Og Mandino - El Don Del Orador
        
        
        
        
        
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    OG  MANDINOEL  DON  DEL  ORADOR  N U E V A  C O L E C C I Ó N  Título original: The Spellbinders Gift  Traducción: Ma. de la Luz Broissin Fernández  Diseño de portada: Jorge Rosas / DUUO  © 2008, Og Mandino  Publicado mediante acuerdo con The Ballantine Publishing  Group, una división de Random House, Inc.  Derechos reservados  © 2008,2009, Editorial Diana, S.A. de C.V.  Avenida Presidente Masarik núm.  111, 2o. piso  Colonia Chapultepec Morales  C.P.  11570 México, D.F.  Primera edición: noviembre de  1994  ISBN: 968- 13-2756-X  ISBN 13: 978-968-13-4338-5  ISBN  10: 968-13-4338-7  Editorial Planeta Colombiana S. A.  Calle 73 No. 7-60, Bogotá  ISBN  13: 978-958-42-2045-5  ISBN  10: 958-42-2045-4  Primera reimpresión  (Colombia): enero de 2009  Impresión y encuademación: Quebecor World Bogotá S. A.  Impreso en Colombia - Printed in Colombia  Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada,  puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera  alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.  Para  mi  nieto...  WILLIAM  AUGUSTINE  MANDINO  ...  otro  orador  persuasivo  Cuando  terminó,  una  especie  de  fascinación  dominó  a  los  oyentes  silenciosos,  su  manera  solemne  y  sus  palabras  habían  hecho  vibrar  las  cuerdas  profundas  y  misteriosas,  que  vibran  de  igual  manera  en  cada  corazón  humano.  Henry  Wadsworth  Longfellow,  Cuentos  de  una posada  a  la  orilla  del  camino  Era  en  verdad  una  noche  tranquila  y  maravillosa;  ya  era  más  de  la  medianoche,  cuando  Mary  y  yo  al  fin  llegamos  a  casa.  —¿Qué  opinas  de  ese  hombre?  —pregunté,  mientras  nos  desvestíamos.  —Bart,  resulta  tan  i mpresi onant e  y  encant ador  en  persona,  como  en  el  escenario.  Posee  un  magnetismo  es- pecial,  lo  rodea  una  especie  de  aura  que  resulta  difícil  de  explicar.  Es  agradable  y  atractivo  y,  no  obstante,  noté  que  bajé  la  voz  un  par  de  veces,  cuando  respondí  sus  pregun- tas...  como  lo  haría  un  ni ño  al  hablar  con  un  adulto  que  represent a  aut ori dad.  Con  ese  rostro  her moso  y  con  la  barba,  me  recuerda  a  algunos  personajes  de  las  pinturas  religiosas  de  nuestra  iglesia,  cuando  yo  era  pequeña.  Casi  da  la  impresión  de  que  tuviera  un  halo.  —Mary,  ¿qué  dices?  —Bart,  lo  lamento.  En  realidad,  no  estoy  segura  de  lo  que  digo.  I  . L/ ur a nt e  más  de  cuarenta  años,  en  aquellos  días  cuan- do  nuestros  jóvenes  norteamericanos  morían  en  un  miste- rioso  lugar  lejano  llamado  Corea;  Guys and Dolls ilumina- ba  a  Broadway;  quienes  padecían  un  resfriado  aprendían  a  amar las  drogas  antihistamínicas;  el  doctor Kinsey  logra- ba  que  la  mayoría  de  nosotros  hablara  abiertamente  sobre  el  sexo;  Brando  flexionaba  sus  músculos  en  Un  tranvía  llamado  deseo  y  finalmente  terminamos  nuestro  puente  aéreo  con  Berlín,  después  de  casi  300,000  vuelos  piado- sos...  durante  cuatro  décadas  memorables,  desde  una  pe- queña  oficina  en  el  segundo  piso  de  un  edificio  sin  ascen- sor,  no  lejos  de  Times  Square,  había  trabajado  como  agen- te  de  contrataciones exclusivo,  para  muchos  de los  más fa- mosos  y  dinámicos  oradores  motivadores  en  el  mundo  entero.  ¡Entonces,  sin  previo  aviso,  todo  el  grupo  de  indivi- duos  extraordinariamente  talentosos  que  descubrí y  repre- senté  con  lealtad  durante  tanto  tiempo,  se  esfumó  en  menos  de  doce  meses!  Mis  tres  oradores  profesionales  de  mayor  edad  decidieron  que  ya  habían  soportado  suficien- tes  vuelos  en  avión  y  comidas  en  hoteles  y  que  permane- cerían  en  casa,  para  vivir de  sus  cuantiosos  recursos  finan- 13  OG  MANDINO  cieros  y  escribir  sus  memorias.  Otro  de  ellos  tuvo  cáncer  en  la  garganta,  uno  más  sufrió  un  ataque  de  apoplejía  que  paralizó  la  mayor  parte  de  su  costado  izquierdo  y  mis  cuatro  oradores  mejor  pagados  y  con  mayor  demanda,  todos  ellos  amigos  míos,  murieron.  Esa  muy  triste  y  sombría  mañana  de  febrero,  después  de  haber  servido  como  portaféretro  por  cuarta  vez  en  sie- te  meses,  regresé  a  mi  oficina,  física  y  emocionalmente  exhausto,  recogí mis  papeles  y  expedientes  más  importan- tes  y  cerré  la  puerta  con  llave  al  salir,  casi  seguro  de  que  mi  negocio  y  futuro  profesional  quedaban  enterrados  jun- to  con  los  cuerpos  de  mis  amigos.  Tengo  sesenta  y  ocho  años.  Un  año  después  aproximadamente,  todavía  me  es- fuerzo  bastante  por  disfrutar  muchas  de  las  actividades  que  habitualmente  desempeñan  las  personas  jubiladas  que  pueden  costearlas,  para  ocupar  sus  horas  y  enriquecer  sus  llamados  años  dorados.  Mary  y  yo  ingresamos  a  un  club  de  bridge  en  Manhattan,  jugamos  golf  con  frecuencia  du- rante  la  semana  e,  incluso,  empezamos  a  asistir  a  las  matines  del  cine.  Mi  esposa,  bendita  sea,  hizo  todo  lo  posible  para  que  el  retiro  fuera  para  nosotros  la  felicidad  en  la  tierra  con  la  que  muchos  sueñan.  Viajamos,  compe- timos  en  torneos  de  máquinas  tragamonedas  en  Reno  y  Atlantic  City,  pescamos  en  las  aguas  azules  de  las  Bermudas,  comimos  cacahuates  y  bebimos  cerveza  en  el  Yankee  Stadium,  visitamos  multitud  de  museos  y  vitorea- mos  a  los  caballos  y  a  los  galgos  en  Florida.  A  pesar  de  todo  esto,  de  vez  en  cuando,  a  mitad  de  alguna  actividad,  la  mujer  con  la  que  he  estado  casado  durante  casi  cuaren- ta  y  cinco  años,  sostenía  mi  rostro  entre  las  palmas  de  sus  manos  pequeñas,  inclinaba  su  pequeña  cabeza  y  decía:  "Estás  aburrido,  ¿no  es  así?"  Yo  siempre  negaba  con  la  cabeza,  le  besaba  la  frente  y  respondía:  "por supuesto  que  no".  Sin  embargo,  cuando  14  EL  DON  DEL  ORADOR  dos  personas  se  han  amado  tanto  tiempo  como  nosotros,  no  tiene  mucho  sentido  tratar  de  mentir.  Hay  una  actividad  desde  los  días  anteriores  a  mi jubi- lación,  que  todavía  disfruto  y  que  tal  vez  necesité  mucho  más  desde  que  me  convertí  en  un  "televidente"  sin  em- pleo.  Me  refiero  a  trotar.  Cada  mañana  al  amanecer,  du- rante  más  de  treinta  años,  si  estaba  en  la  ciudad  y  el  clima  lo  permitía,  siempre  seguí  la  misma  rutina.  Me  levantaba  despacio  para  no  despertar  a  Mary,  me  ponía  uno  de  mis  muchos  trajes  cálidos,  consumía  un  vaso  grande  de  jugo  de  naranja,  cereal  y  una  taza  de  café  negro,  me  aseguraba  de  tener  mis  llaves  y  cerraba  la  puerta  sin  hacer  ruido  al  partir.  Parque  Central  estaba  a  sólo  dos  manzanas  al  oeste  de  nuestro  apartamento  en  Park  Avenue  y,  a  través  de  los  años,  es  probable  que  haya  trotado  sobre  cada  centímetro  de  sus  calles,  senderos  y  veredas,  alternando  mi  curso  de  vez  en  cuando,  para  poder  disfrutar  todas  las  maravillas  del  parque,  desde  la  Aguja  de  Cleopatra,  hasta  los  campos  de  fresas  y  desde  el  Castillo  Velveder,  hasta  el  Jardín  de  Shakespeare,  así  como  desde  el  estanque,  hasta  el  gran  prado.  Los  ochocientos  acres  del  parque,  que  se  encuentra  en  el  corazón  de  la  metrópolis  más  activa  y  bulliciosa  del  mundo  occidental,  eran  mi  cielo  en  la  tierra,  mi  refugio  constante  de  todas  las  presiones  y  preocupaciones  de  la  vida  y  los  negocios.  A  través  de  los  años,  habitualmente  programaba  mi  recorrido  para  que  durara  aproximada- mente  una  hora  y,  por  lo  general,  salía  por  la  Puerta  de  los Artistas,  en  el  Parque  Central  Sur.  En seguida,  camina- ba  hacia  la  izquierda,  pasaba  por  el  área  verde  y  fresca  conocida  como  la  Plaza  del  Gran  Ejército,  cruzaba  la  Quinta  Avenida  cuando  los  semáforos  me  lo  permitían  y  continuaba  trotando  hacia  el  este,  durante  dos  manzanas  más,  antes  de  dar  la  vuelta  hacia  el  norte  en  Park  Avenue,  15  OG  MANDINO  aflojando  el  paso  en  forma  gradual,  hasta  que  al  fin  llega- ba  a  nuestro  edificio  de  apartamentos.  Siempre  se  encontraba  levantada  cuando  yo  regresa- ba  cada  mañana  y  después  de  tomar  una  ducha,  afeitarme  y  vestirme,  pasaba  un  tiempo  con  ella  y  bebía  otra  taza  de  café,  antes  de  caminar o  tomar  un  taxi  hasta  mi  oficina,  en  la  Calle  44  Oeste,  dependiendo  de  lo  que  tenía  programa- do  para  el  día.  Desde  mi jubilación,  casi  siempre  me  pon- go  mis  pantalones  de  mezclilla  azules  y  una  camisa  depor- tiva,  después  de  tomar  una  ducha  y  afeitarme,  y  juntos  miramos  las  noticias  de  la  mañana  y  "The  Today  Show".  Sin  embargo,  el  ser  testigo  del  mundo  en  acción  en  la  te- levisión,  mientras  permanecía  sentado  pasivamente  sobre  mi  trasero  y  me  esforzaba  por  resolver  el  crucigrama  de  la  edición matutina  del  New  York Times,  no  era  mi  idea  de  lo  que  debería  hacer  durante  el  resto  de  mis  días.  Entonces,  en  una  mañana  cálida  y  húmeda  de  junio  que  nunca  olvidaré,  mi  vida  dio  de  pronto  un  giro  repen- tino.  No  estoy  seguro  de  comprender  lo  que  sucedió,  aun  en  la  actualidad.  Alguien  escribió  una  vez  que  parece  que  Dios  juega  de  vez  en  cuando  ajedrez  con  todos  nosotros.  Hace  jugadas  en  nuestro  tablero  personal  de  ajedrez  de  la  vida,  para  después  sentarse  y  esperar  para  ver  si  reaccio- namos,  cómo  reaccionamos  y  cuál  será  nuestra  siguiente  jugada,  si  es  que  la  hacemos.  —¡Utilízalo  mientras  lo  tienes!  —¡El  mañana  sólo  se  encuentra  en  los  calendarios  de  los  tontos!  —¡Es  mucho  más  tarde  de  lo  que  piensas!  Vestía  una  playera  roja  andrajosa  y  pantalones  azules  de  mezclilla  manchados.  Su  pie  derecho,  sin  calcetín,  se  asomaba  a  través  de  un  agujero  del  zapato  de  lona  sucio  y  sin  atar.  El  cabello  desgreñado,  gris  deslustrado  y  veteado  con  amarillo,  caía  lacio  hasta  más  abajo  de  sus  hombros.  Su  rostro  grande  y  cetrino  estaba  marcado  con  16  EL  DON  DEL  ORADOR  gruesas  líneas  oscuras,  tenía  varias  cicatrices  de  color púr- pura  y  sus  ojos  hundidos,  debajo  de  cejas  pobladas,  esta- ban  inyectados  de  sangre,  pero  la  voz  que  pronunciaba  esas  antiguas  máximas  sonaba  fuerte  y  convincente.  Se  encontraba  sentado  en  una  silla  de  ruedas,  peligrosamente  cerca  de  la  orilla  de  la  acera,  en  la  esquina  de  Parque  Central  Sur  y  la  Quinta  Avenida.  Al  terminar  mi  ejercicio  matutino  en  el  parque,  hice  un  saludo  ante  la  estatua  de  Simón  Bolívar,  me  dirigí  hacia  el  este,  hacia  la  Quinta  Avenida,  camino  a  casa,  y lo  encontré  directamente  en  mi  camino.  Parque  Central  Sur  y  la  Quinta  Avenida  forman  una  esquina  concurrida  casi  a  cualquier  hora  del  día,  pero  durante  la  hora  pico  de  la  mañana,  la  ancha  acera  siempre  está  concurrida  con  un  desfile  constante  de  hombres  y  mujeres  con  portafolios,  una  horda  se  dirige  al  norte  y  la  otra  al  sur,  con  la  mirada  fija  al  frente,  como  si  estuvieran  hipnotizados,  empujando  y  corriendo  al  esquivar  a  los  transeúntes  que  van  hacia  el  este  y  el  oeste...  todos  se  di- rigen  hacia  sus  pequeños  cubículos  altos  y  exasperantes.  Al  acercarme  más  a  la  aparición  ruidosa  y  atemorizante  postrada  en  la  silla  de  ruedas,  pude  ver  que  con  una  mano  cerrada  sostenía  una  pequeña  Biblia  destartalada  y  una  taza  de  metal  en  la  otra.  ¡Para  sorpresa  mía,  en  lugar  de  dirigirse  a  la  multitud  en  general,  dirigía  sus  palabras  roncas  y gestos  únicamente hacia  mí!  Dudoso,  caminé más  despacio  al  acercarme  y él levantó  su  vieja  Biblia  y apuntó  con  ésta  hacia  mi  cabeza,  como si  fuera  un  arma,  al  tiem- po  que  gritaba:  "¡Hazlo  ahora!  ¡Tú!  ¡Tú!  ¡Hazlo ahora!"  Se  encontraba  directamente  en  mi  camino  al  acercar- me  al  paso  de  peatones  de  la  Quinta  Avenida,  me  señala- ba  con  las  dos  manos  y  gritaba:  "¡Tú!  ¡Debes  recogerlos  hoy!  ¡Debes recogerlos  hoy!  ¡No  florecerán  mañana!  ¡Nun- ca  florecen  mañana!"  Algunos  transeúntes  sofisticados  empezaron  a  caminar  más  despacio  y  observar.  1 7  OG  MANDINO  Rara  vez  en  mi  vida  he  tratado  de  evitar  una  con- frontación  de  cualquier  clase.  No  obstante,  en  esta  oca- sión,  en  lugar  de  trotar  frente  a  mi  atemorizante  consejero  en  la  silla  de  ruedas  y  continuar  mi  camino  a  casa  para  tomar  una  agradable  ducha  tibia,  caminé  de  pronto  hacia  la  derecha,  cuando  me  encontraba  a  unos  metros  frente  a  él,  crucé  Parque  Central  Sur  junto  con  la  multitud  apresu- rada,  cuando  apareció  la  luz  verde,  y  continué  trotando  hacia  el  sur,  por la  concurrida  acera  de  la  Quinta  Avenida,  ¡lejos  de  la  silla  de  ruedas  y,  en  definitiva,  en  dirección  opuesta  de  mi  ruta  norte  hacia  mi  casa!  Todavía  no  comprendo  lo  que  sucedió  esa  mañana,  pero  ni  una  sola  vez...  ni  una  vez  durante  los  próximos  veinte  minutos  aproximadamente,  mientras  continué  mi  camino  hacia  el  sur,  me  pregunté  lo  que  hacía  o  hacia  dónde  me  dirigía  o  por  qué  no  me  dirigía  al  norte  en  lu- gar de  al  sur.  Continué  trotando,  con  mi  paso  habitual  del  Parque  Central,  como  una  especie  de  títere  con  una  cuer- da,  al  pasar  ante  sitios  familiares,  tales  como  Bergdorf  Goodman,  Tiffany,  I.  Miller,  el  Edificio  Crown,  Corning  Glass,  la  Iglesia  Presbiteriana  de  la  Quinta  Avenida,  Gucci's,  el  Hotel  St.  Regis,  Cartier  y  la  Catedral  de  San  Patricio.  Finalmente,  empecé  a  caminar,  di vuelta  a  la  derecha  y  salí  de  la  Quinta  Avenida.  Continué  hacia  el  oeste  du- rante  dos  manzanas  más,  antes  de  detenerme,  un  poco  sin  aliento,  para  apoyarme  contra  un  poste  de  luz  verde  y  oxidado  y  mirar  hacia  la  última  manzana  de  la  Calle  44  Oeste,  antes  que  desembocara  en Times  Square,  la  misma  manzana  donde  cuatro  décadas  antes  dirigí  una  de  las  agencias  más  lucrativas  y  con  un  talento  poco  común  en  el  mundo.  Caminaba  actualmente  con  dirección  al  oeste,  hacia  Times  Square...  despacio,  muy despacio,  casi  como  si me  encontrara  en  una  especie  de  trance.  Caminé  con  precau- 1 8  EL  DON  DEL  ORADOR  ción  sobre  la  acera  agrietada,  con  hoyos  y  basura,  mien- tras  que  dos  hileras  embotelladas  de  vehículos  con  direc- ción  este,  principalmente  taxis  y  camiones  de  entrega,  emitían  gases  con  olor  fétido  y  sus  choferes  tocaban  las  bocinas,  produciendo  crescendos  de  sonido  aterrador  que  estremecían  los  viejos  edificios  de  piedra  con  oleada  tras  oleada  de  sonido.  Me  detuve  a  mitad  de  la  calle  y me  volví,  hasta  mirar  de  frente  los  edificios  del  lado  norte  de  la  transitada  calle.  Miré  hacia  mi  izquierda  la  vieja  marquesina  moteada  del  Savoy  y  el  cercano  letrero  amarillo  chillón  arriba  de  la  entrada  de  una  tienda,  que  con  letras  de  color rojo  brillan- te  decía  fiambrería.  Allí estaba  el  Café  Un  Deux  Trois,  con  su  toldo  rojo  que  llegaba  casi  hasta  la  orilla  de  la  acera,  un  sitio  acogedor  donde  por  muchos  años  solía  cenar  con  los  clientes,  hombres  talentosos y amigos. Junto  al  restau- rante  estaba  el  famoso  Teatro  Belasco,  construido  por  David Belasco  en  1907  y el  hogar  de  incontables  experien- cias  inolvidables  del  teatro  para  los  neoyorquinos  y  el  mundo,  durante  muchas  temporadas.  Ahora,  letreros  man- chados  y  sucios  colgaban  de  la  marquesina  una  vez  famo- sa  del  teatro  vacío,  sugiriendo  que  uno  debería  ver  un  espectáculo  de  Broadway  "sólo  por  la  diversión  de  verlo"  y  exhibían  un  número  telefónico  que  uno  podía  marcar  para  conseguir  boletos.  ¡Qué  triste!  Reuní  al  fin  el  valor  suficiente  para  volver  la  cabeza  hacia  la  izquierda  del  Teatro  Belasco  y  recorrer  con  la  mirada  la  hilera  de  ventanas  del  segundo  piso,  hasta  ver- lo...  ¡para  mí tenía  la  misma  apariencia  que  cualquier  pin- tura  de  Rafael!  En  una  ventana,  con  oro  de  hoja  y  todavía  muy  legible,  podían  verse  las  palabras  "MOTIVADORES  SIN  LÍMITE"  y  pintado  en  la  ventana,  hacia  la  derecha,  aparecía  mi  nombre,  también  con  letras  mayúsculas  "BART  MANNING,  PRES."  En  la  parte  inferior de  la  primera  ventana  estaba  el  aire  acondicionado,  mas  en  la  otra,  también  con  oro  de  19  OG  MANDINO  hoja,  podían verse  las  palabras  "¡MOVEMOS  AL  MUNDO  CON  LA PALABRA HABLADA!"  Al  observar  esas  piezas  sucias  de  cristal  enmarcado,  el  centro  de  mi  universo  durante  tanto  tiempo,  mi  visión  de  pronto  se  nubló  mucho.  Bajé  la  mano,  toqué  el  bolsillo  de  mi  traje  cálido,  sentí  mis  llaves  y  tan  pronto  hubo  un  espacio  entre  el  tráfico,  crucé  la  calle  hacia  una  puerta  de  metal  antigua  y  familiar,  al  nivel  de  la  calle,  casi  bloquea- da  de  la  vista  por  carretones  y  carretillas  llenos  con  cajas  de  todos  tamaños,  que  descargaba  un  enorme  camión  rojo.  Metí  la  llave  en  la  cerradura,  como  lo  hiciera  miles  de  veces  a  través  de  los  años,  y  me  apoyé  en  el  marco  gris  y  con  hoyos,  hasta  que  al  fin  la  puerta  se  abrió  con  un  crujido  fuerte.  Subí  las  escaleras.  ¿Qué  hacía  allí?  En  lugar  de  estar  en  nuestro  acoge- dor  apartamento,  mirando  las  noticias  de  la  mañana  con  Mary,  ¿por  qué  regresé,  después  de  más  de  un  año,  a  la  escena  familiar  de  tanto  éxito  personal  y  triunfo,  si  ya  había  cerrado  el  libro  de  esos  capítulos  de  mi  vida?  ¿Aca- so  esa  mañana  Dios  había  hecho  una jugada  en  mi  tablero  de  ajedrez  de  la  vida?  ¿Ese  rufián  gritón  en  su  silla  de  rue- das,  que  bloqueó  mi  camino  a  casa,  era  parte  de  algún  designio  más  allá  de  mi  comprensión,  que  me  obligó  a  caminar  hacia  el  sur por la  Quinta  Avenida? ¿O  acaso  esta- ba  a  punto  de  abrir la  puerta  de  mi  antigua  oficina  simple- mente  porque  durante  muchos  meses  soñé  con  regresar?  ¿En  verdad  había  hecho  Dios  una  jugada?  Si  era  así,  no  tenía  idea  de  lo  que  se  suponía  debería  hacer al  respecto.  Sin  embargo...  ¡ahora,  era  mi  jugada!  20  II  M  l i e  senté  tenso  en  el  viejo  sillón  familiar  tapizado  de  piel,  quizá  durante  treinta  minutos,  tratando  de  aclarar mis  pensamientos,  con  los  codos  apoyados  en  el  papel  secan- te  de  color  vino  tinto  desteñido,  que  se  encontraba  sobre  mi  escritorio  de  roble,  grande  y  polvoso.  Finalmente,  des- pués  de  respirar profundo varias  veces,  extendí dudoso  la  mano  hacia  el  teléfono,  tomé  el  auricular  y  oprimí  los  botones  siete  veces.  Casi  al  instante  escuché  la  voz  de  Mary.  —¿Hola?  —Hola...  soy yo.  —¿Dónde  estás?  —sus  palabras  sonaron  cortantes  y  heladas.  —Estoy...  en  la  vieja  oficina,  sentado  ante  ese  gran  escritorio  que  me  regalaste  cuando  cumplí  cuarenta  años.  ¿Recuerdas?  Me  parece  que  fue  ayer.  La  escuché  sollozar.  —¿Qué  te  sucede,  Bart? ¿Cuándo empezamos  a  tener  secretos  entre  nosotros?  ¿Por qué  no  me  dijiste  que  hoy  no  planeabas  venir  directamente  a  casa,  como  siempre  lo  haces,  después  de  correr  en  el  parque?  He  permanecido  sentada  aquí,  junto  al  teléfono,  recitando  cada  plegaria  2 1  OG  MANDINO  que  sé  e  imaginando  toda  clase  de  cosas  terribles,  te  ima- giné  en  una  sala  de  emergencia  con  un  ataque  cardíaco.  ¿Dónde  estás...?  —Ya  te  lo  dije,  estoy  en  la  oficina.  —No.  Ya  no  tienes  una  oficina,  querido  marido.  ¿No  lo  recuerdas?  ¡Te  retiraste  hace  más  de  un  año!  ¡Ahora  cobras  cheques  del  seguro  social!  —Lo  lamento  —dudé—.  Lo  lamento  en  verdad.  No  sé  qué  decir,  Mary,  debes  creerme,  no  comprendo  lo  que  sucedió  y  estoy  seguro  de  que  hoy  no  tenía  planes  de  venir aquí,  ni  cuando  salí de  nuestro  apartamento  ni  des- pués  que  terminé  de  correr por  el  parque.  No  tengo  idea  de  lo  que  se  supone  debo  hacer  aquí...  ahora  que  estoy  aquí.  Tal  vez,  empiezo  a  perder la  memoria.  Es  probable  que  mi  mente  vieja  al  fin  empiece  a  fallar.  —Bart,  por  favor...  estás  hablando  con  tu  esposa.  Durante  muchos  años  he  observado  funcionar  eficiente  y  exitosamente  esa  cabeza  tuya  maravillosa.  Ayer  parecía  funcionar  bien,  cuando  revisamos  nuestras  inversiones.  