido suceso. Se había hecho costumbre entre los cristianos, iniciar cada reunión con una súplica a Dios, a fin de que alumbre a los comparecientes mediante su espíritu, y los guíe en sus deliberaciones. Esta costumbre seguía observándose en los consejos de iglesia, y ahora los obispos crearon la creencia entre los cristianos, que mediante esta plegaria el Espíritu Santo se hacía presente en cada sínodo, guiándolo, de manera que sus dictados fuesen tomados como dictados del Espíritu Santo, o sea, provenientes de Dios, y por lo tanto se hacía innecesaria cualquier aprobación posterior. Por esta astucia se tomó el último resto de la libertad a las comunidades cristianas, quedando expuesta a la arbitrariedad de los obispos. Llegado a este punto, avanzaban con sus usurpaciones, llegando rápidamente al tiempo en que los tan distinguidos dirigentes de las comunidades cristianas se trasformaron – en su gran mayoría – en los más egoístas, desvergonzados y despreciables personajes que se pueda imaginar. “Los instrumentos sacros de madera, se trasformaron en dorados, y los antes dorados obispos, se trasformaron en madera.” Cuando Constantino hizo de la religión cristiana la religión de Estado, todas las relaciones canónicas sufrieron importante modificación. El Emperador pretendía la supremacía clerical, no sólo dirigía a su bel placer los sínodos, dirigía la elección de los obispos, o directamente los nombraba, sino que también resolvía las disputas religiosas según su criterio particular. Así, por el momento se perdieron muchos de los poderes adquiridos por los obispos, pero las ventajas obtenidas en cambio, eran de tal importancia, que se mostraron muy humildes y dóciles, y así se hizo que todo en la iglesia funcionaba conforme las indicaciones del Imperador. El Imperador era la fuente, desde donde fluían honores y riquezas para sus protegidos, disputadas por obispos y clérigos mediante las más infames adulaciones. La pobreza de la Iglesia y de sus asistentes tuvo fin. Ya el propio César Constantino destinó una parte del presupuesto estatal al mantenimiento del clero, concediéndole además importantes privilegios. La más rentable entre ellas era la Ley que les permitía aceptar donaciones, hechas vía disposición testamentaria, cosa no permitida a ninguna otra institución, por las leyes vigentes. Se había abierto un panorama amplio al clero. Se utilizó los medios más bajos y despreciables para incentivar a los cristianos, ya empapados en supersticiones de toda índole, a hacer copiosas donaciones, y apenas diez años más tarde ya nadie se arriesgaba a fallecer, sin previo legado al clero. Éste ejercía su negocio de manera tan desvergonzada, que poco después los Emperadores Graciano y Valentiniano se vieron obligados a expedir leyes penalizando la obtención fraudulenta en herencias, a fin de poner límites al clero. Hierónymus, secretario secreto del obispo romano, Damasus, testigo de la escandalosa práctica de los curas, exclamó, al publicarse la Ley: “¡No deploro la Ley del César, sino el hecho de que mis hermanos lo hayan hecho necesario!” Describe a estos sus hermanos de manera poco lisonjera, al decir: “A los ancianos sin hijos, y a las viejas matronas les pasan el orinal, con sus propias manos cogen sus excrementos, y las viudas ya no casan; son más libres, y los sacerdotes les sirven por dinero.” Incluso el obispo de Hierónymo, Damasus, lucía el apodo de “mordisqueador de orejitas de damas”. Cuando Juliano (361 D. C) llegó al gobierno, todo el enjambre de curas cayó en gran angustia, pues al erudito Emperador, - conocedor de las filosofías de su tiempo, habiendo sido creado en ellas, - ya le parecía ridículo e insulso el cristianismo, desfigurado por supersticiones y fábulas de todo tipo. Por lo tanto “renegó la fe”, como reza la frase clerical, mereciéndose de los historiadores cristianos el apodo Apostata (renegado). La pura y simple enseñanza de Jesús, en realidad ya había sufrido triste cambio, desfigurada por cuentos y fábulas. Antes del primer concilio general de las iglesias en Nicea (335 D. C.), se contaban cerca de cincuenta evangelios, de los cuáles la Iglesia sólo conservó aquellos contenidos en la Biblia, teniendo en cuenta que los demás eran excesivamente ridicularizados por los paganos. Contenían los cuentos más insulsos, las historias más triviales, y aún que no se encontraban tan familiarizados con la madre de Jesús, como aquél Portugués, que escribió una “Vida en el Abdomen de María”, relataban entre otras cosas, que a cualquier persona insolente, que se arriesgase a tocar Maria en forma obscena, se le secaría de inmediato la mano. Igualmente cuentan milagros, supuestamente realizados por Jesús en su infancia: Habría estado jugando con otros niños, moldeando aves de arcilla, y que aquellas hechos por Jesús, inmediatamente salían volando apenas las había terminado; Siendo un poco mayor, habría hecho una mesa, y siendo reprendido por el padre, por ser demasiado baja, habría estirado la mesa, hasta adquirir el tamaño deseado por el padre. El Emperador Juliano trató de derrocar al cristianismo, si bien no los persiguió, y cuando, después de dos años murió en la guerra contra los persas, su muerte causó gran alegría. Su protegido, el filósofo Libanius, cierta vez, mofándose, preguntó a un educador cristiano en Antioquia: “¿Qué hace el hijo del carpintero?” recibiendo como respuesta: “Una ataúd para tu alumno.” Poco después murió el Emperador, y Libanius presumió, quizás por esta respuesta, que cayó de mano de algún cristiano fanático. En sus últimos suspiros, el Emperador conversaba sobre la sublimidad del espíritu humano, pero los cristianos afirman, que habría salpicado al cielo con una mano llena de sangre, gritando: “Tu, Galileu, venciste.” Con Juliano murió el último Imperador pagano, y bajo sus herederos, el poder de los curas se alastró. Los Buenos y Queridos Santos En viejos tiempos se señalaba santo, Quien comía moscas, saltamontes, O acaso con su santo trasero Se sentaba en nido de hormiga Para circunspectita hibernación. Hubieras de Butler Todavía la ciencia no resolvió completamente el problema, de establecer cómo surgen las epidemias, tal como la peste, la cólera y otros males horrendos, que afligen a la especie humana de tiempos en tiempos. Más inexplicables son las epidemias del espíritu, tan frecuente, que ya no les damos atención, y siquiera la percibimos como una disfunción espiritual. ¿Cómo puede ser que una canción necia da vuelta a la tierra, sin que sea posible huirle en ninguna parte, ni aún cuando uno se encuentra sólo, pues lo entona uno mismo? Lo mismo ocurre con malo chiste, o dicho insulso, o un modismo, donde más tarde incluso espanta el hecho de su existencia. Innecesario citar ejemplos, pues toda persona podrá citar alguna canción, dicho, o modismo, de aparición epidémica. Lo singular en estas epidemias espirituales es, que el aislamiento contra ellas no constituye remedio infalible, pues conocemos usos, que se propagan por ejemplo en monasterios de países enteros, aún que entre ellos no haya ningún tipo de conexión. En uno de los próximos capítulos daremos algunos ejemplos curiosos de ello. Los brotes de las epidemias espirituales más horrendas los contiene la religión, y ninguna más que la malentendida religión cristiana. Trasformó a Europa en un triste manicomio durante siglos, y la locura que ha creado hizo millones de víctimas. Éste capítulo trata de los santos de la Iglesia Romana, pues la protestante los ha suprimido, manteniendo sólo a los santurrones. Todos estos santos – salvadas pocas excepciones – no pasaban de personas enloquecidas por la religión, que, si viviesen hoy día, serían encerradas en manicomios. Todo lector, no poseído por la misma demencia, será convencido de la veracidad de esta afirmación al final de éste capítulo. La enseñanza de Jesús, de que esta vida no es más que preparación para la vida futura, y que todo aquél que cargue con los sufrimientos terrenales con sumisión divina, será recompensado en la vida eterna, tenía por objeto consolar y dar esperanza a la sufrida y subyugada humanidad. Cuanto mayor el sufrimiento inmerecido de un fiel, mayor la esperanza de una feliz vida eterna. Así resulta comprensible que se encontrase personas, que recibían las accidentales penurias como una gracia, visto que le daba oportunidad para merecerse el cielo. Esta interpretación, del carácter merecedor de las penurias, no constituía gran desvío, más que se sustentaba en varias supuestas expresiones de Jesús relatadas por los Apóstolos. Y así sucedió que las personas creaban sus propios sufrimientos, por creerse que así garantizaban la salvación de sus almas. Y no se apercibían lo egoísta e inmoral de tal concepción. La idea de que soportar tormentos corporales con alegría sería meritorio, y de crearlos uno mismo, sólo tomó importancia después de que los cristianos ejecutados durante las persecuciones de los Imperadores Diocesano y Decio obtuvieron tan altos honores por su perseverancia. Aún que los escritores eclesiásticos hubiesen exagerado sus relatos, en cuanto se refiere a los sufrimientos de los mártires, generalmente merecen fe, pues es hecho conocido, que personas en alto grado de exaltación espiritual no sienten el dolor, como lo pueden atestiguar varios soldados experimentados, que en el calor de la batalla a menudo no se apercibían de sus heridas. Este delirio obtuvo el punto más alto principalmente en el siglo IV, y lo que dijo Zeno, obispo de Verona (cerca del año 380), refleja la creencia común: “El mayor honor de la virtud cristiana es, pisar a la naturaleza con los pies.” Esta percepción obscura se propagaba aflicción sobre todo el mundo cristiano, haciendo de la Tierra un vale de lamentaciones. Los cristianos devotos no se creían merecedores del calor solar, cualquier disfrute les parecía un paso hacia le infierno, y todo sufrimiento un paso en el camino al cielo. Mas tarde todo se hizo más divertido en la Iglesia Cristiana, tan divertido, que resultaron en escándalo, horror y la reforma, pero Lutero les hizo conocer a la gente la Biblia otra vez, que le había sido privada por la Iglesia Romana, y la lectura de la misma trajo efectos semejantes a la lectura de los Evangelios por los cristianos de los primeros siglos. Pruebas de ello encontramos de sobra en la Historia, como también en las prédicas, como en otras escrituras espirituales de los tiempos pos-reforma. Abarrotado de ello se encuentran en los libros de cánticos, en los cuales ocasionalmente se encuentra versos singulares como el que sigue, tomado textualmente de un libro de canciones de Breslau, aún no muy antiguo: Ich bin ein altes Raben-Aas, Ein rechter Sünden-Knüppel, Der seine Sünden in sich fraß, Als wie den Rost der Zwibbel. O Jesus, nimm mich Hund am Ohr. Wirf mir den Gnadenknochen vor, Und schmeiß mich Sündenlümmel In deinen Gnadenhimmel (Soy vieja carniza de cuervo, Verdadero garrote de pecados, Que se tragó sus pecados, Como la herrumbre de cebolla. O Jesús, tome a mi, perro, por la oreja Tíreme el hueso de su gracia, Y tíreme, pecador grosero En el cielo de tu gracia.) Como Jesús creyó necesario ir por catorce días al desierto – por qué motivo no lo dijo a nadie -, así también creyeron los exaltados, tener que correr al desierto, y purificar su cuerpo con ayunas y torturas, pues Jesús dijo: “Hay quienes fueron castrados desde su nacimiento, por otros, pero algunos, que se castraron a sí mismo en espera del cielo. Si alguien me quiere seguir, niéguese a si mismo, alce su cruz y me siga” y, “Si quieres ser perfecto, vaya y te deshaga de todo lo que tengas, délo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo – venga y sígame.” Alguno, que ya había estado castrado de nacimiento – en su masa cerebral– habiendo sido loco por naturaleza, habrá llegado a la santidad por coincidencia, pero la mayor parte de los santos se trasformaron en locos debido a tales pasajes bíblicos. Los desiertos de Siria y Egipto se poblaron con delirantes cristianos, que pretendían seguir a Cristo, y, como éste había sufrido, creyeron merecedor autoimponerse libre y espontáneamente tormentos aún mayores. Cada uno de ellos buscaba pisar a la naturaleza con los pies, y muchos lo consiguieron de una manera tal que se nos eriza la piel. Este fanatismo se hizo epidémico, y los normalmente desolados desiertos, se poblaban como ciudades. La imagen más ejemplar de la vida de estos “padres del desierto” nos da el siguiente relato de un hombre, que por un mes quedó observando esta vida y conducta como testigo inmediato: “Algunos imploran piedad, con la vista levantada al cielo, con suspiros y gemidos; otros, con manos atados a espaldas, no se consideran dignos de mirar al cielo; otros, sentados en la tierra, sobre cenizas, ocultan la cara entre las rodillas, golpeando con la cabeza al suelo, otros chillan a altas voces como ante la muerte de entes queridos, otros se hacen reprimendas por ser incapaces de derramar suficientes lágrimas. Su cuerpo se encuentra, como lo dice David, lleno de pus y llagas; mezclan su agua con lágrimas, y su pan con cenizas, su piel cuelga de los huesos, seca como la hierba. No se escucha sino ¡ay, ay! ¡Perdón! ¡Misericordia! Algunos apenas arriesgan mojar sus labios ardientes con algunas gotas de agua, y apenas probaron un pedacito de pan, tiran el resto, en sentimiento de desmerecimiento. ¡No piensan sino muerte, eternidad y juicio! Tienen rodillas endurecidas, mirada y mejilla hueca, el pecho sangriento de los golpes, y muchas veces escupen sangre; visten trapos sucios llenos de parásitos, como criminosos en las mazmorras, o como personas poseídas. Algunos solicitan, que no sean enterradas, sino tiradas al aire libre para pudrirse como los animales”. Quien de estos habitantes del desierto todavía no se encontraba loco, ciertamente lo sería después de una vida en tales circunstancias. El ejemplo atiza la vanidad, y uno trataba de superar al otro en rigor y autoflagelación. Uno de estos pobres perdidos y desconcertados - ¡santos! – ¡vivió por cincuenta años en una caverna subterránea, sin nunca volver a ver la luz del sol! Otros se dejaban enterrar hasta el cuello en el mayor calor, y otros se costuraban dentro de pieles, de manera a dejar libre sólo un pequeño agujero para respirar; adecuado traje de verano para el calor africano, aún más tolerable que el cubículo que otro se excavó en un pedazo de peñasco y que cargaba consigo como un caracol su casita. Muchos se cargaban con pesadas cadenas de hierro y pesas. Santo Eusebio cargaba constantemente ciento y treinta quilos de hierro en su cuerpo. Uno de estos locos, de nombre Taleleus, se prendió en un aro de carro, permaneciendo en esta posición por diez años, luego de lo que, en retribución de esta hazaña, se retiró a una jaula. ¡Ciertamente un raro pajarraco! Algunos hicieron la promesa – me parece que las mujeres no lo hacían – a no decir palabra por años, no mirarle a nadie, o saltar sobre una sola pierna, o comer sólo pasto, y lo que más estupideces uno pueda imaginar. A San Bernabé se incrustó una piedra puntiaguda en el pie; sufrió los peores dolores, pero no permitió que se le quite la piedra. Otros dormían sobre espinas, otros intentaban quedar sin dormir, eran capaces de pasar hambre cómo los educadores o poetas alemanes; pero con la ventaja de que eran santos locos, y está comprobado que tales locos pueden pasar mucho tiempo sin alimentación. Simeón, hijo de un pastor egipcio, sólo comía a los domingos, manteniendo atado y comprimido su cuerpo con una soga tan apretada, que hacia por todos los lados emergían llagas tan hediondas, que nadie lo aguantaba en su proximidad. Este Simeón siempre creía, que no se castigaba lo suficiente, inventando algo nuevo, o por lo menos todavía no utilizado por los cristianos (adoradores de la gran abuela, Kybele, en Siria ya hicieron cosa semejante). ¡Se trepó a la cima de una columna, quedando parado sobre ella durante años! El primer puntal utilizado para el ejercicio, apenas medía cuatro pies, pero cuanto más se incrementaba su locura, tanto más subía la altura de su columna. Cuando su delirio alcanzó el colmo, la columna medía cuarenta pies, y sobre esta se mantuvo parado ¡treinta años! Como se lo hacía para no caerse, cuando sucumbía al sueño, no se lo puede imaginar, pero probablemente se acostumbró a dormir parado como burros y caballos. Una de sus diversiones predilectas consistía en bajarse hasta los pies durante sus plegarias. Habrá tenido una espalda más flexible que la de un camarero, pues un testigo inmediato relata haber contado 1244 de tales inclinaciones, y que el santo aún siguió continuando indefinidamente con tales movimientos. ¡Por su lado, Sirenón logró quedar sin comer durante cuarenta días! Cuando finalmente a su cuerpo cadavérico le faltaron fuerzas para mantenerse en pie, mandó atarse en un puntal montado sobre su columna, y se hizo atar con cadenas en posición parada. Esta locura de columnas encontró muchos imitadores, principalmente en las cálidas tierras del amanecer. En Europa sólo se ha conocido un santo de columnas, y la piadosa ciudad de Trier le cupo el honor de haber sido uno de sus hijos. Pero el entonces obispo todavía no se había sumergido de forma tan completa en el espíritu de la Iglesia Católica como el obispo Arnoldo, quien hace aproximadamente veinte años mostró la vestimenta supuestamente sin costuras de Jesús mediante pago, pues de lo contrario no habría mandado echar la columna y expulsar al despistado – digo, santo – de la ciudad. Como el objetivo supremo de éstos locos consistía en autotorturarse por la salvación de sus almas, “pisar a la naturaleza con los pies”, y subyugar todo impulso de la carne, así naturalmente también se combatió y maldijo todo impulso sexual, como absolutamente anticristiano. Sin embargo la lucha contra este poderosísimo instinto les costó el mayor esfuerzo, teniendo asimismo, como veremos a seguir, las peores consecuencias para la autodenominada humanidad cristiana. Sto. Hidrónimo (nacido 330, fallecido 422) relata fríamente, que este duelo con la naturaleza produjo infección cerebral, y muchas veces locura en jóvenes y señoritas. Los pobres idiotas, que mortificaban el cuerpo, para humillar su impudicia, no sabían que con esto empeoraban el mal, pues el diablo – que notoriamente mete mano en todas las cuestiones – infestaba sus fantasías con los cuadros más opulentos. Algunos, al objeto de facilitar la lucha desigual, untaban sus miembros rebeldes con zumo de cicuta, otros daban fin definitivo al mal, mediante extirpación del mal por la raíz. Así naturalmente se terminaba con todo, inclusive la tentación, y si hay merecimiento en la superación, pues, hubo merecimiento. El patriarca de iglesia Orígenes, normalmente tan comedido, lo hizo igualmente; pero su acto no era original, visto que los sacerdotes de la Kybele se auto infligían esta operación con cierta frecuencia. Leoncio, sacerdote de Antioquia, Jacobo, monje sirio, y muchos otros sacerdotes, y diáconos siguieron el ejemplo, de lo que surgió la necesidad de emitir una ley contra la fiebre de castración. ¡Gracias a Dios estamos a salvo del retorno de tal fanatismo! Otros, que no se pudieron animar a cura tan radical, o que la rechazaban debido a su devoción, sufrían torturas infernales. Al santo Pachónimo el fuego interior impulsó hacia el desierto, pensando que aquí lo iba a asfixiar más fácilmente que en un mundo donde abundaba la tentación a dos piernas. A menudo se encontraba a punto de dar fin a sus tormentas insoportables mediante el suicidio. En determinada oportunidad se acostó desnudo en una gruta habitada por hienas. Las bestias lo husmeaban, pero sin causarle daño – a lo mejor por intuir su santidad. Un día se acercó al atormentado hombre una bella señorita Etíope, se sentó en su regazo, excitándole a tal punto, que creyó estar haciendo, lo que cualquier persona menos santa sin falta habría hecho en su lugar. Cuando lo imperdonable sucedió, le pasó como a muchos en situaciones similares, reconoció la mano del tentador, y le agradeció a la chica con una bofetada. Y su presunción era verdadera; la niña era el diablo en persona, pues, debido al contacto, la mano de Pachónimo apestó durante un año a tal punto, que prácticamente perdía el conocimiento cada vez que acercaba la mano a la nariz. Disgustado por haber sido sorprendido por el diablo de esta forma, deambulaba por el desierto. Encontró una serpiente, y en su delirio, la acercó a aquél miembro que Orígenes se había cortado. Pero la víbora, igual que las hienas, no quizo morder. Pachónimo entendió que era un gran milagro, y una voz interior le dijo para dejarse en paz, y así parece que la niña del diablo lo curó. Estupidez unida al misticismo, y el fanatismo resultante contaminan y se alastran como la peste y la cólera. Toda la cristiandad fue contaminada por este fanatismo ascético. En multitudes corrían al desierto, de tal manera que los santos se pisaban los pies, viéndose obligados a crear enormes comunidades – monasterios. Santo Pachónimo, el efectivo fundador de los mismos, aglomeraba en el suyo a mil cuatrocientos monjes, teniendo la supervisión sobre más siete mil. En el siglo cuarto, hubo como mínimo cien mil monjes y religiosas en Egipto, pues que las mujeres, fácilmente excitadas y enloquecidas no pudiesen quedar lejos de tal locura, es fácil de imaginar. En los desiertos mejor situados empezó a faltar lugar, y empezó a crearse “desiertos” artificiales, o sea, monasterios en las ciudades. La ciudad de Oxyrrhinchus albergaba más monasterios que viviendas, y en ella rezaban y trabajaban nada menos de treinta mil monjes y religiosas. Que se burlasen los paganos, al objeto de extinguir este santo fuego, sin resultado, pues los más honrados educadores de la Iglesia alababan la vida monástica y eremiteña, llamándola de vía rápida al paraíso. Las más santas uniones naturales se deshacían. Jóvenes abandonaban sus novias, como el Sto. Alexius, quien huyó al desierto en su noche de nupcias. ¡Ammo le leyó a su novia las epístolas de Paulo a los Coríntios! Por ello, su novia se encantó a tal punto que le acompañó al desierto, donde juntos habitaban una choza miserable, castos como una gallina que vive con un perro. Juan Colybita, hijo de distinguidos padres, también fue consumido en su noche de nupcias por la fiebre loca, huyó a la tentación yendo al desierto. Una añoranza insuperable le hizo volver a su ciudad natal. Aquí vivió diecisiete años como mendicante en una perrera, al costado de la casa de sus padres, a los cuales sólo se dio a conocer en su lecho de muerte. Estos eran los frutos de las enseñanzas de personas como San Hidrónimo, quien dijo: “Y aún que tus hermanos se aferren a tu cuello, y tu madre, con lágrimas y cabello revuelto te muestre su seno en ropas harrapientas, y tu padre, quien te alimentó se acueste en el portal, apártelos con los pies y siga de ojos secos a la bandera de la Cruz.” Muchos fueron llevados asimismo a la vida ascética debido a ambición y vanidad, pues los eremitas y monjes eran objeto del mayor respeto. Si llegaban a alguna ciudad, tenían recepción triunfal, y si pasaban por alguna, de ella salían millares a solicitar su consejo y bendición. Si algún lugar era habitado por un “santo” especialmente extravagante, se consideraba especialmente bendecido, y estos santos acostumbraban ser disputados y capturados por moradores de otras localidades, como si fueran monos. Salamanio, de Kapersana, población del Eufrates, se hizo encerrar en una casa sin ventanas ni puertas. Una vez al año abría esta jaula, al efecto de recibir alimentos, que la gente le acercaba, pero sin hablar con nadie. Los habitantes de su población natal pensaban tener derechos sobre esta flor de santidad, motivo por el cual lo secuestraron. Apenas lo tuvieron algunos días, les fue robado por vecinos de otra localidad. Y todos estos acontecimientos no fueron suficientes para quitarle una sola palabra e este santo. La veneración a estos chiflados del desierto llegó a tal punto, que incluso el Imperador Teodosio les confió la educación de sus hijos Honorius y Arcadius. Por supuesto nada útil se hizo de los dos, pues Honorio quedó prácticamente chiflado, siendo que su mayor placer era alimentar a las gallinas. Inocente ocupación para un César, aún que fuera imperador moderno, con tal que los pájaros cacareen en el debido tono. Teodosio siempre fue buen amigo de los monjes, y tanto él como otros imperadores, los consultaban como oráculo. Imitaba al gran Alejandro, diciendo, “No fuera Teodosio, me deleitaría ser monje.” Su pueblo tuvo razones suficientes para lamentarse por ser él Teodosio. Entre los “padres del desierto” varios obtuvieron un especial reconocimiento de santidad, en parte por tormentos increíbles que se auto infligían, en parte por los milagros, que se les adjudicaba. Debido a las operaciones asustadoras con las cuáles flagelaban al cuerpo, también sufría el espíritu, y así no nos debe sorprender que estas personas tuvieran apariciones y visiones, que tomaban por verdaderas, sirviendo solamente para confundir aún más su razón debilitada. Los autores clericales que relatan estos milagros, eran personas serias, y lo hacen con la firme convicción de la verdad de lo que relatan. Sólo más tarde la ambición habrá llevado a la mentira deliberada. Habría descartado todos estos milagros por excesos momentáneos, si hubiesen merecido crédito sólo en aquellos tiempos obscuros, pero aún hoy son tenidos como auténticos por millares de católicos romanos. El católico común, en los países auténticamente católicos, poco sabe de Dios; no entiende la concepción filosófica de la divina Trinidad, que tampoco le calienta los sesos, sólo conoce a sus santos milagrosos y al diablo. No nos queremos demorar mucho en esta sociedad, en parte ridícula, en parte digna de lástimas. Quien quiere conocer toda la estupidez de los milagros, que lea los libros de los santos, recomendados y divulgados por la curia en los países católicos. El mayor reconocimiento como santos del desierto lo recibieron San Pablo, San Pachónimo, San Antoni, San Hilario y San Marcario Nº 1 y Nº 2. Las batallas combatidas con el diablo por estos guerreros del cielo, fueron incontables, y la impresionante actividad del “enemigo mayor” no puede sorprender, visto que estos Don Quijotes veían en cada mono, en cualquier animal, y, por supuesto, en cada mujer que encontraban imprevistamente, no sólo a infernales molinos de viento, sino al mismo molinero del infierno. Todo mal, resultado de su estado de enfermedad física y mental, era considerado consecuencia de la actividad del diablo. Antonio dormía sobre la tierra desnuda, y en zanjas húmedas, siendo evidentemente atacado por la gota, tal como habría ocurrido a cualquier no-santo; pero creía que los dolores que sentía, provenían de la lucha corporal con el diablo – si bien probablemente tuvieron que vencer a menudo peleas con los primates de fuerza considerable, que habitaban el sur de Egipto, talvez antecedentes del diablo. A las lindas doncellas que habitaban sus sueños, las confundía directamente con el diablo, porque lo tentaba de la forma más cruel, y la tal “tentación del Santo Antonio” se ve retratada con más frecuencia, por atizar la fantasía de los pintores. Varios de estos eremitas habrán sido llevados por su vanidad a simular apariciones, para aumentar su merecimiento ante los hombres. ¿Quien podrá distinguir las fronteras entre las manifestaciones de la demencia y lo inventado? ¿Cuánto tiempo hace desde que terminaron los procesos contra las brujas? Quizás en estos últimos hayan ocurrido algunas exageraciones deliberadas, pero ciertamente, aún hace cien años muchos de los más notables teólogos y juristas creían en la posibilidad de apariciones diabólicas y acceso carnal con el diablo y otros malos espíritus; pues caso no fuese así, se deberá tener como asesinos deliberados a los jueces que mandaron quemar a las brujas por centenas de millares. Los procesos contra las brujas aún continuaban en el siglo pasado, y el ciudadano común, y no sólo en los países de religión católica romana creen firmemente en su existencia. A San Antonio se adjudica muchos milagros. Los escritores de la iglesia relatan, que los animales del desierto le obedecían como perritos adiestrados. A menudo cercaban su gruta, esperando que termine su reza, para recibir su bendición, saliendo luego con cristianos pensamientos a asaltar otros animales. Cuando enterró a San Pablo, fallecido en su año ciento y trece, dos piadosos leones le ayudaron a cavar la tumba. Cuando terminaron, volvieron a las profundidades del desierto, coleando y con conciencia limpia. San Marcario, quien, al efecto de vencer su instinto carnal, se sentó de trasero desnudo en un nido de hormigas, fue honrado igualmente con la confianza de las bestias. Una vez una hiena se presentó a su puerta, llamando humildemente. Cuando atendió el santo, la piadosa madre puso a sus pies una cría ciega, así como una piel de oveja en paga de sus servicios. “¡La mataste, no la quiero! le regañó San Marcario a la devota hiena, que quedó tan resentida que sus ojos se llenaron con lágrimas. Esto conmovió al santo, quien le dijo a la bestia arrepentida: “Si prometes no matar más a ninguna oveja, tomaré a la piel, y curaré.” La hiena asiente, y el santo cura. Éste vuelve a su habitación, y aquélla vuelve al desierto, y nunca más mató a una sola oveja, sino, posiblemente cabras. El primer milagro realizado por Hilário, no es tan espectacular. Una joven señora, despreciada por su marido por no darle hijos, buscó consejo del santo de veintidós años. Rezó a solas con ella, y a los nueve meses le nació un pequeño santo, concebido mediante la reza diaria. ¿Para que citar más milagros? – Acá un santo cabalga un cocodrilo sobre el río Nilo, allá otro conduce a un dragón atado con piolín, acá uno hace que se queme la nieve, flotar al hierro, y crecer frutas en el sauce, allá otro santo utiliza a un falcón vivo como sombrilla, o tiene atado al diablo frente al arado, - en fín, los santos no sólo confundían al hombre, sino también a la misma naturaleza. Y todas estas estupideces eran creídas, pues nadie dudaba de que tan santas personas pudieran cambiar e interrumpir las leyes de la naturaleza a su arbitrio. Las exaltaciones surgidas en el oriente también tuvieron resonancia en Europa. Para ello cooperó Santo Ambrosio, obispo de Milano, a quien agradecemos el Te Deum Laudamus, y Santo Hierónimo, ya mencionado. Ambos actuaban por ejemplo propio, como por escritos. El propio Hierónimo vivió varios años en el desierto sirio, habiendo escrito obra intitulada “alabanza a la vida solitaria”, tenido como obra maestra de la persuasión. Aún me veré obligado a citar más tarde partes de la misma. Nacido en 331 en Strydon de Dalmácia, residió por mucho tiempo en Roma, falleciendo en 422 en un monasterio de Belén. La adicción a la vida ascética rápidamente se esparció en Europa, santos y monasterios nacían como hongos. San Martín fue el primero a establecer monasterios en Francia, Nació en 316 en Panónia, habiendo tomado las profesiones de la guerra. Cuando en cierta oportunidad dio la mitad de su manto a un pobre, le pareció escuchar la voz de Jesús, quien le dijo: “Lo que hiciste al otro, lo hiciste a mí.” Debido a ello, abandonó su regimiento, a ingresar en la fila de los santos. Su reputación se ensanchó rápidamente, se hizo obispo de Tours, y santo muy orgulloso. Cuando compareció ante el Imperador Valenciano, éste no quiso levantarse de su trono para saludar a San Martín. A éste le enojó tal petulancia, rezó, y – según cuenta la “Historia” – llamas fogosas salieron del asiento real, de tal forma que su Majestad tuvo que levantarse inmediatamente, para no quemar su noble trasero. La suma de los santos europeos es muy alta, y me gustaría seguir relatando de su santa vida y de todos sus milagros; pero carezco de tiempo y espacio para tan extendida obra, y me limitaré hablando solamente de aquellos considerados fundadores de las órdenes de los monjes, o que se hicieron importantes como apóstolos, y aún así el número es tan grande, que es necesario limitarme. Pero antes que siga, pretendo mostrarle a los cristianos devotos, que lo que significa en realidad un tal santo, y para qué sirve aún hoy día. Se sabe – así lo enseña naturalmente la Iglesia Romana – que un santo no sólo es bienaventurado, sino que también ocupa un lugar especial, superior en el cielo, que de cierta forma pertenece a la familia de Dios, estando en permanente contacto con Jesús, la virgen María, la madre de la ahora “concepción pura”, el Espíritu Santo, los ángeles más distinguidos y los apóstolos. Fácil entender que tal santo tiene influencia directa o indirecta ante el Amado Señor, y difícilmente peticiona en vano. Los santos especialmente están ocupados con muchos quehaceres, pues no sólo protegen a las personas que viven en la tierra, cuyos guardianes son, sino que asimismo representan ramas especiales de la ciencia de los santos. Además son representantes ante Dios de naciones enteras, o de ciudades específicas, y así se entiende fácilmente que su función en el Cielo no es sinecura. Y para que cada uno, que, atacado por un hinchazón religioso o mal corporal, cuya cura pretenda a precio inferior que lo ofertado por doctor terrenal, sepa lo que hacer, voy a citar algunos santos principales junto con sus funciones. La nobleza goza de la protección especial de los tres santos San Gregorio, San Mauricio y San Michael. El patrono de los teólogos es curiosamente el vacilante Sto. Tomás. El guardián de los chanchos es Sto. Antonio. La jurisdicción sobre los juristas la tiene San Ivo, sobre los médicos San Cosme y San Damián; sobre los cazadores San Humberto. Los ebrios gozan de la protección de San Marín. Así también cada oficio tiene su protector específico, a los cuales los artesanos católico-romanos seguramente encargan sus negocios, cuando los muchos feriados, o la peregrinación hacia el santo guardarropa les impide cuidarlos ellos mismos. Igualmente cada nación tiene su patrono específico. Los portugueses tienen a San Antonio (quien además protege a los cerdos), los españoles a San Jacob; los franceses a San Denis, los ingleses a San Jorge, los venecianos San Marcos, y los alemanes tendrán su propio protector cuando sean una nación; mientras son los patronos de las demás naciones, cuidan sus negocios diplomáticos en el Cielo. Así también algunos santos, menos ocupados con la representación de naciones o ciudades específicas, pasan su tiempo en el cielo para estudiar a profundidad algunos males que afectan a nosotros, gusanos de la tierra, y el Amado Señor, que no puede hacerlo todo por si mismo, les permitió, según la creencia de muchos católicos, a darle una mano acá otra mano allá. San Aja estudió la ciencia jurídica y ayuda en procesos; San Cipriano en la gota San Florián protege contra incendio, Sto. Nepomuceno contra mareas y contra difamación; San Benedicto contra veneno; San Huberto contra rabia canina, Santa Petronella en la fiebre, San Roque contra la peste, San Ulrique contra ratones y ratas, Santa Apolonia contra dolor de diente, siempre que su origen no sea el embarazo, pues en tal doloroso caso uno debe dirigirse a Sta. Margarita, que también auxilia en partos difíciles. San Blas espanta el dolor de garganta, y San Valentín contra la tisis; Sta. Lucía contra males del ojo, y veterinario del Cielo es San Leonardo. San Benedicto es padre de los numerosos monjes benedictinos. Nació en el año 480 en Nursia en Umbría, falleciendo en 543. La leyenda cuenta cosas raras. Ya en el seno materno cantaba salmos, y cuando, siendo niño lloraba, un ángel le traía varilla de obispo, gorra de obispo y breviarios para jugar, y hacían música sobre instrumentos inventados sólo varios siglos después entre los hombres. ¡Su primer milagro consistió en reconstruir una fuente despedazada por medio de la oración! En la reza estos santos – si damos crédito a los autores de la Iglesia, poseían una lúgubre persistencia e intimidad. Algunos, de tanta devoción, se levantaban algunos pies por encima de la tierra, levitando así en el aire. Un santo irlandés, de nombre Kewten, rezó tan insistentemente y por tanto tiempo, ¡que una golondrina puso huevos en sus manos unidas, y los empolló! Es notorio que San Benedicto fue arduamente perseguido por el diablo, quien, cuando el santo hombre se había enterrado en la soledad, revoleteaba al derredor de él en la forma de un mirlo. Cuando él (el santo, no el diablo), se hizo Abad de un monasterio, el Diablo sedució a un cura, y éste introdujo a siete lindas muchachas en uniforme natural al jardín del monasterio, de manera que casi todos los monjes quedaron enloquecidos. Intentaron reiteradas veces envenenar al severo Abad, lógicamente sin suceso, pues éste, o despedazaba al vaso del berberaje mediante la reza, o entonces venía un cuervo que inmediatamente llevaba el pan envenenado al desierto. Benedicto fundó gran cantidad de monasterios, entre ellos el famoso de Monte Casino, y dio a sus monjes una norma, muy sensata para un santo de su tiempo. Sus monjes debían trabajar; nada dispuso sobre autoflagelación y cosas similares. Su norma monástica rápidamente sirvió de base para todos los demás, y los monasterios benedictinos se trasformaron en refugio para las artes de las ciencias, que sin ellos a lo mejor habrían sido tragados por el cristianismo del rudo medioevo. Por ello debemos honrar a San Benedicto como uno de los santos más merecedores, sin cargarle con los milagros disparatados que le imputan veneradores posteriores. De sus normas monásticas se apartan considerablemente aquellas del monje terrenal Columbanus; En su libro disciplinario llovían docenas de cachiporrazos por la menor falta. Quien contradecía a un hermano, sin adicionar; “Si bien te acuerdas, hermano”, recibía cincuenta garrotazos, y a quien se antojaba a hablar con una mujer – doscientos, bien contadas. El monje inglés Winfried, después llamado San Bonifacio, normalmente es llamado Apóstol de los Alemanes. Introdujo los monasterios en Alemania, y con ello, toda la bendición de Roma. Los frisones adquirieron el merecimiento de haberle azotado a muerte junto con cincuenta y tres curas (el 5 de junio de 759). Si lo hubiesen hecho antes, quizás no sabríamos nada del celibato de los sacerdotes, peregrinajes, idolatría de cuadros y reliquias, y cosas similares, cosas que introdujo en Alemania. San Adalberto, el así llamado Apóstol de los Prusianos, fue obispo de Praga, y muy buen hombre, sólo le faltaba juicio. Cual habrá sido su patria, no lo sé, pero presumiblemente era alemán, pues era tan humilde, que en la corte de su amigo Rey Otto XI limpiaba furtivamente las botas del personal. Añoraba la corona de mártir, y ciertamente buscó el camino más corto para obtenerla, si bien en santa simplicidad. Con dos compañeros recorría la tierra de los salvajes y paganos prusianos, cantando salmos. Éste pueblo feroz, al principio no lo tenían por santo, sino por loco, siendo reforzados en esta percepción, cuando Adalberto ultrajaba sus ídolos, dándoles en cambio la Cruz, la hostia, imágenes de Maria y otras utilidades del hogar cristiano-romano. Cuando los prusianos se burlaban de él, injuriaba a los obstinados y se colerizó, y antes de haberse dado cuenta, se le habían incrustado siete lanzas paganas en el santo cuerpo, que de él hicieron un mártir. Bruno, benedictino de Magdeburgo, corrió igual suerte algunos años después, los prusianos lo aporrearon a muerte, junto con dieciocho de sus compañeros. De igual importancia como patrocinador del quehacer monástico y como santo, pero mucho más importante como persona es Santo Bernardo. De él, Lutero dice: “Si alguna vez hubo un monje temiente a Dios, entonces lo fue Bernardo; como él nunca escuché, ni leí, y a él le tengo más alto concepto que a todos los monjes y curas de toda tierra.” Bernardo procedía de una familia de la nobleza Borgoñesa, nacido e 1091 en Fontaines a Dijon. Era un entusiasta, pero persona íntegra, seriamente preocupado en rehabilitar al clero corrompido, como igualmente regenerar a la raza humana. Castigaba su cuerpo en forma cruenta, mediante alimentación que a menudo consistía solamente en hojas de haya y pan de el peor harina de cebada. Cuando, esporádicamente reforzaba esta alimentación con un poco de pasta de harina con aceite y miel, lloraba desconsoladamente su debilidad. Su fe y su razonamiento despierto rápidamente le hicieron adquirir muy buena fama. Cuando cierta vez entró en Milán, sus manos y brazos quedaron hinchados de besos, que le brindaban los creyentes importunos. Podría haberse hecho arzobispo, sí, Papa, pero rechazó todos los honores; pero como simple hermano de Citeaux ejerció la más importante influencia. Mediaba conflictos entre soberanos y vasallos rebeldes, y el más bravo guerrero temblaba ante el poderoso monje. Ni Imperador ni Papa arriesgaba adentrar montado a caballo en el monasterio de Citeaux, andaban humildemente a pie. Era el alma de la segunda cruzada – esta grandiosa estupidez que costó la vida de siete millones de personas – pero fomentada por Bernardo. Vencía aún al más obstinado oponente por su persuasión, como por ejemplo al Imperador Conrado III, quien desvistió su manto imperial para alzar al santo sobre sus hombros, llevándolo entre la muchedumbre. Su lenguaje seductor despoblaba las ciudades de hombres, de tal manera que en algunas apenas había un hombre por cada siete mujeres, pues “todo lo que hacía pis por la pared” tomaba la Cruz. San Bernardo es merecedor de libro propio, aún lo tendré que citar más tarde aquello que pone sus merecimientos en mejores luces. Aquí sólo pretendo citar algunos milagros, que le adjudica la leyenda, y sin los cuales difícilmente figuraría en el calendario de los santos, pese a todos sus méritos. Los cuentos de sus victorias sobre el diablo, obtenidas por la fuerza de sus preces, son incontables. Su plegaria era tan espiritual, que causaba lástimas a las piedras. Determinada vez un Cristo de piedra se soltó de la cruz y bajó de ella, para abrazar al piadoso rogante. Más lejos llegó una figura pétrea de Maria. Le dio su pecho al santo, ¡y éste tomó de la piedra la más dulce leche de mujer! Más admirable esta bondad de la Santa Madre de Dios, considerando que San Bernardo generalmente le maltrataba, ¡y siquiera quería creer en su virginidad! Cuando una vez entró en la catedral de Séller, saludó la imagen de María que allí encontró: “¡Seas saludada, ó reina!” ¡Cómo quedaron consternadas las personas presentes, cuando la Maria pétrea, agradablemente sorprendida y lisonjeada abrió sus labios y exclamó: “Le agradecemos muchísimo, nuestro querido Bernardo”!, pero aún más se consternaron cuando el malhumorado santo retrucó con las palabras del Apóstol: “Mujeres se callan en las reuniones”. Bernardo murió en 1153. Le apareció frecuentemente a los monjes en esplendor celeste – y escarnecedores se lo tomen ad notam – en el medio del cuerpo exhibía mácula desagradable, justamente por haberse resistido a creer en la virginidad de la Madre del niño Jesús. El mismo San Bernardo fundó 160 monasterios, que tuvieron numerosa descendencia, pues apenas a 10 años desde la muerte del santo ya había 500, y cien años después había cerca de 2000 monasterios bernardinos o cistercienses. Por mucho tiempo los monjes de esta orden se destacaron por la pureza de sus costumbres, de manera que reyes y príncipes entraban en su comunidad. La bendición que estos monjes y benedictinos podrían haber traído al crudo medioevo rápidamente fue destruida por las órdenes de los monjes pordioseros, que enseñaban servil sumisión de la razón a la fe ciega, sabiendo unir a ello la inmoralidad más desenfrenada. Diseminaron una gruesa camada de oscuridad espiritual sobre la tierra, que los Papas y sus aliados tanto sabían aprovechar, de manera a poner todo cuidado para conservarla hasta nuestros días. La idea de la orden de los pordioseros nació de los sesos de Juan Bernardoni, hijo pervertido de comerciante de Asís en Umbrien. Es conocido por el nombre de San Francisco de Asís, o del padre Serafín – como el joven no servía para el oficio de comerciante, se hizo soldado, fue aprehendido y adoleció de grave enfermedad. Al curarse, ¡era santo! O sea, a principio nada más que un simple idiota, que deambulaba entre leprosos y mendigos, besaba sus llagas, se vestía con sus trapos, y robó a su padre para utilizar lo robado en la recuperación de una iglesia ruinosa. El obispo de Asís concedió protección al turbado joven, y prontamente vagaba por el país, mendigando al objeto de la construcción de la citada iglesia. La colecta resultó tan prodigiosa, que fue tomado por la idea de crear un orden de pordioseros. Si bien el Papa Honorio dijo de él: “Usted es un tolo”, el papa Inocencio III, inspirado por un sueño, confirmó la regla establecida por Francisco, que al principio llamó de orden para cerdos, no para humanos. Al principio la gente se burlaba de Francisco, pero en el plazo de tres a cuatro años su renombre se elevó a tal punto, que, cuando se acercaba a ciudades, el clero y el pueblo salían a recibirlo festivamente, y se hacía sonar todas las campanas. (1211) Su orden prohibía con rigor la tenencia de patrimonio, y la humildad externa era ley de los monjes. “las limosnas”, dijo Francisco, “¡son nuestra herencia, limosna nuestra justicia, el mendigar nuestro objetivo y nuestro honor real! La vergüenza y el desprecio nuestro honor y nuestra gloria en el día del juicio.” Él mismo tomaba la delantera con su ejemplo, pues era humilde como un perro. Cuanto más se burlaban de él los rufianes de la calle, más le gustaba, y quedaba feliz cuando le tiraban fango. De tan humilde, a menudo permitía que le pateasen. Cuando deambulaba por Asís, metía todo lo comestible en una sola olla, y cuando sentía hambre, comía de esta mezcla asquerosa. Una vez Francisco fue invitado a la mesa por un cardinal, pero dejó todos los platos sin tocar, y sin importarle la repugnancia de los delicados comensales comió del guisote de cerdos que había juntado. Amaba mucho a los animales, llamándolos hermanos y hermanas. A menudo predicaba a gansos, patos y gallinas, y, cuando una vez le interrumpían las golondrinas y los gorriones con su gorjeo, pidió silencio a las “queridas hermanas”. A un campesino, que llevaba dos ovejas al mercado, le preguntó: “¿Porqué maltratas a mis queridos hermanos?” – A un piojo, que se perdió sobre su hábito, lo agarró cuidadosamente entre sus dedos, lo besó y dijo: “¡Querido hermano piojo, alabe conmigo al Señor!” Luego lo volvió a su cabeza, desde donde vino. A su cuerpo lo llamaba “hermano burro”, y cuando a este burro le atacaban los bajos instintos, lo castigaba con dedicación. Se daba vueltas sobre espinas, desnudo, como lo hizo San Benedicto, o entraba hasta el cuello en un lago congelado, hasta que todo instinto bestial desapareciera. En determinada oportunidad se hizo, por broma, mujer e hijos de nieve, abrazándolos íntimamente hasta que quedasen completamente derretidos. Su orden se multiplicaba con increíble rapidez, pues ya en el año 1216, cuando llamó a una asamblea general en Asís, se reunieron aquí 5 000 franciscanos, aún que muchos de ellos no eran sino delegados de monasterios. Su cantidad creció rápidamente como la arena en el mar. El general franciscano en cierta oportunidad ofreció a 40 000 franciscanos para la guerra contra los turcos, ofreciendo además garantías, de que las tareas espirituales no sufrirían menoscabo por ello. Durante la peste del 1348 murieron sólo en Alemania 6 000 franciscanos, y siquiera se notó la disminución. La reforma destruyó incontables monasterios suyos, y aún en el comienzo del siglo pasado se estimaba su número en 7 000 monasterios de monjes, y 900 monasterios de religiosas. Francisco falleció en 1226, y como era santo, naturalmente también hizo buena cantidad de milagros. Los milagros de Jesús desaparecen ante los milagros que sus monjes cuentan de él. Cierta vez se retiró a los Apeninos, pasando hambre durante cuarenta días. Entonces le apareció un serafín, que le imprimió las cinco llagas de Jesús, de manera tal que sangraban. Por ello Francisco es conocido también como el Padre serafín, y su orden el orden de los Serafines. Los veneradores de este santo llegaron a tal punto de venerarle más que a Jesús, y le atribuían los milagros más absurdos. El sucesor de Francisco como general de la orden fue hermano Elías, un avispado y taimado patrón, quien supo aprovecharse brillantemente de la simplicidad de Francisco. Él y sus sucesores supieron “interpretar” a perfección las normas del orden de Francisco, y con ello sus monasterios se hicieron ricos como ningún otro. Los enemigos jurados y contrarios de los franciscanos, eran los dominicanos, nacidos aproximadamente al mismo tiempo, conocidos por esta denominación debido a su fundador, Dominicos. Se llamaba Dominicos Guzmán, nacido en 1170 en Castilla. Fue enviado a Francia para la conversión de los valdenses, donde le surgió la idea de crear una orden de monjes, que tuviese especial actuación sobre el pueblo, que debía pasar el tiempo con prédicas y educación, además del rentable oficio de la mendicancia, para su sustento. Obtuvo reconocimiento del Papa, y este horrendo orden se vio creado, a fin de agraciar a la humanidad con la inquisición y la censura. Dominico personalmente organizó las primeras cacerías a los herejes. Pretendía unir su orden a la de San Francisco; pero éste no tenía interés para ello. Aún así, ambas órdenes se apoyaban al principio; pero rápidamente se hicieron feroces enemigos por motivos de competencia en el oficio; asimismo los cultos dominicanos siempre pretendían ser de clase superior a los de los franciscanos, de los cuales no se exigía ninguna instrucción. La orden de los dominicanos creció con igual rapidez, y en 1494 ya había 4143 monasterios de los mismos. A San Dominico el mundo de los monasterios agradece un gran invento, o sea, las nueve posiciones en la plegaria, entre los cuales se podía variar, para que la reza se haga menos aburrida. Se podía rezar: parado, de rodillas, de espaldas, de panzas, acostado de costado, los brazos extendidos en cruz, pararse inclinado, una vez en rodillas, luego levantándose de salto. Él mismo rezaba con tal fervor, que levitaba a un pie del piso en el aire. Falleció en 1221 en Boloña. De sus hechos extraterrenales, o sea, de sus milagros, queremos callarnos, tenemos lo suficiente en los milagros terrenales. ¡Huyamos de la proximidad con este verdugo lívido! Y a quien le permite su cristianismo, ¡que le maldiga al padre de la inquisición de todo corazón, le acompañaré de alma plena! Quizás mis lectores ya se hartaron de estas estupideces, relatadas acorde a lo que cuentan los autores de la iglesia de estos más honorables entre los santos, y no quiero consumir más su paciencia, visto que en todo caso tendré que referirme más tarde a éste o aquél santo. Si tuviera la intención de ridicularizar a los santos y sus milagros, habría hecho elección completamente diferente, ciertamente hubiera elegido a Santo Antonio de Papua, llamado de bestia por el mismo Francisco de Asís, y sus consortes. Me falta nombrar a algunas mujeres santas; su número no es menos amplio que el de los hombres santos, y sus exaltaciones y milagros aún son más increíbles. No es el lugar para discutir sobre las causas, por las cuales la especie femenina está mucho más propensa a las exacerbaciones que la masculina, y por las cuales pierden la razón con facilidad aún mayor. La experiencia se lo nos enseña día a día. De hombres sonámbulos aún no he escuchado nada, pero señoritas – no señoras – afectadas por este mal hay de montón. Buena parte de las señoritas santas ciertamente eran sonámbulas. Una de las primeras santas es Sta. Afra. Su madre mantenía un burdel en Augsburgo, y ella fue una de las sacerdotisas actuantes de dicho local. La coincidencia (naturalmente) llevó en cierta oportunidad al obispo Narciso a esta casa. Convirtió a las sacerdotisas de Venus al cristianismo, y de Afra, a quien más se dedicó, hizo una santa. Mas tarde fue quemada como mártir. Santa Teresa era española de familia noble, nacida en 1515 y fallecida en 1582. Sus admiradores le daban los títulos más extraños: arca de la sabiduría, amazona celestial, jardín de bálsamo, órgano y secretario de gabinete del Espíritu Santo, etc. Ya de criatura fue tomada por la exaltación y pretendía ir a África, para buscar la muerte de mártir. Finalmente cuando cumplió diecisiete años, sus padres no aguantaron más y la llevaron a un monasterio de las carmelitas de Ávila. Empezó inmediatamente a tener apariciones de toda clase, y cuando en determinada ocasión la hostia de la mano del obispo voló por motus propio a su boca, la santa estaba hecha. Llegó a ser abadesa en monasterio propio en Pastrana, donde pudo liberar sus instintos de santidad. Jesús quedó tan impresionado de su santidad, que cierta vez le pasó la mano y la eligió para su novia, diciendo: “De ahora en adelante soy toda tuya y tú toda mía.” Cierta vez le apareció un serafín que le tocó algunas veces con “una flecha en brasas”; pero el dolor era tan dulce, que deseó ser tocada de esta forma por toda la eternidad. Aún hoy los españoles festejan la fiesta del toque con la flecha, en el día 27 de agosto. Las religiosas de la Santa Teresa tuvieron que andar descalzas, y sufrir la más severa disciplina. La obediencia ciega era su ley, y el menor desvío era castigado brutalmente. Una monja, que hizo cara fea ante un pan pasado, fue atada desnuda al comedero del burro, donde fue obligada a comer durante diez días avena y heno. Tan bárbara severidad lógicamente tuvo por consecuencia el inmediato cumplimiento de cualquier orden estúpida por parte de las monjas. Una religiosa le preguntó cierta vez a Sta. Teresa quién debería cantar la misa vespertia. La santa estaba mal humorada y respondió: “el gato”. La religiosa agarró entonces el gato, lo llevó al altar, y lo pellizcó en la cola, de manera que el animal acusó en miserable canción a la cristiandad. La autoflagelación estaba en el orden del día en este monasterio. Las religiosas necesitaban de una enorme cantidad de varas. Dormían sobre espinas o en la nieve, bebían de la escupidera, metían ratas muertas y otras cosas asquerosas en la boca, bebían sangre y mojaban el pan en huevos podridos, y perforaban la lengua con agujas cuando rompían el voto de silencio. Muy rara antipatía tenía la santa Teresa contra hombres con pantalones, y caso hubiese tenido el poder, habría quitado todos los pantalones de todos ellos. Hasta donde alcanzaba su poder, lo hacía efectivamente. Los monjes carmelitanos a sus órdenes lo tuvieron que hacer efectivamente, debiendo usar un delantalcito de lana marrón. Pero sólo consideraba contrario al cristianismo los pantalones de los hombres, pues sus religiosas fueron obligadas, sí, a utilizar pantalones; si la propia los usaba, de ello los monjes carmelitanos no dejaron noticias. Sta. Teresa también fue escritora de libros, que a muchas pobres señoritas retorcieron los sesos. Después de su muerte apareció a una de sus monjas más allegadas, confesándole que murió más por el calor del amor que por la gravedad de su enfermedad. Aparentemente esta enemiga de pantalones entendía más del amor, de lo que normalmente se esperaría de una abadesa, pues en algún lugar escribió: “El diablo es un infeliz, que nada ama, y el infierno es un lugar, donde tampoco se ama”; pensamiento digno de un poeta. En aproximada contemporaneidad con Teresa vivía en Italia Catarina de Cardone. Era loca por amor, vivía en una gruta y vestía atuendo de retama traspasado de púas y alambres. Engullía hierba como un animal, sin utilizar la mano, y cierta vez quedó de ayunas durante cuarenta días. Así vivió durante tres años. Santa Catarina de Genua estaba tan inflamada de amor – por Jesús naturalmente – que quedó loca. Ardía como un horno, y a menudo se retorcía en la tierra gritando: “¡Ó, amor, amor, ya no lo aguanto!” Santa Pasidea, monja cisterciense de Sirena, se torturaba, aún antes de ir al convento, aún más que los santos padres del desierto. Se golpeaba con espinas para lavar luego las heridas con vinagre, sal y pimienta, dormía sobre granos de cerezas y arvejas, cargaba una cota de mallas de treinta quilos y entraba en lagunas a temperaturas congelantes, a fin de congelar junto con el agua. Cuando se hizo religiosa, le apareció Jesús en cierta oportunidad y le imprimió sus cinco llagas. Dos monjas la habrían observado por el agujero de llave, mientras Jesús la apretaba desapareciendo luego, ¡viendo como sangraba de las llagas! Santa Clara era de Asís, y se extasiaba con San Francisco. Corrió junto a él y pidió, que la haga monja, y tenga hijos e hijas con ella – naturalmente espiritualmente. Su hermana Agnes fue atacada poco después por éxtasis similar, y sus padres quedaron completamente desdichados. Los parientes buscaron quitar a las dos por la fuerza del convento, pero en este momento – así lo cuenta la leyenda – Agnes se hizo repentinamente tan pesada que siquiera doce hombres fueron capaces de moverla del lugar. Santa Clara vivió con severidad. De atuendo vestía la piel de un chancho, o también un tejido de crina de caballo, y en su humildad besaba los pies de la pastora más sucia, para lavarlos enseguida, como si el beso los hubiera ensuciado. Cuando murió, encontraron en su corazón todos los instrumentos de la pasión, y en su vejiga tres misteriosas piedras, todas del mismo peso, ¡pero de las cuales una era tan pesada como las tres, dos no pesaban más que una, y la menor de ellas era tan pesada como las tres juntas! – Santa Clara fue la madre de las franciscanas mujeres, y a ella cerca de 900 monasterios agradecen su existencia. Asimismo la Santa Catarina de Siena fue prometida como novia a Jesús, que le puso un precioso anillo de diamantes en su dedo, que nadie podía ver sino ella. Asistía a los enfermos más asquerosos, en retribución de lo que fue abrevada en la sangre de la llaga lateral de Jesús. Desde entonces ya no se alimentaba desde miércoles de cenizas hasta el día de Ascensión, salvo con la hostia de la comunión. A ella Jesús también imprimió sus llagas, cosa que aparentemente era condecoración pour le mérite de la clase religiosa de los santos. Debido a esta condecoración se produjo desentendimiento entre franciscanos y dominicanos, que duró cuarenta años y fue decidido por el Papa Urbano VIII en el sentido que las llagas de Santa Catarina no sangraron como las de San Francisco. Asimismo se ordenó a los pintores representarla con sólo cinco radiaciones. A Santa Agnes el juez de la Ciudad ordenó llevarla desnuda al burdel, por haberse negado a casar con su hijo; pero repentinamente le creció tan largo el cabello, que pudo cubrirse con el mismo como si fuera un tapado, y trasformó a la casa de perdición en casa de oración. A Santa Paula, de la cual quizo abusar un mancebo, le nacieron, por intermedio de la plegaria, unas barbas tan desagradablemente largas, que el amante huyó desesperado. Santa Brígida fue salva por una doncella napolitana del diablo, que se encontraba acostado sobre ella en la personificación de un mancebo. Encerraremos la hilera de las santas con la Santa Rosa de Lima, una dominicana, que dormía en cima de maderos llenos de nudos y cascotes de vidrio, tomando antes de acostarse un trago de bile. Jesús quedó tan extasiado por su santidad, que en domingo de palmas le apareció en la forma de un ayudante de albañil, que se le prometió en casamiento, diciendo: “Rosa, tesoro de mi vida, serás mi novia.” Maria estaba coincidentemente acompañándolo, y la felicitó diciendo: “Vea que gran honor te concede mi hijo.” Si la santa leía, le aparecía Jesús sobre la hoja y le sonreía; si cosía, se sentaba en su almohada de alfileres y chisteaba con ella. Si Jesús visitaba a otra monja – pues tenía demasiado muchas novias -, Rosa salía de sí por celos hasta tanto volviera a ella. Su santa suegra, la virgen María, le sirvió durante veintiún años como camarera, y cuando llegaba la hora de la misa matinal, le despertaba: “Levántese, querida hija, es hora.” El monasterio pululaba de pulgas, pero ninguno de estos insetos incontrolados tuvo el atrevimiento de punzar a la novia de Jesús. – ¡Así consta en la bula papal que contiene la santificación! Además de los santos nombrados en este capítulo y cientos de otros, que no he nombrado, los católicos romanos aún rezaban a otros, que nunca vivieron y deben su origen a una fábula ridícula, como San Critóforo, San Gregorio, San Maricio y 6.600 compañeros, los siete durmientes, Ursula con sus 11.000 vírgenes y San Guineforte, ¡que fue un perro de cuatro patas! Todo buen católico, que pretenda tener el honor de ser incluido entre los santos después de su muerte, lo podía obtener durante el gobierno de Gregorio XVI (+ 1846) – de sus herederos no me consta - , quien canonizaba al muerto por el valor de 100 000 florines. Los milagros se encontraban, visto que nadie puede hacerse santo sin milagros. La cristiandad de los primeros siglos nada sabía de santos. Naturalmente honraba a mártires o testigos de hechos de sangre, muertos por su fe, los citaban en sus reuniones y los presentaban como ejemplos; y esto se puede aprobar. Sólo cuando Constantino pasó al cristianismo, y muchos usos paganos pasaron a la Iglesia, también tuvo acogida el servicio a los santos. Los paganos estaban acostumbrados en brindar ofrendas a sus héroes; y los sacerdotes cristianos adoptaron esta costumbre para sus héroes de la fe. Mientras cada persona creía estar igualmente cerca de Dios, la veneración de los santos tenía que ser considerada estupidez; a partir del momento en que el cura se puso como negociador entre Dios y el resto de la humanidad, ya se estaba a un sólo paso de la necia creencia, de que los santos en el Cielo componen la corte en carácter de ministros y camareros, y que, si alguien pretendía obtener algún favor de la Majestad Divina, ¡la obtendría solamente mediante plegaria y ofrendas en soborno de los integrantes de la Corte Celeste! Más que esto no se podían burlar los curas de la religión cristiana que por esta veneración a los santos, que se hace aún más indigna, de lo que ya es por su naturaleza interior, por el hecho de que muchos de estos santos, como nos lo enseña la Historia, fueron los más depravados, viciosos personajes, sí, prácticamente perversos. Aún los mejores no regulaban bien de la cabeza, siendo, o personajes extasiados, o dementes. Aún hoy día suelen circular un montón de tales santos entre protestantes y católicos, con la diferencia que ya no son adorados, sino metidos en casas de locos. Veneración de Reliquias El mundo lo comprendió Que antaño la Fe en mano de Sacerdote En mil años más males causó Que en seis mil la inteligencia. “Dinero es Poder.” Esto nadie sabe mejor que la Iglesia Romana, que busca ambos, y lo uno por intermedio del otro. Como la forma más lucrativa de estafar utilizada, inventaron el comercio de “reliquias” y de “indulgencias”. Un comercio, que durante siglos fue ejercido con gran éxito, y que aún hoy no ha terminado. Para mantenerlo, se explotó descaradamente la superstición más notoria, implantada en el corazón del pueblo en forma deliberada e inescrupulosa. Escribir la Historia del comercio llevado a cabo por la Iglesia Romana, sería trabajo gigantesco, que sobrepasaría lejos los límites que necesariamente debo imponerme; apenas puedo dar un rápido boceto del mismo, que será suficiente para dar a conocer la monstruosa amplitud de la estafa e insolencia practicada por la misma. De las debilidades y tendencias humanas los curas entienden a maravilla, y a este conocimiento agradecen su riqueza y poder. No les podía pasar desapercibido que todas personas tienen alguna tendencia fetichista, y hicieron de esta idiotice una mina de oro, que hasta hoy no se ha agotado. Estoy convencido que toda persona da importancia a alguna reliquia, sea una mecha de cabello de la amada, un monedero en croché, una flor seca o una cinta, que evoca bellos recuerdos. Así es imposible dejar de sentir algún interés por objetos utilizados alguna vez por personajes históricos. Tanto los griegos como los romanos antiguos tenían sus preciadas reliquias, y algunas de ellas eran casi católico-romanas, como el ¡huevo de Leda! El Paladión evidentemente también era reliquia, inclusive milagrosa; como también el santo escudo caído del cielo y otros más. Los indianos batían sangrientas batallas por un diente descomunal de Buda, y los mahometanos conservan bandera, armas, vestimentas, las barbas y dos dientes de su profeta, y así encontramos reliquias en todo culto y en cualquier pueblo. En la Historia de la Iglesia Cristiana no encontramos huella alguna de fetichismo, antes de que Constantino se hiciera cristiano. De él se cuenta, que durante la batalla en la puente mílvica, vio una cruz brillante en el Cielo, con la inscripción griega, que, traducida al castellano significa “en Éste venza”. Mandó hacerse una bandera con cruz, y sus soldados, mayormente cristianos, le seguían con entusiasmo. Desde entonces la Cruz se hizo moda, y poco después la madre del Imperador, Helena, encontró la cruz verdadera, en la cual Jesús fue crucificado hace trescientos años, como también el sepulcro, en el cual quedó su cuerpo hasta la resurrección. Los escritores contemporáneos en realidad nada relatan sobre este hallazgo; incluso el contador de fábulas Eusebio, que describe el viaje de Helena a Palestina no se refiere al curioso hallazgo con ninguna palabra; pero en algún momento este cuento fue admitido como verdadero, y la Iglesia Romana festeja la “celebración del hallazgo de la Cruz”. En realidad todo es inventado. Pero la bendición encontrada por Helena, era realmente enorme: No sólo encontró la Cruz de Cristo, sino también aquellas de los dos criminales. La inscripción clavada por Pilatos en burla a los judíos, ya no se estaba; ¿Cómo hacer para diferenciar la Santa Cruz de las demás? Los curas siempre son ingeniosos, y aquí tampoco encontraron problemas. Se acostó a un enfermo sobre una de las cruces, y empeoró su mal. Se supuso, entonces, que debería ser la cruz del criminal blasfemo, que se burló de Jesús. Se puso al enfermo sobre otra cruz; mejoró considerablemente, y finalmente, cuando fue trasferido de esta cruz – del criminal arrepentido – a la tercera, inmediatamente se levantó completamente curado. ¡Fue hallada la Cruz de Jesús! Poco después se halló los sepulcros de los apóstolos, y sus cuerpos, si mal me recuerdo, se conservan todos intactos. Si no se sabía donde fallecieron y fueron sepultados, se tenía revelaciones divinas. De la misma manera se obtuvo los restos de todo tipo de mártires y santos, y, por supuesto, todos hacían milagros. Tales revelaciones, por supuesto solamente las tenían monjes y sacerdotes; pero a personas especialmente devotas les fue posible – mediante ayuda de los curas – entrar en conexión directa con los santos. Una santa Madre en Santo Mauricio eligió como santo preferido a San Juan Bautista. Durante tres años imploró al Santo por un sólo pedacito de su cuerpo (al cual evidentemente éste ya no necesitaba), sea que parte fuese; - ¡pero el desalmado Juan no se quizo compadecer! Se empecinó la señora, jurando que nada iba comer, hasta tanto el Santo atendiese su petición. Siete días había ayunado, ¡y finalmente! Se encontró sobre el Altar un pulgar del Bautista. Tres obispos, en acto de profunda devoción pusieron esta preciosa reliquia sobre lienzo, y tres gotas de sangre cayeron del pulgar, de manera que sobró algo para cada uno de ellos. ¡Qué difícil se está haciendo, para encontrar los restos de Schiller y Weber! Y ambos fallecieron como personas honradas y reconocidas, en tiempos de paz, y en Estados, en los cuales cada nacido y cada fallecido es inscripto en un registro especial; más es de admirar, que en aqué tiempo, y después de siglos no se encontró sólo los restos mortales, sino también las vestimentas de santos, ejecutados como delincuentes, y cuyos cadáveres se había soterrado en cualquier parte. ¡Y aún es más admirable, que de algunos santos se encontró tantas partes del cuerpo, que serían suficientes para montar seis y más esqueletos completos! San Dionisio por ejemplo existe en dos ejemplares completos en San Denis y en San Emmeran, y además se exhibe sus cabezas en Praga y en Bamberg, y en Munich una mano. ¡Por lo tanto el Santo tiene dos cuerpos completos, cinco manos y cuatro cabezas! Los cristianos de los primeros siglos nada sabían de adoración a la Virgen María o de los santos, al contrário, se burlaban de los paganos con sus muchos dioses inferiores, que integraban igualmente la corte de Júpiter, y debido a la veneración divina del César, que en todo caso no era tan grave. Se le concedió el aditivo “el divino”, colocaban su nombre en el calendario y le erguían estatuas. En tiempos de Ludovico XIV los cristianos practicaron la idolatría de manera mucho más intensa. Los primeros santos generalmente eran personas desconocidas, y extraña que sólo más tarde se inició la veneración a María, pues una virgen, elegida por Dios entre millones de doncellas para ser la “vasija de gracia”, ciertamente sería más merecedora de veneración que un chiflado, sucio eremita, que se baña sentándose en nido de hormigas. Aún en el siglo IX la gente no pensaba en rendir veneración divina a la Virgen Maria, al contrario, se encontraba en el mejor camino para declararla hereje. Se le imputaba actos, que según la percepción de los cristianos de aquellos tiempos eran anticristianos. El famoso padre de Iglesia Tertuliano la acusó, ¡de no haber creído en Jesús! Orígenes y Basilio le imputan dudas insantas en el momento del sufrimiento de su hijo, y Crisóstomo la creía capaz de suicidio, cuando cuenta, que el Ángel le anunció la concepción Divina antes de ella misma percatarse de su gestación, para impedir que ponga fin a su vida por su vergüenza. Es solo en el siglo V que comienza la veneración a Maria, y en poco tiempo sobrepujó, no sólo a la todos los santos, sino incluso a Dios y a Jesús.”Quien no adora a María, no tendrá perdón” anunciaban los curas. Al amor le ocurren los más extraños apodos, y mi palomita, mi ratoncito, mi corderito, mi angelote, etc., lo dice aún hoy mucho mancebo a su amada, pero los apodos amorosos dados a la Virgen María muchas veces son tan raros y curiosos, que ya no se puede entender de cómo los católicos pueden pronunciar la letanía mariana sin explotar en risas. Entre otros apodos, se le dice: vasija espiritual, vasija venerable, excelente vasija de la veneración, rosa espiritual, torre de David, torre de marfil, casa dorada, arca de la alianza, trono de Salomón, zarza ardiente, tortilla de miel de Sansón, templo de la Trinidad, tierra consagrada, puerto marítimo, reloj solar, ventana del cielo, etc. El nombre “Madre de Dios”, ahora tan rutinero, causó escándalo en el siglo V; El Santo Padre de Iglesia Nestorio lo tituló de ridículo e inadecuado, expresándose a favor de “Madre de Cristo” por ser más razonable. Pero la Asamblea de Iglesias de Éfeso se decidió por “Madre de Dios”. La consecuencia inmediata fue que también se empezó a adorar a la “Abuela de Dios”; pero el Papa Clemente XI puso límites, y sin él los católicos talvez seguirían rogando a todos los tíos y tías de Dios. Jesús es hijo de Dios según enseñanza de la Iglesia Cristiana, y aún así es otra vez humano por la encarnación; pero es uno con Dios Padre y Dios Espíritu Santo. Debido a esta encarnación de Dios y la esencia de la Trinidad, ya varios se hicieron simplones. La encarnación divina es explicada por San Bernardo en forma tan original como elegante, cuando dice: “De Dios y hombre se hizo una loción sanadora para todos; estas dos especies fueron mezclados en el cuerpo de la Virgen María como en un mortero, y el Espíritu Santo era el pisador”. Menos creativa, pero de similar sencillez, es la explicación de aquél franciscano sobre la Trinidad, quien la compara con pantalones, que si bien tienen tres aberturas, aún así son una sola pieza. María fue causa de muchas disonancias entre letrados y curas. Especialmente violento fue la disputa sobre “la maculada o inmaculada concepción de la virgen”; o sea, no con relación al tema de si María concibió a Jesús sin pérdida de su virginidad – sobre este punto había razonable coincidencia – sino sobre si ella misma también fue concebida por su madre “sin pecado original”. Los Dominicanos decían que con y los franciscanos afirmaban que sin pecado original, peleándose debido al tema durante siglos con armas de toda especie. Aún en el año 1740 hombres eruditos hicieron de esta estupidez tema de serias investigaciones, ¡y Papa Pío VII lo elevó a un dogma eclesiástico! La Santa Virgen es muy sensible con respecto a esta cuestión, y se vengó de aquellos que se atrevieron a dudar de su concepción innatural. Un caso de tal venganza es relatado con triunfo por los franciscanos. Un dominicano predicaba con ímpetu contra la concepción inmaculada, desafiando la “Reina del Cielo” para dar una señal, si no fuese verdad lo que predicaba. Mal había pronunciado la blasfemia, cuando se rompió la base del púlpito, y el padre gordinflón desapareció hasta la mitad de su cuerpo. La parte superior de su cuerpo mas el hábito quedaron arriba, de manera que la parte frontal y trasera desnuda de la parte inferior del religioso quedaron expuestos a la contemplación y burla de su congregación. La manera por la cual Maria concibió a Jesús, también fue objeto de mucho dolor de cabeza. Unos opinaban, que habría ocurrido por el oído, otros, a través del costado. También se discutían sobre si María continuó siendo virgen después del nacimiento de Jesús. San Ambrosio defendió esta opinión férreamente exponiendo para ello argumentos curiosos. Dice entre otras cosas: “Cómo Él (Jesús) dijo: Yo hago todo nuevo, así también fue nacido de una virgen en forma inmaculada, para que sea considerado aún más como siendo aquél, que es Dios con nosotros. Ellos dicen: como virgen ha concebido, pero no nacido de virgen. Si el primero es posible, también lo es lo segundo. Pues la concepción ocurre primero, y el alumbramiento sigue. Se debería creer a las palabras de Jesús, y a las palabras de los ángeles, que a Dios ninguna cosa es imposible (Lucas 1, 37). Se debería creer al símbolo apostólico. Pues dice el Profeta, una virgen no sólo lo concebirá, sino también lo alumbrará (Isaías 7, 14). Aquella puerta del santuario, que queda cerrada, por la cual nadie pasará, sino el Dios de Israel (Exequias 44, 1.2.), ¿que otra cosa es sino Maria, mediante la cual el Salvador ingresó en este Mundo? Acaso no ocurrieron tantos milagros contra las leyes de la naturaleza, ¿y se espantan, cuando una virgen alumbró a un ser humano contra el curso natural? Etc. María fue puesta como el más elevado, inalcanzable modelo de vida virginal por todos los educadores de la Iglesia que predicaban supresión del instinto sexual, para prontamente ser adorado más por las doncellas y mujeres que el propio Dios. Esta idolatría naturalmente era una aberración para quienes pretendían mantener pura la enseñanza de Jesús, y – surge la oposición contra María. Helvidio escribió (383) para defensa del cristianismo un libro, en el cual afirma de paso, que María después del nacimiento de Jesús todavía tuvo algunos hijos con José, haciendo hincapié en Mateus 1, 25, donde dice: “José no cohabitaba con María, hasta cuando nació su primer hijo”, como también en otros pasajes bíblicos, donde se habla de hermanos y hermanas de Jesús. Hierónimo se exacerbó por tanta insolencia. Escribió contra Helvidio e invoca al Espíritu Santo, “que Él proteja la habitación del Santo Cuerpo, en el cual vivió diez meses contra toda sospecha de cohabitación” y a Dios Padre, “que haga pública la virginidad de la Madre de su Hijo”. Enseñanzas parecidas como la de Helvidio presentaba un monje romano, Joviniano, y ahora se inició una pelea arrecida al derredor de la virginidad de María, que terminó con la expulsión de Joviniano y sus seguidores de la comunión en la Iglesia, ¡y se condena de su enseñanza por hereje! ¡No es posible permanecer serio, cuando se lee, sobre qué estupideces escribía y disputaba el clero! Padre Suárez trata con erudición al tema, “si María nació con o sin placenta”, y relata, ¡que religiosos se servían platos diversos en forma de la placenta! – A propósito, era un anti- placenta, pues el Profeta Ezequiel habría profetizado: “Esta puerta estará cerrada y no será abierta.” Pero no se crea que esta asquerosa estupidez sea la mayor, sobre la cual peleaban los curas, y que no se atrevan de burlarse de los rabinos judíos, que investigaban con seriedad, ¿si Adán ya hizo fuego con acero y piedra? ¿Si el huevo, que la gallina puso en día santo, puede ser consumido? Puedo presentar toda una galería de tales cuestiones cristianas, que nada pierden de ridículas ante las mencionadas, pero eran disputadas con ardor absoluto llegándose a golpizas y hechos de sangre. Los curas disputaban por temas como: ¿Si Adán tenía ombligo? ¿A que especie de golondrinas perteneció aquella que le hizo un ojo a Tobías? ¿Si Pilatos se lavó con jabón, cuando dictó la sentencia contra Jesús? ¿Qué árbol habrá sido, sobre la cual se subió el pequeño Zaqueo, cuando quizo ver a Jesús? ¿Con que crema María Magdalena ungió al Señor? ¿Si la vestimenta sin costura, sobre el cuál los soldados jugaron a los dados, era su único guardarropa? Cuanto vino se habrá tomado durante el casamiento en Canaán? ¿Qué habrá sido que Jesús escribió, cuando escribió con el dedo en la arena? ¿De cómo Jesús podría haber llevado a cabo el acto de salvación, caso hubiese llegado al mundo en forma de zapallo? ¿Si Dios puede ladrar como un perro? ¿Si no habría sido suficiente derramar una única gota de sangre por el pecado del mundo? ¿Si Dios Padre suele estar parado o sentado? ¿Si es capaz de hacer una cordillera sin un valle, una criatura sin padre, trasformar una desflorada en virgen? ¿Si los ángeles danzan minueto o vals? ¿Si cantan con voz de contralto o de bajo? ¿Qué se estaría haciendo en el infierno, y a qué grado subiría allá la temperatura? Cantidad de cuestiones debo callar debido a la obscenidad, limitándome a citar dos en voz latina: An Christus cum genetalibus in coelum ascenderit, et S. Virgo semen emiserit in commercio cum Spiritu sancto? Las enseñanzas sobre la Santa Comunión y el bautismo también dieron oportunidad suficiente para peleas. Se disputaba sobre ¿si el diablo había sido debidamente bautizado? ¿En caso de urgencia, se puede bautizar con vino, cerveza, arena, etc.? ¿O sería suficiente la simple escupida? ¿Si una rata, que haya tomado del agua bautismal, debe ser considerada bautizada? ¿Que hacer cuando un bebé ha contaminado el agua bautismal? Esto lo hizo en cierta oportunidad el Rey Wenzel, y por ello le profetizaron todo tipo de desventuras. Pero la investigación de la virginidad de la Madre de Dios me hizo desviar del tema; volvamos al mismo. Alberto Magno (Alberto de Launigen), obispo de Regensburgo, fallecido en 1280 en Colonia, se ocupó a profundidad con la Virgen María, investigando si ha sido rubia o castaña, de ojos negros o azules, gorda o magra, alta o baja. Los resultados que eventualmente habría producido su investigación, no los he encontrado en ninguna parte, y no tengo las menores ganas de ponerme a la lectura de los veintiún tomos, que se conserva aún de los 800 libros que ha producido. Juzgando por los restos de su cabello, habrá sido manchado, pues se exhibe mechas rubias, castañas, negras y rojizas. En todos los casos, aquellas mechas de cabello con las cuales cosió de mano propia la camisa del Arzobispo Santo Tomás eran maliciosamente rubias. En todo caso María era bella, pues aún que no se haya encontrado ningún retrato auténtico, todos los santos padres de la Iglesia coinciden sobre el punto, teniendo en cuenta que a éstos santos obviamente la “Reina del Cielo” aparecía a menudo. San Damián, fallecido en 1059, relata, “que el mismo Dios se inflamó en amores ante la belleza de la Santa Virgen. En un concilio celestial convocado a seguir Él habría informado a los maravillados ángeles sobre la salvación de la humanidad y la renovación de todas las cosas, dándoles noticias de María. El ángel Gabriel fue encargado inmediatamente de llevar una carta a María, que contenía un saludo a María, la encarnación del Salvador, el tipo de salvación, la abundancia de la gracia, la amplitud del esplendor, y la amplitud de las alegrías. Gabriel llegó a María, y apenas había hablado con ella, ésta sintió en sus entrañas la entrada de Dios y de su Majestad encerrada en la estrechez de su abdomen virginal. El Corán relata que María se hallaba parada debajo de una palmera, cuando el ángel se le acercó y le dijo: “Te quiero regalar un niño puro” La suma de los milagros imputados a la Santa Virgen es muy amplia, y nos queda difícil hacer elección. A lo mejor más tarde habrá oportunidad para contar lo uno y lo otro. La leyenda relata, que ángeles cargaron y llevaron toda la casa de María desde Belén a Italia. Al principio la hacían quedar en Tersatto, cerca de Fiume; pero en el año 1294 la llevaron a Loretto. Cuando pasaban con la casa entre los árboles, ¡éstos se inclinaban ante la misma! Muy sorprendente es, que durante dos siglos ningún autor escribe nada sobre este transporte singular. La inscripción en la santa casa dice: “Casa de la Madre de Dios, donde la Palabra se hizo Carne.” Encima de la casa insignificante, que, según nuevas investigaciones no se distinguiría en material y forma de las demás chozas de campesinos al derredor de Loreto, se levanta una iglesia majestosa, y millares de peregrinos buscan por ella, a fin de bañar sus rosarios en el plato de pasta de Jesús, y, lo que era esencial a la Iglesia, ofrendar una suma más o menos generosa. De esta manera, ¡mediante una estafa, evidente para cualquier persona razonable, la Iglesia se hizo de un tesoro inmensurable! Pero los católicos estaban tan bien entrenados por sus curas, que preferían creer al Padre que a sus propios ojos. El monje Eiselin circuló en 1500 en la zona de Aldingen en Württemberg con una pluma del ala del ángel Gabriel. Quien la besaba, decía, estaría inmune a la peste. Tal beso, por supuesto no era gratis. ¡Y la preciosa pluma fue robada al cura! Pero Eislin tenía solución. En presencia de la dueña del albergue llenó su cajita con paja, que probablemente había crecido en campo de la misma, y la hizo pasar por paja del pesebre, en la cual fue acostado Jesús en Belén; Quien la besaba, estaría libre de la peste. Todo se aglomeraba para el beso, incluso la dueña besó, de manera que Eiselin, sorpresa, susurró: “¿También tú, tesoro?” Los santos señores sacerdotes y monjes practicaban la más infame estafa con las reliquias. Cada altar cristiano debía tener su reliquia, y cuanto más santa era esta, tanto mayor la utilidad que producía; pues las reliquias no estaban para ser vistas gratuitamente, ni se las regalaba. El comercio de reliquias muy pronto se hizo rentable. Por supuesto se encontraba huesos viejos, trapos y objetos similares a doquier, no se necesitaba de capital inicial, ¡y el precio que se hacía pagar era alto! Cuando los obispos de Roma se hicieron Papas, comenzaron a regular este comercio, pero sólo al efecto de garantizarse las mayores ventajas. Las reliquias debían ser fiscalizadas en Roma, y sólo eran declaradas auténticas, si el poseedor sabía arrimar prueba “sonante”. Una buena reliquia constituía un verdadero tesoro para un monasterio, y ni todas las abadesas las trataban con tanto descuido como las hermanas de Macon. Aquél monasterio poseía la piel de San Doroteo, que fue vejado en aquél lugar; Simón, el curtidor, había curtido la santa piel, y, después de haber pasado por varias manos, llegó a ser posesión de las monjas de Macon. Éstas rellenaron la piel con algodón, reconstruyendo al Santo como si estuviera vivo. Pero debido a su extrema devoción descarriaron a tan curiosos jueguitos, que la Abadesa encontró más razonable, regalar la reliquia a los Jesuitas. Éstos rápidamente descubrieron el tesoro, y fundaron una hermandad de la santa piel, mediante la cual ganaron mucho dinero. ¡Ahora se les abrió la vista a las monjas! Se quejaron ante el Papa, reclamaron devolución del objeto sagrado, lo que también les fue prometido. Grande fue el júbilo de las hermanas, pero, ¡qué susto! Los Jesuitas maliciosos le quitaron toda la alegría a las santas vírgenes, ¡al haber mutilado al Santo de manera irresponsable! Ahora le parecía a San Bernardo, cuando apareció transfigurado a los Monjes.Las vírgenes indignadas volvieron a peticionar al Papa, a fin de que ordene a los jesuitas la restitución de la parte faltante. Pero el Papa no consideró relevante el defecto, más para un monasterio de monjas, ¡y remitió a las peticionantes en reemplazo dos nueces moscada consagradas! – ¡imagínense la humillación y el resentimiento de las buenas hermanitas! Al tiempo de las cruzadas Europa fue inundada de reliquias. Se traía objetos sagrados de toda clase. Cuando se conquistaba una ciudad, primero se buscaba reliquias, pues valían más que oro y piedras preciosas. Ludovico el Santo, Rey de Francia, realizó dos cruzadas fracasadas; pero le sirvió de consuelo haber conseguido comprar por suma exorbitante algunas astillas de la Cruz, unos clavos, la esponja, el manto de púrpura de Jesús y la corona de espinas. Cuando llegaron estos objetos sagrados, ¡salió al encuentro de los mismos, descalzo, hasta Vicennes! Enrique el León trajo gran cantidad de reliquias a Braunschweig. La corona entre ellas era un pulgar de San Marco, por el cual los venecianos le ofrecieron sin suceso 100.000 ducados. La fe en estas reliquias es tan inaudita como el precio pagado por ellas. Los curas tendrían que haber sido ángeles, si no hubiesen aprovechado la estupidez humana. Todo el guardarropa de Jesús, de la Virgen Maria, de San José y de muchos otros santos vino a la luz. Se encontró la Santa Lanza, con cual el soldado romano Longinus punzó el flanco de Jesús; el sudario, con el cual Santa Verónica secó el sudor de Jesús, cuando se iba a Gólgota, y en el cual, para recuerdo, ¡dejó impreso su rostro! De ésta tela había tantos pedazos, que habrían medido en su conjunto unos veinticinco metros. También se encontró la fuente de esmeraldas, que Salomón regaló a la Reina de Saba, y de la cual Jesús cenó su cordero de pascuas. Los cántaros de vino del casamiento de Canaán también se encontró, y en ellos todavía había vino, que nunca menguó. Al principio sólo eran seis, pero se multiplicaban, y se los exhibió en Colonia y en Mageburgo. – Astillas de la cruz había tantas, que podría haberse construido con su madera una nave de guerra, y clavos de la cruz hay varios centenares de quilos. Espinas de la corona de espinas se encontraban a montones (en cada seto); algunos sangraban cada viernes santo. Asimismo se encontró el cáliz, del cual bebió Jesús, cuando instituyó la Santa Comunión, así como restos de pan de la cena. Además los dados, con los cuales los soldados jugaron por el manto de Jesús. Tales mantos sin cosedura se exhibía a montones, entre otros en Trier, Argenteuil, San Jago, Roma, Friaul, etc. El que presenta más posibilidad de autenticidad está guardado en Moscú, que supuestamente fue llevado por el soldado, un georgiano, a su casa. La exposición de la antigua vestimenta en Trier, en el año 1845, escandalizó a todo mundo, fue objeto de sin fin de investigaciones sobre estos mantos santos, y aparecieron varios folletos, que aún se encuentran en librerías, y son, en parte, muy interesantes. Cada uno de estos santos mantos presenta una bien pagada bula papal a su favor, que acredita su autenticidad. Pero como sólo uno puede ser auténtico, se tiene probado que la certificación de la autenticidad de las demás, es una estafa. Se encontró blusas de María, tan holgadas, que podrían servir de saco a un hombre corpulento. Una alianza valiosa de María, exhibida en Persua; graciosas pantuflas, además de un colosal par de zapatos de color rojo, que utilizó cuando le visitó a Santa Elisabet. Si, se encontró cabello de la Santa Virgen en todos los colores, juntamente con sus peines. Pero un sepillo de dientes no fue encontrado. En compensación se encontró tan grande cantidad de su leche, que difícilmente podría haber sido producida por veinte amas de leche de Altburgo durante un año entero. Sangre de Jesús se encontraba, a veces en cántaros, a veces envasado en botellas. Parte de ella, cuenta la leyenda, fue juntado por Nicodemo, cuando bajó a Jesús de la Cruz, haciendo con la misma muchos milagros. Pero los judíos lo perseguían, y se vio obligado a ocultar la sangre en el pico de un pájaro (!), y tirarlo al mar juntamente con una nota. Este pico llegó a tierra (imagínense el viaje) en Normandia. Un grupo de caza, súbitamente dio por la falta de perros y ciervo. Se los buscó, y encontró – todos arrodillados ante el pico milagroso. El duque de la Normandia mandó construir inmediatamente un monasterio en el lugar, que fue llamado Bec (pico) y a cual la santa sangre rindió millones. Pañales de Jesús se encontró en montones; también unos pantaloncitos tan miserablemente chicos de San José, juntamente con sus instrumentos de carpintería. Se encontró una de las treinta monedas de plata, juntamente con la cuerda inmensamente gruesa de aproximadamente diez pies, con la cual se colgó Judas; un monedero chico también apareció, junto con la linterna con la cual estaba alumbrando, cuando delató a Jesús. Apareció inclusive la vara sobre cual estaba sentado el gallo que con su cacareo despertó la conciencia de Pedro, además de algunas plumas de éste pájaro; además la piedra, con la cual el diablo tentó Jesús en el desierto; la fuente, en el cual Pilatos lavó sus manos; los huesos del burro, que llevó Jesús en domingo de palmas, como también algunas de las palmas utilizadas en este día. Además se encontró las piedras con las cuales se apedreó a San Estefano – bellas ágatas; la inmensa garganta de San George; un sin fin de huesos de las criaturas muertas en Belén; la cadena de Pedro y un brazo resecado de Antonio, que más tarde se descubrió que era el falo de un ciervo! ¡Inclusive se encontraron reliquias del antiguo testamento! De acuerdo a ello, algunas esperaron milenios por su devota descubierta. Se encontró el bastón con el cual Moisés partió el Mar Rojo, Maná del desierto, las barbas de Noé, la serpiente de bronce, un pedazo de la roca de la cual Moisés quitó agua a golpe, con cuatro agujeros del tamaño de arvejas; Espinas del arbusto ardiente, el taburete del cual cayó Elí y se rompió el cuello; el cuchillo de esquilar, con el cual Dalila cortó el cabello de Sansón; el diapasón de David, que fue exhibido en Erfurt, etc. Una reliquia de buenísimo renombre era la vestimenta de San Martín (capa o capella), que fue llevada en carácter de bandera a las batallas. Los religiosos encargados de llevar este objeto sacro eran llamados de Capellán, y la Iglesia, donde esta era guardada, Capella. El nombre rápidamente tuvo uso más extendido, y de ahí las capillas y los capelanes. La creencia del pueblo en tales reliquias era tan fuerte, que los curas podían arriesgarse a mostrar objetos como tales, que eran absurdos o imposibles, ¡y si enumero algunos de ellos, el lector creerá que estoy bromeando! Pero no es el caso; En determinada época se las exhibía, y posiblemente sigue exhibiéndose en países auténticamente católicos. Se veía una pluma de la ala del ángel Gabriel, el puñal y escudo del arcángel Michael, de los cuales hacía uso al combatir al diablo; algo del aliento de Cristo en una caja; una botella llena de la oscuridad egipcia, algo del sonido del sino que fue repicado cuando Jesús entró en Jerusalén; una chispa de la estrella, que alumbró a los reyes magos; algo de la palabra hecho carne; algunos suspiros lanzados por José, cuando tenía maderas nudosas para cepillar; la estaca en la carne, que tanto incomodó a San Pablo, y otro montón de sandeces más. El descaro de los curas no conocía límites, pues la estupidez de las personas era ilimitada. Más arriba dejé pequeña muestra, tanto del descaro como de la estupidez en la Historia del monje Eiselin; que siga otra muestra, contada por Poggio Braciolini, quien durante casi cuarenta años desempeñó cargo de secretario secreto papal, y murió en 1459 como canciller de la República de Florencia. Un monje se enamoró de una linda mujer, y buscó seducirla por todos los medios. Tuvo éxito. Ella se hizo pasar por muy enferma, solicitando la presencia del monje para confesar. Éste compareció, y conforme a las costumbres quedó sola con ella para tomarle la confesión, y fue correspondido. Al día siguiente volvió, y para mayor comodidad, bajó sus pantalones sobre la cama de la señora. El marido entendió que la confesión se extendía demasiado; quedó curioso y entró inesperadamente en la habitación. El monje absolvió lo más rápido posible, y se dio a la fuga – pero – se olvidó de llevar sus pantalones. Éstos ahora cayeron en manos del marido sediento de venganza. Éste salió corriendo a la calle con la prueba material del hecho en la mano, y los mostró a los vecinos, a los cuales hizo enardecer en cólera, atropellando con ellos el monasterio. Un viejo y circunspecto padre procuró en vano calmar al colérico campesino, quién ya se arrepintió del escándalo, y habría olvidado silenciosamente la cuestión si todavía fuera posible. De esto se dio cuenta el padre, y le dijo: que se había apresurado demasiado al quitar conclusiones con referencia a los pantalones, pues eran los pantalones de San Francisco, indicados para curar enfermedades como aquellas de las cuales sufría su esposa. Para su tranquilidad volvería a la casa para retirar los pantalones con toda solemnidad. A seguir unos cuantos monjes, armados de cruz y bandera, en santa procesión, volvieron a la casa del buen mentecato, arrumaron los pantalones sobre una almohada de seda, la exhibían para su veneración, haciendo pasar los pantalones entre los fieles para el besuqueo. Luego fueron devueltas en santa procesión al monasterio, y se los guardó junto con las demás santas reliquias.2 En éste capítulo de las reliquias también debe citarse las imágenes de santos y su veneración. Los curas no tenían suficiente en los negociados con trapos y huesos. En poco tiempo se encontraban retratos de Jesús y de la Virgen María, supuestamente dibujados por el evangelista Lucas. No daban testimonio ni de la arte del pintor, ni de la 2 No es anécdota inventada o chiste del mencionado autor. El cuento se encuentra en obra seria, en la cual Poggio habla de la perversidad de los sacerdotes. Me repudiaría burlarme a costas de verdades históricas, y todas las anotaciones hechas en esta obra puedo demostrar históricamente, por más extrañas que suenen. belleza de las personas que representaban, eran horribles. Otros retratos, nada mejores, caían del cielo, y finalmente se los hizo dibujar directamente por pintores. Los retratos eran venerados como reliquias, y la veneración rápidamente se trasformó en adoración. Con relación a la adoración de retratos se iniciaron peleas sangrientas, siendo finalmente motivo de la cisma de la Iglesia, en griega y latina. Estas disputas por los retratos tardaron aproximadamente dos siglos. César Constantino V, que falleció en 741, declaró a toda veneración de los retratos como siendo idolatría, y despejó toda la tierra de retratos y reliquias. Trasformó los monasterios de Constantinopla en casernas, y expuso al ridículo a monjes y religiosas, obligándoles a desfilar a pares en el circo. En el oeste esta veneración a retratos y reliquias al principio también encontró muchos opositores. El obispo Claudius de Turín opinó: “Si se venera a la Cruz, en la cual murió Jesús, también se debe venerar al burro, sobre el cual cabalgó”, ¡cosa que más tarde efectivamente aconteció! Otros consideraban de suma importancia esta veneración a retratos. Un monje, a fin de aplacar al diablo de la lascivia, prometió omitir la plegaria diaria ante los retratos de su claustro. En su duda, sobre si con esto cometía un pecado, lo confesó al obispo, y éste le dijo: “Antes que dejes la oración ante los santos retratos, es preferible que frecuentes todos los burdeles de la ciudad.” – Así conservamos en Europa el departamento de los retratos, y la Iglesia griega lo recuperó igualmente, con rapidez. Apenas fue encontrado el Santo Sepulcro, era inundado por fervorosos cristianos; comenzaron las peregrinaciones a la Tierra Santa, y a todos los lugares de la misma, que tuviesen significado especial acorde a la Biblia. ¡Inclusive era objeto de peregrinación el montón de estiércol, en el cual estuvo sentado Job! Por otro lado, no les agradaba en absoluto a los curas, que el buen dinero era llevado tan lejos, y sus retratos de santos y reliquias hacían milagros sobre milagros, a fin de atraer a las masas fieles. Horrendos eran los cuentos de castigos, sufridos por infieles y burlones. Los santos tuvieron que resguardar sus honores, como por ejemplo San Gangulf. Éste fue asesinado a golpes por un sacerdote, amante de su esposa, y repentinamente empezó a hacer milagros desde su tumba. La mujer depravada, que sabía perfectamente que su viejo no hacía milagros, se rió a carcajadas cuando lo escuchó, y dijo: “Si aquél hace milagros, mi trasero canta” y – ¡qué horror! – ¡éste empezó a cantar! Pero las peregrinaciones se multiplicaron cuando fueron combinadas con las indulgencias. El exceso del abuso en esta arbitrariedad fue motivo de la reforma, a la cual tenemos que observar con más detención. El indulto es hijo del purgatorio y de la confesión auricular. En los primeros tiempos de la Iglesia Cristiana, la persona que hubiera sido expulsa de la comunión por falta grave, debía confesar todos sus pecados abiertamente ante toda la comunidad cristiana; A esta penitencia se llamaba confesión. Cuando los curas se hicieron poderosos, rápidamente trasformaron esta confesión pública en secreta, a fin de aumentar su poder. Luego el Papa Inocencio III ordenó (1215) que cada cristiano confesara por lo menos una vez al año, en privado, y a un sacerdote, debiendo cargar con la penitencia impuesta. Quien no lo hacía, era excluido de la iglesia, y no recibía cristiana sepultura. Cada uno comprende el tamaño del poder que obtuvieron los sacerdotes por esta institución, pues, a parte de que servía para conocer las cosas más íntimas de los fieles, que podían utilizar a su favor, también tenían el poder de liberar o no al confesante, y sabían utilizar perfectamente este poder, mediante liberación – absolución – según el pago del pecador. El purgatorio fue invento del obispo romano Gregorio el Grande (590 – 604). Purgatorio se llamaba el lugar, donde, según sus explicaciones, eran purificadas las almas humanas, para que puedan entrar puras en el cielo; por lo tanto un cierto tipo de lavadero celestial de almas. Quien se balanceaba entre cielo e infierno, tenía que contar con larga y sudorosa estadía en el purgatorio – pues el fuego era el elemento de purificación – si los curas, íntimos de los lavadores diabólicos, no lo expedían más tempranamente por dinero y buenas palabras al cielo. El reglamento del purgatorio sólo era conocido a los curas, y así sólo ellos podían juzgar cuantas misas se hacían necesarias para librar al alma del purgatorio; - y por supuesto, estas misas no eran gratuitas. Federico el grande llegó una vez al monasterio en Kelvin, fundado por una vieja duquesa, para que allí se rece la misa de liberación del purgatorio de la misma duquesa. “Pues, cuando será que finalmente las preces liberarán a mis primos del purgatorio?” Preguntó con alguna seriedad al padre Guardián. Éste se inclinó profundamente, y respondió: “que no es posible saberlo así nomás, pero que lo haría saber de inmediato a su Majestad, cuanto le llegase la noticia del cielo.” En realidad las cruzadas nada más eran, que peregrinaciones armadas. Los Papas favorecían a las mismas, pensando extender su poder hacia el oriente, perdido frente al mahometismo. Por ello se utilizaban de todos los métodos para incentivar a las personas a “tomar la cruz”; y el principal era la indulgencia. Pues el Santo Papa mandó predicar, que todos los pecados cometidos por una persona, por mayores que eran, estarían perdonados a partir del momento que se haya puesto la cruz en su vestimenta. Esta invención de indulgencia fue luego utilizado por los curas de todas las maneas imaginables, y se trasformó en mina de oro, tan inagotable como la estupidez humana. Algunos se resistían a creer en el poder del Papa de perdonar pecados; pero Clemente VI puso fin a las reclamaciones dando las explicaciones sobre su derecho a ello, y sobre el derecho de conceder indulgencias mediante la bula de 1342. “Toda la humanidad” dice la bula, “podría haber sido rescatada por una única gota de sangre de Jesús; pero derramó en tal cantidades, que esta sangre, que ciertamente no fue derramada en vano, constituye tesoro inmensurable de la Iglesia, multiplicado por los merecimientos, tampoco superfluos, de los mártires y santos. Ahora el Papa tiene la llave para este tesoro, y puede ceder cuanto quiera para la salvación de la humanidad, sin miedo de agotarlo alguna vez. Más tarde volveré a la teoría de la indulgencia, y demostrar de que manera maravillosa se ha desarrollada, pero ahora volvamos a las peregrinaciones. Cuando, como dije, se las combinó con las indulgencias, éstas se radicaron definitivamente. Quien peregrinaba a éste o aquél lugar de gracia, y – nóteselo bien – ofertaba el dinero necesario en el Altar, recibía indulgencia, no sólo por los pecados ya cometidos, sino incluso por algunos años más. En Alemania había a lo mejor unos cien retratos de María, hacia donde se dirigían las peregrinaciones, y en otras tierras muchas más. Un único escritor cuenta 1200 retratos de María con efectos milagrosos. Probablemente el más renombrado era el de Loreto, en la casa de María, supuestamente tallado toscamente por San Lucas. El humo de millones de velas ha ennegrecido paulatinamente al retrato, que quedó color a carbón, pero esto no menoscaba el poder milagroso, que se limita principalmente a quitar el dinero del bolsillo de las personas. El mármol al derredor de la casita se encuentra tan gastado por los peregrinos, que prácticamente se creó un canal en él. Antiguamente llegaban anualmente hasta 200.000 cristianos fieles a Loreto, pero en los últimos tiempos este número se redujo a menos de la décima parte. Cuando los franceses vinieron a Loreto, se adueñaron de todo el tesoro, en cuanto no pudo ser ocultado por los curas. Si la Santa Virgen les regaló el tesoro, no lo sé, pero imposible no lo es, conforme prueba la siguiente historia. Cuando Federico el Grande estuvo en Schlesien, desaparecieron poco a poco todos los objetos preciosos, y los curas finalmente encontraron al ladrón, un soldado, que fue denunciado ante el Rey. El soldado se disculpó, diciendo que no era ladrón, pues la Santa Madre de Dios le regaló todas las cosas que se buscaba. Luego Federico el Grande preguntó al Señor religioso, ¿si tal cosa era posible? “Ciertamente es posible” respondió el cura sorprendido “pero muy improbable”. El ladrón se libró de su castigo, pero ahora Federico le prohibió bajo amenaza de castigo de muerte, aceptar en el futuro tales regalos de la Santa Virgen. Después de Loreto, probablemente fue San Jago de Compostella el lugar de gracia más renombrado, y en feriados especiales se veía aquí más de 30.000 peregrinos. En suiza es conocida Einsiedeln. El retrato de gracia allí exhibido es tan miserable como la obra en madera de Loreto, pero tanto como aquél, se encuentra decorado de joyas. En Alemania hay infinitos lugares de gracia, pero apenas citaré algunos. Waldbüren en Baden al Main- y Taubenkreis es famosa por el teniente milagroso. Pero no es un teniente austriaco con el hace-milagros a su costado, que era menos venerado y más temido con el nombre de Hassling en Austria; tampoco es un teniente prusiano del Wuppertal, sino un paño, utilizado para poner en él el cáliz y plato de hostias, y que es llamado Korporale. En el año 1330 un padre derramó un poco del vino sobre éste Korporale. El vino se trasformó inmediatamente en sangre, y cada gota sobre el paño en una cabeza de Cristo coronado con espinas. Según los cuentos de los curas, éste Korporale produce inmensa cantidad de milagros, y antes y luego del día de Todos los Santos peregrinan multitudes de fieles a Waldhüren, para buscarse hilos rojos pasados por el Korporale, que curan la peste, - con tal que se tenga conciencia limpia y profese la fe verdadera. La cantidad de peregrinos sumaba hasta 40.000 al año. Semejantes lugares de peregrinaje hay en todos los distritos de Alemania, y no me voy a detener en ellos. Más rentables para los curas son aquellos peregrinajes, realizadas a lugares donde se encuentran reliquias muy santas, que sólo se exponen cada siete años. Esta institución económica no tiene su motivo en la necesidad de las reliquias de descansar de sus milagros hechos durante el tiempo de exposición, sino únicamente en la perspicacia de los curas. Si los santos objetos etabam expuestos continuamente, rápidamente se perdía el interés por ellos. Por la raridad de sus apariciones atraen a las personas, y al dinero de sus bolsillos – el único milagro jamás realizado por cualquier reliquia. El tesoro más precioso de este tipo se guarda en Aachen. Las mayores raridades entre los mismos son el monstruoso manto de Maria, los pañales de Jesús, de fieltro marrón-amarillento, y el paño, sobre el cual había reposado la cabeza cortada de Juan Bautista. En el año 1496 concurrieron 142.000 fieles a Aachen, para ver a los santos trapos, y la cosecha fue fantástica. 1818, cuando después de larga pausa las reliquias volvieron a ser exhibidas, sólo se presentaron 40.000 peregrinos. ¡La reforma, la revolución y el maldito esclarecimiento habían abierto tremenda brecha en la fe! Desde entonces mucho se remendó en este boquete, y la fe remendada casi se ve tan fuerte como en el más oscuro medioevo, gracias a la decisión de los gobiernos, de dejas las escuelas bajo control de los curas. Con admiración asistimos, como aún en el año 1844 un millón de personas peregrinaron a Trier, para besar a la santa bata, dada por el manto de Jesús, y por el cual los soldados jugaron a los dados al costado de la Cruz. Actualmente esta peregrinaje a Trier por motivo de este manto causó escándalo en todo el mundo culto, y personas muy cultas y sensatas trataron de demostrar en innecesario esfuerzo que este “manto santo” en nada se distingue de los veinte otros aún existentes, sino que es absolutamente falso, y una torpe treta. Las pruebas más contundentes para ello las presentaron los profesores Gliedemeister y Von Sybel, y no encuentro necesario perder siquiera una palabra más sobre el tema. Que los Papas esquilaban a sus ovejas cristianas, lo saben todos, pero menos conocido será, que el Santo Padre – a parte de toda alegoría – se ocupaba con la cría de ovejas, alcanzando un precio por la lana obtenida, como nunca pagado, aún por las mejores lanas – Pues el Papa mantiene pequeño grupo de corderos, consagrados sobre los túmulos de los Apóstolos, y de cuya lana se teje las Pallien. El Pallium es originalmente un manto romano. Los Imperadores regalaban tal vestimenta, hecha de púrpura y bordada en oro, a los patriarcas y obispos distinguidos, para demostrarles contento y gracia, similar a las condecoraciones que reciben hoy día los religiosos en algunos Estados, cuando saben adecuarse al espíritu del gobierno. Fue Papa Gregorio I quien por primera vez, sin consultar al Imperador, mandó tales Pallium a los obispos, a veces en señal de contentamiento, otras veces de la confirmación. En la usurpación de riquezas los Papas son grandes, sí, todo su poder está fundado en ello, y así rápidamente llegaron al punto de que se auto-otorgaron el derecho exclusivo de conceder tales Pallien, y finalmente obligaron a cada arzobispo como también a algunos obispos superiores, a buscarse el Pallio de Roma – pues el regalo se había trasformado en un objeto de comercio. Un tal Pallio costaba 30.000 florines, y esta renta tanto les agradaba a los Papas, que se tenía por depuesto al arzobispo que no buscaba su Pallium de Roma en el plazo de tres meses. Los Papas eran tan avaros, y tan acostumbrados a hacer dinero del nada, que, pese a tan alto precio el coso de confección del manto les era demasiado elevado. Éste en poco tiempo disminuyó al tamaño de tirantes para pantalones, a cuatro dedos de ancho, fajas de lana, proveídas de una cruz roja, que cuelgan de las espaldas y sobre el pecho. Estas fajas, hechas a la mano de las religiosas, de la lana consagrada, talvez lleguen a pesar ciento ochenta gramos. De manera que los Papas vendían cada cinco quilos de su lana por 5.000.000 de florines. Estas ventas le proporcionaban a los Papas sumas federales, pues los arzobispos en general son señores de edad avanzada, y se sustituyen constantemente, y cada nuevo arzobispo está obligado a comprar un Pallium nuevo; inclusive lo debe hacer cuando es trasferido. Y así como algunos consejeros secretos tienen Excelencia, de la misma manera algunos obispos alemanes tenían el costoso derecho de Pallium, como los de Würzburg, Bamberg y Passau. Salzburgo pagó en el espacio de nueve años 97.000 escudos (aproximadamente 5 marcos) en pago de Pallium. El arzobispo Markulf de Mainz tuvo que vender la pierna izquierda del Jesús dorado, para pagar su Pallium. ¡Así probablemente obtuvo más por esta pierna, que el delator Judas por el Jesús entero! – El arzobispo Arnoldo de Trier quedó en una situación muy incómoda, cuando le fueron remitidos dos Pallien de dos Contra-Papas, por supuesto, con doble factura. Cómo se desenredó de la situación no lo sé, quizás mediante el Manto Santo. Su sucesor, Obispo Arnoldi, quien expuso en 1844 este manto viejo, ciertamente no se habría encontrado en dificultades por estos míseros 60.000 florines. Un millón de peregrinos, tajados a cinco monedas de plata, suman 166.666 táler prusianos, o 300.000 florines. Al paso que los arzobispos eran extorsionados de esta manera por los Papas, es evidente, que por su vez extorsionaban a sus vasallos o súbditos, pues el pueblo es la oveja del velo de oro, a quien se arranca un pedazo detrás del otro de para satisfacer las necesidades de los grandes señores, sean llamados arzobispos o príncipes. Los Papas tenían plata como paja, pero la mayoría de ellos sabía darse a la buena vida. Sixto VI. (1471-1484) ya despilfarró como cardinal 200.000 ducados (a casi 10 marcos) en dos años, que, de acuerdo al valor actual del oro, pasa lejos del doble. Uno de sus banquetes llegaba a costar 20.000 florines; pero que importaba, apenas consumía los pecados de la cristiandad, pues sabía igualmente hacerse de ingresos adicionales. Así permitió a algunos cardinales – mediante buen tributo – ¡la sodomía! durante los meses junio julio y agosto. También fundó burdeles públicos en Roma, que le rendían anualmente el así llamado “interés lácteo” de 40.000 ducados. – Bueno, conoceremos más tarde algunos Papas aún más santos. Una idea verdaderamente dorada tuvo el papa Bonifacio VIII.; ¡Inventó el año jubilar! Los romanos celebraban el inicio de un nuevo siglo con grandes festividades, igualmente los judíos su año de júbilo y reconciliación. Ciertamente esto le llevó al citado Papa a la idea, de introducir tales años jubilares en la cristiandad. Quien peregrinaba a Roma en el año jubilar, y depositaba su ofrenda en el Altar, recibía perdón perfecto de todos los pecados cometido en la vida, volviendo a ser inocente como si fuera criatura recién nacida, o aún más inocente, pues en éstos, según la enseñanza de la Iglesia todavía habita el diablo, que sólo es expulsado mediante bautismo. A quien no le gustaría verse libre de sus pecados. ¡Un simple asesinato puede amargar toda la vida! ¿A quien no le gustaría obtener la certeza, de que este pequeño desliz no sería recordado en el día del juicio? Pues, de todos lados fluían pecadores a Roma. El año 1300 200.000 extraños pasaron el año en Roma, y la ganancia que tuvieron en ello los ciudadanos de Roma, como también el tesoro del Papa, fue inmensurable. Lo que fue ofrendado por personas pudientes en oro y plata, no tuvo por bien publicarlo el Tesoro Papal; sólo en monedas de cobre entraron este año 50.000 florines de oro. Acorde a una estimación aproximada, las ganancias de este año jubilar sumó 15 millones. Para aquellos tiempos, una suma exorbitante, aberrante. Esta cosecha espectacular naturalmente les dio ganas a los Papas para una repetición en tiempo razonable. Cien años es largo tiempo, y Papa Clemente tuvo la inigualable bondad de disponer, que el año jubilar debería ser festejado cada cincuenta años, pues le apareció un anciano con dos llaves, probablemente San Pedro, quien lo intimó en tono amenazador diciendo: “!Abra el portón!” Así tuvo que obedecer. Urbano VI bajó este tiempo aún a 33 años, ¡en recordación a los años de vida de Jesús! Nunca les faltaron buenos motivos a los Papas. Sixto IV fue, “debido a la brevedad de la vida humana” aún más clemente, y bajó este tiempo a 25 años. El segundo año jubilar bajo Clemente VI (1350) aún fue más provechoso que el primero. En la bula jubilar “encomienda a los ángeles del paraíso también las almas libradas del purgatorio de aquellos, que murieron durante el viaje a Roma, a hacerlas ingresar en las alegrías del paraíso”. Tan profusa gracia naturalmente se mostraba muy atractiva para la muchedumbre estúpida. Roma fue inundada de tal manera por extraños, que los hoteleros, que normalmente conocen tan bien el arte de ganar dinero, no pudieron con ellos. Frente al Altar de San Pablo se turnaban día y noche dos curas con horquillas de crupier, al sólo efecto de embolsar el dinero, siendo que casi sucumbieron bajo el peso de su oficio. La apretura era tanta en la iglesia, que muchos fieles fueron aplastados. Diez mil peregrinos tuvieron la oportunidad inmediata de probar la utilidad de la absolución, muertos debido a la peste, pero siquiera se notó su falta, pues su número fue dado en un millón y algunos cientos de miles, ¡y la renta de este año jubilar sumó más de veintidós millones! Es realmente simpático asistir, como a partir de ahora cada Papa inventó nuevos métodos, para hacer aún más rentable la invención de su antecesor Bonifacio, pues – preti, frati e pollo non son mai satolli (sacerdotes, monjes y gallinas nunca se sacian). Bonifacio IX calculó, que muchos cristianos no iban a Roma por el alto costo del viaje, o talvez, por no poder abandonar sus negocios. A estos enviaba la gracia a sus casas, mediante el envío de personas, dotadas del poder de conceder absolución ¡por un tercio de los costos de viaje a Roma! – Pese a estas facilidades los extranjeros seguían fluyendo a Roma, y en el año jubilar bajo Nicolau V. la puente sobre el Tigre no pudo aguatar el peso de las personas; se derrumbó, y doscientos fieles perdieron la vida. Papa Alejandro VI tuvo idea aún más útil. A él se agradece el portón de oro de la Iglesia de San Pedro. Al comienzo del año jubilar el Papa, con martillo dorado daba tres golpes a esta puerta; entonces era abierta, para ser nuevamente cimentada a final del año. Quién traspasaba estas puertas, estaba libre de pecados; más, mediante suma apropiada también era posible traspasarlos en representación de tercera persona, y librar a éste de sus pecados. Esta regla fue muy rentable. Los Papas se hacían cada vez más codiciosos ante estos éxitos alcanzados. A menudo no aguantaban esperar los 25 años, y por motivos especiales, que siempre les ocurrían, instituían un año jubilar extra, o viajeros, encargados a conceder indultos, eran enviados al mundo. Eran más inoportunos que vendedores de vino, de manera que en algunas comunidades eran expulsadas del pueblo, con el cura parroquial en la punta. La reforma prácticamente puso fin a esta estafa de jubileos, pues los ingresos de los años jubilares posteriores ya no produjeron como antes. Aún el año 1825 fue elevado a año jubileo; pero poca gente más que lo normal llegó a Roma, mayormente sólo del populacho italiano, que nada tenían para aportar. Asimismo los príncipes tomaran medidas que dificultaban las peregrinaciones a Roma, pues necesitaban ellos mismos el dinero de sus vasallos. Inclusive el gobierno austriaco de entonces le prohibía a sus súbditos italianos a peregrinar a Roma, sin pasaportes expedidos en Viena. Quien no solicitaba a tiempo su pasaporte, fácilmente perdía el año jubilar. Según cálculos, probablemente subvalorados, los años jubilares produjeron cerca de 150 millones a los Papas. El embuste de los indultos fue llevado al colmo por León X. Los inmensos ingresos, que fluían al tesoro Papal de toda Europa, ¡aún no satisfacían a éste opulento y suntuoso Papa, aún siendo prácticamente inmensurables! Algunas minas de oro que supieron abrirse los Papas, ya he nombrado; nombrarlos a todos se haría demasiado extenso, pero citaré algunas. Un ingreso nada despreciable de los Papas son las Annatas. Así se denomina el primer sueldo anual del nuevo obispo, que debe ser pagado al Papa. Se la puede calcular en promedio a 12.000 táler, y calculando por bajo que por lo menos 2.000 obispos pagaron su Annata a la silla Papal, esto hace 30 millones de táler. La cuota de dispensa por falta de edad, seis ducados; la dispensa de las ayunas y los permisos para casamiento entre parientes de sangre aportaban considerables sumas. Los últimos tenían que ocurrir a menudo, visto que los Papas prohibieron casamientos entre parientes hasta el décimo cuarto grado. Alguien una vez se dio al trabajo de calcular, cuantos de tales parientes de sangre se puede presumir vivos para cada persona, y – los calculó en dieciséis mil. Si se calcula todos los tipos de parentesco, la suma sube a 1.048.576. Así naturalmente no faltaba dinero de dispensas. Además se exigía dinero por impuesto de cruzadas e impuesto de turcos, y por sinfín de otros conceptos. Especialmente hábil en este milagro era Papa Juan XXII. Es el inventor de la abominable lista de las tasas a ser pagadas por dispensas y absoluciones, de las cuales hablaré más tarde. Este Papa juntó tanto dinero, que él, pobre hijo de zapatero, - ¡dejó al sucesor dieciséis millones en moneda de oro, más diecisiete millones en barras de oro! Pero como ya dicho, todos estos ingresos no fueron suficientes para cubrir las “necesidades” del Papa León X. Sus hijos, parientes, payasos, comediantes, músicos, como su amor por las artes consumían sumas inmensurables, y el opulento Papa entró en serias dificultades. Para salir del embrollo, resolvió utilizar la absolución para sistemática extorsión de dinero. Un impuesto a favor de la guerra contra los turcos y para la continuación de la construcción de la Catedral de San Pedro, ya iniciada por su antecesor sirvieron de excusa. El Impuesto turco, ya muy desgastado, ya no producía más, y Cardinal Ximenes, el sabio ministro español incluso prohibió las recolecciones a este fin, “por poseer noticia incontestable, que ya nada había para temer de los turcos”. Por lo tanto el Papa dictó una bula por la cual, todos aquellos que mediante dinero apoyasen la construcción de la Catedral de San Pedro, obtendrían indulto. Ahora toda la tierra cristiana fue dividida en distintos distritos, adonde fueron enviados viajeros de la gran casa de comercio romana, bajo título de legado o comisario Papal. Las cartas de indultos que vendían estos voyageurs del Gobernador de Dios, contenían cuanto sigue: “En nombre de nuestro Santísimo Padre, representante de Cristo Jesús, en primer término te libero de toda censura de la Iglesia, de la cuál te puedas haber hecho culpado, además de todas las maldades y crímenes, cometidos hasta este momento, por más grandes y graves que sean; también de aquellos, que normalmente sólo pueden ser perdonados por el Papa, hasta donde se extienden las llaves de la Iglesia Madre. Te perdono perfectamente todos los castigos, que sufrirías debido a tus pecados en el purgatorio. Te hago merecedor otra vez de los sacramentos de la Iglesia y de la comunidad con los fieles, y te reasiento en el estado de inocencia en el cual te encontrabas a tu bautismo, de manera tal que, cuando mueras, los portones del infierno, donde se ingresa para sufrimiento y castigo, se deben encontrar cerrados, para que puedas ir camino directo al paraíso. Pero caso no mueras ahora, esta gracia te quedará intacta.” En la tasación ministerial papal estaba fijado el precio, por el cual se perdonaba los más aberrantes pecados. Parricidio, incesto, asesinato de criaturas, aborto, adulterio de todo tipo, abusos sexuales de todo tipo, perjurio – o sea todo lo que se llame pecado o crimen, tenía aquí su precio. Yo consideraría a este documento aberrante como invención de los enemigos del Papa, si su autenticidad no hubiese sido comprobada en forma incuestionable. Pero la parte más descarada, desvergonzada está contenida en la parte final de este indulto; Dice: “De ello no podrán disfrutar los pobres, pues no tienen dinero, ¡luego deben carecer de este consuelo!”. Mediante pago de doce ducados era permitido a los religiosos, ¡cometer a su gusto la prostitución, adulterio, incesto y sodomía con animales! La especulación Papal se vio colmada de éxito; sumas exorbitantes migraban a Roma; son incalculables. Un legado Papal quitó, tan sólo de la pequeña Dinamarca dos millones mediante venta de indultos. León X. encontró rentable alquilar el indulto en algunos distritos a grandes compañías por determinada suma de dinero. Éstos a su vez, tenían sublocatarios, a fin de posibilitar el desangramiento más completo de los países. Uno de estos locatarios era el Conde Albrecht de Brandenburgo, obispo de Halberstadt, arzobispo de Magdeburgo, ¡y finalmente arzobispo de Mainz y Cardinal! Adeudaba sus 30.000 ducados por el Pallien, y asumió el indulto en algunos países, en la esperanza, de ganarse con ello el dinero que le fue prestado por el Conde Fugger de Augsburgo. El noble príncipe, cardinal y arzobispo fungió en su negocio con gran aplicación y capacidad comercial, y muy interesante es la instrucción dada a sus vendedores de indultos, motivo por el cual explicaré aquí su contenido. “Primero los predicadores del indulto deben jurar al príncipe, que no lo estafarán. Luego les dará poderes, para que, luego de fijado la Cruz y la insignia Papal, se vayan a anunciar en las iglesias el indulto, y concederlo a aquellas personas, que han sido colocados en proscripción por sus párrocos regulares, o cargados con otros tipos de castigos religiosos.” Luego se ordenaba a los predicadores del indulto, a explicarle al pueblo dos o tres pasajes de la bula de indulto del Papa, conforme a su capacidad, y exaltarlo, a fin de que la gracia papal no caiga en desprecio, y el pueblo no quede asqueado ante el indulto. Además pretende el príncipe, que se diga al pueblo, que en los siguientes ocho años no valdrá indulto sino el suyo, que ya había recibido, o aún estaría por recibir; y que esto no sólo garantizaba completo perdón de los pecados, sino que también protegía del purgatorio, a ser sufrido después de la muerte. A los enfermos, que no podían ir a la Iglesia, se concedería el indulto en sus hogares, pero por suma superior. Cuando el predicador haya terminado de explicar el tamaño del indulto, y llegue el momento de determinar el monto a pagar, debería preguntar, ¿cuanto dinero ofrecería por el absoluto perdón de sus pecados? Esto lo debería adelantar para mayor incentivo a las personas para la compra de sus indultos. Cuando ahora los predicadores del indulto hubiesen hecho comprensible la utilidad de la Iglesia de San Pedro, y convencido a los confesantes, que una tan alta gracia jamás puede ser demasiado cara, a fin de motivarlos para una contribución lo más elevada posible, sigue diciendo el príncipe: Como la constitución de las personas es demasiado distinta, y no es posible determinar ciertas tasas, consideramos que las tasas pueden ser sentadas conforme sigue: Grandes príncipes dan 25 florines de oro. Abades, prelados mayores, príncipes, condes y sus señoras pagan 10 florines de oro por persona. Mujeres y artesanos uno, personal inferior medio florín. Si bien las mujeres no pueden contribuir nada de los bienes de sus esposos, sí lo pueden hacer de sus dotes y bienes parafernales, aún contra la voluntad de sus esposos. Si mujeres e hijas pobres consiguen juntar las tasas mediante limosneo de otros, también deben ofrecer éstas a la caja de los indultos. Cuando alguien contribuye tanto por un alma en el purgatorio cuanto debe pagar por sí mismo, ¡no será necesario que se arrepienta en su corazón, o que confiese con la boca! Pues el indulto se basa en el amor, con el cual falleció quien se encuentra en el purgatorio, y en las contribuciones de los vivos. Quien compra la carta de indulto de los predicadores de indulto, se hará merecedor de todas las dádivas, ayunas, peregrinajes al santo túmulo, misas, purificaciones y buenas obras, que se realizan en toda la Iglesia Cristiana, aún que no se haya arrepentido, ni cargue con la penitencia. De la necesidad de un hábil vendedor, tiene conciencia todo comerciante, y el arzobispo estaba empeñado encontrar tal personaje para colocación de su mercadería. Lo encontró en el monje dominicano Johann Tetzel de Pirna. En su juventud éste había dedicado algunos años al estudio, y su fervor religioso le rindió título de doctor de teología. En Innsbruck fue flagrado cuando – como dice la crónica – plantó su semilla espiritual en campo ajeno. El Imperador Maximiliano I dio la orden, de enfriar la calentura del padre enamorado en el agua, o sea, de ahogarlo en una bolsa. Sólo mediante insistente intervención del príncipe Federico se salvó la vida. Éste descarado, obeso sinvergüenza, cuyo bien dibujado grabado tengo ante mí, es el verdadero ideal de un cura. El sinvergüenza tiene apariencia tan descarada y burlona, que casi me veo obligado a suponer, que conseguiría venderme uno de sus papelotes de indulto. ¡Qué suceso habrá tenido entre los fieles! Llevaba consigo una caja de hierro, decorada con la insignia papal, vagueando de mercado a mercado, cantando: “Sowie das Geld im Kasten klingt, die Seele aus dem Fegefeuer springt!”3 En todas partes juntaba multitudes, y efectivamente sus elogios al indulto eran muy divertidos, si bien cristianos fieles los titulaban de blasfemos. Se vanagloriaba haber salvado más almas del purgatorio, de lo que había convertido paganos el Apóstol Pablo mediante prédica del Evangelio. Podía perdonar, no sólo pecados ya cometidos, sino también tales, que aún pretendía cometerse, y la fuerza de su indulto era tan grande, que no había pecado, que no purgase; incluso si alguien hubiese “violado a la Madre de Dios, empreñándola”, lo que es imposible – mediante su indulto podría ser librado del merecido castigo. 3 N. del Traductor. Tal como suena el dinero al caer en la caja, salta la alma del purgatorio. Este Tetzel era tan descarado, que el contemporáneo Johann von Meissen presagió, que éste monje sería el último comerciante de indultos. Se relata de él montón de arterías, que dejan testimonio de su descaro sin límites. En Annaberg, donde en aquellos tiempos había ricas minas de plata, le hacía creer a la gente, que todas las colinas circundantes se trasformarían en plata pura, si pagaban sin reclamos. Aparentemente le gustó la ciudad, pues quedó durante dos años. En Freiburg juntó dos mil florines en dos días; pero cuando después de un tiempo volvió al lugar, Lutero ya había esclarecido a la población, y los mineros estaban tan enfurecidos, que Tetzel encontró prudente retirarse inmediatamente. En Zwickau pidió cama al párroco lugareño; pero éste se excusó por su pobreza. A seguir le pidió para que verifique en el calendario, si había algún santo para el día. Pero el cura sólo encontró el nombre pagano Juvenal. “No importa” dijo Tetzel, “ya levantaremos a honores al santo; convoque mañana al pueblo mediante todas las campanas de la iglesia, tal como suele hacer para los mayores días de fiestas.” El cura hizo como ordenado, y los moradores de la ciudad concurrieron en masas a la iglesia. Tetzel predicaba. “Los antiguos santos”, dijo, “están viejos y cansados de ayudarnos; pero este San Juvenal, cuyo recuerdo festejamos hoy, aún es poco conocido; si piden a él, y le hacen ofrendas, ciertamente se apresurará a ayudarles.” Luego recomendó la generosidad, recomendando principalmente a los nobles a dar buen ejemplo. Quedó parado ante la Caja de Dios”, y controlaba cuanto cada uno depositaba, y los buenos moradores de Zwickau ¡contribuían a gusto al honor del Santo Juvenal! Tetzel susurró al oído del cura: “Ahora es suficiente de ofrendas, hagamos una banquete de las mismas.” En Suiza Tetzel absolvió a un rico campesino por homicidio, y cuando éste le confió que tenía aún otro enemigo que le gustaría asesinar, ¡se lo permitió el desalmado cura por una pequeña suma de dinero! Pero pese a toda picardía, una vez le pasaron la pierna a Tetzel. – En Magdeburgo compareció un Señor de Schenk, y le ofreció suma no despreciable, si le absolviese de un pecado que todavía pensaba cometer. Sonriente el cura embolsó el dinero y le dio la carta de absolución solicitada. Cuando días después Tetzel se mudó de Magdeburgo a Braunschweig, cargado con algunos miles de florines, fue asaltado desde un monte de Helmstedt por el Señor Schenk, quien se adueñó de todo su efectivo. El cura presentó denuncia, acusando al Señor Schenk de asalto; pero Schenk mostró su carta de absolución y dijo: “O el proceso no tiene fundamento, o la mercancía es estafa”. Schenk quedó con el dinero, y Tetzel se quedó con las ganas. Este monje infame conocía las artimañas apropiadas para quitar plata del bolsillo de la gente, y recaudaba más que otros vendedores de indultos, que se limitaban a pronunciar dichos conocidos como: “Miren que el Cielo les sigue abierto. ¿No quieren ingresar ahora, pues, cuándo entrarán? Ó gente estúpida y obstinada, parecida a los animales salvajes, que no consigue apreciar el desperdicio y derrame de la gracia Papal. ¡Miren! ¡Tantas almas se pueden liberar del fuego del purgatorio! ¡Ó ustedes obstinados y desidiosos! Con doce céntimos podrían arrancar a su padre del purgatorio, y siguen tan ingratos, que no les socorren a sus padres de tan profundo apuro. No quiero asumir la culpa en el juicio final.” Etc. Tetzel sabía hacer la cosa mucho más “tragable” a la gente, y no había prostituta que no le pagase algún céntimo por el pecado que aún pretendía cometer. Con que rapidez conseguía reunir dinero, prueba lo siguiente: En Görlitz se construyó la Iglesia de San Pedro, y aún faltaba el techo de cobre, par lo cual se necesitaba 90 toneladas de cobre, que en aquél entonces costaban 48.000 Táler. Se solicitó la ayuda de Tetzel, y en tres semanas había reunida la suma correspondiente. Las 95 tesis de Lutero arruinaron todo este negocio del padre. Talvez ha sido el enfado sobre ello que lo hizo caer enfermo en Leipzig, de donde no se levantó más. Murió, y se encuentra enterrado en la ciudad de Paulino, adonde posiblemente aún se puede ver su monumento. Las cuentas del indulto son bastante curiosas, y es difícil comprenderlas. Había personas que compraban indultos por varios centenares de años, cuando en lo máximo podían contar con vivir unos cien años. ¡Pero se adicionaba los años en el purgatorio, y así se cambiaba la cuenta! Por éste pecado, según indicaciones de los curas, el pecador tendría que “hornear” veinte años, por el otro incluso treinta, así que un pecador competente fácilmente llegaba a algunos centenares de años de purgatorio. Si aún así pretendía ingresar directamente al Cielo, se veía obligado a comprar indultos para tantos años cuanto le correspondían a cuenta de sus pecados. Esto en realidad no era carga tan pesada, pues quien besaba a una reliquia, y principalmente quien pagaba por ello, obtenía indulto por tres y más años, acorde al grado de santidad de la reliquia. El arzobispo Albrecht poseía tan opulento tesoro de reliquias, que mediante ellas se podía obtener indultos por “treinta y nueve veces mil, doscientas veces mil, cuarenta y cinco mil, ciento y veinte años, doscientos y veinte días.” Por supuesto entre las reliquias, que mandó llevar desde Halle a Mainz, ¡se encontraban piezas muy raras y santas! Ocho veces del cabello de la virgen María; cinco veces de su leche; luego la camisa, en el cual le nació Jesús, una media mandíbula de San Pablo con cuatro dientes, etc. Que no se crea que tales cuentas de indulto son cosas del pasado, desechadas con el medioevo; aún hoy son pregonadas por los sacerdotes romanos, y ofrecidos a los creyentes. En la publicación “geistlichen Neujahrsgeschenken” de la diócesis Mans de Francia, publicado ha aproximadamente veinte años, presentan el siguiente cálculo de indultos: Si se tiene un rosario consagrado, dijo Santa Brígida, se obtiene cien días de indulto, cada vez que se rezaba el Credo, la Gloria Patri, el Padre Nuestro y el Ave. De manera que, si se rezaba el rosario común, constituido de 53 Ave, 6 Padrenuestros, 6 Gloria Patri y un Credo, se obtiene indulto por 6.600 días, que pueden ser consagrados a las almas en el purgatorio. Si se pronuncia el rosario de 150 rezas, se obtiene 19.000 días de indulto, ¡además de 7 años y 7 cuarentenas de aplazamientos! – Por un cuarto de hora de introspección devota, se obtiene 7 años y 289 días de indulto; por el acompañamiento del santísimo cuando es llevado a los enfermos, 5 años y 200 días; pero cuando se lo acompaña con una vela, se obtiene 2 años y 83 días más. Las sumas obtenidas por el clero mediante este comercio, son incalculables, y sólo se pueden estimar superficialmente desde datos aislados. Cuando se lee tales datos, queda difícil de creer de como puede haber sido posible juntar tanto dinero, teniendo en cuenta su alto valor en aquellos tiempos. Cuando durante la revolución francesa se pretendía cerrar los monasterios, y confiscar sus bienes, el clero ofreció a la Convención Nacional la suma de cuatrocientos millones de francos en dinero sonante! – Los venecianos calculaban el patrimonio de su clero en 206 millones de Ducados. De los ingresos del clero, que pretendía vivir en esplendor y alegrías, y gastaba mucho, sólo una pequeña parte ingresaba a las arcas del Papa; y por ello la indicación de esta suma dará el mejor punto de partida de lo que se extorsionó mediante mentiras del pueblo, ya castigado al exceso por otras causas. De la zona de Venecia, que sólo contaba con dos millones y medio de habitantes, dentro de diez años se llevó 2.760.164 Skudi a Roma, y de Austria, bajo Maria Teresa, durante el plazo de diez años, 110.414.560 Skudi! Si estos datos son auténticos – fueron quitados de fuentes confiables -, aparece muy ínfimo el cálculo, por el cual en el plazo de 600 años de cristianismo católico sólo se habría pagado 1.019.690.000 Florines a Roma. ¿Y en concepto de qué se pago este dinero? Por cosas que más contribuyeron a la miseria y desmoralización del pueblo que cualquier otra cosa en el mundo, ¿y a quien se pagaba estos 1 019 millones? – A un obispo italiano, que a nosotros interesa tan poco como el micado japonés, y que se dice representante de Cristo con el mismo derecho con el cuál yo podría hacerlo, y quien bajo este título, en su tiempo, afirmaba ser “dueño de todo el mundo”, del cual aquél, del cual afirmaba ser representante, ¡no poseía lo suficiente para descansar su cabeza! – Pero que tipo de gente eran estos “representantes de Cristo en Roma”, y lo poco que merecían el respeto y adoración, que les tributaban los cristianos, lo descubriremos con asco en el próximo capítulo. La Gobernación de Dios en Roma “Cuando las personas dormían y eran completamente necias, el archienemigo, el diablo, ¡creó el Papismo!” Con insolencia objetiva se puede obtener todo en el mundo, por más absurdo e insulsa parezca al principio. Prueba de ello la Historia ofrece en cantidad, pero la prueba más contundente y humillante es la del Papismo. Una Historia del Papismo extralimitaría mis intenciones; pretendo, solamente a manera de borrador, como hasta aquí, mostrar que el Papismo se basa en aberrante desfalco, los caminos infames que los Papas siguieron, qué medios criminales utilizaron, para obligarle al mundo a rendirles tributo, y el valor moral de aquellas personas, que fueron puestas a la cabeza de la Iglesia Romana como representantes de Dios. Escribo con la abierta intención de destruir la fe religiosa caracterizada por la superstición, y como aquella se basa en la autoridad de los Papas y sacerdotes romanos, trato en primer lugar a destruir esta autoridad, mediante demostración histórica de las fuentes impuras de sus principios de fe y mediante relatos de los actos de los Papas, y demostrar a los creyentes que confiaron en los dichos de personas absolutamente indignas de confianza. Este objetivo declarado abiertamente, me impone la necesidad de manejar con extremo cuidado la citación de datos, obligándome a relatar solamente aquellos que fueron demostrados históricamente con toda claridad, de tal manera a dejar imposible su contestación. De lo que sigue el lector entenderá el motivo por el cual he encontrado necesario hacer esta observación. En el primer capítulo me referí sucintamente de cómo surgieron los curas, y de cómo los obispos usurparon el poder supremo sobre las comunidades cristianas. Los obispos no se contentaron con el poder obtenido, y cuanto más tuvieron éxito en subyugar a sus hermanos, más libertinos se tornaron en sus pretensiones. El poder de los Sumo Sacerdotes judíos, sus ideales, es lo que pretendían, y el retrato del sacerdote Samuel era el objetivo a ser alcanzado. Algún estafador forjó documentos falsos, cuya autoría luego acreditó a los apóstolos, conocidos como las Constituciones Apostólicas. Su objetivo era, aumentar el reconocimiento y poder de los obispos, y contenían lo más absurdo que hasta hoy se haya dicho del honor de los obispos. En estos escritos eran llamados de “Dioses Terrenales, Padres de los Creyentes, Jueces en Lugar de Cristo y Mediadores entre Dios y los Hombres”. En sentido similar hablaban de los obispos muchos reconocidos padres de la Iglesia. Cuando los césares romanos pasaron al cristianismo, éstos aún seguían imponiendo su dignidad como Sumo Sacerdotes (Pontifices maximi), pero al mismo tiempo promovían el prestigio de los obispos frente a sus respectivas comunidades. Sí, algunos césares estaban tan ofuscados y eran tan imprudentes, que encargaron la educación de sus propios hijos a estos obispos, lo que tuvo por consecuencia absolutamente natural, que éstos hayan sido educados en el “temor a Dios”, o sea, temor a los curas, y cuando se hicieron césares a su vez, se arrodillaban ante los mismos y les besaban las manos. Que aquellos se hinchaban más y más en su prepotencia, es parte de la naturaleza humana, y no nos debe sorprender cuando ya el obispo Leontius de Trípoli exigía, que Eusebia, consorte del César Constantino, se levantase ante él y se incline, para recibir su bendición. Los obispos protestantes de los nuevos tiempos con gusto habrían seguido el mismo camino. Cuando Federico Guillermo III de Prusia se bajó del carro en Magdeburgo, inclinándose al bajarse, inmediatamente el obispo Dräseke alzó sus manos y su voz, a fin de concederle su bendición. Para la gran decepción del obispo, el generalmente tan devoto Rey lo apartó, bajo un disgustado comentario: “¡Cosa estúpida! – ¡no la soporto! La aspiración principal de los obispos estaba dirigida a excluir la interferencia del poder “mundano” en las cuestiones de la Iglesia, y de posible subyugar inclusive al Emperador al poder de ella. El obispo de Milano, Ambrosio, dio inicio bien descarado de ello. Se hizo del poder de “excomulgar al César Teodosio”, o sea, apartarlo de la comunión de la Iglesia. Algunos emperadores, amenazados por los curas con el infierno, eran débiles lo suficiente para callarse ante la petulancia de los curas, y cuando el pueblo asistía ahora, como sus temidos gobernantes se portaban de forma tan humilde frente a los obispos, sin duda tenían la impresión que se trataría de seres sobrehumanos. En algunas partes ocurrió entonces, que los obispos eran recibidos por los cristianos con el hosanna evangélica. Así crecía el orgullo de los curas año tras año. Ya en 341 D. C., en el sínodo de Antioquia, se prohibió a los sacerdotes dirigirse al Emperador en cuestiones eclesiásticas, sin el permiso de los obispos. El clero inferior era oprimido siempre más, y los obispos del interior, que a principio ejercían el mismo derecho en sus congregaciones que los obispos de las ciudades, fueron suprimidos completamente en el año 360 por decisión del concilio de Laudicea. El refrán corriente dice: “Un cuervo no le arranca los ojos a su par”; pero los curas aniquilaron este dicho, pues, no sólo se arrancaban los ojos, sino que se cortaban las cabezas, cuando podían y les convenía. Se peleaban por las más estúpidas cuestiones religiosas, llenando por ellas al mundo con disturbios y homicidios. Buena participación en las disputas teológicas tenían los incontables monjes, que defendían sus apreciaciones religiosas no sólo con armas espirituales, sino con amas mucho más mundanas, como palos, – y con mucho más eficacia. Llegaban a formar corporaciones libres, utilizadas por obispos fanáticos para cometer excesos de los más horrendos. Un general, Vitalianus, se vio obligado a entrar en el año 314 en Constantinopla, para proteger la ciudad de los monjes enfurecidos. El segundo concilio de iglesias, de Éfeso en 449 D. C., recibió el nombre de Asamblea de Asesinos, porque aquí los monjes enloquecidos imponían la aceptación de los dogmas de la fe que creían convenientes, con espada en mano. Uno de los mayores fanáticos fue el obispo Cyrillo de Alejandría. Su odio se dirigió contra los judíos que vivían en esta ciudad hace setecientos años. Instigaba a los monjes y al populacho contra los mismos, mandaba echar sus sinagogas, y matar a todo judío que caía en sus manos. ¡Así Alejandría perdió cuarenta mil de sus ciudadanos! El Prefecto romano Orestes pretendió poner límites a los excesos, tentativa que casi le costó la vida, una vez que fue herido gravemente en la cabeza con una piedra tirada por un monje rabioso. El gobierno romano se calló, por no tener coraje para castigar los responsables. A este punto ya se había elevado el poder de los curas. Pero las más deplorables crueldades cometieron estos monjes cristianos contra la amante del citado prefecto, hija del matemático Theon, la amable filósofa Hypatia. Durante la cuaresma estos monjes arrancaron a esta hermosa mujer de su carruaje, la desnudaron completamente y la arrastraron hacia la iglesia, como si fuera cordero de sacrificio. Aquí fue asesinada de manera cruenta: curas canibalescos le arrancaron la carne de los huesos, y tiraron el esqueleto aún tremulante al fuego. Orgullo, afán de poder y codicia ocuparon en los corazones de los sacerdotes cristianos el lugar del amor cristiano, y la igualdad democrático- cristiana hace rato había sido marcada como anticristiana. Cada obispo solamente buscaba alzarse por encima de los demás obispos, y así surgieron entre ellos los diversos grados y rangos. Los obispos de las capitales y provincias de los países en poco tiempo obtuvieron una clase de poder superior sobre las demás ciudades y se hacían llamar de metropolitas. Incluso entre estos algunos se autoadjudicaban rangos superiores, sabiendo subyugar a su poder superior los obispos de varios países. Primero se hacían llamar de Exarcas, luego de Patriarcas. Al tiempo del César Teodosio II había cinco de estos patriarcas: en Constantinopla, Antioquia, Jerusalén, Alejandría y Roma. Eran completamente independientes entre sí, y completamente iguales en rango y privilegios. Roma era la capital del mundo de aquella época; de ella salían todas las órdenes que lo regía. Los pastores de las congregaciones romanas, que se percataron de la facilidad con la cual se podía reinar desde Roma, codiciaban este poder, pretendiendo reinar el mundo cristiano de manera parecida como lo hacía el Emperador con el mundo político. Los demás dirigentes de Iglesia, los obispos, con razón lo encontraban muy abusivo, y se escandalizaron sobre las mentiras, mediante las cuales sus colegas en Roma trataban de aumentar su cuota de poder. Cuando analizamos estas mentiras, no sabemos si debemos asombrarnos más por lo estúpido y descarado de las mismas, o por la estupidez de las personas, que permitían ser engañados de manera tan evidente. Los obispos de Roma decían: “Jesús hizo de San Pedro el superior entre los Apóstolos; estos le estaban subordinados. Pedro fue obispo en Roma por 24 años, 5 meses y 10 días; nosotros somos sus sucesores, luego – ¡todos los obispos y príncipes de la cristiandad se encuentran bajo nuestra soberanía!” Aún que Jesús hubiese obrado de manera tan anticristiana, dándole a Pedro primacía ante sus demás discípulos; aún que Pedro efectivamente hubiera sido obispo en Roma, aún así sigue siendo una afirmación rara, ¡que sus sucesores fuesen representantes de Dios sobre la Tierra! Pero esta afirmación y arrogación se hace aún más insolente, cuando se considera que nunca se le antojó a Jesús darle privilegio alguno a Pedro, y finalmente, que Pedro nunca estuvo en Roma, ¡y por lo tanto jamás pudo haber sido obispo en aquél lugar! Lo primero apenas necesita de comprobación. Jesús manifestó reiteradas veces ante sus discípulos que ninguno de ellos tiene primacía ante los demás, y tampoco le antojó jamás a Pedro, autoarrogarse tales privilegios, como resulta claramente de sus epístolas. En una de las mismas dice: “A los ancianos, que hay entre ustedes, les exhorto como co-anciano”, etc. (I Pedro, 5, 1). Tampoco Pablo no dice palabra alguna sobre el avance de Pedro y se considera a sí mismo igual que los demás apóstolos (2. Corintias 11 – 12,5) Además, luego de Judas, ciertamente era Pedro quién menos merecía entre los discípulos, encontrarse a su cabeza. Era más débil que cualquier otro, visto que negó a Jesús tres veces, y siquiera fue capaz de vigilar una hora por Jesús, después de haber anunciado orgullosamente que daría su vida por él. Pedro era colérico e irreflexivo, dado a la precipitación, de lo que hacen parte el golpe efectuado contra Malcus – que en realidad no le tomo mal – y el asesinato de Ananías y su esposa. Aparte era persona esquiva, reprimida por Paulo por su hipocresía (Gálatas 2, 11 – 13), sí, que cierta vez sacó de su normal ternura y tranquilidad al propio Jesús, a punto de que éste lo llame un Satanás (Mateo 16, 23). Que Pedro haya fundado la congregación cristiana en Roma, sí, que haya sido obispo en esta ciudad por casi 25 años, es una mentira aún mayor, que de cierta manera se puede demostrar matemáticamente desde la misma Biblia, motivo por el cual los Papas no quieren permitir a los católicos su lectura. Los Actos de los Apóstolos avanzan hasta el año 61 después del nacimiento de Cristo. Acorde a los historiadores Papales, Pedro ya habría ido 20 años antes a Roma; pero los Actos de los Apóstolos que al comienzo habla tanto y tan detalladamente de Pedro – ¡no dice palabra alguna de tan importante misión! Está absolutamente probado, que Paulo estuvo en Roma, y murió la muerte de mártir bajo el Emperador Nero, entre los años 66-68, juntamente con Pedro, añaden falsamente los historiadores Papales. Paulo estuvo dos años en Roma y escribió desde allí epístolas a variadas congregaciones cristianas, en las cuales cita varios de sus amigos y discípulos; ¡pero de Pedro no escribe una palabra! Si éste hubiese sido obispo de Roma, Paulo no podría haber omitido alguna citación, aún que fuera solamente para quejarse de él, que no le amparaba en su obra, pues dice expresamente de aquellos que cita, “que son los únicos de la circuncisión que me ayudan en el reino de Dios, y han sido para mí un consuelo.” (Colosenses 4, 7 – 15). Luego, Paulo nada escribe sobre cualquier estadía de Pedro en Roma. Aún que éste, completamente contrario a su profesión como apóstol, hubiera sido párroco de alguna cantidad de cristianos perseguidos en Roma, ¿será que se puede concluir de ello que los obispos posteriores de Roma tenían el derecho de proceder con naciones, emperadores y reyes como si fueran chusma? – ¡Aún que los Papas se digan sucesores de Pedro o Pablo, que no pretendan más privilegios que éstos! Donde murió Pedro, no se sabe para la suerte de los Papas, y así les fue posible inventar una historia conmovedora y bonita, sin cualquier respaldo histórico. Según sus relatos, Paulo fue decapitado como ciudadano romano; por su lado el judío Pedro fue azotado y luego crucificado, - cabeza hacia abajo, como – según la leyenda – lo solicitó por humildad y para diferenciarlo de Cristo. ¡En esta humildad los Papas no son sus sucesores! Posiblemente la congregación de los cristianos en Roma, en los tiempos en los cuales Paulo estaba por allí, todavía no tenía suficientes adherentes a punto de necesitar un supervisor, y de un obispo en el sentido posterior no se puede hablar de todas las maneras. El reconocimiento de haber fundado la Iglesia en Roma, por lo tanto le pertenece exclusivamente a Paulo; jamás a Pedro. De manera que todos los derechos, que los obispos romanos que se dicen Papas, fundan en el hecho de ser sucesores de Pedro – se deshacen en la nada. – A principio estas mentiras sobre Pedro sólo fueron inventados al efecto de que sus voces sean consideradas decisivas en las disputas eclesiásticas. Cuando obtuvieron esto, ansiaban por más, pues “l‘appetit vient mangeant”4. Ahora, de manera consecuente, los Papas inician su secuencia con Pedro. Luego de él se cita una serie de nombres, en parte completamente productos de la imaginación, apenas para cerrar las lagunas; pues la historia más antigua de los obispos romanos es aún más obscura que la historia de los reyes romanos. Es inútil tratar de enumerar nominalmente a estos señores párrocos de la ciudad – que otra cosa no fueron; me limitaré a sacar a la lumbre a aquellos que contribuyeron en mayor grado para acercarse a la cima, a la cual todos aspiraban. La secuencia de los emperadores romanos, la de los déspotas asiáticos, en fin, ninguna secuencia de príncipes en todo el mundo – siquiera la cámara de horrores de Madam Toussant en Londres ofrece monstruosidades morales como la secuencia de los Papas, que se dicen representantes de Dios. – Pero por más infame que era su proceder, no conseguía abrir los estúpidos ojos a las personas abobadas. Príncipes y naciones se dejaron estafar por estos malvados asquerosos, y para colmo besaban agradecidos y humildes sus zapatillas. Si alguna vez un príncipe sensato les ponía una mano en la calva, el populacho estúpido ponía el grito al cielo, y si alguna vez el populacho era suficientemente sensato para oponerse a los atrevimientos de Roma – indefectiblemente aparecía un estúpido príncipe con espada consagrada y sombrero, y se tiraba sobre los malditos herejes. Así se siguió, que los Papas ejercen hasta nuestros días un derecho que nadie les ha concedido. Mediante descaro inaudito, mediante inteligente explotación de la estupidez humana se pusieron en poder del mismo, paso a paso; pues los cristianos de los primeros siglos estaban muy lejos de concederles tales poderes. Pero una injusticia jamás puede trasformarse en derecho, aún que haya subsistido “de facto” por milenios, e incluso haber sido reconocido por la Ley; aquellos que sufren bajo la misma tienen toda razón en tratar de liberarse del yugo así que sea posible. Y esto pude hacer cualquiera, a partir del momento que pare de creer; si lo hace, estará libre sin más esfuerzos. Como ya dicho más arriba, antes del fin del primer siglo la congregación romana probablemente no tenía ni un obispo especial, ni una iglesia especial. Los pobres cristianos tenían que tratar de sobrevivir como podían, y sus ancianos ciertamente eran personas de costumbres intachables, quienes llevaban en serio las enseñanzas de Jesús. El martirio les era prácticamente seguro en el clima de persecuciones, y de ello se sigue con absoluta certeza que eran persona de talla diferente que sus sucesores, que ciertamente no eran pretendientes de coronas de mártir. El primer obispo romano, del cual sabemos que pretendía ser más que sus colegas, se llamaba Víctor (192 a 201). Exigía de manera muy prepotente, que todos los demás cristianos comiesen el cordero de pascuas al mismo tiempo que se lo hacía en Roma, o sea, el día de la resurrección de Cristo, y no en el día del Passah judío, en el cual también lo había consumido Cristo. Los demás obispos pensaban que el señor colega en Roma sufría de algún trastorno debajo de su gorra, y de su referencia a Pedro, quien supuestamente habría introducido tal uso en Roma, sólo tomaron suficiente noticia, a fin de que el obispo 4 Francés: El apetito aparece mientras se come. Polykrapes de Éfeso le respondiera: “que no Pedro, sino Juan ha estado al pecho de Jesús”. De una superioridad de Pedro sobre los demás apóstoles aparentemente no se sabía todavía nada en aquellos tiempos, tan cercanos a la fuente, pero mil años más tarde la persistente mentira se regateó la fe generalizada. Cuando los cristianos de Roma se reunieron en cierta oportunidad a los efectos de elegir un obispo, el simple destino hizo que se sentara una paloma sobre la cabeza de un hombre de nombre Fabianus, y con auténtica fe milagrosa pagana, digna de la antigua Roma, gritaron los cristianos: “¡Éste deberá ser obispo!” Desde entonces se presumía que el Espíritu Santo estaba presente en cada elección de obispo, y la presidía. Esto era adecuado, pues ahora cualquier elección desastrosa podía ser imputada a Él. Stephanus, quien se hizo obispo en 253, fue el primero, que afirmaba: “Él es más que los demás obispos, pues sería el sucesor del Santo Apóstol Pedro”. Pues, éste proyecto de Papa llegó al punto de suspender la comunión eclesiástica de los obispos asiáticos, porque no querían obedecer a sus reglamentos. Éstos se mostraron sorprendidos por la petulancia de su señor hermano en Cristo, y el obispo Frimiliano de Kappadocia se expresó en una circular remitida a los obispos como sigue: “Con justa razón tengo que irritarme en este punto por tan notoria y evidente estupidez del Stephanus, quien se jacta de su obispado y se hace pasar por sucesor del Apóstol Pedro.” Cuando el emperador Constantino hizo de la religión cristiana religión de Estado, esta circunstancia fue aprovechada inmediatamente por los obispos romanos para aumentar su poder. Mediante baja adulación y modos serviciales consiguieron del mismo, que siempre les daba oídos, aumentar constantemente sus privilegios. En esto no se mostraban estúpidos; agarraban todo lo que podían conseguir, como ya comentamos en el primer capítulo. Así se enriquecieron y con la riqueza se hicieron más altivos, año tras año. Ahora la posición de obispo en Roma se hizo muy requerida y envidiada. El gobernador pagano de Roma, Praetextatus, dijo: “Háganme obispo de Roma, e inmediatamente me haré cristiano.” Los candidatos a este puesto batían los más sangrientos combates, en los cuales centenares de personas dejaron sus vidas. De la devoción y santidad de los obispos romanos ya no había restado nada, y ya vemos en la silla del obispado a asesinos y adúlteros. Pero no debemos retenernos con estas bagatelas y tampoco en las batallas ambiciosas entre los obispos de Roma y de las demás ciudades. Aún siendo divertido observar, de cómo con la aplicación de mentiras consecuentes, insolentes, mediante astucia y fuerza, el poder de los obispos romanos se extendía cada vez más, tal exposición extendería demasiado esta obra, y me limitaré a caracterizar la posición de los obispos romanos en los distintos siglos, ya en relación a los demás obispos, como en relación al poder mundano, y solamente citaré a algunos de estos Hombres de Honor a efectos de ejemplo. Ya en el siglo cuarto los obispos romanos exigieron, que se les reconociese rango privilegiado entre los patriarcas, o sea, también entre todos los demás obispos. Pero esto no ocurría por arrogarse la sucesión de Pedro, sino por tener su asiento en lo que entonces era la capital del mundo. Pero aún no se pensaba en concederles rango superior a los demás patriarcas. Tampoco obtuvieron más que esto en los siglos quinto, sexto y séptimo, si bien ya empezaban a auto arrogarse posiciones superiores, y afirmaban que, mediante el poder que les fue conferido por Pedro, habían sido encargados de los cuidados de la Iglesia en general. Ésta auto arrogación, sin embargo, no fue reconocida por nadie. Durante estos siglos aún se consideraba como única autoridad a los concilios de Iglesia, las cuales debería encargarse de la unidad en la Iglesia. De la observancia de las normas generales de la Iglesia tenía que encargarse cada obispo en su diócesis y preferentemente cada patriarca en su comarca. Comprensiblemente las iglesias fundadas por los apóstolos servían de línea guía a las demás, y como Roma era la única de estas características en el occidente (por haber sido fundada por Paulo), era natural, que los obispos occidentales eventualmente en casos disputados se dirigían colegialmente a los obispos de Roma para pedirles consejos. En tales casos estos siempre buscaban dar a su consejo el ropaje de una orden, y quizás incluso agregar: “Así le agrada a la Silla Apostólica.” Si bien algunos obispos se callaban ante tales arrogaciones, silencio sobre el cual los romanos inmediatamente trataban de fundar algún derecho, se hacían escuchar protestas de todos los lados, y en una primacía de la Silla Romana nadie pensaba, salvo talvez los propios obispos romanos. – El Emperador Justiniano llegó a declarar mediante una Ley, que la Iglesia de Constantinopla sería la cabeza de todas las iglesias cristianas, y otros concedieron al patriarca de aquél metrópoli el título de Obispo General, lo que causó el enfado de los obispos romanos. Aún en el occidente, donde el obispo romano aún se encontraba en alta reputación, no se le asignaba ningún título en especial. Todos los obispos se hacían llamar Papa (de papa, padre), o también sumo sacerdote, o incluso representante de Jesús, y se asignaban este título entre sí, o sea, también al obispo de Roma, quien eventualmente era llamado Papa de la Ciudad de Roma, otras veces, sencillamente Papa. Incluso el título de patriarca no era concedido en el occidente exclusivamente al obispo de Roma; era como se llamaba a la mayoría de los metropolitas, y aún en el año 883 el obispo de Lyon, quien tuvo la presidencia del sínodo de Macon, fue llamado de patriarca. Con ello se prueba, que siquiera en el occidente no se pensaba en dar al obispo de Roma un rango superior. Sobre la relación de los obispos romanos con los emperadores ya hablé en el primer capítulo. Sigue siendo la misma en los siglos quinto, sexto y séptimo. Si algunos emperadores se mostraban más maleables frente a los obispos, esto se debía a su personalidad. El obispo romano, como cualquier otro funcionario público estaba sujeto a la superioridad del emperador, y éste, como sus representantes, eran los jueces de aquellos. Los concilios del imperio eran convocados por los emperadores, y estos presidían a los mismos por intermedio de sus comisarios, y si en el concilio de Calcedonia el legado del obispo romano Leo tuvo la presidencia, esto ocurría en consecuencia de una gracia especial concedido por el emperador al citado obispo, a su petición. Las resoluciones de estos sínodos no eran confirmadas por el obispo de Roma, sino directamente por los emperadores, y aún que una tal asamblea de iglesias fuese instaurada contra la voluntad del obispo romano, no perdía nada de su vigencia general. En la elección reñida de obispos siempre decidía el emperador, y ningún obispo podía asumir su cargo sin la aprobación imperial. Aún que el orgullo de lo obispos eventualmente enloquecía a alguno entre ellos, no se arriesgaban a levantarse por encima del emperador. Aún Gregorio I. (590 – 604), en quien ya trasgueaba el espíritu de los Papas posteriores, era humilde como un perro ante los emperadores. En sus epístolas al emperador Mauricio utilizaba las expresiones más rastreras, y dijo por ejemplo: “Quien soy yo, que hablo a mi Señor, sino polvo y gusano.” Llama al emperador su “devoto Señor, a quien fue dado el Poder sobre todas las Personas desde el Cielo”, y a sí mismo se llama un “sirviente indigno”. – Esto lo era ciertamente, pues era, de cabeza a pies, chusma hipócrita y llena de vicios. Su comportamiento frente al tirano Phokas lo demuestra en suficiencia. El emperador Mauricio, una de las personas más dignas que ya han sentado en algún trono, fue destronado por aquél Phokas, uno de sus dignatarios principales. Aún Nero es personaje inocente frente a este monstruo sanguinario. Phokas mandó matar cruelmente a cinco hijos de Mauricio frente a sus ojos, y luego al propio Mauricio. Extirpó la familia imperial, y seguía asesinando hasta el fin de su vida. Gregorio sólo recibió buenos tratos de Mauricio; él mismo lo llamaba su bienhechor, y aún así calumnió al noble emperador con segundas intenciones ante Phokas. Escribió al tirano sanguinario: “Hasta ahora fuimos duramente probados. Pero el Dios Todopoderoso eligió a Vuestra Majestad, y lo puso en el trono imperial, para, mediante Vuestra Majestad y misericordia, poner fin a toda nuestra miseria y tristeza. Por lo tanto que se alegren los cielos, y la tierra sea feliz, y todo el pueblo deberá dar gracias por tan feliz innovación.” Y así Gregorio se vendió, a fin de recibir los favores de Phokas y de su mujer igualmente inmoral, a fin de que sea preferido al obispo de Constantinopla, quien, para el mayor descontento de Gregorio adoptó el título de “obispo general”. Pero tendré que limitar mi desprecio contra este cura miserable, sino ¿dónde encontraré palabras para describir los actos aún más despreciables de sus aún más infames sucesores? Este Gregorio I. merece honores especiales dentro de la Iglesia Romana, pues a él se debe la introducción de una cantidad de ceremoniales sin sentido, o, mejor dicho, estúpidas, que conservan su vigencia hasta nuestros días. Fue él quien extirpó de la Iglesia Romana los últimos signos de verdadero cristianismo, tal como lo entendían el propio Jesús y ciertamente sus Apóstolos. Fue el inventor del purgatorio, esta institución de estafa Papal, que rendía mucho más que cualquier otro tipo de artificio estafador realizado por judío, circunciso o no. Fue asimismo el más empeñado patrocinador de los monasterios. Legó a la posterioridad un montón de escrituras, cargadas de las estupideces más impresionantes. En ellas también están contenidas reglas para el clero, de los cuáles citaré una muestra, a fin de que los lectores pertenecientes a la Iglesia Romana pueda averiguar, si su obispo se adecua a ellas. “Un obispo no deberá tener una nariz pequeña – pues debe saber diferenciar entre bueno y malo, así como la nariz diferencia olores hediondos y agradables, por ello dicen los Cánticos: ‘Tu nariz es igual a una torre sobre el Líbano.’ Pero un obispo tampoco deberá tener una nariz desmesuradamente grande o torcida, para no ser avivado, o oprimido por preocupaciones; no deberá tener ojos lacrimeantes, pues debe ver bien claro; tampoco deberá ser sarniento, o gobernado por la carne.” En el siglo VII se produjo un cambio, que si bien golpeó fuertemente al cristianismo, fue extremamente provechoso para reforzar el prestigio de los obispos romanos. Mahoma apareció como fundador de una nueva religión. Mahoma enseñó: “Sólo hay un único Dios, que gobierna todo el mundo; pretende ser venerado por las personas mediante virtud. Virtud consiste en sumisión a la voluntad divina, devotas oraciones, buenas acciones a favor de pobres y extraños, honestidad, castidad, sobriedad, pureza, defensa valiente de la cosa de Dios hasta la muerte. Quien cumple con estos deberes, es un creyente y recibirá la recompensa de la vida eterna.” Tal enseñanza debía encontrar gran aceptación en aquellos tiempos, pues era sencilla y comprensible, mientras los cristianos se apartaron a tal punto de la enseñanza de Jesús, que ésta se hizo incomprensible, borrosa, mística y más irracional, como jamás la fue la enseñanza de los paganos en todos los tiempos. A esto se sumaba el invento de un “Cielo” muy práctico, basado en figuraciones sensoriales y por ello irresistible, mientras una persona con sana razón no le puede encontrar seducción al cielo descrito por los monjes, ni hacerse una figuración material del mismo. El valor práctico del islamismo, en comparación con la religión que hacía las veces de cristianismo en aquél tiempo, se hizo sentir principalmente entre los pueblos del oriente, y la enseñanza de Mahoma se esparcía con impresionante rapidez en toda Asia y África del Norte, destruyendo la iglesia cristiana en estos países. Debido a ello desparecieron los patriarcas de Antioquia, Jerusalén y Alejandría, y con ellos los adversarios más peligrosos de loa petulancia romana. Así Mahoma y los califas obraron a favor de los Papas romanos. Pero estos, a los finales del siglo VII aún estaban muy lejos de sus objetivos. El Emperador aún no besaba las zapatillas de aquellos, como lo hicieron más tarde, sino que los manipulaba de la misma forma como ahora lo hace el gobierno prusiano con sus obispos evangélicos, o sea, los trata como si fueron nada más que funcionarios públicos. El obispo Liberius, quien se negaba a ceder en cuestiones religiosas, fue destituido por el Emperador Constantino, y expatriado. El orgulloso obispo León “el Grande” (452) tuvo que permitir que el Emperador Valentiniano le mandase como enviado al rey de los hunos, y el obispo Agapet fue enviado a efectos similares por el rey de los ostrogodos Teodosio junto al Emperador Justiniano. De la humildad de Gregorio ya hablamos, y esto ciertamente demuestra su inteligencia, pues los emperadores ni siempre permitían que se bromease con ellos, como lo demostró Constantino al obispo Martín (649 a 655). Martinus se permitió contrariar a los mandatos del Emperador, sí, se metió en proyectos de alta traición. Por ello el Emperador mandó aprisionarlo por su representante en Roma, y llevarlo a la isla Naxos, que se hizo más famosa por Adriadne que por este Martinus, quien pasó un año en la cárcel en este lugar. De aquí se llevó al Santo Padre a Constantinopla, se lo encerró por 39 días, para llevarlo luego ante un tribunal, presidido por el máximo tesorero. El Papa romano sufría del mal Papal, la podagra, en sus piernas – sus sucesores lo tenían a menudo en la cabeza – y apareció sentado en una silla. Pero el juez le ordenó que aguardase en pie su indagatoria, y como no podía hacerlo, fue atajado en pie por dos hombres. La culpa era evidente, y por ello en poco tiempo dictaron sentencia: “Has obrado en forma traicionera contra el Emperador”, dijo el tesorero, “abandonaste a Dios, y Dios de abandonó a su vez, y te puso en nuestras manos.” Luego entregó al obispo de Roma al Gobernador de Constantinopla con la indicación, de mandar despedazarlo sin consideraciones, si lo quería. Al Papa romano, que había cometido alta traición, ahora se puso un anillo de hierro al cuello, y fue arrastrado en cadenas por toda la ciudad. A su frente iba el carrasco con espada blandida, en señal de que el criminoso había sido condenado a muerte. Luego Martín fue llevado a la cárcel, encadenado a un banco, y dejado en espacio abierto, tal como se hacía con todos los criminosos en vísperas de la ejecución. Nadie se compadeció del Rey alemán Enrique, cuando se encontraba parado semidesnudo en el patio del castillo de Canossa, en la nieve, pero Martín encontró almas piadosas. Los guardia cárceles lo llevaron a la cama, y el camarero del Emperador le mandó llevar alimento. Si, el patriarca Paulo de Constantinopla, que se encontraba en su lecho de muerte, hombre piadoso, quien fue maldecido por Martín bajo acusación de herejía, pidió al Emperador, en su lecho de muerte, por la vida de su enemigo. ¡Y le fue concedido! Martín fue extraditado. ¿Dónde se habrá escuchado alguna vez que un Papa romano haya pedido por la vida de su enemigo? No pude encontrar ningún caso parecido en la historia, y agradecería a cualquiera que me pudiese demostrarlo, aún que sea uno solo caso.El sucesor del Martinus no se destacó por otra cosa, sino por el hecho de que dejó morir de hambre a aquél. En el siglo octavo los Papas hicieron un salto hacia delante, para el cual al principio del mismo no tenían aún la menor esperanza. Cuando los Langobardos se hicieron señores de Italia, el poder de los obispos se limitaba a las diócesis, pues los reyes bárbaros siquiera reconocían en ellos el patriarcado italiano, y otros obispos del país mantenían su independencia. Pero esto cambió rápidamente, cuando el reino langobardo cayó en el poder de los francos. Mediante ellos los obispos de Roma se hicieron los mayores dueños de tierra en Italia, y esto, así como el apoyo de los reyes francos, les elevó a la primacía en Italia. Si bien perdieron durante este período toda influencia sobre España, se acercaron otra vez a Galicia, y sentaron las bases para su largo reinado en Alemania. En Inglaterra ya sentaron pie al final del siglo VI, donde se fundaron iglesias cristianas mediante su iniciativa. Desde 715 hasta 735 Gregorio II quedó ocupando la silla obispal de Roma. Bajo él se inició la disputa relativa a las imágenes, de la cual ya he hablado, pelea que debilitó aún más el imperio romano oriental, ya desequilibrado debido a disputas por el trono. En realidad ya había pungas desde los primeros siglos del cristianismo por la adoración de los retratos, y los más reconocidos y devotos profesores de la Iglesia habían condenado la adoración a los retratos como horrenda idolatría. Para citar sólo uno de los infinitos ejemplos, citaré aquí a Tertuliano: “Cada retrato es según la Ley de Dios un ídolo, y toda adoración, prestada ante el mismo, es idolatría.” Gregorio II era apasionado por retratos, y cuando el Rey de la Roma oriental, Leo el Insauriano, pretendía hacer desaparecer a los retratos mediante la fuerza de Italia, se iniciaron peleas sangrientas, aprovechadas por el rey lombardo, Luitprand para aumentar cada vez más su poder en este país. Gregorio instigaba a todos contra todos, y al pueblo contra el Emperador. A éste escribió una carta descarada, en la cual lo llama de “ignorante, un torpe, una persona estúpida y loca, un pagano impío”. El honrado Emperador, en vez de mandar castigar al cura petulante acorde a lo que mandaba la Ley, respondió con comedimiento, pero con ello instigó aún más al descaro de Gregorio, y en una de sus epístolas escribió a su Emperador y Señor: “Que Jesús Cristo mande a un diablo a habitar tu cuerpo, a fin de que tu Alma llegue a la Gloria.” Ahora Leo tomó al obispo rebelde por el pelo; le quitó todo su patrimonio en Sicília y Calabria, y lo subyugó al patriarca de Constantinopla. Con ello Gregorio perdió ingresos por el valor de 224.000 Libreas anuales. Pero en compensación la Iglesia Romana venera a este Gregorio II como santo. Su sucesor, Gregorio III, siguió por el mismo camino, e instigó al pueblo a fin de que se levante abiertamente contra el Emperador. Pero cuando también ofendió al Rey lombardo, éste se presentó ante Roma. El obispo amedrentado, a quien ya no podían proteger todos los huesos santos, y temía por los suyos, pidió a Carlos Martel, mayordomo franco, por ayuda, y se retorcía ante el mismo como un gusano. Finalmente los francos le concedieron ayuda y protección, cuando prometió separarse del Emperador, y ceder Roma. Después de la muerte de Gregorio y Martel, el obispo que le siguió, Zacarías, nuevamente fue asediado por el Rey lombardo, y no encontró consuelo y ayuda sino en los francos. Aquí el hijo de Martel, Pipin, manejaba la espada del Reino y tenía ganas, para destronar al débil Rey Childerich II. Ahora Zacarías supo manejar las cosas de tal manera que la burguesía franca le preguntase: “¿No se debe quitar el trono a un rey cobarde y incompetente, para poner a uno más digno en su lugar?” El obispo respondió “Si”, y de esta manera se hizo de amigo de Pipin. Pero Zacarías no tuvo oportunidad para cosechar los frutos de su política. Aún merece mencionarse de él, que impuso el destierro a un obispo de nombre Virgilius, maldiciéndolo como hereje, por haber tenido la petulancia de afirmar, “que la tierra es una esfera, y que en su otro lado vivían personas, con sus piernas vueltas hacia nosotros.” El obispo Stefanus II. (752-757) cosechó lo que sembraron sus antecesores. Asediado por los lombardos, se presentó en persona ante Pipin. Éste le envió a su hijo Carlos, para que lo reciba, a treinta millas, y el propio cabalgó una milla para saludarle. No permitió que el obispo baje del caballo, sino que él mismo lo acompañó a pie, como un mozo de cuadra. Así lo afirman los historiadores Papales. Pipin se dejó ungir por el Papa en París, y éste lo libró solemnemente del juramento que hizo a su Rey, amenazando a los francos, en el caso de que no reconocieran a Pipin y sus sucesores como Rey, con la excomunión. El pueblo valiente ya estaba tan tomado por la superstición Papal, que no se escandalizaron por el atrevimiento de Stephanus, sino que, al contrario apoyaron al poder de Pipin. Éste se mostró agradecido, y regaló al obispo romano el Exarchat, que constituyen hoy la Romagna y Ancona, ¡un País que Pipin no podía siquiera regalar, porque no le pertenecía! Cuando Estéfan volvió a Roma, y los francos tardaron demasiado en librarlo de los lombardos, escribió una epístola tras otra a Pipin, y cuando éste aún así no compareció, se utilizó de un engaño tan desvergonzado como estúpido, pero aún así sensato, por obtener suceso entre el pueblo franco supersticioso. Pues mandó una “epístola” del Apóstol Pedro a Pipin, su hijo, y la nación de los francos, en el cual el Apóstol reñía a los lombardos, rogando socorro, pero al mismo tiempo diciéndole al Rey franco, “que, si se negaba a latir, sería excluido del Reino de Dios”. Tomarse con el portero del cielo era cosa seria, y los francos optaron por invadir Italia. Los lombardos fueron obligados a abandonar el Exhachat, y obispo Stephanus fue puesto en posesión de este país, ¡que pertenecía al Rey de de Roma oriental, cuyo vasallo era Stephanus! Mientras los obispos romanos trataban de hacerse de poder en Italia, en Alemania obraba en su provecho el obispo Bonifacio, digno de su protector. Ya he hablado de éste apóstol de la desgracia, a quien Alemania debe todos los males, que la Iglesia Romana echó sobre ella. Éste Bonifácio vino a Roma, y prestó juramento a Gregorio II sobre el sepulcro inventado de los Apóstolos, por el cual se sometía al Papismo, no así al cristianismo, con cuerpo y alma. Guarnecido con huesos santos de toda índole, se fue a Alemania, y utilizó todos los medios e instrumentos que había aprendido de su maestro en Roma, para subyugar a los obispos alemanes a la Silla Romana. El cristianismo hace mucho hincó pie en Alemania, pero Bonifácio lo extirpó con el calificativo de herejía, regalándole en cambio el paganismo moderno, ya llamado en aquél tiempo de religión cristiana en Roma. Fundó como legado del Obispo Romano una cantidad de iglesias en Alemania, subyugando todas al mismo, y se debe a sus esfuerzos que en el año 744 todos los obispos alemanes juraron eterna obediencia a la Silla Romana. También sobre los obispos francos el Señor de Roma obtuvo una clase de superioridad, pero tanto acá como en Alemania la misma aún sufría de límites estrechos, y aún se estaba muy lejos de concederle el poder legislativo sobre toda la Iglesia. Pero ya era suficiente que se le reconozca cierta autoridad; con mentiras y engaños los Papas avanzaban rápidamente, como veremos. Si bien Pipin se mostraba muy humilde, no le ocurrió jamás a su hijo, Carlos el Grande, si bien fue ungido Rey en Roma, someterse al Papa; se consideraba a sí propio el primero obispo del Reino, pues asumía todos los derechos, que de otra manera habría ejercido el Emperador romano. Pero también este hombre, generalmente sensato, quien reprendía con vehemencia al clero debido a su codicia, suntuosidad y falta de buenas maneras, cometió la estupidez de reconocer a los curas un derecho importante, que sólo sirvió para reforzar su poder, mediante el cual los sucesores de Carlos fueron maltratados; confirmó el derecho del diezmo. Mientras los sacerdotes cristianos se moldeaban completamente al ejemplo del judío, reclamaban, como aquellos la décima parte de la cosecha, etc. para sí. Antes de ello supieron persuadir a los cristianos creyentes a pagar este tributo, y si bien al final del siglo VII el sínodo francés haya declarado al diezmo como una disposición divina, amenazando a todos con la excomunión que se negase a pagarlo, nada era sino la prueba de la astucia clerical, de lo que tenemos tantas. Carlos el Grande fue quien elevó a status legal al diezmo, y pronto los curas lo extendieron a un sinfín de cosas. Reclamaban no sólo el diezmo de las frutas del campo, ovejas, cabras, terneros, gallinas y de los salarios, sino también lo querían de cosas que poco honraban al clero. A título de demostración servirá el siguiente relato: En Brescia un cura recomendó a las señoras durante la confesión, que también debían pagar el diezmo – de los abrazos maritales. Una de las señoras, que se dejó convencer de la legitimidad de los derechos clericales, fue reprimida por su esposo por motivo de su larga ausencia, y, acorralada por éste, le relató su limpio secreto de confesión. El marido urdió revancha. Organizó una gran fiesta, a la cuál también invitó al cura hambriento de diezmos. Cuando se encontraban en buena conversa, el anfitrión le contó a los comensales sobre la infamia del cura, dirigiéndose inesperadamente a éste, y diciéndole: “¡Como has exigido de mi esposa el diezmo de todas las cosas, tome también éste!” Con ello entregó al cura un vaso lleno de orina etc., y obligó al sacerdote mortificado a vaciarlo ante la asistencia de todos los presentes. Ciertamente a partir de entonces le habrán pasado el apetito a los diezmos. Los sucesores indignos de Carlos el Grande cometieron la estupidez, de dejarse entronar también por los Papas, y así rápidamente se formó la idea en el pueblo, de que al Papa correspondía el derecho de distribuir coronas, y que el príncipe sólo se hacía Rey mediante el coronamiento por el Papa. Pero la confirmación Real de la cual necesitaban los Papas, se llevaba a cabo con absoluto silencio para que el pueblo no percibiera nada de ello. El propio Papa Eugenio redactó el juramento, que ofreció a “mi Señor, el Rey Ludovico y Lothar”, y que también tuvieron que jurar sus sucesores a los Reyes. Este juramento, que no quiero transcribir, también se encuentra en los diplomas, que fueron encontrados por los Reyes Otto I. y Henrique I. en el Fuerte de Los Ángeles en Roma. De manera que se halla bien probado, que los propios Papas se consideraban vasallos del Rey. ¡Uno se exaspera ante la insolencia ilimitada, con la cual los Papas trataron de negar esto! Grande en ello fue Nicolau I. (858-868). Afirmó: “que los Reyes, cuando creían necesaro convocar un sínodo, siempre se dirigieron a Roma, no para ordenar, sino para solicitar, que se llame a un sínodo, para luego aprobar o desaprobar aquello que Roma encontrase necesario”. Este Nicolau era descarado lo suficiente para afirmar: “que los vasallos no le deben obediencia a aquellos Reyes que no cumplen la voluntad de Dios (o sea, del Papa)”. Colocaba su nombre en los escritos siempre antes del de los reyes, sí, tuvo la coraje de excomulgar a Lothar, ¡y éste, - efectivamente pidió humildemente por absolución! Los arzobispos Teutgaud de Trier y Günther de Colonia enfrentaron con audacia al gallo descarado: “Eres un lobo entre ovejas” le decían, “obras contra tus colegas obispos no como un Padre, sino como un Júpiter; te llamas un siervo de los siervos y procedes como señor de los señores, eres una avispa – ¿pero crees, que puedes hacer todo lo que te guste? No te conocemos, ni a tu voz, y no tememos a tu truenar – la ciudad de Dios, de la cual somos ciudadanos, es mayor que Babilonia, que se jacta ser eterna, que se jacta, como si nunca pudiera equivocarse!” ¿Pero qué sirven estos esfuerzos aislados? ¡La fuerte araña crucera en Roma seguía tejiendo su tela de mentiras sobre toda Europa y con ello finalmente encantó a reyes, obispos y pueblo! Pero aún la cosa iba demasiado despacio para los Papas, e inventaron un ardil, que los llevaría más rápido a la meta y, gracias a la estupidez humana, ¡funcionó! Ya nadie quería creer en la legitimidad de todos los derechos que los Papas habían usurpado poco a poco. Esto les fue fatal en muchos casos, y tuvieron que desear ardientemente que pudiesen demostrar que ya los primeros obispos romanos poseían similar poder absoluto, como ellos mismos lo reclamaban. A este fin a finales del siglo noveno un falsificador Papal preparó los documentos apócrifos conocidos bajo el nombre de Decretos Pseudo-Isidorianos. Fueron divulgados bajo el nombre del bien- respetado Isidoro de Sevilla, fallecido en año 636, y comenzaron con sesenta epístolas de los primeros obispos de Roma, a los cuales se seguían una cantidad de decretos obispales posteriores, auténticos y falsos. El principal objeto de estas falsificaciones era, deshacerse de todo sistema de control externo a la Iglesia, y levantar al obispo de Roma a la posición de monarca ilimitado de la Iglesia, y someter al Papa directamente todos los obispos, mediante destrucción de todo poder metropolitano y sinódico; liberar a la Iglesia de toda jurisdicción secular y destruir todo poder del Estado sobre las cuestiones y relaciones internas. En esta obra de falsarios también se encuentra contenida un título de donación, por el cual el ¡Imperador Constantino regala al Apóstol Pedro todo el imperio occidental y su capital Roma! Lo falso en estas epístolas es tan evidente, que no se puede entender de cómo los obispos en aquél tiempo le pudiesen conceder crédito. Pero la mayoría de ellos era gente sin instrucción, que siquiera conocían la historia de su Iglesia. Si a una persona inteligente ocurría preguntarles sobre los originales de estos decretos, que deberían hallarse guardadas en Roma, y de los cuales supuestamente se hizo copias, se sabía responder con astucia, y como la mayoría de los obispos prefería depender de un obispo lejano en Roma que de su metropolitano, demasiado cercano y por lo tanto apto para ejercer control, preferían “creer” que dos mas dos es cinco. En estas epístolas, supuestamente escritas por los obispos de los primeros siglos, se cita cosas que aún no se conocían en aquél tiempo. Sí, el mentiroso e ignorante falsificador, que redactó aquél libro, les hace citar a los obispos fragmentos bíblicos conforme a la traducción de San Hierónimo, que vivió muchísimo más tarde, es más, hizo citaciones de libros que fueron escritos en el siglo VII! Peor, ¡incluso hay pasajes del sínodo de Paris del año 829 en esta desastrada obra! Pero por ridículo que parezca, estos decretos seudo- Isidorianos, esta falsificación notoria, constituyen el fundamento del Papado. Mediante ellos los Papas se hicieron legisladores irrefutables en cosas espirituales y mundanas, mediante ellos se levantaron encima de príncipes y pueblos, se hicieron adorar como semidioses, disponían arbitrariamente sobre grandes imperios, sí regalaban pedazos del mundo. Por lo tanto el título, que un asesino traicionero concedió a Phocas; el regalo de un bien que no le pertenecía, hecho por un usurpador, Pipin, y una falsificación desastrosa, los decretos seudo- Isidorianos, formaron la trinidad nada santa, sobre la cual se asienta el poder Papal. ¡Asesinato, robo y falsificación! ¡Qué santo fundamento! El edificio erigido sobre el mismo se sostiene hasta nuestros días, levantado con la estupidez humana, y las rajaduras, que de tiempos en tiempos le causó la razón, ¡fueron masilladas con la sangre de millones! Los decretos seudo- Isidorianos ya dieron muestra de su poder bajo el ya citado Nicolau I, y aún más bajo Juan VIII., que se sentó en la Silla Romana en 872. Ya se portaba como un Papa auténtico, diciendo del Rey Carlos Calvo: “como pretende ser coronado Rey por Nosotros, debe ser antes convocado por Nosotros, y escogido.” Fue el primero a exigir capitulación total a los candidatos a la corona, antes de permitirles que vayan a Roma. A Carlos el gordo, quien regaló algunos bienes monásticos a sus nobles vasallos, escribió: “Si no los devuelves dentro de sesenta días, serás proscrito, y si esto tampoco ayuda, te harás sabio por golpes aún más duros.” En un escrito a los obispos alemanes expresó con palabras secas el objetivo de las intenciones papales: “¿Para qué estaríamos luchando en la Iglesia en nombre de Jesús, si no luchamos con Jesús contra la petulancia de los príncipes? Tenemos que luchar, dice el Apóstol, no contra carne y sangre, sino contra los príncipes y poderosos.” Stephanus V. (885 – 891) ya no se contentaba con ser un humano, pues dijo: “Los Papas, al igual que Jesús, son concebidos por sus madres bajo la sombra del Espíritu Santo; de manera que todos los Papas son algo como Dios-hombre, para poder ejercer tanto mejor la mediación entre Dios y los hombres, por ello también les es concedido todo poder en el Cielo como en la Tierra.” Pero no sólo los Papas de los viejos tiempos se auto- adjudicaban tal naturaleza semi- divina; pero sí todos los sacerdotes romanos lo hacen hasta los tiempos actuales, y en prueba de ello quiero citar un pasaje de un sermón, dado en la Iglesia de Ebersberg por el cooperador de Oberdorfen, Anton Häring, el 16 de Agosto de 1868. Este HäringDios dice: “Con el poder de la absolución Jesús dio al clero un poder que hace temblar incluso el infierno, al cual ni el mismo Lucifer puede resistir; un poder, que incluso trasciende a la eternidad inmensurable, donde en otro caso todo poder terrenal tendría su límite: Un poder, digo, capaz de romper grilletes forjados para toda eternidad, mediante los graves pecados cometidos. ¡Sí, por Dios! Este poder de perdonar los pecados hace del sacerdote de algún modo un segundo Dios, pues – perdonar pecados es exclusivamente función divina. Y aún así no es el ápice del poder clerical, el poder va más allá; ¡Es capaz de someter al propio Dios! ¿Por qué? Cuando el sacerdote se encamina al altar para ofrecer el santo oficio, se levanta el propio Jesús Cristo, quien se encuentra asentado a la derecha de Dios, de su trono, para ponerse en sobre aviso para atender al llamado del sacerdote en la tierra. Y apenas el sacerdote empieza la consagración, Jesús ya se baja, rodeado de multitudes celestiales, del Cielo a la tierra, acomodándose sobre el altar de sacrificios, y trasforma, mediante las palabras del sacerdote aquí, el pan y el agua en su bendita carne y sangre, y se deja manipular de las manos del sacerdote, aún que sea el más pecaminoso e indigno. Ciertamente, tal poder es mayor aún que el poder de los más altos príncipes del cielo, sí, aún que el poder de las reinas del cielo. Es por ello que San Francisco de Assis dijo con razón: ‘Si me encontrase al mismo tiempo con un sacerdote y un ángel, saludaría primero al sacerdote, y después recién al ángel, pues el sacerdote posee un poder mucho mayor que los ángeles.’ Sólo cito este fragmento de una prédica, aún bastante reciente, para probar que la creencia estúpida todavía no es un mal superado entre los cristianos católicosromanos, como lo creen muchas personas al norte de Alemania. – Pero volvamos a los Papas. El torrente de indignidad y obscenidad ahora se ensancha siempre más, y se hace más hedionda. Con el siglo X comienza el tiempo, conocido en la historia como el “régimen de prostitutas romanas”. Prostitutas ordinarias gobiernan al cristianismo, y obran a su gusto sobre la silla apostólica. Fácilmente se me podría considerar parcial, caso caracterizase este período vergonzoso en su cruda realidad, por ello es mejor que hable por mí un autor absolutamente Papal, o sea, Cardenal Baronius. Dice: “En este siglo en el templo y sacrosanto del Señor se vio la abominación de la devastación, y en la silla de San Pedro se sentaron las personas más impías, no Papas, sino monstruos. Qué horrenda se vio la imagen de la Iglesia Romana, cuando prostitutas lascivias e impúdicas gobernaban todo en Roma, manejaban a su antojo a las sillas obispales, y sentaban a sus galanes y amantes sobre la silla de San Pedro.” Pero que no se crea que sólo los Papas llevaban una vida tan deshonrosa, no, putrefactos como la cabeza, también estaban las extremidades. El Rey Edegardo dijo en una charla sobre el clero inglés: “No se encuentra en el clero sino opulencia, vida licenciosa, gula y prostitución. Infamaron a sus casas, trasformándolas en pensiones de prostitutas. Día y noche se bebe, danza y juega. Sus malvados, ¿es de esta manera que deben utilizar los legados de reyes y las limosnas de los príncipes?” – Más tarde haré menciones suficientes, que demuestran que el Rey Edegardo dice la verdad, y que su reproche no sólo afecta al clero inglés, sino también el de todos los demás países. No fue el Espíritu Santo, sino la amante del margrave Adalberto de Toscaza, Marozia, que levantó a Sergius III sobre la silla Papal, donde engendró con él un varoncito, que más tarde se hizo igualmente Papa. Cuando murió Sergius, Marozia y su hermana Teodora le dieron como reemplazante a Anastasius II. A éste se siguió en poco tiempo (pues la pareja de hermanas consumía muchos Papas”, Juan X, quien no supo honrar a las protectoras, motivo por el cual Marozia lo mandó encarcelar y asfixiar. León VI, quien le siguió, fue asesinado igualmente algunos meses después. Finalmente Marozia alzó al Papado a su hijo Juan XI, concebido con el Papa Sergio III, que era aún casi un niño. Asesinatos y homicidios llenaban Roma. Uno de los enemigos del Papa se apoderó de su persona, y lo mandó envenenar en la cárcel. El manejo alocado que regía en Roma, como en toda Italia en estos tiempos, es excesivamente espectacular y confuso, como para que me pierda en hechos particulares. Al año 956 un nieto de Marozia, de nombre Octavio, pudo hacerse de la Silla Papal, si bien recién contaba con 19 años, y nunca había sido del clero. Se hizo llamar Juan XII, y es una verdadera preciosidad de Papa, que manejaba al Papado de manera aún más alocada que su contemporáneo griego, el patriarca Theophylaktus – ¡un varoncito de apenas dieciséis años! Juan XII vendía obispados y cargos clericales al mejor postor, y gastaba fortunas en caballos y perros. De los primeros nunca poseía ni mantenía menos de 2.000, y a éstos alimentaba, por simple gusto al derroche, con pistachos, uvas pasas, almendras e higos, que antes se había ablandado en un buen vino. Ciertamente habrían preferido buena avena y heno. Bajo su gobierno el cristianismo era muy divertido, y se reía y danzaba en la iglesia, al ritmo de músicas profanas. El palacio Papal fue trasformado en un harén por el Papa Juan XII. “Ni una mujer era tan corajuda a punto de mostrarse en la calle, pues Juan XII lo violaba todo, niñas, mujeres y viudas, incluso encima de los túmulos de los Santos Apóstolos.” Así lo cuenta el Obispo de Cremona, Luitprand. Este manejo finalmente le exasperó al Rey Otto I. Convocó un concilio, donde fue informado de hechos extremamente “insantos” del “Santo Padre”. Los obispos más renombrados se presentaron para acusarlo. Uno dijo, que había visto como el Papa ordenó a obispo a un ciudadano en la caballeriza. Otros demostraron, que vendía cargos de obispo por dinero, y que incluso llegó a nombrar obispo de Lodi a una criatura de diez años. Sus abusos sexuales no los citaré aquí, pues tomarían demasiado lugar. Se lo acusó igualmente, de haber castrado al subdiácono del cardinal, de haber puesto fuego en varias casas, haber brindado con vino a la salud del diablo, y de haber invocado a Venus y a Júpiter en el juego de dados. Luego de que la convención haya jurado solemnemente la verdad de estas acusaciones, se le pidió al Rey que no se le condene al Papa sin habérsele escuchado antes. Se le citó a San Juan, pero en vez de él vino una carta, en la cual escribió: “Hemos escuchado, que pretenden elegir a otro Papa. De ser ésta vuestra intención, entonces les excomulgo a todos ustedes en el nombre del Dios Todopoderoso, a fin de que seáis desapoderado, tanto para condenar un Papa, como para celebrar una misa.” Ahora Otto I no hizo muchas ceremonias con el descarado Juan, lo destronó, y puso en su lugar a Leo VIII, elegido por el pueblo, nobleza y clero. Juancito desapareció de vista con los bienes de la Iglesia de San Pedro. Cuando el Rey Otto salió de Roma con sus alemanes, las damas romanas reclamaron por su predilecto Juan, y supieron manejar los hechos de tal manera que éste volvió triunfalmente a Roma. Leo pudo esquivarse, pero varios de sus amigos cayeron en la mano de Juan, quien los mando descuartizar de manera horrenda. Otgar, obispo de Séller, uno de estos amigos, que aún se encontraba en Roma, ¡fue azotado hasta caer muerto! El santo Padre, Juan XII, no aprovechó por mucho tiempo el nuevo poder. Le secuestró a una bella dama, siendo sorprendido por el marido en flagrante, y muerto en la ciudadela invadida. ¡Extraña almohada de muerte para un Santo Papa! León VIII y Benedicto V fueron desechados prontamente, y subió a la Silla Papal Juan XIII (965 – 972), quien fue arrojado de allí, por su soberbia y brutalidad, y en su lugar se hizo papa a Benedicto VI. También éste fue arrojado a la cárcel y muerto por asfixia, por un hijo de Marozia con el Papa Juan X. Juan XIV también fue encarcelado y envenenado por uno de sus Contra- Papas, Bonifacio VII; Pero su envenenador murió poco después, y su cadáver fue arrastrado por todas las pozas de lama por los romanos exasperados, para luego ser abandonado en la calle como una carroña cualquiera. Algunos clérigos lo alzaron clandestinamente, y lo enterraron. Juan XV (985 – 996), se apropió con exclusividad del derecho de beatificación y de santificación, derecho que antes era ejercido por cualquier obispo a su antojo. Juan XVI fue hecho prisionero por su adversario Gregorio V (996 – 998), y tuvo un fin miserable. Gregorio mandó mutilar de manera horrenda sus ojos, orejas y nariz, lo hizo pasear por las calles sobre un burro, sentado de espaldas y con las manos puestas en el rabo del burro, en vestimenta sacerdotal embarrada, para luego dejarlo morir miserablemente de hambre en un calabozo. No debo olvidar de citar un cuento, repetido innumeras veces por los enemigos del Papado, si bien nuevas escrituras lo toman por invención. Es la mal afamada historia de la Papisa Juana. Pues se cuenta, que entre León III y Benedicto IV una mujer se habría sentado en la Silla Papal bajo el nombre de Juan VIII. A veces se hace de ella una dama inglesa otras veces una dama alemana, y se la llama de Johannna, Guta, Dorotea, Gilberta, Martgaretha o Isabella. Habría ido a París con su amante, disfrazada de mancebo, donde habría estudiado y alcanzado tal grado de ilustración que, cuando más tarde se fue a Roma, se la eligió Papa. Ésta Papa, así se cuenta, estuvo más familiarizada con el camarero que con el Espíritu Santo, y el “Santo Padre”, en un momento dado, se percató que se trasformaría en una “Santa Madre”. Se le apareció un ángel – en aquellos tiempos los ángeles aún revolaban por ahí al igual que los gorriones -, quién le dejó la elección entre ser maldecida por eternidad, o ser deshonrada públicamente. Eligió lo último, y dio a luz a un pequeñito Papa durante una procesión entre el coliseo y la Iglesia de San Clemente. Cada corte tiene su historia secreta, y las aberraciones que suelen ocurrir, en general son tan bien disimuladas, que los historiadores auténticos y sinceros posteriores, que también suelen aparecer de vez en cuando, se encuentran forzados a desechar cuentos que generalmente son contradictorios. Leí títulos de libros que prometían demostrar la autenticidad de la Papa Juana a partir de más de cien bulas Papales; pero otros títulos, que suenan igualmente profundos y respetables, prometen justamente lo contrario. La cosa en sí no es de tanta importancia, por ello no he malgastado mi tiempo en hacer una investigación histórica, que ciertamente sería un trabajo muy fatigoso, y lo tendré que dejar a la creencia o descreencia del lector. Desde esta incómoda ocurrencia, continúa el cuento, cada recién- elegido Papa tenía que sentarse sobre una silla perforada, ante clero reunido y ante el pueblo. Luego el diácono tenía que poner su mano bajo la silla, y certificarse mediante el sentido del tacto, si el Papa tenía lo que le faltó a Juana, y de lo que un Papa de aquellos tiempos no podía prescindir en absoluto. Caso encontrase todo en orden, exclamaba con voz solemne: “¡Él tiene, él tiene, él tiene!” (¡habet, habet, habet!) Y el pueblo jubilaba: “¡Dios sea bendito!” Esta silla era llamada la silla de la inspección, o también sella stercoraria. Recién León X habría dado fin a este uso. Gregorio V, el último Papa del siglo X, fue el primero que lanzó un interdicto sobre un país, y esto sobre Francia. “El interdicto fue la más temida y eficiente táctica de los déspotas de la Iglesia, y la palanca por excelencia de la monarquía clerical universal.” Ahora el Papa puede proscribir e interdictar cuanto quiera, ya no le calienta a nadie; pero en aquellos tiempos obscuros a un Estado no le podía ocurrir nada peor que el interdicto. Se esparcía tristeza y desesperación sobre el mismo, como si fuera atacado por la peste. El campesino abandonaba su trabajo, pues creía que la tierra maldecida sólo produciría malas hierbas en vez de frutos; el comerciante no se arriesgaba a hacer navegar sus buques, pues temía que los mismos serían destruidos por rayos; el soldado se hizo cobarde, pues creía que Dios estaba contra él. ¡No había más peregrinaje, bautismo, casamiento, misa, ni entierro! Todas las iglesias se encontraban cerradas, los altares y pupitres desnudados, las imágenes y las cruces yacían sobre la tierra; ninguna campana sonaba, ya no se concedía sacramento: los muertos eran soterrados como animales, ¡en tierra no consagrada! – Los casamientos sólo eran consagrados sobre tumbas, no ante el altar – todo debía dar noticia, de que la maldición del Santo Papa pesaba sobre el País. En fin, todo el clero, con todo lo que lo acompaña, estaba suspendido. Era una situación la cual – descontada la estupidez del pueblo – la deseo de todo corazón al pueblo alemán. La proscripción o la excomunión ya aparece mucho antes en la Iglesia cristiana, pero ésta siempre se dirigía contra una persona en particular, y ésta sufría intensamente sus consecuencias, aún cuando personalmente no le importaba al directamente afectado. El pueblo lo trataba como abandonado al diablo, y huía a su compañía como a la peste. Los restos de sus alimentos, aún cuando eran de príncipes, ni el más pobre tocaba: eran quemados. Con la excomunión era declarada al mismo tiempo la muerte civil. No podía defender ninguna causa judicial, ni ser testigo, no podía dar un bien en locación o usufructo, etc. Frente a la puerta del proscrito se depositaba un féretro, y su cuerpo no podía ser enterrado en tierra consagrada. De esto se puede entender porque incluso los reyes temblaban ante la excomunión. Silvestre II, sucesor de Gregorio V, es el único Papa, del cual los historiadores Papales afirman decisivamente que habría sido llevado por el diablo. Pues era excepcionalmente inteligente, practicaba las matemáticas, incentivaba las ciencias y otras “brujerías” similares. A él debemos los números arábicos, o sea, los actuales. A éste Papa inteligente, así se dice, el diablo habría ofrecido las honras Papales, prometiéndole de no llevarlo al infierno antes de que haya leído la misa en Jerusalén. Para ello había pocas esperanzas, pues la ciudad estaba ocupada por los sarracenos, y Silvestre pensó no correr riesgo alguno al celebrar el pacto. Cómo el diablo se lo manejó para manipular al Espíritu Santo, a quien corresponde guiar las elecciones papales, no lo sé; en todo caso, se eligió a Silvestre, y éste no tuvo la menor voluntad de leer misa en Jerusalén. Pero el diablo es pícaro. Había una capilla en Roma, que llevaba el nombre Jerusalén; aquí el Papa leyó la misa, sin darse por enterado del nombre, y el diablo lo llevó conforme acordado. La tumba de Silvestre habría traspirado durante mucho tiempo, mientras matraqueaba su osada. ¡Horrible! Las Decretales Seudo-Isidorianos ya habían desabrochado sus flores venenosas en el siglo X; pero estas empezaron a producir frutas abundantes en el siglo XI. Durante el mismo vimos al Papismo en el ápice de su poder y a Gregorio en la cima del mismo. Antes de hablar de este Papa poderosísimo, es dado comentar, que ya antes de su tiempo el colegio de los cardinales llegó a hacerse muy significativo. Al principio sólo había siete cardinales (de cardo, bisagra de puerta), y éstos eran los clérigos más distinguidos de Roma. Como ahora la influencia de estos señores se ensanchaba más y más, y todos los sacerdotes ansiaban estos honores, los Papas se vieron forzados a aumentar la cantidad de estas “bisagras de la Iglesia” bajo diversos grados, hasta subir su cantidad a la de setenta, por haber Jesús tenido esta cantidad de discípulos. Imperceptiblemente se había retirado de los clérigos y del pueblo el derecho al sufragio Papal, lo que, en castellano menos diplomático se llama de robado, y los cardinales se auto- adjudicaron el derecho exclusivo de esta elección. Este colegio, desde y mediante el cual se elegía ahora al Papa, tenía un interés directo en promover la reputación de la silla Papal de todas las maneras, pues había la posibilidad para cualquier integrante del mismo de hacerse Papa. Los cardinales no tardaron en proporcionarse los mayores privilegios. Reclamaron un rango inmediatamente inferior a los reyes, reclamando el privilegio ante cualquier príncipe elector o duque. Ellos, que no eran más que sirvientes particulares del Papa, se encontraban en rango muy superior a los arzobispos y obispos, que a principio eran lo mismo que el propio Papa. Pero también en varios de nuestros Estados alemanes los camareros, encargados de llevar las lunetas del príncipe, tienen rango de mayor. Los cardinales vestían púrpura. Si encontraban a un criminoso en su vía a la horca, lo podían liberar. Ellos mismos, como lo veremos, a menudo se hacían merecer esta horca; pero no creo que jamás un cardinal haya sido condenado legítimamente a la muerte, pues era prácticamente imposible demostrarles cualquier crimen, visto que para ello eran necesarios nada menos que setenta y dos testigos. Los cardinales tenían el derecho de besarle en la boca a cualquier reina o princesa, y ninguno de ellos podía tener un ingreso menor a 4.000 Scudi. El cargo de cardinal es el más cómodo en toda la cristiandad. Gregorio VII (1073 – 85) fue el hijo de un artesano, y en realidad se llamaba Hildebrando. Era de estatura corta, pero el mayor y más fuerte de espíritu, que jamás ha sentado en la silla Papal. Su contemporáneo, Cardinal Damián, lo llamaba el Santo Satanás, y los autores, más tarde reformistas, nunca le intitularon de otra manera sino “Höllenbrand”5 Ya como cardinal comandaba, bajo los Papas que le habían precedido, la “Silla Apostólica”, y mediante intrigas y hipocresías supo llevar las cosas al punto de que se le hizo sentar a él sobre esta misma silla, y que el Emperador Enrique IV, pese a todas las advertencias, lo haya confirmado. Este hijo de herrero Hildebrando forjó una cadena, bajo la cual el mundo sufre hace ochocientos años. Es en realidad el verdadero fundador del Papismo. Insistentemente trataba de realizar su idea de una monarquía universal, y efectivamente lo logró su auténtico genio Papista, que no descalificaba ningún medio para ello. Apenas se hizo Papa, afirmó que “todo el mundo sería una vida de la Silla Papal”. Una serie de príncipes fueron tolos a punto de confirmar esta posición, y tomar en usufructo sus dominios de su persona. A aquellos príncipes, ante los cuales todas sus mentiras y artificios indignos no prosperaban, los excomulgaba, y mostré más arriba lo que una tal excomunión significaba en aquél tiempo. Un rey excomulgado se encontraba depuesto de poderes y honores, según los principios de Gregorio, y todos los súbditos eran dispensados del juramento de fidelidad al mismo. Como la gente ya se había acostumbrado a ver en el Papa el gobernador de Dios, no le fue difícil imponer su arrogación ante la multitud abobada. Para realización de sus planos ambiciosos, Gregorio creyó necesario separar al clero de todas las amarras que lo ligaban a la sociedad burguesa y al Estado; no debían tener otro interés sino la Iglesia, y pertenecer a ella de cuerpo y alma. Como las amarras familiares son las más cautivas y de mayor influencia, se encargó de eliminar definitivamente el casamiento entre todo el clero. Gregorio VII es el creador de la soltería impuesta, o del celibato entre los sacerdotes. Quien conoce la dulzura y la bendición de la vida familiar, ciertamente podrá imaginarse que es aquí donde el clero puso más resistencia al Papa. La disputa de los sacerdotes por sus mujeres llevó dos siglos, finalmente sucumbieron. A seguir me explanaré con más detalles sobre esta pugna, en la cual el fanatismo estúpido del populacho apoyaba fuertemente a los Papas, así como sobre las consecuencias fatales que tuvo el celibato sobre la sociedad humana. Otro paso dado por Gregorio para alcanzar sus fines, fue la destrucción del derecho de investidura. El clero superior era sobrecargado por los príncipes con riquezas, se le adjudicaba propiedades y personas, honores y derechos principescos; pero arzobispos, obispos y abades continuaban siendo vasallos del reino. Como tales, los príncipes les entregaban, en la investidura, un anillo en señal del casamiento del obispo con la iglesia, un cayado en señal del cargo de pastor. El sacerdote no entraba en los honores de su 5 “Höllenbrand” = Fuego del infierno, por su parecido con Hildebrando. (Nota del traductor) cargo, mientras esta ceremonia no fuese llevada a cabo, que fue denominada investidura. Era la amarra, que ataban a los obispos a los príncipes seculares. Esta amarra pretendía deshacer Gregorio, a fin de retirar todo el poder secular sobre la Iglesia y sus sirvientes. En un sínodo (1075) dictó un decreto, que prohibía a todos los sacerdotes, bajo sanción de perder sus cargos, de recibir la investidura de la mano de una persona que no sea del clero, y que prohibía a los laicos a conceder aquella, bajo sanción de la excomunión. Los sacerdotes se sorprendieron ante esta nueva arrogación del cura petulante de Roma, y hacían caso omiso a sus órdenes. Pero Gregorio sabía muy bien hasta donde podía arriesgarse, pasaba en alto a los príncipes menores; les pretendía mostrar su poder, enfrentándose al más poderoso entre ellos, al Emperador. Enrique IV tenía muchos enemigos entre los poderosos de Alemania. Gregorio atizó las refriegas con los mismos, haciendo suya las causas de los enemigos del Emperador. Finalmente tuvo la petulancia de citarle al Emperador a Roma, ¡a fin de que se defienda ante él! Enrique, cuyo padre aún destronó a tres Papas, se exasperó ante esta petulancia, y llamó a un sínodo en Worms, por el cual Gregorio fue excomulgado y depuesto por unanimidad. Mientras esto ocurría en Worms, también en Roma estalló una mina contra Gregorio. Se conjuró una multitud de excomulgados, lo asaltó en la iglesia cuando justamente estaba celebrando la misa, y lo arrastraron por los cabellos a la cárcel; pero el populacho cegado de Roma lo puso nuevamente en libertad. Gregorio ansiaba por venganza. En respuesta al decreto de deposición respondió excomulgando a Enrique y todos sus adherentes, librando a sus súbditos de su juramento, ¡y destronando al Emperador! Al mismo tiempo los monjes, serviles ayudantes del Papa, invadieron a toda Alemania y empezaron a presionar al pueblo. Al principio aquí el grito era casi unánime contra el Papa petulante, pues en gritar los alemanes ya eran grandes en aquél entonces, pero los adversarios de Enrique actuaron. Confundidos por las intrigas de Hildebrando, a los pocos Enrique perdía sus adherentes, sólo el Duque Gottfied von Lothringen le permaneció fiel; Gregorio lo quitó del camino mediante asesinato. Los deplorables príncipes alemanes se reunieron en Tibur, y explicaron al Emperador que “¡su reino estaría terminado, si no se liberaba de su excomunión dentro del plazo de un año!” Aplastado por el espíritu oscuro de su tiempo, abandonado de todo mundo – apenas algunos pocos soldados permanecieron con él, - el Emperador alemán resolvió irse a Roma y a conciliarse con el adversario que se hizo tan poderoso por la estupidez del pueblo. – En el frío insoportable, en un cortejo miserable cruzó los Alpes. Los italianos lo recibieron y le pidieron que se ponga a la punta de un ejército para hacer frente al Papa rebelde, pero la deserción de los alemanes había quebrado el coraje del Emperador. Pretendía solicitar humildemente la gracia de Gregorio. Éste no soñaba nada más que esto. Se encontraba a vísperas de un viaje a Augsburgo, habiendo llegado ya a la Lombardía. Cuando supo de la llegada del Emperador, se ahuyentó inmediatamente al castillo fortificado de Kanossa, que pertenecía a su amante, la condesa Matilde de Toscana. Aquí compareció el Emperador alemán. En una camisa de penitencia de lana, cabeza descubierta, pies descalzos, se encontraba parado en la habitación ante la muralla interior del castillo – ¡tres días y tres noches, en mediados de enero, temblando de frío y debilitado de hambre y sed! Desde las ventanas del castillo, al lado de su amante, el Papa bajaba la mirada hacia su enemigo, y con gusto lo habría visto morir. La inhumana insensibilidad Papal provocó reclamaciones en todos los habitantes de la casa, y finalmente cedió a los pedidos de la condesa, que en realidad era enemiga de Enrique, pero no desalmada como Gregorio, y llevó al Emperador al altar. Aquí Gregorio rompió una hostia. “Caso sea culpado de los crímenes de los cuales me has acusado en Worms”, le dijo, “entonces que Dios el Señor me juzgue, y me castigue mediante una muerte súbita” – Luego tomó la mitad de la hostia. Gregorio no era supersticioso, ni sufría de los nervios: quedó con vida. Se quitó ahora la excomunión de Enrique, pero con las condiciones más degradantes. “caso” dijo Gregorio, “te puedas justificar ante el congreso a ser convocado, y de serle devuelto la corona, me deberás ser fiel y obediente.” Volviendo a Alemania, el Emperador tomado de desgracias de toda clase, puso su mirada sobre la catedral de Speyer, construida por él, y dijo a su viejo amigo, al obispo: “Mire, perdí al reino y a la esperanza, concédame una prebenda, puedo leer y cantar”. El obispo respondió: “¡Por la madre de Dios! ¡Esto no lo haré!” Las ciudades y los príncipes de la Lombardía se exasperaron ante la humillación de Enrique, y le dijeron directamente su opinión. Entonces se recuperó el Emperador mortificado y se puso a la frente de un ejército que se formó rápidamente. Pero los príncipes alemanes, olvidados sus votos de fidelidad, eligieron un nuevo Emperador en el barón Rodolfo de Schwaben. Gregorio se mantenía imparcial mientras no ocurría nada decisivo; pero cuando Enrique fue vencido en una batalla, le mandó al Anti- Emperador una corona con la soberbia inscripción: La roca (de la Iglesia) dio San Pedro, San Pedro le dio a Rodolfo la corona. Y sobre Enrique se dictó nueva horrible excomunión. Pero el Emperador había vuelto a encontrar su coraje. En un sínodo volvió a destronar a Gregorio, y Guibert, arzobispo de Rabean, fue electo Papa como Clemente III. Gregorio volvió a intentar sus viejos artificios. Le profestizó a los rebeldes, que aún en el mismo año vendría a morir, antes de los festejos de San Pedro, un emperador usurpador. Para cumplir con sus profecías en la persona de Enrique, encargó de ello a algunos asesinos; pero las malas intenciones del Papa se trasformaron en bendición para Enrique. En fecha 15 de Junio de 1080 venció a Rodolfo, el cual murió en consecuencia de una herida recibida durante la batalla. Ahora Enrique se dirigió contra Roma, destruyó a la prostituta Matilde, ocupó la ciudad y cercó a un Hildebrando exasperado en Engelsburgo. Los normandos, llamados por éste en su socorro, que reinaban en aquél entonces en la baja Italia, lograron libertarlo; pero Gregorio se vio forzado a huir ante la rabia de los romanos. Se fue a Salermo, donde estaban los normandos, y donde terminó su vida cargada de blasfemias. Gregorio fue el primer verdadero Papa. En un sínodo dio la orden de que a partir de ahí sólo uno podría ser llamado de Papa en toda la cristiandad, pues hasta entonces todos los obispos se hacían llamar así. Un autor contemporáneo ya decía: Utilizar el término “Papa” en plural es tan blasfemo como utilizar el término “Dios” en plural. Gregorio pretendía trasformar en sus súbditos a todos los príncipes y reyes, y no tolerar ningún otro poder sobre la tierra que no fuese el suyo. Por ello escribió a Germano, obispo de Metz: “El diablo inventó la monarquía.” Para poder gobernar con más facilidad a la Iglesia, Gregorio dispuso que en las misas se utilizase las costumbres romanas y la lengua latina. En la mayoría de las iglesias alemanas esto ya había instituido el siervo romano Bonifacio. En una de sus cartas dejadas a la posteridad, Gregorio hizo asentar sus principios6. Son 27, pero apenas citaré a algunos: Sólo el Papa puede vestir los adornos reales. – Todos los príncipes deben besar los pies del Papa, y no pueden dar esta demostración de honor a ninguna otra persona. – El Papa tiene la potestad de destituir a los reyes. – Su sentencia no puede ser revocada por ninguna persona, pero él puede revocar toda y cualquier sentencia. – La Santa Iglesia Católica nunca se equivocó, y tampoco se equivocará jamás, acorde a las Santas Escrituras. – No hay católico fuera de la Iglesia Romana. – El Papa puede liberar a los súbditos del juramento de fidelidad, que hayan prestado a un príncipe malo. Me parece innecesario agregar más observaciones sobre Gregorio. Obispo Thierry de Verdun dice de él: “Su vida lo acusa, su hipocresía lo condena, su terca maldad lo maldice.” Seguí ahora al Papado hasta el ápice de su poder. El espacio no me permite seguir por el mismo camino, y tendré que limitarme a caracterizar biográficamente a algunos Papas de cada siglo, y demostrar de cómo todos trataron de seguir en los pasos de Gregorio, y de fortificar la monarquía universal por él instituida. A todos les apetecía la representación: “Verse a sí mismo como Jesús, a los regentes como el burro que él cabalgó, y al pueblo como la cría del burro.” El burro ya murió, pero su cría se hizo burro viejo, que permite pacientemente verse cabalgado. En el siglo XI la Iglesia Griega se separó definitivamente de la occidental, visto que aquella afirmaba que ni la enseñanza ni la disciplina de la última concordaban con las Santas Escrituras ni con las santas costumbres, y por lo tanto serían paganas. Al gobierno de la Silla Papal lo condenó como una institución anticristiana. Bajo Adriano IV, quien ocupó la “Silla Apostólica” en 1153, se inició la disputa de los Papas con los emperadores alemanes de la dinastía de los Hohenstaufen. Frederico I, el Barbarroja, se opuso violentamente a la prepotencia Papal, y las demostraciones de honor que aquél le reclamaba, llevaba al ridículo, aún cuando las concedía. Frederico le atajó al Papa el estribo (a éste punto ya habían llegado los emperadores), pero del lado derecho, por el cual se sube el diablo al caballo, y, a una observación sobre la circunstancia, le respondió al Papa: “Nunca fui caballerizo, Vuestra Santidad quiera perdonar”. Su posición más difícil tuvo Frederico con Alejandro III (1159 – 1181). Éste era uno de los Papas más inteligentes y valientes, que nunca desanimaba en la desdicha, ni se hacía descuidado en la suerte, siempre tratando de mantener las conquistas de sus antecesores. El gran Emperador Frederico se encontró con él por primera vez en 1177 en Venecia – y le besó la zapatilla. Se cuenta que, al momento de este beso, el Papa habría puesto el pie sobre el cuello del Emperador, diciendo: “Sobre serpientes y víboras has de andar, y pisar sobre jóvenes leones y dragones”. Pero ciertamente Alejandro era suficientemente perspicaz, 6 Se llegó a dudar de la autenticidad de esta carta, pero, como me parece, sin motivos razonables. como para no irritar al Emperador, de inteligencia y perspicacia similar, y Frederico demasiado soberbio como para permitir tal abuso. Más creíble es la versión según la cual el Emperador haya dicho en el momento del beso: “No está dedicado a usted, sino a San Pedro”, y Alejandro respondió: “A mi y a San Pedro.” Asimismo el poderoso Rey Henrique II de Inglaterra se tuvo que arrodillar ante las palabras del potente Papa. Henrique había sobrecargado de gracias a su favorito, Thomas Becket, terminando en nombrarlo arzobispo de Canterbury. Ahora este delincuente había alcanzado su objetivo. Se unió con el Papa contra su Señor y bienhechor, a quien amargó la vida con vilezas de toda índole. En su exasperación cierta vez exclamó el maltratado Rey: “¡Que infeliz soy, que en mi propio reino no pueda estar en paz debido a un único sacerdote! ¿No se encuentra nadie que me libere de esta plaga?” Estas palabras fueron escuchadas por cuatro caballeros, dedicados fielmente al Rey; se pusieron inmediatamente en camino, encontraron al arzobispo frente al altar que había mancillado, le partieron la cabeza, y lo trasformaron de esta manera en santo, pues se relataban milagros. Algunos caballerizos del Rey en cierta oportunidad habían cortado el rabo de un caballo del arzobispo, y debido a este abuso, a seguir engendraban hijos – ¡todos ellos con rabos! Los curas urgían por venganza por este homicidio. Alejandro amenazó con el interdicto, y Henrique, que no quería ver sufrir a su pueblo, se sometió a todos los castigos que le fueron impuestos por el Papa. El rey juró solemnemente, que no había pretendido la muerte del arzobispo; no le sirvió. Tuvo que peregrinar pie descalzo hasta el túmulo del nuevo santo, arrodillarse devotamente, ¡y dejarse azotar por ochenta sacerdotes! Cada uno le aplicó tres golpes – hace un total de doscientos y cuarenta. Ahora los Papas empezaron a manejar a menudo emperadores como si fueran perros. Cuando Colestino III (1191 – 1198) le coronó al hijo de Frederico I, muerto en Palestina, Henrique VI, y éste le besó la zapatilla, aquél le quitó la corona de la cabeza con una patada, en señal de que él podía tanto conceder, como también quitarla. El más poderoso de todos los Papas fue Inocencio III (1198 – 1215). Todos los derechos que Gregorio pretendía tener, éste pujante Papa los ejerció efectivamente. Cuando se subió a la Silla Papal, estaba en plena fuerza de vida, pues apenas contaba con 37 años. Los reyes temblaban ante él, como un escolar ante un profesor riguroso. A todos les hizo sentir su azote. Juan de Inglaterra cierta vez exclamó a la vista de un ciervo bien rollizo: “Qué animal gordo y rollizo, y aún así nunca leyó misas”. Pero también éste burlón tuvo que arrodillarse ante la Cruz, cuando la Santa Bestia de Roma le desnudó sus dientes apostólicos. Inocenico III es el inventor de la aberrante enseñanza sobre la transubstanciación, o sea, de la enseñanza de que, mediante la consagración el pan y el vino se trasforman efectivamente en la carne y sangre de Jesús. Aquí se me ocurre la respuesta de un indio, al cual el misionario, luego de haberle servido la santa comunión, preguntó: “¿Cuantos Dioses existen?” – “Ninguno”, respondió el indio, “pues has acabado de darme a comerlo.” Una similar apreciación material de la Santa Comunión tenía un agricultor luterano. El señor pastor era viciado en el juego de Whist, y por descuido una de las fichas blancas, de marfil, fue a parar en el platillo de hostias. “Tomen y coman, pues éste es mi cuerpo”, dijo el sacerdote, y colocó la ficha en la boca del infeliz colono. El agricultor mordió con fuerza; pero cuando no pudo despedazar la ficha, exclamó: “No sé que pasa, señor Pastor, parece que me quedé con un hueso!” Inocencio III también creó la confesión auricular, de la cual ya he hablado antes, y a la cual me referiré aún al final de éste libro; además el más obsceno tribunal, que alguna vez ha mancillado a la humanidad – la inquisición. El peor enemigo del Papismo surgió con el gran Frederico II de los Hohenstaufen, cuando éste ocupó la silla imperial alemana. En su juventud se había encontrado bajo la tutela de Inocencio, pero aún así nunca fue un siervo del Papa, por lo contrario, un hombre, cuyas percepciones religiosas se encontraban significativamente avanzados a su tiempo. Si hubiera tenido el apoyo del pueblo, quizás ya en su tiempo se habrían recortado las alas del Papismo. Su adagio era: “Deje alborotar, amenazar, y gritar a los burros”. Su primer ministro Petrus de Vineo lo apoyó con coraje, y en 1240 escribió, entre otras cosas, contra la jurisdicción del Papa. Su disputa más dura tuvo el Emperador Frederico II con Gregorio IX (1227 – 1241). Éste le impuso una y otra vez la excomunión, acusándolo de crímenes que lo deberían marcar como el más obsceno pagano. Se le acusó de haber dicho: El mundo fue engañado por tres estafadores, de los cuales dos murieron en honores, el tercero en el patíbulo: Moisés, Mahomé y Cristo. – Además se habría reído sobre la afirmación de que el todo poderoso Señor del Cielo y de la Tierra habría nacido de una virgen, y afirmado, que no se debía creer lo que no se puede demostrar por naturaleza y razón. Naturalmente una enseñanza tan infame como peligrosa, capaz de romper el cuello a todas las mentiras de los curas, caso se impusiese. Además, esta última afirmación tiene la cara del Emperador, quien trajo opiniones muy liberales desde el cercano oriente, hasta donde fue obligado a llevar a cabo una cruzada. En cierta oportunidad dijo: “Si el Dios de los judíos hubiera visto a Nápoles, ciertamente no habría escogido a Palestina”; y a la vista de la hostia exclamó: “¡Cuánto tiempo más durará esta estafa!?” Cuando cierta vez llegó a un campo de trigo, le retuvo a su séquito y dijo: “Atención, aquí crecen nuestros dioses.” Pues la hostia es hecha de harina de trigo. Gregorio había llegado a amar a la orden de los caballeros alemanes, y le regaló Prusia, visto que le pertenecía toda la tierra. Pero los caballeros no se mostraron muy agradecidos frente a la Silla Papal y frente al todo el clericalismo. Uno de sus maestros, Reuβ de Plauen, dijo: “No se debe dar bienes a los sacerdotes, sino solamente sueldo, como a cualquier otro funcionario público; se deben atener a la sencillez del texto del evangelio.” El maestro Wallenrode dijo: “Un cura en cada Estado es suficiente, y a éste se debe encerrar, libertándolo solamente para el ejercicio de su cargo.” Innocencio IV (1243 -1255) continuó la disputa con Frederico II. Había sido un Conde Fiesco y amigo del Emperador. Cuando se le felicitó a éste por la elección de su amigo, Frederico respondió: “Fiesco fue mi amigo, Innocencio IV será mi enemigo; ningún Papa es Ghibelline” o sea, liberal. Fue como lo dijo el Emperador, quien poco después fue excomulgado, situación que Frederico empezó a considerar como su condición normal. No se mostró compungido, sino que le atacó al Papa, y el Santo Padre, disfrazado como soldado, hizo una cabalgada de huída de 54 millas italianas en una corta noche de verano, para escapar a la prisión. El Papa huyó a Lyon, donde convocó un sínodo en 1245, por el cual Frederico fue excomulgado y destronado nuevamente. Frederico peleó como un hombre; pero las personas aún seguían tolas, y se le ató de manos por todo lado. Principalmente los príncipes alemanes mostraron poca honorabilidad ante el Emperador. ¡Miserables sirvientes clericales! Sólo en Suiza encontró apoyo, pese a interdicto y excomunión. Varios cantones mandaron tropas de auxilio, Y Lucierna y Zurique lo sustentaron hasta el fin. El Emperador Frederico murió por veneno Papal. Inocencio triunfó, se le abrió nuevamente el camino a Roma. Volvió luego de agradecerles a los lyonenses por la buena acogida. Éstos no tenían motivo alguno para agradecer al Papa, el Cardinal Hugo dijo en su escrito de despedida, con auténtico cinismo clerical: “Les hemos dado, amigos, desde nuestra presencia en esta ciudad, una contribución de caridad. A nuestra llegada apenas encontramos tres a cuatro prostitutas; a nuestra retirada les dejamos una única casa de citas, que se alarga desde el portón oriental hasta el portón occidental de la ciudad.” Por lo tanto Lyon tiene parecido con una capital católica alemana, de la cual su Rey dijo la misma cosa, y que fue llamada por el Papa Pio VI la “Roma- Alemana”. La referencia se hace a Munique. Inocencio IV les legó a los cardinales - como condecoración - sombreros rojos. A él se siguieron unos cuantos Papas irrelevantes. Urbano IV, hijo de un zapatero, legó la fiesta de Corpus Cristi, a honor de la hostia, o mejor, de la Santa Comunión. Una religiosa desatinada había visto un agujero en la luna, que fue remendado por el zapatero Papal con una nueva fiesta religiosa. Martín V, un francés, era enemigo mortal de los alemanes. Deseó “que Alemania fuera una gran laguna, los alemanes todos pescaditos y él un tiburón, para que los pueda devorar como la cigüeña los sapos.” Los Hohenstaufen sucumbieron en la lucha contra el Papado. Los Habsburgos tomaron en ello una advertencia: prefirieron acompañarlo, y quitarle la piel al pobre populacho, en común acuerdo. Por éste motivo ambos tendrán duración similar. Inocencio V fue el primer Papa elegido en conclave. Pues su antecesor, Gregorio X había ordenado que a su muerte todos los cardinales fuesen encerrados en una habitación, con una celda especial para cada uno, y sin ninguna otra salida. Cada cardinal podía llevar un solo camarero. La habitación no podía ser abandonada antes de la elección de un nuevo Papa. Si esto no ocurría después de tres días, los cardinales recibirían en los días siguientes, como alimentación, sólo pan, vino y agua. ¡Ésta dieta fomentaba considerablemente la comunión con el Espíritu Santo! Bajo el reinado clerical de Nicolau IV (1288 – 1292) gobernaba en Tirol el valiente Conde Meinardo. Éste mantenía a los curas desaliñados en sus debidos límites, atrayendo en consecuencia sobre sí la ira del Papa, quien lo excomulgó. Meinardo se batió valientemente; dijo: “No soy yo la fiera, sino mis obispos, que no son pastores, sino lobos. En vez de enseñar, sólo buscan enriquecerse, engendrar bastardos, y dedicarse a la gula y a bebedera. ¿Es ésta la manera de pastorear las ovejas de Jesús? Invierten descaradamente la palabra: “Dadles la chaqueta”; aún toman el capote, y son peores que judíos, trucos y tártaros. Ofuscan al pueblo con ceremonias, y no se limitan en ordeñar sus ovejas y en esquilarlas; las matan.” Colestin V, de ingenuo eremita se trasformó en Papa aún más ingenuo, y cuando el cardenal Cayetano gritó a través de un megáfono oculto en su dormitorio: Colestin, Colestin, Colestin! – renuncie al cargo, pus esta carga te es demasiado pesada”, el tonto creyó que Dios en el Cielo le honró con una entrevista personal, y renunció. Cardinal Cayetano asumió como Bonifacio VIII (1295 – 1303) en su reemplazo. Sobre un caballo blanco, pomposamente embridado, conducido por los reyes de Apulia y de Húngria, cabalgó a la coronación. A la vuelta de la iglesia, oportunidad en la cual cuarenta personas tuvieron la suerte de recibir la “salvación” prematura, pisoteados por la muchedumbre, banqueteó públicamente, mientras los dos reyes se encontraban parados detrás de su silla, en carácter de camareros. Le disgustó extremamente al Papa, que muchos consideraban nula la renuncia de Colestin, quien era visto como santo por todos los lados. Para dar fin a la cosa, Bonifacio lo mandó arrestar. El pobre simplón suplicó de rodillas, que se le permita volver a su gruta, pero todo clamor fue inútil. Fue encarcelado en el castillo fortificado de Fumone, en un cubículo minúsculo, donde recibió tan poco de comer que finalmente murió miserablemente de hambre. Este Bonifacio era tan soberbio como Gregorio VII e Inocencio III. En una Bula de 1294 dijo: “Declaramos, decimos, disponemos y resolvemos aquí, que toda criatura humana se encuentra subyugado al Papa, y que no se puede alcanzar la salvación sin creer esto.” Esta soberbia exagerada en poco tiempo le rindió confrontos hostiles de monarcas seculares tan orgullosos como él. Felipe IV, el bello, de Francia, se enfrentó violentamente con Bonifacio. Pero el Rey no era ningún Henríque IV, sus grandes no eran alemanes, y el Papa ningún Hildebrando. Si bien llegó a escribir a Felipe: “Obispo Bonifacio a Felipe, Rey de Francia. Tema a Dios y observe sus leyes. Con esto deberás saber que nos está sometido tanto en lo espiritual como en lo secular. – A quien cree otra cosa, nosotros lo tenemos como un pagano.” A ello respondió Felipe, bravamente amparado por su parlamento: “Felipe, por la Gracia Divina, Rey de Francia a Bonifacio, quien se dice Papa, ¡pocos, o ningún saludo! Tú debes saber, necio por excelencia, (maxima Tua Fatuitas), que no estamos sometidos a nadie en las cosas mundanas. A quien cree otra cosa, los tenemos por tolos y maníacos.” – Qué miserable se vio, en comparación, el Rey Érico de Dinamarca, quien, castigado con la excomunión, escribió: “¡Clemencia, clemencia! ¿Qué hicieron mis ovejas? Todo lo que me imponga Vuestra Santidad, lo cargaré. – Habla, que vuestro siervo escucha.” Pero el soberbio “necio por excelencia” no tardó en ser humillado. El enviado por Felipe, Nogaret, coligado con Sciarra Colonna, contra la familia del cual el Papa había cometido las atrocidades más feroces, lo asaltó en el castillo de Anagni, tomándolo prisionero. “¿Quieres devolver la tiara que has robado?” le increpó enfurecido Colonna. Bonifacio respondió altanero. Entonces el muy maltratado hidalgo romano no pudo mas contener su odio, le dio una bofetada, gritando: “¡Quieres cerrar la boca, hijo de los infiernos! ¡Pecador! Con dificultades Nogaret contuvo al furibundo, a fin de que no consuma la venganza, y el malvado aún tuvo coraje de responderle: “¡Aquí está el cuello y aquí la cabeza!” Luego se le hizo sentar al Vice- Dios sobre un caballo sin silla ni frenos, la cara hacia el rabo, para llearlo a una cárcel miserable, donde, por miedo de ser envenenado, no comió nada por tres días y tres noches, sino un poco de pan y tres huevos, que le pasó una ancianita. – Es para dar lástima la situación del viejo. Pero era un malvado, y se recuerde al pobre Colestin, al cual dejó morir de hambre. El pueblo de Anagni libertó a Bonifacio y lo hizo volver triunfalmente a Roma. Pero la humillación sufrida turbó el espíritu del viejo petulante. Ordenó a sus camareros que se alejen, y se encerró en su habitación. A la mañana se lo encontró muerto. Su cabello blanco estaba manchado de sangre; en su boca había espuma, y el palo, que traía en la mano, se veía roído con sus dientes. Así terminó Bonifacio VII, como se había profetizado: “Se introducirá furtivamente como un zorro, gobernará como un león, y morirá como un perro.” Él murió como un perro y vivió como un chancho. Declaró públicamente que prostitución, lascivia no sería pecado, porque Dios hizo mujeres y hombres para ello. Vivió con una mujer casada y su hija al mismo tiempo, y abusó de sus pajes en sexo antinatural, de tal manera que éstos se llamaban entre sí de “prostitutas del Papa”. Lo que se puede decir de su fe, surge de la siguiente expresión, de la cuál le acusa Felipe ante Clemente V: “Que Dios me de una buena vida en este mundo, cuanto a la otra, me preocupa menos que un poroto. – Los animales tienen tan buena alma como los humanos. Es de mal gusto, creer en un Dios Único y en la Trinidad. En Maria creo tan poco como en un burro, y en su hijo tan poco como en la cría del burro. María era una virgen, tal como lo era mi madre. Sacramentos son payasadas”, etc. Filósofos y otros espíritus libres ciertamente a menudo han utilizado expresiones similares; pero suenan tanto más extrañas de la boca de un Papa, cuando se hacía quemar millares de la mano de la inquisición por expresiones muchísimo más inocentes. Pero Clemente V le declaró a Bonifacio como siendo un buen cristiano, católico y creyente, y ahora ya sabemos de qué material debe ser tal, para agradar a los Papas. Bonifacio VIII fue el Papa que inventó el año jubileo. También fue el primer Papa que llevaba un escudo, y que, además de la tiara, o del birrete Papal, se hizo poner una segunda corona. Antes los obispos romanos vestían el así llamado birrete phrígio, el sacerdote la cybele, llamada mitra. Un obispo, Hormidas, agregó la corona recibida del Rey Clodovil. La tercera corona se acrecentó recién con Juan XXII, o con Benedicto XII, a las gorras de bufón Papales. Con Clemente V empezó la así llamada prisión babilónica de los Papas (de 1305 – 1372). Pues el Rey Felipe el bello, encontró provechoso, tenerles a la mano a los Papas para sus finalidades, y mediante una serie de promesas, los sedujo para que tomen morada en Avignon, donde residieron por veinte años. Aquí se encontraban absolutamente dependientes de los reyes franceses, si bien que, bajo su protección, se encontraban mucho más seguros que en Roma. Aprovechaban el tiempo en exilio para urdir nuevos métodos de extorsión, y para desmoralizar los territorios vecindarios con su propia inmoralidad y la de su corte. Acorde al testimonio de los más respetados historiadores, la inmoralidad posterior en Francia tiene su principal causa en la permanencia por setenta años de los Papas en Avignon. Clemente V se presentó tan firme como Bonifacio, si bien no tan violento, por lo tanto con más inteligencia, inteligencia que le hizo ganar mucho más. En el Emperador alemán Henrique VII, de Luxemburgo, le habría nacido al Papismo un enemigo tan terco como Frederico II, caso no hubiese “sido fallecido”, como se lo dice en Rusia. El dominicano Bernardo de Montepulciano, así se cuenta, le pasó una hostia envenenada, y el Emperador era excesivamente religioso, como para seguir el consejo de su médico, y tomar un vomitivo. Así murió debido a su religiosidad. El mayor monumento de vergüenza ha puesto Clemente V mediante el proceso indigno contra la orden de los caballeros templarios, y su asesinato judicial. En realidad no era sino el tercero, que prestó su mano para hacer el trabajo sucio a favor de Felipe el bello. Efectivamente la inmoralidad de los templarios era enorme; ¿pero, acaso eran mejores los demás señores clericales, o los Papas? En todo caso, la inmoralidad difícilmente habría costado el cuello de los templarios; su crimen consistía en tener opiniones religiosas más razonables y liberales que el resto del populacho clerical, y – además – eran inmensamente ricos. Al hacerles el proceso, se mató, como se suele decir, “dos moscas en un solo golpe.” Juan XXII, hijo de zapatero, ya era chusma y estafador antes de asumir la Silla Papal, y una vez ocupando la misma, perfeccionó sus virtudes pícaras. Ya mencioné hechos edificantes de él en el capítulo anterior, y sólo agregaré más algunos. Se encontraba en eterna disputa con el emperador alemán Ludovico de Bavaria, y con el Rey de Francia. El primero se defendía valientemente, pero finalmente encogió la cola, pues, “tenía dos almas, una imperial y otra bavariana”. Pero Felipe el bello mandó decir al Papa petulante: “le haría quemar como pagano”. Lastimosamente esto no se hizo realidad; murió a los 90 años. Dejó, además de sus 33 millones, que eran digeridos por la Iglesia, la bien afamada canción: “Stabat mater dolorosa”. Su sucesor Benedicto XII era un buenísimo hombre, y no se le puede acusar de otra cosa, a no ser que fue Papa. Pero aún esta mácula trató de mitigar en lo posible, al declarar por lo menos que “un Papa no tiene parientes”, de manera a avergonzar sus antecesores y sucesores, que no acababan de gratificar suficientemente a sus “sobrinos” etc. Personas de la alta sociedad peticionaron a su sobrina en casamiento; pero dijo: “A tal caballo no le asienta tal silla”, y la dio en casamiento a un comerciante de Toulouse. Clemente VI, que siguió a Bendicto XII, era, conforme expresiones de un historiador contemporáneo, “muy caballeresco y poco devoto”, siendo que lo último ciertamente se podía decir de varios “Santos Padres”. Tenía carácter altanero frente al Emperador Luldovico, y tuvo juego fácil con su adversario, el “Rey de los curas” Carlos IV. Si bien vivía holgadamente y sin muchas consideraciones morales, creyó necesario criticar al clero superior por su vida libertina, diciéndoles entre otras cosas en una prédica de reprimendas: “¡Ustedes causan estragos como una manada de toros contra las vacas del pueblo!” A Clemente le gustaba el lujo, y con pompa inaudita coronó a Don Sanchez, segundo hijo del Rey de Castilla, como Rey de las Islas Felices, como en aquél tiempo se llamaba a las canarias. Durante el cortejo cayó un aguacero, en señal de malos presagios, que empapó a Papa y Rey hasta la piel; y efectivamente también se hizo agua el reinado, pues los valientes normandos tomaron posesión del mismo. Con éste Sanchez Clemente tenía finalidades grandiosas. Prometió ponerlo a frente de una cruzada, y darle el título “Rey de Egipto”. El príncipe no se contuvo de su alegría y exclamó: “¡Bueno, entonces le nombro a Vuestra Santidad Califa de Bagdad!” – Así nos cuenta el afamado poeta Petrarco. El ejemplo de Felipe el bello le produjo frutas podridas a los Papas, pues estaba declinando la fuerza de la excomunión. Esto lo sintió Urbano V. Un arzobispo se negó a consagrar a un monje, que le fue recomendado por su Señor, Barnabo Viskonti de Milano. Éste hombre impío mandó citar al arzobispo y le dijo: “¿No sabéis, viejo prostituto, que yo soy Rey, Papa y Emperador en mi propio Reino!” ¡Por éste crimen horrendo Urbano le impuso la excomunión, y a su reino el interdicto! Cuando los legados del Papa le presentaron en Milano la bula de la excomunión, Visconti los escoltó, junto con el papelucho hasta sobre la puente de Naviglio, preguntándoles con toda seriedad; “¿Prefieren comer o beber?” Los legados miraron de caras largas hasta el río, y pidieron para comer. “¡Bueno, entonces coman el papelucho ahí!” – Los señores legados comieron. Gregorio XI volvió a instalar el Gobierno de Dios en Roma. Ya antes me he referido a las consecuencias desmoralizadoras tuvo la residencia de los Papas para Avignon, e inclusive para Francia como un todo. Los historiadores de aquél tiempo no consiguieron terminar de retratar el libertinaje que había tomado cuenta de la localidad, y la mayor parte de los hechos los callan por vergüenza. Un bello ejemplo Papal era Urbano VI (1378 – 1389), pero más era tigre que mono. Su crueldad era indignante. Mandó torturar cruelmente a cinco cardinales, que no habían votado por su persona, y varios prelados que no habían lo habían apoyado, para luego, en parte mandar meterlos en bolsas y tirar al mar, en parte quemar vivos, asfixiar o decapitar. Al sexto cardinal, tan agotado por la tortura que no pudo caminar, lo hizo asfixiar ya en el camino. Cuando los cardinales fueron arrestados a los efectos de la tortura, el Gobernador de Dios dijo a los carrascos: “Torture de tal manera que yo escuche los gritos.” Luego se fue a pasear en su parque, a leer el breviario. Éste Papa carrasco mandó secar a cadáveres de dos cardinales en hornos y luego moler a polvo. Este polvo mandó ensacar, y a las bolsas, más los bonetes de los cardinales las hizo llevar en burros delante de él en sus viajes, a efectos de terrorífico ejemplo. Al final del siglo XIV, y comienzos del siglo XV, encontramos como mínimo dos, en la mayoría de las veces tres Papas al mismo tiempo, siendo cada uno considerado por sus seguidores como el verdadero Gobernador de Dios. Me he cansado absolutamente en relatar los hechos de estas personas que hicieron del término “Gobernadores de Dios” una expresión de aberrante sarcasmo; pero me agotaría definitivamente, caso pretendía relatar las infamias y los crímenes de los diversos “antipapas”. Váyase la gente a pasear por un Bagno o por cualquier penitenciaria, y se haga relatar por cada condenado, los crímenes que han cometido, y apenas se tendrá un registro incompleto de los crímenes que fueron cometidos por los Papas en este período. El pésimo ejemplo de los Papas, y del clero en general tuvo las peores consecuencias. Del libertinaje que reinaba durante aquél tiempo en el pueblo, y principalmente entre las clases gobernantes, hoy día apenas se puede tener idea, por más que se condene la inmoralidad de nuestros tiempos. Todas las leyes de la moral y de las buenas costumbres fueron derogadas por el mal ejemplo de los curas. La necesidad de terminar con esta situación fue sentida por todos aquellos que aún tenían alguna noción de lo bueno, y se convino a llamar a un gran concilio, a los efectos de tratar de reponer el orden en la Iglesia. Éste concilio fue instalado en el año 1414 en Consanza, y fue uno de los más espectaculares jamás llevado a cabo. En él se vio, además de un Papa y del Emperador, todos los príncipes electores, 153 príncipes, 132 condes, más que 700 caballeros, 4 patriarcas, 29 cardinales, 47 arzobispos, 160 obispos, más de 200 abades, un ejército de monjes, sacerdotes de toda índole y doctores de derecho y – el cortejo costumbrero de la Corte Papal, cerca de 1000 prostitutas, sin contar con aquellas de uso particular. Los Papas se peleaban por la tiara. Juan XXIII, un Gregorio y un Benedicto. Juan era suficientemente descarado para aparecer en el concilio, pero cuando se empezó a investigar su curriculum vitae, el Santo Padre creyó más conveniente, escabullirse, disfrazado como mozo de correo, con la ayuda del Duque Frederico de Tirol. Se condensó sus crímenes en 70 artículos, que fueron entregados al Santo Padre para la revisión. Pero no sintió ganas para leer el registro de sus pecados, encontrando preferible sabotear el concilio mediante su fuga, pero sin éxito. Los hechos de Juan fueron leídos públicamente, o sea, sólo 54 de los artículos, pues tuvieron vergüenza en hacer públicos el resto de ellos. 