Ahora...  ¿quieres  que  crea  que  no  tienes  explicación  res- pectó  a  cómo  y  por  qué  recorriste  todo  ese  trayecto...  todo  ese  trayecto...  desde  el  Parque  Central  hasta  la  Calle  Cuarenta  y  Cuatro  Oeste...  diecisiete  o  dieciocho  cuadras  en  dirección  opuesta  de  nuestro  apartamento...  cuando  todo  el  tiempo  planeabas  regresar  directamente  a  casa,  para  estar  conmigo?  ¡Por  favor!  Por  favor,  querido,  ¿por  qué  no  enfrentar la  verdad  y  admitirla...  al  menos  ante  mí  y  especialmente  ante  ti...  que  sólo  era  una  cuestión  de  tiempo  antes  que  regresaras  a  tu  antiguo garito  de  contra- taciones?  "Garito  de  contrataciones"  era  el  apodo  cariñoso  que  Mary  daba  a  mi  oficina,  puesto  que  desde  allí,  según  dijo  con  orgullo  hace  mucho tiempo  a  un  reportero  de  Varíety,  su  esposo representaba  a  las  eminencias  entre  la  profesión  de  oradores,  para  después  sacar provecho de  sus  actuacio- nes  triunfadoras,  día  tras  día,  año  tras  año.  22  EL  DON  DEL  ORADOR  —Marido  mío  —continuó  Mary,  con  el  tono  de  voz  con  el  que  se  habla  a  un  niño  pequeño—,  ¿cuánto  tiempo  ha  transcurrido  desde  que  funcionaste  en  tu  capacidad  profesional  como  agente,  desde  esa  dirección?  —Catorce  meses  más  o  menos,  supongo.  —¿Qué  hay  respecto  a  la  renta?  Ya  no  ocupas  esa  oficina  ¿y  todavía  pagamos  la  renta  por  ese  sitio?  —Mary  —suspiré  y  me  sentí  muy  tonto—,  sabes  que  la  pagamos.  Tú  giras  todos  los  cheques,  como  siempre  lo  has  hecho.  También  sabes  que  todavía  tenemos  aquí  algu- nos  archiveros  grandes,  llenos  con  muchos  papeles  impor- tantes.  Hay  seis  o  siete  cajas  grandes  de  cartón  con  cosas  memorables,  apiladas  en  estas  dos  habitaciones,  además  de  un  gran  número  de  fotografías  autografiadas  enmar- cadas,  a  las  que  todavía  no  les  hemos  encontrado  un  lugar  decente  para  almacenarlas.  —Acéptalo,  Bart.  Nunca  buscamos  por  mucho  tiempo  o  con  insistencia.  Hay  muchos  sitios  seguros  para  almace- nar aquí  en  Manhattan y lo  sabes.  ¿Qué  hay respecto  al  te- léfono  que  utilizas  en  este  momento  para  hablar  conmigo?  Debe  estar  muy  polvoso.  Hasta  hoy,  es  probable  que  no  haya  sido  utilizado  desde  que  cerraste  la  oficina;  sin  em- bargo,  todavía  enviamos  un  cheque  cada  mes  a  NYNEX,  ¿no  es  así?  —Sí.  —¿Todavía  está  sobre  tu  escritorio  esa  lámpara  gran- de  de  latón?  —Todavía  está  aquí,  en  el  extremo  izquierdo,  donde  siempre  ha  estado.  Giré  el  botón  que  estaba  arriba  de  la  base  de  la  lám- para  y  la  habitación  se  iluminó  con  una  luz  cálida.  —¿Está  encendida  la  lámpara,  Bart?  —Lo  está  ahora.  Funciona  bien.  —Es  mejor  que  así  sea,  porque  he  estado  enviando  un  cheque  cada  mes  a  Con  Edison,  sin  fallar,  como  me  pediste  que  lo  hiciera.  ¿Recuerdas?  23  OG  MANDI NO  Empezaba  a  sentirme  muy  tonto  y  no  se  me  ocurrió  nada  que  pudiera  decir  y  que  tuviera  sentido.  Mis  viejos  amigos  célebres,  en  sus  fotografías  brillantes  en  blanco  y  negro,  enmarcadas,  autografiadas  para  mí,  colgando  en  la  pared  a  la  izquierda  del  escritorio,  parecían  mirarme  di- rect ament e.  Spencer  Tracy,  Adlai  Stevenson,  Napol eón  Hill,  Billy  Rose,  Edward  R.  Murrow,  Dale  Carnegie,  Judy  Garl and,  Norman  Vincent  Peal e,  Elsa  Maxwell,  Elmer  Wheeler,  Cavett  Roben,  Fritz  Keisler,  Bruce  Barton,  Jackie  Gleason...  todos  ellos,  incluso  aquellos  que  sonreían,  pa- recían  observarme  con  ansiedad  y  un  poco  de  compasión.  —¿Bart?  —su  voz  había  perdido  su  tono  helado.  —¿Sí,  cariño?  —Desde  tu  jubilación,  ¿has  estado  en  esa  oficina  al- guna  vez,  antes  de  hoy?  —Juro...  que  no.  Escuché  un  suspiro.  —Te  creo.  Por  favor,  escúchame.  Permanece  allí  por  un  tiempo  y  medita  un  poco...  sobre  ti...  sobre  nosotros...  sobre  el  resto  de  tu  vida.  Tal  vez,  incluso  deberías  pensar  en  volver  a  trabajar.  Siempre  he  pensado  que  eres  uno  de  esos  caracteres  Tipo  A,  que  nunca  están  felices  si  no  están  siempre  ocupados.  Mira  a  nuestro  viejo  amigo,  el  doctor  Peale.  Tiene  más  de  noventa  y,  sin  embargo,  todavía  reco- rre  el  país  para  dar  varias  conferencias  al  mes  y  lo  disfru- ta.  ¿Recuerdas  aquella  fiesta  para  el  gobernador,  cuando  le  pregunté  a  Norman  por  qué  todavía  daba  conferencias  y  escribía  libros,  en  lugar  de  tomar  la  vida  con  calma  en  compañía  de  Ruth,  en  su  granja?  Respondió  que  a  pesar  de  que  había  escrito  más  de  cuarenta  libros  sobre  el  pen- samiento  positivo,  temía  que  todavía  hubiera  algunos  pen- sadores  negativos  en  nuest ro  país,  por  lo  que  aún  tenía  trabajo  pendiente.  Si  puede  continuar  haciendo  esto  a  su  edad,  supongo  que  no  hay  motivo,  si  en  verdad  lo  deseas,  para  que  no  regreses  a  tu  escritorio  con  ese  teléfono  junto  24  EL  DON  DEL  ORADOR  a  tu  oído  y  que  hagas  exactamente  lo  que  has  hecho  muy  bien  en  el  pasado...  representar  a  oradores.  —¿Lo  has  olvidado?  Ya  no  tengo  oradores  que  repre- sentar.  Todos  se  retiraron  o  murieron.  —De  acuerdo,  siéntate  de  nuevo  ante  ese  viejo  escri- torio,  relájate  y  piensa  en  t odo  esto.  Bart,  sabes  que  no  has  sido  feliz,  en  verdad  feliz,  desde  el  día  en  que  cerraste  la  puert a  de  esa  oficina  y  te  alejaste.  No  eres  el  mi smo  hombre  con  el  que  estuve  casada  durante  tanto  tiempo  y  me  gustaría  tener  de  nuevo  a  ese  hombre  en  mi  vida,  aun- que  eso  signifique  que  tenga  que  olvidarse  de  su  jubila- ción  y  regresar  a  esa  competencia  inexorable  y  que  tendré  que  empezar  a  compartirlo  de  nuevo  con  la  pandilla,  en  Lindy's.  ¡Si  eso  te  hace  feliz,  entonces,  yo  seré  feliz  tam- bién!  —¿Y  el  talento?  ¿Dónde  lo  encuentro?  —Como  si  no  lo  supieras.  Primero,  están  los  Profe- sionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica,  que  ayudast e  a  encontrar  y  organizar,  hace  más  de  treinta  años.  Estoy  se- gura  de  que  envié  un  cheque  en  la  primavera,  por  solici- tud  tuya,  para  renovar  tu  membresía  por  un  año  más.  Me  parece  que  la  semana  pasada  recibimos  un  paquete  gran- de  de  ellos,  con  la  información  sobre  la  convención  anual  de  este  año,  en  Washington,  D.C.,  que  según  r ecuer do  será  en  julio.  Puedo  imaginar  las  escenas  de  la  multitud,  si  en  la  convenci ón  cofre  la  noticia  de  que  el  l egendari o  agent e,  Bart  Manning,  está  present e  en  busca  de  nuevos  talentos  a  quienes  representar.  Tendré  que  acompañart e  para  ser  tu  guardaespal das,  como  en  los  viejos  tiempos,  ¿recuerdas?  —Seguro.  Nos  divertimos  mucho.  Por  supuest o,  el  encontrar  algunos  oradores  buenos  nuevos,  aunque  será  muy  difícil,  es  sólo  la  mitad  del  desafío.  Después,  tendría- mos  que  mantenerlos  felices  al  contratar  suficientes  citas  para  conferencias  para  cada  uno  de  ellos,  lo  que  llevaría  mucho  tiempo  y  esfuerzo.  No  he  hablado  con  ningún  pro- gramador  de  reuniones  durante  más  de  un  año.  No  sé...  25  (  (  —Bart,  lo  único  que  se  necesita  es  una  llamada  tele- (   fónica  tuya  para  avisarles  que  regresaste  al  negoci o.  Lo  sabes.  '  —¡Te  amo!  i  —Yo  también  te  amo.  Llámame  ant es  de  salir  de  la  oficina,  por  favor.  (   —¿Quieres  decir...  como  siempre?  (  —Como  siempre.  Colgué  el  auricular  con  suavidad  en  su  sitio,  me  puse  de  pie  y  me  acerqué  a  la  ventana  sucia,  con  vista  hacia  la  (  Calle  Cuarenta  y  Cuatro  Oeste.  ¿Cuántas  veces,  a  través  de  los  años,  estuve  de  pie  en  ese  mismo  sitio,  dando  vueltas  en  la  mente  a  algún  problema  de  negocios,  mientras  toda  '  clase  de  seres  humanos  y  vehículos  pasaban  ante  mí,  aba- í  jo  en  la  calle?  Me  volví,  rodeé  dos  cajas  grandes  y  entré  en  la  pe- queña  antesala.  Todavía  había  correspondencia  en  el  cesto  (  de  Grace  Samuels,  per o  su  máqui na  de  escribir  estaba  cubierta  y  todas  sus  plumas  y  lápices  se  encontraban  or- denadament e  acomodados  en  un  portaplumas  cuadrado,  (  j unt o  con  bl ocs  de  not as  pegabl es .  Si empre  l a  l l amé  "Grace  Sorprendente"  y  hablaba  en  serio;  nadie  jamás  fue  bendeci do  con  una  asistente  mejor.  Ella  pasó  por  un  mal  '  moment o  cuando  cerré  la  agencia.  Me  pregunté  cómo  es- taría.  La  última  vez  que  habl amos  por  teléfono,  meses  ,  antes,  dijo  que  todavía  no  había  aceptado  un  empleo  fijo,  puest o  que  no  había  podi do  encontrar  a  otro  jefe  como  '  yo.  Bendita  sea.  Caminé  hasta  la  part e  post eri or  del  escri t ori o  de  Grace  y  me  detuve  cerca  de  lo  que  ella  siempre  nombró  *  como  nuestro  altar,  fotografías  de  muchos  oradores  que  (  represent amos  en  el  pasado.  En  el  centro,  en  un  marco  d o r a d o ,  est aba  un  gr a ba do  en  t i nt a  s epi a  de  Eric  Champi on,  ese  hombr e  tan  especi al  que  cambi ó  para  (  siempre  mi  vida.  Después  de  actuar  papeles  muy  peque- 26  OG  MANDI NO  —Dice  que  usted  le  salvó  la  vida  en  la  calle,  hace  un  par  de  semanas.  ¿Lo  hizo,  Bart?  —No  lo  sé.  De  acuerdo,  pásalo.  Tom  Murphy,  otra  persona  ent r enada  por  William  Morris  y  que  compartía  la  pequeña  oficina  conmi go,  se  inclinó  sobre  su  escritorio  y  frunció  el  ceño.  —¿Escuché  que  dijiste  Eric  Champion?  —pr egunt ó  Tom.  Yo  asentí.  —¿No  sabes  quién  es  Eric  Champion,  Bart?  —Nunca  lo  oí  nombrar.  Tom  sacudió  la  cabeza  y  fingió  sorpresa  ante  mi  ig- norancia.  —Eric  Champion,  amigo  mío,  es  tal  vez  uno  de  los  oradores  de  inspiración  y  motivación  mejor  pagados,  si  no  es  que  es  el  mejor.  ¡Creo  que  así  los  llaman  en  el  campo!  Aquí,  en  William  Morris,  concentramos  la  mayor  parte  de  nuestros  esfuerzos  en  el  talento  del  negocio  del  espectácu- lo,  pero  tengo  que  decirte  que  escuché  hablar  a  este  hom- bre  en  Garden,  hace  aproximadamente  un  año,  y  el  lugar  estaba  repleto.  ¡En  verdad  es  algo!  En  su  propia  categoría  de  t al ent o,  apuest o  que  es  tan  gr ande  como  Crosby  y  Gable  en  su  medio.  Mi  visitante  impecablemente  vestido  se  quitó  el  abri- go  ligero  de  cachemira  y  la  bufanda  de  color  azul  oscuro,  mientras  caminaba  por  el  angosto  pasillo  hacia  mí,  son- riendo  y  extendiendo  la  mano  al  acercarse  más.  —La  policía  tuvo  la  amabilidad  de  darme  su  direc- ción,  señor  Manning,  y  su  casera  me  dijo  dónde  trabajaba  usted.  Quise  det enerme  para  darle  de  nuevo  las  gracias  por  lo  que  hizo  para  salvarme  de  ese  monstruo.  ¿Quién  lo  sabe?  Tal  vez  le  debo  la  vida.  —Me  alegro  de  haber  pasado  por  allí  en  ese  momen- to,  señor.  ¿Ya  se  siente  bien?  —Me  siento  bien,  gracias.  Únicamente  tuve  que  can- celar  una  conferencia  y  la  fea  heri da  en  mi  cabeza  ya  2 8  EL  DON  DEL  ORADOR  empieza  a  sanar.  Dígame,  ¿cuánto  tiempo  ha  estado  con  William  Morris?  —Un  poco  más  de  un  año.  Todavía  t engo  mucho  que  aprender.  —¿Disfruta  su  trabajo?  —Odi o  t odo  el  papel eo  y  asuntos  legales  relaciona- dos  con  los  contratos  y  contrataciones,  pero  me  gusta  tra- bajar  con  los  clientes  y  tratar  de  proporcionarles  el  talento  adecuado  para  su  club,  hotel  o  convenci ón.  Pienso  que  seré  bueno  en  esto,  si  los  jefes  me  tienen  paciencia.  —Estoy  segur o  que  se  la  t endrán.  Son  una  buena  organización.  Han  deseado  encargarse  de  mis  contratacio- nes  durante  los  últimos  años,  pero  mi  esposa,  Martha,  se  encargaba  de  t odo  eso  y  era  muy  compet ent e.  Además,  amaba  el  trabajo.  Ella...  murió  antes  de  la  Navidad.  —Lo  lamento,  señor.  Levantó  la  mano  y  cerró  los  ojos.  —La  vida  cont i núa.  Sólo  deseaba  darle  las  gracias  una  vez  más,  por  ser  mi  salvador  en  la  oscuridad.  Nunca  lo  olvidaré.  Cenemos  juntos  alguna  noche.  Es  lo  menos  que  puedo  hacer  para  demostrar  mi  gratitud.  Lo  llamaré.  ¿Cuál  es  el  número  telefónico  de  su  casa?  Nuestra  primera  cena  juntos  nos  llevó  a  otra  y  des- pués  a  otra  más.  Poco  a  poco,  intimamos  bastante.  A  pe- sar  de  que  Eric  Champi on  tenía  edad  como  para  ser  mi  padre,  nuestra  amistad  maduró,  hasta  que  un  día,  duran- t e  el  al muerzo,  me  hi zo  una  proposi ci ón  que  no  pude  rechazar.  Me  ofreció  prestarme  diez  mil  dólares,  sin  inte- reses,  para  que  se  los  pagara  cuando  pudi era.  Con  ese  dinero,  abriría  mi  propia  agencia,  contrataría  a  una  secre- taria,  rentaría  una  oficina  y  empezaría  a  hacer  contratacio- nes  para  todas  sus  conferencias.  Él  me  entregaría  sus  ex- pedientes  y  contratos  relacionados  con  compromisos  futu- ros  y  que  ya  estaban  firmados,  así  como  los  nombres  de  sus  clientes  y  compañías  para  las  que  había  dado  confe- 29  OG  MANDI NO  rencias  en  el  pasado.  Yo  recibiría  una  comisión  del  veinti- cinco  por  ciento  de  sus  honorarios  como  orador,  por  cada  contratación  que  hiciera,  que  hace  cuarenta  años,  en  su  caso  especial,  represent aban  $2,000.  Me  aseguró  que  la  noticia  de  que  yo  atendía  al  señor  Champion  se  divulgaría  con  rapidez  entre  los  oradores  y  que  sin  duda  recibiría  muchas  solicitudes  de  otros  oradores  para  que  los  repre- sentara.  Champi on  también  me  promet i ó  que  a  medida  que  transcurriera  el  tiempo,  la  mayoría  de  los  proyectistas  corporativos  de  reuniones  se  enteraría  de  su  nueva  filia- ción  y  se  pondrían  en  contacto  conmigo,  especialmente,  después  que  enviáramos  correspondencia  a  t odos.  Sella- mos  nue s t r o  t r at o  con  un  a pr e t ón  de  ma nos .  Así,  Motivators  Unlimited  abrió  su  pequeña  oficina  modesta  en  la  Calle  Cuarenta  y  Cuatro  Oeste,  en  la  primavera  de  1950,  y  el  resto,  como  siempre  dicen,  es  historia.  Act ual ment e,  ext endí  la  mano  hacia  la  fotografía  enmarcada  de  Eric,  que  colgaba  en  la  pared  entre  muchas  otras  y  coloqué  con  suavidad  y  amor  la  palma  de  la  mano  sobre  su  rostro  clásico.  Durante  más  de  treinta  años  mara- villosos,  me  encargué  de  la  contratación  de  sus  discursos,  hasta  que  una  noche,  en  el  verano  de  1984,  cayó  muerto  en  el  podio,  mientras  saludaba  y  hacía  reverencias  ante  la  gente  que  lo  ovacionaba  de  pie,  después  de  haberse  diri- gido  a  un  grupo  grande  de  vaqueros  téjanos,  en  el  salón  de  baile  de  un  hotel  de  Dallas.  —Muy  apropiado  —sollozó  Grace,  cuando  recibi- mos  la  i mpresi onant e  noticia—,  que  muriera  en  Texas,  con  las  botas  puestas.  En  mi  carrera  como  agent e,  nunca  me  encargué  de  las  contrataciones  de  un  actor,  actriz,  cantante,  músico  o  grupo  musical  de  cualquier  tipo.  Me  limité  expresamente  a  atender  únicamente  a  esos  individuos  poco  comunes  y  difíciles  de  definir,  que  tenían  la  reputación  y  la  rara  habi- lidad  de  pronunciar  discursos  motivadores  e  inspirados,  30  EL DON  DEL ORADOR  saturados  de  hechos  y  observaciones  de  sus  propias  expe- riencias  personales.  Mis  clientes  eran  generalmente  corpo- raciones  líderes  que  buscaban  esa  persona  especial  para  proporci onar  a  su  convención  anual  lustre  adicional,  así  como  el  tan  necesi t ado  discurso  de  apertura,  positivo  y  dinámico.  A  través  de  los  años,  muchas  personas  talentosas  se  unieron  a  Eric  y  a  mí  para  lograr  que  Motivators  Unlimited  fuera  el  gran  éxito  que  fue  y  la  mayoría  de  sus  fotografías  rodeaban  la  de  él,  en  esa  pared  especial  de  personalida- des,  que  Grace  formó  con  tanto  amor.  Actualmente,  me  aparté  de  las  fotografías  y  me  volví  despacio.  ¡Qué  grupo  tan  maravilloso!  Todos  trabajamos  tan  bien  juntos  y  forma- mos  una  familia,  en  el  mejor  de  los  términos.  Me  sent é  en  la  silla,  detrás  del  escritorio  de  Grace,  levanté  el  auricular  de  su  teléfono  y  marqué  su  número.  —Hola...  Hola...  —¿Bart?  ¿Eres  tú,  Bart?  —Soy  culpable.  ¿Dónde  crees  que  estoy?  —¡Oh,  Dios,  no  lo  sé!  ¿Te  encuentras  bien?  —Estoy  bien...  estoy  sentado  en  tu  silla...  ante  tu  es- critorio.  —¿En  nuestra  oficina?  —gritó  ella.  —Adivinaste.  —¿Qué  te  propones,  Bart?  —¿Te  gustaría  regresar  a  trabajar?  No  hubo  respuesta.  Esperé.  —¿Todavía  estás  allí,  Grace?  —pregunté  al  fin.  —Estoy  aquí.  Mi  corazón  latía  demasiado  rápido  y  no  podí a  hablar.  ¿Hablas  en  serio?  No  sé  lo  que  está  suce- di endo  y  no  me  i mport a,  per o  me  encant arí a  regresar.  ¿Cuándo  empiezo?  —¿Todavía  tienes  tu  llave  de  la  oficina?  —Por  supuest o.  —Muy  bien...  tus  dos  primeras  tareas...  3 1  OG  MANDINO  —¡Dispara!  —Por  favor,  llama  a  uno  de  tus  viejos  amigos  de  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica  v  averigua  cuándo  y  dónde  será  su  convención  nacional  y  haz  todas  las  reservaciones  necesarias  para  Mary  y  para  mí,  conven- ción,  hotel  y  líneas  aéreas,  ¿de  acuerdo?  —No  hay  problema.  He  hecho  eso varias  veces  en  mi  carrera.  ¿Qué  más?  —Trata  de  conseguir  a  alguien  para  que  venga  aquí  a  aspirar,  limpiar  y  sacudir.  Asegúrate  de  que  limpien  tam- bién  las  ventanas,  porque  están  sucias.  —-¿Qué  tan  pronto?  El  apartamento  de  Grace  estaba  en  la  Calle  Cuarenta  y  Ocho  Oeste,  a  sólo  diez  minutos,  por  lo  que  sabía  que  no  le  tomaría  mucho  tiempo  ponerse  en  acción.  —Lo  más  pronto  posible  —respondí.  —¿Cuándo  deseas  que  empiece?  —Ya  lo  hiciste,  dama  especial.  Después  de  colgar  el  auricular,  permanecí  sentado  allí,  con  los  dedos  de  las  manos  entrelazados  con  fuerza  y  lo  ojos  cerrados.  Me  estremecí.  —Bueno,  Dios —murmuré  con  voz  suave—,  ahora  es  otra  vez  tu  jugada.  32  ni  X  i  uestro  taxista  ceñudo,  con  su  playera  deshilacliada  de  New  York  Mets  y  su  nombre  de  Medio  Oriente  imposible  de  pronunciar,  mirándonos  desde  su  permiso  de  taxista  colocado  en  el  tablero,  hizo  todo  lo  posible  por llevarnos  al  Aeropuerto  La  Guardia  a  tiempo  para  nuestro  vuelo,  a  pesar  del  fuerte  aguacero  que  hizo  que  el  tráfico  matutino  de  Manhattan  casi  se  embotellara.  Nos  quedaban  diez  minutos  libres,  cuando  al  fin  abordamos  el  Vuelo  1747  de  Delta,  que  despegó  exactamente  a  las  9:30  a.m.,  con  des- tino  al  Aeropuerto  Nacional  de  Washington.  Como  era  habitual,  Mary apretó  con  fuerza  mi  mano  durante  el  des- pegue.  Al  fin  estábamos  en  camino  hacia  la  capital  del  país,  para  asistir  a  nuestra  primera  convención  de  orado- res  en  cinco  años.  —El  Hotel  Omni  Shoreham  —suspiró  ella  con  año- ranza,  mientras  el  avión  continuaba  su  ruidoso  ascen- so—.  ¿Recuerdas  aquella  noche  especial  allí,  Bart?  Le  oprimí  con  suavidad  la  mano.  —Parece  que  fue  hace  un  siglo,  cariño...  1961...  el  baile  de  inauguración  del JFK.  Mary  asintió  y  sonrió.  —Allí estábamos,  engalanados  con  esmoquin  y vesti- do  de  noche,  caminando  nerviosamente  por  el  vestíbulo  33  OG  M  ANDI NO  de  nuestro  hotel  Georgetown,  junto  con  otras  parejas  que  también  se  dirigían  al  baile,  mientras  afuera  la  nieve  hú- meda,  que  ya  tenía  más  de  un  pie  de  profundidad,  conti- nuaba  cayendo.  Los  empl eados  del  hotel  no  dejaban  de  decirnos  que  Washington  estaba  casi  completamente  para- lizado  y  que  todas  las  calles  estaban  intransitables.  —Lo  que  lo  hizo  tan  frustrante  —dije—,  fue  que  el  Omni  estaba  únicamente  a  una  milla  de  distancia  aproxi- madament e  y,  sin  embargo,  era  como  si  estuviéramos  en  Los  Angeles.  —Recuerdo,  cariño,  que  después  de  un  par  de  horas  agonizantes  de  esperar  en  vano  un  taxi,  finalmente  subi- mos  a  nuestra  habitación,  me  arrojé  en  la  cama  y  grité  a  voz  en  cuello  mi  frustración.  —Eso  no  duró  mucho.  Después  de  diez  minutos  más  o  menos,  según  recuerdo,  te  levantaste  de  un  salto,  secas- te  las  lágrimas,  entraste  en  el  baño,  te  refrescaste...  y,  en  seguida,  bajamos  otra  vez  al  vestíbulo  para  intentarlo  de  nuevo,  pensando  que  si  la  nieve  nos  había  det eni do,  era  pr obabl e  que  t odos  los  demás  que  i nt ent aban  llegar  al  baile  de  inauguración  tuvieran  el  mismo  problema.  —Bart,  nunca  ol vi daré  l a  expr es i ón  de  t u  r ost r o  cuando,  después  de  otra  hora  de  espera  agoni zant e,  el  portero  del  hotel  finalmente  consiguió  un  taxi  para  noso- tros  y  otras  dos  parejas  y  el  taxista  anunció,  ya  que  todos  estábamos  amont onados  en  el  taxi,  que  la  tarifa  sería  de  cien  dólares  por  pareja,  por  el  viaje  de  una  milla.  No  pro- nunciaste  ni  una  sola  maldición,  sólo  asentiste.  Me  sentí  muy  orgullosa  de  ti.  —Yo  también  estaba  muy  orgulloso  de  mí.  Sin  em- bargo,  valió  la  pena.  Cuando  al  fin  ent regamos  nuestros  abr i gos ,  e nt r a mos  en  el  c onc ur r i do  Sal ón  de  Bai l e  Regency  y  vimos  a  nuestro  nuevo  presidente  y  a  su  her- mosa  y  joven  esposa  en  la  pista  dé  baile  solos,  bailando  mejilla  con  mejilla...  34  EL  DON  DEL  ORADOR  —...  "Moon  River".  —¿Recuerdas  la  canción  que  tocaban?  Mary  asintió  con  orgullo.  —Era  preciosa  y,  al  menos  por  unas  horas,  todos  fui- mos  una  pequeña  parte  de  Camelot.  Es  un  recuerdo  agra- dable.  Me  incliné  en  busca  de  mi  viejo  portafolio  Samsonite,  de  piel  negra,  rasguñado  y  raspado,  que  había  col ocado  debajo  del  asiento  que  estaba  frente  a  mí,  durante  el  des- pegue.  —El  mant o  de  seguridad  del  gran  Bart  Manning  —  Mary  suspi ró  y  ext endi ó  la  mano  para  acariciar  la  piel  decolorada.  —Tienes  razón.  Nunca  iría  a  un  viaje  de  negocios  ni  a  una  reunión  en  la  ciudad  sin  esto.  —¿En  dónde  estuvo  escondido  durante  el  último  año?  —Estaba  en  la  vieja  oficina,  en  el  piso,  j unt o  a  mi  escritorio,  donde  lo  había  dejado,  en  espera  de  ser  retira- do  de  la  jubilación.  —Tal  vez  es  t i empo  de  que  compres  uno  nuevo,  si  planeas  viajar  mucho.  —¡Nunca!  Cuando  llegue  el  moment o,  podrás  ent e- rrarnos  juntos.  Abrí  el  portafolio  desgastado  y  saqué  varias  coloridas  hojas  promocionales,  que  Grace  acababa  de  recibir  de  la  sede  de  nuestra  asociación  de  oradores  en  Denver.  Descri- bían  con  términos  entusiastas  lo  que  parecía  un  sinfín  de  conferencias,  oradores  cél ebres  y  pequeños  semi nari os  que  cubrían  casi  cada  faceta  de  la  profesión  de  la  oratoria  y  que  estarían  disponibles  para  los  asistentes  durante  los  próxi mos  cuatro  días  y  noches  de  la  Convención  Anual  Treinta  y  Cuatro  de  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica.  Entregué  un  programa  a  Mary,  quien  frun- ció  el  ceño.  —¿Qué  se  supone  que  debo  hacer  con  esto?  —pre- guntó  Mary.  35  OG  MANDI NO  —Ayúdame...  como  lo  hacías  en  los  viejos  tiempos.  Hojea  las  páginas  y  ve  si  alguno  de  los  oradores  que  se  presentan  podrían  interesarme.  Conoces  a  mi  tipo  de  ora- dor.  No  me  importa  ninguno  de  los  llamados  expertos  en  ventas  o  manejo  del  tiempo  o  negocios  o  lo  que  esté  de  moda  esta  temporada.  Quiero  a  alguien  con  carisma  y  esa  habilidad  especial  para  subir  al  podio  y  captar  la  atención  del  público,  hasta  que  no  se  escuche  un  sonido  en  el  au- ditorio,  excepto  el  de  las  respiraciones.  —De  acuerdo,  compañero,  siempre  que  no  me  pidas  que  me  si ent e  a  tu  l ado  y  valore  a  est os  i ndi vi duos  en  persona,  como  solíamos  hacerlo.  Pl aneo  ir  de  compras,  una  vez  que  est emos  hospedados  en  el  Omni .  Tengo  la  esperanza  de  que  algunos  de  nuestros  viejos  amigos  asis- tan  a  la  convención  y  mientras  ustedes  asisten  a  las  sesio- nes,  las  mujeres  nos  iremos  a  gastar  su  di nero,  como  en  los  viejos  tiempos.  Después  de  un  silencio  de  un  cuarto  de  hora  aproxi- madament e,  Mary  cerró  el  programa  de  la  convención  y  me  dio  golpecitos  en  la  rodilla  con  éste.  —Bart,  este  concurso  de  oradores  parece  intrigante  —coment ó  ella,  mientras  quitaba  una  hoja  blanca  y  bri- llante  de  su  programa—.  Algo  nuevo  y  diferente.  No  re- cuerdo  que  con  anterioridad  hicieran  algo  parecido  a  esto.  Hace  años,  el  consejo  directivo  no  habría  consi der ado  algo  como  esto.  No  tenía  idea  a  lo  que  ella  se  refería.  —Mary,  no  tengo  esa  página  en  mi  programa.  Había- me  sobre  eso.  —¿Has  oí do  habl ar  de  Ted  &  Mar gar et ' s  Fr ozen  Dinners?  —Por  supuesto.  —¿Cuál  es  su  lema?  Ni  siquiera  dudé.  —Nuestro  sabor  habla  por  sí  mismo.  36  EL  DON  DEL  ORADOR  —Muy  bien.  En  apariencia,  las  personas  del  departa- ment o  de  mercadotecnia  de  Ted  &  Margaret's  decidieron  que,  después  de  tantos  años,  el  que  el  sabor  de  su  pro- ducto  hablara  por  sí  mismo  no  era  suficiente  en  un  campo  que  ahora  tiene  mucha  competencia.  De  acuerdo  al  tema  de  su  lema,  decidieron  tener  al  mejor  orador  que  pudieran  encontrar,  para  que  hable  sobre  el  sabor  de  su  producto,  por  l o  que  harán  un  concur so  en  nuestra  convenci ón,  para  descubrir  al  Campeón  Mundial  del  Podio.  Aparente- mente,  cada  una  de  las  seis  regiones  de  nuestra  asociación  ha  llevado  a  cabo  concursos  eliminatorios,  para  seleccio- nar  al  mejor  orador  en  su  área.  Éstos  seis  oradores  compe- tirán  la  última  tarde  de  nuestra  convención,  para  determi- nar  cuál  es  el  mejor  del  país.  Cada  discurso  no  debe  durar  más  de  veinte  minutos,  sobre  cualquier  tema,  y  los  con- cursantes  serán  juzgados  por  un  jurado  imparcial  elegido  por  la  corporación.  —¿Qué  recibirá  el  ganador?  —Un  trofeo  grande  que  proclamará  que  este  año  es  el  Campeón  Mundial  del  Podio  y  también  será  honrado  por  la  asociación.  Por  supuest o,  tendrá  un  rato  ameno  preparando  material  de  promoción  nuevo,  para  informar  a  los  clientes  en  perspectiva  que  ahora  pueden  contratar  a  lo  mejor,  si  lo  desean.  Aún  hay  más...  —¡Dispara!  —El  ganador  hará  nueve  comerciales  para  la  televi- sión,  uno  de  los  cuales  se  transmitirá  en  todo  el  país  cada  mes,  empezando  en  septiembre.  Para  esa  pequeña  tarea,  él  o  ella  recibirá  un  cuarto  de  millón  de  dólares.  Lo  que  me  parece  muy  extraño,  Bart  —dijo  y  me  entregó  la  pági- na  del  concurso  de  oradores—,  es  que  los  seis  finalistas  me  resul t an  compl et ament e  desconoci dos.  Pensar  que  hubo  un  tiempo  en  que  conocíamos  por  nombre  a  todos  los  que  asistían  a  estas  convenciones.  Supongo  que  hemos  permanecido  alejados  demasiado  tiempo.  Echa  una  ojeada.  37  OG  MANDI NO  Estudié  las  fotografías  y  las  biografías  breves  de  cada  concursante.  Sacudí  la  cabeza.  —Me  sucede  lo  mismo.  No  reconozco  a  nadie.  Vamos  a  enfrentarlo,  ni  siquiera  reconocemos  a  las  nuevas  estre- llas  de  cine.  Nuestro  viejo  mundo  continúa  cambi ando,  pero  no  parece  que  progrese  mucho.  No  puedo  creer  que  no  volveremos  a  ver  un  catálogo  Sears  o  que  IBM  está  en  dificultades  o  que  t endremos  diez  millones  de  desem- pl eados  o  que  ahora  repartimos  condones  en  la  escuela  secundaria.  No  me  sorprende  que  los  Eric  Champion  que  conocimos  nos  hayan  dejado  por  un  lugar  mejor.  Mary  me  dio  golpecitos  suaves  en  la  rodilla.  —Te  diré  algo,  esposo.  El  jueves  no  iré  de  compras.  Iremos  juntos  al  concurso  de  oradores,  para  investigar  a  esos  seis  finalistas.  ¿De  acuerdo?  —¡Tenemos  una  cita!  38  IV  JL  JL  través  de  los  años,  Eric  Champion  y  varios  de  mis  ot ros  or ador es  se  di ri gi eron  frecuent ement e  a  gr upos  grandes  y  convenciones  en  el  Omni  Shoreham,  en  la  capi- tal  del  país.  Pocos  hoteles  podían  igualar  la  lustrosa  histo- ria  del  Omni  con  sesenta  años  de  ant i güedad  y  cuando  Mary  y  yo  nos  sentamos  en  nuestra  suite,  después  de  un  almuerzo  ligero  en  la  habitación,  ambos  quedamos  fasci- nados  con  el  material  sobre  el  pasado  del  hotel,  que  en- contramos  en  una  de  las  cómodas  grandes  de  caoba.  Es- toy  seguro  de  que  actuamos  como  unos  adolescentes  sor- prendidos  y  tuvimos  más  semejanza  a  ellos,  que  a  viajeros  experimentados,  cuando  empezamos  a  compartir  mutua- mente  la  información  interesante  sobre  el  hotel.  —¿Sabías,  cariño,  que  t odos  los  presi dent es,  desde  Franklin  Roosevelt,  han  llevado  a  cabo  un  baile  de  inau- guración  aquí?  —pregunt ó  Mary.  —Sí,  por que  recuerdo  que  Eric  me  dijo  que  el  hotel  ofreció  construir  una  rampa  especial  y  el evador  para  el  señor  Roosevelt  y  su  silla  de  ruedas,  cuando  ganó  su  pri- mera  elección  y  eso  estableció  un  precedente  que  todavía  está  vigente.  Los  bailes  de  inauguración  siempre  se  llevan  a  cabo  en  el  Salón  de  Baile  Regency,  del  Omni.  Todavía  39  OG  MANDI NO  recuerdo  lo  entusiasmado  que  estaba  Eric  cuando  fue  con- tratado  por  la  Asociación  Médica  Norteamericana,  para  que  hablara  en  ese  mismo  salón,  por  primera  vez.  —Escucha  esto,  Bart  —dijo  ella  y  sacudió  en  la  mano  uno  de  los  folletos  del  hotel—.  ¿Puedes  creer  que  Harry  Truman  disfrutó  juegos  privados  de  poker  aquí,  cuando  era  presidente?  La  habitación  D—106  era  la  favorita  donde  él  y  sus  amigos  se  reunían,  mientras  su  limusina  permane- cía  siempre  estacionada  afuera,  para  llevarlo  de  inmediato  a  la  Oficina  Oval.  —¿Hay  algo  allí  acerca  del  antiguo  Salón  Azul?  —A  eso  iba.  Dicen  que  en  las  décadas  de  los  años  treinta  y  cuarenta,  el  Salón  Azul  del  hotel  albergó  a  algu- nas  de  las  grandes  figuras  en  el  mundo  del  entretenimien- to,  ¡Escucha  esto!  ¡Para  la  gran  inauguración  del  hotel  en  1930,  Rudy  Vallee,  el  cantante  popular  romántico  número  uno  entonces,  voló  en  el  avión  trimotor  de  Amelia  Earhart,  desde  Nueva  York,  junto  con  su  orquesta,  para  la  inaugu- ración! Judy  Garland,  Maurice  Chevalier,  Marlene  Dietrich,  Fránk  Sinatra,  Lena  Horne  y  Bob  Hope  son  sólo  algunos  de  los  nombres  importantes  de  quienes  actuaron  en  ese  salón.  Hay  una  gran  placa  de  metal  junto  a  sus  puert as,  con  el  nombre  de  todas  las  celebridades  que  se  han  pre- sent ado  allí,  desde  Edie  Adams,  hasta  Gret chen  Wyler.  Aquí  dice  que  al  hotel  le  gustaba  alardear  que  el  Salón  Azul  convirtió  a  Washington,  de  una  ciudad  estrictamente  de  sábado  por  la  noche,  en  un  lugar  donde  cenar,  bailar  y  divertirse  era  algo  popul ar  cada  noche.  ¡Tengo  que  ver  ese  salón,  Bart!  —Creo  que  ahora  es  sólo  un  encantador  salón  gran- de  de  reunión.  —No  me  importa.  Aún  así  deseo  verlo.  Aparentemen- te,  cuando  JFK  cortejaba  a  Jacqueline,  con  frecuencia  la  llevó  allí.  ¡Es  un  hotel  muy  especial,  Bart!  No  puedo  creer  que  en  todos  nuestros  viajes  nunca  viniéramos  aquí.  Escu- 40  EL  DON  DEL  ORADOR  cha  est o. . .  ant es  de  su  discurso  inaugural  en  ener o  de  1969,  el  presidente  Nixon  hizo  historia  aquí,  al  presentar  a  todo  su  futuro  gabinete  a  través  de  una  cadena  de  televi- sión,  en  una  cena  especial  en  el  Salón  Diplomático.  —Mary,  r ecuer do  que  Eric  me  dijo  que  dur ant e  la  Segunda  Guerra  Mundial,  este  hotel  compró  toda  la  pro- ducción  de  una  destilería  escocesa,  para  ser  uno  de  los  pocos  hoteles  que  servían  buen  whisky  durante  la  guerra.  También  comentó  que  convirtieron  la  pista  de  equitación  en  un  gallinero,  como  una  medida  de  guerra,  y  criaron  miles  de  pollos  para  las  mesas  de  sus  restaurantes.  —Te  diré  algo,  Bart.  ¿Por  qué  no  colocas  las  maletas  sobre  la  cama  y  las  vacío  como  es  cost umbre,  mi ent ras  bajas  al  vestíbulo  y  nos  registras  en  la  convenci ón  o  lo  que  tengas  que  hacer?  Conociéndote,  estoy  segura  de  que  habrá  muchas  charlas  y  abrazos  al  renovar  viejas  amista- des.  Hazme  un  favor  y  no  olvides  que  aquí  arriba  tienes  una  esposa.  Regresa  por  mí  en  una  hora,  para  que  explo- remos  juntos  el  hotel.  Tendremos  tiempo  suficiente  para  qui t arnos  estos  pant al ones  de  mezclilla  y  poner nos  un  poco  más  presentables  para  la  recepción  de  la  inaugura- ción.  —¿A  qué  hora  empieza  eso?  Mary  abrió  su  programa  de  la  convención.  A  las  seis  y  media.  Esta  noche  no  hay  nada  progra- mado  después  de  eso.  Tal  vez  tengamos  suerte  y  encon- tremos  a  algunos  de  los  viejos  amigos.  Entonces,  podr e- mos  ir  todos  a  Garden  Court,  lo  cual  parece  bastante  bue- no,  a  tomar  un  par  de  copas  y  contar  mentiras,  como  en  los  viejos  tiempos.  El  registro  t omó  sólo  unos  minutos.  Debajo  de  un  banderín  amarillo  brillante  que  decía  PROFESIONALES  DE  LA  TRIBUNA  DE  NORTEAMÉRICA,  varias  damas  jóvenes  se  encon- traban  sentadas  con  decoro,  esperando  con  la  pluma  en  la  mano.  Me  aproximé  a  la  pequeña  rubia  que  se  encontraba  41  OG  MANDI NO  sent ada  det rás  de  las  letras  G  a  M.  Me  dirigió  su  mejor  sonrisa  en  señal  de  bienvenida.  —Manning...  —dije—.  Bart  Manning  y  Mary.  —Bienvenido  a  la  convención,  señor  —dijo  la  joven  dama.  Pasó  su  mano  pequeña  por  la  lista  y  asintió.  Me  entregó  una  forma  de  registro  y  un  bolígrafo.  Cuando  le  regresé  la  forma  de  registro  llena,  me  en- tregó  dos  sobres  blancos  grandes.  —Uno  para  usted  y  otro  para  la  señora  Manning,  se- ñor.  Allí  encontrará  toda  la  información  que  necesitará  sobr e  la  convenci ón,  para  t ener  cuat ro  días  fabulosos.  Aquí  están  los  gafetes  para  usted  y  para  su  esposa.  Cuando  rae  entregaba  las  pequeñas  placas  metálicas  rectangulares  con  borde  rojo,  tuvo  una  reacción  tardía,  frunció  el  ceño  y  miró  más  de  cerca  la  placa  que  estaba  encima.  Abajo  de  mi  nombre  había  una  línea  breve  que  decía  "MIEMBRO,  35  AÑOS".  —¿Ha  pertenecido  a  esta  asociación  durante  treinta  y  cinco  años,  señor?  ¡Santo  cielo!  Sonreí  y  asentí.  —Sí.  Ayudé  a  fundarla,  mucho  ant es  de  que  ust ed  naciera.  ¿Sabe  cuántos  nos  hemos  registrado?  —Escuché  que  alguien  dijo  que  cerca  de  dos  mil.  —Cont ando  a  nuest ras  esposas,  sól o  veintiséis  de  nosot r os  est uvi mos  pr esent es  en  el  Brown  Pal ace,  en  Denver,  durante  nuestra  primera  convención.  Creo  que  hemos  crecido  bastante  desde  entonces,  ¿no  lo  cree  así?  La  joven  dama  sólo  asintió,  con  los  ojos  muy  abiertos.  —¡Bart!  ¿En  verdad  eres  tú,  Bart  Manning?  ¡Qué  sor- presa!  Me  volví  y  lo  reconocí  de  inmediato.  Inhalé  profundo.  —Jay!  —grité—.  ¡Viejo  amigo!  ¡Me  da  gusto  verte!  No  nos  estrechamos  las  manos,  únicamente  nos  abra- zamos.  Me  aparté  un  poco  para  mirar  bien  a  Jay  Bridges,  un  viejo  amigo  que  no  había  visto  desde  mi  última  con- 42  EL  DON  DEL  ORADOR  venci ón.  De  pi e  muy  erecto,  con  su  traje  con  di seño  de  pata  de  gallo,  hecho  a  la  medida  y  con  chaleco,  con  cada  cabello  plateado  perfectamente  en  su  sitio,  coronando  un  rostro  br onceado  y  casi  libre  de  arrugas,  estaba  exacta- mente  como  lo  recordaba.  —Viejo  picaro  —grité—.  Tienes  una  apariencia  mara- villosa  y  todavía  muy  joven.  ¿Acaso  descubriste  la  fuente  de  la  juventud?  ¡Vaya!  Inclinó  hacia  un  lado  la  cabeza.  —Siempre  fuiste  un  gran  hombre,  Bart  Manning.  Tú  también  tienes  una  apariencia  maravillosa,  pero,  ¿qué  ha- ces  aquí?  Escuché  que  estabas  fuera  del  negocio.  —Lo  estaba.  Me  retiré  hace  más  de  un  año,  pero  es- toy  pensando  seriamente  en  regresar.  Extraño  todas  esos  probl emas  y  presi ones.  Me  encuent r o  aquí  para  buscar  t al ent os.  ¿Y  tú?  ¿Todavía  encant as  a  t odas  esas  damas  durante  sus  convenciones  de  cosméticos?  Asintió.  —Todavía  me  divierto  demasiado  para  alejarme,  Bart.  Te  hemos  extrañado,  amigo.  ¿Cuánto  tiempo  ha  pasado?  —No  había  asistido  desde  hace  cinco  años.  La  última  fue  en  las  Vegas,  ¿recuerdas?  —Por  supuest o.  Tú  y  yo  permaneci mos  levantados  toda  la  noche,  en  Caesars,  jugando  bacará.  Ambos  perdi- mos  mucho  dinero.  ¿Cómo  está  Mary?  —Muy  bien.  Está  en  nuestra  habitación,  guardando  nuestra  ropa.  Jay,  a  ella  le  dará  mucho  gusto  verte.  Siem- pre  fuiste  una  de  sus  personas  favoritas  y  nunca  perdió  la  esperanza  de  que  algún  día  me  convirtiera  en  tu  agente.  ¿Cómo  está  Phyllis?  —Enterré  a  Phyllis  hace  tres  años,  Bart.  Tuvo  cáncer.  —Jay,  lo  lamento.  Yo  no....  Asintió,  antes  de  preguntar:  —¿Tienes  tiempo  libre?  —Mary  me  dio  una  hora  de  libertad.  43  OG  MANDI NO  Me  tomó  el  brazo.  —Vamos  a  t omar  una  copa  en  honor  a  los  viejos  tiempos.  Durante  la  mayor  parte  de  la  década  de  los  años  se- senta,  Jay  Bridges  fue  uno  de  los  comentadores  de  noticias  más  populares  en  la  radio  de  Nueva  York,  antes  de  escri- bir  un  libro  sumament e  chistoso  llamado  Sex  á  La  Carie,  que  fue  considerado  escandaloso  entonces,  pero  que  en  la  actualidad  ni  siquiera  hubiera  hecho  que  alguna  tía  soltera  arqueara  una  ceja.  Cuando  para  sorpresa  de  todos,  inclu- yendo  al  editor,  el  libro  se  convirtió  en  un  éxito  de  libre- ría,  Jay  empezó  a  aceptar  invitaciones  para  hablar,  prime- ro,  únicamente  en  las  cercanías  de  Manhattan,  pero  pron- to  ante  grupos  en  t odo  el  país.  Ganó  tanto  di nero,  que  finalmente  renunció  a  su  puesto  en  la  estación  de  radio.  Nunca  escribió  otro  libro,  pero  logró  ganarse  bien  la  vida  durante  los  últimos  treinta  años,  al  proporcionar  una  char- la  divertida  sobre  la  rel aci ón  nunca  compr endi da  por  completo  y  siempre  cambiante,  entre  hombres  y  mujeres.  A  principios  de  su  carrera  como  orador,  traté  de  represen- tarlo,  especialmente,  después  de  escucharlo  impactar  a  un  público  enorme  en  el  Hotel  Astor,  pero  el  agente  muy  ca- paz  que  lo  representó  durante  sus  años  en  la  radio  conti- nuó  represent ándol o  muy  bien  durante  su  carrera  en  el  estrado.  Actualmente,  Jay  me  guió  por  el  concurrido  vestíbulo  principal,  hasta  el  Garden  Court  Lounge.  Cruzamos  el  sa- lón  y  la  terraza,  hasta  la  terraza  exterior,  con  sus  mesas  protegidas  por  enormes  sombrillas.  Nos  sentamos  y  orde- namos  bebidas.  Detrás  de  nosotros,  ocultos  por  un  enor- me  seto  recortado,  escuchamos  risas,  gritos  y  el  chapoteo  desde  las  dos  piscinas  del  hotel,  al  tiempo  que  el  sonido  repetido  de  las  pelotas  de  tenis  al  chocar  contra  las  raque- tas,  llegaba  desde  las  canchas  de  tenis,  a  la  izquierda.  44  EL  DON  DEL  ORADOR  Jay  señaló  hacia  el  cent ro  del  patio  de  cement o,  donde  una  sección  grande,  casi  con  la  forma  de  un  círcu- lo  completo,  estaba  pintada  de  verde.  —Allí  había  un  enorme  escenario  hidráulico,  Bart.  Lo  utilizaban  para  elevar  a  las  grandes  bandas  de  nuestra  era,  como  la  de  Dorsey,  Miller  y  Goodman,  para  que  los  músi- cos  tocaran  por  encima  de  la  multitud,  mientras  la  gente  bailaba  bajo  las  estrellas.  Es  de  extrañarse  que  con  todo  lo  que  este  hotel  tiene  que  ofrecer,  no  tuviéramos  aquí  nues- tra  convención  anteriormente.  Asentí,  pero  no  dije  nada.  Me  sentía  completamente  relajado  y  en  paz  con  el  mundo,  al  dar  un  trago  grande  de  Cutty  y  agua.  Jay  apartó  hacia  un  lado  su  copa  e  inclinó  la  cabeza  en  mi  dirección.  —Dime  la  verdad,  mi  querido  amigo  de  tantos  años,  ¿qué  es  lo  que  haces  aquí?  Como  sabía  que  no  quedaría  satisfecho  con  una  res- puest a  pet ul ant e,  rápida  e  i mprovi sada,  con  lentitud  y  det eni mi ent o  di  a  Jay  todos  los  detalles  sobre  cómo  mi  agencia,  en  más  o  menos  un  año,  perdi ó  a  cada  uno  de  sus  oradores  debi do  a  muerte  o  jubilación.  —No  quedó  nadi e  para  cont rat ar,  Jay,  y  como  no  dedi qué  el  tiempo  y  esfuerzo  debidos  a  buscar  constante- ment e  talentos  nuevos  para  reemplazar  cualquier  pérdida  de  los  viejos  talentos,  pagué  el  precio.  La  agencia  quedó  fuera  del  negocio.  Como  sabes,  incluso  dejé  de  asistir  a  nuest ra  propia  convenci ón  para  exami nar  a  los  nuevos  talentos.  —¿Qué  sucedió?  —sonr i ó—.  ¿Se  cansó  de  decirte  Mary  que  aunque  se  casó  contigo  para  bien  o  para  mal,  no  se  casó  para  tenerte  veinticuatro  horas  al  día  bajo  sus  pies?  ¿Qué  haces  de  nuevo  aquí?  