37 testigos probaron, que Juan no sólo se hizo responsable de prostitución, adulterio, incesto, sodomía, simonía, libre pensamiento, ratería y asesinato, sino también de haber seducido o violado a 300 religiosas, para luego nombrarlas abadesas o prioras como remuneración. Su secretario, Niem, cuenta que el Papa mantenía en Bologna un harén de 200 chicas. También se le acusaba de haber envenenado a su antecesor, Clemente V. Juan fue depuesto. Gregorio renunció voluntariamente; pero el viejo Benedito se hacía pasar por Vice- Dios, en un lugar retirado de España, hacia donde había huido; pero a nadie calentaban sus maldiciones y excomuniones. Finalmente el recién electo Papa, Martín V, mandó quitar del camino a Benedicto, ya de noventa años, mediante uso del veneno. No se puede explicar cómo un Papa tan libertino pudo llegar a una edad tan avanzada. Predicadores famosos a menudo castigaban en sus prédicas a su vida aberrante, y uno de los mismos dijo: “J’aime mieux baiser le derrière d’une vielle maquerelle, qui aurait les hemmoroîdes, que la bouche de ce Pape là!” El concilio de Constanza condenó a Juan Hus y Hierónimo de Praga, por paganismo, a la muerte por el fuego, iniciando por ello guerras sangrientas, pero el objetivo del concilio, una reforma en la cabeza y miembros de la Iglesia, no fue alcanzado. En el año 1418 los señores reformadores se separaron. La ciudad de Constanza tuvo buenos ingresos durante cuatro años, por intermedio de los 100.000 extraños con 40.000 caballos, que fueron albergados durante este tiempo. Por su buen comportamiento la burguesía recibió del Emperador una remuneración invaluable, que no le costó nada, o sea, el derecho de llevar a cabo una misa de 14 días, de sellar con cera roja, tener sus propios trompetista en el campo de batalla, y hacer lucir en su estandarte – una cola roja, quizás para hacerles acordar de los cardinales; no me encuentro lo suficientemente versado en el tema de la heráldica, como para poder explicar el significado de este extraño pájaro en el estandarte. El intendente fue nombrado caballero, visto que la cambio chico de los honores de los príncipes, las condecoraciones, aún no era usual. De Eugenio VI, Calixto III y Pius II, que se maquillaba y llevaba una corona que valía 200.000 ducados, asimismo del horrendo asesino Sixto IV, que instaló los burdeles públicos en Roma, distribuyendo a cada cardinal los ingresos de 20 a 30 prostitutas, que, por dinero concedía el derecho de tomar el lugar del hombre en la cama de una señora de marido ausente, que engendró un hijo con su hermana, abusó de sus dos hijos en actos de sodomía, y cometió un sinfín de otras aberraciones; de todos estos Papas me callo, aún que su historia sería ciertamente muy instructiva y reconfortante. Inocencio VIII (1484 – 1492) cuidó con ternura paternal por el bien de sus hijos, y juntó una inmensidad de dinero. Pero esto lo hacían todos los Papas. Además de ello sólo se hizo notar por su Tasación de Pecados, que contenía, en 42 capítulos, 500 artículos de tasas. Ya hablé antes de ello; aquí sólo pretendo citar algunos otros ejemplos de este documento de la vergüenza: Si un sacerdote comete deliberadamente un homicidio, entonces paga dos florines ocho monedas imperiales. Homicidio de padre, madre, hermano y hermana ¡está tasado en un florín doce monedas! Pero si un pagano busca absolución, tendrá que pagar catorce florines y ocho monedas. Una misa a domicilio en una ciudad excomulgada cuesta cuarenta florines. Este Papa Inocencio VI dedicaba atención especial a la brujería, y puede ser considerado fundador de los procesos a las brujas, que costó la vida de tantas mujeres, jóvenes y viejas. En la insulsa bula que dictó al respecto, ¡fantaseaba sobre espíritus malos, que se acuestan sobre, y debajo de las personas! Alejandro VI (1492 – 1502) fue sucesor de Inocencio, y si bien no era peor ni más libertino que sus antecesores, sus hechos se hicieron más conocidos que los de otros Papas, y normalmente es considerado quintaesencia de la podredumbre Papal. Nació en Valencia, con el nombre de Roderico Landolo; pero su padre cambió su nombre a Borgia. Roderico estudió, luego se hizo soldado, y sedujo a una viuda de nombre Vanozza y sus dos hijas. De la misma tuvo cuatro hijos. Francisco, César, Ludovico y Gotofredo, y una hija Lucrecia. Su tío, Alfonso Borgia, se hizo Papa bajo el nombre Calixto III, y Roderico inmediatamente se mudó a Roma. El Papa sobrecargó a su sobrino con honores y regalos, acabando en nombrarlo cardinal. Finalmente éste último puso sus ojos sobre la corona Papal. Cuando murió Inocencio VIII, sobornó a 22 de 27 cardinales mediante promesas, y se hizo Papa. Al llegar a su meta, reprimió a los cardinales sobornados, eliminándolos paulatinamente mediante los tan afamados remedios caseros papales. Tiernamente Alejandro VI veló sobre el destino de sus hijos. Los casó espléndidamente, y cuidó de su porvenir. César Borgia fue hecho cardinal, y tuvo la alegría de ver casado a su hermano Gotofredo con Sanzia, hija del Rey Carlos VIII de Francia, quien tuvo que pagar aún ofrendas mucho más costosas, para moverle al Papa a apoyarlo en sus pretensiones sobre el Reino de Nápoles. Carlos tuvo que ofrecer un sinfín de ducados, pues dinero era la consigna de Alejandro VI. Para obtener dinero, éste Papa no ahorraba medios. Una prueba de su modus operandi la tenemos en su comportamiento frente al infeliz príncipe Dschem. Éste se había enojado contra su hermano, el Sultán Bajazet, fue preso, y entregado al Papa Inocencio, para que lo mantenga en prisión contra una suma anual de 40.000 Ducados. Para ganar dinero, Alejandro VI le hizo creer al Sultán que Carlos VIII, luego de ocupar a Nápoles, pretendería iniciar campaña contra él, y que ya habría peticionado a su hermano Dschem, que se ponga a la cabeza de la campaña. Al mismo tiempo solicitaba los 40.000 Ducados, que estaban en mora. El Sultán, efectivamente preocupado, mandó inmediatamente 50.000, y escribió al “honorable Padre de todos los cristianos”, era como llamaba a Alejandro, una carta muy amable, en la cual lo animaba a “libertar a su hermano de la miseria de esta vida lo más rápido posible, y proporcionarle una vida más feliz”. Si el Papa consentía en concederle esta petición, le prometió en solemne juramento 300.000 ducados, además la invalorable reliquia de la túnica de Jesús, además de amistad eterna. Pero Alejandro pretendía quitar aún más provecho del pagano que se encontraba en su poder; lo entregó a Carlos VIII por 20.000 ducados, pero ya con una pócima en el cuerpo, que lo envió al paraíso de Mahomé. Uno de los historiadores escribió: “Murió en un alimento, o en una bebida, que no le hizo bien.” – Bajazet era tan honesto como el Papa, y pagó alegremente el dinero de sangre. Alejandro elevó su hijo mayor, Francisco, Duque de Gandia, su predilecto, a Duque de Benevent. Esto fue su muerte, pues su hermano celoso Cesar lo mandó matar. Se retiró el cadáver, adornado con nueve golpes de puñal, del Tibre, y los romanos decían en tono de mofa: “Alejandro es el más digno sucesor de San Pedro, pues incluso pesca a sus hijos en el Tibre.” – Alejandro se conmovió profundamente con la muerte de su predilecto; pero al poco tiempo perdonó a Cesar el pequeño homicidio, y transfirió a éste digno vástago todo su cariño paternal. A fin de no ser impedido a llegar al poder, boda mediante, el cardinal Cesar Borgia abandonó las vestimentas sacerdotales – cosa que nunca había ocurrido hasta ésta fecha -, fue nombrado por el Rey de Francia duque de Valence en la Daupinea, acabando poco después a contraer nupcias con la hija de la Reina de Navarra. Sus hijos no fueron olvidados por el padre cariñoso. Lucrecia ya había casado por todos los lados, cuando finalmente llegó a Alfonso, Duque de Bisceglia, pero quien acabó asesinado, dando lugar al príncipe de Ferrara. La familia Papal llevaba una muy cómoda vida familiar. Los hermanos y el padre se revezaban durmiendo con la linda Lucrecia, y el último tuvo la alegría de engendrar con ella un hijo, llamado Roderico, y que por lo tanto era hermano de su madre e hijo y nieto de su feliz padre, quien hizo de éste maravilloso hijo Duque de Sermonata. Los príncipes italianos, que fueron vilmente saqueados por el Santo Padre y su hijo Cesar, se unieron contra éstas injusticias, pero acabaron mayormente, y contra mejor saber, remitidos al más allá. Una media docena de ellos fueron mandados a la tumba por Cesar y otro, mediante el Señor Papa. Ciertamente Cesar habría reunido bajo el protectorado de su Santo Padre un bello reino, si éste Papa ejemplar no hubiera fallecido por engaño. Esto ocurrió de la siguiente manera. Alejandro tenía la costumbre de mandar a un mejor mundo a las personas pudientes de los cuales pretendía heredar, y uno de sus medios preferido para ello era el veneno, que solía llamar cómodamente de “Requiescat in pace”. – El Cardinal Corneto, un hombre pecaminosamente rico, debía ser apaciguado de esta manera, y fue invitado a éste objeto por el Papa para una cena. Por equivocación el camarero le pasó el vino “condimentado en el infierno”, y que era destinado al Cardinal, al Papa, y éste terminó al día siguiente su Santa Vida a sus 72 años de vida. Cesar, que también había probado el vino, sufrió por ello durante un año. Con las infamias de éste Papa se podría llenar todo un libro, pero sólo trasmitiré algunas pocas a los lectores. Del poder y de la posición de los Papas Alejandro tenía los más sublimes conceptos, pues decía: “El Papa se encuentra tan alto sobre el Rey como el hombre sobre el animal”, y con la religión, que en aquél tiempo se llamaba cristiana, se encontraba plenamente satisfecho, pues decía: “Toda religión es buena, pero la mejor – es la más torpe”, y ciertamente habría sido difícil encontrar en aquellos tiempos algo más necio que el cristianismo de la Iglesia Católica. Alejandro personalmente, no tenía religión. Muy original fue una entrevista, que tuvo el erudito Príncipe Piko di Mirandola con el Papa luego del embarazo de Lucrecia con Roderico. Alejandro le preguntó: “Pequeño Piko, ¿a quién crees padre de mi nieto?” “¡Pues, vuestro yerno!”, haciendo referencia a Alfonso, conocido por su impotencia. “¿Cómo lo puedes creer?” “Pues la fe, Vuestra Santidad, consiste en creer en lo imposible”, y luego el Príncipe empezó a enumerar un sinfín de absurdos en los cuales se creía, que el Papa casi murió de risa. “Si, si”, dijo el Papa, “sé perfectamente que me podré salvar sólo por la fe, no por mis actos.” “Vuestra Santidad”, respondió el Príncipe, “poseen las llaves para el Cielo; pero yo – qué me pasaría caso hubiera dormido con mi hija, y utilizado con tanta desenvoltura el puñal y la Cantarella (veneno). “Dígame con sinceridad”, continuó el Papa, “¿cómo puede Dios tener placer en la fe? ¿Pues no es que llamamos de mentiroso a aquél que cree lo que es absolutamente increíble?” “¡Santo Dios!” exclamó el Príncipe e hizo la señal de la cruz, “¡me parece que Vuestra Santidad no es cristiano!” “Bueno, hablando con sinceridad, ciertamente no lo soy.” “¡Ya lo imaginaba!” dijo el Príncipe, y con ello terminó la entrevista más extraña de la cual se tiene noticia entre un Papa y un laico. El desaliño de Alejandro mal puedo describir en nuestro casto lenguaje; sólo es comparable a la de Cesar Borgia y su hermana Lucrecia. Todo desvío de la sexualidad, que nosotros, los alemanes siquiera conocemos por nombre, y que fue practicado uno a uno por los Papas anteriores, sirvieron a la diversión de éste Papa. Burghard, maestro de ceremonias de Alejandro VI, describió en su diario la vida en la Corte Papal, y la más opulenta fantasía no puede inventar, lo que se practicaba aquí. Burkhard dice: “Del palacio apostólico se hizo un burdel, y un burdel mucho más infame, de lo que lo puede ser jamás un prostíbulo público. “Cierta vez”, así lo cuenta Burghard, “se invitó a una cena en el palacio apostólico, en la cual también estaban presente cincuenta prostitutas, que tuvieron que danzar, terminada la cena, con los camareros y otras personas presentes, primero en ropas, luego desnudas. Luego se puso veladores con velas prendidas sobre el piso, al cual se echó castañas, que las mujeres desnudas juntaban, arrastrándose sobre los cuatro miembros en el piso, mientras asistían Su Santidad, Cesar y Lucrecia. Finalmente se esparció buena cantidad de ropas para aquellos que pretendían prostituirse públicamente con varias de estas prostitutas, que luego fueron distribuidas como premio. Esta bella escena tuvo lugar en la vigilia de Todos los Santos de 1501.” Cierta vez Alejandro mandó exhibir a caballos y yeguas en celos ante su ventana, y se divirtió con Lucrecia ante este espectáculo. – Esta mujer era indescriptiblemente depravada, pero si merece el predicado de prostituta acorde al derecho Papal, no lo sé, pues algunos glosadores escribieron que sólo se puede llamar de una verdadera prostituta, ¡quien pecó por lo menos 23.000 veces! Lucrecia se había merecido la plena confianza de su padre; durante su ausencia, abría todas las cartas, las respondía en caso de urgencia, y reunía a todos los cardinales a su gusto. Se le dedicó la siguiente inscripción en la tumba: “Aquí yace, quien se llamaba Lucrecia y era una Thais, mujer de Alejandro, hija y nuera”; lo último, porque uno de sus tantos maridos había sido otro hijo del Papa, o sea, su medio hermano. La, en aquél tiempo renaciente ciencia, y la arte de la impresión, cada vez más usada, le dejaron al Papa muy preocupado. Temía que la libre imprenta pusiese fin a la infame vida de los Papas, y esto no sin motivos. Por ello introdujo una censura de libros, que quedó hasta días contemporáneos, cuando finalmente tuvo que ceder ante la opinión pública, pasando a la fase casi peor, de los procesos contra la prensa, que muchas veces son llevadas a cabo en el sentido de Richeleu, quien afirma que ningún autor puede escribir cinco palabras sin cometer un crimen que lo lleve a la Bastilla. La persona a quien dijo esto, escribió: “¡Dos y uno hacen tres!” – “¡Infeliz!” Exclamó el Cardinal, “¡Usted acaba de negar la Trinidad!” Situaciones similares se encuentran en varios procesos modernos. Julio II (1502 -1513) también se hizo de la Silla Papal mediante astucia y soborno. Era soldado eficiente, único y extraño elogio que se puede hacer a éste Gobernador de Dios. Instigaba a todos los príncipes contra todos, hacía marchar a ejércitos, los comandaba en persona y sitiaba y conquistaba ciudades. Sus adversarios llamaron a un concilio en Pisa, a fin de poner fin a las actividades marciales del Hijo de la Iglesia. En ésta convención él fue declarado “perturbador de la paz pública, patrocinador de la discordia entre el Pueblo de Dios, rebelde y tirano sangriento, y persona perseverante en la maldad”, siendo depuesto de toda administración espiritual y secular. A Julio no le importó esta sentencia; sólo sirvió para atizar su odio contra sus enemigos, principalmente contra el excelente Rey de Francia, Ludovico XII, al cual depuso del cargo. Asimismo impuso el interdicto sobre toda Francia, pero las chispas disparadas desde el Vaticano ya no incendiaban. Julio II obraba acorde a la expresión del afamado historiador Mezeray “como un sultán turco y no como un Gobernador del Príncipe de la Paz y Padre de todos los cristianos”. En las guerras, que emprendía en su sed de venganza y sangre, doscientas mil personas perdieron la vida. Murió durante la preparación de nuevas hostilidades. Fue tan libertino como Alejandro VI, y a éste le ganaba en cuanto a su borrachera. El Emperador Maximiliano I dijo cierta vez: “¡Dios Eterno, qué pasaría con el mundo, si Vos no tuviera un cuidado especial sobre él, bajo un Emperador como yo, que no soy más que un miserable cazador, y bajo un Papa borrachín y tan lleno de vicios, como lo es Julio!” El maestro de ceremonia de este Papa, De Grassis, relata, que el Santo Padre en cierta ocasión estaba tan tomado del mal llamado por el caballero Bayard “le mal de celui qui l’a”, que en Viernes Santo quedó impedido de realizar el beso de pie. Igualmente libertino era su sucesor León X. (1513 – 1521), quien agradece su nombramiento a Papa a la misma enfermedad. Cuando apareció en el conclave para la nueva elección papal, sufría de una infección venérea en su trasero, que esparcía un olor putrefacto. Los demás cardenales, que temían ser contaminados, consultaron a los médicos del conclave, y éstos aseguraron que León ciertamente moriría en poco tiempo. A fin de verse libre lo más rápidamente posible del olor insoportable, los cardenales lo eligieron Papa. León X, hijo de la afamada familia de príncipes de los Médicis, era persona inteligente, que amaba a las artes y a las ciencias, además de otras virtudes que le caerían bien a cualquier príncipe secular. Vivía “alegre como un Papa”, y se preocupaba tan poco por la cristiandad como por la administración, mientras no se veía forzado a ello debido a sus inmensas necesidades de fondos. Dicen haber gastado durante los ocho años de su gobierno 14 millones de Ducados, lo que es creíble, visto que gastaba el dinero con la misma facilidad con la cual lo ganaba. Durante su coronación regaló 100.000 Ducados. Poetas y retratistas recibían sumas imponentes de él, mientras los buenos cristianos seguían cubriendo todo gasto. Cierta vez León dijo al Cardinal Bambus: “Cuanto nos rindió, y a los nuestros, la fábula de Cristo, es conocido mundialmente.” Su corte era la más espléndida que existía, el dinero se tiraba de manos llenas, tal como en las cortes de los antiguos emperadores romanos. Así no sorprende, que pese al floreciente negocio de indulgencias, legó a la posteridad deudas respetables. León vendía todo para lo que encontrase comprador, y su ministro de finanzas Armellino era vampiro descarado. Cierta vez Colonna dijo con relación al último: “Se le quite a éste demonio la piel por la cabeza, y se la exhiba por dinero, lo que rendirá más de lo que necesitamos.” León fue arrancada de su vida lujuriosa por una muerte súbita, que siquiera le dejó tiempo para recibir los sacramentos religiosos. Esto le dio a un poeta el incentivo para un epigrama, que, traducido dice: “¿Ustedes preguntan el motivo por el cual León no pudo recibir los sacramentos en su última hora de vida? – Él los había vendido.” Los negocios de indulgencias de León, a los cuales ya me he referido, dieron el motivo inmediato para la reforma. La historia de la misma fue escrita innumeras veces y se encuentra en la mano del pueblo; por lo tanto la creo conocida. La situación peligrosa de la Silla Papal habría requerido un Papa valiente y resoluto; pero el sucesor de Leo, Adriano VI (1521 – 1523), no lo fue en absoluto. Era un erudito de mira estrecha, más indicado para “instruir a los jóvenes y a sí mismo”, que para mantener a flote el barquito averiado de Pedro, aún que su padre haya sido carpintero de buques en Utrecht. Debido a su erudición se lo nombró profesor de Carlos V, y cuando su alumno se hizo Emperador, se lo nombró rector de la Universidad de Löwen. Lutero dice de él: “El Papa es Magister Noster de Löwen, allí se corona a tales burros.” Uno se ve inclinado a confirmar esta sentencia sumaria, cuando se lee que Adriano pasaba ante las más espléndidas obras de arte de Roma, como Laokoon, Apolo de Belvedere, etc., con mirada lejana, diciendo: “son viejas imágenes de ídolos.” Cuando éste “bárbaro alemán” llegó a Roma a pie, y no gastaba más de doce táler en sus expensas diarias y – horrible dictu – prefirió la cerveza al vino, los cardenales hicieron cara larga, llegando a la conclusión, “que el Espíritu Santo no entiende a otro que a un romano”. Adriano era un pedante empedernido, y demasiado honesto como para ser tolerado por mucho tiempo en la Silla Papal. Los satíricos lo atacaban constantemente. El poeta Berni caracteriza al gobierno de este Papa de manera muy refrescante. La citación pertinente dice traducida: “Un gobierno lleno de cuidados, consideraciones y habladurías, lleno de sinos y peros, asimismos y quizás, y palabras en cantidad sin fuerza ni jugo, lleno de fe, amor, esperanza, esto es, lleno de ingenuidad – harán de Adriano ciertamente un Santo. Adriano cometió un crimen horrendo, desde el punto de vista de los cardinales y sacerdotes; confesó que Lutero no estaba tan desubicado en su búsqueda por una reforma, cuando fue suficientemente honesto como para escribir: “Dios permitió la persecución por motivo del pecado; el pecado del pueblo tiene origen en los sacerdotes, a los cuales por lo tanto Jesús buscó primero en el templo, y sólo después entró en la ciudad. Aún de ésta nuestra Silla Santa se ha vertido tanta cosa profana, que no es milagro que la enfermedad se ha esparcido de la cabeza a los miembros, de Papas a prelados. Utilizaremos toda diligencia, a fin de que sea reformado primero ésta corte, de la cuál se vertió tanta desgracia, considerada la ansiedad con la cual el mundo espera estas reformas. Tal situación era insoportable, y Adriano “fue fallecido”. El júbilo de los Romanos a su muerte era inmenso, a punto de cometer la indiscreción de poner una corona de flores a la puerta del médico particular del Papa, con la inscripción: Liberatori Patriae S.P.Q.R. (El senado y el pueblo romano al libertador de la patria). A fin de que no se sea tentado de llorar en exceso el destino de éste honesto y erudito imbécil, dejo constancia de que ha sido supremo inquisidor en España, donde mandó quemar vivo a 1020 personas y 560 en imagen, y que 21 845 más fueron condenados a la confiscación de sus bienes, deshonra etc. Clemente VII (1523 – 1534), otra vez un Médici, siguió al “Magister Noster Burro” y supo mejor que éste, representar al monarca de la Iglesia; pero tampoco consiguió suprimir los efectos de la reforma. – Se vio en serios aprietos, pues Carlos de Bourbon asaltó con su ejército de voluntarios a Roma. Si bien el General fue muerto por un tiro durante el asalto, éste hecho sólo sirvió para atizar aún más la furia de los soldados sedientos de botín. Entre ellos se encontraban 14.000 alemanes bajo Jorge de Frondsberg, quién había lanzado su mirada especialmente sobre el Papa, y llevaba consigo una cuerda de oro, a fin de trasportarle personalmente a Su Santidad al cielo. El Papa huyó a Engelsburgo, y no se tuvo compasión con Roma. Los cardinales pasaron por tiempos difíciles, pues aún los españoles católicos no les tenían compasión. Las damas tomaron los hechos por el mejor lado; estaban curiosos para conocer los robustos soldados alemanes, y los historiadores relatan de manera cruel, cómo esperaban extasiadas ser violadas por los mismos. Los soldados robaban todo lo que encontraban; pues cuando los guerreros de aquellos tiempos husmeaban dinero, suspendían toda religión, robaban y asesinaban a gusto, para luego recibir la absolución. El botín en oro, plata y piedras preciosas pasaba de los diez millones oro, y en dinero sonante, era una suma aún mayor. Tengo aquí ante mi un viejo libro de 1569, en el cual Adam Reiβner, quien se encontraba a servicio de Frondsberg en Roma, describe de manera muy simple y directa la anarquía a la cuál allí se dedicaban los soldados durante nueve meses. Trascribo un pasaje del mismo tal como la leo: “Los lansquenetes se pusieron los sombreros de los cardinales, se vistieron con sus tapados rojos, y se paseaban sobre burros en la ciudad, teniendo mucha diversión y espectáculo circense. Guillermo de Sandezell aparecía frecuentemente con su grupo, como Papa romano, con tres coronas, a Engelsburgo, luego los demás soldados, en sus vestimentas de cardinales prestaban reverencias a su Papa, levantando los tapados largos en frente con las manos, dejando al arrastre la cola del mismo a las espaldas, y hacían profundas reverencias, se arrodillaban, a besar pies y manos. Luego el supuesto Papa Clemente trajo un berberaje, los cardinales disfrazados estaban postrados sobre sus rodillas, cada uno tomando un vaso de vino, mientras gritaban, que a partir de ahora pretendían hacer Papas y cardinales muy piadosos, obedientes al Emperador, y no como los anteriores, rebeldes, instigadores de guerra y derramamiento de sangre.” Por último empezaron a gritar ante Engelsburg: “¡Queremos coronarle Papa a Lutero! Quien esté de acuerdo, que levante la mano, a lo que todos levantaron la mano y gritaron: - Lutero, Papa - y hicieron muchas cosas parecidas y ridículos discursos burlescos.” Grünewald, un lansquenete grita a altas voces ante el fuerte Engelsburg. Quería arrancarle al Papa un pedazo del cuerpo, por ser enemigo de Dios, del Emperador y de todo el mundo”, etc. Luego de que el Papa Clemente pagó a las tropas cerca de 400.000 ducados, se le facilitó la fuga, disfrazado como paje. Clemente no tuvo suerte, pero tampoco destreza. Por lo menos se debería haber percatado, aún con su inteligencia limitada, que el tiempo de la inocencia ya había pasado; pero no tenía suficiente noción política, por ello se desentendió con el despótico Henrique VII de Inglaerra, al cual excomulgó, y el cual en consecuencia renegó a Roma con todo su reino. Debido a ello la Silla Papal perdió la moneda de San Pedro, que se había estado pagando a Roma desde el año 740 de cada casa inglesa, y que había rendido hasta entonces cerca de 38 millones de florines. La reforma, bajo estos últimos Papas se hizo cada vez más fuerte, y los nobles reunidos en el congreso de Nurenberg en 1522 declararon: “que no pueden cumplir con las disposiciones Papales y imperiales, porque el pueblo, muy dado a las enseñanzas de Lutero, podría fácilmente sospechar que se estaría pretendiendo reprimir la verdad evangélica y apoyar las situaciones precarias, lo que fácilmente podría degenerar y dar motivos para levantamientos.” Esta vez los príncipes en la convención no limitaron sus palabras, y en las”cien quejas de la Nación Alemana” hablaban directamente de las mentiras Papales, lo que siquiera se arriesgarían hacer en nuestros días. Además los defensores de la reforma usaban vocablos, bajo el aplauso de los príncipes, que hoy siquiera se diría en lenguaje decente, por temor a procesos interminables. Se dejó pasar las “Sátiras” de Lutero sin comentarios, aún que en realidad no pasaban de ofensas vulgares. El “hombre de Dios Lutero” mostró poco respeto ante Papas y príncipes, siempre que se trataba de la defensa de su lucha. Los trataba como si fueran mendigos, y les decía la verdad en la cara tanto al Rey de Inglaterra como al Duque Jorge de Sajonia. Al Duque de Braunschweig sólo lo llamaba de “payaso”, pero la peor parte se llevaba el Papa. En su libro: “El Papismo, fundado por el Diablo” llama a la Iglesia “la cotovia” y al Papa “el cuco, que come los huevos y en su reemplazo caga cardinales”. Llama a Su Santidad “un prestidigitador, la iguaría de Roma, infernalidad Papal y bribón, chancho epicúreo, nacido del diablo por el trasero, y que quiere que se le bese el trasero, un burro papal cagado y cagón, ante cuyos pedos temen los emperadores, que pretende haber encerrado a todos los pedos de los burros, y quiere ver adorados a sus propios pedos, y que al tiempo de que se le lame su trasero”. Si hoy día algún escritor se atrevería a escribir de esta manera contra el Papa o contra un príncipe, media Europa se desmayaría, y a su autor le esperaría un proceso de prensa y una penitenciaría, tan larga cuanto el purgatorio. Sin embargo, sus adversarios no quedaron en deuda con Lutero, y Dr. Eck, quien siempre fue llamado de Dreck7 por el reformador, le devolvió en moneda similar. Los títulos más comunes que se le atribuía eran doctor Dreck-Märten, Doctor Saubund von Wittnberg y otros similares. El Jesuita Weislinger dijo de él, con referencia a sus discursos de banquete: “Lutero es maestro de ceremonia en la corte donde se carga estiércol, abogado en el chiquero, para no decir juez en el paso de los puercos; Caso habría lugares llamados de Estiércolandia, o Loma de miereda, sería el lugar del chancho Lutero.” Esto era, como ya dicho, “sátira” en el siglo XVI. Clemente era un gran amigo de los monjes. Bajo su gobierno aparecieron los capuchinos, una desmembración de los franciscanos, que sólo se distinguían de aquellos por su torpeza aún mayor, y por sus porquerías. Los birretes de punta que visten, y que se parecen mucho a un apagador de velas, pueden servirles al mismo tiempo de estandartes, pues Clemente esperaba apagar, mediante ellos, la luz encendida por Lutero. Paulo III (1539 – 1549), que se hizo Papa después de Clemente, ya se hizo cardinal a los 26 años, y esto, por haber entregado su hermosa hermana Julia Farnese a Alejandro VI. Fue uno de los Papas más libertinos. Incesto, asesinato y crímenes similares le eran cosa común y corriente. ¡Envenenó tanto a su madre como a su hermana! Pero estas son cuestiones internas de familia que no nos dicen respeto. Mucho más importante para el mundo era que Paulo, el 27 de setiembre de 1540 confirmó a la orden de los Jesuitas. Aún llegaremos a conocer más de cerca de estos murciélagos, oportunidad en la cuál les diremos lo que fueron y lo que son; pues ellos mismos no querían y no podían esclarecer el punto, y decían que eran “tales cuales”; o sea: aquellos que… Julio III era un Papa que aún valía menos que su antecesor. Mantenía concubinas en sociedad con el cardinal Crescencio, y los hijos que ellos concebían, los educaban también en sociedad, visto que ninguno de los dos sabía cuál era el padre. A su domador de monos - un chico feo de dieciséis años – lo nombró cardinal, y cuando los demás cardinales lo reprimieron por ello, exclamó: “¡Potta di Dio! ¿Qué es lo que vieron en mi persona cuando me hicieron Papa?” Una vez en Roma, el Santo Papa mandó censar a todas las prostitutas, y se encontró no menos de 40.000 en la ciudad. Bajo un Papa tan libertino como Julio naturalmente la profesión más antigua del mundo prosperaba. Su nuncio, Juan a Casa, arzobispo de Benevento, escribió un libro sobre la sodomía, en el cual la defiende arduamente. El libro fue impreso en 1552, - ¡y fue dedicado al Papa! Paulo IV era un idiota de ochenta años, parcialmente enloquecido por el orgullo, además de viciado en asesinatos. Bajo su gobierno la inquisición no conseguía producir suficientes víctimas. Escuchemos lo que dice Pasquino sobre él. Pero antes algunas palabras sobre Pasquino. Según se cuenta, éste era un pícaro sastre en Roma, cuyos chistes atraían a multitudes a su negocio. En frente al mismo se encontraba una estatua descuartizada, a la cuál con frecuencia se encontraba adheridas sátiras, cuya autoría se adjudicaba a Pasquino. De allí la palabra Pasquill. Pero también hay otras versiones. A poco tiempo de ello se había elegido a otra estatua frente al capitolio, para dar respuestas a las 7 Dreck: Barro, lodo, suciedad. Nota del traductor preguntas que se encontraba en la primera estatua, y así se inició un juego de preguntas y respuestas, que no era solamente divertido, sino también de gran utilidad. Era el diario de chismes romano en su forma primitiva. Cuando Paulo V murió en 1559, el Pasquino recomendó la siguiente inscripción sepulcral: “Aquí yace Caraffa (de esta familia nació el Papa), maldito en el cielo como en la tierra, cuya alma está en el infierno, y cuya carroña bajo tierra; desalmado, destruyó a clero y pueblo; ante los enemigos se arrastraba, ante los amigos era infiel; ¿quieren saberlo todo de una vez? – ¡Era Papa!” El término Papa había degenerado en Roma a una palabra injuriosa. Pasquino respondió a una pregunta: “¿Por qué tanto te lamentas?” – “¿Ah, pues la vergüenza me rompe el corazón!” – “¿Y, qué es?” – “¿No lo adivinas? – Me han”, exclama entre lamentos, “me han llamado de Papa.” Paulo era el peor enemigo del Emperador Carlos V, y no quería reconocer la elección del Emperador Ferdinando, a la renuncia del primero, porque su hijo y consecuente heredero del trono, Maximiliano, había sido criado y educado mayormente entre luteranos. Al Emperador poco le importó lo del Papa, apoyado a ello por el vice- canciller del reino, Dr. Seld, el Beust de Ferdinando I. Éste ministro dijo en un dictamen: “Se ríe ahora la gente ante la excomunión, ante la cuál antes se temblaba; se creía santo y divino todo lo que procedía de Roma, ahora todos escupen, sean de vieja o nueva religión, sobre ello. Los viejos emperadores tomaban a los Papas por la cabeza, los han estaqueado y destronado; nosotros mismos hemos visto cómo procedió Carlos con Clemente; Vuestra Excelencia siquiera necesita de tanto rigor. Además se sabe que Su Santidad ha reprimido a los cardinales que decían la verdad, llamándolos de bestias y tolos, golpeándolos con palo, de lo que se puede deducir que los mismos, quizás por la edad o por otras circunstancias, ciertamente no se encuentran en el pleno uso de su razón.” Bajo Pío IV se encerró el afamado concilio de Trento (en diciembre de 1563), que estuvo deliberando por dieciocho años, al objeto de empezar la largamente necesaria reforma de la Iglesia en “cabeza y miembros”. El concilio se encontraba bajo la supervisión inmediata del Papa. Cardinal Del Monte fungía constantemente de correo entre Trento y Roma, y las instrucciones del Papa tenían influencia determinante en todas las decisiones. Todo mundo gritaba que el concilio no podía estar en uso de su razón, pero nadie podía cambiarlo. El obispo Dudith de Tina en Dalmácia, y otros más decían: “El Santo Espíritu, que instruye a los Padres reunidos en Trento, cayó en la trampa romana.” Los Santos Padres no se esforzaban excesivamente. Cada mes una sesión, caso no habían vacaciones o fiestas que interrumpían las mismas, y si por mala suerte alguna vez se llevaba a cabo una sesión, ésta solía perderse en habladurías inútiles. Se disputaba con toda seriedad, que se merecen cuestiones tan importantes, como los son el rango de los diputados, las vestimentas, sellos, etc. Luego se preguntaba, ¿si se empezaría con la fe o con la reforma? Finalmente se decidieron por la fe, visto que había algunos desubicados ¡que llegaron a manifestar que la reforma debería empezar por la cabeza! Los franceses, así como los alemanes, generalmente tan pasivos, perdieron la paciencia. Un delegado imperial incluso llegó a afirmar que al Papa y sus delegados “se habrían puesto al revés la herradura, para dar la impresión de que estaban caminando hacia delante, cuando en realidad retrocedían.” Cuando el pueblo, que, luego de tantas promesas, ansiaban por las decisiones del concilio como los niños por la navidad, empezaba a insistir, delegados mediante, recibían como respuesta, “que el dictamen aún no se encontraba listo”. Cuando finalmente se concluyó el dictamen, todo el mundo se consideró estafado, y se exaltó. Al cierre del concilio se levantó el cardinal de Guise y exclamó: “¡Maldichos sean todos los paganos!” “¡Maldichos! ¡Maldichos! ¡Maldichos!” prorrumpieron los Señores delegados en coro, y el “Santo Espíritu” en Roma se burlaba a escondidas. Ciertamente no era el camino indicado para hacer volver a los protestantes al regazo de la Iglesia, lo que había sido el objetivo principal del interminable concilio. No hay necesidad de grandes capacidades proféticas para predecir que el concilio que se pretende llevar a cabo este años (1868), tendrá desarrollo similar al de Trento. El viejo que ahora carga la tiara carcomida (Pío XI), sufre la ilusión que estamos en el año 1368, y obra en conformidad. Es una suerte que prácticamente no tiene importancia lo que decida el concilio, visto que a nadie le importará, y que los días del Gobernador de Dios están contados: Haga tu cuenta con el Cielo, Gobernador Tendrás que irte, tu reloj marcó las doce. El concilio de Trento fue el último que se llevó a cabo, y sus decisiones son hasta hoy día la Ley de la Iglesia Romana. Hume dice sobre el tema a la Reina Elisabeth de Inglaterra: “El concilio de Trento es el único llevado a cabo en un siglo de incipiente esclarecimiento y pesquisa; la ciencia tendrá que degenerar bruscamente, si la raza humana vuelve a ser víctima de tal estafa”. El escritor protestante Haidegger comparó al Papismo con una prostituta, que se hace cada vez más descarada con cada día de profesión. Ciertamente ésta comparación no es muy educada; pero cuando uno hojea las decisiones de Trento, uno se ve obligado a coincidir con él. Todas las estupideces que se habían introducido furtivamente en la Iglesia Cristiana fueron sancionadas solemnemente en el concilio, y a todo desvío de las fórmulas de fe de Trento, esperaba “la pérdida de la salvación”. Lo poco que se podía esperar del concilio era evidente, pues los Jesuitas se apadrinaron de la misma, y aconsejaban al Espíritu Santo. Éste concilio tuvo consecuencias grandiosas, y la más destructiva fue probablemente que los Papas, que antes habían hecho constante oposición al poder secular, a partir de ahí hicieron cosa común con él, a fin de paralizar las tendencias visibles a la búsqueda de condiciones mejores, y de libertad política. Pío IV, “expiró su alma por la parte del cuerpo por el cual la había recibido”. Le siguió Pío V, antes supremo- inquisidor. A su elección habría manifestado: “como monje esperaba ser salvo; como cardinal lo dudaba; y como Papa lo creo imposible”. Éste Pío V., que tuvo una escuela apropiada como supremo- inquisidor, fue el más sanguinario de todos los Papas. Sólo le movía una idea: Eliminación de los herejes. Fue el maquinador del casamiento de sangre de París, las persecuciones horrendas en Holanda bajo el Duque Alba, quien se yactaba de haber hecho ejecutar a 18.000 personas en seis años. El motivo de la crueldad de éste Papa no era solamente su fanatismo religioso. Por ejemplo mandó colgar da Nicolau Franco ¡debido a un inocente dístico, que hizo en el recién contraído retrete en Latern (palacio del Papa)!: Papa Pío V, teniendo compasión de las barrigas cargadas, Construyó éste retrete, una noble obra. Es la traducción de estas líneas que llevaron al poeta a la horca. El pobre hombre gritó con razón: “¡Es demasiado castigo!” y aún en la escalera pensaba que se trataba de una escenacíón, y preguntó: “¿Cómo, Nicolau a la horca?” Cuando Pio, bajo horrendas dolores vesiculares exhaló su alma diabólica, hubo manifestaciones generalizadas de alegría. Las prostitutas públicas, prácticamente pensionadas durante su gobierno, se agruparon en júbilo al derredor de su cadáver, e incluso el sultán turco organizó festejos de alegría por razón de su muerte. Pero no puedo dejar de mencionar lo bueno de que se tiene noticia de éste Papa, y tanto menos como es una rareza en la “Silla Apostólica”. Llevó una vida sin lujos, de eremita, vestía un cinto de alambre con púas del ancho de una mano (llamado Zizilium) sobre el cuerpo desnudo, y ninguna camisa. Su alimentación eran hortalizas y su bebida agua. Gregorio XIII siguió el camino del fanático odio anti- hereje de su antecesor, si bien no sus valores morales. Le explicó al pícaro general jesuita Aquaviva, que sería permitido a los protestantes, principalmente eruditos, príncipes y funcionarios superiores, mediante gracia Papal especial, para el caso de que volviesen a la fe católica, de negar la recién adquirida fe, y seguir en todas sus costumbres protestantes, o sea, portarse antes como después como protestantes. Luego de Gregorio, Sixto V (1585 – 1590) ocupó la Silla Papal. Su padre era viticultor, su madre una criada, y él mismo, en su adolescencia, cuidaba a los chanchos. Por ello bromeaba a menudo: “Soy de una noble casa; Sol, viento y lluvia tenían libre acceso a la casa de mis padres.” Su nombre fue Felice Peretti, y nació en el año 1521 en Grotta a Mare, cerca de Montalvo en Anakona. Un franciscano, a quien le gustó el muchacho, lo quitó de los chanchos, llevándolo al monasterio, y con ello, al pie de la escalera, que acabaría dejándolo sobre la Silla Apostólica. – Ascendió meteóricamente. Papa Pío V le era favorable, y lo hizo Cardinal de Montalvo; pero Gregorio no lo soportaba, y por ello prefirió retirarse plenamente, y dar las apariencias de un franciscano de cuerpo y alma. Jugó tan bien su papel, que todos los cardenales fueron engañados. Se mostraba extremamente humilde, simple y corporalmente débil, aguantaba callado cuando se le llamaba de “burro de la Mark”, pensando que, quien ríe por último, ríe mejor. Los cardinales se vieron divididos en seis grupos a la hora de elegir al Papa, y como ninguno de ellos quería ceder a las pretensiones de los otros grupos, la mayor parte de los cardinales exclamó: “que sea Papa el burro de la Mark”. Apenas el montaltense, que se movía en muletas, se percató que sumaba la mayoría de los votos, cuando inmediatamente tiró las muletas y se empertigó como una vela, escupió hasta el techo de la capilla, y empezó a cantar un Tedeum en voz de barítono, que hacía tremolar las ventanas. Uno se puede imaginar el susto de los cardinales. Cuando el maestro de ceremonias preguntó al Papa, conforme la costumbre, si aceptaba el honor, éste respondió: “Aún tendría fuerzas para soportar un segundo Papado”, y cuando uno de los más soberbios cardinales lo felicitó por sus buenas apariencias, dijo, riéndose: “Si, si, como cardinales buscábamos agachados las llaves del cielo; nosotros las encontramos y miramos en pie hacia el cielo, visto que ya nada tenemos que buscar sobre la tierra.” Uno de los cardinales, que siempre se había interesado por su persona, quería arreglar su birrete, pero Montalvo lo rechazó con las palabras: “No simule tanta familiaridad con el Papa.” Cardinal Farnese, que nunca confió mucho en la persona que ahora se trasformó en Papa, al cual siempre había llamado de tragador de Padre Nuestro, se expresó ahora de ésta manera ante sus colegas: “Pensaban, haber hecho Papa a un tonto; ¡han hecho Papa a uno, que nos tratará a todos como tontos!” Pasquino apareció con un plato lleno de escarbadientes. Sixto V siguió su vida severa de monje también como Papa, y agarró con energía las riendas del gobierno, hasta tanto manejadas al descuido. Primero trató de librar al país de las bandas de ladrones, que se habían multiplicado bajo Gregorio XIII, de tal manera que ya nadie estaba seguro de su vida. Quinientos criminales esperaban la libertad al momento de su asunción; pero Sixto les mandó hacer el proceso, y las horcas no se vaciaban. “Prefiero ver llenas a las horcas que a las cárceles”, solía decir. Toda Roma se aterrorizó, pues su castigo alcanzaba tanto ricos como pobres, cosa a la cual hasta ahora no se estaba acostumbrada. Conde Pepoli, quien había dado protección a los bandidos, fue decapitado en Boloña, y la villa del prelado Cetrino el Papa mandó echar a tierra, por haber sido un conocido aguantadero de bandidos. “Perdono”, dijo, “lo que ocurrió bajo Montalto; pero como Sixto tengo que echar ésta casa y poner una horca en su lugar.” Cesarion se hizo cartujo por temor. Uno de los bargellos (policiales campestres) los cuáles en excesivas ocasiones hacían cosa común con los bandidos, trató de esconderse cuando avistó a Sixto. Éste mandó encadenarlo, libertándolo sólo bajo la condición de que dentro de ocho días debería proporcionarle una cierta cantidad de cabezas de bandidos. Sí, el Papa, en su cruel amor por la justicia llegó al punto de mandar revisar viejos expedientes penales, a la búsqueda de criminales. A un tal Blaschi, que ya había escapada a Florenza hace 36 años debido a un asesinato, mandó requerir y decapitar. Su severidad le dio material más que suficiente a Pasquino. En cierta oportunidad se veía retratado en la estatua la puente de los ángeles, con estatuas antepuestas de los Apóstolos Pedro y Paulo. Pedro se encontraba vestido con botas y tapado de viaje. Paulo expresaba su extrañeza, preguntando por el motivo de la vestimenta, y Pedro respondió: “Quiero esconderme, pues hace 1500 años le corté la oreja a Malchus.” Sixto administraba su justicia con pasión extrema, y en cierta oportunidad, luego de una ejecución, manifestó durante la cena: “Nunca tengo más apetito como después de tal acto de justicia.” – Pasquino apareció otra vez con una fuente llena de pequeños patíbulos, hachas etc., y dijo: “Éste caldo le dará apetito al Santo Padre.” Las madres ahora empezaron a asustar a sus niños con el Papa, y cuando éste aparecía en las calles, todos trataban de escabullirse. Clara señal, de que en Roma había muchos bribones y otros personajes, que tenían motivos para temer el rigor del Papa. No solo perseguía a bandidos, sino también a los comerciantes de carne humana, o los alcahuetes, que acostumbraban a vender a cardinales y ricos libertinos sus mujeres e hijas. A una prostituta famosa, Pignaccia, que sólo era llamada de princesa, mandó asesinar, y hacer un bello hospital con su patrimonio. Cuidó paternalmente de los pobres en tiempos de dificultades, y no sólo mandó distribuir alimentos y bajar el precio de los mismos, sino también mandó construir fábricas de seda y paños; obligaba a la nobleza a pagar sus deudas, lo que costaba mucho a ésta. Una característica loable en Sixto fue, que se recordó de regalos y favores recibidos con anterioridad. A un zapatero pagó en cierta oportunidad sólo seis Paoli, diciendo: “Lo demás le pagaré cuando sea Papa”. Ahora pagó su deuda con intereses, entregándole al hijo del zapatero – un obispado. De la misma forma agradeció a un prior, que le había prestado cuarenta años antes cuatro Skudi. Tampoco se olvidaba de sus parientes, pero pese a estos gastos extraordinarios, y los ingresos ahora perceptiblemente reducidos de la Silla Papal, llegó a depositar tres millones de skudi en el tesoro papal, mientras otros Papas solían hacer deudas. Sixto era dotado de inteligencia y picardía, pero era muy sensible ante la picardía ajena. Pasquino, en cierta oportunidad secó su camisa en día domingo. – “¿Por qué no esperas hasta el lunes?” “La seco antes que se venda el Sol”, y su camisa sin lavar excusó diciendo: “El Papa hizo de mi lavandera, (su hermana Camilla) una princesa.” Estas burlas insultaron gravemente al Papa. Prometió mil ducados al autor de estos versos, al mismo tiempo de garantizar la vida al último. Un pícaro pensó ganarse él mismo ésta recompensa, y fue estúpido lo suficiente para denunciarse a sí mismo. Sixto lo dejó con vida, como prometido, pero le mandó arrancar la lengua y cortar las manos, luego le pagó los mil ducados prometidos. Pese a algunas de sus buenas calidades, y su odio contra los jesuitas y contra el tirano español Felipe II, siguió siendo un monje fanático, que creía de buena costumbre hacer quemar a los herejes. El asesinato de Enrique III de Francia fue aprobado por Su Santidad, y cuando la vengativa Reina Elisabeth de Inglaterra mandó ejecutar a Maria Stuart, exclamó: “¡Feliz reina! ¡Una cabeza coronada a sus pies!” Además supo reconocer el valor del rey Enrique IV y de la Reina Elisabeth diciendo cierta vez: “Sólo conozco un hombre y una mujer dignos de la corona.” Elisabeth lo supo, y bromeó: “Si alguna vez me caso, lo haré con Sixto.” Éste exclamó, cuando se le informó de ello: “¡Seríamos capaces de Engendrar un Alejandro!” Los jesuitas pretendían convencer a Sixto, a tomar a un jesuita como confesor, pero éste alegó: “Sería mejor para la Iglesia, si los Jesuitas querrían confesar al Papa.” Hizo mucho para embelezar a Roma, creando varias instituciones útiles. Bajo su administración también se volvió a levantar el gran obelisco egipcio en la Piazza del Popolo, que tiene dos inscripciones muy extrañas: “Cesar Augusto subyugó Egito y lo dedicó al Sol” en uno de sus lados, y sobre el otro: “Sixto V Pontífice máximo dedica éste obelisco, luego de la purificación, a la Cruz.” Sixto V era demasiado severo para los conceptos de los cardinales y de los romanos, y así no es de extrañar que prontamente empezara a enfermarse. Su médico particular le sintió la nariz, pero éste se empertigó rabiado y exclamó: “¡Cómo! ¿Te atreves a tocar la nariz de un Papa?” El pobre doctor se enfermó del susto. En el año 1590 murió este último Papa temido. Podría haber vivido más tiempo, posiblemente por el bien de la humanidad, pues empezó a disolver la mayoría de las órdenes de monjes. Quizás murió debido a esta intención. Los Romanos jubilaron al verse libre de éste carrasco, haciendo pública su alegría al romper en pedazos la estatua del Papa que se encontraba sobre el capitolio. Pasquino dijo: “Si alguna vez vuelvo a nombrar un monje como Papa, que eternamente me quede el nabo en el trasero.” El primer Papa del siglo XVII fue Paulo V, quien fue electo después de las más complicadas intrigas en el conclave. Habría pretendido remedar a Sixto V, pero la reforma había disminuido enormemente el prestigio de los Papas. Paulo quería mostrar su poder en Venecia, pero al Senado de ésta República no le importaba el rayo de la excomunión Papal, que ya había degenerado a un rayo de teatro. El Papa se retozó, exigiendo obediencia ciega; pero el delegado savoyano le esclareció sobre su punto de vista en relación a gobiernos y príncipes y le dijo directamente: “La palabra obediencia es indecorosa, cuando se trata de un príncipe. Todo el mundo consideraría razonable, si Vuestra Señoría utilizaría un poco de moderación. Los jesuitas trataban en vano a incitar al pueblo veneciano a la indignación, para finalmente, junto con una multitud de otros monjes, abandonar la ciudad. El pueblo envió detrás de ellos una serie de maldiciones. El senado principalmente se dedicó a combatir los excesos de los sacerdotes con mucha energía; todos los sacerdotes le obedecían, y no les afectaba el interdicto Papal. Sólo el vicario mayor del obispado de Papua mandó responder al Senado por la prohibición del interdicto, que haría lo que Dios le mandaría hacer, pero cuando se le respondió que Dios había sugerido al Senado a que mandase colgar a cualquier desobediente, el corajudo cura se calmo rápidamente. En esta lucha entre Venecia y el poder Papal brilló el monge Paul Sarpi, también llamado padre Paolo, quien combatía con ágil pluma y habilidad las usurpaciones papales. Los cardinales Gellarmin y Baronius martirizaban inútilmente su inteligencia, tratando de combatir a Sarpi, aún cuando podían tenían a disposición todo el armamento de mentiras Papales. A fin de librarse del peligroso adversario, se resolvió asesinar a Sarpi. Una noche (1607) fue atacado por dos bandidos, que le asentaron quince golpes de puñal. Mientras los recibía el mártir de la verdad, exclamó: “¡Conozco la letra de la curia Romana!” Pero Sarpi no murió a causa de sus heridas, y la simpatía que le brindaron todos los venecianos en su desgracia, le sirvieron de plena gratificación por lo que había sufrido. Y como se conocía al “estilo de la curia romana”, Sarpi tuvo que andar acompañado de un agente de seguridad cuando salía, y el médico que lo había curado, fue nombrado caballero de la orden de San Marco. Urbano VII, que murió en el año 1644, era un pequeño tirano, visto que le faltaban fuerzas para ser uno grande. Odiaba de corazón a herejes de toda clase, y trataba de todas las maneras atizar el fuego del fanatismo contra los mismos. Publicó la bula demente, que comienza con In coena Domini, y en la cual todas las ramificaciones de los herejes fueron maldecidos hasta el más profundo del infierno, “en nombre del Dios Todopoderoso, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta bula está siendo leída públicamente hasta los días de hoy, todos los años en jueves santos en todas las Iglesias romanas. Además éste amable Papa era lo que se puede llamar de “picapleitos”; trataba cualquier insignificancia con total dedicación. Así prohibió bajo amenaza de pesado castigo, que se masque, aspire o fume tabaco en las iglesias. Pero Inocencio XII, posterior, fue más lejos, ¡al amenazar con excomulgar a cualquier persona que aspire tabaco en la Iglesia de San Pedro! – Asimismo Urbano ordenó, que los señores del coro de San Antonio – no se hagan mas cosquillas en broma, y que, para la fiesta de San Marco – ya no se deje entrar a los bueyes en la iglesia. Entretanto entran tantos bueyes más en los demás días de fiesta, pues ordenó que, además de los 52 domingos también se festeje otros 34 días de fiesta, bajo sanción de pecado capital. Juntó 20 millones de Skudi, pero que en su mayoría fueron distribuidos entre sus familiares y parientes, legando a la posteridad una deuda de 8 millones. Inocencio X fue un Papa miserable, que se dejó manejar al antojo por Donna Olympia, la viuda de su hermano, y su amante. Esta mujer impúdica gobernó a la Iglesia cristiana y negociaba abiertamente cargos y prebendas. Al sólo objeto de hacerse de dinero, secularizó dos mil conventos, o sea, los cerró e incautó sus bienes. Aún en los últimos diez días antes de la muerte del Papa habría desviado medio millón de scudi. Cuando cierta vez perdió una suma de importancia en el juego, habría dicho entre risas: “Si no son más que los pecados de los alemanes.” Expresión similar se atribuye a Alejandro VI. El Papa protestó contra la Paz de Westfalia, que volvió a darle la paz al mundo luego de 30 años de guerra, porque acorde a la misma, diez fundaciones serían secularizadas. Inclusive Austria se escandalizó ante tal infamia, y la bula, que el Nuncio Apostólico mandó encolar en todas las iglesias austriacas fueron arrancadas, y el dueño de la gráfica en la cual había sido impresa, fue encarcelado y castigado con multa de 1000 Táler. Inclusive el Emperador Fernando, santurrón como era, dijo al Nuncio Melzi: “El Papa no tiene nada a reclamar; En el reino las cosas van arriba y abajo, mientras él se deja acariciar por Olimpia.” El último Papa del siglo XVII fue Inocencio XII, un hombre, que, comparado con los demás Papas puede ser llamado de relativamente sensato. Vivió la alegría de verle al Príncipe del país en el cual había comenzado la reforma, volver al regazo de la Iglesia Católica, “única salvadora”, o sea, Frederico Augusto, príncipe elector de Sajonia, quien se vio obligado a hacerlo para ser nombrado Rey de Polonia, y el cual, al igual que el Rey Henrique IV de Francia pensó, “que una corona de Rey vale una misa”. En su íntimo Frederico Augusto no era católico romano, o sea, era liberal en cuanto se refería a cuestiones religiosas. Como príncipe tuvo relaciones frecuentes e Viena con el posterior Emperador José I. Éste se quejaba por que le había aparecido un fantasma en su castillo, que le había advertido para cuidarse de las herejías, amenazándolo con volver en tres días caso no cambiase de actitud. El príncipe sajón le pidió a José, autorización para dormir en su habitación, pues tenía interés particular en conocerle más de cerca al fantasma. Y efectivamente éste volvió a aparecer, pero Frederico Augusto lo agarró con tal fuerza, que el fantasma en su temor empezó a gemir: “¡Jesús, Maria, José!” El Príncipe tiró al fantasma por la ventana, y, sorpresa, ¡era el Señor Reverendo, el Confesor! Poco más se puede decir de los Papas del siglo XVIII, a no ser que mayormente se sometían a los deseos de los jesuitas, al mismo tiempo de que trataban de recuperar sus poderes muy menguados, por caminos rastreros, tratando de socavar el fundamento del Estado mediante los jesuitas, los topos de la corte, pero los cuáles sólo acompañaban a los intereses de los Papas, mientras coincidían con los suyos. En general ahora incluso los Santos Padres empezaban a hacerse más humanizados; esto quiere decir que las desviaciones animalescas con las cuales se había ensuciado la Corte Papal, se empezaban a practicar más en secreto, visto que ya se tenía más motivos para temer el escándalo público. Antiguamente a Roma no le preocupaba la opinión pública, pero finalmente la reforma enseñó, que no se podía hacerlo sin castigo, y que incluso a los Vice- Dioses ya no estaba permitido vivir como los chanchos. Benedicto XIV (1740 – 1758) fue el Papa más erudito y humorístico, que había sentado hasta entonces en la supuesta Silla de San Pedro. Evidentemente, debido a su posición estaba obligado a apoyar y defender las viejas autoarrogaciones de los Papas, principalmente aquellas que producían dinero; pero hasta donde estaba en sus manos, trató de amenizar y conciliar. Sólo contaré dos anécdotas que lo caracterizan bastante bien como persona. Luego de haberle mostrado todas las singularidades del Vaticano al Duque de York, o sea, a un hereje, lo abrazó y dijo: “Ya sé que no le importa mi absolución, pero la bendición de un hombre viejo no le hará daño.” Un viejo capitán del mar, de nombre Mirabeu, se presentó con sus oficiales ante el Papa. Los jóvenes no pudieron contener la risa ante la ceremoniosa etiqueta. El capitán balbuceó algunas palabras de disculpas, pero Benedicto lo interrumpió: “Tranquilícese usted, pues, si bien soy Papa, no está en mi poder impedir la risa a los Franceses.” Clemente XIII (1758 – 1768) fue nuevamente un fanático. No podía olvidarse de los tiempos en los cuales los emperadores se arrastraban sobre rodillas ante los Papas, y en los cuales todos los pueblos se dejaban descuartizados vivos. Todas las auto arrogaciones Papales, inclusive aquellas que fueron condenadas por este motivo, para él eran instituciones santificadas para la conservación de la Iglesia; le eran religión y cuestión divina. Esperaba toda salvación de los Jesuitas, y los aglomeraba al derredor de su trono. Lo que dio a Pasquino suficientes motivos para la burla: Cierta vez el sátiro de piedra romano se expresó así: “He plantado un viñedo, en la esperanza de que cosechar uvas, pero coseché sardinas. Clemente puso precio a la cabeza del burlón; en la misma mañana Pasquino respondió: “¡Es el Profeta Jeremías!” Al mismo tiempo el Papa vivió la desgracia, de que el tan piadoso Portugal, sí, incluso Francia, le mandaron a los Jesuitas a su padre, o sea, al diablo, declarándolos “enemigos del poder secular, de todos los soberanos, y de la paz pública”. Pero Clemente no entró en razón; volvió a confirmar a los Jesuitas, pero sin suerte. Su bula respectiva fue quemada en Francia a la mano de un carrasco, y su publicación prohibida en Portugal bajo amenaza de ejecución. España, tan santurrona, incluso tomó un paso más decisivo. Todos los Jesuitas del país fueron alzados en carrozas durante una linda mañana de primavera, - y trasportados al Estado de la Iglesia. En fin, por todos los lados empezó la cacería contra estos insectos peligrosos. El Papa, devorado a la medias por éstos vampiros negros, - ¿a los cuáles ahora tuvo que alimentar!, - llevó las cosas a tal punto que le dio ganas a Francia a tomarle personalmente por el cuello al Testarudo de Roma; pero la muerte lo salvó de éste destino. Su sucesor, Clemente XIV, finalmente se vio obligado a dar oídos a las voces de protesta generalizadas. En fecha 21 de julio de 1773 se suprimió a la Orden Jesuítica. El acto causó júbilo inmenso y generalizado en Europa. Clemente, al firmar la respectiva bula, dijo: “Este acto me costará la vida.” Conocía su gente. Murió de la pócima Jesuita. Un poderoso de Viena preguntó inocentemente a un ex- Jesuita: “¿Clemente está muerto, cierto, lo han perdonado? – “¡Si, así como perdonamos a todos los culpados!” respondió con semblante tierno el digno discípulo de Loyola. Clemente XIV fue el mejor entre 200 Papas. Ocupó la “Silla de Pedro” desde 1768 a 1774, y ya que deben existir Papas, yo querría que aún continuase ocupándola. Con placer cuento la historia de la vida de éste hombre, y siento no poder seguir con ella hasta el final de ésta obra. Su nombre auténtico era Ganganelli. Escaló, debido a sus virtudes, hasta los más altos honores clericales, y cuando, sin buscarlo, se hizo Papa, continuó siendo persona tan sencilla como lo fue en sus tiempos de monje. Su almuerzo era simples como de un campesino, y cuando los cocineros de la Corte se lamentaban de esta sencillez, dijo: “Quédense con su sueldo, pero no me exijan que pierda la salud a causa de su arte.” Todos los Papas trataban de enriquecer a sus “népotas” – o sea, a sus primos -, pero él se ocupó del bienestar de sus vasallos. Cuando se le preguntó, “si no se debía enviar noticia por correo a su familia de su elección como Papa”, respondió: “Mi familia son los pobres, y éstos no acostumbran recibir noticias por un correo.” Ganganelli fue una persona de primera categoría en todos los sentidos, una de las pocas excepciones del antiguo adagio, “de que todos y cualquiera se transfigura al momento de hacerse Papa”. De su poder Papal, hasta donde le fue posible, sólo hizo uso caritativo, y su filantropía y beneficencia eran ilimitadas. Dos soldados fueron condenados a la muerte, y finalmente uno de ellos fue condonado. Ahora se les obligó a jugar los dados por la vida, pero el Papa no lo permitió, sino que perdonó a ambos, diciendo: “Si fui yo que prohibí el juego de azar.” – Un Lord inglés se vio tan maravillado por el Papa, que exclamó: “Si le estaba permitido casar al Papa, le daría mi hija.” Luego que Clemente haya investigado cuidadosamente la cuestión de los Jesuitas por tres años, suscribió la famosa Bula: Dominus ac redemptor (las bulas siempre son denominadas acorde a sus primeras letras), por la cual se había suprimido la orden jesuítica, y con ello, como bien lo sabía, su sentencia de muerte. Ya en la semana santa de 1774 el veneno empezó a destruir el cuerpo de este buen hombre. No había remedio que lo pudiera curar. Murió el 22 de septiembre. El cuerpo se vio tan destruido por el veneno, que siquiera el acto de embalsar sirvió para nada. Perdió los cabellos, y la piel se separaba de la cabeza, de manera que la misma tuvo que ser cubierta con una máscara para el velorio. Aún me falta decir de éste Papa, que consideró inapropiado la blasfemia contra los herejes que se practicaba a cada jueves santo, y que por ello levantó la bula antes citada “In coena Domini”. Protegió a todos los hombres de valor, ya hayan sido protestantes o católicos. Consideraba la inquisición una aberración, y aún antes de haber sido Papa, libertó a muchos de sus garras. El agradecido locador de habitación del Papa, Giorgi, le sentó un memorial elaborado por el famoso escultor Canova, pero uno muchísimo más espléndido e indestructible sentó Clemente XIV personalmente con su propia vida en la historia. Después de una violenta disputa en el conclave, los Jesuitas impusieron su voluntad, nombrando Papa a uno de sus amigos, de nombre Braschi, como Pio VI (1775 – 1799). Era ignorante, astuto, intolerante, soberbio, orgulloso, libertino, terco, codicioso, despótico, colérico, ladrón, presumido, y vanidoso. – Una bella galería de pésimas virtudes; pero en compensación, la lista de las buenas es tanto menor, de manera que apenas vale la pena citarlas: Era un buen comediante y un bello, viejo Señor; estas son todas sus virtudes. Tal persona efectivamente no era indicada para dar sostén al Papismo tambaleante. Se desprendía y perdía un pedazo tras el otro del mismo, y una buena parte de esta degradación agradecemos a la obra de un alemán, el obispo auxiliar de Trier, J. R. de Hontheim. Trataba “sobre la situación de la Iglesia, y del legítimo poder del Papa”, y en ella demostraba, que la situación de la Iglesia es deplorable, y el poder del Papa usurpado. Éste libro espléndido, obra de veintitrés años de aplicación, traducido a varios idiomas, causó daño inmenso al Papado, siendo el punto de partida para varios escritos parecidos. Mientas tanto Hontheim, de ochenta años, fue obligado mediante diversas torturas a retractarse; lo hizo para tener paz en su edad avanzada; pero esto en nada perjudica las pruebas contenidas en su libro; nadie las pudo contestar. El Emperador José II hizo pocas ceremonias con el Papa y los curas. Cerró muchos monasterios, creyendo más razonable mantener el dinero de su población dentro del país, en vez de remitirlo a Roma. Los jugosos giros de Viena se hacían esperar, y como Pío VI no podía carecer de ellos, resolvió viajar a la citada capital, a efectos de deshacer el atascamiento. Si bien el Emperador le manó decir, “que prontamente viajaría a Roma, para pedir el consejo de Su Santidad” – Pío hacía que no entendía el mensaje. Los vienenses se exasperaron ante la presencia del Papa en la ciudad. Desde el concilio de Constanza no apareció más Papa en Alemania, ¡y ahora inclusive llegó a Viena! Y además uno que era excelente comediante. Las damas quedaron alocadas por la diversión, y se apiñaban para besar las zapatillas de Su Santidad, expuestas en la antesala. El emperador José se encogió de hombros frente al entusiasmo de sus vienenses, le hizo todos los honores al Papa, pero destruyendo totalmente el objetivo del viaje del mismo. Pues cuando Pío trató de tocar el tema por el cuál vino, José le pidió que lo ponga todo por escrito, pues nada entendía de teología, remitiéndolo al canciller de estado Kaunitz. Ahora el Papa esperó por lo menos por la visita de éste Ministro; pero esperó en vano, y el Santo Padre tuvo que decidirse en comparecer personalmente, bajo la excusa de apreciar sus obras de arte. Pío le pasó la mano al canciller para el beso, pero éste se limitó a tomarla en un cordial saludo, lo que dejó al Santo Padre completamente perplejo. Lo quedó aún más, cuando Kaunitz lo empujaba de un lado a otro, sin cualquier ceremonia, frente a sus hermosos cuadros, “a fin de que encuentre el mejor punto de vista”. Pero esto no acababa de lograr Pío en Viena, y el millón de Skudi, que le costó el viaje, se fue al tacho. El Emperador le regaló al Papa una bella carruaje vienense de viaje – ¡quizás otra señal diplomática! – y una cruz de diamantes, al valor de 200.000 florines, como premio de consolación por la herida sufrido en su Honor Papal. A la vuelta del viaje Pío pasó por Munique, donde se olvidó de las humillaciones sufridas. Llamó a la ciudad “la Roma alemana”, un nombre que no le envidian las demás urbes alemanas. “Aún trato de convencer mi pueblo, que puede permanecer católico, sin hacerse romano”, dijo uno de los mejores emperadores una vez en Azura. ¡Pobre emperador! Tuvo la misma suerte que su antecesor Frederico II de Hohenstaufen; el estúpido populacho lo abandonó. Pío experimentó no solamente un Emperador renegado de Austria, sino también vivió la grande revolución, que limpió la casa de los curas. En 1798 Berthier entró en Roma, y los nuevos republicanos romanos cantaban: Non abbiamo Pazienza, non vogliamo Erninenza, non vogliamo Santita, ma - Egualianza e Liberta. (No tenemos paciencia, no queremos eminencia, ninguna santidad, sino libertad e igualdad.) Se había especulado que el Santo Padre, de edad ya avanzada, tomase rápidamente el camino al cielo, por disgusto; pero como no daba ninguna señal de ello, los republicanos urdieron una manera para quitarlo por lo menos de Roma. El general Ceroni se fue junto a él y le dijo: “¡Sumo Sacerdote! El gobierno tiene fin; el pueblo tomó su propia soberanía.” Luego se le quitó al Papa sus alhajas e incluso su anillo, exigiéndole que vista al emblema tricolor. Pero el viejo Pío se negó, diciendo: “Mi uniforme es el uniforme de la Iglesia.” Visto que nada había que hacer con el viejo, se lo alzó a un carruaje, llevándolo bajo escolta segura a Siena, y finalmente a Florenza, hasta la allí instalada cartuja. Los piadosos católicos lo apoyaron con abundancia, y el viejo hombre humillado habría expirado tranquilamente su vida en este lugar; pero esto no le fue concedido. Luego que su népota (primo) le causó el disguusto de escaparse con el resto de sus bienes, los republicanos lo obligaron a viajar a Francia, ante la presencia del enemigo. Pío estaba enfermo, y le mostró a los médicos sus pies hinchados, y con abolladuras, con las palabras de Pilatos: ¡Ecce Homo! Pero aquello que el pueblo tuvo que aguantar por tanto tiempo en la mano de Papas y Príncipes, hizo que los corazones de los republicanos se hiciesen insensibles ante el sufrimiento del viejo Papa. Tenían que vengar la opresión de siglos y la sangre de millones, derramado por los Papas “por la fe”. Y Pío tuvo que emprender viaje, pasando los Alpes, surcando hielo y nieve, mayormente de noche, para impedir agolpamiento de católicos, hasta llegar a Valencia a la Rhone. Nosotros alemanes somos idiotas de corazón derretido, y los sufrimientos de un viejo y enfermo, humillado enemigo, aún cuando rabioso, nos causan lástima. Me pasa lo mismo, y a fin de no hacerme sentimental, me obligo a recordar al Emperador alemán Henrique IV, como, enfermo de cuerpo y alma, cruzó los Alpes en el más duro invierno, con nieve y hielo, para humillarse ante un Papa en el patio del castillo de Canossa, casi desnudo; veo las víctimas de la inquisición contorciéndose en el palo de la tortura – y me alegra que la sed de venganza no haya caído por mala suerte sobre un Papa bueno, sino que le alcanzó a uno libertino. Pío cargó sus sufrimientos como un hombre, y no habría sido justo dejar de reconocerlo. Se pretendía llevarlo desde Valence, más adelante hasta Dijon, cuando murió en 29 de Agosto de 1799. No dejó nada sino un pequeño guardarropa, al valor de 50 Livres, declarado patrimonio nacional por la Maire. – Las revoluciones a menudo hieren a las personas en particular; pero con más frecuencia causan un bien a la humanidad. – ¿Dónde estaríamos sin 1848? Pío había intentado eternizarse mediante varios edificios insulsos, a los cuales siempre hizo tallar su nombre y su escudo, asimismo pretendió secar los pantanos de Pontinio, si bien sin suceso. Con ello perdió sumas inmensas de dinero, además de que el intento le rindió el mote de Il Seccatore, lo que significa secador, pero al mismo tiempo una persona extremadamente incómoda. A la muerte de Pío, Pasquino tuvo mucho que hacer. Respondió a la pregunta: “¿Cómo se encontró el cadáver del Santo Padre?”