Dios  sabe  que  no  necesi- tas  el  dinero.  Me  sentí  tentado  a  hablarle  sobre  esa  extraña  cadena  de  eventos  que  comenzó  con  mi  carrera  matutina  por  el  45  OG  MANDI NO  Parque  Central  y  mi  confrontación  con  esa  alma  curiosa  y  altisonante  en  su  silla  de  ruedas,  seguido  por  mi  misterio- sa  carrera  hacia  el  sur,  hasta  mi  antigua  oficina;  sin  embar- go,  no  pude  decírselo,  simplemente,  no  pude.  —Jay,  estoy  demasi ado  joven  y  saludable  para  des- perdiciar  mis  años  sentado  en  casa,  con  el  control  remoto  del  televisor  en  la  mano,  para  cambiar  de  los  programas  repetidos  de  "Barnaby Jones"  a  "Días  de  nuestras  vidas".  Siempre  sentí  que  contribuía  un  poco  para  hacer  de  nues- t ro  mundo  un  l ugar  mejor,  al  envi ar  a  un  gr an  or ador  motivador  para  que  se  dirigiera  a  un  grupo  y  ayudara  a  las  personas  a  comprender  los  milagros  maravillosos  que  en  realidad  son.  Eras  la  única  persona  que  intenté  repre- sentar,  que  no  diera  un  discurso  motivador  o  inspirado.  —Bart  —Jay  suspiró  y  estudió  las  palmas  de  sus  ma- nos—,  con  frecuencia  me  pregunté  qué  tan  bien  hubiéra- mos  trabajado  tú  y  yo  juntos.  —Hubiéramos  ganado  mucho  dinero,  con  toda  segu- ridad.  ¿Quién  se  encarga  de  tus  contrataciones  ahora?  —No  hay  cambi o.  Sam  Rapkin  y  yo  hemos  est ado  juntos  durante  casi  treinta  y  dos  años.  Es  un  buen  hom- bre.  Asentí.  —Buscaré  durant e  cuatro  días  y  veré  lo  que  puedo  encontrar.  No  importaría  si  sólo  represent o  a  uno  o  dos  oradores  para  empezar.  Entonces,  vería  cómo  resultaba.  Jay  y  yo  permanecimos  sentados  charlando  y  fuimos  i nt er r umpi dos  t res  veces  por  per s onas  que  l l evaban  gafetes  de  la  convenci ón.  En  cada  ocasión,  conocían  mi  nombre  y  quién  era.  Dijeron  que  querían  saludar  y  que  se  sentían  honrados  de  conocerme.  Me  sentí  un  poco  aver- gonzado  y  presenté  a  la  persona  extraña  a  Jay.  —Bart  —dijo  Jay—•,  sin  lugar  a  dudas  eres  el  agente  más  admirado  y  respetado  en  este  negocio.  Casi  todos  los  oradores  en  esta  convención  estarían  dispuestos  a  matar,  46  EL  DON  DEL  ORADOR  con  tal  de  ser  representados  por  ti.  Tu  problema  será  con- servar  un  perfil  lo  bastante  bajo  para  que  puedas  estudiar  a  los  oradores  sin  ser  buscado  constantemente.  ¿Te  gusta- ría  que  interfiriera  durante  los  próximos  dos  días?  —Me  encantaría.  ¿Estás  seguro  de  que  deseas  hacerlo?  —Sería  divertido  y  pasaría  t odo  ese  tiempo  precioso  con  el  famoso  y  grandioso  Bart  Manning.  Le  estreché  la  mano.  —¡Gracias!  Sonrió.  —No  me  lo  agradezcas.  Me  divertiré  mucho  siendo  tu  guía  y  guardaespaldas.  Sin  embargo,  hay  algo  que  debo  decirte  en  este  momento,  antes  que  empiece  la  cacería.  —¿Qué  cosa?  —No  creo  que  descubras  a  nadi e  aquí ,  tan  bueno  como  tu  Eric  Champion.  Asentí  y  le  estreché  de  nuevo  la  mano.  —¿Te  veré  en  la  recepción  de  inauguración,  esta  no- che,  compañero?  Encogió  los  hombros.  —¿A  dónde  más  iría...  sin  Phyllis?  47  V  T  X  odavía  sent ado  ante  la  mesa  redonda  con  mantel  de  lino,  sobre  la  que  colocaron  nuestro  desayuno  que  lleva- ron  a  la  habi t aci ón,  daba  vuelta  a  las  pági nas  de  USA  Today,  cuando  Mary  habló  con  suavidad.  —Fue  muy  b u e n o  ver  a  Jay,  a  l os  J ohns on,  los  Robertson  y  Anna  Hubbard.  No  me  había  dado  cuenta  de  lo  mucho  que  he  extrañado  a  la  antigua  pandilla.  Doblé  el  periódico  y  lo  arrojé  sobre  el  sofá.  —¿Te  divertiste?  —Creo  que  fue  una  recepción  maravillosa.  Todos,  en  especial  los  empleados  del  hotel,  hicieron  un  trabajo  exce- lente  y  me  da  mucho  gusto  que  se  haya  llevado  a  cabo  en  el  Salón  Azul.  Los  tres  arpistas,  colocados  al rededor  del  salón,  añadi er on  un  t oque  agradabl e  y  por  lo  que  veo,  creo  que  en  verdad  necesitarás  un  guardaespaldas  mien- tras  estés  aquí.  Esperaba  que  alguien  se  arrodillara  y  besa- ra  tu  anillo.  —Cariño,  me  encantó  lo  que  dijiste  cuando  entramos  en  el  Salón  Azul  anoche.  —¿Qué?  —Dijiste:  "Bart,  estoy  segura  que  estamos  en  el  lugar  indicado".  Como  es  cost umbre,  si empre  que  se  reúnen  49  OG  MANDI NO  oradores,  todos  hablan  y  nadie  escucha.  Dime,  ¿estás  lista  para  ir  de  compras?  —Lo  estoy.  Me  reuniré  con  Anna  Hubbard  y  con  Kay  Johnson  en  el  vestíbulo,  a  las  diez.  Susie  Robertson  pro- metió  a  John  que  le  haría  compañía  hoy,  pero  dijo  que  le  encantaría  reunirse  con  nosot ras  mañana,  si  nos  quedó  di nero.  Le  dijimos  que  no  se  preocupara,  que  t enemos  tres  tarjetas  doradas.  ¿Qué  hay  respect o  a  ti?  ¿Todo  dis- puesto?  —Eso  creo.  Jay  dijo  que  me  llamaría  por  teléfono  aquí,  a  las  nueve  y  cuarto,  para  saber  dónde  me  reuniría  con  él  a  t i empo  para  la  pri mera  sesi ón,  a  las  nueve  y  media.  Se  llevarán  a  cabo  tres  programas  cada  novent a  minutos,  durante  el  día,  y Jay  permitirá  que  me  haga  car- go,  para  que  pueda  considerar  a  los  oradores  con  mayor  potencial.  —¿Ya  elegiste  al  primero?  Negué  con  la  cabeza,  me  puse  de  pie  y  me  acer- qué  a  la  cómoda,  donde  se  encontraba  todo  el  material  de  la  convención,  y  tomé  un  programa.  Regresé  a  la  mesa  y  abrí  las  páginas  de  las  actividades  del  primer  día.  Se  lo  entregué  a  Mary.  —-Toma,  haz  que  empi ece  con  el  pi e  der echo.  Tal  vez  uno  de  los  primeros  tres  atrajo  tu  atención,  cuando  los  observaste  durante  nuestro  vuelo.  ¿A  dónde  debo  ir primero?  —De  acuerdo,  "Cómo  conquistar  a  un  públ i co  difí- cil".  El  orador  es John  Felch,  de  Michigan.  Es  uno  de  los  que  estudié,  si  mal  no  recuerdo,  cuando  estábamos  en  el  avión.  De  acuerdo  a  lo  que  di cen  aquí,  su  especialidad  son  los  discursos  motivadores  y  los  de  apertura.  Se  pre- senta  en  el  Salón  Hampton  —coment ó  ella  y  me  regresó  el  programa,  cuando  el  teléfono  empezó  a  sonar.  Era Jay.  —¡Mucha  suerte!  —gritó  Mary,  cuando  caminé  hacia  la  puerta.  5 0  EL  DON  DEL  ORADOR  Jay  vestía  una  camisa  de  seda  de  color  rojo  escarlata  brillante,  pantalones  y  zapatos  negros  que  hacían  contras- t e.  Se  encont r aba  de  pi e  j unt o  a  la  ent r ada  del  Salón  Hampton,  sonreía,  asentía  y  estrechaba  manos,  como  si  se  postulara.  —¿Qué  te  hi zo  elegir  a  éste?  —pr egunt ó  y  con  el  pulgar  señaló  hacia  la  puerta  abierta  y  concurrida.  —No  elegí  yo,  Mary  lo  hizo  por  mí.  Asintió  comprensivo,  se  volvió  y  entró  en  el  bullicio- so  salón.  Lo  seguí.  Localizamos  dos  lugares  vacíos,  cuando  una  voz  nos  saludó  a  través  del  sistema  de  sonido.  —Damas  y  caballeros,  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica  sienten  mucho  orgullo  al  presentarles  a  uno  de  sus  oradores  más  dinámicos  y  con  más  demanda,  que  discutirá  un  tema  sobre  el  que  ha  tenido  mucha  expe- riencia  a  través  de  los  años:  "Cómo  conquistar  a  un  públi- co  difícil".  ¡Demos  una  bienvenida  calurosa  a  John  Felch!  Tenía  aproxi madament e  cuarenta  años  y  subió  con  agilidad  los  escalones  del  escenario,  a  pesar  de  tener  un  cuerpo  grande  y  regordete.  Sonrió  y  saludó,  hasta  que  se  encont ró  de  pie  en  el  podio.  Apartó  un  mechón  de  cabe- llo  negro  que  había  caído  sobre  su  frente,  dejó  de  sonreír  de  pront o  y  asumió  una  apariencia  inconfundible  de  te- mor.  Aclaró  la  garganta  varias  veces  y  habló  con  voz  ronca.  —Me  siento  muy,  muy  honrado  de  presentarme  ante  todos  ustedes  hoy,  aunque  comprendo  que  estoy  violando  uno  de  los  tres  consejos  inmortales  que  nos  dio  Winston  Churchill,  qui en  dijo:  "Nunca  trates  de  escalar  un  muro  que  se  inclina  hacia  ti.  Nunca  trates  de  besar  a  una  perso- na  que  se  apart a  de  ti  y  nunca  habl es  a  un  grupo  que  sabe  más  que  tú  sobre  un  tema".  Felch  esperó  que  cesaran  las  risas,  asintió  en  señal  de  apreciación  y  añadió:  5 1  OG  MANDINO  —Antes  de  llegar  aquí  esta  mañana,  mi  esposa,  Amy,  y  yo  desayunamos  en  el  encant ador  Garden  Court  Lounge.  Cuando  nos  íbamos,  me  dio  un  consejo  sabio,  al  notar  que  estaba  un  poco  nervioso  porque  me  presentaría  ante  muchos  oradores.  Dijo:  "John,  no  trates  de  ser encan- tador,  ingenioso  o  intelectual.  Sólo  sé  tú  mismo".  ¿Cómo  conquistamos  a  un  público  difícil?  Compartiré  algunos  métodos  que  me  han  dado  buen  resultado  a  tra- vés  de  los  años,  pero,  por  favor,  no  olviden  que  el  ingre- diente  mágico  llamado  risa  es  uno  de  los  mejores  reme- dios  para  el  gruñón  más  malhumorado.  La  amistad  y  la  risa  están  muy  relacionadas.  Hagan  amistad  con  ese  mar  de  rostros  ceñudos  sentados  ante  ustedes,  logren  que  son- rían,  y  es  probable  que  su  discurso  sea  un  éxito.  Felch  hizo  una  pausa  y  miró  hacia  el  techo;  en  segui- da,  rió,  como  si  acabara  de  pensar  en  algo  gracioso.  —Durante  una  reciente  expedición  a  la  parte  más  agreste  de  África,  un  grupo  de  exploradores  llegó  a  un  pueblo  de  salvajes  primitivos.  En  un  intento  de  hacer  amistad  con  este  público  muy  difícil  que  observaba  cada  movimiento  de  los  exploradores,  el  líder  del  grupo  trató  de  explicar  a  los  nativos  cómo  era  el  mundo  exterior civi- lizado.  —"Allá",  dijo  el  líder,  "amamos  a  nuestros  seme- jantes".  —Ante  esto,  los  nativos  gritaron  "¡Huzzanga!"  —Animado  por  esto,  el  explorador  añadió:  "¡Trata- mos  a  los  demás  como  nos  gustaría  que  ellos  nos  trata- ran!"  —"¡Huzzanga!"  exclamaron  los  nativos,  con  mucho  entusiasmo.  —"¡Somos  pacíficos!"  aseguró  el  explorador.  —"¡Huzzanga!"  gritaron  los  nativos.  —Mientras  una  lágrima  rodaba  por  su  mejilla,  el  ex- plorador  terminó  su  excelente  discurso:  "Venimos  como  52  EL DON DEL ORADOR  amigos,  como  hermanos.  Por  lo  tanto,  confíen  en  noso- tros.  Ábrannos  sus  brazos,  sus  hogares,  sus  corazones.  ¿Qué  dicen?"  —El  aire  se  estremeció  con  un  grito  fuerte  y  prolon- gado:  "¡Huzzanga!"  —Muy  complacido  por  la  recepción,  el  líder  de  los  exploradores  empezó  a  hablar  con  el  jefe  de  los  nativos.  —"Veo  que  aquí tienen ganado",  dijo  el  líder.  "Es  una  especie  con  la  que  no  estoy familiarizado.  ¿Puedo  inspec- cionarlo?"  —"Por  supuesto,  por  supuesto,  venga  por  aquí",  pi- dió  el  jefe.  "Tenga  mucho  cuidado  al  caminar,  para  que  no  pise  la  'huzzanga'"  Felch  asintió  al  escuchar la  risa  fuerte  y  los  aplausos.  Cuando  al  fin  hubo  silencio,  comentó:  —Ya  tuvimos  bastante  "huzzanga".  Vamos  a  concen- trarnos  en  algunas  de  las  condiciones  que  produce  un  público  difícil  y  sobre  lo  que  podemos  hacer  para  conver- tirlo  en  personas  fáciles  de  dominar.  En  una  o  dos  ocasiones,  durante  la  hora  siguiente,  sentí  que Jay  me  miraba.  —¿Ya  tuviste  suficiente?  —me  preguntó  cuando  me  volví.  En  cada  ocasión,  negué  con  la  cabeza.  Disfrutaba  el  discurso  de  Felch.  Tenía  una  presencia  excelente  en  el  estrado,  tiempo  magnífico  y  daba  un  discurso  bien  cons- truido  y  substancioso,  sin  referirse  a  algo  en  especial. Jay  y  yo  estuvimos  entre  los  que  lo  ovacionaron  de  pie  cuan- do  terminó.  El  resto  de  la  mañana  no  fue  importante.  Durante  una  de  las  sesiones,  un  orador  apacible  nos  dijo  cómo  hacer  una  fortuna  al  vender  paquetes  de  cintas  y  videos  telefónicamente,  a  personas  solitarias  sentadas  en  casa  junto  al  teléfono.  La  otra  fue  una  presentación  por  una  mujer  delgada  y  muy  maquillada,  con  cabello  de  color  53  OG  MANDI NO  lavanda,  que  exaltaba  las  virtudes  de  publicar  uno  su  pro- pio  libro,  para  que  los  oradores  pudieran  también  procla- marse  como  autores  de  su  material  promocional...  incluso,  como  autores  de  "éxitos  de  librería",  sugirió  con  astucia.  Después  de  no  más  de  veinte  minutos,  di  un  codazo  sua- ve  a Jay  y  nos  retiramos  lo  más  calladamente  posible,  para  dirigirnos  al  Garden  Court  Lounge,  en  el  que  uno  empeza- ba  a  sentirse  como  en  casa.  Nos  sent amos  ant e  el  bar  y  ordenamos  bebidas.  —¿Todavía  nos  divertimos?  —pregunt ó  Jay,  después  de  dar  un  trago  grande  de  whisky.  —Tuvimos  un  comienzo.  Felch,  el  orador  de  la  pri- mera  sesión,  tiene  posibilidades.  —¿Continuamos  con  nuest ra  cacería  de  talento?  —  pregunt ó  Jay.  —¡Oh  sí!  Estoy  s egur o  de  que  ent r e  l os  dos  mil  miembros  que  asisten  a  esta  convención,  encontraré  a  uno  o  dos  que  sean  mi  tipo  de  orador,  la  clase  anticuada  que  llega  al  alma  del  público,  no  a  sus  billeteras.  —¿El  señor  Manning...?  Estaba  de  pie  en  el  bar,  a  mi  derecha.  —¿Sí?  —Señor,  mi  nombre  es  Patrick  Donne  —dijo  con  voz  profunda  y  de  mando,  al  t i empo  que  ext endí a  hacia  mí  una  mano  gr ande—.  Ésta  es  mi  pri mera  convenci ón  y  cuando  lo  vi  de  pie  aquí,  no  pude  resistir  la  tentación  de  saludarlo  al  menos.  Lo  he  admirado  durante  muchos  años.  —Hola  —saludé  y  le  estreché  la  mano—.  Me  da  gus- to  conocerl o. . .  y  bi enveni do.  Él  es  Jay  Bridges,  uno  de  nuestros  antiguos  y  mejores  oradores.  Mientras  se  est rechaban  las  manos,  no  pude  evitar  notar  que  tres  mujeres  que  estaban  sentadas  al  otro  lado  del  bar  miraban  en  nuestra  dirección  y,  con  toda  seguri- dad,  no  miraban  ni  a  Jay  ni  a  mí.  Además  de  esa  voz  de  bajo  profundo  casi  hipnótica,  Patrick  Donne  tenía  una  es- 54  EL  DON  DEL  ORADOR  tatura  de  más  de  un  met ro  ochent a  y  dos,  hombros  an- chos,  barbilla  puntiaguda  con  barba  de  color  castaño  cla- ro,  enormes  ojos  de  color  café  y  cabello  castaño,  demasia- do  largo  para  mi  gusto,  pero  por  fortuna,  no  lo  bastante  largo  como  para  clasificarlo  como  cola  de  caballo.  Jay  saludó  con  afecto  al  recién  llegado.  —-¿De  dónde  eres,  Patrick?  —pregunt ó  Jay.  —Soy  de  un  pequeño  puebl o  en  Montana  —Patrick  sonrió—,  llamado  Blessings,  con  una  población  de  menos  de  cuatrocientos  habitantes.  —Supongo  que  no  hay  mucho  público  para  oradores  en  Blessings.  —No,  señor  —respondi ó  Patrick  y  sacudió  la  cabe- za—.  Sin  embargo,  siempre  están  Billings,  Bozeman,  Great  Falls  y  Helena.  En  realidad,  en  mi  Beechcraft  puedo  ir  a  cualquier  parte  del  noroeste  con  bastante  rapidez.  —¡Oh!  ¿Vuelas  tu  propi o  avión?  —Sí,  señor..  He  volado  durante  diez  años  aproxima- damente:  —¿Qué  haces,  Pat,  acaso  te  dedicas  a  ser  orador  de  tiempo  completo?  —He  d a d o  di s cur s os  dur a nt e  sei s  a ños ,  s e ñor  Manning.  Era  dueño  de  un  r ancho  de  ganado  de  buen  tamaño,  allá  en  Blessings,  pero  la  oratoria  empezó  a  apo- derarse  de  gran  parte  de  mi  tiempo  y  me  encanta,  por  lo  que  decidí  vender  el  rancho  a  mi  capataz  y  convertirme  en  orador  de  t i empo  compl et o,  desde  hace  dos  años.  El  año  pasado  pronunci é  cuarenta  y  tres  discursos,  incluso  hasta  en  St.  Louis.  —¿Tienes  agente?  —pregunt ó  Jay  en  forma  casual.  —No,  señor.  Todo  lo  hago  yo.  —¿Sobre  qué  hablas?  —La  plática  ha  cambiado  y  evolucionado  a  través  de  los  años,  pero  en  la  actualidad  me  siento  bastante  cómodo  con  ésta.  Doy  a  mi  público  algunas  reglas  y  sugerencias  55  OG  MANDI NO  que  siempre  han  existido  y  que  ayudan  a  cualquiera  a  vi- vir  una  vida  más  feliz  y  productiva.  Estas  ideas  que  com- part o  con  ellos  son  tan  obvias  que  el  mayor  misterio  es  por  qué  t odos  no  las  reconocen  y  siguen...  por  lo  tanto,  ahora,  a  mi  discurso  lo  llamo  "El  misterio  más  grande  del  mundo".  —Parece  muy  interesante  —comenté,  no  muy  seguro  de  qué  otra  cosa  podía  decir—.  Me  dio  gusto  conocerlo.  Dígame,  ¿está  disfrutando  su  primera  convención?  Abrió  mucho  sus  ojos  azules.  —Hay  demasiado  que  absorber.  Demasiado  que  asi- milar,  aprender  y  recordar.  Asentí.  —Están  programadas  al gunas  sesi ones  excel ent es  para  los  próximos  dos  días  y  deseará  estar  seguro  de  pre- senciar  ese  concurso  muy  especial  de  oradores  durante  el  último  día.  Es  probable  que  aprenda  mucho  de  esos  seis  excel ent es  profesionales  de  nuestra  asociación,  cuando  contiendan  en  el  podio  por  un  cuarto  de  millón  de  dóla- res  y  el  campeonato  mundial  de  nuestra  profesión  de  ora- dores.  ¡No  se  lo  pierda!  Patrick  Donne  sonrió  tímidamente  y  fijó  la  mirada  en  el  bar.  —Señor  Manning,  no  me  lo  perderé.  Soy  uno  de  los  seis  finalistas.  VI  f  JLj  1  salón  de  baile  estaba  muy  concurrido  para  el  almuer- zo  de  la  asociación,  pero Jay  y  yo  al  fin  encontramos  dos  lugares  desocupados  y  adjuntos,  en  una  mesa  ocupada  por  cuatro  oradores,  qui enes  deduje  eran  relativamente  nuevos  en  el  negocio.  Nuestra  presencia  debió  intimidar- los  un  poco,  porque,  en  comparación  con  las  mesas  bulli- ciosas  a  nuestro  alrededor,  no  se  escuchó  mucha  charla  mientras  comimos,  hasta  que  una  pelirroja  muy. hermosa  que  se  encontraba  sentada  directamente  frente  a  mí,  dijo:  —Señor  Manning,  estoy  segura  que  ha  presenci ado  un  gran  desfile  de  profesionales  desempeñando  su  traba- jo,  a  través  de  los  años.  Díganos  quiénes,  en  su  opinión,  fueron  algunos  de  los  mejores.  Todos  los  ocupant es  de  nuestra  mesa  levantaron  la  mirada  de  sus  platos  y  esperaron,  incluyendo  a  Jay.  —Esa  es  una  pregunta  difícil.  Si  con  "los  mejores"  se  refiere  a  quienes  fueron  maestros  al  tener  al  público  en  la  palma  de  sus  manos,  supongo  que  elegiría  a  Rich  DeVos,  cofundador  de  Amway;  el  obi spo  Fulton  J.  Sheen;  Bill  Gove;  Norman  Vincent  Peale;  Cavett  Robert  y,  por  supues- to,  a  mi  amigo  muy  especial,  el  finado  Eric  Champion.  57  OG  MANDI NO  La  pelirroja  se  sobresaltó.  —¿Ninguna  mujer?  —Debe  recordar  que  únicamente  en  los  últimos  diez  o  quince  años,  las  mujeres  al  fin  se  abrieron  camino  en  lo  que  era  una  profesi ón  mascul i na.  Act ual ment e,  según  lo  que  escucho,  hay  muchas  mujeres  talentosas  vol ando  por  el  país  y  present ándose  ant e  públ i cos  enormes.  No  obstante,  lamento  decir  que  nunca  he  escuchado  a  ningu- na  de  ellas  en  el  estrado,  aunque  me  agrada  ver  que  este  grupo  ha  honrado  a  muchas  durante  los  últimos  años.  Después  del  almuerzo,  David  Starr,  un  joven  alto  y  guapo,  que  ese  año  fue  el  presi dent e  del  comité  de  pre- mios  especiales,  se  puso  de  pie  para  explicar  lo  estricto  y  eminentemente  justo  que  era  el  proceso  de  seleccionar  a  los  diez  mejores  profesionales  del  año,  de  la  asociación.  Estos  oradores  se  unirían  a  sus  predecesores  en  un  grupo  muy  exclusivo  y  selecto  y,  por  este  motivo,  podrían  iden- tificarse  en  sus  tarjetas  de  present aci ón,  papel erí a  y  en  todos  los  materiales  promocionales,  como  los  mejores  en  el  negocio,  como  "Maestros  del  Podio".  —Este  año  —continuó  Starr—,  el  climax  de  esta  gran  convención,  nuestra  cena  de  logro  el  jueves  por  la  noche,  será  una  ocasi ón  muy  memor abl e  para  t odos  nosot ros,  porque,  por  primera  vez,  tendremos  un  evento  de  primera  extra,  aprobado  por  nuestros  directores  y  junta  directiva.  Además  de  presentar  honores  a  diez  nuevos  "maestros",  también  tendremos  el  privilegio  de  ver  a  uno  de  nuestros  miembros  coronado  como  Campeón  Mundial  del  Podio.  Al  tomar  en  consideración  a  las  otras  asociaciones  exce- lentes  de  oradores  en  este  país,  no  es  necesario  que  les  recuerde  que  esto  es  un  gran  honor  para  nosotros.  Todo  t endr á  l ugar  aquí ,  en  est e  t an  especi al  sal ón  de  baile  Regency,  mañana  por  la  noche.  Que  ni nguno  de  ustedes  se  atreva  a  perdérselo.  58  EL  DON  DEL  ORADOR  Las  sesiones  vespertinas  a  las  que  asistimos  no  pre- sentaron  prospectos  probables  para  mí.  Buscamos  en  tres,  una  de  ellas  titulada  "¿Quién  te  viste?",  otra  "Cómo  dar  forma  a  una  nueva  presentación"  y  la  tercera,  "Cómo  so- brevivir  a  cien  hoteles",  todas  present adas  por  oradores  medi ocres  cuyo  nerviosismo  frente  a  sus  camaradas  era  obvio.  