- En la cabeza estaban sus népotas, en el estómago la orden clerical de José, y en los pies los pantanos de Pontino. Quién habría pensado jamás, que Francia, que creó hace mil años el poder del Papa, alguna vez habría de poner bajo pensión al Vice- Dios. Pero el tiempo de los milagros había vuelto, sólo que el hacedor de milagros no fue ningún santo, sino Napoleón I. El gran Bonaparte traicionó a la libertad, y era mezquino lo suficiente como para pretender ser emperador, y esto sólo era posible, mientras promoviese la estupidez de la humanidad, y para ello necesitaba nuevamente de un Papa; pues curas y déspotas se necesitan el uno al otro como el mango y el martillo. El nuevo Papa Pío VII le ungió a Napoleón. Pasquino no pudo cerrar su boca; respondió a la pregunta; “Por qué está tan caro el aceite” – “Por que se ha ungido tantos reyes, y cocinados tantas repúblicas.” Temblando y temiendo Pío se fue a Francia, pero los leones salvajes de la República ya se hicieron nuevamente tiernas ovejas de la Iglesia, y el mismo Papa declaró: “Cuento con ser recibido como hombre honesto, pero no como Papa.” Pero los parisienses eran – parisienses filtrados por el impulso de la Revolución. El cortejo de coronación no era para ellos un espectáculo santo, sino una farsa, y cuando Pío VII impartió su bendición, los burlones gritaron: ¡bis! ¡bis! Especial motivo de mofa era el burro, sobre el cuál el portaestandarte con la cruz le precedía al Papa en su carruaje Papal: “¡Pues, miren la caballería Papal! ¿Y, el burro apostólico: el santo burro, el burro de la Virgen!” y se escucharon resonantes carcajadas frente a la Catedral de Notre-Dame. El Rey le hizo esperar al Papa durante una hora en la Iglesia, y luego se puso él mismo la corona, con su esposa. Pío VII tuvo que limitarse a desempeñar un papel subalterno de figurante. Con cólera en el corazón, el Santo Padre volvió a Roma. Quizás la burla de los parisienses lo enloqueció un poco. Empezó a equivocarse en el calendario, pensando vivir ocho siglos antes, pues pensaba seriamente en disponer nuevamente la someter al Papismo a todos los príncipes e iglesias. Le tomó la fiebre Papal. Mientras tanto, Napoleón había logrado lo que pretendía, y el Papa ya le tenía sin cuidados. El 2 de Febrero de 1808 el General Miollis ocupó Roma. Pío fue en su encuentro, y preguntó: “¿Eres católico?” – “Si, Santo Padre”, balbució el General, completamente turbado. Pío le dio la bendición en silencio y volvió a su gabinete. Aún que nos quedamos a reír sobre las usurpaciones del Papa, tenemos que confesar que desempeñó bien su función frente al todopoderoso Emperador. El pueblo romano se mostró tan irritado contra los franceses ante el duro trato, que asignaron a cardinales e incluso al Papa, que a éste no habría quedado difícil armar una segunda víspera siciliana. Que haya tenido voluntad para ello, se puede imaginar; pero la cosa era un poco riesgosa, y Pío resolvió hacer buena cara frente a la situación. Pero Napoleón pretendía tenerlo en Francia bajo vigilancia directa. Una noche los soldados invadieron el Vaticano, y el Santo Padre fue bajado por la ventan en una silla, y llevado a Francia. Aquí el vice- Dios no vivía como “el bondadoso Dios en Francia” sino retirado y humildemente, limitándose a protestas contra el abuso de poder. No cedió una sola pulgada ante el Emperador, y esto es valentía. En una entrevista particular, que había sido espiada casualmente, le llamó a Napoleón, con desdén de “¡Comediante!”, lo que le encolerizó a tal punto a Napoleón, que, para descargar su ira, tiró un precioso vaso de porcelana al piso. Cuando Napoleón fue exilado a Elba, Pío VII (en mayo 1814) volvió a Roma, y se portó como un verdadero Papa. Había visto, cómo el poder volvió nuevamente, de las manos del clero a las manos seculares. No había como recuperarla a la fuerza, para ello se sentía impotente, pero había otros medios, ocultos, secretos, y la humanidad seguía estúpida. Su primer acto fue, restablecer la orden jesuítica (7 de Agosto de 1814). Se siguió la resurrección de las demás órdenes religiosas, como también de la Bula In coena Domini, que maldice a todos los herejes. Sí, incluso la inquisición y la tortura volvieron a ser practicadas, y utilizada contra unos cuantos carbonari infelices. Todos los disparates de los siglos anteriores fueron restablecidos. Pío abrió el depósito de la basura Papal, cerrada hace años, y de ella volaban lechuzas y murciélagos medioevales. – Procesiones, peregrinajes, imágenes de santos, y como más se llaman los aparatos de simulación, volvieron a su antiguo valor; la nueva luz debía ser extinguida a la fuerza. Pío VII cayó sobre el piso de mármol de su habitación, se rompió un muslo, y murió el 20 de Agosto de 1823, a la edad de 81 años. Su recuerdo aún debe ser más odiada a cada amigo que la de cualquier otro Papa del medioevo antiguo, por que Pío vivió en el siglo diecinueve, volviendo a soltar a los bichos romanos sobre la tierra, por codicia y despotismo, sin importarse de la desdicha que con ello causaba; al igual que aquél muchachote, del cuál relatan los periódicos, que prendía fuego a los galpones, para hacerse de los clavos y venderlos. León XII, quien lo sustituyó, era un vividor alegre, del cuál mucha dama alemana puede relatar sus acedotas. Asimismo era cazador fanático, o sea, un sujeto bien divertido. Pasquino opinó: “Si el Papa es cazador, los cardinales son los perros, las Provincias los campos de caza, y los súbditos la caza.” – ¡Ah, buen Pasquino, los súbditos siempre fueron la caza, y esto sólo cambiará, cuando se hagan efectivamente salvajes!8 Cuando León se hizo Papa – ¡pues se hizo Papa otra vez! Proclamó un jubileo para el año 1825, invitando a los piadosos, para “mamar la leche de la fe directamente de los pechos de la Iglesia Romana”. ¡Bon appetit! Este León fue un tal – Papa, que llegó a prohibir la vacunación contra la viruela como siendo impía, ¡porque se mezclaba el pus del animal con la sangre humana! – Ante Papas anteriores incluso se había permitido la sodomía con animales por dinero, ¡y los Papas se arrogan la calidad de infalibles! León siguió las huellas de su antecesor, y la Iglesia, respaldada por los gobiernos, y principalmente por el gobierno austriaco, con amor despótico, se recuperaba siempre más del golpe que le había asentado la revolución. En el año 1827 el Estado Mayor Papal estaba compuesto de 55 cardinales, 10 nuncios, 118 arzobispos y 642 obispos. El ejército de los sacerdotes comunes, monjes y jesuitas no lo puedo evaluar. León murió en 1829, y le siguió Pío VIII, que murió a su vez el 30 de Noviembre de 1830, luego de haber promovido al oscurantismo con todas sus fuerzas. Quien duda de ello, pues que lea el edicto general del santo oficio del 14 de Mayo de 1829, en el cual, en conformidad con la santa obediencia, y bajo sanción de la exclusión y del destierro entre otros castigos, que ya habían sido dictadas por los santos decretos, constituciones y bulas de los Papas, a todos aquellos sujetos a la jurisdicción del Inquisidor General, se dispone: “que dentro del plazo de un mes deberán denunciar judicialmente a todo lo que se sabe y llegan a saber, con respecto a todos y cada uno de aquellos que son sospechosos de la herejía o de ser herejes, o hayan sido infectados por aquellos, o sean sus patrocinantes o adeptos – que se hayan alejado de la fe católica -, que se han opuesto a las decisiones de la Santa Inquisición, o se oponen a ellas, que, o personalmente o también mediante otros, de la forma que fuere, hayan ofendido, o ofenden, o hayan amenazado a ofender a un sirviente, acusador, un testigo durante un Santo Juicio, en su persona, honor o prerrogativas -, que, en su propio domicilio, o en el de otros, poseen o hayan poseído libros de autores herejes, escritos que contienen herejías o objetos religiosos sin la autorización de la Santa Silla.”, etc., etc. El 2 de Febrero de 1831 el Cardinal Mauro Capellari subió a la Silla Papal bajo el nombre de Gregorio XVI. En realidad se llamaba Bartolommeo Alberti Capellari, nacido en 1765 en Belluno, en la República Veneciana. En el año 1783 entró en la orden de los Kamaldulenses con el nombre de Mauro, y luego de hacerse abad en el año 1801, y General en 1823 de su orden, se le hizo cardenal en el año 1826. El descontentamente en el Estado Clerical era grande, y poco después de haber ocupado la Silla Papal se iniciaron insurrecciones, pero que pudieron ser reprimidas bajo apoyo de tropas austriacas y francesas. En vez de alivianar el yugo que pesaba sobre sus infelices súbditos, como había prometido, aún tensó más las riendas de su gobierno, siguiendo el consejo de sus cardinales, y cualquier libre expresión dentro del Estado Clerical estaba siendo castigada con más rigor que incluso en Austria o Prusia durante el mismo tiempo. Ya bajo Pío VIII se le había obligado a Gregorio XIV a realizar negociaciones políticas, y principalmente presidía aquellas que se llevaban a cabo en Prusia por motivo de los matrimonios mixtos. Como Papa entró en conflicto con todos los gobiernos, pues trataba de restituir el poder sacerdotal en su antiguo esplendor. Todas 8 Aquí el autor utiliza un juego de palabras donde “Wild” significa al mismo tiempo caza y “wild”, significq salvaje. N. del traductor. las auto arrogaciones de los Papas y de su jerarquía estaban siendo apoyados con obstinación, todo lo que se oponía a él, era combatido, y se fomentaba todas las instalaciones e instituciones, que habían servido desde hace siglos de respaldo de estas aspiraciones. Las ciencias fueron reprimidas, los jesuitas fomentados, y se construyó y reformó monasterios. Entró en disputa con España y Portugal, asimismo con Prusia a causa de los Arzobispos Droste de Vischering y Dunin; asimismo con Rusia, como con Suiza debido al cierre de los monasterios de Aargau. Murió el 1º de Junio de 1846, y el mundo se deleitó al verse libre de un hombre, cuya única aspiración fue la de hacer retroceder el reloj del mundo, mientras fermentaba el progreso en todas las partes. Se eligió sucesor a Pío XI, del cual se esperaba que fuese el último auténtico Papa. Su nombre fue Giovanni Maria Conde Mastari-Ferretti. Nació el 13 e Mayo de 1792 en Sinigaglia. Se hizo joven aplomado, muy querido entre las damas, cuando resolvió ingresar en la guardia Papal; pero no pudo ser admitido, porque sufría de epilepsia. Por ello decidió tomar la carrera sacerdotal, empezando con estudiar la inútil ciencia denominada teología, pero que tiene la ventaja relativa, de que puede llevar a altos honores y altas funciones. Pero un sacerdote Católico Romano no puede sufrir de achaques corporales, y la Iglesia tiene buenos motivos para ello, de manera que el joven Conde Ferretti habría sido rechazado igualmente debido a sus ataques epilépticos, si no hubiesen intervenido los Cielos con un milagro. Un sacerdote de Loreto, de nombre Strambi, lo curó del monstruoso mal mediante magnetismo, o sea, mediante imposición de manos – una fuerza, de la cuál disponen, y es utilizada asimismo muchos herejes. Como ahora ya no había empiecillo alguno para su coronamiento como sacerdote, fue ordenado sacerdote en Roma en el año 1823, siendo enviado a Chile en América del Sur. De allí volvió al cabo de dos años, se hizo arzobispo de Spoleto en 1827, obispo de Ímola en 1833 y Cardinal en 1840. El 16 de Junio de 1846 se lo eligió Papa, siendo coronado como Pío IX el 21 de Junio. Raras veces un Papa asumió gobierno bajo tan buenas circunstancias, pues la severidad de su antecesor dejaba parecer cualquier reglamentación reconciliadora doblemente preciosa. Como Pío IX era apacible, y bastante liberal, considerada su posición de Papa, los italianos le respondieron con un amor que se aproximaba al entusiasmo. Pero se esperaba más de él de lo que podía o quería proporcionar en su posición de Papa, y las decisiones que esperaba de él el partido revolucionario ultrapasaban este límite. Empezó el año 1848; también el Papa se vio obligado a ceder ante el remolino, y firmar la constitución del marzo de 1848, si bien no sin oposición. Pero el gobierno constitucional era cosa a la cual los Papas no se podían acostumbrar, y para limitar a sus fronteras al espíritu invocado por la revolución, él nombró ministro al Conde Pelegrino de Rossi, quién quedó encargado de mantener al pueblo bajo control mediante medidas severas. Esto no era posible en el año 1848, y las consecuencias fueron levantamientos en Roma y el asesinato del ministro antipático. Crecía el descontentamente, y el populacho, dirigido por una comisión popular, se presentó ante el Quirinal, para exponer sus reclamos. El Papa “no pretendía ser influenciado”, pero cuando se lo confrontó con el derecho “canónico” – o sea, con cañones metálicos – tuvo que ceder y nombrar un Ministerio democrático, a cuya cabeza se puso al Conde Mamiani della Rovere. Pero como Pío se vio despojado de todo poder, encontró aconsejable huir de Roma disfrazado de abad, bajo la protección del enviado de Bavaria, conde Spaur, el 24 de Noviembre de 1848, y ponerse bajo la protección del Rey de Nápoles en Gaêta. Como consecuencia Roma fue declarado República. La historia política de Roma está fuera del propósito de este escrito, que tiene menos a ver con el príncipe del Estado Canónico que con la cabeza de la cristiandad Católica Romana. Que el mismo era al mismo tiempo príncipe secular, y como tal metido en negociados políticos, es circunstancia lamentada inclusive por los católicos, visto que menguaba la dignidad de la cabeza de la Iglesia. Como su calidad de príncipe seguía siendo mantenida artificialmente bajo la protección de las bayonetas francesas, es conocido, como también la esperanza, de que, al término de ésta protección, el Papa sea redimido de sus preocupaciones seculares de gobierno. Cuán cargada de conmociones y triste era la carrera del Papa Pío IX como príncipe, tan favorables fueron sus éxitos como cabeza de la Iglesia. Siguió las huellas de su antecesor, pero de manera más brusca que éste. Consiguió cerrar acuerdos con casi todos los poderosos, por los cuáles se restauró el poder y el respeto a la Iglesia Romana. Especialmente llena de suceso fueron sus esfuerzos en relación a Francia y Austria, donde la Iglesia recuperó toda su influencia perniciosa sobre las escuelas. Los príncipes, asustados por los sucesos del año 1848, creyeron necesario volver a apoyar la influencia estupidificadora y esclavizante de la Iglesia sobre el pueblo, para apoyo de sus propias aspiraciones despóticas, mientras en otras partes la Iglesia Católica, principalmente en Alemania, trataba de liberarse de la influencia secular. A este efecto se creó los “círculos de Pío”, siendo el primero creado en 1848 en Mainz, y cuyo número creció rápidamente, de tal manera que ya en octubre del mismo año se llevó a cabo una convención general en la cual participaron 83 de estas asociaciones. De estas asociaciones surgieron otras tantas bajo distintas denominaciones, todas ellas buscando la resurrección del Esplendor Romano de manera envolvente y práctica. El objetivo oficial de éstas organizaciones es, buscar mediante todos los medios legales, apoyar la libertad del culto y de la fe romana, y educar al efecto del respeto al derecho divino y de la Iglesia; por relaciones ilimitadas entre obispos y congregaciones, y entre ambas y el Papa; por la remediación de las situaciones de emergencia, y por la libre administración y aplicación del patrimonio clerical. En cuanto a las relaciones políticas, sólo pretendían dar apoyo al Poder Público y el fomento de los objetivos estatales; pero en efecto no se limitaron a ello, pues se metían, por donde podían, en los asuntos políticos. Pío XI estaba lejos de admitir lo anacrónico de las enseñanzas de la Iglesia Católica Romana, al contrario, se esforzaba a hacer revivir la Fe en todos los dogmas del medioevo, y el Mundo vivió el hecho milagroso de su parte, de que, el 8 de Diciembre de 1854, elevó la enseñanza demente de la concepción inmaculada de la Virgen María, en la Catedral de San Pedro, a la categoría de dogma. Mientras la actividad de la Iglesia Romana obtenía éstos éxitos, perdía siempre más espacio en Roma y en toda Italia principalmente en Gardenia, y en el actual reino de Italia, cuyo gobierno constitucional se oponía resolutamente a las arrogaciones de la Iglesia. Pero el golpe más duro sufrió la Iglesia Romana, o mejor el Poder Papal, por el cambio de 1866. La proclamación del Reichstag austriaco, que levantó parcialmente el acuerdo, sustrayéndole el control sobre la educación así como el control sobre los matrimonios, y con ello dos de las más importantes palancas del poder. La actividad reforzada, que empezó la Iglesia mediante las asociaciones, y otros medios a su disposición, y la actuación siempre más atrevida de la misma, no sólo provocó el recelo de varios gobiernos, sino que también motivaba a los hombres de ciencia, e inclusive a aquellos que nunca se ocupaban de la religión, a protestar con todas las fuerzas contra el efecto turbador e inhibidor del progreso, de las aspiraciones de la Iglesia. Sin considerar cualquier aspiración sanguinaria que hubiera tenido el Papa Pío XI frente al concilio convocado en el años 1869, para quien observa la situación sin prejuicios, percibe con claridad absoluta, que una institución a la medida para el medioevo, como la Católica- Romana, prontamente haría parte de las cosas pasadas, si no fuera del interés de príncipes ávidos del retorno del despotismo, tomarla bajo su protección, pese a los incómodos relacionados. Su influencia maldita sólo terminará con la obtención de constituciones honestas, incompatibles con una posición ahora asumida por la Iglesia, y que haga absolutamente necesaria la separación entre Iglesia y Estado.El Papa Pío IX murió el 7 de Febrero de 1878, “como pobre prisionero del Vaticano”·, como pretendía hacer creer al mundo. Le siguió en el cargo León XIII (Pecci), cuyo gobierno y política clerical dejaremos sin comentarios, pues aún no conocemos su término, y tenemos motivos para mantener en reserva nuestra opinión en relación a personas aún en vida. Sólo tanto quede dicho, que ciertamente tampoco León XIII jamás cederá honestamente, pues cada concesión hecha por un Papa, es la pérdida de una piedra en la estructura artificial de la Iglesia Católica Romana, y por lo tanto un acto suicida. Sodoma y Gomorra “No hay vida más delicada sobre la tierra, que poseer cierto rédito de la vida, una ramera al costado, y servirle a Nuestro Señor Dios.” En realidad la reforma fue provocada por la vida libertina de los curas católicoromanos, pues la tontería de las indulgencias sólo fue la segunda causa. Por lo tanto vale la pena echar un vistazo en esta cloaca clerical, a descubrir el motivo, por el cual justamente aquellos llamados por su posición a ser modelo de moralidad para la gente, se ensuciaron por su desenfrenado libertinaje sensual a tal punto, que con ello provocaron la aversión generalizada. La fuerza o poder creador y conservado, que llamamos Dios, le dio a toda criatura viva el instinto sexual. Hizo de él el instinto más fuerte, pues con el mismo había asociado la procreación, a la cual dio especial atención en todas las creaciones orgánicas; es más, no dejó bajo la libre voluntad el atender o no al instinto sexual, sino que inclusive forzaba a ello, al castigar sensiblemente la represión del mismo. El instinto sexual reprimido forzosamente enloquece a los animales y trasforma a las personas en bufones, como lo hemos visto en algunos ejemplos en el capítulo sobre los “Santos”. Por lo tanto la satisfacción del instinto sexual es una obligación natural, y a principio tan libre y aprobado como la satisfacción de la sed. Juzgado desde el punto de vista moral, la gula y la bebedera merecen nuestro reproche en igual grado que todo exagero en el amor sensual, y el punto de vista adulterado, por el cual incluso la satisfacción natural del instinto sexual es considerado un crimen o en todo caso un acto, del cuál uno debe avergonzarse, agradecemos únicamente a la mal comprendida y desfigurada religión cristiana. La convivencia social lo hizo absolutamente necesario, que las pasiones humanas fueran reguladas, ya sea mediante las así llamadas costumbres, o por la Ley. Si todos pretendiesen dar riendas libres a sus pasiones, en poco tiempo el Estado y la sociedad se disolverían en una anarquía. Para que cada ciudadano, aún el más débil, sea protegido en el disfrute de su vida y patrimonio, aún contra el más fuerte, cada uno está obligado a poner a sus pasiones naturales un límite impuesto por la Ley, que deberá ser custodiada y protegida por sus guardianes, detrás de los cuáles se encuentra el apoyo de la totalidad del pueblo. La experiencia enseña, que el instinto sexual a menudo produce los resultados más violentos y destructivos, y por ello debe ser objeto de atención redoblada de los legisladores. Encontraron en el matrimonio el remedio ideal, para reprimir los resultados de los abusos sexuales, y todos los pueblos civilizados de los viejos y de los tiempos recientes vieron en el matrimonio la base más segura del Estado, además de ser un instituto extremamente benéfico y ennoblecedor del hombre. La Iglesia Cristiana no desconoció en absoluto la importancia del matrimonio, y como estaba en constantes esfuerzos, para obtener el mayor poder posible sobre las personas, también se apropió del matrimonio, si bien el mismo no atañe más a la Iglesia que cualquier otra institución social, y afirmó, que para su realización la bendición sacerdotal era indispensable; sí, llegó al punto de declarar al matrimonio un sacramento, a éste convenio meramente social, sobre el cuál máxime al Estado corresponde el control. Vimos en el capítulo anterior que incluso los Papas no huían a las mentiras más vergonzosas, cuando se trataba de aumentar su poder, y así no nos puede sorprender mayormente, cuando demostramos, que también cometían inconsecuencias ridículas con relación al matrimonio. El casamiento, éste sacramento, fue prohibido por los sacerdotes, ¡porque manchaba! – Al verdadero motivo de ésta prohibición lo cité en el capítulo anterior, al hablar de Gregorio VII, y el motivo citado fue alcanzado, aún cuando con ello se produjeron consecuencias, que le causaron a la Iglesia Romana casi tantas desventajas como a la humanidad en general. Los sacerdotes fueron aislados completamente mediante el celibato – así se llama la soltería forzosa – y desgarradas sus relaciones con las demás personas y el Estado, al mismo tiempo de ser encadenadas con tanta más fuerza a la Iglesia, o sea al Papa; pues es de éste que todo sacerdote Católico- Romano debe esperar su bienestar secular en última instancia. El viejo vice- Dios en Roma le es familia y patria. Un auténtico sacerdote Católico- Romano no puede ser un buen patriota o ciudadano. Qué les importa a los Papas las consecuencias horrendas del celibato. Quieren gobernar ilimitadamente, a cualquier precio, aún cuando debido a su egoísmo infame se arruinara todo el mundo conjuntamente con el cristianismo. Los Santos Padres en Roma fueron movidos por nada más que por el lucro propio, pese a todas las palabras sublimes que hayan invocado para la disimulación de los mismos. Ni tonsura ni consagración consiguen quitarle a los sacerdotes las “debilidades humanas” como suele llamarse a menudo los impulsos naturales. La naturaleza respeta tan poco al cuerpo consagrado de un cura como de cualquier otra criatura animal, y lucha por su derecho. Éstas riñas a menudo acaban en suicidio o locura, o en satisfacción antinatural del instinto sexual, o en auto mutilaciones cuando se trata de sacerdotes escrupulosos, que toman en serio sus votos de castidad. – La parte más inmoral de los sacerdotes, a los cuales me refiero generalmente como curas, por su parte ve en el matrimonio un encadenamiento, del cual el buen Gregorio los ha liberado, y hace como aquél monje, que, luego de larga lucha, aceptó al consejo de un viejo práctico: “Cuando el diablo me está tentando, hago lo que quiere, y luego se desvanece la tentación.” Saben mantenerse libre del matrimonio, en cuanto se refiere a la satisfacción del deseo sexual, al “rabiar como toros contra las vacas del pueblo”, como lo expresó Clemente VI. A éstos curas San Bernardo llama “raposas” que estropean el viñedo del Señor, y que sólo se utilizan de la abstinencia como cobertura de la vergüenza, de la cual ya ha advertido el Apóstolo Pedro: “Se debe”, sigue diciendo “ser un animal, para no darse cuenta, que se abre puertas y portones a todos los vicios, cuando se condena al matrimonio legítimo.” Jesús no estuvo casado, pero se expresó en diversas ocasiones sobre el casamiento, reconociéndolo como una institución santificada por Dios;9 sí, sabemos que estuvo en un casamiento en Canaán, Galilea10, cosa que no habría hecho, caso hubiera visto en el casamiento una unión inmoral. 9 10 Mateo 5, 31, 32; 19, 3-7, 9 Juan 2, 2 Los apóstolos defendían posición similar. Paulo denomina al matrimonio un estado honorable en todos los sentidos11, llegando incluso a declarar a la denegación del mismo una enseñanza diabólica12. En fin, conforme a todas las enseñanzas contenidas en la Biblia, el ligamiento con el cuál el matrimonio ata a hombre y mujer, es absolutamente respetable. Los cristianos de los primeros tiempos también estuvieron muy alejados de considerar al matrimonio de los sacerdotes como algo prohibido, sino que inclusive les era condición para el ejercicio del cargo. Incluso Pedro, cuyos sucesores y herederos pretenden ser los Papas, y la mayoría de los apóstolos estaban casados. Paulo exigió de obispos y diáconos, que vivieran en estado matrimonial. Escribió a Timóteo: “Una palabra verdadera: quien busca un cargo de obispo, aspira una función digna. Por ello un obispo debe ser intachable, marido de una mujer, sobrio, serio, de buenas costumbres, profesor virtuoso; ningún beberrón, no pendenciero (no dado a la codicia), sino tierno, amante de la paz, libre de la avaricia; quien preside bien su casa, que crea a sus hijos en la obediencia con toda gravedad: pues quien no sabe presidir a su casa, ¿cómo podrá gobernar a la comunidad de Dios?13 Los diáconos sean los maridos de una mujer, buen ejemplo para sus hijos y en sus casas.”14 A Tito escribe: “Por ello te dejé en Kreta, para que pongas perfectamente en orden lo que aún falta, y para que pongas sacerdotes en cada ciudad, tal como te encomendé; pues si alguien es de moral intachable, es el marido de una mujer, que tenga hijos piadosos.15 Estas citaciones, que podrían ser ampliadas por muchas más, hablan con tal claridad, que parece incomprensible, de cómo los Papas pudieron arriesgarse, a pretender demostrar la legitimidad del celibato a partir de la Biblia. Tampoco jamás habrían tenido éxito con esta disposición, caso no hubiese dado vueltas, ya en los primeros tiempos de la iglesia cristiana, la idea de los méritos de la vida celibataria. Exponer de cómo esta idea absolutamente extraña al cristianismo sobre el matrimonio llegó a tomar pie, demandaría mucho espacio, y cómo no lo puedo hacer aquí, me limitaré a hacer un delineamiento sucinto. Al tiempo cuando apareció Jesús, la fe en los viejos Dioses en realidad ya había desaparecido hace mucho. El culto público consistía en ceremonias vacías, y el lugar de la religión fue ocupado por los filósofos. Incluso el pueblo participó parcialmente en éstas disputas filosóficas, como lo hace hoy día en las religiosas, siguiendo parcialmente a ésta, parcialmente a la inmensa cantidad de sistemas filosóficos. Cuando ahora surgió el cristianismo, y se multiplicó la cantidad de sus seguidores, también se importó las antiguas ideas filosóficas, de las cuales no era posible liberarse en tan poco tiempo, y se trató, de la mejor manera posible, unificarlas con la enseñanza cristiana. La filosofía pura, - ciencia de la razón, enseñanza del conocimiento – nunca podrá producir fanatismo, enemiga decisiva de la razón; pero si se le agrega ingredientes religiosos, no sólo lleva al fanatismo, sino fácilmente al fanatismo más funesto. Pero prácticamente todos los sistemas filosóficos de aquellos tiempos habían integrado componentes religiosos, en parte griegas, orientales, egipcias o judías, y sus 11 Hebreus 13, 4 I Timóteo 4, 3 13 I Timóteo 3, 1-5 14 Timóteo 1, 3 y 12 15 Tito 1, 5-6 12 adeptos y sus confesores en su mayor parte eran gnósticos, o sea, estudiosos de las revelaciones. A éstos sistemas se agregó ahora el elemento cristiano, y el resultado de ésta unión a menudo eran doctrinas sublimes, pero aún más a menudo doctrinas muy insulsas con relación a Dios, la creación del mundo, la persona de Jesús, el origen del mal, la naturaleza del ser humano, etc. Aquí solamente nos interesan sus pareceres con relación al matrimonio. Prevalecía entre los filósofos de la revelación el parecer de que la materia, - lo corporal – sería la fuente de todo mal y que el mundo fue creado, no por Dios, sino por un ser que le era subordinado e imperfecto – Demiurg (maestro de obras). El cuerpo de las personas se encontraría bajo el gobierno de la materia y por lo tanto bajo Demiurgo, imaginado más o menos maligno, y la salvación del espíritu humano consistiría en librarse de las amarras de la materia y de Demiurgo, a fin de volver al Dios altísimo. Con otras palabras esto significa: el ser humano debe llevar una vida puramente espiritual, y combatir a todas las tendencias o instintos corporales como a un enemigo. De esto ya se sigue claramente que los pareceres de éstos fanáticos no podían ser favorables a la unión sexual, o al matrimonio. Antes de especificar algunas de éstas opiniones, me veo compelido a citar desde la epístola de Paulo a los corintios, que tuvo especial influencia sobre esta “filosofía”. Los cristianos de corinto no conseguían unificar sus pareceres sobre el matrimonio, pidiendo enseñanzas al apóstol Paulo. Éste accedió, y la respuesta dada la puede leer cualquiera en la Biblia (I Corintos Cap. 7). De éste escrito se sigue, que Paulo entendió preferible, quedar soltero; pero aclara expresamente, que con este consejo no pretendía armar lazo a los cristianos, y que aquellos que entendían mejor casarse, con ello no cometían pecado alguno. (1º Corintio 7, 32) Comparemos los consejos dados en esta epístola con sus demás expresiones sobre el matrimonio, contenidas en otras partes, se quiere exclamar con el gobernador romano Festus: “Paulo, tu conocimiento te hace rabioso” Aún en la misma epístola está contenida la llave para su manera de actuar. “Yo pretendía protegerlos de preocupaciones.” A los cristianos en aquél tiempo esperaba un período tormentoso de persecuciones y tristeza, asimismo esperaban el pronto retorno de Jesús parel juicio final, y ésta creencia tenía influencia incontestable en la respuesta de Paulo. Un soltero soportará con menos sufrimiento los males de la vida que un padre de familia; esto lo entenderá cualquiera que tiene familia. La carta de Paulo sirvió a los defensores del celibato de los sacerdotes como apoyo principal; al mismo tiempo se olvidaron de las circunstancias especiales, bajo las cuales fue escrita, y que fue escrita a todos los cristianos de Corinto, y no solamente a los religiosos; y si se pretende que sus consejos con relación al matrimonio sean una orden, el Cristianismo habría acabado prontamente, al fallecer todos sus adherentes. – Pues, cuando Paulo dice: quien casa, hace bien; quien no casa, hace mejor, también dice: Es bueno para el hombre, que no toque ninguna mujer. De esto también deberían haber tomado conocimiento los sacerdotes que defienden el celibato, y tenerlo como una orden. Matrimonio es mejor que prostitución, y lo que Paulo pensaba sobre el punto, resulto de lo que sigue: Debido a los consejos del apóstol, quizás seducidas por el hecho de que mujeres, que juraban celibato, eran mantenidas por la comunidad cristiana, y a menudo electas para oficios subalternos – diaconisas – una razonable cantidad de viudas de Corinto prometieron no casarse otra vez. Pero las jóvenes mujeres habían sobreestimadas sus fuerzas. El celibato se les hizo demasiado incómodo, y la mayoría de ellas habría casado gustosamente, si no estuviera de por medio el juramento. Pero al “diablo de la carne” (a fin de también utilizar este término predilecto de los curas) no le importa ningún juramento, y torturaba a las pobres mujeres enamoradas a tal punto, que finalmente procedieron como el citado monje, concediendo el deseo del diablo, a fin de recuperar la tranquilidad. – Pero eran difíciles de tranquilizar, y la vida indigna empezó a causar escándalo público. Y Paulo se vio forzado por ello a ordenar, que éstas mujeres, caso fueran propensas a ello, volvieran a casarse en vez de dedicarse a la vida impúdica, “a fin de que los enemigos del Cristianismo no obtengan una razón justa y propicia, para difamarlo.” Pero los Papas obraban de manera absolutamente distinta que los Apóstolos. Ellos pretendían eliminar el matrimonio entre sacerdotes, llegando inclusive a permitirles aberraciones sexuales mediante paga, sin preocuparse de los escándalos que causaban; es más, ¡acompañaban tales actos con los peores ejemplos! Con relación a ellos vale lo que dijo Paulo lleno de presentimientos: “Con determinación dice el espíritu, que en los últimos tiempos algunos se alejarían de la fe, cuídense de los espíritus engañosos y de las enseñanzas diabólicas, que esparcían mentiras hipócritas, marcados a fuego por su propia conciencia, que prohíben casar y comer ciertos alimentos, que Dios creó al objeto de ser consumidos con gratitud, por los creyentes, y por aquellos que han reconocido la verdad.” Pero volveré nuevamente a nuestros tontos de la revelación, y relatar lo que algunas sectas pensaban del matrimonio. Julio Casiano, un tonto por excelencia, declaró al matrimonio como siendo prostitución, y toda la numerosa secta de los Encartitos huía directamente a las mujeres, como al pecado. Hacían parte de ellos los Abelonitas en la región de Hippo en África, que se abstenían totalmente de las relaciones sexuales. Pero para seguir al pie de la letra las direcciones de Paulo (1º Corinto 7, 29), que “aquellos, que tienen esposas, sean, como si no las tuvieran”, los hombres tomaban una chica, y las mujeres tomaban un chico como compañía constante, a fin de vivir en relación con el sexo contrario, pero aún así fuera del casamiento. Un tal Marzion, quien se convirtió del paganismo al cristianismo, exageró en la abstención a los deseos carnales, de ello da testimonio su filosofía de vida hipocondríaca. Acostumbraba a saludarle a sus compañeros con: ¡Compañeros del odio y compañeros del sufrimiento! Éste tonto melancólico declaró pecado a toda diversión; exigió que cada uno viviera de los peores alimentos, y no quería saber nada del matrimonio, pues le parecía una prostitución privilegiada. Exigía de sus seguidores, cuando eran casados, que se separasen de sus esposas, o en todo caso que jurasen no mirarlas como mujeres. – Esta secta existió hasta meados del siglo cuarto bajo obispos especiales. Varios profesores de estas sectas filosófico- cristianas llevaron a la disolución de toda orden moral. Kapokrates, que vivió aproximadamente al tiempo del Cesar Adriano en Alejandría, enseñó: que la satisfacción de los instintos naturales nunca podrá estar prohibida, y que las mujeres fueron destinadas por naturaleza al disfrute común. Quien se somete a la orden moral, permanece bajo el poder del espíritu de la tierra; por otro lado, entregarse a todos los placeres sin pasión significa luchar contra él, y resistirlo. Un otro fanático de nombre Marzius realizaba ceremonias misteriosas, a las cuales asistían principalmente mujeres, debido a las cuales perdían todo sentimiento de vergüenza. De los adherentes del Kapocrates se relata, que apagaban las luces en sus reuniones, para practicar entre ellos aquellos actos, durante los cuáles no le gusta a nadie ser observado. Frente a su templo, al cual llamaban de paraíso, había un tinglado cubierto. Bajo éste se desnudaban y marchaban luego, desnudos y en parejas, a la reunión. Aquí cada macho tomaba una señorita – y esto se llamaba de unificación mística. Al igual que en nuestras buenas reuniones protestantes de los Mucker. Las novias del alma son una invención antiquísima. Otros herejes – así se llamaba toda la clase de aquellos filósofos extraños – permitían el casamiento, pero impedían la concepción, haciendo lo que hacía Onán, arzopadre del onanismo. Montanus, que vivió en Prygia a la mitad del siglo segundo, dijo: que Jesús y los apóstolos habían sido excesivamente condescendientes con las flaquezas humanas. Despreciaba todo lo mundano, y ponía el mayor énfasis al celibato. Los valesianos, una secta del siglo tercero, obligaban a sus adeptos a practicar la castración, es más, la practicaban con tanto ardor, que a menudo hacían ingresar a extraños en sus casas mediante argucias, para practicar también en aquellos esta operación desagradable. Las enseñanzas de éstos fanáticos, principalmente sobre los méritos del celibato, hallaban beneplácito absoluta en la Iglesia Cristiana, y principalmente eran las de Montanus, que encontraron aprobación tanto entre laicos como entre sacerdotes. Y si bien la Iglesia Romana cortó tempranamente todo contacto con los montanistas, conservó sus enseñanzas sobre las ayunas y los méritos del celibato. El concepto de que todo lo mundano debería ser despreciado, rápidamente se trasformó en principio generalizado entre los cristianos otordoxos. Al igual que los adeptos del Montano, Jesús y sus discípulos les parecían demasiado condescendientes, y a que excesos llevaba su fanatismo ascético, lo vimos en el primer capítulo. Cuanto más fuerte era el instinto del sexo, y cuanto más placer causaba su satisfacción, tanto más meritorio parecía su combate, y quienes lo lograban a plenitud, eran objeto de la admiración generalizada. Los padres de la Iglesia en sus primeros siglos defendían generalmente la idea, de que las almas de espíritus caídos fueron aprehendidas dentro del cuerpo humano por castigo, y que la libertad moral de la persona consistiría en la capacidad, de escapar de las esferas inferiores mediante el triunfo sobre la carne. El equívoco estaba en el exagero; si se pone gobierno, en vez de triunfo o mortificación, ciertamente toda persona racional estará de acuerdo con la enseñanza. No es que consideraban al matrimonio como efectivamente “malo”; lo consideraban un mal necesario para la procreación humana, y para el control de los abusos, del cuál se debía hacer uso mínimo; se redujo a ésta bella relación al status de una fábrica de criaturas. La preferencia por el estado de celibato se generalizó siempre más, llegando al fanatismo, de manera que uno de los más antiguos profesores de la Iglesia, Ignacio, se vio forzado a la siguiente declaración: que es pecaminoso, sustraerse al matrimonio por odio. El filósofo Justino, que murió como mártir, consideró muy meritorio, la supresión total del instinto sexual, alegando que con ello la persona se acercaba a la condición del resucitado. Por ello condenó totalmente al matrimonio, y se remitió a Jesús, que sólo fue nacido de una virgen para demostrar que Dios también puede crear a personas sin actos sexuales. Alabó efusivamente a un joven que se castró a sí mismo. Atenágoras y otros, que no eran tan severos, sólo aceptaban al matrimonio a efectos de la concepción. Clemente de Alejandría, si bien defendía el matrimonio, haciendo referencia a los apóstolos, pretendía más perfectos a aquellos que se abstenían del mismo. Orígenes, que se castró a sí mismo, su discípulo Hierax y Methodius condenaban al matrimonio, y sus enseñanzas encontraron aplauso entre los monjes egipcios. Uno de los mayores fanáticos contra el matrimonio fue Quintus Septimus Florenzo Tertulliano, sacerdote en Cartago. Si bien no declaró al matrimonio como institución deplorable, pero sí como impura, de manera que el ser humano se tendría que avergonzar de la misma. Al segundo matrimonio llamaba directamente de adulterio. A la pregunta, que sería de la humanidad, si terminaba el matrimonio, respondió: “Poco le importaba, si se extinguía la humanidad; se debería desear, que los hijos mueran pronto, visto que estaba a la puerta el fin del mundo. – Y el propio Tertuliano estaba casado. Las enseñanzas de éste, ya muy respetado Padre de Iglesia fueron de influencia incontestable. Los sacerdotes, que diseminaban estas opiniones sobre los méritos de la abstención, por supuesto se veían obligados a dar el ejemplo, y en aquel tiempo tenían motivos prácticos más que razonables para huir al matrimonio, visto que eran ellos las principales víctimas de la persecución. Así ocurrió que paulatinamente, los padres de Iglesia casados cayeron en una clase de desprecio, y este motivo era otro más para que los religiosos se abstuviesen del casamiento. Obispos fanáticos supieron imponer a sus sacerdotes subordinados el celibato por el uso de la fuerza, de la coacción, y el pueblo cada vez más se acostumbraba a ver en el estado de soltería el grado máximo de santidad. Esta posición ya era bastante generalizada en el siglo V, y aquellos religiosos, que no permanecían célibes por convicción, lo hacían por hipocresía, y aquellos que estaban casados, supieron crear la creencia, de que vivían con sus mujeres como con hermanas. La auto mutilación sexual era frecuente; pero pese a ello en este tiempo el celibato entre sacerdotes no era generalizado, ni mucho menos impuesto por la Iglesia. El primer intento en este sentido ocurrió en el cuarto siglo, en el sínodo de España, llevado a cabo entre diecinueve obispos, en Elvira (entre 305 – 309). Aquí no sólo se prohibió que se nombre sacerdotes a personas casadas, sino también se prohibió las relaciones sexuales con sus esposas a aquellos que ya estaban casados. Otros sínodos siguieron el mismo ejemplo, y como se empezó a dar preferencia a sacerdotes solteros, esto inducía a muchos a la vida célibe, y se abrieron puertas y portones a la hipocresía y simulación. En la primera asamblea general en Nicea (325) un obispo español propuso prohibir el matrimonio de manera general a los sacerdotes; pero entonces se levantó Paphnutius, obispo de Alta- Tebas, un soltero octogenario, de la mayor respetabilidad, y defendió el casamiento con tal calor y con tanta convicción, que la asamblea se limitó en prohibirle a los sacerdotes a convivir con concubinas. Pero aún la permisión para casar traía poca ventaja a los sacerdotes propensos a ello, pues el espíritu del tiempo se había declarado contra el casamiento. Una importante influencia sobre este fanatismo celibatario tuvo la monastería. Para los monjes fanáticos tanto el matrimonio, como todo contacto sexual era una aberración; sí, en su ardor fanático llegaban a punto de maldecir a las mujeres, declarando, que se las debía huir como a una peste infecciosa o como a víboras venenosas. Se hacían aclamaciones mutuas, cuando se encontraban, destinadas a recordarles siempre que la mujer debía ser despreciada, tal como: “La mujer es la estupidez, que instiga a las almas razonables a la injusticia” y otras semejantes. Y lo que los monjes, generalmente venerados al máximo, conceptuaban como reprochable, ahora también les parecía así a los laicos, y aún que no todos se consideraban suficientemente resistentes para iniciar una vida de monje, se trató de adquirir tantos derechos cuanto posibles sobre la santidad ascética, aún viviendo en este mundo. Esta aspiración a la santidad provocó decisiones heroicas, que, si bien subjetivamente son admirables, llenan de lástima, por la cantidad de energía moral desperdiciada. Jóvenes y vírgenes se exacerbaban a favor de la castidad. Pelagio, obispo posterior de Laodicea, también indujo a su propia novia, aún en el lecho nupcial a una vida ascética; otros fueron convencidos, en situación similar, por sus propias novias a ello. Ya he citado anteriormente algunos ejemplos. Algunas sectas aisladas, como los Eustatianos y los Armenios, ahora llegaban a declarar, que ningún casado podría alcanzar la salvación, y se negaban a recibir la Santa Comunión de sacerdotes casados, o a tener cualquier relación con ellos. Pero como también declararon pecaminoso el acto de comer carne, afirmando que los ricos no podían salvarse caso no abdicaban a todo su patrimonio, sus enseñanzas fueron condenadas por equivocadas en un concilio. La expansión posterior del monasterismo generó prejuicios siempre más generalizados contra el matrimonio, y los sacerdotes casados se veían en situación cada vez más difícil. Muchos de los padres de Iglesia, cuyos escritos se difundían de manera generalizada, habían crecido con ideas ascéticas y se exacerbaban contra el matrimonio. Esto lo hicieron Eusebio y Zeno, obispo de Verona, el miso que aclaró, que el desprecio absoluto de los instintos naturales sería el mayor honor de la virtud cristiana. Ambrosio, gobernador romano de la provincia de Ligúria y Amelia, pasó al cristianismo, siendo declarado obispo de Milano ocho días después de su bautismo. Apenas conocía las enseñanzas cristianas, y cómo no podía aspirar a ser resaltado por su limitada erudición, lo intentó con la vida ascética. – Como aún se consideraba paganismo la condena del matrimonio – pues los apóstolos habían estado casado -, aún le reconocía algunas virtudes, pero no podía dejar de alabar a la vida célibe, poniendo todos sus esfuerzos en el sentido de conservarles la virginidad a las vírgenes. Siempre les colocaba como ejemplo a Maria, relatando los milagros más extraños que habrían ocurrido, para convencer a las doncellas a permanecer vírgenes Incluso llegó al punto de incitar a las señoritas a la desobediencia contra sus padres, cuando en un llamado a las vírgenes dijo: “¡Primero supere el respeto a tus padres! Si superas a tu casa, también superarás al mundo.” Creó en Milano tal fanatismo a favor del celibato entre las señoritas, que los hombres jóvenes cayeron en desesperación, y que padres razonables se vieron obligados a prohibir a sus hijas a visitar sus sermones. Su reputación se había expandido a tal punto, que se le mandaba doncellas desde África, a fin de que las seduzca a la castidad. Augustino, que, luego de una vida salvaje pasó al cristianismo, y finalmente se hizo obispo de Hippo, tampoco llegó al punto de maldecir al matrimonio, pero, por sus escritos contribuyó mucho al fanatismo de celibato. Enseñaba que los hijos e hijas solteros eran mucho mejores que sus padres casados, diciendo: “En el cielo la hija soltera ocupará una posición mucho más elevada que su madre casada: su comparación resultará ser como la entre una estrella brillante y otra apagada.” Puso como ejemplo el matrimonio entre José y Maria, pues, si bien vivían en relación matrimonial, se habrían jurado mutuamente la castidad. Antes el matrimonio habría sido necesario, para propagar al pueblo de Dios, pero ahora, que el cristianismo se hallaba propagado, también se tenía que recomendar la castidad a aquellos que pretendían engendrarse hijos. Se debería desear que todos queden célibes, a fin de que la Ciudad de Dios se llene más rápido que la tierra, y a fin de acelerar el fin del mundo. – En fin, Augustino no exigía en absoluto el celibato de los sacerdotes. De la mayor influencia sobre el celibato y sobre la vida monástica, fue el ya conocido Hierónimo. Había conocido de experiencia propia el poder del instinto sexual, relatando su lucha de manera tan vívida, que ha causado horror. “Yo”, escribió a Eustaquio, “que me condené a tal cárcel por temor al infierno, que me encontraba sólo en compañía con escorpiones y animales salvajes, me encontré aún así a menudo en los coros de las doncellas. Mi cara se encontraba lívida por las ayunas, y aún así el espíritu ardía de concupiscencia en el cuerpo frío, y en la carne ya muerta ante los hombres ardía el fuego de la pasión. Abandonado de todo socorro, me tiré a los pies de Jesús, mojándolos con mis lágrimas y secándolos con mis cabellos, y a la carne reticente subyugué por ayunas de semanas.” También Hierónmio se dedicaba de cuerpo y ama a convencer las mujeres a llevar una vida celibataria. Y esto le salió a perfección, pues mediante su covivencia con las damas nobles de Roma había obtenido conocimiento bastante confiable relativo al corazón femenino y sus debilidades. Un pasaje en una de sus epístolas lo deja en evidencia, y prueba que las mujeres de hace mil años no eran diferentes de las de hoy. Pues escribe a una joven dama, a la cuál la casa maternal se hacía pequeña: “¿Qué es lo que tú, una doncella de cuerpo saludable, delicado, rollizo, mejillas rosadas por el disfrute de la carne y del vino, y excitada por el uso de los baños, quieres hacer entre los esposos y los mancebos? Aún que no hagas aquello que de ti se exige, aún así es un malísimo testimonio de ti, cuando tales cosas te son requeridas. Un ánimo voluptuoso reclama con tanto más ardor las cosas indecentes, y de aquello que no está permitido, uno se hace ideas tanto más tentadoras. Aún tu vestido marrón y raído irradia señales de tu temperamento oculto, cuando no tiene pliegues, cuando es arrastrado sobre la tierra, a fin de hacerte parecer mayor, cuando es desgarrado con astucia en alguna parte, a fin de que lo repugnante se encuentre cubierto y lo bello hiera la vista. Asimismo tus pantalones negruscos y brillantes atraen a los mancebos cuando caminas, por sus crujidos. Tus mamas se aprietan en ataduras, y los pechos reducidos son levantados por la cinta. Los cabellos caen con suavidad, o por sobre la frente o por sobre las orejas. El minúsculo abrigo se cae de tanto en tanto, para dejar a la vista las hombros albos, para que luego vuelvas a encubrirlos con prisa, como si no debería haber sido visto aquello que has denudado deliberadamente.” Para seducir a las doncellas, a tomar a Jesús como novio, solía utilizar los medios más exóticos, al describir esta tierna relación de manera muy opulenta y grosera. Así, por ejemplo, escribe a Eustoquio: “Le es difícil al alma humana no amar a nada; alguna cosa debe ser amada. El amor carnal es superado por el amor espiritual. Suspire, por lo tanto, y diga en tu lecho: a la noche busco a aquél que ama mi alma. Tu novio sólo puede bromear contigo en la cama. Por favor, hable a tu novio, y él hablará contigo. Y si te venció el sueño, él pasará por la pared, pondrá su mano en el orificio, y tocará tu regazo.” La soltería casta era lo más sublime para Hierónimo, y sólo sabe valorar en el matrimonio, ¡que el mismo sirve para concebir a monjes y religiosas! Tuvo un altercado violento con Jovian, quien defendía al matrimonio. Combatía sus enseñanzas con absoluta destreza, aún que a nosotros los argumentos utilizados a menudo nos causen la riza. En uno de estos sus escritos de disputa, le simula a Jovian hablando. Le hace preguntar, ¿para qué Dios habría creado los miembros genitales, y porque Dios habría puesto en la persona humana el anhelo a la unificación sexual? Luego Hierónimo responde, que estas partes del cuerpo fueron creadas, ¡para darle salida a los líquidos con los cuáles son regados los vasos del cuerpo! A un imaginario “pero los órganos sexuales en sí, la construcción de las partes de la concepción, las diferencias entre hombre y mujer, y el útero, apropiado para la concepción y para alimentar al fruto, muestran diferencias sexuales”, respondió prontamente. “¿Es que no queremos dejar de ceder a la lujuria, a fin de que nunca carguemos inútilmente estos miembros? ¿Por qué entonces deberá quedar soltera la viuda, si sólo nacimos a los efectos de vivir como los animales? ¿Qué daño podría haber, si otro duerme con mi mujer? – ¿Qué es lo que pretende el apóstol, que reclama castidad, cuando es contraria a la naturaleza? Ciertamente el apóstol, que nos pide castidad, merece escuchar: ¿Por qué cargas con tu miembro de la vergüenza? ¿Por qué te distingues del sexo de las mujeres por tu barba, cabellos y otra constitución de los miembros, etc.? Déjennos seguir a Jesús, que no utilizaba sus miembros de concepción, aún que los tenía.” Pero la manera por la cual Hierónimo combatía al matrimonio encontró poca aprobación, aún que muchos compartían con él la convicción sobre el fondo de la cuestión, y se vio obligado a defenderse. “En los escritos de polémica”, dijo, “se tiene más libertad que en un seminario oral, e incluso uno puede hacer uso en ellos de algún tipo de imaginación, a fin de vencerle con tanto más aplomo al enemigo.” Así escribió contra un monje, quien le acusaba, de que condenaba absolutamente al matrimonio, en su viejo estilo, terminando: “¡Afuera a Epicurio, afuera Aristippus! Si los porquerizos ya no están, tampoco gruñirá la cerda preñada. Si no quiere escribir contra mí, pues que escuche mi griterío sobre tantos países, mares y pueblos: ¡No condeno al matrimonio! Quero que cada uno, que eventualmente no pueda acostarse sólo, debido a ansiedades nocturnas, se tome una mujer.” En el primer capítulo relaté, de cómo la república de la congregación cristiana de los primeros tiempos se trasformó paulatinamente en despotismo. Este cambio, en conexión con la poderosa influencia del monasterismo, tuvo consecuencias desastrosas para el matrimonio sacerdotal. Sus adversarios se manifestaban cada vez con más ardor, y, apoyado por la opinión pública, siempre más concilios siguieron al ejemplo del de Elvira. Pero hasta el final del siglo IV no se había producido una prohibición generalizada del matrimonio sacerdotal, pero pese a ello deben su subsistencia menos al reconocimiento de su legitimidad, sino más a una condescendencia por parte de los obispos, que tenía sus motivos en parte en puntos de vista particulares, parte en el reconocimiento de la inaplicabilidad de principios severos, mientras se seguía en las intenciones, de darle un término definitivo. Una motivo muy importante para la represión al matrimonio sacerdotal de parte de los poderosos de la Iglesia, era la avaricia y la codicia de los mismos. Si se permitía casar a los sacerdotes, su patrimonio caía legalmente en las manos de sus hijos a su muerte, y todo lo que se había juntado mediante ardiles y engaños, se perdía para la Iglesia. Como no escribo una historia sobre la lucha por el matrimonio sacerdotal, sino pretendo demostrar lo nefasto del celibato, y también he relatado sucintamente de cómo la idea de los merecimientos del celibato entre los cristianos paulatinamente estaba tomando cuerpo, me puedo limitar tanto más en el esclarecimiento de este punto, cuanto me veré obligado todavía a retornar al anterior en el capítulo siguiente. La Iglesia griega había llegado a la convicción, que una norma tan antinatural como el celibato no seria realizable sin las peores consecuencias, y en un sínodo llevado a cabo bajo Justiniano II en el Palácio imperial de Trullus (692), se decidió, que los sacerdotes podrían casar y vivir con sus mujeres como antes. Esta decisión razonable mantuvo su validez hasta los días actuales. Pero el sínodo de Trullus no se limitó a permitir sin más conturbaciones al matrimonio sacerdotal, como lo hizo el de Nicea, pues esto habría sido de poca utilidad, sino que se dispuso, que cualquiera, que se arriesgase a denegar a los sacerdotes y diáconos luego de su ordenación la comunión matrimonial, debería ser destituido. Además, que aquellos, que fuesen ordenados, y ahora, bajo la excusa de su devoción abandonasen a sus mujeres, fuesen excomulgados. Los Papas Constantino y Adriano I fueron suficientemente razonables, como para aprobar las decisiones del sínodo de Trullus, y Papa Adriano II (867 873) era casado personalmente. Aún al comienzo del siglo XI se podía tener como regla, que en todas las partes la partida más decente de los sacerdotes vivían en legítimo matrimonio, o por lo menos en una condición, que fuese considerada de igual valor como el matrimonio. Pero los Papas Victor II, Estéfano IX y Nicolau II, continuaron con las tentativas de suprimir al matrimonio sacerdotal; pero el enemigo principal del mismo era Gregorio VII; lo prohibió directamente, obligando a los sacerdotes casados a abandonar a sus mujeres. La disputa de los sacerdotes por sus derechos como personas humanas, se extendió por dos siglos. Finalmente fueron vencidos, pero esta victoria no trajo ninguna bendición a la Iglesia Romana. Las tristes consecuencias del celibato provocaron, como ya observado al comienzo, la Reforma. Pero aún esta no pudo romper la obstinación de los Papas. Los príncipes, en la convención de Trento, insistieron en la abolición del celibato, considerado la raíz de todos los males; pero en vano; el celibato fue confirmado en este concilio, y sus decisiones vigoran hasta los días actuales. El prejuicio sobre los merecimientos de la autoflagelación, y las ventajas que obispos fanáticos concedían a sacerdotes solteros, llevaron a muchos de ellos a la vida célibe, aún que ello no coincidía con sus tenencias naturales. Pero aún así supieron simular la santidad, mientras, en secreto, se consagraban al diablo insaciable de la carne. Oportuno para ello era la curiosa costumbre, por la cuál sacerdotes solteros, como también laicos, albergaban en sus casas a vírgenes, que también habían jurado celibato. A éstas vírgenes se llamaba Agapetinas o hermanas del amor. Con ellas los sacerdotes vivían “en intimidad espiritual y amor platónico”. Se encontraban siempre juntos, y además la mayoría de las veces dormían en la misma cama, si bien afirmaban, que – nada más hacían que dormir juntos. Creerlo – bueno para ello está la fe. De algunos se sabe con certeza, que, en el medio del ardor de la lujuria, quedaron incólumes. San Adelmo, por ejemplo, se acostó con una bella doncella, que utilizó todos los ardiles femeninos, para hacer con que se rebele la carne sacerdotal. Pero el santo se portó como los tres hombres en el horno ardiente, y exorcizó al diablo de la lujuria, cantando salmos ininterruptamente. Conocí a un soldado de la caballería de unos veinte años, quien consiguió realizar esta hazaña sin cantar salmos. Posiblemente le pasó a él y a San Adelmo, lo que le pasó a aquél Abade en Baden, del cuál nos cuenta Hämmerlin, canónico en Zurique y abad en Solothurn (murió 1860), el cuál se hizo traer a dos bellas prostitutas, y cuando éstas llegaron, exclamó disgustado: “¡Éstas desgraciadas tentaciones, justo ahora no se presentan!” La vida de pereza que llevaban los curas, y los ejercicios ascéticos que practicaban, en nada favorecían a la castidad. De los más respetados y honrados educadores de la Iglesia de los primeros siglos, de los cuáles sabemos que llevaban en serio la lucha contra los instintos sexuales, sabemos cuánto éstos los atacaban, y qué contiendas se vieron forzados a enfrentar. Basilio se había retirado a un bello lugar desierto; pero confesó, que sí podía huir al tumulto del mundo, pero no a sí mismo. “Lo que hago en esta soledad día y noche”, escribe a un amigo, “casi me avergüenzo de decir; - al cargar con las pasiones internas, me encuentro igualmente en apretura. Por ello ésta soledad, en síntesis no me ha sido de mucho provecho.” Gregorio de Naziante trató su cuerpo de la manera más dura, pero aún así se quejó sobre sus tendencias invencibles a la lujuria, sobre los ataques del diablo y sobre su propia debilidad. Amenazó a su carne rebelde, que la debilitaría de tal manera mediante dolores de toda índole, hasta que se quede más inanimada que un cadáver. Pero justamente estas mortificaciones lo hacían tan inflamable, que cierta vez, cuando un pariente con algunas mujeres se mudó a la cercanía de su domicilio, ¡huyó del mismo sólo para salvar a su castidad! Ejemplos parecidos ya conocimos en el segundo capítulo. Todos estos hombres santos son inflamables como una cerilla, y se asemejan a aquél honorable sacerdote de la zona de Nursia, quien fue suficientemente conciente y perseverante para huir a su mujer luego de su ordenación. Cuando llegó a edad avanzada, adoleció por alguna fiebre, y estaba a punto de exhalar su vida, cuando su esposa se reclinó amorosamente sobre él para ver si aún respiraba. Entonces el moribundo juntó sus últimos suspiros y exclamó: “¡Fuera, fuera, querida mujer, quite a la paja, aún vive el fuego!” Asimismo Climacus sabía de experiencia, que el “diablo de la carne” era el más difícil para vencer. Dijo: “Quien venció a la carne, venció a la naturaleza, está sobre la naturaleza, es un ángel. Puedo decir con David, que he conocido en mí al impío, que en su rabia hacía temer al alma, mediante ayunas y mortificación perdió su calor, y cuando lo busqué otra vez, ya no encontré ningún señal de su fuerza en mí.” Pero el motivo por el cuál el Santo hombre volvió a buscarlo, esto se olvidó a decirnos. Asimismo San Bernardo fue suficientemente honesto para reconocer el poder de éste “impío”. “A éste enemigo no podemos huir, ni vencer, aún que Hierónimo aconseja a huir de la mujer como de la puerta del infierno, de la ruta al vicio – el hombre es un estopín, si se acerca, quema.” Las cosas curiosas practicadas por ciertos Santos a fin de vencer al ardor quemante del amor, ya lo hemos visto antes. El Santo Abade Wilbelm se acostó sobre una cama – de brasas ardientes ¡e invitó a su seductora a que se acueste a su lado! Sí, éste santo hizo que se abra el túmulo de su amante fallecida, porque no podía suprimir sus pensamientos en ella, y llevó a su cuerpo en putrefacción a su celda, para ponerlo como “fortificante” debajo de su nariz, cuando lo tentaba el diablo de la carne. De manera que incluso los santos tuvieron que combatir tales peleas, y confesaron su debilidad; ¡pero qué pocos santos hay entre los religiosos! Ciertamente la mayoría se asemeja a San Agostín, obispo de Hippo, quién confesó, que cierta vez pidió a Dios: “Que le confiera el don de la castidad, pero no inmediatamente, pues pretendía que sus deseos libidinosos sean saciados primero.” En este caso la castidad evidentemente no presenta grandes problemas. Por fuerte que haya sido la fe en los primeros tiempos del cristianismo, aún así le significaba un abuso, no pensar en nada malo cuando un hombre joven y una dama joven dormían en una cama, y muchos educadores de la Iglesia trataron de combatir esta escandalosa y sospechosa vida común. Esto, entre otros ya hacía San Crisóstomo. Escribió: “Celebro la felicidad de aquellos, que viven con doncellas sin salir heridos, y desearía inclusive, tener tal fuerza; asimismo quiero creer, que sea posible encontrarla. Pero asimismo desearía que aquellos que me critican, me pudiesen convencer, que un hombre joven, que vive con una doncella, se encuentra a su lado, come con ella en una mesa, habla con ella el día todo, sonríe, bromea con ella, para evitar de decir la otra cosa, intercambia palabras cariñosas, pueda mantenerse lejos de la concupiscencia. – He escuchado que muchos han sentido atracción ante estatuas y piedras. ¿Si tanto puede una obra de arte, cuanto más no podrá un cuerpo viviente y delicado?” En todo caso tal convivencia tenía que dar a las criaturas del mundo materia para la burla y para las sospechas, y cuando se quería atacar a un cura, primero se lo atacaba por su hermana en amor. Muchas doncellas sospechadas insistían en que su virginidad sea inspeccionada por una comadrona; pero San Cipriano comentó con razón: “Los ojos y las manos de las comadronas también pueden ser engañados.” Lo más seguro era ciertamente cuando el religioso podía probar su inocencia, como el Patriarca Acacio, que fue acusado de lujuria ante la convención de Iglesias de Seleucia (489). Levantó su hábito, demostrando con ello que la lujuria en su caso era cosa imposible. Ya Tertuliano nos relata que la preñez era común entre tales “doncellas”, y de los medios criminales que utilizaban para ocultarla, pues en aquellos tiempos aún no se las podía exculpar con el argumento de que estrían por dar a la luz a un Papa, como ocurrió a menudo en la posteridad, cuando se generalizó la enseñanza de que el Papa sería el – ¡Espíritu Santo! En el sínodo de Elvira ya se encontró necesario poner un ojo sobre las uniones platónicas, y se ordenó, que obispos y religiosos sólo pudieran convivir con hermanas o hijas (de matrimonio anterior), que hubiesen hecho el juramento de la castidad. Pero en las reglamentaciones dadas por Egberto de York (aproximadamente en 750), encontramos castigos para obispos y diáconos, que cometían actos de lujuria con madres, hermanas, etc., ¡sí con animales de cuatro patas! Es la prueba de que esto solía ocurrir. Más tarde se trató de controlar el mal, imponiendo una edad avanzada que deberían tener estas mujeres del amor. Ya Teodosio II se vio obligado a disponer, que las diaconisas a servicio de la Iglesia deberían tener más de sesenta años, pues había ocurrido que un diácono había violado a una noble señora en la Iglesia de Constantinopla. Pero esta edad no protegía de la lujuria, y un obispo no nombrado, que se manifestaba públicamente contra ello, conocía la naturaleza lasciva de los gorriones clericales – así se llamaban después a los franciscanos a diferencia de los dominicanos, que eran llamados de golondrinas. Escribió: “Ni una mujerzuela vieja y fea deben llevar los religiosos a su casa, porque es allí donde se está más protegido de la sospecha, que se peca más rápido; tampoco la lujuria no se importa de la fealdad, mientras el diablo hace bello en ella, lo que es aberrante.” La prueba de cuán temprano se evidenció las consecuencias del prejuicio contra el matrimonio clerical, ya nos dan las resoluciones de los primeros concilios. Ya el concilio de Elvira se vio obligado, a estatuir castigos para los religiosos lujuriosos. “Cuando contra un obispo que se encuentra en el cargo, un sacerdote o un diácono”, se lee en una de éstas resoluciones, “sea demostrado que ha realizado actos de lujuria, tampoco deberá ser admitido al final de su vida a la comunión.” El concilio de nueva- Cesaria determinó, que tal religioso deberá depuesto del cargo, y sufrir penitencias. Sí, estas disposiciones ya hablaban de violación de niños y de la sodomía con animales. Pero de qué sirven todas las disposiciones penales, mientras se dirijan contra una cosa absolutamente necesaria por naturaleza; apenas podrán tener como resultado, que los amenazados con penas se tomen la molestia de ocultar sus actos; y ya las convenciones de Iglesia aquí mencionadas hacen mención a mujeres de sacerdotes, que mataban a sus hijos concebidos en adulterio. Una buena cantidad de religiosos, que no querían separarse de sus mujeres después de la ordenación, juraron celibato, pero dice San Bernardo: “Tener una mujer y no pecar con ella, es más que resucitar a los muertos.” ¡Cuántas veces no se habrá violado éste juramento, y cuántas veces no fue dado justamente con ésta intención! Si un sacerdote era escrupuloso, esto le provocaba los mayores perjuicios, pues, la mujer, disgustada con el celibato de su marido, buscaba sustituto, y cuando se hacían evidentes las consecuencias de éstas relaciones, se sospechaba que el marido, inocente, habría violado su juramento. Que las mujeres de los religiosos a menudo buscaban satisfacción de esta manera, e incluso a veces bajo conocimiento o aprobación del marido, también se ve probado en las disposiciones del ya citado concilio de Elvira. Una de las mismas dispone: “Cuando la mujer de un religioso se prostituye, y su marido lo sabe, y no la repudia de inmediato, tampoco deberá recibir la comunión al final de su vida.” Pero no sólo los matrimonios entre religiosos, también los laicos fueron vigilados cuidadosamente por la Iglesia. Al momento no encuentro prueba de ello, anterior a la dada en el libro de las penas eclesiásticas, escrito por Regino, Abade de Prüm, en el año 909 por orden del arzobispo Rathbod de Trier. Allí se dice: “El consorte matrimonial, que, durante 40 días antes de Pascuas, Pentecostés o Navidad, en cada noche de domingo, el miércoles o viernes, no se abstiene de su mujer, deberá hacer penitencias, cuando nace un hijo, por 30 días, cuando nace una hija, por 40 días. Quien convive con su mujer durante la cuadragésima (los cuarenta días de ayunas antes de pascuas) deberá hacer penitencias durante un año, o pagar 16 Sólidos a la Iglesia, o distribuir entre los pobres. Si lo hace en borrachera, y descuidadamente, ésta pena podrá ser reducida a 40 días. – Cada uno deberá abstenerse de su mujer antes de la comunión, siete, cinco o tres días.” La Iglesia sólo agradece al gran esplendor de San Iso en San Gallen solamente a la circunstancia, de que había sido concebido por sus padres nobles en la noche de Páscuas, quienes por arrepentimiento lo consagraron a la Iglesia. Ya antes comenté que el egoísmo de los obispos tuvo gran influencia en la condena del matrimonio clerical. Si un sacerdote casado no tenía hijos – bueno, se perdonaba. La consecuencia fue que la mujeres impedían la concepción, o haciendo lo que hacía Onan, o buscando remedios peligrosos. Dicen que existe una tribu indígena sudamericana, que conoce un remedio sin efectos colaterales, para evitar la concepción en las mujeres, que a menudo es utilizado por mujeres que no quieren constituir familia de inmediato. Me extraña que aún nadie haya buscado este remedio, y traído a Europa; podría alcanzar grandes méritos en la Iglesia Católica, y también en otras partes. La prueba de cómo a la Iglesia le importaba principalmente, en impedir que los religiosos tuviesen hijos, que pudieran ser sus herederos, la tenemos en un concilio, llevado a cabo por el Arzobispo Juan de Tours en el año 1278 en Londres. Allí se lee en una norma: “Como la lujuria deshonra de múltiplas maneras al clero, principalmente cuando son concebidos hijos, disponemos, que los clérigos, principalmente los que se encuentran consagrados hoy, no se atrevan en legarles nada por testamento a sus hijos concebidos en el estado de religiosos, ni a sus concubinas. Tales legados pertenecerán a la Iglesia del testador. Podemos conocer a perfección la vida de los religiosos en los primeros siglos de los escritos de los Padres de Iglesia, que trataron de combatir la perdición reinante en la misma. A menudo resulta increíble que la religión enseñada por Jesús haya llevado a tan horrendos vicios, como se cuenta en estos escritos. Que los sacerdotes buscasen satisfacer sus deseos prohibidos de otra manera, pues, esto se puede perdonar por ser debilidad humana. En estos casos no se debe condenar a la persona débil, sino a la prohibición antinatural, que obliga a la violación de las leyes de las costumbres; pero otra cosa son las aberraciones cometidas por obispos, y los crímenes, que tenían su razón en la avaricia, en el despotismo y otras pasiones condenables. Basilio escribe a Eusebio, obispo de Samasota: “Sólo en las personas más despreciables se ha puesto ahora los honores obispales”; en una epístola, dirigida por él y otros treinta y dos obispos, a todos los obispos de Galia e Italia, se relata la vergonzosa situación de la Iglesia con grandes pesares: “La maldad de los obispos y directores de Iglesia”, se lee en ella, “es tan grande, que los moradores de muchas ciudades ya no visitan ninguna iglesia, sino que prefieren salir de la ciudad con mujer e hijo, para realizar sus oraciones en el campo.” Gregorio de Nazianza, Crisóstomo, Cirillo de Jerusalén, etc., no consiguen relatar con suficiente claridad la inmoralidad de los religiosos. Estos llegaron a tal punto de considerar a la lujuria como algo natural en los curas, y por lo tanto como no siendo delito. ¡Los sínodos africanos se vieron forzados a disponer que ningún religioso se vaya sólo a la casa de una doncella o viuda! El relato más vívido de la pérdida de la moral en aquellos tiempos tenemos en el ya varias veces citado Hierónimo. Escribe en una epístola a Eustoquio: “Mire, la mayoría de las viudas, que estuvieron casadas, esconden su conciencia infeliz bajo vestimenta de mentiras. Cuando no las delata el vientre fecundado, o el griterío de los niños, andan por ahí con cuello erguido o en pasos de danza. – Pero otras saben hacerse infecundas, y matan al ser humano no- nato. Cuando se sienten encintas por su falta de vergüenza, abortan al fruto mediante veneno. A menudo mueren ellas mismas por el veneno, y llegan con triple crimen al mundo inferior, como suicidas, como adúlteras en Jesús, como asesinas del hijo aún no nacido. ¡Me avergüenza decirlo, ó abominación! Es triste, pero es cierto. ¿De donde surgió la peste de las Agapetinas en nuestra Iglesia? ¿De dónde otro término para las esposas con otro nombre, sin casamiento? ¿Sí, de donde la nueva generación de concubinas? Quiero decir más, ¿de dónde la prostituta de un hombre? Una casa, un dormitorio, a menudo una sola cama las abraza, y a nosotros se dice personas recelosas, cuando sospechamos de algo malo.” Y sigue en la misma epístola: “Hay otros, hablo de personas de mi posición, que se candidatan al presbiterio y diaconato, para poder ver a las mujeres con tanta más libertad. Todo su cuidado se concentra en las vestimentas, que huelan bien, y que sus pies no se hinchen en la piel ancha. Se hacen rizar los cabellos, los dedos relucen de anillos, y a fin de que sus pies no se mojen en un camino húmedo, apenas lo tocan con la punta. Si los ves así, antes deberás presumir que sean novios en vez de sacerdotes. Algunos dedican toda la vida sólo a conocer los nombres, casas y costumbres de las matronas. Uno de ellos, el más virtuoso en estas artes, describiré cortamente, a fin de que con más facilidad reconozcas a los alumnos por su profesor. Se levanta celoso con el amanecer, establece el orden de sus visitas, consulta por el camino más corto, y el viejo incómodo casi llega a entrar los dormitorios de los adormecidos. Cuando ve un paño o una almohada delicada en la casa, lo alaba, admira y toca; mientras se lamenta de que le hace falta, lo extorsiona más que lo exige, pues toda mujer teme ofenderlo. Le repugna el ayuno y la castidad, a una comida juzga conforme el aroma delicado, y el engorde y la juventud del pájaro. Tiene una boca bárbara y desvergonzada, siempre llena de palabras de lisonja. Dándote la vuelta por donde quieras, primero le notarás a éste.” Tales personajes religiosos siguen existiendo en nuestros días, y le podría citar varios al valiente Hierónimo, que se encuadran perfectamente en su descripción. Tales relatos, por supuesto, le rendían a Hierónimo una buena cantidad de enemigos, que se vengaban, calumniándolo. Muchos problemas tuvo con un diácono de nombre Sabiniano. Éste había llevado a cabo un peregrinaje a todas las casas de lujuria de Italia, al mismo tiempo de violar una cantidad de doncellas y seducir esposas, de las cuales unas cuantas fueron ejecutadas públicamente por este motivo. Finalmente también sedujo a la mujer de un goto noble, que descubrió la vergüenza, enojándose de manera típicamente gótica, persiguiéndole a vida o muerte al cura desvergonzado. – Finalmente éste se refugó con una carta de recomendación a Hierónimo en Belén, dónde fue enclaustrado. Aquí vio un día a una religiosa del claustro de Paula, se enamoró de la misma, le escribió cartas de amor y recibió la promesa, de que todos sus deseos serían satisfechos. – cuando la cosa fue descubierta, y salva la castidad de la monja. Sabiniano se tiró a los pies de Hierónimo, y recibió perdón bajo la promesa, que cumpliría las penitencias impuestas. Prometió todo, y no cumplió nada, vivía feliz y alegre como antes, y calumnió a Hierónimo donde podía. – ¡Tales frutos del infierno ya producía el árbol navideño de la Iglesia en aquellos tiempos! La legislación de Justiniano no favorecía en nada el matrimonio clerical, pues en una disposición del año 528 se lee: “Siguiendo las disposiciones de los Santos apóstolos, disponemos, que apenas se libere una silla obispal en una ciudad, se reúnan los moradores de la misma, sobre tres personas de vida virtuosa y fe pura, para elegir entre ellos el más digno. Pero sólo se elija a uno, que desprecie al dinero, y dedica toda su vida a Dios, que no tiene ni hijos ni nietos. – El obispo no debe ser impedido por su amor a los hijos carnales, a hacerse Padre espiritual de todos los creyentes. Por este motivo prohibimos, que se consagre obispo a quien tiene hijos y nietos.” En la misma disposición se prohíbe a los obispos, legarles alguna cosa a sus parientes en el testamento, que hayan adquirido como obispos. Las disposiciones siguientes son aún más duras, y en una disposición del año 531 Justiniano ordena, que nadie sea consagrado obispo, a no ser que no conviva con una mujer y que no tenga hijos. En sustitución de la mujer, le sirva la Santísima Iglesia. – Y ésta, según el relato voluptuoso de Ambrosio es ¡una novia desnuda y atractiva, cuya bella y encantadora imagen llena a Jesús de concupiscencia, llevándolo a tomarla como su esposa! Que no se consiguió hacer respetar todas estas duras leyes, se puede demostrar por varias pruebas. Todos los sínodos se ocuparon en dictar disposiciones aún más duras, y en uno de ellos, llevado a cabo en el año 751, se dispuso: “El sacerdote, que practica la lujuria, deberá ser puesto en una cárcel, luego de haber sido azotado y fustigado.” Raterio de Verona, quien vivió a principio del siglo X, se lamentó: “Ó, que depravado es la multitud de los tonsurados, mientras entre ellos no hay uno, que no sea un adúltero o un sodomita.” Bajo tales circunstancias es comprensible que muchos cristianos se preguntaban, si sería decente tomar la comunión, que consideraban santa, de manos tan embarradas. A una pregunta hecho en este sentido al Papa Nicolau I, éste respondió: “Nadie puede mancillar a los Santos Sacramentos, que son productos de limpieza para toda clase de impurezas. Pues, el rayo de sol, que pasa por cloacas y retretes, ni por esto puede quedar manchado. Por ello el sacerdote, sea como sea, no puede manchar a lo Santo.” De ésta comparación tranquilizante y bien escogida se percibe además, ¡que el Papa no consideraba que los curas tenían un olor muy agradable! Pero los puntos de vista de la Iglesia sobre el matrimonio no sólo ejercieron su influencia desmoralizadora sobre los propios curas; la respetabilidad en general del matrimonio sufrió debajo del mismo, pues era apenas natural, que una relación, que era despreciada por los profesores altamente respetados, tampoco podría esperar mucho reconocimiento entre los laicos. Por ello los desaliñados aprovechaban el espíritu del tiempo, para permanecer solteros, y seguir de ésta manera sus pasiones sin sufrir presiones; y los casados, que se habían hartado de sus mujeres, encontraban fácilmente un pretexto santo, para abstenerse de ellas, y buscar reemplazo fuera de casa. La vida de los Papas en este tiempo, principalmente durante el siglo XI, era poco adecuada, para influir positivamente en la moralidad del clero. Me remito en este lugar al capítulo anterior. Un gran fanático contra el matrimonio clerical, si bien también contra la lujuria de los curas, fue el Cardinal Pedro Damián, quien ejerció una memorable influencia por intermedio de sus escritos; esto significa, con relación al celibato, pero no con relación a la readaptación de los religiosos. Nación en el año 1002 en Rabean de padres extremamente pobres, que ya tenían tantos hijos, que no sabían que hacer con el neonato. La madre resoluta tomó la decisión, de deshacerse del varoncito, pero fue impedido en ello por la esposa de un sacerdote. Pedro se dedicó a la Iglesia, y finalmente se hizo obispo cardinal de Ostia en 1058 o 1059. Sólo aceptó el cargo con reluctancia, y, escandalizado con la podredumbre de los curas, en poco tiempo renunció al cargo, y se retiró al monasterio, donde murió en el año 1069. Damian, en su “Liber Gomorrhianus” bosquejó un triste retrato sobre la vida vergonzosa de los curas. Lamenta y describe en él su prostitución, su lujuria antinatural, principalmente su sodomía, sus actos libidinosos con mancebos y niños, sus porquerías con los animales; la lujuria de curas y monjes entre sí, con sus penitentes, y describe, como los delincuentes mancomunados, para poder seguir en pecado, se absolvían mutuamente en la confesión. Damián, en su exaltación contra las mujeres de los sacerdotes a menudo llegaba al ridículo, y su manera de nombrarlos era verdaderamente original. “Además también hablo de ustedes, tesoritos de los clérigos, ustedes, carnada del diablo, ustedes, excrementos del paraíso, veneno de los espíritus, lechetrezna, veneno para los que comen, fuente de los pecados, motivos de la perdición. A ustedes, les digo, los estoy nombrando, casas del placer del viejo enemigo, abubillas, lechuzas, lechuzas nocturnas, lobas, sanguijuelas, que, sin descanso siguen buscando por más. Vengan pues, y me escuchen, ustedes prostitutas y amantes, chicas del placer, charcos de excrementos de chanchos gordos, lechos de espíritus impuros, ustedes ninfas, sirenas, brujas, prostitutas y cuanto más motes injuriosos pueda haber, que se les quiera adjudicar. Pues son alimento de los diablos, destinados al fuego de la muerte eterna. En ustedes se deleita el diablo como en comidas escogidas y se engorda en la plenitud de vuestra opulencia. Ustedes son los vasos de la cólera y de la ira de Dios, guardados hasta el día del juicio. Ustedes son tigresas furiosas, a cuyas fauces sólo apetece sangre humana, harpías, que revuelan sobre el sacrificio del Señor y roban, y se tragan con violencia a aquellos que fueron consagrados a Dios. También los llamaré de leonas, acertadamente, ustedes que rizan sus melenas al ejemplo de lo animales salvajes, y le envuelven en abrazos sangrientos a personas descuidadas. Ustedes son las sirenas y caribdas, que, mientras dejan sonar encantadoras canciones, preparan el inevitable naufragio. Ustedes son cría enfurecida de la víbora, que en sus ataques de lujuria asesina a Jesús, quien es la cabeza de los clérigos.” Damián debe haber sido un tipo curioso, y en la riqueza de sus improperios le podría envidiar cualquier mujer de pescador. No menos curiosas son sus comparaciones. Así, por ejemplo, compara a los sacerdotes con sus esposas a las raposas, que Sansón ató por la cola, metiendo una antorcha en el medio, prendiéndola, para luego tocarlos a las plantaciones de los filisteos, a fin de explicarle a la condesa Adelaida de Turín las desventajas del matrimonio clerical. Fue principalmente Damián, quién le abrió el camino al Papa Gregorio VII. Mediante él y otros fanáticos finalmente se había llegado al extremo, cuando los otordoxos creían mucho menos delictivo el acto de la lujuria extramatrimonial que el casamiento, y al tiempo de Enrique IV muchos maridos repudiaron a sus esposas, tanto religiosos como laicos, y se juntaban a doncellas, que como ellos, habían jurado castidad. En fin, se renovaron la tontería con las hermanas del amor, que en realidad nunca termina entre los religiosos, sólo que se deshicieron de la castidad simulada, para vivir en honesta y abierta prostitución. Otros maridos, en su desesperación por no poder ser salvos debido a su condición de casados, repudiaron igualmente a sus esposas, y se pusieron bajo la protección de los monjes con todos sus bienes, para llevar una vida canónica común. Pero aún así la ley del celibato de Gregorio encontró decidida oposición. Lamberto de Aschaffenburgo relata, que, cuando se dio a conocer ésta Ley, todo el conjunto de los curas habría reclamado. Todos habrían opinado, que sería mejor casar, que sufrir de los celos, y que mediante la prohibición del matrimonio se abría puertas y portones a la prostitución. Si Gregorio pretendía mantener su posición, preferían renunciar a los cargos clericales, y entonces él, que es hediondo a los hombres, podrá ver, desde donde conseguir ángeles para el gobierno del pueblo en la Iglesia.” Varios adeptos de Gregorio, que pretendían imponer la ley del celibato por la fuerza, casi perdieron la vida debido a ello. Cuando el obispo Altmann de Passau proclamó la orden del Papa desde el púlpito, le tuvieron que proteger los laicos nobles presentes de los sacerdotes rabiosos, que lo querían despedazar. – El obispo Enrique de Chur también pasó por una situación de peligro debido a su fanatismo por el celibato. Cuando el arzobispo Juan de Rouen leyó la ley en un sínodo, se inició un tumulto; se bombardeó al arzobispo con piedras, de manera que tuvo que abandonar la iglesia con urgencia. Asimismo la ley de Gregorio encontró considerable resistencia en Inglaterra; pero uno de los prelados de más edad se consoló diciendo: “Se le puede quitar las mujeres a los sacerdotes, pero no se puede quitar los sacerdotes a las mujeres.” Hasta la muerte de Enrique IV de Alemania, se perseguía a los sacerdotes con esposas de la manera más cruenta, y como el Papa pretendía extirpar el matrimonio sacerdotal, a menudo se castigaba la lujuria extramatrimonial, y los crímenes derivados de ello, con menos rigor. A la pregunta del Abad Rodolfo de Saëz, sobre qué debería hacerse con un monje, que había tratado de envenenar a un hombre casado, respondió Anselmo, arzobispo de Canterbury – ¡que no se le debería ascender al diaconado o al presbiterio! Los religiosos ingleses se destacaron principalmente por su desaliño, y para salvar las apariencias, el Papa finalmente se vio obligado a intervenir. En el sínodo de Londres (1125), por lo tanto se prohibió a los sacerdotes con sanción del relevo del cargo, la convivencia con mujeres. El legado Papal, Cardenal Juan de Crema, tuvo grandes problemas para imponer esta disposición, y aún en la misma noche en que lo consiguió, se lo flagró con una prostituta. Fue lo suficientemente descarado para exculparse diciendo, “que sólo era un “disciplinador” de los sacerdotes.” Obispo Arnulfo de Durham, llamado Flambard o Passaflaberer, quizás era el más desaliñado religioso del mundo. Vivía como un sultán turco. Bellas damas, en opulenta desnudez le servían el vino a la mesa, y para que no le falten los recursos para vivir alegremente, oprimía y robaba a sus hijos espirituales. Su fama también había llegado al legado Papal. Éste lo mandó citar ante el sínodo de Londres; pero Ranulpo no encontró ventajoso atender a tal llamado, y el Cardinal Juan resolvió ir personalmente a Durham, para convencerse personalmente de la verdad de los rumores. Arnulfo sabía vivir. Recibió al legado de Su Santidad con extrema amabilidad, organizó un gran banquete, en el cuál se sirvieron todas las golosinas del mundo y los vinos más finos, y el Cardenal se vio sentado, atontado de sorpresa, principalmente por que una “sobrina” del obispo, preparada para la actuación, no economizó esfuerzos para entretenerle de la mejor manera, y finalmente aceptó dormir con el legado Papal. Luego que éste entró en la trampa como un tonto, el obispo reunió a sus clérigos y muchachos, que llevaban copas y luces, y se dirigieron en festiva procesión a la cama. Y el coro exclamó: ¡Bienaventurado! ¡Bienaventurado! El legado confundido, preguntó sorprendido: “¿Acaso esto sería una demostración de honor a San Pedro?” “Mi señor”, respondió el obispo, “es costumbre en nuestro país, que, cuando un noble se casa, se le conceda todos los honores. Levántese y tome lo que está en ésta copa. Si acaso te resistes, tomarás una copa, que aplacará tu sed para siempre.” El legado se vio obligado a aceptar la mala broma, y se levantó, “desnudo hasta la mitad de su cuerpo”, y tomó la copa que se le pasó, en salud a su compañera de cama. Luego se alejó la procesión con el obispo, quién ya no temía por su obispado. El motivo del desentendimiento entre el Rey Enrique de Inglaterra y Tomás Beckert fue también un desaliñado sacerdote de Vorcestershire, que había violado la hija de un arrendatario, y asesinado a éste, y al cual el Rey pese a todas las protestas del Arzobispo llevó ante la justicia secular. En Francia los religiosos procedían en forma prácticamente similar a los de Inglaterra. El Arzobispo de Besançon, por ejemplo, se hizo responsable de un sinfín de crímenes. Para aplacar a su avaricia, vendía todo lo que pudiese encontrar compradores, y desvalijaba de tal manera a los religiosos, que sólo podían vestirse miserablemente, como los campesinos. A monjas y religiosos permitía el casamiento mediante dinero. Él mismo vivía con una pariente, la Abadesa de Reaumair Mont, además de tener una hija con una monja, además tenía como concubina a la hija de un sacerdote; o sea, se permitía todo tipo de excesos sexuales, y sus religiosos mantenían concubinas. El Arzobispo de Bordeaux mantenía una banda de asaltantes, a la cuál enviaba en expediciones criminosas para su propio provecho. Cierta vez fue a parar con una cantidad de prostitutas y sujetos desaliñados en la abadía de San Eparquio, donde vivió por tres días en festanzas, para finalmente abandonar el lugar, luego de haber hurtado todos los bienes del monasterio. “La vergüenza prohíbe citar a sus voluptuosos crímenes”, dice el Papa Inocencio III en sus cartas. A éste Papa se contó tantos, que dentro de poco tendría que haber leído la misa solitariamente, caso hubiera insistido en castigarlas todas conforme merecido; por ello creyó mejor, mostrare apacible, por más que esta apacibilidad le tenía que exasperar a menudo. Un sacerdote había tenido convivencia prohibida con una doncella. Cuando la ramera quedó encinta, la tomó por la cintura, cómo si pretendiese bromear, pero la apretó con tanta fuerza que abortó. El caso fue a parar ante Inocencio III, y éste decidió: “que, si el feto aún no tuvo vida, el monje podría seguir en las celebraciones ante el altar, pero si ya había tenido vida, se debería abstener del servicio religioso.” Ya en el año 428 el Papa Cölestin encontró necesario, disponer sanciones para el caso de que religiosos seducían a sus penitentes. Tales casos ocurrían con mucha frecuencia, y aún me detendré más en el tema en el último capítulo. Era menos peligroso para una mujer acercarse a un mono gigante en una jaula, como entrar en contacto con un cura. Como estos llevaban una vida sedentaria, calentaban sus fantasías día y noche con imágenes opulentas, y no pensaban en otra cosa, sino buscar forma cómo satisfacer sus impulsos sexuales. Los casos de violación eran innumerables. Bajo Enrique VI los religiosos de Inglaterra solicitaron dispensa de las sanciones por violaciones. – En Basilea, en el año 1297 un religioso había violado a una doncella a la fuerza. Como castigo se lo castró, exhibiendo el “corpus delicti” en el medio de la ciudad, en un cruce muy frecuentado, como ejemplo para otros curas. – Más tarde los venecianos hicieron descuartizar a un agustino en Brecia, que había violado y luego asesinado a una niña de once años. Sodomía y violación de niños era cosa común entre los religiosos, y esto ya desde los más antiguos tiempos de la Iglesia Cristiana, como lo prueban las resoluciones de concilios, de las cuales he citado algunas. En el año 1212 se prohibió en un concilio a los monjes y canónicos, a acostarse junto en una cama, y practicar la sodomía. En el año 1409 se colgó en una jaula de madera, hasta que se murieron de hambre, por orden del consejo de Augsburgo, a cuatro sacerdotes y un laico, por violación de niños. – En el capítulo siguiente, de los monasterios, mostraré que la sodomía sigue siendo usual entre los curas, como consecuencia del celibato. De lo que he relatado hasta aquí, resulta que los obispos generalmente precedían con su ejemplo en inmoralidad a sus religiosos, aún que no todos llevaban una vida tan inmoral como el obispo Enrique de Lüttich, que tenía una Abadesa como amante, y en su jardín un harén completo, y quién se jactó de haber concebido en 22 meses a catorce hijos. Bajo circunstancias tan movidas, los ciudadanos se consideraban con suerte, cuando se le permitía a estos toros clericales a mantener concubinas, con tanto que sus esposas e hijas se encontrasen seguras de ellos. Sí, los frisones llegaron al punto de no permitir presencia de sacerdotes que no tuviesen concubinas. “Tampoco toleran sacerdotes, sin esposas (o sea concubinas), a fin de que no mancillen las camas de otras personas, cuando consideran, que esto no sea posible, y contra la naturaleza, que una persona pueda abstenerse”, se lee en la crónica. Ya mencioné antes, que a los Papas interesaba más la destrucción de los matrimonios clericales, que la manutención de la castidad, y no querían que hijos legítimos hereden los bienes, considerados propiedad de la Iglesia. Y aún que en los concilios se trataba de poner fin al concubinato, bajo promoción de unos pocos, en cuanto emitían disposiciones contra el concubinato, no se buscaba el riguroso cumplimiento de las disposiciones de referencia. Sí, a muchos obispos no les habría gustado, si un Papa hubiese ordenado medidas definitivas, pues estas concubinas eran excusa para la extorsión. A menudo, cuando necesitaban dinero, se acordaban de prohibir con todo rigor a sus religiosos el concubinato, visto que lo único que les interesaba, era el dinero de la multa. Enrique de Hewen, quien fue obispo de Constanza a mediados del siglo XV, llevaba él mismo una vida opulenta, y las gabelas que le pagaban sus religiosos por sus concubinas, le aseguraban un ingreso anual de 2.000 florines. Al tiempo de la reforma, los sacerdotes en Irlanda tenían que pagar por cada uno de los hijos concebidos con las concubinas, la suma de ocho a doce Táleres. En tales circunstancias no sorprende cuando el concubinato, pese a todas las prohibiciones, que eran articuladas en cada sínodo, pero sin suceso, quedase en pleno vigor, y finalmente los Papas se percataron, que era un mal inevitable, y por lo tanto trataron de quitar ventajas ellos mismos de la situación. Decretaron, que cada religioso, tenga o no concubina, debería pagar una gabela de prostitución, anual, y determinada. Como prueba de que el concubinato era generalizado entre los religiosos del siglo XV, asimismo como para conocer las costumbres del clero en general, por la boca de un contemporáneo, citaré a la obra de Nicolau de Clemansis, quien vivió en los primeros decenios del siglo XV, y fue por un tiempo secretario secreto del Papa, además de tesorero y canónico de la Iglesia en Langres, y que murió en el año 1440 como cantor y archidiácono en Liseur. Su relato sobre los obispos es horrendo. Según él, permitían y practicaban cualquier vicio por dinero. Principalmente son personajes podridos los cónegos y sus vicarios. Se dedican a la codicia, al orgullo, a la pereza y a la gula. Mantienen sin vergüenza a sus hijos y rameras como si fueran sus esposas en sus casas, y son la abominación de la Iglesia. Los sacerdotes y clérigos viven públicamente en concubinato y pagan al obispo su gabela de prostitución. Los laicos en muchas partes no saben poner otro freno a la violación de sus doncellas y esposas, como obligándole al sacerdote a vivir en concubinato. “Si hay alguien hoy”, escribe Clemansis, “perezoso, y con inclinación a la opulencia, se apura para hacerse sacerdote. Luego visitan con asiduidad a las casas de prostitución y a las bodegas, donde pasan todo su tiempo, bebiendo, comiendo y jugando, gritando ebrios, y haciendo ruidos, blasfemando sobe el Nombre de Dios y de sus Santos, hasta finalmente llegar al Altar desde los brazos de sus rameras.” Clemancis también cita aquí las bebederas de los sacerdotes. En esto eran especialmente valientes, y se esforzaban a superar en ello a los laicos. Ya en el primer siglo encontramos obispos, que eran borrachines insalvables. Uno de ellos, Droctigisilus, cayó en la locura de borrachines. Los curas decían de sí mismo, cuando estaban de buen humor: “Somos la sal de la Tierra, pero se la debe mojar, pues no hay buen espíritu que vive en lo seco.” Principalmente en los monasterios se bebía bien. Pero de ello más tarde. A una buena bebida, por supuesto debe acompañar una buena mesa, y hoy día lo saben todos, que los religiosos católicos llevan una mesa ejemplar. Obispos hacen pasar sumas inmensas por su garganta, y para darle un ejemplo a la sobria actualidad, pongo acá la lista de compras para el banquete en el día de la instalación de Jorge Nevils, arzobispo de York. Para ésta fiesta se encomendó: 300 cuartos de trigo, 330 toneladas de cidra, 104 toneladas de vino, 1 tonel de vino condimentado, 80 bueyes engordados, 6 toros salvajes, 1004 carneros, 300 chanchos, 300 terneros, 3000 gansos, 3000 capones, 300 lechones, 100 pavos reales, 200 grullas, 200 cabritos, 2000 gallinas jóvenes, 4000 palomas jóvenes, 4000 conejos, 4000 patos, 200 faisanes, 500 perdices, 4000 chochas, 400 fojas, 100 codornices, 1000 garzas, 200 corzos y 400 venados, 1506 pasteles de caza, 5400 fuentes de jalea, 4000 custards fríos, 2000 custards calientes, 300 lucios, 8 focas, 4 delfines, y 400 tortas. – 62 cocineros y 515 ayudantes de cocina se dedicaron a la preparación de estos alimentos, y a la mesa sirvieron 1000 mozos. Pero volvamos otra vez a la gula y la prostitución de los curas. – El sínodo de Basilea (1431 – 1448) se tomó la inútil molestia, de emitir disposiciones serias contra el concubinato; pero no pudieron decidirse por el único medio para poner fin al mismo, por más que personas muy respetadas en el sínodo, como el secretario secreto y maestro de ceremonia del mismo, Clemente Silvio Piccolomini, se manifestaron a favor del matrimonio de los sacerdotes. Dijo: “Hubo, como lo saben, Papas casados, y también Pedro, el príncipe de los Apóstolos, tenía una mujer. Quizás sería bueno, si se les permitiese el casamiento a los sacerdotes, porque muchos sacerdotes casados promoverían la salvación de sus almas, que ahora se pierden solteros.” Grandes detractores del concubinato en este tiempo eran el obispo Bertoldo de Srassburgo y obispo Estéfano de Brandenburgo. El último se lamenta amargamente sobre los religiosos de su diócesis y dijo, de los cuáles muchos mantenían amantes, y que “debido a su vida desaliñada no sólo enfadaban a la gente común, sino también a los príncipes y a los grandes.” “Y estos sacerdotes”, dice en un sínodo en Brandenburgo, “tienen tal descaro de prostitutos, que tienen por poca cosa, practicar la lujuria y el adulterio. Pues cuando debido a la debilidad de la carne sus cocineras y doncellas son empreñadas por ellos, o quizás por los otros, no niegan el pecado, sino consideran un gran honor, ser los padres de los niños concebidos en la condenable convivencia. – Sí, incluso invitan a los religiosos vecinos y a los laicos de ambos sexos para ser padrinos, y preparan grandiosos banquetes ante el nacimiento de tales niños. ¡Maldichos sean aquellos, que, por su propia confesión hacen público, lo que aún pretenden poner en duda por negación, para eludirse aún así más o menos a la mano de la justicia!” Buen ejemplo de la moral obispal. Los gobiernos de varios países reconocieron que sólo permitiendo el concubinato entre religiosos, prácticamente equiparado al matrimonio, se podría evitar incómodos mayores. Esto hicieron por ejemplo varios gobiernos en Suiza, y aquí el régimen protegía a las concubinas de los religiosos contra la codicia de los superiores espirituales, declarando válidos los legados testamentarios a favor de las primeras. Al obispo de Tarento, quien era legado del Papa en Suiza, alguien dijo, que allí las monjas podían hacer lo que querían, nada sería investigado, etc., pero si les nacían hijos, les esperaba calabozo horrendamente oscuro. A esto respondió el legado: “¡Bienaventurados los estériles! Pero aún no hablamos de los monasterios, sino solamente de los curas mundanos. – El concubinato de los mismos, aún cuando protegido de alguna manera por la Ley, jamás podía sustituir al casamiento, y sólo servía para exponer el clero al escándalo y al ridículo. Era de la naturaleza de estas relaciones, que difícilmente mujeres de algún valor aceptaban entrar en tal condición. Si bien a las veces ocurría que alguna doncella decente hiciera caso omiso a tales preconceptos por amor, en la mayoría de las veces eran rameras vulgares, que sólo trataban de desvalijar a los religiosos. “Patrimonio de cura fluye hacia el dedal”, dice un recitado antiguo. Esta relación medianamente consentida nunca podría ser respetada, y siempre será una deshonra. Si bien ocurría que algunos religiosos dedicaban todo respeto a sus concubinas, conforme corresponde a una esposa, pero en la mayoría de las veces, y principalmente por parte de los eruditos eran mantenidas como cocineras u otro tipo de personal en la casa. Estas personas sabían utilizar perfectamente a su propio favor tales ventajas. No se avergonzaban de la relación, pero sí el religioso erudito, que era su señor, y que dejaba pasar mucha cosa, sí, a las veces era dominado totalmente, con tal de que la gente no conociera sus debilidades mundanas; pues el populacho no tardaba en inventar sus chistes sobre las “cocineras de los curas”, y cuántos religiosos no se veían impelidos a abandonar silenciosamente un lugar, cuando los muchachos cantaban: Muchacha, si tienes que ser mucama, Solamente al cura servirás, Puedes ganar el sueldo en la cama, Y poco trabajo tendrás. Muchos religiosos perversos estaban felices; el casamiento no los prendía a una mujer, podían satisfacer sus deseos por variedad, sencillamente echando a la ramera que no les gustaba, y tomando una nueva. Tales concubinatos, que solían ser muy comunes, eran simple prostitución, y mediante ellas se creaba entre los curas una vulgaridad y brutalidad, que se manifestaba principalmente en su manera de pensar sobre los temas sexuales, como difícilmente puede ocurrir dentro del matrimonio. Tales curas no hacían secreto de su desaliño; incluso se jactaban de la misma, y escritores contemporáneos muy creíbles relatan, que en los banquetes y borracheras estos “fanfarrones parroquiales”, y “caballos de hábito”, como los llama Fischart hacían apuestas con los campesinos, cuyo objeto era tan obsceno, que no lo quiero indicar más detalladamente, por más lejos que me esté toda mojigatería. Sí, estos curas no se avergonzaban de citar su comportamiento libidinoso desde el púlpito, y a menudo empeoraban esta indiscreción, haciendo cualquier chiste verde con referencia al tema. En las consagraciones de iglesias ellos festejaban las orgías más descaradas. Todos los curas vecinos con sus cocineras visitaban al religioso, que estaba en su fiesta de consagración, y luego se comía, bebía y realizaba actos libidinosos. Cuando el obispo de Mainz le visitó cierta vez al obispo de Merseburgo, y trasnochó durante el camino en la casa de un padre, que justamente estaba festejando la consagración de iglesia, le acompañó su médico de cabecera, que nos relata el siguiente cuento gracioso. “El obispo se baja, y se acerca a la casa parroquial, para su oficio. Ocurrió que el padre había invitado a diez otros padres para la consagración, y cada uno había traído a una cocinera. Pero cuando vieron llegar a extraños, todos los padres corren con sus rameras hacia un galpón, para esconderse. En este momento un conde, que se encontraba en el patio del obispo, ingresa en el galpón, para aliviarse, y cuando se encontraba en el galpón, hacia donde habían huido las rameras y los mancebos, grita la cocinera del padre: ¡No, joven, no! Hay perros violentos allí, le podría morder. Pero no desiste, entra, y encuentra un montón de rameras y mancebos en el galpón. Cuando el conde entró en la sala, se le había servido al obispo un ganso rollizo, y el conde comienza a contarle la historia al obispo; a la noche llegan a Merβburgo, donde el obispo de Mentz cuenta la historia al obispo de Merβburgo. Cuando el Santo Padre escucha el relato, se entristeció, no porque los curas tengan rameras, sino porque la cocinera haya llamado de perro a los mancebos en el galpón, y dice, Óh Dios, que Dios perdone a la mujer, que ha llamado a los ungidos de Dios de perros. Esto lo cuento, a fin de que se entienda, porque nosotros alemanes nos aferramos tanto al dicho: no hay pueblito tan chico, que no haya kermés cada año en el mismo. Pero que está escrito, ni un prostituto entrará en el Cielo, esto no lo observamos.” “Y como ahora nos detuvimos suficientemente en la prostitución”, se dice en una prédica, “vayámonos al adulterio.” El concubinato, a final, era la consecuencia más inocente de la ley de celibato. Una influencia mucho más perniciosa sobre la moralidad del pueblo tenían las otras consecuencias de la misma. Se puede tener por regla, que aún seguía siendo la parcela mejor de los curas, que vivía con concubinas permanentes en una relación parecida al matrimonio. Pero los curas auténticos les tenían a las esposas e hijas de los laicos como caza, contra la cuál desplegaban sus cacerías, tratando de atraparla en sus redes con las artes de seducción más descaradas. Estas artes tendrían que tener un resultado tanto más prometedor, como su cargo de curas los llevaba a constantes contactos con las mujeres, y cuanto más la estupidez de los hombres facilitaba éstas relaciones. Pese a todos los ejemplos, y las infamias diarias que se practicaban bajo sus ojos, los hombres no aprendían, pues los curas sabían darse una apariencia tan santa, que los torpes esposos siquiera se permitían mostrar alguna sospecha. Todos los relatos sobre la lujuria, naturalmente los curas alegaban ser mentiras descaradas, y si alguna vez hubo un caso demasiado evidente, prohibían seriamente hablar de él, remitiéndose al ejemplo del Imperador Constantino, que cierta vez, cuando flagró a un sacerdote, lo cubrió con su manta imperial, e inculcaron en sus penitentes, lo que dijo San Rabanus Maurus: “Cuando se ve a un religioso, con la mano sobre el pecho de una mujer, ¡se debe presumir que bendice!” – ¡Es cierto que después de tal bendición, aquélla a menudo se encontraba en “estado de bendición”! Uno de los escritores de tiempos anteriores, que descubría sin consideraciones las infamias de los curas, fue Pogio Bracciolino, ya mencionado anteriormente. Todo el mundo de los hábitos se alarmó, y su famoso bienhechor Cosme de Medici le recomendó el mayor cuidado. En el capítulo siete, donde hablaremos del abuso del confesorio, mencionaremos algunos de los casos que él nos ha relatado. Félix Hämmerlin, fallecido en 1457, corista en Zurique y Zofingen y prior de Soloturno, relata especialmente la corrupción de los monjes, pero también de los padres se conocen varios hechos, que se consideraría absolutamente increíbles, si no hubieran sido confirmadas por hombres serios, amantes de la verdad, de aquellos tiempos. – La brutalidad bestial de muchos curas pasa de todos los conceptos. Aún las resoluciones de los concilios ofrecen pruebas de ello. Aquí se les prohíbe en los mismos, a rezar misa en chaquetas o pantalones rotos; más allá, se prohíbe hacer muecas obscenas en el Altar, y no cantar canciones sucias. Esto lo debo adelantar, para dar crédito al relato siguiente, narrado por Hämmerlin: Un sacerdote vivía en relación prohibida con una señora muy respetada. La cosa se hizo pública, y él fue obligado a huir de su parroquia. Cuando vagueaba desesperado en el monte, lo encontró un monje, que le preguntó lo que le pasaba. El sacerdote contó francamente su pesar. Pero el supuesto monje era el diablo – quizás un pícaro en hábito – y le contestó: “No es que, si no tuvieras al miembro malvado, ¿podrías vivir tranquilamente en tu parroquia?” – “Así es, mi señor”, respondió el padre – “Bueno, entonces levante tu hábito, a fin de que lo toque, así como ella también lo ha tocado, entonces te podrás mostrar sin temor a la congregación, y habrá desaparecido en el momento.” El religioso hizo lo que le pidió el monje, y volvió corriendo en alegría a su congregación, hizo sonar las campanas, reunió a sus parroquianos, y subió al púlpito. Confiante levantó sus vestimentas - et mox membrum suum abundantius quam prius apparuit. Recomendables son los escritos de Juan Busch, el prior de los coristas de Soltau, cerca de Hildesheim, y visitador del arzobispado de Magdeburgo. Persiguió con gran euforia a los sacerdotes que mantenían concubinas, y no los castigaba con gabelas, como estaban acostumbradas, sino con sanciones canónicas. Cierta vez invitó a un padre con su concubina a su casa. Al primero hizo entrar al monasterio, pero a la ramera dejó afuera. Inquirido con todo rigor, el padre negó rotundamente, y juró, que vivía en castidad con su empleada. Ahora Busch salió hacia donde se encontraba la chica y dijo: “He escuchado, que sueles dormir con tu amo”, pero ella desmintió, diciendo que sólo trataba a las vacas, terneros y chanchos. Pero cuando Busch afirmó que su amo ya había confesado, ella también confesó, y el Santo Padre había cometido perjurio. De los poetas satíricos de aquellos tiempos no quiero siquiera hablar, pues es posible que hayan inventado aquí y allí alguna cosa, para exponer a los curas al ridículo. Pero sus escritos eran leídos con aprobación, pues todo el mundo estaba escandalizado por la descarada falta de moral de los curas. Juan Francisco Piko, príncipe de Mirandola, quien tuvo una curiosa entrevista con el Papa Alejandro VI, describe, en una petición al Papa León X (1513), la degeneración del clero, y se escandaliza principalmente, que se educaba para el servicio religioso a tales criaturas que han servido a la satisfacción de la libido antinatural de los religiosos superiores. Geiler de Kaiserberg (falleció en 1510) fue profesor de la teología en Friburgo y luego se hizo predicador en Strassburgo. Cierta vez explicó al obispo: que, si una persona no célibe no podía celebrar misa, él se vería obligado a suspender al clero de toda región de Sprengel, pues la mayoría vivía en escandaloso concubinato. Éste hombre original, de tan limpia moral como erudito, narra en sus prédicas acertadas la vida de los curas y monjes. En una de ellas, “Del árbol humano”, se puede leer: “Pero si el fruto de la castidad matrimonial debe crecer en las ramas del árbol, vigílese, tenga cuidado, tome providencias, averígüese. En primer lugar, cuídese de los monjes. Éstos pícaros no salen de la casa, sin llevar algo de los frutos. ¡Pero cómo los podré conocer! En primer lugar los reconozco, que cuando uno entra en tu casa, lleva consigo una pequeña novicia, apenas del tamaño de un puño, que queda sentada en una esquina, a la cuál se le da una manzana, hasta que la mujer lo haya hecho ver toda la casa. Por otro lado, mire por sus manos, suele traer regalos, esto para usted, esto a la mujer, aquello para los hijos, aquello a la empleada. La tercera señal es, cuando te concede honores amplios. Si eres artesano, te dice noble. – Cuando ves a un monje color de galleta, haga la señal de la cruz, y si el monje es negro, será el diablo, si es blanco, es su madre, si es ceniza, tiene parte con ambos. Por otro lado, cuídese de los curas, que nada hacen en secreto, principalmente los confesores, padres, ayudantes y capelanes. Sí, caso digas, que mi esposa odia a monjes y curas, jura, que no los quiere. Es cierto, lo tira tan lejos, que no se lo podía alcanzar en tres días a caballo. No le crea, pues el diablo tienta a las mujeres, a que quieran a los hombres consagrados.” Documentación interesante para el desaliño de los religiosos contienen los escritos de los médicos. De ellos se aprende las peores consecuencias del celibato, en el propio cuerpo de los curas. Era solo un inmenso accidente, que éstos trasmitían éstas consecuencias a los demás, arruinando también físicamente a personas que ya habían arruinadas espiritualmente. Todos los médicos se lamentaban, que la peste de la lujuria, que soldados alemanes habrían traído desde Francia, estaba siendo propagado por los curas de manera horrenda. Inútil todos los pedidos de contención. Kásper Torella, primer Cardinal en la Corte de Alejandor VI, obispo de Santa Justa en Sardenia y medico de cabecera del Papa, pidió a los cardinales y a todos los religiosos, “a que no practiquen la lujuria a la mañana, pasada la misa, sino a la tarde, luego de la digestión, caso contrario su pecaminosidad sería castigada con debilitación, salivación y otras enfermedades, y la Iglesia sería desvalijada de su más bella decoración.” Algunos médicos eran suficientemente malvados, a punto de expresar la preocupación, que los religiosos también trasplantarían las enfermedades venéreas al cielo, y el médico Vendelin Hock le intima al Duque de Württernberg, a poner fin al desaliño de los curas, caso contrario todo el país sería víctima de la peste. Ésta preocupación no se quitó del nada, pues las enfermedades venéreas se multiplicaban a tal punto, que en la mayoría de las ciudades se construyó hospitales especializados, llamados de casas francesas. Bartolomeu Montagna, profesor de medicina en Padua, tuvo las mejores oportunidades , para estudiar a las enfermedades venéreas en los males de sus amigos religiosos, y luego escribió un libro, en el cuál narraba horrendamente algunas de las enfermedades cardenales. El propio Alejandro VI sufría bárbaramente, y el obispo cardinal de Segovia, que tenía la supervisión sobre las casas de prostitución en Roma, les dedicaba tal atención, que le costó la vida. Al tiempo de la reforma, salieron a la luz un sinfín de indignidades de los curas. Cuando Lutero empezó a hacer escándalo, obtuvo eco por todos los lados, y aparecieron escritos contra el clero en cantidad interminable, que inundaban toda Europa. Lutero, Melanchton, Zwingli y otros reclamaban a altas voces el derecho al matrimonio para los sacerdotes, y los últimos dirigían muchos escritos, y en nombre de muchos religiosos a sus superiores, pero que no llevaron a nada. De uno de estos escritos citaré lo que sigue: Un profesor, que era casado, pretendía hacerse padre, y fue consagrado con aprobación de su mujer. Pero se había atribuido fuerza de espíritu que no poseía, cuando pensó que podría mantener el voto de castidad. Se batió por mucho tiempo, y con gusto habría vuelto a su esposa, pero como no lo podía hacer, se buscó una ramera, abandonó la parroquia de su esposa, para no humillarla, llegando al obispado de Constanza. La mujer, que escuchó que tenía una empleada, lo siguió. El marido, que la amaba, despidió a su empleada, volviendo a recibir a su mujer, alegando que así sería mejor, visto que sin el “cuidado femenino” no se podía mantener una casa. Pero el Vicario General y el Consejo Consistorial no compartían su punto de vista; le ordenaron, bajo pérdida de sus funciones, a rechazar a su esposa. El pobre sacerdote se ofreció a pagar las gabelas anuales de concubina; pero, fue inútil, ella tuvo que dejarlo. Luego volvió a recibir a su concubina anterior, y todo estaba bajo perfecta orden clerical; ¡el Vicario General nada tenía a obstar! El consejo de Zurique permitió poco después de una disputa, en la cual Zwingli defendió valientemente el matrimonio, a que se casen los sacerdotes. Varios hicieron uso inmediato del derecho, y proclamaron su decisión desde el púlpito. El pueblo aprobó ruidosamente la decisión, y durante el casamiento de un sacerdote de Strassburgo, donde poco después se siguió al buen ejemplo, se exclamaba desde el pueblo, que este hizo bien, y se le deseó mil años de felicidad. Erasmo de Rotterdam, quien con sus escritos contribuyó bastante en socavar el poder de los Papas, llamó a la reforma de “fiebre luterana”, o un teatro romántico, pues terminaba en casamiento. Cuando escuchó del casamiento de Lutero, bromeó: Es un viejo cuento, que el anticristo vendrá de un monje con una religiosa. Escribió asimismo contra el celibato, pero alegando, que los Papas difícilmente conseguirían abolirlo, visto que la gabela de prostitución les rendía demasiado mucho. En el sínodo de Trento, donde se volvió a calentar todo el puchero romano, también volvió a confirmarse el celibato, decretando rígidas normas contra el concubinato. Pero tampoco estas disposiciones ayudaron mucho. En Polonia, durante el tiempo de la reforma, casi todos los religiosos vivían en matrimonio secreto, e incluso muchos lo confesaban públicamente. Esta situación tampoco cambió con el sínodo de Trento, y que el concubinato continuaba, nos enseñan las infinitas disposiciones posteriores. En aquello países, en los cuáles la reforma había arraigado, los religiosos trataban de ocultar siempre más su vida escandalosa a los ojos del mundo; pero como se comprenderá, con ello no se ganaba nada para la mejora de la moral, sino por el contrario, se peligraba aún más. Los curas, pese a todas decisiones de los concilios, seguían siendo hombres, necesitados del amor humano, para exponer la cosa de manera amena, y como, ante el disfrute descuidado había amenaza de castigos severos, se veían impelidos a mejorar las artes de la disimulación y de la hipocresía. El oficio de la seducción de mujeres ahora se hizo más jesuítico, y esto no representaba en absoluto ningún progreso. Mientras, en los países auténticamente católicos, la gente se preocupaba menos, y el Cardinal Bellarmin, por ejemplo, llevaba una vida, como si nunca hubiese habido una reforma. Se cuenta de él, que habría tenido 1624 amantes ¡además de haber mantenido a cuatro cabras para la sodomía! Más de esto, naturalmente no se puede exigir de un cardenal. En el siglo XVII aún aparecían montones de disposiciones, relativas a la inmoralidad de los curas, y como era imposible eliminar al concubinato, por más que se tratase, se determinó que la edad de las cocineras y mucamas tenía que ser mayor de 50 años, y aún con esta edad, que por lo menos salvaba de la concepción desenfrenada, que era el objeto principal, las aspirantes a cocinera de cura se tenían que someter a un examen riguroso. En el siglo XVIII y XIX los sínodos provinciales se hacían cada vez más raros, y esto es el motivo, por el cuál se pierden las recordaciones a las leyes de castidad, que sólo de vez en cuando aparecen en las epístolas obispales. Se había comprendido, que la carne de los curas no se deja matar, y se volvió más diplomático. En vez de hacer públicas las violaciones a la castidad, se las ocultaba, tratando de divulgar la opinión, de que la castidad andaba a las mil maravillas. Si se encontraba necesario una recordación, se impedía que la noticia se esparciera entre el pueblo, y en un escrito de José Konrad, obispo de Freisingen y Regensburgo, dirigido al clero de Regensburgo, del 7 de enero de 1796, se puede leer: “Además queremos, que de éstos estatutos no se sepa nada entre el pueblo, a fin de que el clero no sea despreciado y escarnecido. Por ello también nos utilizamos del idioma latín, a fin de tener debido cuidado por el honor del clero, y mantener al pueblo en su buena opinión, visto que algunos entre ellos piensan, que siquiera debe caer la sospecha de un crimen sobre padres y sacerdotes.” Una circular del obispo Ignacio Alberto de Augsburgo del 1º de Abril de 1824 es, en general, extremamente diplomática, y tanto más sorprende en el miso el siguiente pasaje: “Sí, sabemos, que entre los padres se hizo costumbre, aparecer en las fiestas canónicas y en las ferias con las cocineras, y hacer entrada en la casa parroquial y en las bodegas, par volver borrachos, tarde en la noche, a sus casas.” En España se veía muy degenerada la moral de los religiosos en las primeras décadas de éste siglo, y el inquisidor mayor, Bertram declaró: que se necesita de todo el rigor de la inquisición para impedir los crímenes de clérigos y monjes, y para impedir, que el confesorio se trasforme en prostíbulo. – Lo que pasa con la moralidad de los religiosos en Suiza, sabremos en algunas partes del próximo capítulo. – En América del Sur los curas traspasan a todos los otros oficios en desaliño, lo que allí significa bastante. En Perú el concubinato sigue en plena florescencia. Y como se encuentra la moralidad del clero romano en Alemania, no lo quiero referir en esta parte. Lectores, que viven en distritos católicos de nuestra patria, lo saben. El celibato aún persiste, pero aún que la erudición superior de nuestros tiempos no permite, que la desvergüenza de los curas aparezca con el mismo descaro de antes, las consecuencias del celibato siguen las mismas. Sus consecuencias fueron, casi en igual medida que la codicia de los curas, que provocaron la reforma; y si ahora un nuevo concilio debe decidir sobre los medios, para rehabilitar a la religión católica en los países en donde tambalea, no debe olvidarse, que el levantamiento del celibato sería la medida más eficaz. El Monasterismo En el tumulto del mundo vive La impúdica opulencia del pecado En Santas murallas reina Paganería en recato. Como surgió el monasterismo, ya lo mencioné antes. Monasterios surgían en el medioevo como hongos de la tierra. Hasta la reforma se había construido 14.993, ¡sólo de frailes mendicantes! Mediante la reforma, y la guerra que se siguió, se echaron a perder 800 monasterios en Alemania, sólo en Sajonia 130; pero pese a ello el Imperador José X II aún encontró 1565 monasterios de monjes y 604 monasterios de monjas en su Estado, cundo asumió el gobierno. A tiempos de Lutero, la suma de los monjes alcanzaba 2.465.000, ¡y sólo el ejército de frailes mendicantes sumaba el millón! Casi es imposible citar a todas las variedades de estos monjes y religiosas, y por ello evito hacerlo, al igual que Marnix de San Aldegonde en su famoso “colmena de abejas del Santo enjambre romano de zánganos etc.”, y sólo cito sus palabras: “Como algunos, que andan por ahí vestidos de blancos como nieve, algunos negros como el carbón, otros en ceniza color de burro, verde hierba, rojo fuego, azul celeste, colorido o salpicado, donde unos llevan una boina clara, otros una oscura, algunos oscurecidos en el humo del fuego del purgatorio, otras con la lividez de la muerte, debido al réquiem. Un monje ceniza como el gorrión, otros color ceniza claro como un gato de convento; algunos mezclado el negro y blanco como gusanos y piojos, los otros color de azufre y de lobos, los terceros color de fresno y de madera, algunos con muchas chaquetas sobrepuestas, otros sólo con el hábito. Algunos con la camisa sobre la chaqueta, o la piel de camello de San Juan sobre la piel desnuda; algunos tonsurados a la mitad, otros completamente; algunos de barbas, otros sin barbas y sin maneras; Algunos andan de cabeza descubierta, muchos descalzos, pero todos ellos haraganes; Algunos vestidos en lana, otros en lino, algunos hechos ovejas, otros hechos chanchos: Algunos llevan anillitos en el pecho, otros dos espadas cruzadas, los terceros un crucifijo, los cuartos dos llaves. Los quintos estrellas, los sextos coronas: los séptimos espejos del Eulenspiegel16, los octavos el sombrero de obispo, los novenos lazos, los décimos pañoleta, los décimos primeros el cáliz, los décimos segundos conchas y el bastón de Jacob, los décimos terceros látigos, los décimos cuartos escudo y otros otras extrañas figuras, desde Padrenuestro, anillos y anteojos. Miren, ya se ha distribuido las insignias de campaña, sólo falta la consigna, así marchan por ahí, armados para la guerra.” Era este un enorme poder, principalmente por sus riquezas, a las cuáles habían llegado mediante los regalos de idiotas piadosos, y mediante – engaños. Si alguna Iglesia o algún monasterio tenía interés en algún bello pedazo de tierra, rápidamente se encontraba metido en los archivos de claustro un documento en pergamino amarillento, expedido por éste o aquél príncipe de antaño, que regalaba éstas tierras al claustro. En el monasterio de San Medardi en Soisson había prácticamente una fábrica de documentos falsos. El monje Guernon relata en su lecho de muerte, que había viajado por toda Francia, preparando documentos falsos para monasterios e iglesias. Así no resulta extraño, que al tiempo de la revolución el patrimonio del clero fue tasado en Francia en 3.000 millones de francos. 16 Hace referencia a un personaje bufón en un cuento infantil, me parece de la autoría de Wilhelm Busch. Los curas no desperdiciaban medios para hacerse ricos, pues hace mucho se habían percatado, que dinero es poder, y – querían vivir bien. Con ello sabían asociar perfectamente sus votos, y aquello que los fundadores fanáticos de los monasterios habían instituido para el bien común, siempre fue tergiversado de tal manera por los descendentes, que se trasformó en fuente de adquisición y de la buena vida. Por ejemplo los cartujos, a los cuáles la norma prohibían el consumo de carne, cultivaban a los árboles frutales y a la pesca a tal punto, que también podían vivir en pleno lujo de estas cosechas, sin necesidad de carne. Las frutas de los cartujos son conocidas en todo mundo. La escuela de agricultura fructífera en París producía anualmente 30.000 Livres. ¡Era suficiente para que un prior consumiera durante su enfermedad 15.000 Livres en caldo de lucio! La misa era, como lo enseñaban los monjes, el único refresco para pobres almas en el purgatorio, el peor espantapájaros para el diablo, y podía ser comprada por 30 monedas, es más, los frailes mendicantes la leían por la mitad el precio, y prosperaban tanto más. Algunos monasterios enriquecieron extremamente mediante la indulgencia, para la cuál el Papa les había concedido privilegio especial. La indulgencia de Portiunkula rendía millones a los franciscanos. Un monasterio hieronimita en Valladolid con ochenta frailes ostentaba el privilegio exclusivo, de vender la Bula de la Cruz, lo que le rendía 12.000 Ducados anuales. Tanto cuanto a los frailes les gustaba recibir, tanto les repugnaba donar, y cada uno que se arriesgaba a obligarles a dar, era maldicho hasta el confín de los infiernos, como lo demuestra la siguiente fórmula, que hacía parte de cada documento de donación: “¡Su nombre está exterminado del libro de la vida; que sufra todas las plagas de los faraones; - el Señor que lo eche de su patrimonio, y del de a sus enemigos – su parte esté con el traidor Judas – con Dattam y con Abiram – sus campos se hagan como Sodoma, y azufre destruya su casa como Gomorra, - que le aire mande legiones de diablos sobre él – que sea maldicho desde el pie hasta la cabeza, que le devoren los gusanos con hedor, y que derrame sus entrañas como Judas – su cadáver sea devorado por los pájaros y animales salvajes, y su recuerdo exterminado de la tierra – maldichas todas sus obras, maldicho cuando va y viene, maldicho en la muerte como un perro, quien lo entierre, que sea exterminado. ¡Maldicha la tierra, donde sea enterrado, y que se quede con los diablos, y sus ángeles en el fuego infernal!” ¡Con esto a cualquier cristiano le tenían que pasar las ganas de poseer bienes monasteriales! Si ahora el negociado principal de los monjes era el comercio con mercancía espiritual, esto no los impedía a que también lo hagan con mercadería terrenal, cuando las primeras empezaron a caer en la cotización. Muchos claustros supieron hacerse del derecho, de expender vino y cerveza, ganando mucho dinero con ello. En Nurenberg uno llegó a vender 4.500 baldes de cerveza anuales. Cada mendigo que aparecía en su bodega, recibía un centavo, pero el vaso de cerveza se le vendía a 10 centavos. Pero en general, los monjes se dedicaban más a la bebida, que a su venta, y las bodegas de los claustros se encontraban en el mejor recuerdo de todos los borrachines. Los Padres piadosos guardaban barriles en sus bodegas, que eran mayores que las celdas de sus antepasados, los pobres ermitaños. Cuando se cerró los monasterios en Austria, se encontró incluso en los conventos de las monjas bodegas de vino espléndidamente dotadas. Las canónicas de Himmelspforten en Viena tenían en el suyo aún 6.800 baldes de vino, y lugar para el doble. Había allí una bodega Dios Padre, otra, Dios Hijo y otra, Espíritu Santo, una Madre de Dios, San Juan, San Javier y Nepomuceno. La mayor bodega, Dios Hijo, estaba vacía, excepto por un único barril. – ¡Qué cantidades no se habrá encontrado en los monasterios de los frailes! Un religioso protestante muy respetado, en Caen, Francia, fue acusado de haber hablado mal de la confesión de oídas de los católicos. El hecho fue investigado rigurosamente, pero no se pudo encontrar culpa en el religioso, y fue absuelto. El júbilo sobre ello fue inmenso en Caen, y cada uno trató de expresar de alguna manera esta alegría. Esto también lo hizo un caballero, de muy mala reputación. Invitó a los capuchinos, y “el vino fluía en chorros”. Se empezó una bebedera por apuestas, que terminó con un monje muerto. – Éste noble protestante ahora se dirigió a la casa del religioso, y dijo: “Que estaba muy satisfecho con su sobreseimiento, y había ponderado, que no había mejor manera de mostrarlo, que sacrificándole un monje a su amigo. En realidad debería haber sido un jesuita; pero como no pudo hacerse de uno, que el religioso se contente con un capuchino.” Aún que los monasterios no estaban suficientemente poderosos para defenderse, siempre había un príncipe que consideraba cuestión de honor protegerlos, en contraprestación a tales o cuáles derechos de parte de los frailes. Pero no todos los protectores hacían de ello un uso tan intenso como el Duque Julio de Braunschweig. Éste mandó llevar a la Abadesa de Gandersheim, nacida de Warberg, que se había familiarizado excesivamente con el mayordomo del claustro, a Stauffenburg, ¡y la mandó encerrar viva entre murallas de mampostería en 1587! En general los monasterios no necesitaban de protección, los abades y prelados eran grandes señores, que tenían vasallos, que les estaban sometidos a cualquier servicio, como esclavos. Muchas veces estos servicios se limitaban a una mala broma, que solía ser bastante grosera. El vasallo del monasterio de Boloña tenía que traer anualmente una fuente con arroz y una gallina, y atajarla bajo la nariz de Su Excelencia, pues, sólo debía sus vapores. Una propiedad rural en Soest, Westfalia tenía la obligación, de llevar cada año un huevo sobre un carruaje a cuatro caballos. En Quedlinburgo las novias tenían que pagarle a sus señores curas el “Stech- oder Bunzengroschen”, y en Paderborn tenían que ofrecer una piel de carnero. – A muchos monasterios de Suábia las novias tenían que llevar a los monasterios una olla de cobre, “tan grande que les permitiera sentarse en ella”, y por supuesto la demostración de que efectivamente cabían en ella, era la diversión principal para los puritanos señores. Los matrimonios sin hijos tenían que sacrificar en el monasterio de Hildesheim cada año un “gallo de la paciencia”, por la pérdida del dinero del bautismo, para que se tenga paciencia con su incompetencia. La naturaleza de raposa de los curas se revelaba en sus deseos por gallinas, y sus vasallos tenían que proveerles de cuántas podían. ¡Había gallinas principales, gallinas corporales, gallinas ahumadas, gallinas impuesto a la sucesión, gallinas de carnaval, de Pentecostés, verano, otoño, cosecha, monte, huerta, heno, y honores! Audubon ha olvidado estas gallinas en su historia natural de los pájaros; pero es cierto que sólo existían en Europa, y Gloger, cuando escribió su obra espectacular, debería haberse ocupado de ellas. Algunos abades y obispos mantenían ejércitos, como no lo podían hacer los príncipes. El obispo Galen de Münster tenía 42.000 hombres de infantería, 18.000 de la caballería, y una bellísima artillería, y la mayoría de los monasterios estaban confederados a los efectos de poder remitir un contingente mayor o menor a las tropas del obispo del país. Cuando la reforma y la revolución perjudicaron sustancialmente a los monasterios, la vida se hizo difícil en muchos de ellos, y una abadesa escribió a la dirección distrital: “que fueron reducidas a tal puno en la última guerra y por los franceses, que no eran capaces de hacerle subir a caballo siquiera a un medio hombre.” Antes de echar ahora un vistazo en los monasterios, volvamos a examinar la utilidad que los monjes traían al mundo. Lastimosamente veremos, que éste se encontraba tan disminuido al mal, del cuál eran la causa, que desaparece casi por completo. Los defensores del monasterismo alegaban, que el cristianismo fue llevado a los confines del mundo por los monjes. Es merecimiento muy dudoso, pues el cristianismo de los frailes trajo más maldiciones que bendiciones, adonde fuera que haya llegado, y principalmente entre las poblaciones que se habían formado en América bajo un cielo eternamente ameno, y para las cuales el horrendo cristianismo de los monjes con sus pareceres ascético-tristones eran una utopía moral. El primer monasterio fue construido en 1525, o sea cuatro años después de la conquista. De efectos similares era el cristianismo divulgado por los monjes en casi todas las partes. Las islas marianas antes estaban habitadas por 150.000 hijos felices de la naturaleza, y con el curso del tiempo fueron reducidos a 1.500 miserables sujetos llamados cristianos, diezmados por enfermedades cristianas, vicio del alcohol y por el evangelio franciscano. Para concederle por lo menos al diablo lo que se merece, quiero mencionar, que los Jesuitas, que se ocupaban mucho de las obras de la misión, a parte de todos los males de los cuales son la causa, en algunas partes de la Tierra han sido de bendición, de manera que el naufragio de sus misiones es de lamentar, como en América del Sur, a las márgenes del Amazonas y del Orinoco. La obra misionera, tal como fue practicada por los católicos y protestantes, y en parte aún es practicado, es una injusticia cometida contra la humanidad que grita a los cielos, que yo llamaría de crimen, si, no tuviera como causa, por lo menos en gran parte, el sincero- estúpido fervor religioso. Los misionarios protestantes, principalmente aquellos, que emigraron desde la Inglaterra puritana, sólo han ofrecido ventaja sobre los monjes, en el sentido de haber sido menos sanguinarios. Los habitantes de las Islas de la Amistad nos ofrecen las más contundentes ilustraciones para esta afirmación, que debe convencer a cada uno que lee los relatos de los indígenas, antes y después de la introducción del cristianismo. – Hombres como Livingstone son raras entre los misionarios. Él y algunas personas de carácter similar son una bendición para la humanidad; pero su cristianismo purificado encontraría poca conmiseración ante los ojos de la Inquisición, o incluso ante los cristianos ingleses otordoxos. Cito aquí a Livingston y a los hombres de carácter similar, pues sería una gran injusticia incluirles en la crítica, que hiere a la mayoría de aquellos, que se hacían llamar, y se hacen llamar de misionarios. A los monjes agradecemos, siguen los defensores del monasterismo, la conservación de las artes y de las ciencias, como también la de la mayoría de los clásicos antiguos. En esto efectivamente hay algo de verdadero, principalmente los benedictinos merecen créditos en este sentido; pero otra pregunta es, si sin la presencia de los monjes, si, completamente sin el cristianismo, las artes y las ciencias no se habrían desabrochado antes y con mucho más esplendor. Los viejos griegos nos sirven aún hoy en varias ramas de las artes como maestros inalcanzables, ¿y acaso alguna vez las ciencias se ahondaron tanto en el pueblo bajo el régimen de la Iglesia Romana como con ellos? Todos los resultados espléndidos que alcanzaron, los alcanzaron sin el cristianismo, sin monjes, y es una realidad que las ciencias sólo empezaron a desabrochar efectivamente en Europa cuando empezó a extinguirse el monasterismo. Es más, ¿no es así que hasta nuestros días las ciencias prácticamente son nulas en los países patria de los curas y de los monasterios? En la pintura, escultura y arquitectura los monjes aún producían más; pero, que falta de buen gusto no se encuentra en los productos de los frailes en cuanto a las citadas artes. Quizás alcanzaron algunas capacidades técnicas; pero en la composición de sus retratos, como de sus esculturas siempre se veían limitados por la ignorancia, y producían cosas que no encuentran igual en falta de buen gusto. Los que vieron cuadros antiguos, principalmente aquellos que salieron de las manos de monjes, me darán razón. De la infinidad de ejemplos de la falta de gusto y estrechez de los monjes, como aparece en los retratos, sólo dos: En Erfurt se encontraba – o quizás aún se encuentra – un cuadro, que pretende exaltar la transubstanciación. Los cuatro evangelistas tiran pequeños retazos de papel en un molino de mano, y en los papeles se lee las palabras: “Éste es mi cuerpo.” Los cuatro grandes educadores eclesiásticos atajan un cáliz en su canilla, y Jesús chorrea molido del molino al cáliz. En un lugar se encuentra una representación del sacrificio de Abraán. Isaac se arrodilla miserable sobre un montón de leña, y su padre le toca con la pistola sobre el pecho. El gatillo está armado, y se nota, de cómo el archí- judío quiere detonar el arma; se tiembla, pero finalmente, arriba, en las nubes ya levita el salvador, un ángel, que orina con tanta puntería desde arriba, que se moja la pólvora el detonador, e Isaac es salvo. Me llevaría demasiado lejos, si pretendía llevar más adelante la demostración la influencia del cristianismo de los monjes sobre la pintura y las artes en general; lo encargaré a especialistas sin prejuicios, y me limito a referirme a los productos que se hallan colgados en los museos, que deben su existencia a estas contemplaciones sobre la religión. Ciertamente ha entre ello mucha cosa espléndida; pero compáreselo a lo producido por artistas, que remontan a un tiempo, del cuál en realidad se emancipó el cristianismo romano. A los monjes también agradecemos las piezas de teatro, gritan los amigos de los monasterios. – Bueno, sobre éstos merecimientos los señores piadosos, para los cuáles los espectáculos son una abominación, no han de estar muy orgullosos; pero la cosa tiene su verdad. Nuestros espectáculos teatrales se desmembraron paulatinamente de los así llamados misterios, que se exhibían en los monasterios; ¡pero e Shakespeare, Lessing, Schiller, Goethe y consortes, que abandonaron los modelos cristianos, y se ocuparon en demasía con los viejos paganos, los estropearon completamente! En los espectáculos teatrales de los monasterios la estupidez de los frailes alcanzó el colmo, y a quien gustaría reírse una vez de todo corazón, trate de hacerse de tales obras, y quien no lo puede hacer, que lea la espectacular obra de Carlos Julio Weber, “El monasterismo”. El buen hombre está muerto; pero caso aún le interesa este mundo, ciertamente se alegrará en que aprovecho en éste libro sus conocimientos fabulosos. Un tema favorito de los monjes parece haber sido la creación, pues fue representada a menudo, y es muy edificante, verle aparecer a Dios, de peluca, anteojo y bata, teniendo ante si a Adán, que le pide sobre rodillas – ¡a fin de que lo haga! En un teatro de la pasión, presentado en 1782 en Ingolstadt bajo el título “El Diluvio”, Dios Padre se lamenta sobre la vida pecaminosa de los hombres: ¡Es ésta, ó hombre, la vida tuya! Quee sea Dios Padre el verdugo, Hasta la muerte me enfada, Que a ustedes inútiles he tenido que hacer. Ahora Netuno y Aloisio le ofrecen sus servicios a Dios, para exterminar a la raza pecaminosa, y el primero dice con gran enfado: Si Él sigue siendo misericordioso Aún nos romperán la boca Un ejemplo Él deberá estatuir Sino aún llegarán a ocupar Nuestra casa. Finalmente se termina la construcción del Arca, y lista para el viaje. El ángel toma una botella de vino con Noé; finalmente éste entra en el Arca, el ángel cierra el pasador, y se inicia el trueno, la lluvia y la tormenta, a tal punto que las personas salen volando por el aire. Cuando finalmente termina la historia, y Noé ofrece sacrificio, Dios dice: ¿Al diablo, qué es lo que huele tan bien? Ciertamente es a mi honor. Como señal de mis buenas intenciones Tome por collar a este arco-iris. Fama aún exclama a los cuatro vientos esta bella aria: Que esto quede en eterna memoria, Cerrado está el acuerdo del perdón Pum, Pum, Pumpidipum, Pum! En una comedia sobre la Pasión, presentada en un claustro de Suábia, Judas se presenta ante los fariseos reunidos: Judas: Fariseos: ¡Alabado sea Jesús Cristo, mis queridos Señores! ¡Eternamente! ¿Cuál es tu deseo? Judas: Vengo a traicionar a Jesús Cristo, Quien murió por nosotros en la Cruz. ¡Decir mayores estupideces que ésas en cuatro líneas ciertamente no es posible! Principalmente los jesuitas eran prendados en tales obras teatrales; y aún que se mantenían lejos de tales tonterías estúpidas; tanto más las sustituían por tonterías internas. Un bello y original ejemplo es el del Padre Sautter, “Genio del Amor”, y aún hoy un director de teatro podría hacerse famoso, si presentase ésta ópera brillante, acompañado de música de Offenbach: Santas vírgenes (de mi segundo capitulo) traen al genio “Donaciones del amor”, en fuentes doradas. Entonces canta el genio: Genio: Ahora, ¿que me trae, amadas novias, Vuestro galantismo hoy? Santa Lucía: ¡Señor! A tú honor, para dulce contemplación Me arranqué yo misma mis ojos. Santa Eufemia: Para ti, ó Señor, como donación matinal, Me corté nariz y labios. Santa Aplonia: Más blanco que el marfil Tienes aquí mis dientes, Jesúscito! Santa Magdalena; Mis bellos cabellos rubios; Tome de mí desgraciada mujer También el color rojo y blanco. Coro: ¡Pupilas, Mamilas, Y dientes blancos como nieve! ¡Cabello virginal, Narices y labios y mercadería similar Están a tu disposición aquí, en Santo amor! También las procesiones son invención de los monjes, y su extraño gusto las trasformó en las más extrañas payasadas, aventureras y ridículas. Especialmente coloridas y alocadas eran las de Viernes Santo y día de Corpus Christi. Todas las personas del antiguo y del nuevo testamento aparecían en el traje típico correspondiente, por supuesto, conforme la concepción e disposición de los monjes – en el desfile. Como en un ejército salvaje se contorcía el más alocado carnaval, personas y animales entremezclados, por las calles. Cada grupo cantaba su propia balada, dejándole confuso al espectador. Pero si acaso no quitaba el sombrero en devoto respeto, o incluso se atrevía reírse sobre la locura, fácilmente podría terminar mal, pues los religiosos instaban incluso desde el púlpito, a que se castigue a los burlones. Aún bajo Carlos Teodoro de Bavaria el carmelita F. Damascenus predicaba en Munique: “Queridos Cristianos, mañana habrá procesión. Verán masones y librepensadores en muchas ventanas -, Anticristos, que se burlarán de nosotros. Se armen con la euforia del Señor, junten piedras y tírenlas hacia ellos.” – ¡En vez de castigar al fanático, Carlos Teodoro lo felicitó por su fervor religioso! A menudo la procesión terminaba en lujuria y borracheras, si acaso no comenzaba ya de esta manera. Ángeles, apóstolos y diablos se emborrachaban en “santa” comunión, y el campesino que representaba a Jesús, y generalmente era el más idiota, a menudo llegaba borracho a la Cruz, y empezaba a delirar. Un tal Jesús, al cuál un caballero Longinus, que ya no tenía la mirada clara, hincó con la lanza, en vez de acertar a la vejiga de chancho llenada con sangre, gritó enojado: “¡Que me lleve el diablo, te romperé pie y brazo, cuando me bajen!” Ocurrían hechos aún más indecentes y ridículos en estas crucifixiones, pero que tendré que dejar de lado, pues, citarlas ofendería las buenas costumbres. – Si yo fuese un cura o un creyente, yo tendría que levantar mis vistas al cielo con un suspiro, y tejer solemnes palabras ante tal “abuso de lo sacrosanto”; pero no tengo las menores pretensiones de ser considerado un “cristiano creyente” por nadie, y, para ser sincero, estos hechos más me divierten que escandalizan. Pero, ya que estamos en la parte divertida del monasterismo, que no pude dejar de lado al tratar de caracterizarlo, entonces que aquellos lectores, que quizás se enfadan por ello, descarguen de una vez su enfado. En fin, voy a resumir el tema, por más que merece un libro propio. ¡Quien no habrá escuchado de las famosas prédicas del Padre Abrahán a Santa Clara! Aparecieron en nueva edición para la diversión de los paganos, y no me detendré más profundamente en ellas, pues están a disposición de todos. Estas prédicas, que a menudo contienen las más extrañas comparaciones y modulaciones, a su tiempo tuvieron gran influencia sobre el pueblo. En su euforia a menudo presentaba las cosas más extrañas, de las cuáles la conclusión de una prédica sobre el adulterio sirva de ejemplo: “¡Sí, existen hombres tan perversos, que persiguen a este vicio, aún cuando tengan en su casa las más bellas mujeres! ¡Con cuánto gusto nosotros reemplazaríamos el lugar de éstos maridos!” De manera similar, pero aún más cruda, y a menudo más obscena, predicó el Padre Cornelio Adriansen en Brügge, en Flandres, a mediados del siglo XVI, donde jugó un papel nada irrelevante en la gran revolución existente en aquél tiempo. Hablaba, cómo le antojaba, a menudo de manera extremamente grosera y holandesa. Cierta vez comparó a la dulzura del cielo – con carne de cordero y nabos, posiblemente su plato preferido. El consejo de la ciudad nunca podía actuar conforme a su gusto, y lo insultaba abiertamente desde el púlpito, de manera que finalmente se le prohibió la prédica. En un discurso contra la misma, en el cuál también lo acusaba, introdujo las ofensas conclusivas con las palabras: “¡Sólo más un lampazo en su trasero!”- A este Padre Cornelio lo conoceremos mejor en el próximo capítulo, donde hablamos del abuso en el confesionario. Aún más popular que Cornelio y Abrahán a Santa Clara, ejerció su influencia el padre Rocco, fallecido poco antes de la revolución en Nápoles. Éste le dijo al Rey Ferdinando aún las verdades más groseras, y no se le podía impedir, pues en su mano se encontraba la suerte de Nápoles. Todos los Lanzaron temblaban, cuando abría su boca, y nadie se arriesgaba a hacer mueca, cuando presentaba sus blasfemias. Cierta vez echó a un charlatán de su puesto, ocupó su lugar, levantó la cruz y gritó con voz de trueno: ¡Éste es el verdadero Poicinello! Todo tembló, y empezó a darle un sermón horrendo a todas las adúlteras, con base al curioso texto: “Y Alejandro Bucephalus no permitía que nadie le cabalgue, que su dueño, y superaba a los hombres en virtudes.” “Quiero ver”, predicó, “si se arrepienten de sus pecados. – El que lleva a serio su penitencia, que levante la mano.” – Todas las manos se levantaron. – “Ahora, San Michael, que estás parado con la espada de fuego ante el Trono de lo Eterno, ¡corte todas las manos, que se levantan en hipocresía!” – y todas las manos se bajaron de golpe. Pero ahora Rocco empezó un terrible sermón, culminando al mismo con el relato de una visión o un sueño, en el cuál él miró por el agujero del retrete, viendo bien al fondo una multitud de Lazzarinos, que el diablo se metió por atrás en una abertura del tamaño del lago Agnano. La Iglesia Romana cuenta entre sus frailes predicadores tantos personajes originales, que apenas puedo citar a algunos entre ellos. – Un capuchino se hizo escribir una prédica de la pasión por un tercero, que terminó: “Y Cristo falleció.” Estas palabras finales le parecieron al Padre excesivamente insulso, y acrecentó de inmediato: “Bueno, ¡que Dios tenga misericordia del pobre pecador!” El favorito del público de Würzburgo, al final del último milenio, y uno de los mayores enemigos de la ilustración era el capuchino octogenario Padre Winter. Cierta vez encerró una prédica del rosario, con la siguiente pregunta: “¿Quiénes son los innovadores? – una pausa larga y palpitante: “¡Burros son, Amén!” Un franciscano estaba predicando a una monja en 1782 en Gmünd, que fue leída en toda Alemania entre muchas risas. Especialmente ridículo era su final: “Ahora, novia espiritual, sea como un joven chimpancé, que le remeda en todo a su madre, la honorable abadesa, - remede, tú joven chimpancé a la vieja chimpancé, en sus virtudes, en la mortificación y obras de penitencia –, ¡remede, tú joven chimpancé, en su castidad, humildad, y paciencia! – ¡Y Usted, honorable abadesa! Te asemejas al viejo oso, que lame tanto tiempo un pedazo de carne fresca, hasta que tome la apariencia de un oso joven; - lame, tú, oso viejo, la presente carne espiritual, hasta que te sea semejante; - ¡lame también a todo tu convento, juntamente a todas las pensionistas y novicias! – Lame, tu, oso viejo, toda la familia de la novia espiritual y todos los reunidos aquí en el Señor; - finalmente lame también a mí, a fin de que alcancemos, bien lamidos y purificados a la cima de la perfección. ¡Amén!” Pero uno de los talentos predicadores más originales posiblemente era el así llamado Padre de los campos en Ismaning en Bavaria, que vivió hace cien años. Su prédica de rosario: “El santo rosario domina a las fortificaciones infernales”, y su prédica del rabo son extremamente cómicas. La última tenía por objetivo, que los muchachos campesinos no se insulten más de rabo de cerdo, sino que se llamen por nombre. En ella se encuentra lo siguiente: “¿Por qué, mis cristianos, le creció al perro su rabo? Al perro creció su rabo, a fin de que lo menee y mueva, a fin de que no le entren los mosquitos en el orificio. – ¡Pero nosotros los religiosos somos los verdaderos rabos, tenemos que menar y mover, para que las almas de los cristianos creyentes no caigan en el hoyo del Diablo!” Si bien algunos burlones se reían sobre tales prédicas, no dejaban de impresionar al pueblo, y estaban proyectadas a la medida del grado de instrucción del mismo. Si esto no hubiese sido así, ciertamente Lutero no habría predicado de manera similar. Un vez predicó sobre la última trompeta: “Así se va a la batalla; se toca el tambor y se toca la trompeta ¡Trara-tant-ta-ra! – Se hace un griterío de batalla ¡Her, Her, Her! – el capitán exclama ¡Huy, Huy, Huy! En Sodoma y Gomorra estaban los tambores y las trompetas de Dios, allí se escuchaba - ¡Pumperlepump- Plitz- Platz- Schein! – ¡Schmier! Pues cuando Dios truena, se lo escucha como un tambor Pumperlepump – este es el griterío de batalla, y la Tarantamtrara de Dios, que todo el cielo y el aire resuena ¡Kir- KirPumperlepump!” – Ahora sólo falta imaginar las gesticulaciones que habrán acompañado la prédica de éste señor nervioso, y se admire a la audiencia, que tiritaba y temblaba, ¡y no se mataba de risas! De las prédicas evangélicas, protestantes, luteranas y otras no- romanas, también se escucha actualmente toda clase de estupideces, que poco les deben a las citadas. Conocí al predicador de guarnición Ziehe en Berlín, que a menudo predicaba en versos. Pero la mayoría de las veces los señores declamaban insulsas estupideces. Si los monjes no hubiesen hecho nada más que sus espectáculos teatrales mal escenadas, y prédicas desatinadas, aún se les podría haber perdonado su existencia, pero ejercían una influencia mucho más dañosa, al apoderarse de la educación del pueblo, e inculcaban vicios, más allá de las escuelas, que eran urdidas dentro de las murallas de sus monasterios, donde urdían infamias y cobardías, que difícilmente ocurren en el “mundo terrenal”,y que luego son castigadas con los más pesados y deshonrosos castigos, que prescribe la Ley. Quien nada más conoce de los religiosos de los monasterios que sus ridiculeces, fácilmente será llevado a presumir que se traten de tontos inofensivos; pero quien ingresa más profundamente en la vida de los monasterios, quedará horrorizado por la maldad y depravación de estos “piadosos” señores, que aún hoy ejercen gran influencia en los países católico- romanos. Hacer de los monjes los educadores del pueblo es el mayor y más depravada injusticia que se puede cometer ante el mismo, y queda incomprensible, que la experiencia obtenida durante los siglos no haya dado suficiente ilustración sobre ello, y que en muchos países europeos la educación se ve atado estrechamente al monasterismo, y aún en países protestantes es dependiente de la religión. El sistema penal pedante, que aún hoy rige inclusive en muchas escuelas protestantes, principalmente en Inglaterra, es consecuencia de las escuelas de los monjes, donde los niños eran tratados de manera horrenda. ¡No se podría considerar posible, que el gobierno prusiano, a comienzos de éste siglo, le haya dado el permiso a los monjes trapistas, los más dementes que jamás han existido, a construir escuelas en la zona de Bieren y Valda en Paderbornia! Estos monjes fanáticos y miopes se encargaban de gente joven, sí, criaturas de ambos sexos entre dos a tres años – ¡para la educación! El abad se presentaba personalmente en todas las partes, para seducir y convencer a padres crédulos, a entregarle sus pobres niños. De esta manera se juntaban centenas de estas víctimas infelices. ¡Les habría sido mejor, si se los hubiese asfixiado luego al nacer! Las madres habrían enloquecido, caso hubiesen visto, como los trapistas trataban a sus inocentes criaturas. ¡El relato, que hizo un testigo presencial de los mismos, destroza el corazón a toda persona que no sea completamente insensible! Las criaturas, mayormente en la edad entre cuatro a diez años, vivían en celdas oscuras, cuyo aderezo se completaba con una bolsa de paja, una calavera, pala y azada, con las cuáles tenían que trabajar en los campos de papa, que los alimentaba, aparte de agua y pan. Tenían que vestirse como los trapistas, y vivir como sus profesores. No podían hablar, y toda la institución parecía un colegio para sordomudos. Si una pobre criatura hablaba, reía, comía, o cometía otra falta fuera de lugar, era azotada hasta que brote la sangre. Constantes golpizas, condimentado con un poco de latín, era la suma de la educación, y las demás ciencias eran despreciadas. La consecuencia era, que una gran parte de las criaturas se enfermó o quedó demente. El rumor corrió entre el pueblo, y el ex- jesuita Le Clero escribió públicamente contra esta institución de asesinato de niños. Su voz tuvo eco, y Frederico Guillermo III de Prusia puso fin a la aberración. Pero no todos los príncipes son tan razonables, y vemos en otros Estados a monasterios y escuelas monasteriales en plena florescencia. Los monjes trataban trasformar sus discípulos en monjes o algo parecido, y la cima de la perfección mostraban en su esfuerzo en la educación de los novicios, motivo por el cuál quiero decir algo sobre ello. Climaco dice: “Es mejor pecar contra Dios que contra un prior.” La primera Ley de los monasterios es la obediencia absoluta, y es por ello que se trata primero de cautivar cuerpo y alma. Un novicio no puede tener voluntad; debe atender por una seña de los santos padres, o de su maestro, como un púdel al domador. Debe estar enfermo o sano a simple orden, se debe echar en agua o fuego, y practicar las cosas más absurdas, que se le ordene. Los novicios son los payasos de corte de los frailes, y deben aguantar callados las explosiones de su buen o mal ánimo. Éstos realizan los actos más alocados con sus educandos, a fin de “acostumbrarlos a la obediencia y humildad”. Por ejemplo, a las veces los novicios, vestidos en pesadas botas de montaría, tenían que danzar sobre la mesa en una pierna, o hacer una docena de volteretas, lo mejor que podían. Luego se les ordenaba, sembrar huevos o sal en la tierra, o se los ataba a una carroza, en la cuál tenían que hacer pasear a una pluma o a una paja. Los capuchinos llegaron a servirles a sus novicios paja y heno, o los hacían comer de comederos de chancho. Una de sus diversiones corrientes consistía en hacer un trazo a tiza sobre el piso, para luego obligar a los novicios a lamerlo hasta que desaparezca. Esto en sí ya era deplorable, pero además hacían pasar el trazo deliberadamente encima del moco, con el cuál acostumbraban decorar el piso. A menudo también se hacía ejercitar a los pobres sufridores. Se les colocaba una olla vieja en la cabeza, se les armaba con un espeto o una escoba, y se les colocaba una paila como arma al hombro. Pobre del infeliz, que se animaba a hacer mala cara, o inclusive decir algunas palabras de reclamo; le esperaban los más duros castigos. Cuando un novicio quizás entonaba el cántico fuera del ritmo, o cerraba la puerta con golpe demasiado fuerte, o si se le caía algo, etc., entonces esto era una “culpa levis”, y se lo castigaba, con hacerle decir una larga reza, en rodillas y con manos extendidas, o haciendo con que metiera un dedo en la tierra, lo que era llamado de “plantar poroto”. Una “culpa media” era, cuando un novicio dejaba de besarle la mano o el cinto del Prior, o se olvidaba de inclinarse ante el sacrosanto, cuando se lo hacía pasar, o si salía sin permiso. Por tales faltas tenía que sufrir hambre, o comer directamente de la tierra, con su cinto puesto al cuello. Si se acostaba sin sus “armas espirituales”, o sea, sin hábito y cinto, si poseía algo de su propiedad; si escribía cartas o se oponía completamente contra los superiores, entonces cometía “culpa gravis”, y era castigado con golpizas horrendas, ayunas y encarcelamiento. Una “culpa gravísima” era, cuando golpeaba, hería o inclusive mataba a otro, o cuando se le había sorprendido al novicio en reiterados actos incastos, o cuando había intentado huir del monasterio. Estos crímenes eran castigados según las circunstancias o los caprichos del superior con encarcelación por un año, bajo agua y pan, o también con azotamiento diario y cárcel de por vida. Y qué clase de cárceles eran, en las cuáles estos pobrecitos a menudo tenían que pasar años por faltas bagatelarias. Padre Francisco Sebastián Ammann, quien había sido estudiante benedictino en los monasterios de Fischingen y luego guardián de varios monasterios en Suiza, y al cuál agradecemos las más interesantes y intimidatorias revelaciones sobre la actual vida en los monasterios, también describe un calabozo en el monasterio capuchino en Wesmalin en Lucerna. Se encuentra en un lugar húmedo y horrendo, levantado con vigas pesadas, provista de dos puertas y una ventanita completamente enrejada, aproximadamente 12 pies de largo y 6 pies de ancho, y de la misma altura. Como no puede ser calentado, ya varios perdieron su vida aquí por el frío y la alimentación deficiente. ¡Y de qué construcción no habrán sido tales hoyos en el medioevo! La ocupación habitual de los novicios era apropiada para reducir al ser humano que los habitaba, a un animal. Su estudio científico se limitaba a la obligación de leer escritos ascéticos, o el breviario, ¡en el cuál ciertamente había mucha sabiduría a encontrar! – luego tenían que entrenares en el silencio, y en el bajar de la vista, en fin, en la hipocresía. Quien abría la boca fuera de tiempo, tenía que llevar por un tiempo un freno de caballo en la boca, y quién hacía pasear demasiado a los ojos, recibía o un anteojo, o anteojeras. Además era ocupación de los novicios, hacer sonar las campanas, y barrer las escaleras, los corredores, sí, inclusive los retretes. Quién dormía tarde, tenía que comparecer con el orinal o el colchón colgado por el cuello, o dormir en el féretro. Cargar madera, luz y agua, también hacía parte de sus obligaciones, además tenían que cantar en el coro hasta el agotamiento físico absoluto. En todo ello no faltaban las diversas mortificaciones de la carne. Tenían que pasar sed cuando hacía más calor, hasta llegar casi a la muerte; el agua del lavado de los platos tenían que tomar como sopa, y cuando estaban con hambre, tenían que subir con cada cuchara llena de comida la escalera, y sólo podían ponerla en la boca, cuando llegaban arriba, y si aún sobraba algo en ella. En Meran en Tirol, en 1747 un novicio capuchino tuvo que quedar durante tres horas colgado atado en una cruz, y exclamar constantemente: “¡Misericordia conmigo, gran pecador!” Era hijo de conde, ¡que había roto un vaso! Fischingen, donde se había encontrado el citado padre Ammann desde su séptimo hasta su décimo cuarto año, tenía la fama, de ser uno de los monasterios de mejores costumbres, y más excelencia en Suiza, ¡y qué inmoralidades no ocurrían aquí! Los frailes desaliñados vivían aquí como perro y gato, y uno trataba de perjudicar al otro de todas las maneras. Amman fue golpeado por uno de sus profesores por tanto tiempo en las puntas de sus dedos, hasta que brotó sangre, y las manos quedaron hinchadas. Luego tuvo que sentar en el corredor abierto, en el invierno, por dos horas en el piso de ladrillos, ¿y por qué? – ¿Porque no sabía decir nada malo de otro profesor! – Los monjes sólo se unen en su odio contra los padres parroquianos, pero éstos son odiados con todo ardor por aquellos. Uno de los ex- benedictinos en Roma, Raffaeli Cocí (1846, en Prierer en Altenburgo), publicó un libro, que contiene hechos tan horrendos sobre los novicios y las condiciones de los monasterios, que a uno se erizan los pelos a su lectura. El infeliz fue obligado por sus padres, completamente trastornados por los religiosos, a entrar en el monasterio, donde tuvo que sufrir cosas horrendas, hasta que finalmente consiguió huir a Inglaterra, donde quizás aún vive. Es interesante observar, como se les implanta a los niños, ya desde su adolescencia el odio contra los protestantes, bajo la excusa de la religión. Éstos, se enseñaba, adorarían al dinero como Dios, y no creerían en Jesús; todos los días estarían ocurriendo casos, en los cuales uno mataba al otro; los católicos- romanos, que llegasen a sus países, serían condenados a la muerte; no tendrían leyes, sino que vivirían en constante estado de anarquía. Cuando algún novicio mostraba inteligencia, su suerte estaba cantada: tenía que aguantar los más horrendos sufrimientos. Se aplicaba los medios extremos, para romper el espíritu rebelde en el niño mediante influencia sobre sus sentidos, lo que en muchos casos llevó a la demencia. Cocci encontró cierta vez después de un sermón pavoroso, la risa irónica de una calavera en su celda, y otra vez un retrato horrendo del juicio final, alumbrado con muchas luces. Si tales medios no resultaban, se seguían los peores azotamientos. Más abajo, cuando hablaré de las consecuencias del celibato en los monasterios, se verá, a qué aberrantes seducciones se encontraban expuestos los niños puestos bajo la dirección de los monjes, y cada padre reconocerá en ello, el peligro que constituye para los niños, cuando los hace educar en éstas escuelas monasteriales. ¡Qué ventajas podrá ofrecer finalmente la educación por los religiosos, frente a estos peligros para la moralidad! La mayor parte de los mismos, ya se llamen de católicos, luteranos o reformadores, son espiritualmente limitados, y aquellos, que no lo son, tienen que parecer serlo, pues su existencia depende de ello. Los niños educados bajo su dirección, absorben desde la juventud una infinidad de conceptos falsos, y prejuicios, que tendrán que cargar por toda vida como una cadena de esclavos, y les impiden de múltiplas maneras el porvenir. Se quite la educación de la mano de los religiosos, y se separe la Iglesia del Estado; mientras esto no ocurra, no tendremos hombres, capaces de enfrentar los requerimientos del siglo actual. Más arriba mencioné, que los novicios eran horrendamente azotados por sus faltas, y aún tengo que comentar algo directamente sobre el azotamiento, puesto que juega un papel importante en la iglesia Romana, y principalmente en los monasterios. Escribí todo un libro sobre el azotamiento, y, también otros lo hicieron antes de mí, pero aún así sólo pude tratar el tema de manera superficial, pues en realidad es demasiado amplio, como para ser agotado en un libro. Aquí, finalmente, tengo que limitarme a algunas menciones fragmentarias. Ya entre los cristianos de los primeros siglos se hizo común la opinión, que sería meritorio para el alcance de la gloria, imponerse libre- y espontáneamente privaciones y sufrimientos. Estaba cerca la idea, de imponérselas mediante el auto- azotamiento, y por ello ya encontramos desde los primeros tiempos de los cristianos la auto- flagelación, principalmente entre los monjes. En los estatutos de muchos monasterios se dice sobre el punto: “Si los monjes practican en sí mismos el azotamiento, se deben recordar de Jesús, su amado Señor, cómo fue azotado, atado a una columna, y deben tratar de experimentar por lo menos algunos de los dolores y sufrimientos menores, de aquellos que él tuvo que soportar.” – Otros motivos para la auto- flagelación eran, que con ello se tranquilizaba a la conciencia, cuando se había cometido algún pecado, y cuando se esparció la creencia, mediante los curas, de que uno se podía librar de los pecados por ésta o aquella penitencia, se acercó la idea, de que esto podría conseguirse por golpes autoinculcados. Otro motivo era la creencia de que