Nunca  he  si do  muy  bueno  para  ocul t ar  mis  sent i - mi ent os  y  es  pr obabl e  que  demost rara  mi  desilusión  y  frustración  al  salir  del  Salón  Imperio  y  cruzar  el  vestíbulo  l l eno  de  gent e.  Jay  aflojó  el  paso  y  asió  ligeramente  mi  brazo.  —Ahora,  señor  Manni ng,  el  doct or  Bridges  está  a  punt o  de  darle  una  prescripción  que  debe  ser  preparada  esta  noche.  Si  alguna  vez  alguien  necesitó  un  cambio  de  escenario  y  con  rapidez,  eres  tú.  Quiero  que  busques  a  tu  encantadora  esposa  y  salgas  de  aquí,  que  te  alejes  de  todo  est o.  Recuerdo  lo  mucho  que  a  ust edes  dos  les  gusta  la  comida  española  y  esto  es  lo  que  deseo  que  hagan.  Hay  un  restaurante  fabuloso  en  la  Calle  1,  llamado  la  Taberna  del  Alabardero.  Te  lo  escribiré  —dijo  y  escribió  en  su  pro- grama.  —Asegúrat e  de  or denar  un  pl at o  de  paella.  Es  un  platillo  especial  y  delicioso  de  arroz  español.  En  seguida,  prueba  el  pat o  asado  con  salsa  de  arándano.  Ve,  por  fa- vor.  Ninguno  de  los  dos  lo  lamentará,  te  lo  prometo.  ¿De  acuerdo?  Sólo  asentí.  —Bart,  ¿qué  hay  acerca  de  mañana?  ¿Quieres  conti- nuar  con  esta  expedición  de  búsqueda?  —Jay,  no  puedo  detenerme  ahora.  Tengo  que  encon- trar  lo  que  busco,  sin  importar  cuánto  tiempo  me  tome  y  todavía  necesito  tu  consejo.  No  puedo  decirte  lo  mucho  que  han  significado  para  mí  tu  ayuda  y  asesoramiento.  —De  acuerdo,  nos  encontraremos  aquí,  junto  al  as- censor,  mañana  a  las  nueve  y  cuarto.  59  OG  MANDI NO  Ya  había  tomado  una  ducha  y  me  encontraba  senta- do,  en  bata,  mirando  las  noticias  en  la  televisión,  cuando  Mary  regresó  con  los  brazos  cargados  con  bolsas  de  com- pras,  después  de  pasar  el  día  en  los  centros  comerciales.  Parecía  muy  cansada  y  no  recibió  con  mucho  entusiasmo  la  noticia  de  que  la  llevaría  a  cenar  fuera  del  hotel,  mas  el  día  todavía  tendría  un  final  feliz.  La  Taberna  del  Alabar- dero  era  todo  lo  que  dijo Jay  y  su  decoración  elegante  fue  un  marco  perfecto  para  una  de  las  comidas  más  deliciosas  que  ambos  habí amos  sabor eado,  aunque  no  or dené  el  pat o  asado,  sino  la  paella  de  langosta,  que  literalmente  estaba  cubierta  con  langosta.  Al  abordar  el  taxi  para  el  viaje  de  regreso  al  Omni,  entregué  al  joven  taxista  un  billete  de  cincuenta  dólares  y  le  pedí  que  por  favor  nos  diera  un  paseo  de  treinta  minu- tos  por  algunos  de  los  sitios  importantes  de  Washington.  Sonrió  y  asintió.  Mary  y  yo  nos  tomamos  de  las  manos  y  en  silencio  absoluto  paseamos  despacio  a  lo  largo  del  Río  Potomac;  pasamos  el  iluminado  Monumento  a  Lincoln;  el  Monument o  a  los  Veteranos  de  Vietnam;  el  Tidal  Basin,  que  servía  como  marco  perfecto  para  el  Monument o  a  Jefferson;  el  Monumento  a  Washington;  la  Casa  Blanca  y  recorrimos  la  Avenida  Pennsylvania  hasta  el  edificio  del  Capitolio.  Es  imposible  para  cualquier  ci udadano  hacer  ese  recorrido,  especialmente,  cuando  la  luna  brilla  de  esa  manera,  sin  sentirse  muy  orgulloso  de  ser  norteamericano.  Había  lágrimas  en  los  ojos  de  Mary,  cuando  bajó  del  taxi,  en  el  hotel.  Cuando  el  taxi  se  alejó,  me  abrazó  con  fuerza.  —Gracias,  querido  —dijo  Mary—.  Ha  sido  una  de  las  noches  más  encantadoras  de  mi  vida.  —Espero  que  Dios  me  permita  estar  por  aquí  el  tiem- po  suficiente  para  darte  algunas  noches  más  como  ésta  —  respondí  y  le  devolví  el  abrazo.  La  búsqueda  de  talento  el  miércoles  no  produjo  me- jores  resultados.  Después  que  Mary  y  sus  amigas  se  diri- 60  EL  DON  DEL  ORADOR  gieron  a  las  tiendas  y  restaurantes  de  Georgetown  Park,  Jay  y  yo  cont i nuamos  nuest ra  búsqueda.  El  pr ogr ama  matutino  había  comenzado  con  una  sesión  general  en  el  Salón  de  Baile  Regency,  con  una  presentación  por  un  an- tiguo  profesional,  Edgar  Hubbard,  a  quien Jay  y  yo  cono- cíamos  desde  hacía  muchos  años.  Hubbard,  de  acuerdo  a  su  presentador,  había  dado  más  de  tres  mil  discursos  du- rante  los  últimos  treinta  años  y  había  recibido  casi  todos  los  honores  que  puede  otorgar  la  profesión  de  orador.  Al  escucharlo  de  nuevo,  después  de  no  hacerlo  por  muchos  años,  recordé  por  qué  nunca  traté  de  que  firmara  conmigo  un  contrato  exclusivo.  Su  presencia  en  el  podio  era  mag- nífica,  así  como  sus  gest os  y  forma  de  expresarse  con  buena  voz,  pero. . .  ¡no  decía  nada!  Si  uno  escuchaba  uno  de  sus  discursos  grabados  en  cinta,  en  lugar  de  disfrutar  sus  movimientos  coreográficos  en  el  podio,  se  aburría  te- rri bl ement e.  El  ot ro  orador  promi nent e  era  un  hombr e  j oven  con  pant al ones  bombachos,  a  la  Payne  Stewart,  quien  salió  al  escenario  llevando  un  enorme  bolso  de  piel  con  palos  de  golf  y  que  relató  con  todo  detalle  cada  palo  en  su  bolso.  Una  idea  encantadora  que  podría  dar  resulta- do  frente  a  un  públ i co  de  golfistas  masculinos,  per o  no  estaba  tan  seguro  de  que  un  gr upo  de  damas  Mary  Kay  apreciara  parte  de  su  humor.  Después  de  la  sesión  general,  Jay  y  yo  pasamos  un  t i empo  en  dos  de  las  tres  present aci ones  qué  seguí an.  Nada,  ni  siquiera  un  "tal  vez".  Comi mos  l a  mayor  part e  del  al muer zo  char l ando  poco,  en  el  Café  Monique.  Cuando  t omábamos  café,  Jay  abrió  su  programa  y  forzó  una  sonrisa.  —Parece  que  esta  tarde  habrá  algunos  buenos  pros- pectos  potenciales,  viejo  amigo  —dijo  Jay—.  Eso  espero.  Si  no  t enemos  suerte  en  las  próximas  horas,  no  quedará  nada,  excepto  el  campeonato  de  oradores,  mañana  por  la  tarde.  61  OG  MANDINO  Durante  una  tarde  que  pareció  más  prolongada  que  la  eternidad,  Jay  y  yo  observamos  a  siete  de  los  nueve  oradores  programados.  Ambos  acordamos  que  la  mayoría  eran  buenos  ejemplos  de  un  orador  en  verdad  profesional  y,  sin  lugar a  duda,  podrían  dirigirse  a  la  mayoría  de  las  juntas  corporativas  con  buen  renombre.  No  obstante,  no  buscaba  únicamente  oradores  "buenos",  sino  un  maestro  motivador  con  presencia  en  el  escenario,  valor,  carisma  y  un  mensaje.  Ninguno  de  los oradores  que  vi  y  escuché  se  acercó  a  llenar  esos  requerimientos  difíciles.  Mary  ya  estaba  de  regreso  en  nuestra  suite y  supongo  que  cuando  abrí  la  puerta  la  desperté.  No  tenía  puestos  los  zapatos  y  sus  pies  cubiertos  con  medias  descansaban  sobre  la  mesita  de  mármol.  Abrió  los  ojos  cuando  me  acerqué.  —¿Tuviste  suerte,  cariño? —preguntó  casi  en  un  susu- rro.  —No.  Con  seguridad  me  estoy  volviendo  demasiado  exigente  en  mi  vejez.  No  vimos  a  nadie  a  quien  pudiera  admirar  lo  suficiente  como  para  desear  elegirlo  como  cliente.  Mary,  sabes  que  no  puedo  venderlos  si  no  creo  en  verdad  que  son  maravillosos.  —¿Y ahora,  qué?  —Mañana  por  la  tarde  se  llevará  a  cabo  el  campeo- nato  de  oratoria.  Seis  de  nuestros  mejores  oradores  habla- rán  veinte  minutos  cada  uno,  en  el  escenario.  Recuerda  que  prometiste  acompañarme.  —Bart,  no  me  lo  perdería  por  nada.  —Cariño, ¿te encuentras bien? Pareces un poco extraña.  —Estoy  bien,  bien...  y  espero  que  el  sueño  que  aca- bo  de  tener,  mientras  estaba  sentada  aquí  esperándote,  se  convierta  en  realidad.  —¿Quieres  contármelo?  —Seguro.  Me  quedé  dormida  mientras  leía  este  pe- queño  folleto  del  hotel,  sobre  correr  y  hacer  ejercicio  en  62  EL  DON  DEL  ORADOR  Rock  Creek  Park,  que  supongo  se  encuentra  al  otro  lado  de  la  colina,  detrás  del  Omni.  Soñé  que  corría,  por el  sen- dero,  disfrutando  el  paisaje  verde  y  frondoso,  cuando  de  pronto  noté  que  una  pequeña  nube  blanca  flotaba  direc- tamente  sobre  mi  cabeza,  siguiéndome.  Entonces,  escuché  una  voz  suave  que  parecía  venir  de  la  nube  y  que  decía:  "Mañana  es  el  día.  El  cielo  está  a  punto  de  sonreírte.  No  pierdas  la  esperanza".  Creo  que  en  ese  momento  te  escu- ché  abrir  la  puerta y  al  abrir  los  ojos,  estabas  de  pie  allí.  —¿Qué  supones  que  significa  todo  eso?  —Desearía  saberlo.  63  VII  F  J_4  1  Salón  de  Baile  Regency estaba  lleno  en  toda  su  ca- pacidad,  cuando,  a  la  una,  el  presidente  de  la  asocia- ción,  Dick  Cobden,  salió  con  rapidez  de  detrás  de  una  cortina  dorada  y se  acercó  al  podio,  sonriendo  y  saludan- do.  Miró  de  un  lado  al  otro  del  enorme  salón  y  después  de  elevar  un  poco  el  micrófono  del  atril,  esperó  en  silen- cio  hasta  que  cesó  la  charla  ruidosa.  Mary  y  yo  decidimos  sabiamente  llegar  temprano  y  nos  encontrábamos  a  no  más  de  seis  o  siete  filas  del  po- dio,  en  el  centro.  En  los  dos  pasillos,  a  nuestra  izquierda  y  derecha,  aunque  un  poco  más  cerca  del  podio  que  no- sotros,  el  equipo  de  la  televisión  acomodaba  sus  cámaras  pesadas y tripiés rodantes.  En  una  cámara podían verse  las  iniciales  NBC  y  en la  otra,  las  iniciales  ABC.  Mary me  dio  un  codazo  suave,  obviamente  impresionada.  —Damas  y  caballeros"  —dijo  el  presidente  de  nues- tra  asociación—,  les  doy  la  bienvenida  a  lo  que  estoy  se- guro  será  un  día  importante  en  la  historia  de  los  Profesio- nales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica.  La  industria  cinema- tográfica  tiene  sus  Premios  Osear,  la  televisión  tiene  sus  Emmys,  los  profesionales  de  la  grabación  tienen  sus  Grammys  y  los  mejores  escritores  reciben  los  premios  65  OG  MANDI NO  Pulitzer.  Al  fin,  nuestra  profesión  está  a  punt o  de  dar  tri- buto  a  su  mejor  talento.  En  cooperación  Ted  &  Margaret's  Frozen  Dinners,  antes  que  termine  este  día,  coronaremos  al  Campeón  Mundial  del  Podio".  Cobden  hizo  una  pausa,  asintió  y  sonrió,  hasta  que  los  aplausos  cesaron.  —Cada  una  de  las  seis  asociaciones  regionales  que  juntas  forman  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norte- américa,  durante  los  últimos  meses  efectuaron  una  serie  de  concursos  para  seleccionar  al  mejor  orador  en  su  re- gión  y  los  seis  ganadores  se  encuent ran  hoy  aquí,  para  competir  en  este  primer  campeonat o.  Cada  uno  de  ellos  hablará  durant e  veinte  mi nut os,  con  un  margen  de  dos  minutos,  sobre  cualquier  tema  de  su  elección.  Habrá  un  descanso  de  cinco  minutos  entre  el  primer,  segundo  y  ter- cer  orador;  después,  t endremos  un  intermedio  de  veinte  minutos,  seguido  por  los  tres  últimos  oradores,  que  dis- pondrán  del  mismo  tiempo,  veinte  minutos  cada  uno,  más  dos  minutos  más  o  menos,  con  un  descanso  de  cinco  mi- nutos  entre  el  cuarto,  quinto  y  sexto  orador.  Cuatro  perso- nas  eminentes  serán  jueces,  elegidas  por  el  departamento  de  mercadotecnia  de  Ted  &  Margaret's.  Ya  se  encuentran  sentadas  en  diferentes  lugares  de  este  salón  y  su  identidad  úni cament e  es  conocida  por  las  personas  de  la  corpora- ción,  por  lo  que  ninguna  presión  o  influencia  indebidas  podr án  ejercerse  sobre  ellas,  por  ni nguno  de  los  miem- bros  más  entusiastas  de  nuestra  asociación.  Los  jueces  se  reunirán  en  privado,  después  del  concurso,  para  hacer  su  elección  y,  esta  noche,  durante  la  cena  de  clausura  Noche  de  Logro,  cor onar emos  a  una  per sona  especi al  como  Campeón  Mundial  del  Podio,  lo  mejor  en  nuestra  profe- sión.  Los  cofundadores  de  la  corporación,  Ted  y  Margaret  Clark,  entregarán  a  esa  persona  afortunada  un  cheque  por  un  cuarto  de  millón  de  dólares,  como  anticipo  por  nueve  comerciales  en  la  televisión,  que  se  transmitirán  en  todo  el  66  EL  DON  DEL  ORADOR  país,  present ando  al  orador  promovi endo  sus  product os  excelentes.  Cobden  recorrió  una  vez  más  con  la  mirada  el  enor- me  salón,  sonrió  y  revisó  varias  hojas  de  papel.  —¿Estamos  listos?  —gritó  Cobden.  —¡Sí!  —respondi ó  la  multitud.  —Muy  bien.  De  acuerdo  con  las  reglas  establecidas  por  nuestros  directivos,  la  junta  directiva  y  la  gerencia  de  Ted  &  Margaret's  Frozen  Dinners,  no  habrá  introducciones  prolongadas  y  floridas  de  nuestros  concursantes  para  in- fluir  en  ustedes  o  en  los  jueces  en  alguna  forma.  Sin  más  discusión,  t engo  mucho  orgullo  en  present ar  a  nuest ro  primer  concursante,  de  Providence,  Rhode  Island,  repre- sentando  a  la  Región  Uno.... ¡Sandra  Bañe]  J  Era  una  mujer  alta  y  rubia  que  vestía  un  traje  de  co- lor  camello,  con  rayas  finas  y  cruzado.  Caminó  sin  esfuer- zo  hasta  el  podi o,  agradeci ó  el  apl auso  fuerte  con  una  sonrisa  cálida  y  sal udó.  Era  una  mujer  encant adora  de  quizá  treinta  y  tantos  años.  Su  sonrisa  se  borró  en  forma  gradual  mientras  observaba  al  público  y  no  hizo  ninguno  de  los  comentarios  iniciales  típicos  que  se  escuchan  con  frecuencia.  —Fui  piloto  de  United  Airlines  durante  seis  maravillo- sos  y  excitantes  años  y,  después,  hace  cuatro  años,  cuan- do  fui  promovida  a  capitán,  no  aprobé  mi  examen  físico.  Mi  examen  indicó  que  tenía  cáncer  en  el  seno  derecho  y,  por  l o  t ant o,  durant e  los  dos  meses  si gui ent es  tuve  un  nuevo  copiloto.  Su  nombre  era  la  muerte.  Llegamos  a  ser  buenas  amigas  a  medida  que  transcurrieron  los  días  y  me  enseñó  muchas  cosas  mientras  permanecía  en  la  cama  del  hospital,  llena  de  compasión  por  mí  misma.  Principalmen- te,  me  ayudó  a  apreciar  el  don  especial  de  cada  nuevo  día  y  a  no  volver  a  tomar  como  un  hecho  ese  don,  como  lo  hice  en  el  pasado.  —Por  fortuna  para  mí,  el  cáncer  fue  descubi ert o  a  tiempo  y  desapareció  después  de  dos  operaciones.  Luego  67  OG  MANDI NO  de  saborear  la  buena  noticia  por  unas  semanas,  tuve  que  tomar  una  decisión  sobre  mi  futuro.  ¿Qué  deseaba  hacer  en  realidad  con  el  resto  de  mi  vida?  ¿Deseaba  regresar  a  los  aviones?  El  volar  era  una  carrera  maravillosa,  con  un  futuro  prometedor  y  toda  la  emoción  que  cualquiera  pue- de  desear,  pero  la  decisión  que  finalmente  t omé  fue  la  más  difícil  que  había  tomado  en  mi  vida...  bajar  del  cielo  y  alertar  a  otras  personas  que  probablemente  no  estaban  más  agradecidas  de  lo  que  yo  estuve  por  el  don  de  cada  día;  alertarlas  de  que  el  reloj  se  movía  y  de  que  debí an  aprovechar  cada  día,  incluso  cada  moment o,  con  amor,  gusto  y  gratitud,  porque  tal  vez  no  tendrían  otra  oportuni- dad.  Así,  después  de  muchos  días  y  semanas  agonizantes  de  indecisión,  colgué  en  el  armario  mi  chaqueta  de  piloto,  junto  con  las  alas  brillantes,  me  puse  un  traje  de  negocios,  escribí  mi  primer  discurso  y,  terriblemente  asustada,  me  aventuré  en  el  mundo  de  los  negocios.  Al  principio  empe- cé  únicamente  en  los  alrededores  de  Providence,  movien- do  mi  l i nt er na  y  pr evi ni endo  a  cual qui er  gr upo  que  quisiera  escuchar  que  el  cumplir  sus  sueños  y  metas  no  era  algo  que  pudiera  esperar  para  mañana,  ya  que  no  te- nían  garantía  de  que  el  mañana  llegaría...  Me  volví  un  poco  hacia  Mary.  Ella  no  me  miró,  sino  que  escribió  "8"  con  el  pequeño  bolígrafo  que  tenía  en  la  mano,  en  la  part e  superi or  de  su  programa.  Asentí  con  la  cabeza.  Todo  el  discurso  de  la  señorita  Bañe  fue  poderoso,  lleno  de  inspiración  y  edificante.  Al  terminar,  lo  hizo  con  una  nota  alta  de  esperanza.  El  aplauso  fue  prol ongado  y  acompañado  por  muchos  vítores,  cuando  al  fin  hizo  una  reverencia  y  bajó  del  podi o.  —¡Será  difícil  que  la  derroten!  —comentó  con  ad- miración  Mary,  cuando  al  fin  el  clamor  cesó  y  el  presiden- te  de  nuestra  asociación  regresó  al  podi o.  68  EL  DON  DEL  ORADOR  —Damas  y  cabal l eros,  los  seis  oradores  talentosos  que  ahora  compiten  por  el  título  de  Campeón  Mundial  del  Podio  asistieron  a  un  desayuno  privado  esta  mañana,  con  nuestra  junta  directiva,  nuestros  directivos  y  el  personal  de  mercadot ecni a  de  Ted  &  Margaret' s  Frozen  Di nners.  Se  hizo  una  rifa  para  determinar  el  orden  de  presentación  de  los  oradores  esta  tarde,  con  justicia  para  todos  ellos.  Por  lo  tanto,  de  acuerdo  a  la  suerte  en  la  rifa,  el  segundo  ora- dor  a  quien  tengo  el  honor  de  presentar  a  todos  ustedes  es  de  Phoenix,  Arizona  y  representa  al  Suroeste,  a  la  Re- gión  Cinco...  ¡Jo Jo  Smith!  j  Tenía  más  la  apariencia  de  un  gallardo  cabildero  de  Washington,  lejos  de  su  Town  Car,  que  de  un  distinguido  orador  corporativo  que  pronuncia  un  discurso  principal,  con  una  chaqueta  azul  marino,  corbata  roja  oscura  y  azul  a  r ayas  y  pa nt a l one s  gr i s es .  Su  cabel l o  ne gr o  q u e  enmarcaba  su  rostro  muy  bronceado  tenía  vetas  de  color  plata.  Dio  sólo  unos  pasos  para  llegar  al  escenario,  hizo  una  reverencia  y  saludó  al  público  con  una  mano  que  pa- recía  sostener  varias  tarjetas  de  archivo  grandes.  Después  de  una  pausa  dramática  de  treinta  segundos  aproximada- mente,  se  volvió  y  continuó  hacia  el  podio.  Luego  de  dar  uno  o  dos  pasos,  tropezó  en  el  piso  de  madera  y  cayó  de  cara  en  el  escenario,  con  un  fuerte  golpe,  mientras  las  tar- jetas  de  archivo  volaron  en  todas  direcciones  acompaña- das  por  varios  gemidos  del  público.  Rodó  sintiendo  dolor,  se  puso  de  pie  con  torpeza  y  procedió  a  recoger  las  tarje- tas  esparcidas.  Se  sacudió  apresurado,  al  tiempo  que  diri- gía  miradas  avergonzadas  a  las  personas  que  ocupaban  las  primeras  filas,  qui enes  parecí an  cont ener  la  respiración  con  dolorosa  compasión.  Finalmente  llegó  al  podio  y  colocó  las  dos  manos  fir- mement e  sobre  el  micrófono  suspendido.  —Buenas  tardes,  damas  y  caballeros  —sal udó.  Las  tarjetas  cayeron  de  su  mano  de  nuevo.  El  pánico  y  el  te- 69  OG  MANDI NO  rror  distorsionaban  su  rostro  guapo.  Rodeó  el  podio  hasta  el  frente  y,  una  vez  más,  empezó  a  recoger  las  tarjetas  esparcidas.  Apenas  había  recogido  tres  o  cuatro,  cuando  se  escucharon  gritos  femeninos  fuertes  y  agudos,  simultá- neament e  desde  varias  secciones  del  público,  porque,  al  inclinarse  y  recoger  las  tarjetas,  con  el  t rasero  hacia  el  públ i co,  los  pant al ones  se  deslizaron  desde  abajo  de  su  chaquet a  y  cayeron  al  suelo,  revel ando  unos  pant al ones  para  ciclista,  de  lycra  de  color  turquesa  brillante,  con  le- tras  amarillas  proclamando  "¡Vote  por Jo—Jo!"  Acompañado  por  los  aplausos  y  vítores,  Jo  Jo  Smith  levantó  los  pantalones,  los  abrochó  y  subió  el  cierre,  para  después  rodear  el  podi o  sonri endo,  hasta  que  quedó  de  cara  al  público  una  vez  más.  —¡Vaya!  ¡Lo  hice!  ¡Hola,  compañeros  oradores!  En  mi  pri mer  año  de  habl ar  en  públ i co,  hace  mucho  t i empo,  aprendí  que  antes  de  que  cualquier  audiencia  escuche  con  interés,  uno  debe  atraer  su  atención  de  alguna  manera  y,  ahora,  aquí  están  todos  ustedes...  sentados,  observando  y  esperando  la  siguiente  exhibición  vergonzosa  o  torpe  que  pudiera  hacer,  ¿no  es  así?  Eso  está  bien,  porque  todos  so- mos  socios  en  esta  profesión  especial,  a  pesar  de  que  no  compartimos  las  mismas  ideas.  Todos  conocen  la  antigua  fábula  de  la  gallina  y  el  cochino.  Ambos  charlaban  y  pa- seaban  juntos  por  el  camino  y  llegaron  ant e  un  antiguo  restaurante  que  tenía  un  letrero  brillante  que  decía  "JA- MÓN  Y  HUEVOS".  La  vieja  gallina  se  detuvo,  señaló  con  la  cabeza  el  letrero  y  dijo:  "Mira,  viejo  amigo,  tú  y  yo  somos  socios".  "¡Por  supuest o  que  no  lo  somos!",  respondi ó  el  cochino  grande,  "Para  ti  es  únicamente  un  día  de  trabajo,  en  cambio  para  mí  es  un  verdadero  sacrificio!"  Cada  uno  de  los  oradores  tenía  un  pequeño  micrófo- no  de  alta  fidelidad  prendi do  a  alguna  part e  de  la  ropa  que  usaban  en  la  parte  superi or  del  cuerpo,  por  lo  que  podían  alejarse  del  podio,  si  lo  deseaban,  y  continuar  co- 70  EL  DON  DEL  ORADOR  muni cándose  con  el  públ i co.  Jo  Jo  Smith  apr ovechó  al  máximo  su  libertad  y  durante  los  siguientes  quince  minu- tos  imitó  brillantemente  las  voces,  gestos  y  manerismos  de  no  sólo  muchos  de  los  oradores  más  conocidos  de  nuestra  asoci aci ón,  si no  t ambi én  de  per sonas  públ i cas,  desde  Richard  Ñixon  hasta  Bill  Clinton,  desde  Tony  Bennet  hasta  Hammer,  desde  Jimmy  Stewart  hasta  Bart  Simpson.  Mary  lo  calificó  con  un  "7"  y  yo  asentí,  pues  lo  disfruté  mucho,  a  pesar  de  que  no  era  la  clase  de  orador  que  buscaba.  El  tercer  concursant e,  de  acuerdo  con  su  present a- ción,  fue  Charles  Ethan  Gant, | de  St.  Paul,  Minnesota,  re- presentando  a  la  Región  Tres.  Por  desgracia  para  el  señor  Gant,  hay  días  en  nuestras  vidas  en  que,  sin  importar  lo  profesionales,  dinámicos  e  impresionantes  que  hayan  sido  nuestros  récords  pasados  y  actuaciones,  hubiera  sido  me- jor  permanecer  en  la  cama.  Todos  nosotros,  incluyendo  al  más  poderoso,  tenemos  días  malos  y  éste  fue  el  del  señor  Gant.  Era  un  hombre  alto  y  guapo,  con  una  gran  sonrisa  y  cabeza  bien  afeitada,  que,  según  me  dijo  Mary,  no  dismi- nuía  en  nada  su  atractivo.  Resultaba  evidente  que  estaba  nervioso  y,  peor  aún,  no  pudo  ocultarlo.  En  más  de  una  ocasión,  pareció  buscar  su  lugar,  mientras  examinaba  sus  notas  y  lo  que  empezó  como  una  voz  fuerte  y  buena,  pa- reció  perder  su  timbre  atractivo  a  medida  que  el  tiempo  transcurrió.  Estoy  seguro  de  que  t odos  los  oradores  del  público,  al  menos  los  auténticamente  profesionales,  pudie- ron  identificarse  con  la  situación  de  este  pobre  y  desafor- t unado  hombre  y  como  comprendieron  perfectamente  su  predi cament o,  tal  vez  les  pareci ó  todavía  más  dol oroso  que  hubiera  sucedi do  ante  el  públ i co  típico  de  una  con- venci ón.  Para  alivio  de  t odos,  incluyendo  a  Gant,  estoy  segur o,  t er mi nó  sus  coment ar i os,  hi zo  una  reverenci a  ceremoniosamente  y  se  apresuró  a  abandonar  el  escena- rio.  En  lugar  de  anotar  un  número  de  clasificación  en  su  programa,  en  esta  ocasión,  Mary  dibujó  un  signo  de  inte- 7 1  OG  MANDINO  rrogación  y  se  volvió  hacia  mí,  con  las  cejas  arqueadas.  Encogí  los  hombros.  La  Región  Tres  de  Gant  incluía  el  área  de  Chicago,  con  multitud  de  buenos  oradores,  la  mayoría  de  los  cuales  debió  haber  derrotado  en  las  rondas  preliminares,  aunque  con  seguridad  no  los  derrotó  con  la  clase  de  actuación  que  presentó  ese  día.  Sin  embargo,  eso  sucede  a  los  mejores.  En  una  ocasión  vi  a  Ted  Williams  poncharse  tres  veces  en  un  solo  juego,  hace  varios  años,  cuando  los  Medias  Rojas  jugaban  contra  los  Yankees  en  el  estadio.  Como  habían  anunciado,  hubo  un  intermedio  de  veinte  minutos  después  del  tercer  orador.  Al  menos  la  mitad  del  público  se  encontraba  de  pie  y  se  dirigía  hacia  las  puertas  del  salón  de  baile.  —Si  tienes  que  ir  al  baño  de  hombres,  cariño,  da  vuelta  hacia  la  derecha  al  salir y  lo  encontrarás  en  el  nivel  uno  —dijo  Mary—.  Cuidaré  nuestros  asientos.  —No,  estoy bien.  No  me  moveré.  —Pareces  un  poco  cansado,  Bart.  ¿Te  encuentras  bien?  —Sí,  pero  empieza  a  parecer  como  una  causa  perdi- da.  ¿Acaso  es  más  difícil  complacerme  en  la  vejez  o  qué  sucede?  El  primer  orador,  la  joven  rubia  ex  piloto  estuvo  muy  bien...  bastante  bien,  pero  no  lo  sé,  cariño,  deseo  a  alguien  todavía  mejor.  ¿Soy  yo?  —No,  porque  a  no  ser  que  haya  estado  a  tu  lado  demasiados  años,  opino  de  la  misma  manera.  Nadie  dijo  que  esto  sería  fácil.  Si  tu  viejo  amigo,  Napoleón HUÍ,  estu- viera  aquí,  diría:  "Continuaremos  insistiendo  hasta  que  tengamos  éxito".  Por  lo  tanto,  vamos  a  insistir...  y  a  tener  fe.  No  olvides  ese  sueño  extraño  que  tuve  y  la  voz  que  prometió  que  mañana  sería  el  día.  ¡Hoy  es  mañana...  y  todavía  no  termina!  El  primer  orador  después  del  intermedio  era  un  hom- bre  pequeño  que  presentaron  como  Leo  Samuels,  repre- 72  EL  DON  DEL  ORADOR  sentando  la  Región  Dos.  Era  de Júpiter,  Florida.  Vestía  un  suéter  de  lana  blanco  y  voluminoso,  varias  tallas  más  grandes  para  él.  Subió  el  material  tejido  y pesado  hasta  la  mitad  de  los  brazos,  antes  de  inclinar  el  micrófono  hacia  abajo  y  sonreímos.  Mi  primera  impresión  fue  que  parecía  más  apropiado  para  un  acto  de  introducción  en  algún  club  de  comedia,  que  como  uno  de  los  seis  finalistas  en  un  concurso  para  elegir  al  mejor  orador  profesional  del  mundo.  Estaba  equivocado.  El  hombre  bajo  era  muy  bue- no  y  mantuvo  nuestra  atención  desde  los  primeros  comen- tarios,  cuando  dijo:  ,  —Damas  y caballeros.  Varios  años  después  de  la  Se-  í  gunda  Guerra  Mundial,  Winston  Churchill  hablaba  ante  un  grupo  de  personas  de  negocios de  Londres,  que  se  encon-  j  \  traban  sentadas  en  un  salón  mucho  más  pequeño  que  ¡  éste.  La  persona  que  lo  presentó  sonriente  hizo  referencia  ¡  a  la  conocida  afición  de  Churchill  por  las  bebidas  alcohó- licas.  —Dijo:  "Si  todas  las  bebidas  alcohólicas  que  Sir  Winston  ha  consumido  se  vertieran  en  este  salón,  llegarían  hasta  aquí"  y  con  la  mano  dibujó  una  línea  imaginaria  en  la  pared,  a  seis  o  siete  pies  del  suelo.  Cuando  Churchill  llegó  al podio,  miró  la  línea  imaginaria y levantó  la  cabeza  hacia  el  techo*  suspirando:  '¡Ah,  tanto  por  hacer  y  tan  poco  tiempo  para  hacerlo!'"  Samuels  sonrió  y  asintió  apreciativamente  ante  las  risas  fuertes.  —Yo  también  tengo  muy  poco  tiempo  y  mucho  que  hacer...  —dijo  Samuels.  El  discurso  fue  excelente  y  pronunciado  por  un  ver- dadero  profesional  que  describió  muchas  de  las  formas  en  que  perdemos  el  tiempo  cada  día  y  cómo  corregir  esas  faltas.  Cuando  terminó,  incluso  su  suéter  demasiado  gran- de,  que  parecía  muy  "fuera  de  uniforme"  para  este  hom- bre  pomposo,  pronto  formó  parte  de  nuestra  impresión  73  OG  MANDINO  total  de  un  hombre  encantador  que  pronunció  un  discurso  muy  bueno.  Los  aplausos  se  prol ongaron.  Miré  a  Mary  cuando  anot aba  un  "8"  en  el  margen  de  su  programa.  Asentí.  En  seguida,  debajo  del  "8",  escribió:  "no  para  ti".  Asentí  de  nuevo  y  cada  momento  que  pasaba  tuve  más  la  sensación  de  que  era  una  causa  perdida.  —Damas  y  caballeros  —dijo  Dick  Cobden  y  esperó  hast a  que  el  mur mul l o  y  charla  cesaron—,  nuest ro  si- gui ent e  concursant e  represent a  a  la  Región  Seis.  Es  de  Blessings,  Montana...  ¡Sí,  dije  Blessings,  Montana!  ¡Demos  una  bienvenida  calurosa  a  Patrick  Donne!  )  74  1  J  espués  de  la  presentación  de  Patrick  Donne,  el  pre- sidente  de  nuestra  asociación  señaló  dudoso  hacia  su  de- recha,  antes  de  volverse,  salir  del  escenario  con  expresión  perpleja  y  colocarse  detrás  de  la  cortina,  a  su  izquierda.  El  escenar i o  est aba  vací o.  ¿Dónde  est aba  Donne?  Mary  frunció  el  ceño  y  miró  en  mi  dirección.  Estoy  seguro  que  ambos  experimentamos  la  misma  preocupaci ón  que  todos  los  demás  profesionales  del  público.  ¿Sucedía  algo  malo  detrás  del  escenario  o  era  sólo  un  pequeño  caso  de  miedo  al  escenario?  ¿Dónde  estaba  nuestro  quinto  concur- sante?  Cuando  el  murmullo  del  público  empezó  a  aumentar  el  volumen,  una  voz  profunda  y  resonante  hizo  eco  a  tra- vés  de  los  altavoces,  por  todo  el  Salón  de  Baile  Regency...  .  —Nacimos  para  un  destino  superior  al  de  este  mun-  !  \  do.  Hay  un  rei no  donde  el  arco  iris  nunca  desaparece,  \  donde  las  estrellas  se  extenderán  ante  nosotros  como  islas  |  \  en  el  océano  y  donde  los  seres  que  ahora  pasan  ante  no-  \  sotros  como  sombras  permanecerán  en  nuestra  presencia  i  i  por  siempre.  j  1  Patrick  Donne  vestía  un  traje  con  diseño  de  cuadros  1  a  la  escocesa,  recto  y  de  muy  buen  corte;  una  camisa  de  1  vestir  blanca,  con  cuello  de  tira;  corbata  con  un  diseño  75  OG  MANDI NO  abstracto  en  varios  t onos  de  azul,  gris  y  café  y  zapat os  estilo  mocasín  de  color  café  oscuro.  No  sonrió  y  acarició  pensativo  su  barba  recortada  durante  lo  que  pareció  mu- cho  tiempo,  después  de  su  casi  casual  caminata  hasta  el  podi o.  —Esas  palabras  muy  especiales  que  acaban  de  escu- char,  escritas  por  un  novelista  inglés,  Edward  Bulwer—  Lytton,  antes  que  cualquiera  de  nosotros  naciera,  son  qui- zá  la  mejor  descripción  que  haya  dado  la  humanidad  so- bre  lo  que  nos  espera  en  ese  lejano  lugar  que  algunos  lla- man  cielo  —dijo  al  fin,  con  voz  muy  profunda  y  baja.  Dirigí  una  mirada  rápida  a  Mary.  Ella  miraba  a  Donne  y  si  sintió  que  la  observaba,  nunca  lo  demostró.  Por  pri- mera  vez  en  todas  las  reuniones  a  las  que  había  asistido  en  la  convención,  lo  único  que  pude  oír  fue  la  respiración  del  público.  —Tal  vez  ustedes  son  algunas  de  las  muchas  perso- nas  que  tienen  serias  dudas  de  que  hay  un  destino  supe- rior  —cont i nuó  Donne  y  volvió  con  lentitud  la  cabeza  hacia  la  derecha  y  después  hacia  la  i zqui erda—,  y  esa  duda  es  algo  que  únicamente  ustedes  pueden  resolver  con  su  Dios,  si,  en  verdad,  reconocen  a  un  Dios.  Eso,  por  su- puesto,  depende  de  ustedes,  porque  la  fe  se  asemeja  mu- cho  al  amor  y  nunca  puede  ser  impuesta.  —No  obstante,  aunque  úni cament e  ustedes  pueden  encont rar  su  propi o  cami no,  después  que  su  vida  haya  terminado,  hacia  ese  sitio  mágico  donde  el  arco  iris  nunca  desaparece,  t engo  un  mensaje  i mport ant e  para  ust edes.  Una  de  las  lecciones  más  difíciles  que  debemos  aprender  en  esta  vida  y  una  que  muchos  de  nosotros  nunca  apren- demos,  es  cómo  ver  y  apreciar  lo  hermoso,  lo  divino,  el  cielo  que  nos  rodea  aquí  en  la  tierra.  Cualquiera...  cual- quiera...  que  se  haya  permitido  quedar  afectado  por  even- tos  sobre  los  que  con  frecuencia  no  tenemos  control,  has- ta  el  punt o  de  abandonar  la  esperanza  de  esta  preciosa  76  EL  DON  DEL  ORADOR  vida,  comete  un  error  terrible.  El  éxito,  la  alegría,  la  rique- za,  el  amor  y  la  satisfacción  están  disponibles  aquí...  ¡aho- ra!  Sin  embargo,  muchos  de  nosotros  buscamos  refugio  y  nos  ocul t amos,  después  que  el  dest i no  nos  repart e  una  mala  mano  y,  desde  ese  momento,  vivimos  una  vida  don- de  el  mañana  es  tan  oscuro  como  esta  noche  y  en  lugar  de  disfrutar  el  cielo  en  la  tierra,  nos  revolcamos,  insatisfe- chos  en  nuestro  propi o  infierno  privado.  Donne  se  alejó  del  podi o  y  l evant ó  los  dos  brazos  por  encima  de  la  cabeza,  mientras  su  potente  voz  de  bajo  profundo  reverberaba  en  el  salón.  —Aquellos  de  ustedes  que  han  perdido  toda  la  fe  en  sí  mismos,  en  su  potencial  y  en  este  pequeño  mundo  que  es  el  úni co  que  t enemos,  por  favor,  escúchenme.  Creo  que  t engo  algunas  sugerencias  que  podrí an  ayudarlos  a  cambiar  su  vida  y  a  mejorarla.  Si  siguen  mis  indicaciones  y  éstas  no  dan  resultado,  habrán  perdi do  muy  poco  en  realidad,  excepto  tiempo  y  esfuerzo,  ya  que  nunca  creye- ron  que  su  vida  podría  mejorar,  ¿no  es  así?  No  obstante...  si  estoy  en  lo  correcto  y  desde  este  día  pueden  seguir  al- gunas  reglas  simples  y  alterar  el  curso  de  su  vida,  lo  que  los  llevará  por  un  camino  diferente  que  podría  conducir  al  oro  y  al  éxito,  al  amor  y  la  alegría,  a  la  paz  de  espíritu  y  a  la  satisfacción  y,  tal  vez,  si  en  verdad  son  afortunados,  a  su  propio  arco  iris...  si  estoy  en  lo  correcto  y  no  se  moles- tan  en  escuchar  mis  palabras...  ¿acaso  no  lo  lamentarán?  ¿Qué  tienen  que  perder?  ¿Están  conmigo?  Sorprendentemente,  todas  las  cabezas  asintieron  a  mi  alrededor.  Los  oradores  profesionales,  todos  pl enament e  equipados  con  egos  enormes,  rara  vez  reaccionan  de  esta  manera  ante  un  discurso.  Patrick  Donne  también  asintió,  volvió  sus  hombros  anchos  hacia  nosotros  y  con  toda  de- liberación  cami nó  de  nuevo  hasta  el  podi o.  El  silencio  profundo  prevaleció.  77  OG  MANDI NO  —General ment e  —dijo  y,  por  primera  vez,  una  ex- presión  ligeramente  ceñuda  apareció  en  su  rostro  guapo—,  me  toma  una  hora  compartir  al gunas  reglas  de  la  vida  sugeridas  con  mucha  sencillez  que,  si  se  siguen,  cambia- rán  cualquier  vida  por  una  mejor.  Sin  embargo,  damas  y  caballeros  —levantó  el  brazo  derecho  y  miró  su  reloj—,  incluso  con  los  dos  minutos  extra  permi t i dos,  sól o  me  quedan  catorce  minutos,  pero  aun  así  trataré  de  compar- tir  con  ustedes,  aunque  en  una  versión  un  poco  condensa- da,  las  acciones  que  deben  desempeñar  para  disfrutar  una  vida  mejor,  sin  importar  lo  buena  que  crean  que  es  actual- mente.  A  propósito  —miró  a  su  alrededor—,  prometo  que  no  me  enfadaré  si  toman  algunas  notas,  para  que  después  puedan  recordar  mis...  ¿cómo  llamarlas?...  sugerencias  para  un  mañana  más  exitoso.  Donne  hizo  una  pausa  y  j unt ó  las  manos  como  si  fuera  a  orar.  —Hace  más  de  ochent a  años  —dijo  Donne—,  un  gran  hombre  de  la  medicina  canadiense,  SirJWilliam  Osler,  pronunció  un  discurso  a  los  estudiantes  ele  la  Universidad  de  Yale,  t i t ul ado  "Una  forma  de  vida".  A  pesar  de  que  Osler  pronunció  muTfífud  de  discursos  y  escribió  muchos  libros  durante  su  vida,  incluyendo  un  libro  médico  clásico,  "Los  principios  y  prácticas  de  la  medicina",  Sir  William  será  recordado  durante  siglos  por  venir,  por  su  consejo  invaluable  a  la  juventud  de  Yale.  Una  copia  de  su  discurso  original,  así  como  su  i nval uabl e  col ecci ón  de  libros  y  manuscritos,  se  encuent ran  en  la  actualidad  en  la  gran  Universidad  McGill,  en  Canadá.  —Años  antes  que  pronunciara  su  discurso  en  Yale,  Sir  William  se  encont raba  en  un  transatlántico.  Un  día,  cuando  platicaba  con  el  capitán  del  barco,  sonó  una  alar- ma  fuerte  y  aguda,  segui da  por  soni dos  ext r años  de  trituración  y  choque  abajo  de  la  cubierta.  "Esos  son  todos  los  compartimientos  herméticos  que  se  cierran",  explicó  el  7 8  EL  DON  DEL  ORADOR  capitán.  "Es  una  parte  importante  de  nuestro  entrenamien- to  de  seguridad.  En  caso  de  un  problema  real,  el  agua  que  entre  en  cualquier  compartimiento  no  afectará  al  resto  del  barco.  Aunque  chocáramos  con  un  iceberg,  como  le  suce- dió  al  Titania,  el  agua  que  entre  llenará  sólo  el  comparti- miento  que  se  rompió.  Sin  embargo,  el  barco  permanece- rá  a  flote".  —Osler,  en  su  discurso  en  New  Haven,  recordó  la  experiencia  poco  común  en  el  enorme  barco.  Dijo  a  los  jóvenes:  "Cada  uno  de  ustedes  es  una  organización  mucho  más  maravillosa  que  ese  gran  transatlántico  y  le  espera  un  viaje  mucho  más  prolongado.  Los  urjo  a  que  aprendan  a  dominar  su  vida  viviendo  cada  día  en  un  compartimiento  hermético  y  esto  asegurará  su  seguridad  durante  todo  el  viaje  de  la  vida.  —Osler  continuó,  con  palabras  demasiado  poderosas  para  que  yo  o  cualquier  otra  persona  las  intente  mejorar:  "Toquen  un  bot ón  y  escuchen,  en  cada  nivel  de  su  vida,  las  puer t as  de  hi erro  que  dej an  afuera  el  Pasado,  los  ayeres  muertos.  Toquen  otro  botón  y  aislen  con  una  cor- tina  de  metal  el  Futuro,  los  mañanas  no  nacidos.  Entonces  estarán  a  salvo...  ¡a  salvo  por  hoy!"  Donne  bajó  la  mirada,  como  si  buscara  las  palabras  adecuadas.  —Los  fracasos,  penas  y  angust i as  de  ayer  son  una  carga  demasiado  pesada  para  que  cualquiera  de  nosotros  la  lleve  hacia  el  amanecer  de  un  nuevo  día.  ¡Déjenlos  de- trás,  a  t odos,  y  aléjense!  ¿Qué  hay  del  mañana?  "No  hay  mañana",  dijo  Sir  William  a  su  público,  "¡el  futuro  es  hoy!"  Después  escribiría:  "Destierren  el  futuro.  Vivan  únicamen- te  el  moment o  y  su  trabajo  permitido.  No  piensen  en  la  cantidad  que  debe  lograrse,  en  las  dificultades  que  deben  vencer.  En  cambi o,  fíjense  una  pequeña  tarea  cercana,  permitiendo  que  sea  suficiente  para  el  día.  Con  seguridad,  nuestra  obligación  no  es  ver  lo  que  se  encuentra  oscuro  79  OG  MANDI NO  en  la  distancia,  sino  hacer  lo  que  está  cl arament e  a  la  mano".  —Por  lo  tanto,  amigos  míos  —dijo  Donne  y  sonrió  por  primera  vez—,  mi  primera  sugerencia  que  tal  vez  de- seen  seguir  para  lograr  un  destino  superior  para  ustedes  mismos,  aquí  en  el  mundo,  es  quizá  la  más  difícil  que  al- guien  les  haya  hecho;  sin  embargo,  créanme,  en  verdad  da  resultado.  Robert  Louis  St evensonest uvo  de  acuerdo  con  su  contemporáneo,  el  doctor  Qsler,  cuando  el  creador  de  La  isla  del  tesoro  escribió:  "Cualquiera  puede  hacer  su  trabajo  durante  un  día,  por  tedioso  que  sea.  Cualquiera  puede  vivir  con  dulzura,  paciencia,  amor  y  pureza  hasta  que  el  sol  se  oculte.  Eso  es  todo  lo  que  la  vida  significa  en  realidad".  —Permítanme  repetir  el  sabio  consejo  de  Osler  y  mi  primera  sugerencia.  Vivan  cada  día  de  su  vida  en  un  com- partimiento  hermético.  Este  acto  solo  los  acercará  mucho  más  al  éxito  y  a  la  felicidad.  —Otra  sugerencia  para  ayudarlos  a  lograr  una  vida  mejor  aquí  en  el  mundo  es  también  del  pasado.  Fue  sin  duda  el  mayor  secreto  del  éxito  dado  a  la  humani dad  y  fue  comuni cado  hace  casi  dos  mil  años  por  Jesús,  en  su  Sermón  de  la  Montaña.  Por  medio  de  aquellos  magníficos  sermones  a  la  enorme  multitud  que  se  reunía,  Jesús  com- partió  muchos  consejos  sabios  con  la  gente.  Una  de  sus  reglas  de  comportamiento,  incluso  después  de  todos  esos  años,  probablemente  no  es  apreciada  en  su  totalidad  por  el  poder  cont eni do  en  sus  palabras:  "¡Si  alguien  te  pide  que  lo  acompañes  una  milla,  acompáñak^dos!' r ÜecT3an  en  este  momento,  mientras  están  sentados  aquí,  que  desde  mañana  por  la  mañana  dedicarán  más  tiempo  y  esfuerzo  a  agradar  a  sus  clientes. . .  sin  pensar  en  la  remuneraci ón  extra  o  en  recompensa  de  alguna  clase.  Ustedes,  vendedo- res,  que  normalmente  terminan  su  día  a  las  cinco...  conti- núen  hasta  las  seis,  para  que  puedan  dedicar  más  tiempo  8 0  EL  DON  DEL  ORADOR  a  servir  a  sus  clientes  o,  quizá,  incluso  a  efectuar  más  visi- tas  de  ventas.  Por  supuesto,  este  tipo  de  actividad,  ya  sea  que  estén  empleados  en  una  oficina  o  fábrica,  sin  impor- tar  cual  sea  su  profesión,  no  los  hará  muy  populares  entre  sus  compañeros,  porque  el  nombre  del  juego  parece  ha- cer  lo  menos  posible  por  el  cheque  que  reciben.  Así  será.  Nadie  dijo  que  tienen  que  seguir  ál  rebaño.  Den  única- mente  un  poco  más  de  sí  mismos  en  tiempo  y  esfuerzo,  en  paciencia  e  interés,  en  ayuda  y  comprensión.  Hagan  esto  mañana,  al  otro  día  y  al  siguiente,  sin  buscar  ninguna  compensación  adicional.  Háganlo  durante  tres  meses  y,  después,  los  desafío  a  que  se  acerquen  a  mí  y  me  digan  que  su  vida  no  ha  mejorado.  ¡Recorran  la  milla  extra!  —He  hecho  dos  sugerencias  —dijo  Donne  y  levantó  dos  dedos—.  Vivan  cada  día  de  su  vida  en  un  comparti- miento  hermético  y  recorran  siempre  la  milla  extra,  en  casa,  en  el  trabajo,  en  el  juego.  —Otra  sugerencia:  nunca  hagan  las  cosas  incomple- tas,  nunca  descuiden  las  cosas  pequeñas.  La  mayoría  de  nosotros  viola  esta  pequeña  regla  muchas  más  veces  de  lo  que  comprendemos,  al  apresurarnos  cada  día,  sin  darnos  cuenta  de  que  hacemos  mucho  daño  a  nuestras  carreras.  Hace  varios  años,  el  gran  lírico,  Osear  Hammerstein,  vola- ba  con  un  amigo  íntimo  en  un  viaje  sobre  él  puéTío  de  Nueva  York  para  admirar  el  paisaje  desde  un  pequeño  avión  de  dos  plazas.  Cuando  al  fin  se  acercaron  a  la  Esta- tua  de  la  Libertad,  que  se  erguía  alta  y  orgullosa  a  más  de  trescientos  pies  sobre  el  nivel  del  mar,  el  amigo  de  Osear  ladeó  el  avión  de  tal  manera  que  pudiera  mirar  directa- mente  la  cabeza  de  la  Estatua  de  la  Libertad  y  lo  que  vio  lo  sorprendió.  