con ello se podría vencer las “tentaciones de la carne”. Finalmente la auto- flagelación se hizo cada vez más popular. Se formaron costumbres especiales, y se estableció la relación entre pecado y golpes. Libros de penitencia especiales determinaban, mediante qué castigos se podía purificar determinados pecados. De los golpes de azote se hicieron igualmente el pago de la penitencia, principalmente para aquellos que no podían pagar otra moneda a la Iglesia. En el medio del siglo XI había algunos hombres en Italia, que alcanzaban extremos en la autoflagelación. No sólo se flagelaban por sus propios pecados, sino que también asumían las penitencias de terceros. Entre los héroes de la flagelación sólo quiero citar al más famoso. Era éste el monje Domenico el encorazado, el cuál recibió este nombre, porque, siempre cuando no se flagelaba, llevaba una armadura de hierro sobre el cuerpo. Pedro de Damián, obispo cardinal de Ostia, era abad del monasterio benedictino en Fonte- Avallana, en el cuál vivía Domenico. Relata: Apenas pasa un día, sin que él, con azote en ambas manos castigue su cuerpo desnudo durante dos libros de los salmos, y esto en los días comunes, pues, cuando tenía que ayunar, o cuando tenía que cumplir una penitencia, (a menudo ha asumido penitencia por cien años), terminaba a menudo tres libros de salmos bajo los azotes. Pero una penitencia de cien años, como él mismo nos ha enseñado, se cumple de la siguiente manera: como tres mil golpes de azote completan un año de penitencia según nuestros cálculos, y como ya se ha demostrado, se aplican cien golpes durante un cántico de 10 salmos, se suman cinco años de penitencia por la disciplina de un libro de salmos completo, y quien ha cantado veinte libros de salmo con la disciplina 17, puede estar convencido de haber penado cien años. Pero aún en esto Domenico supera a la mayoría como verdadero hijo del dolor, pues donde otros aplican la disciplina con una mano, él atacaba a los deseos de la carne renitente incansablemente con ambas manos. Y aquella penitencia de cien años la cumplía, como él mismo me había confesado, tranquilamente en seis días.” – Se tiene entonces, ante las medidas dadas, (3.000 por año), que se aplicaba en estos seis días 300.000 golpes. Por lo tanto tenía que flagelarse 17 A principio esta palabra significaba todos los castigos y correctivos; pero a partir de cuando el castigo mediante flagelación empezó a imperar sobre todos los demás correctivos, la palabra se trasformó en la denominación técnica, con la cuál se nombraba esta forma de castigo, y finalmente se pasó a denominar el propio instrumento, con el cuál se aplicaba el castigo, de esta manera. durante siete horas diarias, con dos golpes por segundo, lo que es posible, visto que lo practicaba con ambas manos. Qué apariencia no debe haber ofrecido el cuerpo del disciplinado, pues ya al octavo libro de salmos la cara se mostraba desfigurada, llena de contusiones, azul y marrón. El cuerpo de Domenico, nos relata un Damián orgulloso, ¡tenía la apariencia de hierbas, machacadas por los boticarios! Así apareció entre los creyentes la disputa, sobre si uno debería desnudarse para la flagelación, y si los golpes sobre la espalda, los hombros, o el trasero serían menos perjudiciales a la salud, o más agradable a los cielos. Toda la sociedad de los flageladores se dividió en dos bandas; Una pregonaba la disciplina superior (disciplina supra, o en el mejor latín de los frailes, secundum supra), y los otros la disciplina baja (disciplina deorsum, secundum sub.). Los adversarios de la disciplina baja alegan, que viola los principios del pudor, y el Abade Boileau afirma en su famosa obra sobre el tema: “San Gregorio de Nissa alaba en su epístola canónica el uso, de enterrar a los cuerpos muertos, lo que se debería hacer según su punto de vista, para que la vergüenza de la naturaleza humana no sea expuesta a la luz del sol. – ¿Pero acaso no es de naturaleza mucho más vergonzosa e infame, exponer los lomos de doncellas jóvenes, y, sus cuartos tan maravillosamente bellos, aunque consagrados a la religión, que un cadáver desfigurado y desnudo? Aún así la disciplina baja encontró más apreciadoras entre la población femenina, y los motivos medicinales del erudito Abade Boileau, que cito aquí, no impresionan; al contrario. “Cuando se huye de un mal”, dice el Abade, “se debe tomar cuidado, de no huir hacia el mal opuesto, y, citando al adagio latino, para no entrar en la Caribdis al evitar la Sicilia. En todo caso la flagelación del lomo es tanto más peligrosa, cuanto que las enfermedades del espíritu son de temer mucho más que las del cuerpo. Los anatomistas observan, que los lomos se extienden hasta los últimos tres músculos de las nalgas, el grande, mediano y chico, de manera que entre ellos se contienen tres músculos intermedios, o uno sólo, que es llamado de músculo de tres cabezas, o, el tríceps, porque empieza en tres partes del pubis, o sea, en su parte superior, en la mediana y en la interna. De esto se sigue necesariamente que, cuando los músculos lomares son alcanzados por golpes de azote o látigo, los espíritus de la vida son empujados con violencia contra el pubis, causando sensaciones impúdicas. Estas impresiones pasan inmediatamente al cerebro, donde dibujan cuadros vívidos de alegrías prohibidas, donde hechizan, mediante estimulaciones engañosas a la razón, y la pudicia se encuentra en sus últimos suspiros. No se puede dudar, de que la Naturaleza procede de la misma manera, porque además de los vasos de los riñones, esperma y grasa (veines emulgentes, spermatiques et adipeuses) aún existen otros dos, que se denominan de arterias lomares, y que trasportan un elemento del esperma desde el cerebro, de manera que esta materia calentada por los golpes del látigo se escapa hacia las partes que sirven a la procreación, y donde, mediante cosquillas y el golpear del pubis estimulan a los vulgares deseos carnales.” Éstas consecuencias de la disciplina baja – que le recomendamos a las madres para su observación, - o no eran conocidas por sus adherentes, o no eran temidas por ellos, mientras, estimulados artificialmente para el goce carnal, encontraban tanto más merecimientos en vencer esta carne. Como los Jesuitas especulaban por estos efectos, lo veremos en el último capítulo. La Iglesia por mucho tiempo no quizo aceptar a la flagelación como una necesidad; pero sus adversarios fueron vencidos, y la autoflagelación, así como la flagelación como castigo, fue practicado en todas partes con un fanatismo, absolutamente incomprensible en nuestros tiempos. San Antonio de Papua no consigue alabar suficientemente a la moda del azotamiento; pero San Francisco lo llama de un animal, y le quiero contradecir tanto menos al Santo, como éste Santo Animal se hizo fundador de las procesiones de flagelación18, de las cuales surgieron las hermandades de los flageladores, que jugaron un papel importante por varias décadas en la Iglesia Romana. La flagelación encontró adherentes principalmente entre las mujeres devotas, y fue practicada con ardor especial en los conventos de las monjas. Sobre el motivo no quiero hacer mayores investigaciones, sino sólo expresar la sospecha, que el tríceps y el hueso pubis tenían más a ver con ello que la Religión, y que las mismas mujeres sospechaban. Los carmelitanos tenían una regla bastante razonable, hasta que entraron bajo el gobierno la Santa Teresa; esta misma, que incluso llegó a quitarle los pantalones a los monjes, vistiéndolas a sus religiosas. En las normas que dictó, la autoflagelación jugó un papel predominante. Durante las ayunas algunos de sus monjes y religiosas se flagelaban tres a cuatro veces por día, incluso durante la noche. El convento de Pastrana era una institución de tortura voluntaria. Una celda era al mismo tiempo un depósito de azotes. Aquí se acumulaban todo tipo de instrumentos de flagelación, y cada novicio tenía el derecho de elegir el instrumento de tortura, que le pareciera más apropiado a su penitencia. – Una forma popular de auto- tortura era el así llamado Ecco homo. Normalmente era practicado en comunión con otros. Los hermanos necesitados de penitencia se ponían en fila en el refectorio. Luego uno salía de la fila. Era desnudo hasta el cinto, y su cara cubierta con cenizas. Debajo del brazo izquierdo estiraba una cruz pesada de madera, y sobre la cabeza llevaba una corona de espinas, en la mano derecha un azote. Así subía y bajaba diversas veces por el refectorio, mientras se azotaba continuamente, diciendo con voz lamentosa algunas oraciones especialmente elaboradas para el evento. Cuando terminaba, le seguían otros hermanos. La orden de los Carmelitas produjo reconocidos héroes de la flagelación, entre hombres y mujeres, y sólo recuerdo a la Santa Teresa y a la Santa Catarina de Cardone, de los cuáles ya hablé a menudo en el capítulo de los santos. La última utilizaba cadenas para la flagelación, con espinas, o un azote común, en la cuál había fijado agujas y clavos, o que había trenzado con ramas espinosas. Con tan horrenda herramienta se flagelaba a menudo durante dos o tres horas. Maria Magdalena de Pazzi, una religiosa carmelita en Florenza, alcanzó alta fama por su autoflagelación. Nació en 1566 en Florenza, hija de padres de alta reputación. Ya como niña tenía pasión por la autoflagelación, y cuando cumplió 17 años, tomó le hábito. Le causaba la mayor alegría, cuando la Priora le ataba las manos en la espalda, y le pegaba con su propia mano en el lomo desnudo. Este azotamiento, ya practicado en la juventud, había afectado su sistema nervioso, y ninguna santa tuvo tantas visiones. Éstas tenían a ver principalmente con el 18 Quien se quiere informar más de cerca sobre la demencia católica- romana, que lea la segunda parte del “Espejo de Padre”, “Los Flageladores” de Corvin. amor, y hablaba de él las cosas más raras. El novio celestial se le aparecía con frecuencia, y ello lo vio en todas las posiciones imaginables. Una vez quedó dieciséis horas, con el crucifijo en la mano, sumida en la contemplación sobre sus sufrimientos, y espiritualmente veía pasar uno tras otro los martirios que había sufrido. Ésta visión la conmovió de tal manera, que derramó ríos de lágrimas, que mojaron la cama a tal punto, como si hubiese sido sumergido en agua. Luego desmayó, lívida como la muerte, y quedó largo tiempo acostada sin movimientos. En estos delirios solía caer, luego de haber tomado la Santa Comunión, o cuando se profundaba en la contemplación de un santo versículo. Principalmente ocurría, cuando meditaba sobre su texto preferido: Y la palabra se hizo carne. Cierta vez entró en un estado de delirio, que duró desde la tarde a las cinco, hasta la mañana siguiente. Durante la misma exclamó repentinamente: “La palabra eterna es inmensamente grande en el regazo del Padre, pero en el regazo de María sólo un puntito. – ¡Tu grandeza es inmensurable y tu sabiduría inalcanzable, mi dulce, amoroso Jesús!” El fuego interior amenazaba con quemarla, y a menudo gritaba: “¡Es suficiente, mi Jesús! ¡No atices más al fuego que me quema! – ¡No es ésta la muerte que desea la novia del Dios crucificado; se relaciona con demasiados placeres, y glorias!” Así sus delirios se incrementaban desde un estado de locura al otro, y finalmente se imaginaba casada con Jesús, y de recibir visitas, no solamente de él, sino también de su suegro, y su ayudante, el Espíritu Santo. La histeria alcanzó el grado máximo, y el “espíritu de la impureza” le inspiraba las fantasías más libidinosas y voluptuosas, de manera que a menudo se encontraba a punto de perder su castidad. Pero los sufrimientos, a los cuáles se sometía luego de tales tentaciones, eran horrendos. Se iba al galpón de leña, desataba un montón de zarzas, y se revolvía sobre el mismo hasta que sangrase todo su cuerpo, y el diablo de la impudicia le abandonase. Así seguía, hasta que finalmente una muerte piadosa la libró de sus sufrimientos. Naturalmente la pobre demente fue declarada santa. La inmensa cantidad de ramificaciones de la orden de los cistercienses se destacaron en la autoflagelación, pero ninguna más que los trapistas. Inclusive los monjes llamaron al fundador de éste monasterio en La Trappe de “verdugo de los religiosos”. La orden casi desapareció después de la revolución, pero Carlos X la tomó bajo su protección especial, y entre 1814 a 1827 se contaba en Francia no menos de 600 conventos de ésta orden. El azote era aquí instrumento de uso diario, y Madmoiselle Adelaide de Bourbón, la protectora de éstos conventos, como también la mujer ya de edad, Genslis, se flagelaban de tiempos en tiempos con las religiosas en piadosa contemplación. Pero la corona de los cistercienses era la altamente venerada Madre Passidea de Siena, de la cuál ya he hablado antes, que consideraba merecedor, hacerse colgar como un jamón en el humo. En la flagelación se dedicaba de una manera que incluso habría llenado de envidia a Domenico, el encorazado. La consecuencia de la flagelación interminable era asimismo un estado cercano a la locura, en el cuál se le aparecía Jesús. La sangre brotaba de sus heridas, él le extendía la mano, y exclamaba con voz tierna: “¡Pruebe, hija, pruebe!”Elisabet de Genton entraba en un estado de furia desenfrenada por la flagelación, pero que era llamada por los curas de santo éxtasis. Y más alocada quedaba, cuando, excitada por flagelación descomunal, se creía unificada con Dios, al cuál lo veía como un bello hombre desnudo en continuo vértigo nupcial con su amada terrenal. Éste estado de éxtasis era tan exuberante y completo, que a menudo proclamaba: “¡Ó Dios! ¡Ó amor infinito! ¡Ó amor; ó criaturas, acompáñenme en el grito: Amor, amor!” – Yo podría continuar indefinidamente tales ejemplos; pero, lo considero innecesario, visto que el efecto casi siempre era similar. Que el azotamiento como castigo jugaba el papel más importante, uno se puede imaginar luego de lo afirmado. Las normas de convento de la Santa Teresa están tan salpicadas de disposiciones respectivas al azotamiento, que muchos conventos, que cumplían estas disposiciones, tenían que contar con un depósito propio de azotes. Los carmelitas calzados o graduados, que se dedicaban mucho al estudio, y por ello gozaban de algunas ventajas, pese a su erudición recibían castigos por las menores faltas. Pero de manera más dura se castigaba estas faltas en el caso de faltas cometidas con religiosas bellas, principalmente cuando se había cometido un crimen con ellas, lo que, si bien nunca se nombraba, debe haber ocurrido con frecuencia en ésta orden. Ya a la simple sospecha de haberlo cometido, un monje, sin esperanza por mitigación o conmiseración, era castigado con cárcel eterna: y esto, para ser torturado extremamente, como lo dice un inciso del estatuto. Parece que se ha procedido con menos rigor, cuando tales faltas eran cometidas con mujeres no religiosas, y los monjes siempre trataban de tener tales señoras a su alcance. Principalmente las mujeres de los ayudantes de monasterios, que vivían en los edificios de servicio, parecen haber tenido una gran fuerza de atracción sobre los Santos Padres, y un valor especial tenían aquellas mujeres, que no podían tener hijos, y que, según el idioma de los monasterios, eran “steriles” (estériles). El renombrado escritor Karl Julius Weber cierta vez asistió a una conversa, que un cónego tuvo con una cocinera, que le exigía una paga mejor. El cónego no quería entender el motivo por el cuál pretendía paga mejor que las demás; pero ella insistió en sus ventajas, exclamando con aplomo: “¿Sí, pero yo también soy una Sterelise19!” El Orden de Fontevrauld era bastante curioso. En éste convento convivían monjes con religiosas, que a menudo tenían que dormir juntos, a fin de provocar deliberadamente la tentación, al objeto de vencerla en forma tanto más gloriosa. Las disposiciones de ésta Orden encontró tantas adeptas, que a menudo se juntaban entre dos a tres mil religiosas en el convento. Como los embarazos se hacían demasiado frecuentes, la penitencia tuvo que ser instituida con más rigor. Éste monasterio de Fontevrauld o Eberardsbrunnen tenía bajo su regencia otros 50 claustros. Pero especialmente grande era la cantidad de novicias en la casa central, y a menudo eran gobernados por princesas u otras damas nobles, pues ésta orden tenía la particularidad de que aquí el sexo masculino se encontraba sometido al sexo femenino. El azote de un joven fraile, o de un novicio era para las damas una diversión principal, y era llevado a cabo directamente por las damas, y de preferencia, la “disciplina baja”. A menudo ambas partes, monjes y religiosas – se dejaban disciplinar en conjunto; las religiosas por el padre confesor, y los monjes por la abadesa. Las reglas mejoradas de la orden cisterciense eran especialmente generosas en cuanto a la flagelación, con el sexo femenino. Si fallecía una religiosa, para la salvación de su alma, sus hermanas aún tenían que destrozarse el trasero a golpes por varias semanas. La flagelación para la salvación de las pobres almas que sudaban en el purgatorio se llevaba a cabo en varios conventos, también en Leyden, como nos relata el 19 Nota del traductor: Quería decir “steriles”, pero como le faltaba cultura, confundió con “sterelise”; “Lise” era, y sigue siendo apelativo cariñoso para los nombres “Elisabet” o “Elise”. erudito, si bien un poco rude Marnix Señor de San Aedegonde en su “Bienenkorb20”, de la siguiente manera: “Pero las queridas y devotas hermanas en Leyden en Holanda, además de todos estos remedios sanadores, han encontrado aún otra cosa, que es muy bueno: Pues entre Remigy y todos los días santos, luego de que se haya cantado las vigilias de nueve lecciones con mucha devoción, su señora Mater entre en un diminuto y oscuro sótano, con una vara en la mano, y luego vienen las hermanitas, una primero, las otras después, con el trasero descubierto, algunas quizás completamente desnudas, y se acuestan ante ella, y reciben la gloriosa disciplina o penitencia por las almas en el purgatorio. Y mientras, - a menudo llevan diez latigazos, - algunas almas vuelan directamente al cielo, como los ratones a un agujero de ratones. ¿No es una cosa encantadora, cómo se puede hacer volar al cielo a las almas con un soplo del trasero de una religiosa? ¡Ay, qué pedos poderosos de religiosas, que tan delicados fuelles dirigen al fuego del purgatorio! Creo que las demás religiosas, hermanas y novicias también deberían hacer lo mismo, aún ya para cumplir con las buenas costumbres; también que a menudo lo debe hacer el fraile, cuando no se dispone de una Madre; pues cuando el molinero muele de día, su mujer lo hace de noche.” Sebastián Ammann, el ex– Prior de los Capuchinos, al cuál ya he mencionado, hace una descripción de cómo la flagelación aún se practica en la actualidad en los monasterios capuchinos. Sólo lo menciono aquí, a fin de que el lector no crea que lo relatado sólo tuviera lugar en el “oscuro medioevo”. “El azote es un instrumento, trenzado de alambres de hierro, aproximadamente 4 pies de largo; una de sus partes, que se envuelve en la mano para los golpes, es simples, pero aquella parte, con el cuál se golpea el cuerpo, es trenzado en cinco partes, y provisto normalmente de cinco púas en las cinco puntas. El azotamiento se produce entre los capuchinos de dos maneras. En el coro, a la noche en la misa levantan su hábito, y se golpean sobre el cóccix desnudo, hasta que el Superior de el señal para el término. Como no llevan pantalones, la escena se produce rápidamente al comando. En el refectorio, donde el azotamiento se lleva a cabo en pleno día en presencia de todos los comensales, se suele llevar a cabo de la siguiente manera: La persona, que recibe la disciplina, debe, antes de presentarse a la mesa, deshacerse de la camisa de lana, como del delantal de lino (sudario), que lleva debajo del hábito, y presentarse de esta manera con los demás a la oración. Luego todos los demás se sientan a la mesa, pero el penitente se debe arrodillar, pone el azote delante de sí en el piso, toma con ambas manos el capuz y levanta su hábito de sobre la cabeza, de manera que la parte superior del cuerpo se encuentre cubierto, pero el trasero se encuentre completamente desnudo. En esta posición ataja con la izquierda al hábito, y en la derecha al azote. A una señal dada por el Superior, empieza a recitar en voz alta los salmos de penitencia, la Miseria, De Profundis y oraciones en latín, y se golpea por tanto tiempo sobre las espaldas desnudas y sobre sus hombros, hasta que el Superior lo considere suficiente, y le de una señal para terminar. Si el penitente no utiliza con suficiente energía al azote, el Guardián lo obliga a rezar y fustigar por más tiempo. – Quien aún no ha perdido toda la vergüenza, como los capuchinos canosos, ciertamente se somete a tal operación con reticencia. Que tal impudicia dio motivos para la prostitución más antinatural, lo podría probar de muchas maneras, a toda persona que pudiera dudar de ello.” – 20 Título en alemán, que significa colmena de abejas. Las consecuencias del celibato se mostraban entre los monjes de manera aún más asquerosa que entre los padres parroquiales, quienes, en sus relaciones con las personas, aún tenían oportunidad de satisfacer al poderoso instinto sexual de manera natural. Pero las rígidas normas de los monasterios lo dificultaba extremamente, y por ello los vicios antinaturales predominaban de manera horrenda entre ellos. Las múltiplas normas, que prohibían la tenencia de animales de sexo femenino en los monasterios, y de tener perros de estimación en los conventos de religiosas, demuestran abiertamente el camino que tomaba el instinto sexual sofocado. La vida ascética, la dieta debilitante, y también el consumo frecuente de pescados y de azotes en mucho contribuyeron, para excitar al “diablo de la carne” más en los monjes que en otras personas humanas; y no puedo acabar de entender el motivo por el cuál, en vez de la ley del celibato no se haya dado otra, que condena a todos los adolescentes, que se consagraron a la vida monasterial, a la castración. Entonces tendrían paz, y no serían perturbados en sus contemplaciones piadosas por tentaciones carnales, y no infectarían a la vida familiar con sus actos inmorales. En todo caso la propuesta no es original; ya mucho antes de mí había personas, que lo ponían en práctica. El caballero Bressant de la Rouveraye, escandalizado por lo ocurrido en la procesión, organizada en festejo de la boda de sangre en Roma, juró castrar a todos los monjes que cayesen en sus manos. Como un indio las cabelleras de sus enemigos, así el feroz caballero se aderezaba con los trofeos del cumplimiento de sus votos. Campesinos de Iphau, que destruyeron al monasterio de Birkling en el condado de Castilla, llevaron a cabo la misma operación en los monjes que pudieron agarrar. La inmoralidad que reinaba en los monasterios ultrapasa la más vívida fantasía. Para ocultar sus consecuencias, a menudo se utilizaba los remedios de la botica monasterial, y muchas doncellas caídas permanecían siendo, mediante su ayuda, virgen pura ante los ojos del mundo; pero también desaparecieron unos cuantos maridos mediante su uso. Ammann conoce un Padre, que le dio a una señorita en Rapperswyl, a la cuál había dejado embarazada, un brebaje para abortar. Su Superior lo sabía perfectamente, pero no creyó oportuno “para el honor del clero”, hacer escándalo sobre el caso. Monjes y religiosas vivían en íntima confidencialidad, y parece que vivían en la creencia, de que fueron creados para completarse mutuamente. El humanista Bebel, que vivió en el medioevo, pretendía haber conocido conventos, en los cuáles sólo se encontraba una única religiosa casta, - justamente aquella que aún no había tenido hijo. La concepción era el lado oscuro de la vida de las religiosas, pero las piadosas vestalitas supieron ponerle remedio. El remedio era sencillo, posiblemente “para preservar el honor del clero” mataban a la cría. Cuando se echó por tierra al monasterio de Mariakron se encontró “en las habitaciones secretas y en otras partes, calaveras de criaturas, inclusive cuerpos enteros, ocultos y enterrados”, y el obispo Ulrique de Augsburgo relata, que Gregorio I, quien originalmente también defendió al celibato, cambiando de parecer cuando cierta vez se recuperó seis mil cabezas de niños de un lago de monasterio. La palabra del obispo que sirva de confirmación de estos increíbles hechos. Cuando el Rey José II deshuevó a estos nidos de abubilla, preguntó a un Prior: “En cuántos suma su fuerza” – “Doscientos Su Majestad.” “¿Cómo?” – “Sí, Su Majestad, es que tenemos que satisfacer a cuatro conventos de religiosas.” El Rey tuvo que darle las espaldas al tan franco Prior, para esconder su risa. Pero las abadesas también estaban preocupadas de la manera más amorosa por sus amigos, los monjes. No se admitía religiosas enfermas, es más, siquiera a tales que tenían mal aliento. De que manera esto podría perjudicar la santidad, no lo entiendo; pero es muy cómodo para la falta de santidad, y, si no me equivoco, un motivo de divorcio entre casados en algunos países. Nada es más divertido - cuenta el ex prior Ammann - , que escucharle hablar a las religiosas de los males corporales de sus amados frailes. No recuerda en nada a las casas dedicadas a la castidad, y muchos historiadores del tiempo de la “prisión babilónica” papal, dicen abiertamente: “De las religiosas siquiera se puede hablar, por vergüenza; Sus conventos son casas de prostitución, y una doncella que toma el hábito, lo hace cómo si declarase ser una prostituta.” Ya en el sínodo de Rouen (al derredor del año 650), se vieron forzados, a sancionar la Ley: que las religiosas, que se prostituyeron con sacerdotes o laicos, deben ser azotadas y encerradas en la cárcel. Roberto de Abrissel, fundador del ya mencionado monasterio de Fontevrauld, un hombre muy santo, pasaba la noche con las religiosas, para testar sus fuerzas, y la virtud de la abstención. Muy razonable era de su parte, elegir para tales ejercicios sólo las religiosas más bellas. Si vencía, la victoria era muy merecedora; si sucumbía, también valió el sacrificio. Bebel, al cuál ya lo he mencionado a menudo, es rico en anécdotas interesantes sobre monjes y religiosas. Dos tendrán lugar aquí: Un monje, que ingresó en un convento de monjas, fue recibido y alimentado amablemente por las monjas. Habló mucho de las virtudes, del temor a Dios y de la disciplina, de manera que las religiosas lo tomaron por un ejemplo de la abstención, llegando inclusive a designarle una cama en su propio dormitorio. En el medio de la noche repentinamente el monje empezó a gritar: ¡No quiero! ¡No quiero! Uno se puede imaginar de cómo las monjas levantaron los oídos, y la rapidez con la que se acercaron, para saber el motivo de tan sospechosa exclamación. Ahora el pícaro les contó, que una voz del cielo le había ordenado, a que se acueste en la cama de la religiosa más joven, pues ambas fueron escogidas para concebir un obispo; pero que él se negaba. Las piadosas religiosas se regocijaron, lo supieron convertir a la obediencia ante Dios, y finalmente lo llevaron a la cama de la feliz hermana. Cuando ésta manifestó preocupaciones, inmediatamente se declararon preparadas todas las demás, para tomar su lugar, de manera que finalmente se convenció, y le aceptó al monje en su cama. – Pero el resultado era – ¡una hija! Ésta, por supuesto, no podía hacerse obispo, y cuando se le requirió al monje, puso la culpa por el obispo frustrado, ¡al hecho de que ella no cedió voluntariamente! Una picardía semejante escenó el portero a las religiosas del mismo convento, que llevaba el curioso nombre de Omnis Mundus. Durante una noche se deslizó hacia la cocina, y con un caño largo, gritó por la chimenea que pasaba por el dormitorio: “¡Ó, religiosas, escuchen la palabra de Dios!” Las religiosas empezaron a temblar y temer, pero cuando a la noche siguiente volvieron a escuchar la misma voz, cayeron todas de rodillas, pues pensaron que era un ángel que hablaba con ellas, y entonaron: “¡Ó ángel de Dios, anuncie tu voluntad!” La respuesta no hizo por esperar: ¡“Haec est voluntas Domini ut Omnis mundus inclinet vel suppont vos!” ¿Qué significará éste oráculo? Se preguntaban las religiosas, llegando rápidamente al consenso, que el portero Omnis Mundos debería dormir con ellas, a fin de que nazca un obispo, o incluso un Papa. El avivado portero fue llamado. Se sometió, y la abadesa, que quedó a solas con él como primera, cantó a la salida: “Como me encanta, lo que se me ha dicho.” – Luego se siguió la Priora. Ésta cantó: “¡Señor Dios, nosotras te alabamos!” La tercera hermana: “El justo se alegrará en el cielo”, y la cuarta: “Déjenos ser felices a todas.” Pero ahora se agotó el latín del portero, y cuando se escapó, le siguieron las exclamaciones de las demás religiosas: “¿Y cuando nosotras recibiremos nuestra indulgencia21?” Pero ni siempre se presentaba un forastero, que recibía una revelación, y ni todos los conventos tenían un portero apropiado; pero estaba ahí el deseo, y pretendía ser satisfecho. Muchas se arreglaban como podían; ¿pero, de qué servía? Algunos se enamoraban de Jesús y se exaltaban a tal punto en la imaginación, que finalmente se figuraban o soñaban, que efectivamente recibían sus visitas. La religiosa Armella creía que efectivamente vivía en la llaga lateral de Jesús, y María de la Coque inclusive recibió de Él el permiso, de poner su corazón en el Suyo. Luego le era devuelto otra vez; pero Jesús le aconsejó, que, para el caso de que sufriera dolores por la operación, que se haga la sangría. Otras, menos exaltadas, ocupaban sus pensamientos constantemente con hombres, y cuando Abrahán a Santa Clara una vez hizo de confesor en un convento de religiosas, casi todas las religiosas le confesaron, que habían soñado sobre pantalones. – El santo Padre se enojó profundamente. “¡Qué! ¿Ustedes quieren ser novias de Jesús?” “Jesús no tenía pantalones; vuestro novio no tiene pantalones, ¿y ustedes piensan y sueñan de pantalones? – Váyanse al fuego eterno, allí ustedes verán pantalones, pantalones en brasa, pantalones ardientes, a los cuáles ustedes van a tener que tomar en las manos, y jugar con ellos”, etc. A parte de estos delirios sobre hombres, pantalones y otras cosas fantásticas, las religiosas se enamoraban entre sí, ante la falta de otros objetos a ser amados. Grecourt relata sucesos relativos a dos religiosas, que admiran su inocencia, midiéndola con el rosario: - Eh bon Dieu! dit Sophie, Qui l’aurait cru? Vous l’avez, chère, amie, Plus grand que moi d’un Ave Marie! ¡Óh buen Dios! Dijo Sofía, ¿Qué es esto? Usted la tiene, querida amiga, ¡Más grande que un Ave María! 21 La introducción del celibato de los sacerdotes etc., de Theiner, tomo 2, pág. 108 En todo caso las religiosas eran un pueblito extraño, y la falta de hombres producía en ellas además de las consecuencias lamentables, también otras muy curiosas. En un convento en Flandres cierta vez una religiosa empezó a hacer movimientos muy extraños en su cama. Esto en realidad puede no haber significado nada; pero la cosa empezó a infectar a las demás, y finalmente las religiosas trabajaban con tal vigor de noche, que las camas crujían. El extraño mal se trasmitió a otros conventos, produciendo tanto escándalo, que finalmente intervino el clero, y arribó con el agua bendita, para echar al diablo de las religiosas. Si mandaron el Diablo (à la Boccaccio) al infierno, de esto nada dice la crónica. En el siglo 15 una religiosa alemana tuvo la idea, de morderle a otra. A ésta le gustó el chiste, y mordió a su vez a otra, hasta que las mordidas se hicieron epidémicas, infectando con rapidez increíble un convento tras otro. ¡En poco tiempo se mordisqueaban todas las gatas monasteriales desde el mar del oeste hasta Roma! En un convento francés se hizo moda entre las monjas, estar maullar como gatos, y la cosa se hizo tan grave, que hubo mucho escándalo. Todas las prohibiciones no resultaban, y los maullidos sólo hicieron empeorar. Finalmente una compañía de soldados recibió orden de exterminar el mal, entrar en un convento, y darle un trato una a una a las gatas monasteriales con el látigo, hasta que terminase el maullido. Pero el mal terminó por el simple miedo, y la ejecución se hizo innecesária. Estas monjas, principalmente cuando se hacían viejas y malvadas, podían ser el verdadero diablo, y todo su odio caía en cima de las hermanas jóvenes y bellas. Éstas eran vigiladas con ojo de águila, y pobres de ellas, cuando sorprendidas en intimidades con un hombre. Y luego, cuando éstas envejecían, olvidaban su propia juventud, y cometían las peores crueldades. En el convento de Wattum una religiosa se enamoró de un monje. Tal amor raramente era platónico, y tampoco lo era éste, pues la religiosa se sintió encinta. Ocultó su situación hasta donde podía, pero finalmente lo confesó a sus piadosas hermanas. Esto le había aconsejado un mal espíritu, pues aquellas le atacaron con los peores insultos. ¡Algunas gritaron, exigiendo que la criminosa fuese torturada y quemada; otras querían, que se la acueste sobre carbón ardiente! Luego que se aplacó la peor tormenta, las religiosas más experimentadas la echaron a una cárcel. Aquí tuvo que aguantar bajo pan y agua y maltratos constantes. El monje consiguió escapar. Cuando se acercó la hora del parto, la pobre criatura imploró que se le libere del voto, pues el amado había prometido llevarla. A los pocos ahora sus piadosas hermanas supieron de ella, que el mismo le esperaría, a un mensaje recibido, en determinado lugar a la noche, en vestimentas comunes. ¡La noticia era bienvenida a las brujas! Un fraile vigoroso, acompañado de algunos otros, se acercó al lugar, armados con un palo. El monje fue aprisionado, y llevado triunfalmente al convento. ¡Aquí le esperaban su amada, y una suerte horrenda! ¡La pobre mujer fue obligada por las religiosas, a castrar a su amado! Luego la infeliz fue metida nuevamente en el calabozo. La pobre y hostigada criatura se adormeció aquí, debilitada por las ayunas y los llantos, y creyó soñar, que le apareció un obispo con dos mujeres, y que las últimas al rato la dejaron con la criatura envuelta en pañales. Cuando volvió a sí, se vio aliviada de su carga. A seguir las religiosas inspeccionaron sus pechos, luego todo su cuerpo, tocaron y apretaron todas sus partes, y no la vieron lastimado en ninguna parte, ni tampoco encontraron huellas de asesinato de la criatura. Todo fue declarado como siendo un milagro, y relatado como tal hasta tiempos muy posteriores a los curiosos. Esto ocurrió en meados del siglo XII en Inglaterra. Pero no necesitamos retroceder tanto en el tiempo, pues maldades mucho peores fueron cometidos por las religiosas de tiempos más actuales. Al final del siglo pasado se cerró los conventos en un Estado alemán. El comisario encargado de la ejecución de ésta determinación, había intimado a las religiosas de un convento carmelita, a abandonarlo. Pero como no dieron cumplimiento a la orden, se fue personalmente al convento, y reiteró la orden del príncipe a la abadesa y sus hijas espirituales. Al mismo tiempo exigió la exhibición de los libros del convento. En los mismos se encontraban anotados a veinte y una religiosas; pero cuando contaba a las religiosas presentes, sólo pudo encontrar veinte. Contó más una vez – con el mismo resultado. Para evitar mayores incómodos, llamó a las personas por el nombre, y la religiosa Alberta faltaba. A la pregunta del comisario, de por qué ésta no se encontraba presente, pudo notar perfectamente, que todas las religiosas quedaban incómodas, e intercambiaban miradas extrañas con la abadesa y el confesor. Esto lo motivó a requerir con más rigor la comparecencia personal de la religiosa. Mientras, la abadesa ya se había repuesto. Dijo que la condición actual de la religiosa Alberta hacía imposible su comparecencia, por estar gravemente enferma. El comisario, ya desconfiado, y presumiendo alguna inmoralidad, exigió ser llevado hacia la enferma, pues quería verla. Luego de muchas excusas, finalmente la Abadesa confesó que la ausente contaba con un alto grado de demencia, que ciertamente no reconocería a nadie, y que la visita sería inútil. El comportamiento inusual y extraño de las religiosas, que se veían lívidas como una sábana, y que temblaban al punto de apenas poder mantenerse en pie, motivaron al funcionario, a preguntar más de cerca por las circunstancias de la enfermedad, y se le contó, que el actual doctor del convento nada sabía de la locura de la religiosa. Su antecesor habría declarado incurable a la enfermedad, y, para conservar el honor de la institución, se había mantenido en secreto la situación. Hace ocho años la religiosa estaría en esta situación lamentable. Nadie quiso dar mayores explicaciones. Pero el funcionario consideró que sería su obligación, investigar la cosa, y luego de amenazas serias finalmente dos religiosas lo llevaron hacia donde se encontraba Alberta. Lo llevaron escaleras arriba y abajo, pasando por una variedad de corredores a una clase de construcción de fondo, donde finalmente pararon ante una escalera. El comisario quería subir, pero las religiosas le explicaron que la habitación de la religiosa sería aquí. Pero él no encontraba nada que fuera parecido a una habitación humana, y vio horrorizado cómo las religiosas indicaron a un depósito debajo de la escalera, en el cuál incluso un perro se habría sentido miserable. Del depósito salió una mujer alta, color amarillo- lívida de unos treinta y cinco años, pies descalzo, vestida con algunos pocos harapos medio podridos. Los cabellos negros y largos revolaban desordenados al derredor de su cabeza, y de sus cuencas orbitales ahondadas relampagueaba un par de ojos oscuros y ardientes, cuyo fuego no podían apagar ni su sufrimiento ni sus lágrimas. Toda la aparición produjo profunda conmiseración. Con lamentos de romper corazón, la pobre criatura se echó a los pies del comisario, abrazó a sus rodillas, y pidió, que no se le castigue nuevamente con tanto rigor. Pero cuando vio la compasión en la cara del hombre estremecido, rogó por salvación y liberación. Su hablar era entrecortado y confuso, y se notaba que los largos sufrimientos habían perturbado el espíritu de la robusta joven. Fue llevada inmediatamente al refectorio, adonde sólo siguió con temores, pues la vista de sus carrascos femeninos no la podían animar. – El comisario dispuso inmediatamente, que se le traiga ropa y se le meta en una buena cama, abandonando irritado al día siguiente el convento, luego de amenazar a las religiosas con los peores castigos al menor maltrato de Alberta. Poco después el vicepresidente del colegio estatal, Conde Th…, se fue con el comisario al convento. Pero la situación de la pobre chica se había empeorado otra vez, y la demencia había predominado. Hablaba sin sentido, utilizando una cantidad de palabras obscenas. La Superiora y las religiosas no pudieron ocultar su desgraciada satisfacción. El presidente, que lo notó, les dio una sermón a las brujas desalmadas, como éstas ciertamente aún no habrán escuchado de ningún fraile condescendiente, y que las impresionó profundamente. Luego se subió con Alberta a un carruaje y la llevó a un sanatorio. Esto también tuvo buen resultado. Volvió la salud corporal, pero, ahora se mostraba una histeria, que posiblemente fue el motivo principal de su locura, en un grado fuertísimo; sí, su avidez en la satisfacción de los instintos sexuales se intensificó a tal punto, que agarraba a la fuerza a cualquier hombre que se acercase. En sus momentos de lucidez esclarecía la historia de su vida. Era de Würzburgo, donde su padre era un importante comerciante de vinos. En aquella casa los frailes eran visita bienvenida, y principalmente se habían aniñado en ella los carmelitos descalzos, que mantenían un monasterio en la ciudad. Alberta era de una belleza que llamaba la atención. Pero, como suele ocurrir con las bellas damas, no tenía inclinación a la vida hogareña, y prefería permitir que los señores, solteros o casados le hagan la corte. A poco tiempo se inició una relación amorosa, que se hizo aún más atrayente por el estímulo de lo secreto, y que terminó con ella perdiendo a su virginidad. Sus padres, que aún tenían más hijos, no estaban contentos con la situación, y habrían preferido que ella desaparezca de la casa. Bajo tales condiciones la propuesta de los carmelitos, de mandar a Alberta a un convento, obtuvo eco. Alberta, en su frivolidad y bigotería, fácilmente fue convencida, mediante lisonjas y amenazas, a dar su consentimiento, y fue llevado a un convento de Nurenberg. Allí se la recibió con amabilidad, y también la trataron bien durante el año de prueba, pues su padre había prometido, que pagaría el legado que le correspondía como hija al convento. Pero cuando los votos fueron dados, y se retardaba el pagamiento del dinero prometido, es más, cuando se hacía evidente que nunca sería pagado, Alberta, quien ya era odiada por las monjas por su belleza y su aversión a las ocupaciones femeninas, tuvo que pagar con penitencias. Mientras tanto se produjo una triste mudanza en la situación de la doncella. La vida solitaria en la celda y la falta de un entorno compasivo eran motivo, para que ella pensara constantemente en su amado, del cuál había sido separado por las astucias de los monjes. La fantasía se aferra fácilmente en alegrías pasadas, principalmente en la triste soledad. Y las fantasías rápidamente tomaron una dirección que peligraba su salud. Se había alimentado del árbol del entendimiento, y la modificación del modo de vida contribuía en mucho a instigar su libido. Las monjas carmelitas no pueden comer carne, y su alimentación se compone principalmente en alimentos de harina fuertemente sazonados, y pescados, que calientan la sangre y no sirven de nada a la castidad. Alberta trató de apaciguar sus instintos excitados con remedios, que provocaban justamente lo contrario, y debido a ello fue puesta en tal situación, que se vio obligado a contar su desgracia al médico del monasterio. Ya fue demasiado tarde, pues la histeria prácticamente ya se había trasformado en ninfomanía. Quizás las indicaciones del respetable médico fueron desatendidas, o quizás lo picante de la situación excitó a la dirección masculina del claustro carmelita, en fin, él y la Superiora llegaron al acuerdo, de que debería tratar de – curar a la monja. Pero al poco tiempo tuvo que confesar a la Superiora, que él no estaba a la altura de tal curación, y aconsejó que se lo intente con flagelación frecuente y ayunas. Pero esto significó echar aceite al fuego. La pobre religiosa casi sucumbió en esta lucha con sus sentidos, y la Superiora, en vez de buscar otra ayuda médica, decidió separarla de todo ser humano, a fin de que no se vea perjudicado el buen nombre del convento. Se la llevó al horrendo depósito debajo de la escalera, donde siquiera se le daba alimentación y vestimenta suficiente, y haciendo que todos los días la azotasen religiosas malvadas, de manera que, debido a los malos tratos, que tuvo que aguantar durante ocho años, su enfermedad se transformó en locura. – Alberta ya no sanó; Falleció en un hospicio. Es de conocimiento, que las mujeres en general son mucho más crueles que los hombres. De la crueldad de las monjas aún pretendo citar otros ejemplos, más actuales. El médico Friedrich Baumann, que vivió en el pueblito Hornstein, cerca de un monasterio de Premonstratos, tenía atracción por los claustros, que era compartida por su esposa. Por este motivo decidieron consagrar su hija menor, Magdalena, “al cielo”, visto que la más vieja mostraba inclinaciones y habilidad para el trabajo rural. El amigo de Baumann era abad del claustro vecino, y aún fomentaba el deseo de los padres, sí, intercedió personalmente ante las Clarissinas en la capital por el acogimiento de la niña, y consiguió que sólo se exigiese una dote moderada. Ahora Magdalena fue instruida en todas las habilidades útiles a una monja, y también en la medicina, y se presentó, al cumplir dieciséis años, para el ingreso. Se había hecho niña de espléndida belleza, y encantaba todos los corazones por su carácter gracioso. Por ello tampoco le faltaron pretendientes, entre los cuáles el joven Rehling tuvo las mejores intenciones, y no era de despreciar en ningún sentido. Pero Magdalena quedó firme en su decisión de ingresar al convento, en la cuál aún se veía incentivada por su madre santurrona. El padre ya empezaba a vacilar, pues los aires extraños, sonrientes, y las hablas sospechosas del confesor del convento, como también el comportamiento codicioso de las religiosas lo llenó con preocupaciones, pero no tenía energía suficiente para imponerse frente a la madre y al cura. Magdalena fue vestida, y, sobre todas las cosas, iniciada en los misterios de la flagelación, por los cuáles en poco tiempo la niña empezó a entusiasmarse. La disciplina pequeña consistía en 36, la grande en 300 golpes en las espaldas y el trasero. – El noviciado pasó con satisfacción, y Magdalena prestó sus votos, sin considerar la desesperación del joven Rehling. Al poco tiempo empezó a ver cosas, que en parte no le gustaban, en parte le parecían extrañas; pero no podía hacer públicas sus preocupaciones. – Finalmente se acercó la fiesta de la Asunción de María, y con ella la disciplina grande, que solamente conocía en teoría, en forma genérica. – Si bien la habitación, en la cuál se llevaba a cabo el azotamiento era oscurecido, entraba suficiente luz por las rendijas de los postigos, de manera a exponer a la vista todo lo que ocurría. Sólo con gran repugnancia la pudorosa doncella se soltó el cinto, descubriendo su cuerpo perfecto, de belleza insuperable, en el cuál se deleitaban las vistas lujuriosas de las gatas de convento y abadesas. Magdalena se azotaba con todo afán, pero se percataba, que las otras monjas sólo lo hacían como si fuera una simulación. Sólo una religiosa, Griselda, abusó a tal punto de la práctica, que la sangre chorreaba por su cuerpo, y las puntas de los azotes hirieron el cuerpo en algunas partes, quizás en la profundidad de una pulgada. Magdalena, quien fue nombrada farmacéutica del convento, le prestó socorro, recuperándola en poco tiempo. Pero no pudo dejar de intimarle a Griselda a que en futuro se flagele con menos ardor, y esto llegó a los oídos de la Abadesa, quien se enojó profundamente por ello. Cuando Magdalena trató de pedir disculpas, le gritó de manera imperiosa, ordenándole que se calle. Su consecuencia fue que Griselda se flagelaba con ardor incrementado. Ésta no sólo continuaba a azotarse como antes, sino también se torturaba a tal punto con el cilicio (un cinto de púas que se lleva sobre la piel desnuda), que las púas habían herido profundamente la piel. El médico llamado para socorrerla, explicó que sólo una operación cuidadosa podría salvar a la religiosa, y sólo ahora la Abadesa, con aprobación del confesor, prohibió a Griselda, a que s hostigue con tal ardor en el futuro. Magdalena, a la cuál también se había encargado la sangría y la aplicación de ventosas, se percató muy pronto, que la primera operación se tenía que llevar a cabo con la hermana de veintidós años, Teodora, casi cada mes. Le comentó a la niña, que tal pérdida de sangre tendría como consecuencia ineludible la hidropesía, y la pobre niña confesó llorando, que tenía que hacerlo por órdenes de la Abadesa, a fin de sofocar la ebullición de la sangre y los sueños relacionados, y los deseos prohibidos, que a menudo son consecuencia de las flagelaciones frecuentes, y lo que efectivamente conseguía mediante la sangría, por lo menos por corto tiempo. – Esta conversa entre Magdalena y Teodora, y otras semejantes, llegaron a oídos de la Abadesa, e irritaron tanto a la Abadesa, como a algunas otras madres de más edad. El Padre confesor no había desistido de sus planos en relación a la bella niña, sino que se empeñó sistemáticamente para llegar al objetivo. A su iniciativa, ella fue nombrada enfermera superiora del convento, cuyo puesto la llevaba a constante contacto con el Padre Olympius, pero contra cuál ella fue advertida por una hermana bienintencionada. Este hipócrita descarado le hacía una diversidad de regalos espirituales, y le concedía tanta atención, que las demás religiosas empezaron a envidiarla. Magdalena trató de deshacerse de ésta su función, a fin de evitar los contactos con el Padre Olympus. Éste entendió perfectamente sus intenciones, y la reprendió por ello amargamente en el confesionario, de manera que ella se vio forzada a abandonarlo. Magdalena ya se encontraba hace tres años en el convento, y sus ojos se habían abierto completamente. Con estremecimientos se percató demasiado tarde, que se le había cerrado el camino de vuelta al mundo, y entró en melancolía. A menudo se la encontraba en lamentaciones y lágrimas. Empezó a no importarse más por nada, y en su tristeza dejaba de observar las formalidades prescriptas, cometiendo una serie de errores, que eran castigados con penitencias menores, que, en su ánimo irritado la exasperaban. En estos tiempos la hija de otro médico se hizo monja, y como demostró ser virtuosa, se le quitó a Magdalena de su posición anterior, y se empezó a tratarla con desprecio. Se le empezó a reprochar el bajo valor de la dote con la cuál había ingresado al convento, y la tildaron de una criatura absolutamente inútil. Ahora se terminó la paciencia de la pobre niña. En vez de aceptar tranquilamente los reproches, respondió con sarcasmo brusco, y no quería callar, cuando la Priora prejuiciosa le prohibía la palabra. Lugo se le hizo conocer a la Abadesa este comportamiento rebelde, y se le describió a Magdalena como una criatura absolutamente malvada, pendenciera y desobediente. La Abadesa se levantó furiosa y gritó: “Tal comportamiento de ésta campesina no será tolerado sin castigos; se tiene que domar su voluntad, y llamarla a la orden mediante fuerza.” Luego hizo llamar a Magdalena. Esta compareció, y notó que ya se encontraban dos robustas hermanas laicas con la Abadesa; una de las mujeres tenía una vara resistente en su mano. La Abadesa reprochó vehemente a Magdalena, anunciándole que sería castigada. Magdalena empezó a llorar, y a peticionar; todo en vano. Finalmente, en su exasperación alegó que ya no era criatura y por lo tanto ya fuera de la edad de la vara, y que tal castigo era indecente para una religiosa. La Abadesa se enfurecía cada vez más, y le ordenó a Magdalena a que bese la tierra. Ésta no tuvo problema para seguir a la orden, esperando escapar con ello al castigo. Pero apenas se encontraba en el piso, cuando inmediatamente se tiró sobre ella una de las laicas, sentándose sobre sus espaldas, mientras la otra le levantó su hábito, para luego utilizar la vara con todo ardor. Cuando todo terminó, Magdalena tuvo que besar las manos de la Abadesa, y agradecer por el clemente castigo. Las demás religiosas se encontraban al acecho, y la saludaron con risas sarcásticas, cuando Magdalena volvió otra vez a su celda. Desde ahora la infeliz tuvo que sufrir constantemente las persecuciones, en cuyo objetivo se había trasformado por su enemistad con la Abadesa, la Priora y el Confesor. Cuando una noche no estaba en su celda, y fue encontrada junto con su única amiga Crescentina, prácticamente se la arrastró al día siguiente, mediante decisión formal, a la disciplina grande. Pero aún no era suficiente, aún fue víctima de gran cantidad de otros castigos, entre ellos la degradación del rango de religiosa a un rango de hermana laica. Cometió el desliz de escribir una carta a sus padres, en la cuál les explicaba su situación horrenda, rogando de la manera más humilde por socorro. La carta fue interceptada, y ella fue obligada, a escribir otra llena de mentiras, que le había dictado el Padre Olympus. Por la intentada delación de los secretos monasteriales nuevamente fue castigada con violento azote, y encerrada durante cuatro semanas en la torre, donde recibía día tras día nada más que agua y pan. Su situación aún empeoró, cuando murió la Abadesa, y su enemiga principal, la Priora, ocupó su lugar. En vano Magdalena rogó por la devolución del velo negro de religiosa; tenía que realizar trabajos de cocina como cualquier doméstica laica. Por cualquier falta se le castigaba con la vara, y cando, cierta vez, durante los festejos de salmos, dejó caer al “espíritu santo”, fundido en veinticinco quilos de plomo, por ser demasiado pesado, de manera que el mismo se rompió, Olympus lo juzgó como siendo una maldad deliberada, ¡un delito de religión! La miserable recibió una fuerte disciplina en la cárcel ubicada al lado del refectorio. A vuelta de estos tiempos recibió visita de algunos parientes, siendo que sólo se le permitió hablar con ellos desde detrás de la clausura. Lo que había dicho, fue investigado, y se la declaró una criatura depravada. – Ahora se hacía siempre más fuerte en Magdalena el anhelo por el “mundo”, y buscó huir. Incluso consiguió salir, pero más tarde fue atrapada, y tuvo que volver al convento, pese a que un alto religioso, al cuál había solicitado ayuda, había intercedido por ella. El Padre Olympus estimulaba a la Abadesa para actos de persecución siempre nuevos, y Magdalena finalmente fue condenada a la cárcel por tiempo indeterminado. Cuando se la quizo llevar hasta ahí, se resistió con todas las fuerzas de la desesperación, y se tuvo que llamar a un hermano laico franciscano para que ayude. – Irritada por esta resistencia, la Abadesa le hizo castigar más una vez rudamente con la vara, en presencia de la Priora, sobre un puñado de paja. Cuando cierta vez su calabozo tuvo que entrar en reformas, se la llevó a un calabozo vecino, en el cuál la hermana Cristina ya se encontraba hace trece años. Había enmagrecido a punto de calavera, renga por los constantes azotes, y cerca de la locura total. En días de fiesta se le permitía a Magdalena ir a la Iglesia para la Santa Comunión, y tenía que confesarse una vez al mes con el Padre Olympus. Este desgraciado aún no había abandonado su plano de seducción, y la apremiaba con sus propuestas libidinosas; pero ella gritó por socorro, y el Padre simulaba haber pretendido solamente imponerle la disciplinarla. Y para satisfacer por lo menos en parte sus deseos libidinosos, el Padre le ordenó a que se despida; pero acudieron algunas hermanas, ante las cuáles apenas supo justificar su proceder. El encarcelamiento de la infeliz criatura ahora había durado, entre constantes maltratos, tres años y ocho meses, cuando finalmente un deshollinador, que trabajaba cerca de la cárcel, y había escuchado sus lamentos, denunció los hechos a las autoridades. Se nombró inmediatamente una comisión por el correspondiente ministerio, que inició una investigación en el convento de Santa Clara. Cuando se le anunció su libertad a Magdalena, lloró sonoramente de alegría; pero la miserable se encontraba tan debilitada, que apenas pudo moverse. Se la entregó inmediatamente al médico de cabecera del Príncipe local, y al médico de la corte para su asistencia. El parecer emitido por los dos, sobre la condición de la pobre niña, se manifestó en el sentido de que las interminables flagelaciones le habían causado los peores dolores, que le hacían sufrir constantemente, principalmente en caso de problemas digestivos. Debido a su largo encierre, y los golpes violentos sobre las partes musculosas y tendinosas de muslos y pies, estos se encontraban infectados de forma gravísima, y como nuca se había tratado sus males, estas partes se habían endurecidas y contraídas a tal punto, que se habían atrofiado completamente, habiendo poca esperanza de que se volviesen a curar a punto de que pueda volver a utilizar sus miembros rectos. Durante su tratamiento médico, Magdalena fue indagada cuatro veces, y quedaron a descubierto todas las maldades practicadas en el convento, por más que se retorciese como víbora toda la niñada de curas. Se relata que una religiosa, de nombre Paschalia, maltratada al igual que Magdalena, enloqueció y murió en un ataque de nervios; pero algunas de las cinco religiosas, que tuvieron coraje de confesar la verdad, afirmaron, que se había ahorcado con su velo. Que se había esperado también tal suicidio por parte de Magdalena, resultó posteriormente de las actas de la abadía. Magdalena debía quedar por el resto de su vida en el hospital del Príncipe, y se le aseguró libertad para pasear cuando se hubiese curado, de visitar y recibir compañías decentes. El convento de Santa Clara tuvo que darle una dote decente, y, además, doscientos florines anuales. Sólo después de cinco a seis años Magdalena pudo andar otra vez, y su cuerpo doblado se recuperó paulatinamente. En la prisión del convento había hecho promesa de una peregrinación a Loreto. Inició ésta ahora, con autorización de las autoridades; pero no volvió a su patria. Murió en Agosto de 1778, a la edad de cuarenta y cinco años, en un hospital de Narni en Italia. Pese a tales experiencias, ¡aún hoy día existen conventos! Y que en los mismos aún se practica infamias semejantes, como prueban los escritos de Sebastián Ammann, Rafaelo Ciocci y de otros. Asimismo Ammann nos ha relatado algo sobre el desamor con el cuál se trataba a los enfermos en los conventos, como sigue: “En el convento de Solothurn, el P. Theófilo sufría de una hernia tan dolorosa, que desanimó. Se lo hizo acostar en una habitación al lado de la cocina sobre una bolsa de paja, donde lo dejaron contorsionarse. Nadie lo visitaba, sino el peón del convento, quien le traía alimentos tres veces al día. En los últimos días de su vida nunca he visto un médico a su lado. Sus males de abdomen, la asustadora miseria, y el absoluto abandono habrán hecho inaguantable su vida llena de martirios. – Un día, antes del almuerzo, a las diez y media, me encontraba con él, y lo vi muy pesaroso; es seguro que a las once aún vivía. A las doce y media el peón del convento quiso llevar los platos de P. Teófilo, y lo encontró, colgado del cielorraso, sin vida. Cuando escuchamos la noticia de esta desgracia, saltamos todos de la mesa; yo fui el primero que llegó junto a él, y quise cortar la toalla, con la cuál se había colgado; pero P. Guardián Raimundo me lo prohibió, pues sería una pena por la bella toalla. Se prefería ir despacio, pues no querían intentar salvarlo. Sus manos y pies aún estaban calientes, y yo exigí que se traiga inmediatamente a un médico, a fin de que no se abandone ningún intento de resurrección del cuerpo, quizás aún con vida. Pero P. Raimundo se exasperó, y prohibió rigurosamente que se llame a un médico, pues sería una vergüenza escandalosa, si llegaba a saberse en público que un capuchino se había ahorcado. No se utilizó ninguna escoba para masajear su cuerpo, sino que se le hizo acostar al cadáver sin más trámites sobre un féretro, y se anunció que P. Teófilo murió de Apoplejía.” Otro ejemplo de la rapidez de los curas en la deshacerse de quienes les eran incómodos o peligrosos, narra Rafaelo Ciocci. Don Alberico Amatori, bibliotecario en el Monasterio de Santa Croce de Gerusalemme en Roma, se había convencido de la existencia de muchos equívocos y abusos de la Iglesia Romana. Él, y quince monjes que compartían su convicción, entre ellos Rafaelo Ciocci, suscribieron un memorial dirigido al General de la Orden, Nivardi Tassini, en la cuál solicitaban que se les ceda un monasterio más cómodo, en el cuál pudiesen vivir conforme a sus convicciones. Todos estos monjes parecían no conocer el verdadero carácter de su Madre Iglesia, pues eran simplones lo suficiente para pensar que se iba dar curso a sus peticiones. ¡La propuesta inusitada provocó la exasperación generalizada! Amatori fue citado ante un Tribunal, y con exasperación los Señores Espirituales escucharon, que él pretendía que se haga de la Biblia la base de la Iglesia, à la Lutero. Se le ordenó silencio, a fin de que la cosa no se haga pública, y en secreto se tramó decisiones sobre el destino de los monjes herejes. El monje Stramucci fue enviado al convento de San Severino en los pantanales, donde fue trasformado en calavera en pocos meses, debido al “aire insalubre”, o mediante otros medios. Don Andrea Gigli fue llamado a Roma. Estaba en aquél entonces en perfecta salud; pero empezó a enmagrecer día a día, y luego de dos meses fue encontrado muerto en su cama. Don Euigenio Ghinoi quedó en Roma; pero después de cuatro meses él también murió, contando recién con 31 años. – Don Mariona Gabrielli, un joven enérgico, murió igualmente. ¡Todas estas enfermedades se llamaban de “consunción”! – El Abade Bucciarelli, un hombre de constitución gigantesca, murió después de una enfermedad de tan sólo tres días. El Abad Berti tuvo, después de dos meses, un “ataque de fiebre”, muriendo luego de una enfermedad de sólo diez días. – Don Antonio Baldini sufrió de horrendos calambres después de 34 días y murió. – Los demás seis signatarios se debatieron entre la vida y la muerte por varios meses. Sólo Don Alberico y Ciocci escaparon por mucho tiempo del misterioso ángel de la muerte. Pero la venganza no se hizo esperar, sólo estaba dormida. Una noche, después de la cena, Ciocci empezó a tener espasmos horrendos en el estómago, y quemazones asustadoras en pecho y garganta. En pocos minutos su cara tomó un color negruscoamarillento, y le salía espuma de la boca. – Los monjes que acudían empezaron a gritar, que estaría poseído, y empezaron su birlibirloque insulso de agua bendita y reliquias, que sólo sirvieron para irritar al enfermo, que detestaba tales estupideces. Finalmente apareció un médico, pero no el corriente, sino, como se dijo, el primero que se pudo encontrar. Le dio a Ciocci un remedio, que inmediatamente empeoró sus dolores. Ahora Ciocci insistió que se le traiga el médico del claustro, que era su amigo, y como posiblemente se esperaba que su llegada ya sería tardía, efectivamente se lo mandó traer. Luego que éste se había orientado un poco, fijó su vista en el remedio recetado por el médico anterior, del cuál todavía había algunas gotas en el vaso, y lleno de ira y horror lo tiró por la ventana después de la inspección. – Mediante los remedios adecuados, que el valiente hombre recetó, Ciocci fue salvo. En el mismo monasterio el educador de novicios Pacifico Bartoci, que se hizo odiado por su rigor, fue acertado con una piedra sobre su sien izquierda, por mano desconocida, de manera que murió diez días después por la herida.22 Que se tenga en cuenta, no estoy hablando del medioevo, sino del tiempo entre 1835 y 1845, y que éstas u otras inmoralidades ocurren aún hoy día con la misma probabilidad. 22 Injusticias y maldades de la Iglesia Romana en el siglo diecinueve. Relato de Rafaelo Ciocci. Altenburgo en Pierer. Extendería por demás los límites que me he propuesto, si pretendiese citar aún que sea una pequeña parte de las aberraciones cometidas en los monasterios, y que me son conocidas, por ello dejo de costado la muy interesante historia de Urban Grandier, quien fue llevado a la hoguera mediante las más horrendas chicanas, por el hecho de que no quería satisfacer los deseos de una Abadesa y sus religiosas en Loudun. Uno de nuestros mejores novelistas, Willibald Alexis, ha trasformado la materia en una novela. Un adagio usual en los monasterios dice: “La gente se reúne sin conocerse, se convive sin amarse, y muere, sin ser lamentado.” Tales circunstancias de convivencia tenía que ser un infierno para los mejores entre los monjes, y unos cuantos pobres frailes, que fueron entregados al monasterio por sus progenitores santurrones, en su adolescencia, expresaron bajo lágrimas calientes el deseo, que sus madres les hubiese ahogado al nacimiento, antes de mandarlos al monasterio. Al tiempo, cuando la vida monasterial estaba en plena florescencia, al derredor del siglo XI, había una verdadera epidemia, que animaba a las personas de entrar en los monasterios; sólo en carácter de monje, se sentían dignos de la salvación. Germano, duque de Zähringen, se disfrazó de campesino para huir de la silla principesca al convento de Clugny, donde sirvió como cuidador de chanchos hasta su muerte, momento en que se hizo público su posición. Ciertamente el hombre era más apropiado para cuidar chancho como para príncipe gobernante, y es loable de él, que haya reconocido su profesión. Pero la devoción o la humildad no llevó a todos a los monasterios, la mayoría no buscaba otra cosa en los mismos, que una vida de pereza y depravación, que encontraban en medida generosa. El voto de castidad, que siempre le parecía como siendo el más asustador a los laicos, era tenido en muchos conventos como forma vacía, y Saúl, Abad del monasterio de la Santa María en el obispado de Mondennadi en España, prácticamente trasformó al mismo en un burdel. Bajo el Abad Hadamar de Fulda la mayoría de los monjes estaban casados. Pero no tenemos que retroceder tanto en el opaco medioevo; casos similares aún se encuentran en tiempos más actuales: En el año 1563 se encontró en muchos monasterios de la baja Austria a esposas, concubinas e hijos de los monjes, y aún hace unos veinte años el prelado Augustin Bloch en Suiza mantenía una amorosa dama camarera, travestida como estudiante. Pero con gusto perdonaría a los Señores monjes, mientras esconden decentemente sus tesoritos detrás de las santas murallas; de ello el mundo no sufre daño; más daño causan, cuando hacen jugar sus artes de seducción fuera de las murallas. Para poder hacerlo, tienen que aflojar sus principios, en fin, presentar a los abusos sensuales como pequeñeces insignificantes, principalmente cuando cometidos con un pequeño Padre. Donde están en casa los monjes, casi no hay casa de ciudadano o campesino, en la cuál no haya un fraile amigo de la casa. Cuando aparece el Santo Hombre, los viejos le lamen las manos sucias y los hijos se arrodillan, hasta tanto Él haya concedido su bendición. Luego se sirve de lo mejor a la honrosa visita, y aún que la familia sea demasiado pobre como para disfrutar una copa de vino, siempre tendrán una reservada para el Santo Señor. Él también lo aprovecha bien, ¡pues la pobre familia ciertamente interpretará como desprecio, si rechazase sus dádivas! ¡Pero qué cara se pone, cuando falta el acostumbrado vaso de vino o su alimento predilecto! “Lo que las hijas del placer son para los libertinos del mundo, son los monjes para las hermanas de oración y las silenciosas en el país”, pues estos Señores tienen virtudes, que las mujeres saben apreciar, y son – discretos. Ante tal Santo Hombre no necesitan avergonzarse de su pecaminosidad, pues, ¿no es que la confesión les obliga a decir sus pecados más secretos? Esta confesión, por lo tanto, es muy adorada por los monjes. Aquellos, que hieren el secreto de la confesión, son castigados con los peores castigos, inclusive ante los jueces seculares, - lo que, además está en perfecta orden. El Tribunal en Toulouse mandó decapitar un sacerdote en el año 1579, que denunció un asesinato a las autoridades, que le fue confiado en la confesión. El asesino salió sin pena. Uno se ve en apremios al tratar de decidir, de cómo se debe opinar sobre esta sentencia. Ni todos los monjes son sólo amigos familiares amables, sino también muy cómodos. Si un joven le quiere a una doncella, sólo tiene que dirigirse a su Señor Padre, quién se encargará de la cosa. El pequeño pecado ya se podrá manejar; pues el piadoso Señor tiene una abundancia de absoluciones, y por más que se peque, una simple confesión – ¡y se vuelve a estar puro como una criatura neonata! Que no se crea, por lo tanto, que la confesión sería útil para fomentar la moral; para qué es útil, de ello daremos algunos ejemplos en el capítulo siguiente. Tan complacientes como son los monjes con pequeñas trasgresiones sexuales, tan severos son cuando alguien no observó las ayunas, y es indignante, cuando leemos, que la rica Abadía San Claude en Burgund mandó cortar la cabeza de un cierto Guillén – porque el pobre hombre, durante una hambruna ¡se había proveído de un pedazo de carne de caballo durante las cuaresmas! Si fallecía un abad, los desaliñados monjes trataban de colocar uno en su reemplazo, del cuál no fuese de temer, que les perturbe en su forma de vida. Por lo tanto la elección a menudo caía sobre el sujeto más desaliñado de todo el convento. Johann Busch relata, que los Monjes de un convento, luego de la muerte del abad se reunieron para elegir a otro, que le pareciese en virtudes al fallecido. La mayoría de los votos cayeron sobre un Padre que no se encontraba presente, sino que se encontraba durante las elecciones en una bodega, emborrachándose. Cómo no se pudo convencerlo de abandonar el lugar tan agradable, se encargó una diputación, a fin de comparecer en aquél lugar, y proclamar el resultado de la elección. Sólo después de mucha insistencia, dejó moverse a aceptar los nuevos honores. Cuando esto ocurrió, se llevó a cabo una gran banquete, en la cuál todos los monjes se emborracharon con sus concubinas. Cuando todos se encontraban tan tomados que ya nada escuchaban ni veían, se prendió fuego en la bodega, y toda la desliñada sociedad ardió a cuerpo vivo. Si bien ahora los monjes tuvieron un sinfín de monjas complacientes – sólo en Alemania había 200.000 -, por algún motivo prefieren a las criaturas de este mundo. Es cierto, que por este motivo a menudo se ponen en situaciones muy incómodas, que les rinden burlas y mofa, además de palizas interminables. El abad del monasterio en Guldholm en Schleswig tenía un amorcito en la ciudad, en el domicilio del cuál solía pasar a menudo la noche. La mayoría de las veces llevaba consigo a un padre de confianza, para que la cosa no caiga tanto en la vista. Finalmente éste se le hizo incómodo, y dejó a su acompañante en casa. Esto le disgustó a aquél, que inmediatamente urdió venganza típicamente monasterial. Cierta vez, cuando el abad pasaba otra noche con su amada, el malvado monje despertó a todo el monasterio y gritó: Dominus noster Abbas mortuus est in anima. Los monjes lo interpretaron en el sentido de la muerte corporal del abad, y era justamente lo que pretendía el cura. A poco tiempo ya se veía una procesión con antorchas, cruz y bandera llegando al lugar indicado, a fin de rescatar al cadáver del abad, y no se estaba poco sorprendido, de encontrar al Santo Hombre, en vez de sobre el féretro, al lado de su amante. Pero no tengo que retroceder tanto, el tiempo más reciente provee pruebas en cantidad, y Ammann, quien estuvo en monasterios por treinta años, los cita en gran cantidad. En el año 1832 un padre de nombre Amadeus, cada vez que podía alejarse bajo una excusa piadosa, acostumbraba pasar la noche en la casa de una mujer mal afamada en Mels. A fin de sorprenderle al piadoso hipócrita en flagrante, cierta vez dos muchachotes lo acecharon, y lo sorprendieron efectivamente en los brazos de su amante. En triunfo lo arrastraron hacia el monasterio, y su traslado a Suiza fue todo su castigo. Otros dos religiosos de convento, Padre Augustino, pastor en Tuβnag, y P. Benedicto, pastor en Bettwiesen, sedujeron muchas mujeres, y frecuentaban sin cuidados sus casas, bajo la excusa, que tenían que llevar los últimos sacramentos. En muchas partes en Suiza, donde había monasterios, ninguna mujer se arriesgaba a salir a las calle de noche, pues los curas en celos prácticamente se abalanzaban sobre ellas, y su lascivia animalesca siquiera perdonaba a niños inmaturos. Padre Frederico del monasterio capuchino en Appenzell, mientras era apenas fraile, y no podía abandonar al claustro, se había sabido arreglar con aberraciones innaturales; cuando se hizo padre, y tuvo más libertad, sus deseos se extendieron a los instintos naturales. – Cierto día se fue desde Appenzel hasta un lugar llamado Teufen en St. Gallen, para predicar en una comunidad católica y escuchar la confesión. Cuando se acercó a un monte, no lejos de Teufen, le siguió corriendo una chiquilina, rogándole por un retrato de santo, como lo suelen hacer los niños en todas las partes en donde vean a un capuchino. – El Padre Frederico quitó uno de estos retratos de su capuz, lo mostró a la chica, prometiendo que se lo regalaría, si le acompañaba más adelante. Así llevó a la inocente criatura al monte. Apenas la tuvo oculta en la vegetación, la violó de forma brutal. La pequeña niña gritó por socorro, y el padre, que escuchó y reconoció su voz, corrió a socorrerla, y sorprendió al Padre en flagrante. Se contuvo lo suficiente, para no darle al cura su castigo en el acto, denunciando inmediatamente los actos aberrantes del cura. Éste fue preso y llevado a Troegen, donde la cosa fue investigada judicialmente. Curiosos son las excusas, que llevaron a este Padre a tal crimen, pero que son compartidos por casi todos los monjes en los monasterios. Creía, que todos los reformados eran malos, de manera que no lo tenían como pecado, ¡sino que para éstos era cosa permitida, pues no tenían que confesar! ¡Por esto creían no cometer ningún crimen a los ojos de los reformados, cuando violaban alguno de sus niños! El Padre habría sido condenado a la exposición pública en la picota, y a una fuerte multa en dinero, si el representante del gobierno local, José Antonio Bischofsberger no hubiese dado protección al delincuente. Por lo tanto salió sin castigo.23 23 Quien quiere conocer la alocada actividad, que los curas llevaban con mujeres casadas y doncellas en Suiza, pues que lea el librito de Ammann, al cuál he hecho referencia más arriba. Esta inmoralidad de los curas me causa náuseas, como también ciertamente al lector; pero, para redondear el tema, también deberé decir algunas palabras sobre los vicios innaturales que abundan en los monasterios, triste consecuencia del detestable celibato. Ammann afirma, que entre 200 capuchinos hay como mínimo 150 que practican lo que hacía Onán. Es juez competente sobre el tema, pues sólo un capuchino puede conocerlos tan bien, como lo es su caso. En el monasterio de Fischingen un tal Padre Berchthold hacía de las suyas, cuyo negocio principal parecía ser, seducir a alumnos y monjes jóvenes. Deliberadamente tomaba la confesión, no en un confesorio público, sino en una esquina oscura, y muchos niños, que le confesaban aquí, se quejaron que trataba de seducirlos; pero el Guardián nunca les dio oídas. Berchthold, naturalmente se hizo cada vez más atrevido y se dedicaba a su vicio aberrante tan descaradamente, que finalmente se vieron obligados a limitarlo a su celda, y a trasladarlo. Cuando Ammann había acabado de rendir sus votos, éste violador de niños también se deslizó a su celda durante la noche, se sentó sobre su cama, quitó una botella de caña, y algunos panificados, y empezó a narrarle de sus victorias sobre las mujeres. Cuando Ammann le solicitó que hable de otra cosa o que abandonase la celda, dijo: “Si, es vanidoso hablar de tan buenos bocados, que siquiera podemos disfrutar. Pero en compensación podemos concedernos alegrías mutuas nosotros.” – Finalmente Ammann se vio obligado a buscarse ayuda, mediante golpes a la pared divisoria, luego de lo que lo abandonó el seductor. En reemplazo de este puro P. Berchtbold vino P. José de Freiburgo. Éste era aún peor que su antecesor, visto que no solamente se destacaba por el vicio citado, sino también por su hipocresía pícara, y su maldad refinada. Este hijo de la vergüenza nunca fue castigado, sino solamente trasladado, mediante lo que solamente se dio oportunidad a que su actividad aberrante se disemine cada vez más. En Sursen éste P. José había debilitado a un bello joven a tal punto, que éste murió bajo los peores dolores, maldiciendo aún en su lecho de muerte a su seductor y asesino. Este vicio innatural es común entre los monjes, e inclusive entre los religiosos católicos en Suiza, y en el año 1835 dos de los mismos, Profesor Schär y Capellán Eisenring, en la villa de Wyl fueron investigados por sodomía, y luego condenados a penitenciaria. Pero lograron huir al extranjero. La audiencia reveló los hechos más horrendos, y el público a principio siquiera podía creer, que estos hombres, que eran fundadores y presidentes locales de la sociedad católica, pudiesen haber cometido tales aberraciones. Fueron acusados por Ammann personalmente, quien debido a ello se hizo de muchos enemigos. Pero la investigación aún descubrió otros hechos. Un adolescente de dieciséis años se acercó a Ammann y le confesó, que el Prior de los cartujos de Ittlingen en Thurgau habían practicado cosas aún mucho peores con él, que aquellos imputados a Schär y Eisenring. Pero pensó no haber cometido tan grande pecado, tranquilizado por el Prior, pero ahora el juicio le había esclarecido las cosas, visto que aquellos dos habían sido condenados a la penitenciaría por el hecho. Hechos parecidos saldrían a la luz, el día que recibamos relatos tan abiertos de los monasterios de otros países, como se nos han ofrecido Ammann de Suiza y Ciocci de Roma. No existe motivo algún para presumir que los monjes de otros lugares sean de moral más pura, pues las mismas causas generalmente también producen los mismos efectos, quizás con algunas variaciones, que nada cambian lo principal. ¿¡Y a tales hombres deberemos exponer nuestros hijos para la educación!? Si los gobernantes no tienen el coraje y la voluntad para liberar al pueblo, entonces cada padre de familia tendrá que ayudarse a sí mismo. Los tiempos cambiaron circunstancialmente, y ya no hay gobierno que se arriesgue, a obligar a sus vasallos a asistir a las iglesias, o a confesarse. Aún que siga coaccionando a aquellos ciudadanos, que buscan una función pública, por lo menos aquellos que son sus propios señores y dueños, deberían guardar su familia contra la influencia de curas desaliñados e hipócritas, y neutralizar en sus casas las enseñanzas recibidas en las escuelas, mientras los gobiernos insistan en exigir la concurrencia a las así llamadas escuelas confesionales. Cuando el pueblo lo exija seriamente, no sólo las escuelas serán libertadas de la influencia de la Iglesia, sino que el Estado también dejará de se preocupar por la religión de sus súbditos, más allá de la necesaria a la protección de las distintas prácticas religiosas que no violen ninguna Ley. Quiten primero a los curas de las casas y de las escuelas, y quiten la fe irracional de sus corazones – lo demás vendrá sólo. El Confesionario Un ser humano siempre será humano Y un cura principalmente La Fontaine Una de las más ingeniosas y perniciosas invenciones de la Iglesia Romana es la confesión auricular. Con ayuda de ella gobernó el mundo por muchos tiempos, sin grandes costos o incómodos. Sobre su valor incontestable sólo rige una voz, e incluso el hereje Marnix de San Aldegonde ya opinó hace trescientos años, que, quitarla de la Iglesia, significaría, cegarla. Pues dijo: “pues ésta confesión auricular ciertamente le vale un par de ojos a la Iglesia; pues, a un ojo lo necesita, para descubrir todas los secretos y todos los atentados ocultos de todos los reyes y príncipes de este mundo, manera por la cuál llegó al dominio pacífico de todos los gobiernos y reinados. Al otro lo utiliza, a fin de ver con él el pecho de doncellas jóvenes y mujeres entristecidas, y para palpar, y con ello descubrir sus secretos, y para luego imponerles dulces penitencias, a fin de que su conciencia turbada sea reconfortada, y sus corazones alivianados circunstancialmente. ¡Con qué frecuencia los Santos Curas y monjes no le han dado a las entristecidas