Recordó  que  este  regalo  magnífico  del  pue- blo  de  Francia  había  sido  colocado  en  el  puerto  en  1886.  Al  mirar  hacia  abajo,  pudo  ver  que  cada  rizo  y  trenza  de  cabello  en  la  parte  superior  de  la  cabeza  de  la  dama  esta- ba  perfectamente  tallado  y  pulido,  al  igual  que  todos  los  8 1  OG  MANDI NO  detalles  finos  del  rostro,  cuer po  y  vestido.  ¡En  1886  no  había  aviones!  FrMénc r Auguste  Bartholdi^ el  creador  de  la  estatua,  pudo  haberse  ahorrado  meses~de  tediosa  labor  y  gastos  costosos  al  esculpir  y  pulir  muy  poco  la  parte  supe- rior  de  la  cabeza  de  la  Estatua  de  la  Libertad,  pensando  que  nadie  vería  lo  que  omitiera  allí,  excepto  quizá  algunas  gaviotas.  ¡Sin  embargo,  a  pesar  de  todo...  cada  rizo  y  tren- za  se  encuentra  perfectamente  detallado  y  en  su  sitio!  ¡No  tiene  áreas  ásperas  o  sin  terminar!  ¡Nunca,  nunca,  descui- den  las  cosas  pequeñas!  El  hacerlo  puede  convertir  el  éxi- to  potencial  en  fracaso.  Recientemente,  un  fabricante  de  autos,  uno  de  nuestros  tres  grandes,  tuvo  que  retirar  cua- tro  mil  automóviles  nuevos  y  costosos.  ¿Por  qué?  ¡Instala- ron  una  pequeña  arandela  defectuosa,  del  tamaño  de  una  moneda  de  cinco  centavos,  en  la  columna  de  la  dirección!  Patrick  Donne  hizo  una  pausa,  inhaló  profundo,  ca- minó  desde  detrás  del  podio  hacia  el  frente  del  escenario,  se  inclinó  hacia  adelante  y  extendió  el  brazo  derecho  con  un  movimiento  amplio,  a  lo  largo  de  la  primera  fila.  —¿Todavía  están  conmigo?  —pregunt ó  en  voz  alta.  —Sí  —respondi ó  a  coro  el  público,  asemejándose  a  una  clase  animada  de  primer  grado.  —Muy  bien  —dijo  él  y  se  enderezó,  aunque  perma- neció  cerca  del  frente  del  escenario—.  Mi  siguiente  suge- rencia...  nunca  permi t an  que  nadi e  oprima  de  nuevo  el  bot ón  de  su  interruptor  corta  corri ent e.  Se  pregunt arán  qué  es. . .  un  "i nt errupt or  corta  corri ent e".  Compr en  un  automóvil  costoso  en  la  actualidad  y  es  probable  que  tam- bién  compren  una  alarma  para  robo...  además  de  un  apa- rato  pequeño  llamado  un  interruptor  corta  corriente.  Hace  unos  años,  aquellos  que  tenían  alarmas  para  robo  en  sus  coches,  simplemente  bajaban  del  auto  después  de  estacio- narlo  y  apagaban  el  motor.  Entonces,  después  de  asegu- rarse  de  que  todas  las  puertas  estaban  cerradas  con  llave,  insertaban  una  llave  pequeña,  quizá  en  una  abertura  en  el  82  EL  DON  DEL  ORADOR  guardafango,  la  hacían  girar  y  la  alarma  quedaba  conecta- da.  Si  alguien  trataba  de  entrar  en  el  auto,  el  aire  se  estre- mecía  con  un  ruido  fuerte  y  persistente,  para  atraer  sufi- ciente  atención  como  para  asustar  y  alejar  al  mal  tipo.  A  pesar  de  esto,  si  esa  persona  era  bastante  osada  y  no  se  asust aba  con  la  sirena,  al  encont rarse  en  el  interior  del  coche  podí a  uni r  en  poco  t i empo  un  par  de  al ambres  del  encendido,  poner  en  marcha  el  motor  y  alejarse  con  el  auto,  aunque  la  alarma  continuara  sonando.  El  interruptor  corta  corriente  cambió  t odo  eso  para  los  ladrones  de  au- tos.  Instalado  junto  con  la  alarma  para  robo,  es  un  botón  con  apariencia  simple  conectado  con  la  ignición  y  oculto  debajo  de  la  alfombra  del  coche,  en  un  lugar  conoci do  únicamente  por  el  dueño  del  auto.  Al  bajar  del  coche,  uno  debe  oprimir  pri mero  el  bot ón  del  interruptor  corta  co- rriente,  asegurarse  de  que  todas  las  puertas  estén  cerradas  con  llave  y,  finalmente,  encender  la  alarma  para  robo.  Si  un  ladrón  entra  en  el  automóvil  y  suena  la  alarma,  podría  i nt ent ar  unir  al ambres  para  poner  el  coche  en  marcha,  per o  nunca  lo  lograría,  por que  el  i nt errupt or  corta  co- rriente  cortó  toda  la  fuerza  motriz  que  llega  al  mecanismo  de  arranque.  ¡Las  luces  funcionan,  los  limpiaparabrisas  se  mueven  de  un  l ado  al  ot ro  y  la  radi o  funciona,  mas  el  motor  no  enciende  y  el  coche  no  avanza  ni  un  centímetro  fuera  del  estacionamiento!  Estoy  seguro  que  únicamente  muy  pocas  de  las  per- sonas  aquí  presentes  comprenden  que  todos  nosotros  te- nemos  un  "interruptor  corta  corriente".  Éste  es  oprimido  siempre  que  alguien  nos  hace  menos  o  critica  con  dureza  nuestros  mejores  esfuerzos  o  se  burla  de  nosotros...  y,  en  un  grado  u  ot ro,  nos  sucede  a  t odos  desde  que  éramos  pequeños.  El  ridículo,  el  desdén,  el  menospreci o,  los  in- sultos...  t odos  hi eren  y,  con  frecuencia,  su  daño  es  tan  grande,  que  la  poca  seguridad  que  habíamos  logrado  ob- t ener  desapar ece,  hasta  que  al  fin  dej amos  de  intentar  83  OG  MANDI NO  mejorar.  ¿Cuántos  padres,  en  momentos  de  ira,  oprimen  ei  interruptor  corta  corriente  de  uno  sus  hijos  al  decirle  a  ese  ni ño  o  niña  pequeño  que  nunca  logrará  nada?  ¿Cuántos  niños  pasan  la  vida  trabajando  mucho  para  hacer  que  la  profecía  de  su  padre  se  convierta  en  realidad?  Donne  hizo  de  nuevo  una  pausa  e  inclinó  un  poco  la  cabeza.  —¿Toqué  un  nervio?  ¡Bien!  No  permitan  que  les  suce- da  de  nuevo.  No  opri man  ni ngún  i nt errupt or  corta  co- rriente  cuando  estén  con  sus  hijos  y  nunca,  nunca  permi- tan  t ampoco  que  nadi e  opri ma  su  interruptor  corta  co- rriente.  Lo  expresaré  de  una  manera  más  familiar.  ¡Nunca  vuelvan  a  dar  permiso  a  nadie  para  que  les  arruine  algo!  —Otra  sugerencia.  ¡Si  se  han  estado  ocultando  detrás  del  "trabajo  laborioso",  no  continúen  haciéndolo!  Es  algo  que  todos  hacemos  de  vez  en  cuando,  pero  con  seguri- dad,  eso  puede  frenar  una  carrera  prometedora  y,  con  fre- cuencia,  lo  ha  hecho.  Conocen  muy  bien  el  escenario.  Se  encuent ran  ante  un  desafío  real,  un  proyect o  de  alguna  clase  que  es  tan  grande  e  i mport ant e,  que  podría  lograr  un  cambio  en  su  vida,  si  lo  manejan  bien.  ¿Qué  dicen?  "Lo  l ament o,  en  realidad  me  gustaría  tratar  eso  ahora,  per o  estoy  muy  ocupado.  ¿Tal  vez  después?"  No  están  demasia- do  ocupados.  Se  están  ocultando...  ocultando  detrás  de  pi- las  de  proyectos  sin  importancia,  papel es  y  expedi ent es  que  no  tienen  trascendencia  en  el  contexto  más  amplio  de  las  cosas.  Dejen  de  evitar  la  oportunidad.  ¡Nunca  se  ocul- ten  de  nuevo  detrás  del  "trabajo  laborioso"!  —Cinco  sugerencias.  Noten  que  no  dije  "sugerencias  simples",  porque  por  supuesto  que  no  lo  son.  Cuando  se  llevan  a  cabo,  hay  suficiente  fuerza  entre  ellas  para  poner  un  brillo  dorado  en  su  futuro.  Vivan  cada  día  de  su  vida  en  un  compart i mi ent o  her mét i co.  Si empre  recorran  l a  milla  extra,  en  casa,  en  el  trabajo,  en  el  juego.  Nunca  des- cui den  las  cosas  pequeñas.  Nunca  permi t an  que  nadi e  84  EL  DON  DEL  ORADOR  oprima  su  interruptor  corta  corriente.  Nunca  se  ocul t en  detrás  del  trabajo  laborioso.  —Si  siguen  esas  cinco  reglas,  entonces,  la  regla  final  de  la  vida  que  tengo  para  ustedes  será  fácil.  Nunca  come- tan  un  acto  al  que  tengan  que  mirar  de  nuevo  con  lágri- mas  y  ^amentarse  por que  violaron  una  ley  de  Dios  o  del  Kombre.  Su  tesoro  más  precioso  e s e l  respeto  por  sí  iñis- " mos.  Protéjanlo  con  toda  su  fuerza.  Hay  un  poemajanóni- mo  que  ha  pasado  a  través  de  varias  generaciones  y  que,  sin  embargo,  todavía  es  tan^ sabio  y  poderoso  como  siem- pre.  Me  gustaría  que  ese  fuera  mi  regalo  para  ustedes  al  retirarme.  El  poema  se  llama  "El  rostro  en  el  espejo".  "Cuando  obt engas  lo  que  deseas  en  tu  lucha  por  la  identidad  propia  Y  el  mundo  te  haga  reo  por  un  día,  Acércate  a  un  espejo  y  mírate  Y  ve  lo  que  ESE  rostro  tiene  que  decirte.  Porque  no  es  tu  padre  o  madre  o  esposa  Quien  debe  juzgarte.  La  persona  cuyo  veredicto  cuenta  más  en  tu  vida  Es  la  que  te  mira  desde  el  espejo.  Algunas  personas  quizá  piensen  que  eres  un  camara- da  franco  Y  te  llaman  un  gran  hombre  o  tipo  Sin  embargo,  el  rostro  en  el  espejo  dice  que  sólo  eres  un  vagabundo,  Si  no  puedes  mirar  directamente  a  los  ojos.  A  ese  rostro  es  a  quien  debes  agradar,  sin  importar  el  resto  Ese  es  el  que  es  franco  contigo  hasta  el  final.  Sabes  que  has  pasado  la  prueba  más  peligrosa,  Si  el  rostro  en  el  espejo  es  tu  amigo.  85  OG  MANDINO  Puedes  engañar a  todo  el  mundo  a  través  de  los  años  Y  recibir  felicitaciones  al  pasar,  Mas  tu  recompensa  final  serán  la  congoja  y  las  lá- grimas  Si  has  engañado  al  rostro  en  el  espejo."  La  voz  de  Patrick  Donne  se  quebró  varias  veces  al  pronunciar  las  líneas  finales.  Inhaló  profundo.  —Estoy  seguro  de  que  todos  ustedes  han  hecho  un  viaje  largo,  alguna  vez  en  su  vida  —dijo  Patrick—,  seguros  de  conocer  con  exactitud  la  ruta  que  los  llevaría  a  su  des- tino.  Después  de  conducir  durante  un  par  de  horas  o  más,  de  pronto  comprendieron  que  estaban  perdidos.  —Detuvieron  el  coche  y  abrieron  la  guantera,  mas  no  encontraron  allí  un  mapa  de  carreteras  —Donne  sonrió—.  Los  niños  jugaban  con  los  mapas,  ¿recuerdan?  En  seguida,  empezaron  a  conducir,  buscando  una  gasolinera  y,  finalmente,  encontraron  una  con  un  emplea- do  en verdad  amistoso y útil.  Él  abrió su  mapa  de  carrete- ras  y  les  mostró  dónde  estaban...  y  les  mostró  lo  sencillo  que  era  regresar  a  la  ruta.  Donne  volvió  despacio  la  cabeza  y  recorrió  con  la  mirada  todo  el  salón  de  baile.  —Para  aquellos  de  ustedes  que  piensan  que  tal  vez  perdieron  el  camino  üri  poco  durante  el  viaje  a  través  de  esta  vida  difícil,  espero  que  me  consideren  hoy  como  al  empleado  amistoso  de  la  gasolinera...  y  cuando  vuelvan  al  camino,  con  su  destino  verdadero  frente  a  ustedes,  si  ven  algunas  ramas  rotas  a  lo  largo  del  sendero,  por  favor,  piensen  en  mí.  Las  dejé  allí para  marcar  su  paso  hacia  un  destino  superior  aquí  en  el  mundo.  Que  tengan  un  buen  viaje.  ¡Los  amo  a  todos!  Todos  se  pusieron  de  pie,  aplaudieron,  silbaron  y  gritaron.  La  ovación  continuó  durante  más  de  cinco  minu- 86  EL  DON  DEL  ORADOR  tos  y  en  algún  momento  mientras  aplaudíamos,  Mary  se  volvió  hacia  mí  y  levantó  las  dos  manos  con  todos  los  dedos  y  pulgares  extendidos.  Patrick  Donne  había  ganado  un  "10"  con  ella,  conmigo  y  casi  con  todos  los  demás,  según  parecía.  No  recuerdo  nada  acerca  del  último  orador,  ni  su  nombre,  ni  su  región  ni  el  tema  de  su  discurso.  Permanecí  sentado  en  mi  silla  con  cortesía,  sin  escuchar nada,  tratan- do  de  imaginar  la  mejor  manera  de  acercarme  al  hombre  de  Blessings.  87  II,  OG  MANDI NO  —En  parte...  ¿dónde  podrá  estar?  —No  lo  sé.  Es  probable  que  se  encuentre  celebrando  en  algún  sitio.  Eso  es  lo  que  yo  haría.  Lo  encontraremos  esta  noche,  Bart,  no  te  preocupes.  Ayudaré.  Qui ero  estar  cerca  cuando  atrapes  a  esta  super  estrella...  si  lo  logras.  Debo  decirte  que  hoy  conocí  a  un  gran  mi embr o,  Sally  Carver,  de  Boston.  Sally  da  seminarios  sobre  cómo  mante- ner  la  buena  salud  después  de  los  cincuenta  y  tiene  un  cuerpo  que  prueba  que  lo  que  enseña  da  resultado.  Invité  a  Sally  para  que  vaya  a  la  cena  conmigo  y  aceptó.  ¿Qué  te  parece  si  nosotros  cuatro  nos  reunimos  para  cenar  en  la  misma  mesa  y  observar  todas  las  festividades  de  la  noche?  Después,  te  ayudaré  a  atrapar  a  Donne,  antes  que  la  no- che  termine.  ¿Qué  opinas?  —Opi no  que  es  una  oferta  que  no  puedo  rechazar.  ¿Dónde  nos  reunimos?  —Ustedes  dos  se  encuent ran  unos  pi sos  más  arriba  que  yo  y,  por  coincidencia,  Sally  t ambi én  está  en  este  piso.  ¿Por  qué  ustedes  dos  no  vienen  a  mi  habitación  alre- dedor  de  las  ocho  y  todos  bajamos  juntos?  El  personal  del  Omni  Shoreham  había  l ogrado  otro  mi l agr o.  A  las  cuat r o  de  l a  t ar de,  el  Sal ón  de  Baile  Regency  estaba  lleno  con  hileras  de  sillas  plegadizas  para  acomodar  a  todos  los  miembros  de  la  asociación  y  a  sus  esposas  que  asistieron  al  concur so  para  sel ecci onar  al  campeón  mundial.  Ahora,  sólo  cuatro  horas  después  que  el  concurso  terminó,  en  el  salón  había  más  de  cien  mesas  redondas  grandes,  cubiertas  con  mant el es  rojos  y  en  el  centro  de  cada  mesa  con  catorce  lugares,  un  florero  gigan- te  de  rosas  rojas.  El  ambiente  del  enorme  salón  parecía  ahora  por  completo  diferente  a  como  estuvo  poco  antes  ese  mismo  día,  pues  la  luz  de  los  brillantes  candelabros  de  cristal  reflejaba  el  techo  de  color  café  dorado  y  la  cortina  resplandeciente  del  escenario,  formando  un  marco  perfec- to  para  la  coronación  única  que  estaba  a  punto  de  llevarse  a  cabo.  90  EL  DON  DEL  ORADOR  La  cena  era  "opcional  de  etiqueta"  y  como  Mary  insis- tió  en  que  su  vestuario  para  esa  noche  fuera  el  encantador  ves t i do  de  noc he  q u e  c ompr ó  en  Cher mol l i e' s ,  en  Manhattan,  casi  un  año  antes  y  que  nunca  había  usado,  me  vi  obligado  a  ponerme  una  chaqueta  blanca  formal,  a  pesar  de  que  la  sentía  un  poco  estrecha.  Jay  y  su  nueva  amiga  estaban  listos  cuando  llamamos  a  su  puerta,  un  poco  después  de  las  ocho.  Sally  Carver  era  en  verdad  una  mujer  encant adora  que  no  sólo  tenía  un  cuerpo  llamativo,  como  informara  Jay,  sino  t ambi én  un  encant ador  rostro  br onceado  casi  libre  de  arrugas,  que  formaba  un  marco  perfecto  para  los  ojos  azules  más  gran- des  que  he  visto.  ¡Si  la  dama  sólo  tenía  ci ncuent a  años,  era  un  milagro!  Cuando  bajábamos  en  el  ascensor,  Mary  y  Sally  empezar on  a  charlar.  Miré  a  Jay,  asent í  y  gui ñé  el  ojo.  Como  padres  preocupados,  ambos  apr obamos  a  su  compañera  de  esa  noche.  Por  fortuna,  encontramos  una  mesa  con  cuatro  luga- res  contiguos  desocupados,  no  muy  lejos  del  escenario.  Ni  Jay  ni  yo  conocíamos  a  ninguno  de  los  otros  oradores  que  ocupaban  esa  mesa,  por  lo  que  seguimos  la  rutina  de  la  presentación  habitual.  No  escuché  varios  nombres,  porque  cuando  empezamos  a  presentarnos,  una  orquesta  de  diez  instrumentos  aproximadamente,  junto  al  escenario,  empe- zó  a  tocar  una  versión  alegre  de  "Nos  encont raremos  de  nuevo".  Tan  pr ont o  como  ocupamos  nuest ros  l ugares,  Mary  me  tocó  el  brazo  y  con  la  cabeza  señal ó  hacia  el  pianista,  quien  dirigía  también  a  los  otros  músicos.  —Es  Peter  Duchin  —gritó  Mary  en  mi  oí do—,  y  no  ha  envej eci do.  La  última  vez  que  lo  vi mos  fue  en  una  boda,  en  el  New  York  Hilton,  hace  unos  cinco  años,  pero  no  puedo  recordar  quién  se  casaba.  Jay  se  puso  de  pie  de  nuevo.  —Bart,  si  alguien  se  acerca  a  tomar  la  orden  de  bebi- das,  Sally  beberá  un  Bloody  Mary  y  yo  lo  acostumbrado.  9 1  OG  MANDI NO  Voy  a  hacer  un  pequeño  recorrido  por  el  lugar,  para  ver  si  podemos  localizar  a  nuestro  hombre.  Por  desgracia,  el  Salón  de  Baile  Regency  estaba  tan  apiñado  con  mesas,  que  no  había  espacio  disponible  para  bailar  la  buena  música  de  Duchin,  por  lo  que  las  personas  que  deseaban  bailar  empezaron  a  expresar  su  frustración  apl audi endo  fuerte  y  gol peando  con  los  pies.  Toda  esa  energía  combinada  con  las  risas  y  conversaciones  en  voz  alta,  así  como  con  la  música,  elevaron  los  decibeles  del  sonido  en  el  salón  casi  hasta  el  punt o  de  tortura.  Jay  regresó  a  nuestra  mesa  cuando  servían  la  ensala- da.  Levanté  la  mirada  y  sólo  negó  con  la  cabeza.  Ocupó  su  asiento,  vio  que  no  había  bebidas  en  la  mesa,  excepto  las  jarras  con  agua  helada,  se  puso  de  pie,  dejó  la  serville- ta  en  su  silla  y  se  dirigió  hacia  el  bar  abi ert o.  Regresó  unos  minutos  después,  con  una  bandeja  y  bebidas.  —Jay  —dijo  Mary—,  ¡eres  totalmente  sorprendent e!  ¿Cómo  pudiste  recordar  que  bebo  Rusos  Negros?  —Cuando  se  trata  de  las  bebidas  de  las  mujeres,  soy  un  maestro  —se  vanaglorió—.  En  cambio,  cuando  necesi- to  encontrar  mis  herramientas  de  jardinería,  lo  olvido.  Por  fortuna  t odos  en  nuest ra  mesa  parecí an  saber  cómo  reír,  bromear  y  relajarse,  por  lo  que  todos  actuamos  más  como  un  puñado  de  niños  en  una  fiesta  escolar,  que  como  profesionales  respet ados  del  mundo  de  oradores  públicos  y  sus  esposas.  La  excelente  carne  asada  seguida  por  raciones  vastas  de  Alaska  horneado  estuvo  tan  exqui- sita  como  siempre  está  la  comida  de  las  convenciones.  Después  de  un  t amboreo  y  fanfarreas  de  trompetas  de  la  orquesta,  el  presidente  Cobden  subió  al  fin  al  esce- nario,  sonriendo  y  saludando  de  nuevo  al  aproximarse  al  podio.  —¿Nos  estamos  divirtiendo?  —gritó  ante  el  micrófono.  —¡Síííí!  —gritaron  mil  setecientos  adultos.  —¿Todos  estamos  contentos  de  haber  venido?  9 2  EL  DON  DEL  ORADOR  —¡Sííí!  Cobden  permaneció  de  pie  en  el  podio,  casi  inmóvil,  evidentemente  gozando  el  moment o.  —Ésta  es  una  noche  histórica  en  la  historia  de  nues- tra  asociación  —coment ó—.  ¡Una  noche  en  que  uno  de  los  nuest ros  está  a  punt o  de  ser  reconoci do  como  Cam- peón  Mundial  del  Podio!  Los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica  han  jugado  un  papel  muy  importante  en  la  promoción  del  desarrollo  de  nuestra  profesión  en  todo  el  mundos  durant e  las  últimas  décadas.  Sin  embargo,  al  cont i nuar  cr eci endo  t ant o  que  nuest ros  mi embr os  son  ahora  miles,  nunca  debemos  olvidar  a  ese  puñado  de  vi- sionarios  que  hicieron  posible  todo  esto,  quienes  tuvieron  el  valor,  la  persi st enci a  y  el  deseo  ardi ent e  de  formar  nuestra  organización,  part i endo  de  lo  que  era  poco  más  que  un  sueño.  Nos  sentimos  honrados  y  muy  orgullosos  de  t ener  con  nosot ros  en  esta  convenci ón  a  uno  de  los  seis  fundadores.  ¡Damas  y  caballeros,  les  pido  que  todos  se  pongan  de  pie  y  me  acompañen  a  recibir  al  legendario  Bart  Manning!  Con  mucha  renuencia,  al  fin  me  puse  de  pie,  cuando  los  aplausos  y  vítores  aument aron  en  volumen.  Moví  los  brazos  en  señal  de  sal udo  y  forcé  una  sonrisa,  me  volví  despacio  formando  un  círculo  completo  y,  sintiéndome  un  poco  tonto,  me  senté  de  nuevo,  cuando  el  coro  de  soni- dos  cesó.  —Eso  fue  la  primera  —coment ó  Mary,  al  inclinarse  hacia  adelante.  Asentí.  —Y  espero  que  la  última.  En  el  programa  siguió  la  entrega  de  pergaminos  a  los  diez  afortunados  seleccionados  como  nuevos  Maestros  del  Podio.  Había  escuchado  decir  que  temprano  ese  día  hubo  una  reunión  especial  de  emergencia  con  la  junta  directiva,  para  protestar  por  la  masculinidad  del  título  del  premio.  Esto  se  habí a  conver t i do  en  un  el ement o  anual  y  no  93  OG  MANDI NO  programado  de  cada  convención,  durante  los  últimos  diez  años;  sin  embargo,  me  dijeron  que  una  vez  más  el  título  de  la  "Dama  del  Podio"  había  sido  rechazado  nuevamente  como  la  desi gnaci ón  para  aquel l as  mujeres  lo  bast ant e  afortunadas  como  para  ser  honradas  con  un  pergamino.  Por  supuesto,  antes  que  pudieran  anunciar  a  los  diez  nuevos  "Maestros",  todos  aquellos  que  habían  recibido  la  designación  en  años  anteriores  tuvieron  que  ponerse  de  pie  cuando  mencionaron  sus  nombres,  hacer  una  reveren- cia,  sonreír  y  disfrutar  ot ro  moment o  breve  la  at enci ón  general.  Cuando  Cobden  terminó  de  leer  toda  la  lista,  al  menos  cien  miembros  estaban  de  pie  y  miraban  al  resto  de  la  concurrencia.  Al  fin,  los  diez  nuevos  miembros  que  recibieron  ho- nores  y,  cuando  menci onaron  sus  nombres,  se  abrieron  cami no  hasta  el  escenario,  ent re  el  l aberi nt o  de  mesas,  donde  les  entregaron  los  pergaminos.  Cada  uno  pronun- ció  un  pequeño  discurso  al  recibir  el  suyo.  