y estériles madres en su confesión auricular tan buen consejo, que en poco tiempo las ha transformado en madres felices, siendo que desde este momento han dedicado a sus confesores un amor tan íntimo como a sus propios maridos!” Ya en los capítulos anteriores llegué a hablar aquí y allá sobre la confesión. No quiero hacerme el trabajo inútil de probar, que la confesión auricular no encuentra su justificación en los evangelios, pues los pasajes que citan a su favor la justifican aproximadamente de la misma manera como el pasaje del Salmo “Alaben al Señor con tambores” justifica la flagelación. La confesión auricular era, como el purgatorio y otras invenciones parecidas, uno de los muchos medios, mediante los cuales la Iglesia Romana obtuvo el gobierno sobre las personas. El “secreto de la confesión” debería ser mantenido en secreto; pero ya los Jesuitas tenían sus propias convicciones sobre el punto, y está probado, que trasmitían el contenido de sus confesiones a sus superiores, principalmente cuando parecía oportuno para la conservación de la orden. Para poder gobernar en toda parte, y conservar la concentración del poder en sus manos, siempre trataron por todas las maneras a conseguir, que jesuitas fueran nombrados confesores de príncipes reinantes, o de otras personas de influencia. Y como eran muy inventivos y tolerantes en cuanto se refiere a pecados, también eran admitidos preferencialmente como confesores. Los jesuitas no podían escribir ni publicar nada sin autorización de sus superiores; por lo tanto, todo lo que era publicado por persona que pertenecía a la orden, puede ser considerado como aprobado por la misma. Si bien podría utilizar una buena colección de selecciones de las obras de los jesuitas, sobre la cuál se escandalizaría la moral de cualquier persona honesta, me limitaré a citar algunas pocas, que demuestran suficientemente los motivos por los cuales los jesuitas eran admitidos gustosamente como confesores. “La primera norma sea: Siempre que palabras sean ambiguas, o permiten diversos significados, no será mentira utilizar a las mismas en el sentido, que el que habla pretende darles; aún que el oyente, y aquél a quien se jura, le da otro sentido, - sí, incluso cuando el que habla no fue motivado por una causa justa.” (Sanchez opus mor. Lib. I. cap. 9 n. 13 pag. 26.) Dos páginas después, luego de que el erudito jesuita haya citado diversos tipos de mentiras permitidas, dice: “si, es esto de gran utilidad, para poder encubrir muchas cosas, que deben ser encubiertas, pero no pueden ser encubiertas sin mentiras, si éstas no son permitidas de la citada manera. – Pero se tiene motivo justificado, en hacer uso de tales ambigüedades, siempre que sea útil y necesario, para proteger al bien del cuerpo, el honor y la propiedad: o para el ejercicio de cualquier otra virtud.” “Está permitido, matar a aquellos, de los cuáles se sabe con certeza, que atenta inmediatamente contra la vida de uno, de manera por ejemplo que una mujer, cuando sabe, que a la noche será muerta por su marido y no le puede huir, puede adelantarse a aquél.” Y más adelante: “Siempre que alguien tiene derecho de matar a otro en consecuencia de lo manifestado más arriba: entonces esto también puede hacer otro por él, cuando esto lo sugiere el amor cristiano.” (Busenbaum: Med. Theolog. mor. L. III. Tract. IV. D. V. et VIII. Praec. n. X. ibid). “¿será que a un confesor, que seduce a una mujer o a un hombre a realizar hechos reprochables perdonables, se le puede imputar una culpa grave? – tocar las manos o los pechos de una mujer, pinchar con los dedos: estos, en cuanto a la castidad, son pecados menores, si son llevados a cabo para la sola diversión, sin otros objetivos y sin peligro de contaminación.” (Escobar: Theol. mor. Tract. V. Exam. II. Cap. V. n. 110 pag. 608.) “¿Cómo se califica la convivencia con la novia de otro?” – No pasa de prostitución común, mientras no sea la mujer de otro. (ibid. Tract. I. pag. 141)." "An mortiferum, virile membrum in os uxoris immittere? Negat Sanchez tom. 3 de Matr. tom. 3 lib. 9 d. 17. n. 15 At cum aliis auderem objicere tanto Doctori, id non esse simpliciter osculum pudendorum, sed quendam ad peccatum diversae speciei, id est, praeposteram venerem ausum." (Escobar: Theol. mor. Tract I. Exam. VIII. Cap. III. n. 69. pag. 148.) “Quién ha jurado externamente, sin el propósito de jurar, no se encuentra obligado (a no ser debido a un eventual escándalo), visto que no ha jurado, sino jugado (con el juramiento).” (Busenbaum: Medull. Theol. lib. III. Tract. II. De II. Dec. Praec. dubium IV. An in juramento liceat uti aequivocatione u. V. pag. 143.) “¿Acaso aquél que por primera vez comete prostitución, estará obligado a confesar el hecho en la confesión? – Las doncellas están obligado a ello debido a la desfloración; pero los jóvenes no.” Así nos enseña Suarez. Pero aún así considero más aceptable a Vasquez, quien afirma que tampoco las doncellas están obligado a ello, mismo cuando aún se encuentren bajo la potestad paterna, visto que cuando una doncella lo consiente, la prostitución no constituye daño; no comete injusticia ni contra sí misma ni contra sus padres, por ser señora y dueña de su virginidad. (Escobar: Theol. mor. Exam. II. Cap.VI. n. 41. pag. 13.) “Los defectos de un príncipe pueden ser corregidos principalmente en temprana edad mediante buena educación (por la cuál a menudo individuos perversos han sido frenados y trasformados). Pero caso esto no ocurra, y toda petición y todo esfuerzo no dan resultados, entiendo justificable que se los ignore, en cuanto lo permite el bien público, y las costumbres perniciosas del príncipe sólo atañen a su particular; pero cuando pone en peligro al Estado, cuado se revela desdeñador de la Religión paternal y no se quiere corregir, entonces considero prudente que sea depuesto, y que otro sea puesto en su lugar, lo que, como sabemos, ocurrió varias veces en España. Como un animal irritado deberá ser atacado por todo tipo de proyectiles, porque ha negado la humanidad y se ha trasformado en tirano.” (Mariani: de rege et regis institutione lib. I. Cap. III.) “¿Si es permitido, matar a un tirano con veneno? – Es meritorio, exterminar esta raza pestífera y perniciosa de la sociedad de los hombres. – y ejemplos de tales asesinatos encontramos en los antiguos como en los nuevos tiempos. Si bien es difícil suministrar veneno a un Príncipe, cuando se encuentra cercado por su corte, y además hace con que antes se pruebe sus alimentos. Pero cuando para ello se ofrece una buena oportunidad, ¿quién debería ser avivado y astuto a punto de diferenciar entre una o otra forma de homicidio?” - - Mariani ibid.24 Estos ejemplos de la moral jesuita, que podría seguir incrementando extensamente, aplicados al confesorio, explican suficientemente, por que los jesuitas hacían suceso como confesores. El confesorio era utilizado para alcanzar objetivos políticos y clericales, pero principalmente les servía a los curas para satisfacer sus deseos libidinosos. Ya en el año 428 el Papa Celestino se vio en la necesidad de imponer penitencias a los religiosos seducían a sus hijos confesores a la prostitución. Tales hechos eran extremamente comunes, y con tales cuentos de confesorio se podría llenar archivos. Poggio Bracciolini, del cuál ya hablé antes, relata, que los confesionarios solían ser utilizados, para seducir a niñas y mujeres casadas. Si confesaba una de las mismas, que había cometido una falta carnal, a menudo ocurría que el confesor le hacía las propuestas más indecentes. Para facilitar la obra de la seducción, ellos no dejaban de explicarles a las niñas voluptuosas de manera bien convincente, que un poco de lascivia con los piadosos religiosos prácticamente no significaba nada, y que el pecado era cien veces menor como cuando cometido con un marido ajeno. Ansiniro, un eremita agustino en Padua, había seducido a todas sus hijas de confesión. La cosa se hizo pública, y él fue acusado. Ante el tribunal se le instó con toda seriedad a que indique todas aquellas, que le habían atendido. Nombró a una gran cantidad de niñas y mujeres de las mejores familias, pero repentinamente se interrumpió y no quería continuar. El secretario, que lo estaba interrogando, lo amenazó con los peores castigos, caso no dijera la verdad y continuase con su confesión. Amenazado de ésta manera, el Padre también citó el nombre que había querido callar, y uno puede 24 El permiso para imprimir este libro es como sigue: Stephanus Hojeda Visitator Societas in provincia Tolctana, potesta facta a nostro patre Generali Claudio Aquaviva, do facultatem, ut impri mantur libri tres, quos de Rege er Regis institutione composult P. Johannes Mariana, eiusdem Societatis, quippe approbatos prius a viris doctis er gravibus ex eodem nostro ordine In cuius sei fidem has literas dedi meo nomine subscriptas, et mei officii sigillo munitas. Madriti in collegio nostro quarto Nonos Decembris MDLXXXXVIII. Stephanus Hojeda, Visitator imaginarse la sorpresa del secretario, ¡cuando escuchó el nombre de su propia esposa, a la cuál había creído virtuosa! De vez en cuando los curas también pasaban un mal rato. Un sacerdote, al cuál confesaba una bella mujer, encontró el lugar detrás del altar muy cómodo, y la quiso convencer, a que ella se dignase a satisfacer sus deseos libidinosos en este lugar. La mujer alegó, que el lugar no le parecía decente, pero prometiendo satisfacer sus deseos en otra parte, le mandó en señal de amor una bella torta y una botella de vino. El cura, regocijado, pensó matar dos moscas de un solo golpe, y pasó la bella torta a su obispo, quién, con ella, decoró su mesa en un banquete. Cuando se la cortó, se encontró en ella, lo que normalmente no se deja en el confesionario, sino en el retrete. Naturalmente se buscó saber el origen de tan sucia sorpresa, y éste se descubrió prontamente en la investigación. Ni un lugar era santo para los curas, y los gobiernos a menudo tenían que castigar a los mismos, porque habían confundido un altar o otro lugar considerado santo con un sofá. ¡Un capellán en Solothurn cometió el pecado grosero, de escoger al órgano como lugar de sus pecados! Si la Iglesia no estuviera siempre tentada a unir lo útil con lo agradable, y de indemnizar a sus sirvientes dentro de lo posible por las privaciones impuestas, se podría haber puesto término rápido al escándalo. Sólo debería haberse dispuesto, que las mujeres confesasen con mujeres, y los hombres con hombres; pero quizás temían, que las mujeres no pudiesen callar. “Un ser humano permanece siendo ser humano, y un cura principalmente.” Yo también preferiría escuchar el registro de pecados de una bella doncella que de un hombre viejo, y de vez en cuando yo seguramente me encontraría débil lo suficiente, para utilizar las descubiertas hechas para mi propio provecho; pero no soy sacerdote. Si no lo supiera de otras fuentes, ya me lo enseñarían las recomendaciones de Santo Borromeu a los curas, quien manifiesta que muchos de estos prefieren escuchar la confesión de las mujeres, a escuchar la de los hombres. El Santo, siempre a la vista de ésta realidad, prescribe a los sacerdotes, que abran todas las puertas, cuando escuchan la confesión de cualquier mujer; les recomienda escribir en cualquier lugar libre un versículo de los salmos, por ejemplo, “cor mundum crea in me Domine”, donde lo tendrían constantemente ante los ojos, para poder utilizarlos en momentos de tentación como fórmula de hechizo, o como Retros Satanás. - Ya hablé del azotamiento. Como éste no puede practicarse sin desnudamiento, se puede comprender, que los curas rápidamente lo introdujeron en la confesión. A comienzo se contentaban, de prescribir el azotamiento como penitencia; pero en poco tiempo se arrogaron el derecho, de ejecutarla personalmente. Esto fue tenido como abuso por la propia Iglesia, y el Papa Adriano I, que se hizo Papa en el año 772, prescribe: “El obispo, sacerdote y el diácono no deben azotar a aquellos que han pecado.” Pero la disposición no se cumplía. Los religiosos no dejaban que se les quite el agradable derecho, principalmente cuando en ello eran apoyados por los prelados superiores, y ya el canciller de la Iglesia Romana ya citado, Cardenal Pullus, no sólo recomendó el azotamiento, sino que incluso proclamó públicamente, que el desnudamiento total de los penitentes y su postración ante el confesor aumentaría los merecimientos del pecador ante Dios, por ser señales de extrema humildad y rebajamiento. Tales enseñanzas producían buenos frutos a los curas. Fustigar el trasero de un hombre, cuando ocupaba una posición social elevada, sólo podía lisonjear a su ego; pero aplicar el castigo en las mujeres, tenía un atractivo mucho superior para la percepción de belleza de los curas, y todos los medios, a disposición de la Iglesia fueron utilizados para vencer la vergüenza natural de mujeres y doncellas. Hablar de la vergüenza, me hace recordar una anécdota, que es demasiado chistosa, como para no contarla a mis lectores. En los años cuarenta una joven doncella llegó hacia el pastor católico del lugar, para confesarse. Luego de haber confesado todos los pecados menores, se detuvo, y se sonrojó. El cura le exhortó a que continúe, pero la niña avergonzada dijo, que le era imposible confesarle sus pecados aquí. El buen religioso, que posiblemente ya había visto tales cosas con frecuencia, le preguntó si prefería confesar en la casa del Padre, donde no se sintiese tan observada, y la niña asintió entre suspiros. A la hora indicada ella compareció en la habitación del Padre, quien le esperaba inquieto, y con alguna curiosidad. “Ahora, querida hija, estamos solos, que es lo que te preocupa. – La Madre Iglesia tiene consuelo, tenga confianza, etc.” – “Ó, señor Padre, no lo puedo decir”, respondió la pequeña inocencia, y cubre la cara con la punta de su delantal. – “¡Pero, por Dios, ya no será un pecado capital!” - “Claro que no, pero -.” – “¿Bueno, anímese, qué es?” – “¡Bueno, - hice algo con mi amado!” - “¿Y qué fue, querida criatura?” – “Pues, es que no lo puedo decir.” – “¿Bueno, quizás fue esto lo que hiciste?” preguntó el Padre, mientras le pellizcó las mejillas, para facilitarle la confesión. – “¡ah, no!” – “¿O quizás esto?” – mientras le pasa el brazo por la cintura, y deposita un beso en su boca. – La chica seguía meneando la cabeza, y el Padre, un hombre aún joven, tenía ya tenía la cara en brasas, tal como su avergonzada hija de confesión. – En su Santo empeño se calienta y exaspera siempre más e intenta todo lo imaginable, para tratar de descubrir lo que su novio habría hecho con ella, pero como sigue meneando cabeza, finalmente llega al extremo, en la plena convicción de haber llegado a la verdad. Pero grande es su sorpresa, cuando ella, a su pregunta, menea nuevamente la cabeza. – “Entonces, en nombre del diablo”, exclama él, “¿que fue que hiciste con él? – “Ah, señor Padre, - yo, ¡yo lo he enfermado! – Dejo a cargo de mis lectores imaginarse la cara del cura. – De esta manera quizás no procedían todos los religiosos católicos romanos para vencer la castidad de sus hijas de confesión; la mayoría de las veces lo conseguían mediante astucias bíblicas y amenaza de toda la cocina del diablo. Pero a tales extremos raramente tenían que llegar los Santos Padres, pues la confesión ya es de por sí un remedio efectivo para liquidar a la vergüenza. A la niña o mujer, que puede relatar a hombres extraños los sentimientos más íntimos de su libido, así como sus efectos en todos los detalles – así a menudo lo exigen los confesores voluptuosos, - ya no cuesta gran superación, desnudarse ante los mismos; quien ha visto el alma desnudo, ¡que vea también el cuerpo desnudo! – Pero cuando aún así se negaba una confesante, y no quería creer que los curas tenían el derecho de exigir el desnudamiento, entonces éstos le contestaban, diciendo que Jesús ha dicho: Váyanse y muéstrense a los sacerdotes; y si alguna lo encontraba indecente e inmoral, se le respondía: “¡Ah que lo que tanto! Adán y Eva estaban desnudos en el Paraíso, y en el día de la resurrección no se usa pantalones.” Así en poco tiempo se llegó al punto, en el cuál ya no había nada de extraño, cuando el confesor le daba a una doncella o mujer con la vara de mano propia. Los curas, desde tiempos inmemorables ya sufren de mala reputación, y por ello es comprensible, que los maridos quedaban incómodos, cuando sus mujeres se iban a la confesión. Aún los libros piadosos y santos contienen relatos reconfortantes sobre el tema, si bien en general son extremamente aburridos, y contados en el peor latín de monjes. En un libro de Scotus, titulado Mensa Philosophica, se encuentra por ejemplo lo siguiente: A una mujer, que había acabado de irse al confesionario, para confesar sus pecados, le siguió a escondidas su marido, exasperado por los celos, para los cuáles habrá tenido sus motivos. Se escondió en la Iglesia, de tal manera que podía observar a su esposa; pero apenas vio que el confesor la llevaba hacia atrás del altar, apareció exclamando que su esposa era demasiado delicada, como para aguantar el azotamiento; y si alguien debería ser azotado, él se ofrecía, él cargaría la penitencia. La mujer se vio muy divertida sobre la propuesta, y el confesor asintió. Apenas el hombre se había postrado en posición de azotamiento ante el padre, la mujer gritó: “¡Bueno, venerable Padre, golpee con buena energía, pues soy una grande pecadora!” Por los ejemplos dados sobre los efectos del celibato sobre los religiosos, a los cuáles me he referido en los capítulos anteriores, los lectores encontrarán absolutamente natural, que estos métodos de la absolución por confesores haya dado lugar a un sinfín de abusos. El número de los casos conocidos es inmensamente grande, si bien los curas siempre estaban tentando minimizar tales relatos como difamación. Podría citar toda una galería de ellos, pero me limito a algunas historias de este tipo, cuya verdad se ha demostrado mediante investigaciones judiciales hasta los últimos detalles, y porque me parecen perfectamente indicados, para describir a los religiosos católico- romanos y su confesionario. La primera de ellas es del Hermano Cornelio Adriansen en Brügge. Éste había nacido en Dortrecht. Sus padres lo entregaron al convento, y cuando terminó sus estudios, ingresó en el año 1548 en el monasterio franciscano de Brügge. Al poco tiempo se le reconocía un sinfín de conocimientos teológicos, y una manera “popular” de predicar, por lo que sus superiores se vieron compulsados a confiarle el cargo de predicador. Sus prédicas eran bastante inusuales, y las podremos juzgar mejor, si transcribo una parte de ellas. En todos casos sus oratorias ya fueron coleccionados durante su vida, e impresos en Holanda para la diversión de los herejes. El 15 de Diciembre de 1560 se exasperó, porque algunos renombrados predicadores protestantes y adeptos de la confesión de Augsburgo habían llegado a Antwerpen. Luego de haber expuesto una parte de su texto, aprovechó la oportunidad, para hacer público su ira contra los paganos. Gritó como loco: “¡Bah! ¡Prácticamente quiero deshacerme de mi piel por ira y locura! ¡Ah, Bah! Ahí están en Antwerpen, la olla infernal, el abismo diabólico, donde se junta todo maldito veneno y excremento fétido, otra vez nuevos traidores, seductores, impostores, nuevos bribones y malvados llegados de la condenada y maldicha Alemania, y creen que pueden instituir y propagar a su confesión Augsburgiana, aquí en los nobles Países Bajos, que siempre se han mantenido sinceros en la fe cristiana, hasta que éstas deshidratadas y magras entradas de trasero nos han entregado sus súplicas. ¡Bah, miren con que rapidez vinieron corriendo con su confesión Augsburguiana, apenas escucharon que estos malditos gobernantes quieren camibar la religión! ¡Bueno, que bien! ¿Cómo? ¿Estamos sentados encima, esperando hasta que aparezcan? ¿Bah, todo listo? Ah, bah, es de extrañar, el tiempo que han aguantado con su bella confesión de Augsburg, que se presenta tan dulce, amable y engañosa, del falso, maldito y infernal pagano, compuesta y reunida por la inconstante mariposa Felipe Melanchton, para luego ser estropeado con veneno infernal a tal punto, conforme a su percepción herética, que incluso los Zwinglianos, Calvinistas y Sacramentarios se quieren arreglar y defender con la misma. Bah! Aún vendrá el tiempo, que ésta confesión sea colgada al patíbulo, y que se le arroje excrementos y estiércol, sí que incluso todos los católicos limpien su trasero con la misma; ¡bah, pues miren! – ¡Ah bah! La Anabaptistería es mil veces mejor que la confesión de Augsbugo. ¡Bah! ¡Que Dios profane la confesión de Augsburgo, bah! ¡El diablo que lleve la confesión de Augsburgo! ¿Cómo, qué piensan ustedes, que nosotros seríamos tan torpes y locos, que dejaríamos endiablarnos y remedarnos por éstos culos coreáceos, por estos traidores alemanes, los primeros renegados y execrados de la Iglesia Católica Romana?”, etc. De sus prédicas fluían las obscenidades, de las cuáles las citadas sólo son una pequeña muestra, y si escuchaba, que alguien lo hubiera criticado por ello, entonces aullaba desde el púlpito como poseído: “¡Bah, que cierren la boca y me dejen predicar aquello que me inspira el Espíritu Santo!” Entretanto tenía influencia respetable sobre una considerable multitud, y sus prédicas eran especialmente eficientes, en atizar el odio contra los protestantes al punto del fanatismo. Cierta vez incluso llegó a predicar, “que se debería cortar el abdomen a las mujeres encintas de los herejes, a fin de quemar sus hijos antes de que nazcan.” Pero estas prédicas ya cayeron en tiempos posteriores. Luego de asumir el cargo de predicador, dirigió sus ataques a otro objetivo – o sea, a las bellas mujeres y doncellas de Brügge. Empezó a predicar contra la vida matrimonial, desmereciéndola con todos los medios a su alcance; pues sería prácticamente imposible obtener la salvación como persona casada. Entretanto no podía acabar de alabar a la virginidad, prometiendo a las doncellas que resistiesen, la salvación absolutamente segura. Hoy día la gente se burlaría de él incluso en los países rigurosamente católicos, y quizás solamente algunas novias espirituales ebelianas fanatizadas sospecharían en este buen Padre un paráclito hecho carne; pero en aquél tiempo, cuando la mayoría de la gente aún temían por el bien de sus almas, sus prédicas provocaban tal alborozo entre las mujeres de Brügge, que todos los hombres perdían la paciencia, pues sus mujeres prácticamente les huían, y las doncellas decidían no casarse. – Pero, “el espíritu es voluntarioso, pero la carne es débil”. Las pobres mujeres entraron en desesperación y se iban corriendo hacia el Hermano Cornelio, en búsqueda de consuelo y consejo. Éste las escuchaba amistosamente, y les enseñaba sobre los medios, por los cuáles sería posible, seguir viviendo en estado matrimonial, sin ser llevados por el diablo. Primero, les decía, sería necesario, resistir a la “concupiscencia y satisfacción de la obra carnal del matrimonio”, si bien no a la obra de su realización. “Pues”, argumentaba, “la obra de por sí fue dispuesta por Dios, ¡pero la naturaleza perversa, mutada la ha mancillado, ensuciado, y deshonrado con sus malas, podridas afecciones e inclinaciones carnales!” Es por ello que le deben resistir y realizar la obra matrimonial, como si no la estuviesen llevando a cabo. Esto, por supuesto, para la mayoría era una cosa imposible y sobrehumana, principalmente cuando amaban a sus maridos, y a diario se acercaban a él con ojos lagrimeantes y corazones atribulados. A aquellos que no eran ni jóvenes, ni especialmente bellas, decía que tenían que confesar sus atribulaciones y infracciones de manera bien detallada a su Pastor o Confesor, a fin de que se les pueda perdonar, y conceder la absolución; pero a aquellas que deseaba para su círculo de oraciones (deuotarship), decía: como no podían resistir a sus pecados internos, y a las debilidades del cuerpo, sería necesario que éste sea mortificado con un castigo similar a al penitencia. Las mujeres entristecidas consentían aliviadas, en someterse a la misma. Luego les decía, que tenían que ponerse completamente bajo su vigilancia y obediencia, y cuando también concordaban en esto, les dio una norma, según la cuál tenían que comparecer todos los meses en un determinado día en su domicilio, con consentimiento de sus maridos, para la confesión, y en el cuál tenían que confesar sus transgresiones. Cuando ahora habían aceptado la norma, y comparecían a la confesión, les ordenó, bajo juramento de obediencia, a relatar todas sus aspiraciones y actos impuros que habían cometido, directa y abiertamente, sin vergüenza; cuanto más directo, fluidamente, impúdicamente, mejor: a fin de que sea capaz de limpiarlas, purgarlas, absolverlas y por lo tanto mortificarlas y castigarlas. En esto las mujeres consentían igualmente. “Pues entonces, mis hijas”, dijo Cornelio luego, “por estos pecados secretos e incastos, también se debe una purificación, purgación, limpieza secreta (a él encantaba, utilizar entre cinco a seis sinónimos), y una disciplina o penitencia secreta, que debe ser ocultada ante los ojos de las personas, porque no entienden ni comprenden lo que es espiritual; sí, lo reprocharían, lo desaprobarían, si lo supiesen; de tal manera se encuentran confundidos, ofuscados y corrompidos por la perversión de la carne sus puntos de vista y conceptos. Por ello, mis hermanas, pongan la mano sobre el pecho y juren ante Dios y todos los Santos, que ustedes no revelarán ésta Disciplina secreta ni a vuestros maridos, ni a sus padres, ni a cualquier persona mundana, ni a cualquier religioso, sea en la confesión o de otra manera.” Luego de que las mujeres prestasen este juramento, se encargaba de éstas mujeres penitentes e hijas de la disciplina, y las hacía entrar en la casa de la costurera en la Calle de Naighe, su íntima, siempre por la puerta de la frente; pues ésta casa tenía otra entrada desde el convento, de manera que aquellos que le veían ingresar al Hermano Cornelio no veían entrar a las mujeres, y también al revés. Cuando ahora las mujeres se apersonaban por primera vez en la casa de la costurera, ella le daba a cada una de ellas una vara, y les decía que las llevaran a la habitación de la disciplina, pero que a la próxima cada una comprase para su propia vara. Cando Cornelio entraba en la habitación de la disciplina, junto a sus hermanas de confesión, decía: “Bueno, entonces, mis hijas, a fin de que puedan recibir cómodamente ésta santa Disciplina o Penitencia Secreta, es necesario que desnuden el cuerpo; por esto les ordeno, ante vuestro juramento de obediencia, que se desnuden.” Cuando las mujeres habían cumplido sus órdenes, le tenían que entregar la vara, y pedirle humildemente, que castigue y mortifique su cuerpo pecaminoso, lo que hacía pausadamente con cierto número de golpes, pero que no podían dolerles. Estas operaciones las realizaba acompañado de un sinfín de hablas sobre el azotamiento quitadas de los libros antiguos, diciendo entre otras cosas: que ante Dios la humildad de las penitentes, que se desnudaban, era más agradable que la rudeza de los golpes. En el invierno, cuando hacía demasiado frío para desnudarse, sus hijas de la disciplina tenían que acostarse sobre una almohada; Hermano Cornelio les levantaba el vestido, y las disciplinaba de ésta manera. De la misma manera procedía con las mujeres, que habían estado por mucho tiempo bajo su disciplina, y en cuyos elementos de penitencia ya había saciado su vista. Finalmente permitía incluso que recibiesen ésta disciplina por medio de su íntima, la costurera. Que las viudas, que ya se habían alimentado del árbol del conocimiento, sufrían tentaciones, lo tenía por evidente, y se interesaba sobremanera por sus sueños, que le tenían que contar siempre detalladamente. Pero antes que recomendara su institución de penitencia a las mujeres casadas y viudas, hace rato había instituido una escuela de penitencia para las doncellas, sobre la cuál me detendré más detalladamente, visto que fue aquí donde se reveló toda la cobardía del cura indigno, y por que finalmente fueron las doncellas, que estropearon las artes del viejo pecador libidinoso, y llevaron sus actos a la investigación. El abad Parny, en su adorable sátira “La guerre des Dieux", en la cuál los dioses paganos son vencidos por la Santa Trinidad con sus ejércitos celestiales, tuvo la espectacular idea, de hacer de los sátiros y faunos de los antiguos paganos, los ascendientes de los monjes. Ciertamente el abad conocía buena cantidad de monjes de la laya del Hermano Cornelio. En el año 1553 estaba entre las mujeres, que escuchaban diariamente las prédicas del Hermano Cornelio, una viuda piadosa y respetable, con sus bellas e inteligentes hijas. Éstas hicieron amistad con algunas doncellas, que pertenecían hace rato a la comunidad de oraciones del Pastor, y siempre estaban preocupadas en buscarle más reclutas. La expléndida Calleken Peters, de dieciséis primaveras, les parecía especialmente recomendable. – La madre asistía con plena aprobación, de cómo sus hijas, mediante sus conversas con las piadosas doncellas, aprendían a hablar tan bellamente sobre las cosas espirituales, y les dejaba visitarlas cuánto querían. Aquí las jóvenes escucharon de la penitencia secreta, y preguntaron que lo que esto significaba. Hasta aquí las doncellas nunca tuvieron problemas para responder a sus preguntas, pero ahora decían que sólo el Padre Cornelio podría dar explicaciones sobre el tema, y les recomendaron, a que se dirijan al Santo Hombre, a lo que ellas accedieron. Cornelio, quien fue informado de que había un pescado fresco para caer en su red, fijó el día, en el cuál ella debería comparecer, y además de ellas aún comparecieron otras dos bellas doncellas, que también querían ser instruidas en la disciplina; se llamaban Aelken van den B. y Betken P. El Padre preguntó a Calleken, ¿si era su deseo inamovible, conservar su pureza virginal, y humillarse bajo su obediencia, sumisión y acatamiento? Cuando asintió, la alabó, y le dijo para visitarle determinado día de la semana, bajo consentimiento de su madre. Luego de una preparación de varias semanas, la aceptó ceremoniosamente como hija de confesión, y la hizo jurar el juramento citado más arriba. Luego le indicó a que ingrese, como las demás doncellas, en la cámara de la disciplina, a prepararse para la penitencia. – Cuando esto tenía su cámara sobre el Steinhauerdyk, en Brügge, en la casa de una viuda, Señora Pr., en la cuál la citada Betken y algunas otras doncellas se encontraban en pensión, para aprender las artes de la cocina. La costurera sólo se hizo íntima del Padre luego de la muerte de la viuda. Cuando Calleken entró por primera vez en la cámara, Cornelio la intimó, a que confiese ante el juramento de obediencia prestado, y a contarle todas sus tentaciones, que son tan característicos de la naturaleza humana, y principalmente los sueños libidinosos, los pensamientos y deseos, que tanto atacan a la pureza virginal, sin timidez alguna, visto que sólo así podría encontrar los medios, para protegerla. La pobre, inocente criatura, que aún nada sabía de tales atribulaciones, tartamudeaba alguna cosa, pero Cornelio le contestó: “Bah, yo se muy bien, que usted conoce todas los pensamientos incastos, y todas las impurezas, que acostumbran ocurrir entre casados y personas de este mundo; pues el mundo está tan repleto de lo malo y perverso, que una joven chica de ocho a diez años sabe perfectamente, cómo fue puesta en el mundo. Bah! ¿Una chica de dieciséis a diecisiete años pretende no conocer nada te tales tentaciones, deseos, torturas? Bah, debería haber quedado en el mundo. En poco tiempo sería madre de tres a cuatro hijos.” Calleken se sonrojó completamente de vergüenza, miró hacia abajo, y no supo decir más nada, sino que su madre le había protegido de todos los comentarios picantes y deshonrosos. – “¡Bah!” siguió diciendo el cura, “esto no me impresiona. La naturaleza débil heredada, te habrá esclarecido el tema con la edad que ya tiene; por ello no es posible, que no haya disputado de vez en cuando con la carne, cosa que me callas en tu timidez. Pero no la puedo absolver, pues mi salvación depende de lo que hago, por ello es mejor que a la próxima se prepare mejor a fin de dar a conocer todas tus atribulaciones naturales.” – Con ello le despidió a Calleken y le ordenó a volver en un determinado día, cosa que juró hacer en el nombre de Dios. Cuando volvió, la hizo entrar nuevamente en su cámara de disciplina, y le intimó a que deje afuera toda su vergüenza y timidez. A su pregunta reiterada sobre sus impulsos carnales, la inocente criatura respondió que le pedía todos los días a Dios, para que le guarde de tales tentaciones. Esto fue elogiado por el fraile, pero alegando, que en realidad debería rogar a Dios a fin de que le mande tentaciones, pues un estado en el cuál éstas no aparecen, no puede ser denominado de santo. “Bah!” continuó diciendo, “es un honor, tener una naturaleza hostigada, y que se sienta inclinaciones ardientes hacia el sexo opuesto, o sea, mujeres hacia los hombres, y hombres hacia las mujeres, y que no hay merecimientos, cuando no se tiene percepción de ello. Bah, mi hija, no te avergüences a confesar, que también tienes carne y sangre como todas las personas, caso contrario la tengo considerar como siendo hipócrita, y completamente depravada, porque no quiere reconocer y confesar, de tener, de vez en cuando, pensamientos carnales o deseos impuros.” Luego seguía a exhortarle a contarle abiertamente, cuánto más directamente, mejor, todos sus pensamientos impúdicos y semejantes. Calleken se hizo cada vez más tímida, cuanto más escuchaba las sátiras clericales. Por lo tanto el cura entendió que tenía que insistir principalmente en destruir la vergüenza, que le era tan molesta, y luego de haberla hecho más confiada con palabras paternales y amorosas, volvió a preguntarle: “¿Entonces, Calleken, mi hija, dígame, si me confías la salvación tu alma de todo corazón?” Ella respondió: “Sí, venerable Padre.” – “Pues entonces”, éste siguió diciendo, “si me confías el bien de tu alma, entonces me puedes confiar con mucha más razón tu cuerpo terrenal, efímero, pues si debo salvar a su alma, entonces en primer lugar tengo que preparar tu cuerpo, dejarlo limpio, puro y capaz para todas las virtudes, devociones y penitencias. ¿No es así, mi hija?” – Ella respondió: si, venerable Padre.” – “Pues entonces, mi hija, es necesaria que te pongas bajo la santa obediencia, y haga humildemente lo que te diga.” Luego se sentó sobre una cama, que se encontraba en la habitación, y ella tuvo que quedar parada dos pasos delante de él. Luego dijo, que, para la superación de la vergüenza, tan contraria a la disciplina y penitencia, era absolutamente necesario que se someta a su voluntad, y por lo tanto le ordenaba bajo el juramento de obediencia, que se desnude inmediatamente en su presencia. Calleken respondió, extremamente asustada: “¡Pero, venerable Padre, cómo lo podría hacer, me tendría que avergonzar demasiado mucho!” – “Mi hija”, exclamó él, “tiene que ser así, la salvación de nosotros dos depende de esto, por lo tanto abandone la vergüenza y haga obedientemente, lo que te he ordenado.” – “Ah, venerable Padre”, balbuceaba la asustada doncella, “prefiero en futuro relatarle mis atribulaciones y mis pensamientos carnales (la pobre criatura ciertamente los tendría que haber inventado), en vez de hacer esto, pues, me parece, ¡que preferiría morir! ¡Por ello pido humildemente, venerado Padre, que me lo dispense!” – Pero Cornelio insistía que sin ello no sería posible hacerse una perfecta devota; sería el primer paso para la recepción de la santa disciplina. Y exigía obediencia absoluta, tal como le rendían todos los demás discípulos de la disciplina. Finalmente sus palabras tuvieron el efecto deseado. La bella doncella desabrochó su corsé, y lo quitó; pero mientras empezaba a abrir su corpiño, le escapaban las lágrimas de los ojos, y Cornelio decía: “Bah, mi hija, tome coraje y luche con valor y razón contra la timidez y la hipocresía, luego usted festejará la victoria, y luego habrá triunfo, paz y gloria.” Cuando se había desnudado hasta la camisa, y también quería dejar caer a ésta, el ardor de su cara se trasformó en lividez mortal. – Cuando Cornelio lo vio, se levantó rápido, y buscó de su armario esencias de olor fuerte, con cuya ayuda ella rápidamente volvió a despertar de su desmayo. Por hoy es suficiente, querida hija”, le habló con ternura, “la próxima vez no deberás venir sola, sino en compañía de algunas chicas, que conozcas, y que se te adelantarán en el buen ejemplo.” Cuando ella terminó de vestirse nuevamente, la amonestó, a que no diga nada a nadie, y se hizo prometer, a que ella comparecería nuevamente en el día determinado para la disciplina en esta habitación. Ella mantuvo palabra, y encontró allí a las mencionadas dos bellas doncellas, que no hacían ceremonias, sino que se desnudaron inmediatamente y se pusieron desnudos frente al Padre. Calleken siguió al ejemplo, y Cronelio elogió efusivamente tal victoria sobre la maldita vergüenza, que se pone en el camino de toda obra piadosa. Con esto concluyó la audiencia por ésta vez, pues Cornelio solía ensayar a sus piadosas hijas durante varios meses en el desnudamiento, pues su principio era de que ellas tenían que abandonar voluntariamente su vergüenza, y desear ellas mismas la disciplina. Mientras estos extraños ejercicios se practicaban con Calleken, ella fue interrogada por una doncella, que hace mucho pertenecía al cuerpo de nudismo desvergonzado del Padre: si sabía, que era la disciplina o la penitencia secreta? Calleken respondió, que si bien lo presentía, pero aún no lo sabía con certeza. “Pues”, dijo la niña, “si aún no la has merecida, entonces debes ser una doncella mucho más pura que las demás; pero creo, que aún no has confesado y revelado tus tentaciones.” Ahora fue apercibida a que obedezca absolutamente al Hermano Cornelio: tenía, así se le decía, entregarle completamente su alma, pues de lo contrario difícilmente podría salvarse. Calleken prometió hacer todo como le aconsejaron las doncellas. Todas las hablas sobre tentaciones carnales, de los anhelos impuros, sueños incastos etc. habían confundido completamente la inocente criatura, de manera que durante día y noche era incapaz de pensar en otra cosa, lo que, por supuesto terminó en auténticas tentaciones, de manera que tenía algo que confesar al satisfecho Padre. Fue considerada digna para la disciplina, y se hizo devota como las demás. La sociedad de la penitencia, a la cuál pertenecían las más bellas mujeres y niñas de Brügge, ya existía hace varios años, sin que fuera del círculo del mismo se hubiese sospechado nada sobre el mismo. Pero el cántaro baja tantas veces al agua, hasta que se rompa, y también las actividades piadosas del Padre fáunico tenían que tener su término. Una pequeña festividad de algunos integrantes de ésta sociedad, de la cuál también participaba Padre Cornelio, se hizo muy divertida. El Padre danzaba con una bella hija de confesión, y la besó, en su alegre borrachera, en la boca. – Calleken Peters escuchó sobre esto por una persona presente, y dijo inocentemente: “Una se queda parado completamente desnuda frente a él, como uno sabrá que no le ataca alguna tentación humana.” La otra lo declaró como siendo un ángel encarnado, que no podía pecar; pero Calleken respondió: “No es que afirmo que peque, pero cómo, si en algún momento le ataca una debilidad humana, ¿cómo te comportarías, para no pecar con él? – “Yo lo dejaría acontecer con humildad”, respondió la otra, “pues estoy convencida que Dios en el Cielo no lo consideraría un pecado debido al Santo Hombre, que realizaría éste acto sin verdaderos deseos carnales.” Calleken no quería comprender ésta religión, pero el Padre, que recibió noticia de ésta conversación, recibió un gran susto, y luego de varias entrevistas con Calleken, hizo que ella suscribiera una declaración en presencia de otro padre, donde decía que nunca había notado algo, que le hubiese disgustado, y que nada sabía de alguna disciplina secreta. Asimismo el padre suscribió un documento, de que había sido testigo de tal declaración, y Cornelio se tranquilizó nuevamente, principalmente porque se percató que Calleken mantenía el secreto, y que no abandonaba a su sociedad de confesión. Pero después de dos años ella empezó a tener escrúpulos, y pretendía que el Padre le haga la demostración desde la Biblia, de que la disciplina secreta sería absolutamente necesaria para la salvación. Le acusó que en el púlpito interpretaba a la Biblia de una manera bien distinta que a ella, y él exclamó turbado: “¡Ah bah! ¡Cuando estoy en el púlpito, hablo para las criaturas de éste mundo! En una nueva disputa sobre el tema, el Padre perdió su paciencia, y le ordenó a que se despida inmediatamente para recibir la penitencia, pero Calleken se negó categóricamente, y declaró, que sólo una demostración desde la Biblia le convencerían, a volver a su vieja fe en la disciplina secreta. Él se exasperó, y le dio tres semanas de tiempo para reconsiderar. Pero ella insistió en su decisión, y volvió tres semanas después al convento. Cornelio no se encontraba en casa, y ella tuvo la idea de entrevistarse con el guardián. Durante la misma le preguntó, ¿si tenía conocimiento sobre la manera de aplicar penitencias de Cornelio? Luego de que el guardián se percató que sólo fue el temor de la conciencia que había llevado a la doncella junto a él, le explicó finalmente, que Cornelio pertenecía a la raza humana de la cuál Jesús dijo: “Infeliz aquél que escandaliza al más humilde; le será mejor, que se le ponga una muela por el cuello, y que sea hundido en lo más profundo del mar.” Desde entonces ya no se iba junto a Cornelio, pero éste seguía molestándola constantemente, y por esto ella decidió, protestar contra toda futura participación en la sociedad de penitencia. Cornelio se exasperó, la llamó de espíritu malo, y la entregó solemnemente al diablo. Hasta ahora la niña había callado, pero finalmente se levantó con el orgullo y coraje de la inocencia humillada y maltratada, y exclamó: “Infeliz de usted, hombre con pensamientos carnales, que no ha buscado nada más con el desnudismo y la disciplina, sino satisfacer a tus miradas impúdicas y deseos cobardes, para el escándalo de tantas niñas inocentes. ¡Infeliz de usted, le sería mejor que te pongas una muela por el cuello, y te hundas en el fondo del mar!” La furia del Padre era indescriptible, La escena terminó, con él atrapándola por el brazo, y haciéndola salir por la puerta, mientras gritaba alocadamente: “¡Fuera de aquí, paulina! Ahora veo que te hiciste paulina como Betken Maes; ¡fuera, fuera, te entrego al Diablo!” Paulina volvió tranquila y callada a su casa, vivió callada y decentemente, sin – en consideración al guardián y otras mujeres – hablar de la extraña institución de penitencia del Padre, que seguía floreciendo. Se casó y ya no le importaba; pero tres años después de que había ocurrido lo relatado se hizo pública lo ocurrido con la citada Betken Maes. Fue ésta una chica decente y educada. Se había dedicado completamente a la enfermería, y donde aparecía, surgía como un ángel del consuelo. Había pertenecido también a la sociedad de penitencia de Cornelio, pero lo deshechó como confesor, confesando todo lo ocurrido a un decente monje agustino. Cornelio se exasperó empezando a difamarla en todas las partes, pero Betken se callaba. Cuando cierta vez se encontraba con una enferma que pensaba que estaba muriendo, ésta pidió morir en un capuz, que había recibido de Cornelio, el cuál le había dicho que, si muriese en el capuz, no pasaría por el purgatorio. Betken trató de disuadirla de la estupidez, pero la mujer se enojó, luego se curó y relató la cosa a Cornelio. Éste ahora la calumnió en todos los monasterios y casas particulares, quienes le negaron a partir de ahí la clientela. Inclusive supo hacer con que se le imponga la excomunión al confesor de ella, porque seducía a sus hijas de confesión. Betken incluso llegó a ser perseguida y escarnecida en la calle. En su desesperación relató el secreto de la institución de penitencia al provincial de los Augustinos. El provincial resolvió, hacerse de mediador, e indujo a Cornelio, a que se retracte desde el púlpito, contra la promesa de ella de callarse. Lo hizo de manera velada, que apenas podía ser comprendida, explicando en todas partes que sólo lo hizo a petición de casas adeptas al Erasmianismo. Su parecer sobre la doncella continuaría el mismo. Betken Maes estaba en una situación como si estuviese proscripta; ya no se arriesgaba a salir en la calle, por miedo del populacho, y pasaba las noches aterrorizada, esperando a cualquier momento la violencia de un fanático o la visita de la horrenda inquisición. El instinto de sobrevivencia la llevó a un último paso. En varias casas, en las cuáles aún era tolerada, comenzó a hacer comentarios sobre los engaños del Padre Cornelio, dando detalles sobre su institución de penitencia. Al principio se creía, que contaba mentiras para vengarse; pero la cosa se esparció, y llegó a oídos de un magistrado, quien tomó la oportunidad, con no pocas ganas, para asir al odiado monje por el cuello. Cornelio se oponía, e incluso amenazó con la inquisición. Esto obligó definitivamente al consejo a tomar providencias sin consideraciones, y tanto Calleken Peters como todas las sodalinas del Padre tuvieron que comparecer personalmente ante el tribunal, para su gran vergüenza. Entre ellas se encontraban una buena cantidad de mujeres y doncellas. Si bien en general se reconoció su inocencia, les pasó como a las famosas “novias en espíritu” de Mucker Ebel de Königsberg, la mácula de lo ridículo quedó para siempre en sus vidas. La sentencia contra Cornelio salió muy amena, pues cuando esto los curas aún ejercían la soberanía. Fue trasladado desde Brügge a Ypern, visto que no se podía probar ningún ataque directo contra las virtudes de las mujeres. Más que el tribunal lo castigó la sátira popular, que le persiguió de todas las formas imaginables. Murió en el año 1581, pero su nombre permaneció en la tradición, y muchas chicas quedan sonrojadas, cuando se cita a “Broer Cornelius”. ¡Pero qué son todas estas artes del torpe fraile flamenco, contra las refinadas infamias de los jesuitas en tales cosas! Apenas empezaban sus actividades, trataban de reclutar niñas y mujeres para sus orgías de penitencias. Se habían decidido, no por el azotamiento en las espaldas, sino por el azotamiento en las regiones inferiores. Este tipo de disciplina fue denominada por los jesuitas en Löwen de española, y aplicada, por supuestamente ser mejor para la salud o también por otros motivos. Si bien durante el medioevo los monjes más groseros efectivamente utilizaban el azote debido a estúpido fanatismo religioso, los jesuitas lo hacían en su mayoría, para satisfacer su refinada libido bajo la protección de la religión. Como solían proceder, lo mostraré con la mal afamada historia del jesuita Girard y Señorita Cadiére, en la medida que lo permiten la extensión de éstas hojas. El proceso que la señorita inició contra su confesor, causó escándalo al principio del siglo XVIII; toda Europa participó en él. – La parte principal de este importante proceso llena ocho volúmenes, y se podrá comprender que mi relato solamente podrá ser un bosquejo. Catarina Cadiére era la hija de un pudiente comerciante de Toulon, nacida el 12 de Noviembre de 1702. Tenía tres hermanos, el mayor se casó, el segundo entró en la orden de los dominicanos y el tercero se hizo sacerdote laico. El padre ya había fallecido durante la minoría de edad de Catarina, que ahora quedó sola con su madre santurrona. Se desarrolló corporal y espiritualmente de la manera más ventajosa, o sea, se hizo muy bella, y, debido a su carácter y espíritu era bien vista en todas las partes. Pero, la educación por la madre santurrona, respaldada en ello por los religiosos, las leyendas insulsas sobre los santos y los libros místicos, le dio una dirección mística y entusiasta. El ejemplo de las Santas Mujeres de la Iglesia, y las santas profecías y visiones, que se les atribuía, la habían inspirado, y era su deseo ser como un de estas religiosas perturbadas. Este también fue el motivo por el cuál recusó varias propuestas ventajosas de casamiento. Así llegó a la edad de veinticinco años, y se puede presumir, que en el cuerpo de una chica tan opulenta y llena de fantasías, la naturaleza violentamente reprimida trataba a cobrar sus derechos, y que sólo faltaba una pequeña excitación, para atizar su concupiscencia a un fuego violento. Durante este tiempo, en el año 1728, vino el jesuita, Padre Juan Baptista Girard como rector del seminario real de los predicadores de buque de Toulon. Antes había vivido en Aix. Tenía la fama de excelente orador de púlpito, y de hombre severo, de moral intachable, y, en consecuencia en poco tiempo consiguió reconocimiento e influencia respetable en su área de acción. Principalmente las mujeres buscaban sus prédicas y su confesionario. Una buena cantidad de doncellas conformó una suerte de orden, en la cuál se llevaba a cabo ejercicios religiosos bajo la dirección de Girard. El grupo piadoso le daba muchas alegrías, pues había bellas doncellas entre ellas, y la devoción y decencia del jesuita sólo eran la piel de oveja, bajo la cuál se escondía el lobo feroz de la cruda voluptuosidad. En primer lugar Girard trataba de envenenar los corazones y la fantasía de las jóvenes. De la misma manera como la araña prende a su víctima con infinitos hilos finísimos, antes de chuparle la sangre, así también estaba empeñado el jesuita, en atrapar a sus víctimas en la red de la sensualidad refinada. No podía apresurarse, pues la precipitación podría echar a perder todo. Tampoco había motivo para ello, visto que estaba absolutamente seguro de la efectividad de su teoría de perversión. Cuando se percató, que las chicas ya se le habían adherido en entusiástica intimidad y confianza plena y absoluta, a los pocos empezó a imponer otros castigos que los impuestos hasta este momento, por sus pecados, llegando paulatinamente a la disciplina. La mayoría de las doncellas tampoco sospecharon nada de malo en su inocencia, y otras, excitadas sensualmente por el azotamiento, encontraron una satisfacción secreta en ella, aún que no estaban plenamente conciente de ello. Otras quizás sospechaban las verdaderas intenciones del Padre, pero estaban lejos de contrarrestarla, pues no lo habrían visto sin secreta satisfacción, si pudiesen probar de la fruta prohibida en secreto y sin castigos. Esto, y quizás también razones económicas, hicieron que una de las hijas de confesión, Guiol, se hiciese íntima del jesuita, dejándose utilizar para todos sus planos. Esta Guiol era una criatura inteligente y astuta, y de mucha utilidad para el Padre. Al poco tiempo podía adelantar sus artes disciplinarias, y satisfacer su libido aún de otras maneras que con los ojos, aún que se cuidaba muy bien de no llegar a los extremos, cuando no estaba completamente seguro de sí, como en el caso de Guiol. Al grupo de sus penitentes también pertenecía Catarina Cadiere. Ésta espirituosa chica, en la plenitud de su juventud, no sólo estimulaba su voluptuosidad, sino que también le inspiraban un sentimiento que se podría llamar de amor, si es que me fuese posible creer, que tal sentimiento pudiese tener lugar en el pecho de tal hombre. Pero su ser comprensible y virtuoso necesitaba de trato y consideración especial, y él resolvió, proceder con extremos cuidados. Hizo de Guiol su íntima, y ésta le prometió apoyo. Al sondear la intimidad de la doncella, reconoció rápidamente su espíritu entusiasta, y se esforzó en atizar a la chispa al punto de una fogata. Alabó sus virtudes especiales, profetizó que Dios tendría un objetivo especial con ella, y supo obtener de ella la promesa, de ponerse totalmente bajo su dirección y voluntad, para alcanzar más rápidamente este objetivo. Así la chica estaba siendo envenenada internamente, sin tener la menor noción de ello. En su pecho se movían mareas de sentimientos dulces e indescriptibles. En fin, “la muñeca estaba siendo amansada y preparada, como lo enseña mucho relato”. A este punto había llegado Girard en el transcurso de un año; ahora había llegado la hora de poner a la chispa en el material inflamable, que había amontonado dentro de ella. Después que Catarina estuvo enferma por un tiempo, visitó a Girard en el refectorio de los jesuitas. Él le hizo reproches, por no haber hecho con que se lo llame durante su enfermedad, y le dio un beso caluroso. – Al experto conocedor de la naturaleza humana no podía haber pasado desapercibido el resultado provocado por su beso. Catarina tuvo que acompañarle al confesionario, y aquí le interrogó profundamente sobre sus ideas y sentimientos, ordenándole a ir diariamente a la santa comunión, y a visitar asiduamente a la Iglesia; Asimismo le profetizó visiones próximas, y le exhortó a que le informe escrupulosamente sobre éstas, como así también sobre su estado psíquico y físico. Finalmente estas visiones aparecieron efectivamente, calentando aún más su sangre y fantasía. Si éstas fueron provocadas sólo debido al ánimo excitado de la chica y por medio del veneno del cura o por otros medios materiales no lo puedo decir. Finalmente llegó al punto de que se lamentó con él, diciendo que ya no se encontraba en condiciones de rezar en voz alta, y esconderle el amor profundo que sentía por él. Sobre el primer punto la tranquilizó rápidamente, y, “el amor”, siguió diciendo, “que sientes por mí, no le deberá causar preocupaciones; Dios quiere que nosotros dos seamos hechos uno sólo. Te llevo en mi regazo y en mi corazón; a partir de ahora no sea otra cosa que una alma en mí, sí, el alma de mi alma. Por lo tanto déjennos amarnos profundamente en el corazón de Jesús.” En vez de dar rienda suelta a la naturaleza, y aplacar la voluptuosidad excitada al máximo, procedió de una manera mucho más diabólica. Sus esfuerzos estaban dirigidos en elevar al máximo la condición histérica provocada. Y esto lo logró igualmente. La señorita Cadiere cayó en espasmos histéricos, durante los cuáles tenía visiones maravillosas – santas y pecaminosas -, pero que mayormente tenían como objeto al Padre Girard. Ya durante la cuaresma del año 1729 tenía una visión maravillosa. Escuchó una voz que le instaba: “Te quiere llevar al desierto, donde ya no probarás alimentos de éste mundo, sino alimentos angelicales.” Desde ahora le repugnaba toda alimentación, y si trataba de superar el asco con violencia, se seguían violentos ataques de vómitos. Luego tuvo una hemorragia. Padre Girard y sus íntimos declararon estos acontecimientos como señal de un milagro a ocurrir dentro de poco. Catarina, ahora, caía de un éxtasis a otro. En su cara aparecían gotas de sangre, y en su costado izquierdo, y en sus manos y pies aparecían estigmas, de los cuales, según la superstición romana, son agraciadas principalmente personas santas escogidas por Dios. – Pero con ello no terminaban los milagros. Cuando el Padre le cortó el cabello a la señorita, se formó en su cabeza una suerte de halo y en el paño, con el cuál se había secado la cara, ¡se formó la imagen de un Cristo sufridor con la corona de espinas! Hasta que punto éstas circunstancias milagrosas deben ser atribuidas a la enfermedad corporal y espiritual de la doncella, y hasta donde a la fraude jesuita, no lo puedo determinar. Pero que Girard temía la descubierta de lo último, ya se deduce del cuidado, con el cuál procedía para impedir que de la situación de la señorita no trascendiese nada más allá del devoto círculo de confesión. A la madre había dicho que Catarina morería en veinticuatro horas, si se hacía pública una sola palabra sobre su estado. Naturalmente a partir de ahora Girard tuvo acceso libre a la casa de la Madame Cadiére, pues tenía que cuidar del alma de su hija – e, ¡inspeccionar los estigmas! En estas visitas siempre era cuidadoso lo suficiente para hacerse acompañar del hermano menor de Catarina, el cuál justamente en aquél tiempo estaba estudiando teología en el colegio jesuita, hasta la puerta de la casa, y el cuál luego volvía para llevarlo otra vez. Siempre se encerraba con su hija de confesión en su habitación, y no podía saciar su vista en los estigmas, principalmente en la herida lateral. Si Catarina caía en convulsiones histéricas, y en desmayos, lo que era considerado posesión, entonces el jesuita aprovechaba la ocasión, para saciar su lascivia de manera brutal, hasta donde podía. Cuando despertaba la señorita, se encontraba indecentemente desnudada, y detrás de ella veía a la cara maliciosa del piadoso discípulo de Cristo. La señorita Cadiére se quejó en varias oportunidades frente a Guiol, pero ésta mujerzuela frívola se burlaba de ella, por considerarlo indecente, además le contaban los demás integrantes de la sociedad de hermanas, que Padre Girard se permitía otras libertades bien más amplias con aquellas, lo que, además no les era incómodo en absoluto. Asimismo el jesuita galante siempre estaba preocupado, en hacerse cada vez más merecedor de los favores de sus discípulas. Sabía facilitarles extremamente la devoción, tratando de conseguir que su sensualidad y sus sentimientos mundanos obtuviesen alimentación constante. Siempre se preocupaba por buena atención, una cocina de primera, paseos en el campo y ramilletes de flores. Pero la reina de sus pensamientos seguía siendo Catarina. Mientras, se acercaba siempre más a su objetivo. Provocó una situación, en la cuál podía alegar con aparente derecho la desobediencia de Catarina, y luego que ésta fue preparada convenientemente por Guiol, compareció humildemente ante Girard para la confesión, preparada para soportar todo tipo de castigo, que él le impusiese. El Padre, por lo tanto, también le anunció, que tendría que hacer penitencia por su desobediencia. A la mañana apareció con una disciplina en su habitación, y dijo: “La justicia divina exige que, visto que usted se ha negado a dejarse vestir por virtudes, ahora se debe desnudar completamente. Si bien usted ha merecido, que todo el mundo sea testigo de ello, nuestro clemente e indulgente Dios consiente, que sólo yo y éstas murallas, que no pueden hablar, sean testigo de ello. Pero antes me jure por el juramento de la fidelidad, que usted honrará el secreto, pues la descubierta le podría hacer caer en perversiones.” La señorita hizo lo que le fue ordenado, y cuando se había desnudado hasta la camisa, él le ordenó a que se acueste en la cama. Luego de haber hecho también esto, acto para el cuál la había calzado con una almohada, le dio algunos golpes suaves sobre las caderas, a las cuáles luego besó. Ahora la obligó a deshacerse de la última cobertura, y a pararse humildemente ante él. La señorita desfalleció, pero luego de volver a sí, declaró que quería obedecer, y se arrodillo completamente desnuda ante él. Luego le dio algunos golpes más, para luego dar vía libre a su libido. Catarina no se resistió, y el jesuita satánico se encontró en el ápice de sus deseos. Desde ahora consideraba a la señorita como su propiedad, seduciéndola a actos de la voluptuosidad más refinada, mientas sabía vestirse siempre en un halo de santidad. No sería decente contar aquí todo lo que practicaba. Si alguna vez la madre o el hermano de la señorita lo querían perturbar en sus actividades piadosas, entonces les cerraba la puerta en la cara, y cuando cierta vez se quejó ante su madre el dominicano sobre ello, ésta lo mandó callar, y lo hizo salir de la casa. A tal punto estaba convencida la madre idiota y santurrona de la santidad del jesuita, y de las virtudes de su hija. Girard rápidamente se percató, que la señorita Cadiäre quedó preñada, y bajo un pretexto le hizo tomar un brebaje, que había preparado. Era una pócima, que no tardó en producir sus efectos. Catarina se sintió muy debilitada por la pérdida de sangre que se siguió, de manera que la madre, muy lejana de sospechar la verdad, le recomendó con urgencia, a que se consulte con un médico, pero lo que Girard supo evitar mediante diversas alegaciones y subterfugios. Por el descuido de una criada casi se descubrió el secreto, y para protegerse de ello, y también a su presa, Girard decidió internarle a Catarina como religiosa en el convento de Santa Clara en Ollioulles. Escribió a la abadesa, con un relato arrebatador sobre las virtudes, devoción y bienaventuranza de su penitente, de manera que ésta declaró aceptar con alegría a Catarina, con tanto que la familia diese su consentimiento. Éste fue obtenido fácilmente, la señorita viajó, proveída de las mejores recomendaciones, a Ollioulles, donde fue bien recibida. El jesuita supo obtener de la abadesa la permisión, de poder visitar y escribir a su hija de confesión. Pero tan avivado como solía ser Girard, cometió algunos descuidos, que hicieron con que las religiosas y la abadesa empezasen a sospechar, siendo que la abadesa acabó prohibiéndole sus visitas. Pero, por intermediación de un religioso de sus amistades, ésta prohibición volvió a ser levantada prontamente, y Girard acabó conteniéndose aún menos que antes. Observaba las visiones, verificaba los estigmas, y le sometía a su hija de confesión a las disciplinas costumeras. Todo esto aún podría haber pasado, pero a menudo se encerraba durante horas con Catarina, y como ésta, orgullosa de su santidad especial, de vez en cuándo se jactaba en cuanto a sus placeres espirituales ante las demás religiosas, de manera que se les hizo cada vez más acuciante la sospecha, de que la relación de Girard con sus hijas de confesión no era absolutamente pura. Por lo tanto la Abadesa ordenó, que deberían quedar separadas en sus entrevistas por clausura. Pero Girard no le dio oídas. Con una navaja de bolsillo cortó un agujero en el lino que lo separaba de su amada, y conversaba durante horas con ella. Cuando se cansaba de los besos, y le atacaban otros deseos, entonces satisfacía su libido de una manera, cuya indicación más concreta sería asquerosa. Tales actos incluso practicaba en el santuario, y si se pretendía mantenerle a una distancia decente, entonces gritaba: “¡Qué! ¿Quieren separarme de mi hija de confesión?” El jesuita incluso hizo con que se le trajese su alimento frente a la clausura; ambos se alimentaban mano a mano, y no raras veces ocurría, que alguna hermana laica lo sorprendía, con un brazo envuelto al cuerpo de la señorita. Pero finalmente el libidinoso jesuita empezó a aburrirse de su víctima. Por lo tanto la declaró suficientemente santa, y resolvió mandarla a un alejado convento cartujo. Las religiosas informaron de ello inmediatamente al obispo de Toulon, quien no quiso tolerar, que una niña, que era considerado una santa en el mundo, abandonase su diócesis. Por lo tanto le escribió a Catarina, prohibiéndola a que se confesara en el futuro con el Padre Girard, o de ir al lugar, al cuál el mismo la quería enviar, dejándole al mismo tiempo la elección de volver a su familia. Luego le mandó un carruaje, y el Aumonier del obispo, en compañía del Padre Cadiére, su hermano, la llevó a una casa campestre cerca de Toulon. Cuando Girard recibió ésta noticia, se asustó profundamente, y su primer pensamiento era, hacerse de los escritos y de las hartas, que la Cadiére había recibido de él. Esto también consiguió por intermedio de otra de sus hijas de confesión, a la cuál antes había amado especialmente; sólo una única carta restó por descuido en las manos de Catarina. Ésta ahora fue puesto bajo el cuidado especial del nuevo Príor de los carmelitas en Toulon, en su carácter de santa. En la confesión, éste ahora se enteró de unas cuantas cosas extrañas, que hacían referencia a Girard de manera enardecida, a investigar de una manera más profunda, y así descubrió sin grandes dificultades el engaño cobarde, con el cuál se había engañado a ésta niña inocente, y a todo el mundo. Inmediatamente denunció los hechos al obispo, el cuál compareció personalmente en la casa campestre interrogándole a Catarina sobre todas las circunstancias más concretas. La pobre criatura, a la cuál ahora se abrieron los ojos de manera tan brutal, pidió bajo lágrimas y de rodillas, que se tenga consideración con el honor de la familia, y que la cosa no se haga pública. Si bien el obispo lo prometió, en poco tiempo se vio obligado a cambiar de opinión por otras circunstancias, y se dio inicio al proceso luego de algunas preliminares, ante el tribunal penal responsable de los asuntos espirituales en Toulon. – ¡Pero qué podía la pobre criatura contra los poderosos jesuitas, que además tenían sus propios integrantes sentados en el banco del tribunal! La cosa del Padre Girard fue trasformada en un asunto de la Orden, que sacrificó al proceso más de un millón de francos. Empezaron ahora con una cadena de artificios deshonestos, a fin de presentar a la Señorita de Cadiére como siendo una persona mentirosa y engañadora, sobornada por los enemigos de la Orden de los Jesuitas, sí le acusaron de herejía y brujería, actos mediante los cuáles ella habría tratado por intermedio de artificios prohibidos, a obtener el reconocimiento de su propia santidad. Ahora la señorita se arrepintió, de haberle entregado al Padre tan inocentemente las cartas y los escritos, con lo que había perdido los mejores instrumentos de defensa, pero ya era tarde. Al poco tiempo el proceso dio un giro que le era absolutamente perjudicial. El Rey había tomado conocimiento del tema, ordenando una investigación por medio de un decreto del consejo de Estado. El asunto fue llevado ante el Alto Tribunal en Aix. El prior carmelita, y el dominicano Cadiére fueron incluidos como co- culpados y coimpostores en el proceso; las religiosas de Ollioulles fueron obligadas por los Jesuitas, a hacer declaraciones desfavorables contra la Señorita Cardiäre, y la miserable tuvo un destino duro en el convento de las Ursulinas del lugar, que eran del círculo de amistades de los jesuitas. Se le había encerrado en una habitación, que antes había servido de habitación a una maniática, llena de olores putrefactos y hediondos. Se la torturaba moral y físicamente de todas las maneras imaginables, utilizando astucia y fuerza, para finalmente llegar al pretendido objetivo, su retractación. Pero ahora los jesuitas se empecinaron de una vez en que el hecho fuese investigado, pues se creían seguro de la victoria, y la primera instancia judicial en Aix dictó efectivamente una sentencia, muy desfavorable para la señorita Cadiére. Se la llevó en prisión preventiva al convento de Aix; pero ella presentó apelación por abuso del poder clerical en el procedimiento iniciado, y el asunto vino a parar ante el Parlamento. Aquí las intrigas jesuíticas empezaron otra vez. Catarina afirmaba, que, siendo inocente ella fue maltratada de la manera indicada por el Padre Girard, siendo obligada a retractarse mediante amenazas y torturas durante el proceso penal. El procurador real se mostró absolutamente parcial durante todo el proceso, a favor de los jesuitas, y finalmente propuso: “Absolución para el Padre Girard y para Catarina, la tortura ordinaria y extraordinaria, y finalmente la ejecución por la horca. Pero los veinticuatro jueces no compartieron su opinión, siendo que sus opiniones eran divididas. Doce de ellos se manifestaron en el siguiente sentido: Desestimar la querella contra Juan Batista Girard, en vista de su evidente demencia, que habían hecho de él el objeto de la burla de sus hijas de confesión. Pero la sentencia de la otra, mitad mejor del parlamento fue pronunciado en otro sentido completamente distinto: Juan Bautista Girard deberá ser condenado a la muerte por el fuego, debido a incesto espiritual absolutamente demostrado, aborto y degradación de su dignidad espiritual mediante horrendas pasiones y crímenes, etc. Ante el empate el presidente decidió, que ambas partes deberían salir sin castigos. Algunos jueces no se querían contentar con ello, sino que exigieron que la Cadiére sufriera por lo menos un pequeño castigo. Pero contra ello se levantó un noble señor entre ellos y exclamó: “Acabamos de absolver uno de los mayores crímenes, ¿y ahora pretendemos imponer un castigo menor a ésta doncella? ¡No, antes se debería poner fuego en éste Palacio!” – Estas palabras surtieron efecto. Se determinó, que la señorita sea puesta en libertad, y devuelta a la casa de su madre, a la cuál se encargaría su cuidado. Si bien el Parlamento Real había absuelto al monstruoso jesuita, ante la opinión pública, Girard estaba condenado. Una masa humana incontable esperaba en las calles la decisión del tribunal. Los jueces, que se habían pronunciado en contra de la Cadiére, fueron recibidos con insultos y burlas, los contrarios de Girard con aplausos. Al propio Girard se recibió con refranes difamantes y piedras, de manera que sólo se le pudo hacer pasar con dificultad entre la masa exaltada. La furia popular incluso se extendió al ayudante de cocina, que le había llevado la comida, y se rompió sus fuentes, platos y botellas. Por otro lado se estaba fervorosamente empeñado, a mostrar consideración con la señorita Cadiére. Se competía en hacerla olvidar sus humillaciones y maltratos con obsequios y consuelos. Se seguía alabando su belleza, aún considerable. – En fin, ella se hizo moda, lo que, en todo caso aún es común hoy día en cuanto se trata de criminosas interesantes, tanto en Francia como en otras partes del mundo. Pero la consideración que provocaba, también le traían peligros. Se le dio el razonable consejo, de abandonar inmediatamente a Aix, y de mantenerse oculta. Ella se fue – y luego se perdieron sus huellas para siempre. Nunca se ha descubierto, que se hizo de ella; pero la opinión generalizada de aquellos tiempos se inclinaba en el sentido de que habría sido eliminada en secreto por los jesuitas. Girard también murió luego de un año. ¡Y los jesuitas trataron seriamente de elevarlo a la condición de santo, al tiempo de comparar su destino con el de – Jesús! Una ocurrencia similar a de la señorita Cadiére tuvo lugar poco antes del levantamiento de la orden de los jesuitas en Francia, entre uno de sus adeptos y la hija de un presidente parlamentario, que también fue seducida mediante el azotamiento. Para salvar el honor de la orden, y “demostrar” la imposibilidad de la acusación, se había sobornado y tomado juramento a un médico, el cuál castró al culpado. Pero el secreto fue descubierto posteriormente. Pese a éstas y otras infamias, - ¡y entre miles quizás apenas una se hace conocida! – no se prohibió la orden de los jesuitas; en toda parte eran bien vistos como confesores, y principalmente las mujeres se dejaban azotar alegremente. Un florecimiento especial tuvieron siempre los institutos de azotamiento en España, y aún más en Portugal. El Rey José Emanuel (1750 – 77) dejaba disciplinarse con frecuencia, y sólo con muchas dificultades su ministro, el Marqués de Pombal, lo disuadió de ello. Las damas, a su cabecera la Marquesa Leonora de Tovaro, no eran menos alocadas que el Rey. Sabidamente los jesuitas fueron echados de Pombal, pero su enemiga, la Reina Dona María (1777 – 99) los hizo volver otra vez, y las agradables diversiones de la confesión, con azotamiento obligatorio, reiniciaron peores que antes. El interesante y pícaro Padre Malagrida fundó una formal institución de confesión entre las jóvenes damas de la Corte. La gente se azotaba incluso en la antecámara de la Reina, y se dice que incluso ésta misma habría participado de los ejercicios piadosos. – Unos cuantos acontecimientos a la Girard habrán ocurrido aquí en la clandestinidad, pues, acorde al testimonios de jesuitas, las damas de la Corte estaban tan empeñadas en el azotamiento, que lo reclamaban con tal ardor, que prácticamente no podían ser atendidas plenamente, ni contenidas. Es más, incluso princesas extranjeras, y las damas de los diplomáticos eran invitados para este juego jesuita libidinoso y divertido. La cantidad de ejemplos del abuso del confesionario es inmensa, y se podría llenar una obra voluminosa con ellos; pero como este capítulo debe tener su final, lo culmino con un relato sobre una extraña institución de confesión y penitencia, instituido por un capuchino al tiempo de Napoleón I. Sobre lo ocurrido en los tiempos de Napoleón III y su Princesa quizás tendré algo a relatar en alguna oportunidad posterior. El citado capuchino se llamaba Padre Achazio, y vivía en un monasterio en Düren, en el actual departamento de gobierno prusiano en Aachen. El capuchino era horrendamente feo, pero predicaba con excelencia, y tenía la reputación de excelente devoción, y pese a sus manías faunicas, poseía la confianza de las damas, en tal alto grado, que le nombraron director de sus ejercicios espirituales. Pero de preferencia el Padre Achazio se entretenía con viudas y vírgenes de edad más avanzada. A una de las últimas había elegida para su diversión personal. Le había inculcado una enseñanza absolutamente extraña: El ser humano era incapaz, de domar totalmente los instintos carnales; pero el espíritu podría permanecer casto, mientras el cuerpo parecía pecar según los conceptos comunes. El espíritu pertenecía a Dios; el cuerpo al mundo; y el Cielo tenía sus pretensiones, sobre la parte superior del cuerpo, y el mundo, sobre la parte inferior. De manera que era posible mantener al alma pura, mientras se dejaba pecar al cuerpo. La virgen, ya de edad, que le prestó oídas ansiosas a estas agradables enseñanzas, se dejó convencer rápidamente de las ideas del Padre. Luego de la confesión completada, tuvo que arrodillarse frente al padre, pedir perdón por sus pecados, y mostrarle “la porción del diablo”, esto es, desnudarse hasta el centro virginal de su cuerpo, de abajo hacia arriba. Cuando esto se hizo, pasó a la última parte de la devoción, y consagró a la dama como primer integrante de la orden que pretendía fundar. Ésta piadosa virgen ahora se afanó en buscar prosélitas, tanto entre las personas de su edad, como también entre mujeres jóvenes y doncellas; - en fin, le servía al Padre como proxeneta. El número de éstas hermanas adamitas se multiplicó rápidamente, y Achazio, incapaz de satisfacer a tal cantidad de damas piadosas, se buscó a valientes combatientes de la fe entre sus hermanos religiosos, a fin de que le asistan en su institución de penitencia, que prosperaba alegremente, y, quizás aún existiría hoy día, si no fuera una joven doncella de la escuela de Achazio, que descubrió el secreto, y que se hizo religiosa, y como tal conoció a un oficial francés, al cuál relató la cosa. Ahora se inició una rigurosa investigación judicial, que dio los resultados más extraños. Se hicieron públicos ciertos hechos, que mal se puede poner en papel. Una amable y decente dama, esposa de un fabricante de papel, testificó en una audiencia, que se había encontrada cómo embrujada por una pócima, y se había sentido atraída por el grotesco capuchino, el cuál había practicado cosas con ella, que le hacían subir la sangre a la cara al más aguerrido criminalista. El azotamiento jugaba el papel principal. Achazio a menudo hacía que se ponga la vara en vinagre, y con ésta a las veces golpeaba a la mencionada dama con tal fuerza, que ésta tenía que guardar la cama durante tres semanas bajo un pretexto cualquiera. Durante las investigaciones se descubrió, que había tantos capiteles, monasterios y familias comprometidas en el asunto, que Napoleón se vio obligado a ordenar al procurador general que archivase el asunto por motivos políticos. Padre Achazio, junto con algunos de sus asistentes fue puesto en prisión. Los expedientes sobre este proceso escandaloso, aún permanecieron durante largo tiempo en Lüttich, pero luego fueron entregados al gobierno prusiano en Aachen. Pero ya le faltaban varias partes importantes, y otros se perdieron más tarde, visto que las familias involucradas hacían lo posible y lo imposible para destruir los monumentos de su vergüenza. . (Aletheia, de Münch, libro 3, pág. 323 etc. Los hechos relatados los tiene Münch de la boca del concejal Leclerq y del Professor Gall en Lüttich, quienes habían realizado la investigación, y redactado la acusación.) Nosotros nos engañaríamos profundamente, si defenderíamos la posición, que las circunstancias en la Iglesia Católica hubiesen variado en tan poco tiempo. No existe motivo alguno para suponerlo; quizás hoy día siguen las mismas, con pequeñas variaciones, como fueron hace algunos siglos, y no variarán, hasta tanto se ponga fin al celibato y a la confesión auricular. Malleus maleficarum 1. Betreff des Bekenntnisses Seit wann sie eine H. ist? Wann (Tageszeit) und in welcher Gestalt kam der Teufel zu ihr? Warum hat sie eingewilligt (gegen was)? Acerca de la confesión, ¿desde cuando Ud es bruja? ¿Cuando (hora del día) y en que forma le apareció el diablo? ¿Porque aceptó, (contra qué)? 2. Betreff Übeltaten Wenn (oder Was/Tier) hat sie mit ihren teufl. Giften getöten. Wer hat geholfen? Acerca de las fechorías, a quién (o qué/animal) ha matado con sus venenos diabólicos. ¿Quien ayudó? 3. Gottesraub Hat sie als Hexe die heilige Hostie in den Mund genommen? Was hat sie in der Kirche anstatt des Gebetes gesprochen? Robo a Dios. ¿Tomó a la hostia en la boca como bruja? ¿Que dijo en la Iglesia, en lugar de las preces? 4. Betreff Ausfahren Wie oft sie ausgefahren hat? An welchen Orten sie war? Was sie für Spielleute beim Tanzen hatte? Acerca de los paseos, ¿cuantas veces salió? ¿En que lugares estuvo? ¿Qué personas la acompañaban en las danzas? 5. Kinder ausgraben Wie oft sie nachts auf Friedhöfen Kinder ausgrub? Was sie dann mit ihnen gemacht hat (z.B. gebraten) und hat es geschmeckt? Desentierro de niños. ¿Cuantas veces desenterró criaturas en los cementerios? ¿Qué hizo luego con las mismas (por ejemplo, fritar), eran ricas? 6. Wetter, Reiffen und Nebel machen Wann und Wo sie das Wetter negativ beeinflusste und ob es Schaden brachte? Hacer clima, helada, niebla. ¿Cuando y donde influyó negativamente sobre el clima, y trajo algún perjuício? 7. Genossen der Sünde Mit wem sie sich zusammengekünft hat und wie sie hießen? Wann und wo sie sie getroffen hatte? Compañeros en el pecado. ¿Con quién se encontraba, y cómo se llamaban? ¿Cuando y donde los encontró? 8. Anbetung des Teufels Wie oft und wann der Teufel zu ihr (ausgenommen die Tänze) gekommen ist? Hat er gesessen oder gestanden und wie hat sie ihn erkannt (angebetet?)? Adoración al diablo. ¿Cuantas veces y donde (a parte de las danzas) le apareció el diablo? ¿Estuvo en pie o sentado, y lo reconoció (adoró)? 9. Unzucht Wie oft der Teufel mit ihr (außer Tänze) Unzucht betrieb (wann und wo?)? Hat er laut oder leise geredet? Prostitución. ¿Cuantas veces el diablo (a parte de las danzas) cometió prostitución con ella (cuando y donde)? ¿Habló en voz alta o en susurros? 10. Unheilbare Krankheiten Wie und bei wem sie unheile Krankheiten hervorgebracht hatte? Enfermedades incurables. ¿Como y en que persona provocó enfermedades? 11. Zwietracht zwischen den Verheirateten Bei wie vielen sie Unheil in die Ehe gebracht hat? Desavenencias entre casales. ¿En cuantos casales provocó desavenencias? Quelle: Klett-Unterwegs Weblinks http://www.friedrich-spee.de/werke/hexenprozess.html
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