No  conocía  a  ni nguno  de  ellos,  pero  los  diez  parecían  ser  elecciones  muy  popul a r e s  ent r e  l a  mul t i t ud  y  a  j uzgar  por  su  profesionalismo  en  el  podio,  es  probable  que  todos  mere- cieran  el  premio.  Cuando  la  última  oradora  regresó  a  su  asiento,  las  luces  del  salón  de  baile  empezaron  a  oscurecerse  en  for- ma  gradual  y  la  orquesta  de  Duchin  tocó  "El  sueño  impo- sible".  Varios  rayos  de  reflectores  se  movían  con  lentitud  a  lo  largo  de  la  cortina  y  escenario,  hasta  que  todos  se  unie- ron  en  el  podi o  y  el  salón  de  baile  se  oscur eci ó  más,  mientras  acercaban  más  al  escenario  dos  cámaras  de  tele- visión  sobr e  tripiés.  El  sal ón  de  baile,  después  que  la  música  cesó,  de  pronto  quedó  muy  callado,  cuando  Dick  Cobden  estrechó  las  manos  de  una  pareja  mayor  y  la  con- dujo  por  los  escalones  que  estaban  a  la  derecha  del  esce- nario,  hasta  el  podi o.  —Damas  y  cabal l eros  —anunci ó  con  sol emni dad  Cobden—,  nos  acercamos  rápi dament e  a  ese  moment o  94  EL  DON  DEL  ORADOR  especial  que  estoy  seguro  han  estado  esperando.  Sin  em- bargo,  primero,  por  favor,  saluden  a  Ted  y  a  Margaret  Lee,  quienes  son  dueños  del  imperio  más  grande,  en  el  mundo  entero,  de  empacadoras  de  cenas  congeladas.  Resultaba  evi dent e  que  Ted  y  Margaret  no  estaban  acostumbrados  a  estar  frente  a  un  público  enorme,  a  pesar  de  su  prolongado  papel  como  líderes  respetados  en  la  in- dustria  alimenticia.  Ambos  hicieron  una  reverencia  con  mucha  timidez  ante  los  aplausos,  al  tiempo  que  asentían  y  trataban  de  sonreír.  —Est oy  s e gur o  que  t odos  us t e de s  —c ont i nuó  Cobden—•,  están  familiarizados  con  el  famoso  lema  de  Ted  &  Margaret' s:  "Nuestro  sabor  habla  por  sí  mismo".  Muy  pronto,  en  una  serie  de  comerciales  en  la  televisión  que  se  transmitirán  en  todo  el  país,  el  Campeón  Mundial  del  Po- dio,  que  está  a  punto  de  ser  elegido  entre  nuestra  organi- zación,  también  hablará  a  favor  de  los  buenos  alimentos  de  Ted  &  Margaret's.  —A  través  de  una  serie  de  concursos  regionales  —  añadi ó  Cobden—,  l l evados  a  cabo  durant e  los  últimos  meses,  el  mejor  orador  de  cada  área  fue  seleccionado  y  estos  profesionales  elegidos  compitieron  en  un  programa  especial  esta  tarde,  al  que  la  mayoría  de  ustedes  asistió.  Un  jurado  especial,  seleccionado  por  el  personal  de  mer- cadotecnia  de  Ted  &  Margaret's,  se  reunió  en  sesión  cerra- da  y  eligió  a  un  orador  como  ganador.  Esa  persona  muy  talentosa,  ese  orador  persuasivo,  está  a  punt o  de  recibir  tres  premios  muy  especiales.  Primero,  él  o  ella  será  acla- mado  como  el  Campeón  Mundial  del  Podio,  un  título  que  no  tiene  ningún  otro  orador  en  el  mundo.  Segundo  —se  inclinó  hacia  abajo,  detrás  del  podi o  y  levantó  por  arriba  de  la  cabeza  un  enor me  trofeo  de  cristal  con  forma  de  podio—,  él  o  ella  recibirá  este  premio  maravilloso  de  cris- tal  Waterford,  diseñado  y  creado  especialmente  para  esta  ocasión  especial.  ¡Por  último  en  orden,  mas  no  en  impor- 95  OG  MANDI NO  tancia,  Ted  y  Margaret  entregarán  al  ganador  un  cheque  por  un  cuarto  de  millón  de  dólares!  Como  si  se  lo  indicaran,  Ted  Lee  buscó  en  el  interior  de  su  chaqueta  blanca,  sacó  un  sobre  amarillo  y  lo  movió  por  encima  de  su  cabeza,  mientras  las  dos  cámaras  de  te- levisión  se  acercaban  más  al  escenario.  —¡Damas  y  caballeros  —gritó  Cobden—,  finalmente  llegamos  a  ese  momento  mágico!  En  esta  ocasión,  los  dos  trompetistas  de  la  banda  de  Duchin  se  pusi eron  de  pie  y  la  fanfarria  prol ongada  de  sus  trompetas  hizo  eco  una  y  otra  vez  a  través  del  salón  de  baile  que  estaba  en  la  semioscuridad.  —¡Me  siento  muy  orgulloso  al  anunciar  que  el  Cam-  \  peón  Mundial  del  Podi o. . .  de  Blessings,  Montana. . .  es  Patrick  Donne!  Todos  en  el  salón  se  pusieron  de  pie  y  aplaudieron.  Uno  de  los  rayos  de  luz  de  los  reflectores  se  alejó  despa- cio  del  podi o,  hacia  la  derecha,  pasó  un  área  del  telón  dorado  y  se  detuvo  en  dos  puertas  anchas  de  color  café  que  t ení an  un  l et rero  de  "Salida"  arriba.  Dos  meser os  empujaron  las  puertas,  hasta  abrirlas  por  completo,  para  permitir  que  Patrick  Donne  entrara  en  el  salón  saludando  y  sonriendo.  El  público  permaneció  de  pie  y  aplaudió  mu- cho  después  que  Donne  se  reuni ó  con  los  demás  en  el  podi o.  Finalmente,  Cobden  levantó  el  trofeo  de  cristal  desde  la  parte  superior  del  podi o  y  lo  colocó  con  suavidad  en  los  brazos  de  Donne.  —Pat,  todos  los  miembros  de  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Nort eaméri ca  t e  sal udan  —dijo  Cobden—.  Todos  te  envidiamos  t ambi én.  Es  un  gran  honor...  y  en  verdad  lo  mereces.  ¡Esta  tarde  estuviste  hipnotizante!  Los  apl ausos  se  escucharon  de  nuevo  en  el  salón.  Donne  murmuró  las  gracias  e  inclinó  la  cabeza.  96  EL  DON  DEL  ORADOR  —Ahora  —continuó  Cobden—,  tenemos  a  dos  perso- nas  muy  especiales  que  desean  conocerte.  Ellos  son  Ted  y  Margaret  Lee  y  harán  una  presentación  especial.  Ted  Lee  se  acer có  más  al  mi cr óf ono,  mi r ó  con  ner vi osi smo  a  su  al r ededor  y  es per ó  que  cesar an  los  aplausos.  —Señor  Donne  —dijo  con  voz  ronca—,  mi  esposa  y  yo  nos  sentimos  honrados  de  estar  en  el  mismo  escenario  con  usted.  En  verdad  es  un  crédito  para  su  maravillosa  profesión  y  estamos  seguros  de  que  será  un  gran  mensaje- ro  para  nosotros,  al  dar  a  conocer  la  noticia  sobre  nues- tros  product os  finos.  Por  lo  tanto,  sin  más  que  añadir,  a  Margaret  y  a  mí  nos  gustaría  entregarle  otro  premio  como  campeón  mundial...  ¡un  cheque  certificado  a  su  nombre,  por  un  cuarto  de  millón  de  dólares!  • •  .  Patrick  Donne  movió  su  guapa  cabeza  varias  veces,  i  como  en  una  mezcla  de  incredulidad  y  admiración,  des-  ¡  pues  que  le  entregaron  el  sobre.  Ted  Lee  le  tomó  la  mano  y  Margaret  se  acercó  para  darle  un  abrazo  cálido  y  besarle  ¡  la  mejilla.  Dick  Cobden  levantó  el  pesado  trofeo  de  cristal  i  desde  la  parte  superior  del  podio,  señaló  hacia  el  micrófo- no,  dio  una  palmada  a  Donne  en  el  hombro  y  ante  nues- t r os  ví t or es,  si l bi dos  y  apl aus os ,  conduj o  a  Ted  y  a  Margaret  fuera  del  escenario,  hasta  su  mesa  cercana  con  un  pequeño  letrero  en  un  pedestal  blanco  que  decía  "#1".  Donne  guar dó  silencio  y  per maneci ó  de  pi e  en  el  i  podio,  muy  erecto,  mirando  el  sobre  que  Ted  Lee  le  entre-  i  gó.  Al  fin,  aunque  muy  despacio  y  con  deliberación,  abrió  ¡  el  sobre  y  sacó  el  cheque.  Lo  observó  por  varios  minutos,  ¡  durant e  tanto  tiempo,  que  algunos  de  nosotros  empeza-  j  mos  a  sentirnos  incómodos.  Finalmente  levantó  la  mirada.  ¡  —Amigos  y  compañer os  mi embros  —dijo  con  voz  ¡  muy  suave—.  Estoy  muy  conmovi do  por  el  gran  honor  '  que  me  han  conferido  hoy.  Ted  y  Margaret,  les  doy  las  /  gracias  desde  el  fondo  de  mi  corazón  por  este  pr emi o  !  I  97  OG  MANDI NO  espléndido.  Me  atrevo  a  decir  que  la  mayoría  de  la  gente  trabaja  toda  su  vida  y,  sin  embargo,  nunca  está  cerca  de  reuni r  un  cuart o  de  millón  de  dól ares. . .  en  una  pila.  A  pesar  de  esto,  Ted  y  Margaret,  no  puedo  aceptar  este  che- que. . .  La  reacción  del  público  fue  instantánea.  Se  escucha- ron  resuellos,  gritos,  gemidos  y  varias  voces  que  gritaron  "¿qué?"  "¿por  qué?"  "¿huh?"  Con  rapidez  me  volví  y  miré  hacia  la  mesa  de  la  pri- mera  fila,  donde  se  encontraban  sentados  Ted  y  Margaret  y  los  directivos  de  nuestra  asociación.  Margaret  tenía  las  dos  manos  sobre  la  boca  y  los  ojos  muy  abiertos,  debido  a  la  incredulidad.  Ted  tenía  la  misma  apariencia  sorpren- dida  que  todos  los  demás  en  el  salón,  como  si  no  pudiera  creer  lo  que  acababa  de  escuchar.  —No  puedo  aceptar  este  cheque  como  está  girado  —  continuó  Donne—,  y  suplico  a  los  Lee  que  me  concedan  un  favor  muy  especial.  Hace  un  mes,  tuve  la  buena  fortu- na  de  visitar  la  encantadora  ciudad  de  Portland,  Oregon,  durante  una  cita  para  dar  un  discurso.  Después  de  mi  dis- curso,  un  viejo  y  apr eci ado  ami go  de  muchos  años,  al  conocer  mi  compasi ón  por  t odos  los  ni ños,  me  llevó  a  visitar  el  Centro  Dougy  para  Niños  Afligidos.  Es  un  refugio  donde  los  ni ños  que  lloran  l a  müert efde  un  ser  amado  pueden  compartir  sus  temores  y  experiencias,  al  t i empo  que  luchan  para  superar  la  agonía  de  su  terrible  pérdida  e  inician  el  proceso  lento  de  recuperación.  El  Centro  Dougy  lleva  el  nombr e  de  un  ni ño  pequeño  y  valiente  llamado  Dougy  Turno,  que  supo  que  morí a  debi do  a  un  t umor  cerebral  inoperable  y,  sin  embargo,  su  espíritu  magnífico  y  su  actitud  al  enfrentar  la  muerte  influyeron  en  cientos  de  vi das  ant es  que  muri era.  Todos  los  que  conoci er on  a  Dougy  se  enamoraron  de  él  y  quedaron  sumamente  con- movidos  con  su  mensaje.  A  pesar  de  estar  tan  enfermo,  Dougy  decía  siempre:  "¡Puedo  ir  a  los  hospitales  y  decir  a  98  EL  DON  DEL  ORADOR  otros  niños  que  no  teman  morir!"  Doug  murió  a  principios  de  diciembre  de  1981.  Se  le  concedió  su  deseo,  "una  nue- va  vida  para  la  Navidad".  —El  Centro  Dougy  funciona  con  la  política  de  que  todos  los  niños  entre  tres  y  diez  años  pueden  aprender  a  soportar  su  pérdida,  si  se  les  da  la  oport uni dad de  expre- sar  sus  sentimientos  y  sentirse  apoyados  por  otros.  En  sólo  unos  años,  l o  que  empezó  como  el  sueño  de  una  dama  especial,  Beverly  Chappell,  en  la  actualidad  es  una  organi- zación  que  atiende  a  niños  afligidos  en  más  de  cuarenta  localidades  en  nuest ro  país  y  Canadá.  Según  me  ent eré  durante  mi  visita  a  Portland,  todos  los  Centros  Dougy  no  son  sectarios  y  se  mantienen  ent erament e  por  medi o  de  contribuciones.  Para  continuar  y  multiplicar  sus  esfuerzos  sin  precio  de  consolar  las  mentes  asustadas  y  corazones  destrozados  de  nuestros  pequeños,  necesitan  mucho  nues- tra  ayuda.  —Ese  día  salí  del  Cent ro  Dougy  conmovi do  como  nunca  lo  había  estado  en  mi  vida  y  tomé  una  decisión.  Ya  í  sabía  ent onces  que  sería  finalista  aquí ,  esta  semana,  y  cuando  oré  esa  noche...  sí,  rezo  todas  las  noches...  prome- tí  a  Dios  que  si  resultaba  victorioso  en  esta  competencia,  donaría  todo  lo  que  ganara  al  Centro  Dougy  en  Portland.  Si  acepto  este  cheque  y  lo  cobro,  como  fue  girado  a  nom- bre  mío,  es  probable  que  tenga  que  pagar  al  menos  cien  mil  dólares  de  impuestos  y  esa  cantidad  grande  nunca  lle- gará  a  la  gent e  de  Dougy.  Por  lo  tanto,  Ted  y  Margaret,  quiero  pedirles  un  gran  favor.  Realizaré  el  número  reque- rido  de  comerciales  de  televisión  para  su  compañí a,  lo  mejor  que  lo  permita  mi  habilidad,  como  el  ganador  del  concurso  está  contratado.  No  obstante,  les  pi do  que  des- truyan  este  cheque  girado  a  ni  nombre  y  que  giren  otro,  por  la  misma  cantidad,  a  nombr e  del  Centro  Dougy.  De  esa  manera,  la  suma  total  será  una  contribución  de  cari- dad,  sin  impuestos,  y  todo  el  cuarto  de  millón  de  dólares  99  OG  MANDINO  servirá  para  confortar  y  calmar  el  dolor  de  los  niños  afligi- dos  de  mañana,  del  siguiente  día  y  del  próximo...  Varias  personas  que  estaban  en  la  mesa  de  los  Lee  empezaron  inmediatamente  a  mover  las  manos  frenética- mente  y  señalaron  a  Ted  y  a  Margaret,  quienes  asentían  hacia  el  podio.  De  pronto,  una  sonrisa  afectuosa  apareció  en  el  rostro  de  Patrick  Donne.  —¡Gracias!  —dijo  Patrick  Donne  con  voz  muy  sua- ve—.  Gracias  a  ambos,  a  nombre  de  los  pequeños  cuyas  vidas  cambiarán  para  bien  debido  a  ustedes.  Durante  muchos  años  he  tratado  de  vivir  las  palabras  de  una  per- sona  muy  sabia  que  la  historia  no  puede  identificar  posi- tivamente.  Las  palabras  fueron  escritas  o  pronunciadas  primero  por  Víctor  Hugo  o^pqr  Geqrge  EHot  o,  tal  vez,  por un  misionero  cuáquero  llamado  Greljet,  pero  han  sido  la  regla  principal  de  mi  vida  desde  hace  mucho  tiempo.  Estas  palabras  son-.  "Sólo  pasaré  por  este  mundo  una  vez.  Por  lo  tanto,  cualquier  bien  que  pueda  hacer p  cualquier^  bondad  que  pueda  mostrar  hacia  cualquier  ser  humano^  permitan  que  lo  haga  ahora.  No  permitan  qué  lo  delegue  o  descuide,  porque  no  pasaré  de  nuevo  por  este  mundo".  Donne  miró  despacio  alrededor  del  salón,  antes  de  continuar.  —Tal  vez  algunos  de  ustedes  deseen  unirse  a  mí  en  esta  misión.  Sé  que  el  Centro  Dougy  apreciará  su  contri- bución  grande  o  pequeña.  Siempre  hay  demasiadas  lágri- mas  pequeñas  que  necesitan  ser  secadas  con  besos  y  tan- tos  corazones  pequeños  que  necesitan  ser  sanados  cada  día.  El  dolor  nunca  toma  unas  vacaciones.  Estos  peque- ños,  incapaces  de  enfrentar su  dolor,  deben  aprender que  la  vida  todavía  es  preciosa,  que  vale  la  pena  y  que  tienen  nuestro  apoyo,  nuestro  amor  y,  en  especial,  nuestra  com- prensión,  mientras  pasamos  juntos  por  este  mundo.  Dios  los  bendiga  a  todos...  y  eso  es  de  parte  de  todos  los  ni- ños...  1 0 0  EL  DON  DEL  ORADOR  Con  esas  palabras,  el  Campeón  Mundial  del  Podio  sahó  con  rapidez  del  escenario,  ante  la  ovación  de  pie  mas  prolongada  que  he  atestiguado  en  mis  cuarenta  años  de  carrera.  101  X  TT  U  na  lluvia  tupida  cayó  toda  la  noche  sobre  Manhattan,  acentuada  constantemente  por  los  destellos  brillantes  del  relámpago  y  el  trueno  ensordecedor.  Era  nuestro  segundo  día  en  casa,  después  de  la  convención,  y  Mary y  yo  toda- vía  vestíamos  nuestros  pijamas  y  pantuflas,  compartiendo  indolentemente  el  periódico  de  la  mañana,  mientras  sabo- reábamos  los  panecillos  ingleses  Thomas,  sobre  los  que  Mary  aplicó,  después  de  tostarlos,  una  capa  generosa  de  mermelada  de  naranja  dulce  Smucker's.  Mi  misión  en  el  Omni  Shoreham  había  resultado  un  fracaso  completo.  Después  de  encontrar  en  Patrick  Donne  a  alguien  que  poseía  todas  las  cualidades  especiales  que  buscaba  en  un  orador,  lo perdí.  Cuando  se  alejó  del  esce- nario,  después  de  su  dramático  discurso  de  aceptación,  cruzó  las mismas  puertas por las que  entrara y,  literalmen- te,  desapareció.  Incluso  después  que  Mary  se  fatigó  y  re- gresó  a  nuestra  habitación, Jay  y yo  continuamos  buscán- dolo,  no  únicamente  en  el  hotel,  sino  también  al  menos  en  la  media  docena  de  bares  de  hoteles  que  se  encontra- ban  dentro  de  una  milla  alrededor  del  Omni.  No  tuvimos  suerte.  Por  la  mañana,  antes  de  partir  a  casa,  traté  de  lla- mar  por  teléfono  una  vez  más  a  su  habitación,  pero  la  1 0 3  OG  MANDINO  operadora  me  informó  que  el  señor  Donne  ya  había  regis- trado  su  salida.  Frustración  e  ira.  No  estaba  acostumbrado  a  perder  y  ni  siquiera  deseaba  pensar  en  abandonar  mi  sueño  de  volver  al  negocio  que  tanto  amaba.  Para  frotar  un  poco  de  sal  en  mis  heridas,  el  "Noticie- ro  Nocturno  CBS"  transmitió  durante  varios  minutos  el  discurso  de  Donne  en  la  convención  y,  una  vez  más,  escu- ché  la  gran  voz  que  decía:  "El  dolor  nunca  toma  unas  va- caciones.  Estos  pequeños,  incapaces  de  enfrentar  su  dolor,  deben  aprender  que  la  vida  todavía  es  preciosa,  que  vale  la  pena  y  que  tienen  nuestro  apoyo,  nuestro  amor  y,  en  especial,  nuestra  comprensión,  mientras  pasamos  juntos  por  este  mundo..."  Dan  Rather,  para  enfatizar  más  las  conmovedoras  palabras  de  Donne,  permaneció  en  silencio  y  pensativo  durante  quince  segundos,  antes  de  mirar directamente  a  la  cámara  y  decir:  "¡Con  personas  como  Patrick  Donne  alre- dedor,  supongo  que  todavía  hay  esperanza  para  la  huma- nidad!"  Jay  llamó  por  teléfono  más  tarde  esa  noche,  para  in- formarme  que  Peter Jennings  también  había  expresado  su  opinión  y  elogió  al  primer  Campeón  Mundial  del  Podio  por  su  sorprendente  acto  de  caridad,  en  su  "ABC  World  News Tonight".  Lo  último  fue  leer  esa  mañana,  en la  parte  inferior de  la  primera  página  del  New  York  Times,  un  artí- culo  de  tres  columnas  sobre  el  "Ángel  de  Piedad"  de  Blessings,  Montana  y  el  regalo  espectacular  de  todo  su  premio  en  efectivo  consistente  en  un  cuarto  de  millón  de  dólares,  al  "Centro  Dougy,  una  causa  poco  conocida,  pero  meritoria".  —¿Más  café,  cariño?  Bajé  el  periódico,  asentí  a  Mary  y  forcé  una  sonri- sa.  Ella  había  soportado  mis  estados  de  ánimo  durante  muchos  años  y  desde  nuestro  regreso  a  casa,  aparente- mente  había  decidido  que  la  mejor  manera  de  tratar  mi  1 0 4  EL  DON  DEL  ORADOR  estado  de  ánimo  actual  era  dejarme  en  paz,  lo  que  hizo  dedicándose  a  leer  una  pila  de  libros  de  bolsillo  de  nove- las  románticas.  —¿Cuáles  son  tus  planes  para  hoy? —preguntó  Mary.  El  teléfono  sonó  antes  que  pudiera  responderle.  Fue  algo  bueno,  puesto  que  no  tenía  planes  para  ese  día...  ni  para  ningún  otro.  Caminé  hasta  la  pared  de  roble,  cerca  de  la  ventana  grande  que  daba  hacia  Park  Avenue  y  le- vanté  el  auricular  del  soporte  de  pared.  Cuando  reconocí  la  voz,  estuve  a  punto  de  soltar el  auricular.  —¿Señor  Manning?  —Sí.  —Soy  Patrick  Donne,  señor.  Por  favor,  perdóneme  por molestarlo.  Estaré  en  Nueva  York  un  par de  días,  para  ¡  reunirme  con  el  personal  de  mercadotecnia  de  Ted  &  /  Margaret's.  Desde  mí  llegada,  me  he  preguntado  cómo  ponerme  en  contacto con  usted,  ya  que  estaba  casi seguro  ¡'  de  que  el  número  de  su  teléfono  no  aparecía  en  el  direc- torio.  Finalmente,  decidí buscar en  el  directorio  telefónico [  blanco  de  Manhattan,  que  pesa  diez  libras,  y,  como  un  milagro  de  milagros,  ¡encontré  su  nombre!  Durante  al ¡  menos  veinte  minutos,  traté  de  reunir suficiente  valor para  '  llamarlo.  Ha  estado  casi  constantemente  en  mi  mente,  desde  que  terminó  la  convención  y  me  preguntaba  si  el  rumor que  se  escuchó  en  el  Omni  tenía  algo  de  cierto.  ¿En  verdad  planea  abandonar  el  retiro  y  convertirse  de  nuevo  en  un  agente  activo?  La  expresión  de  mi  rostro  con  seguridad  alarmó  a  Mary,  porque  se  levantó  de  un  salto  de  la  mesa  y  se  colo- có  de  pie  a  mi  lado,  con  la  mano  sobre  mi  hombro  y  ex- presión  perpleja  y  preocupada.  Traté  de  expresar  mi  res- puesta  de  tal  manera  que  no  sólo  respondiera  a  Patrick  Donne,  sino  que  también  aliviara  la  preocupación  de  Mary.  105  OG  MANDINO  —El  rumor  es  absolutamente  correcto,  Pat.  Después  de  un  año  aproximadamente  de  no  hacer  nada  y  estar  mimado  por  mi  encantadora  esposa  y  las  camareras  de  un  crucero,  decidí  que  esa  clase  de  vida  no  era  para  mí.  Soy  demasiado  joven  para  permanecer  sentado  y  hacer  tan  poco,  que  lo  mejor de  mi  día  es  correr en  el  parque.  Asistí  a  la  convención  con  la  esperanza  de  poder  descubrir  a  uno  o  dos  buenos  oradores  motivadores  a  quienes  repre- sentar,  puesto  que  los  miembros  de  mi  antiguo  grupo  de  profesionales  o  murieron  o  se  retiraron.  Encontré  uno.  ¡Tú!  Incluso,  pasé  varias  horas  después  del  concurso  tra- tando  de  hacer  contacto  contigo...  ¡en  vano!  —¿Lo  hizo? Lo lamento,  señor,  lo lamento mucho.  No  tenía  idea.  Espero  que  no  sea  demasiado  tarde.  Me  gusta- ría  mucho  reunirme  con  usted.  —¿En  dónde  te  hospedas?  —En  el  Plaza.  —Bonito  lugar.  ¿Qué  le  parece  hoy?  ¿Tiene  tiempo  libre?  —Todo...  hasta  la  tres.  El reloj  de  nuestra  cocina  marcaba  un  poco  después  de  las  nueve.  —Muy  bien,  lo  espero  en  mi  oficina  a  las  once,  ¿qué  le  parece  eso?  Le  di  la  dirección  de  la  Calle  44  Oeste.  —¿Es  la  misma  oficina  que  ha  ocupado  durante  más  de  cuarenta  años,  la  que  la  revista  Time llamó  el  "Santua- rio  de  Manning  en  el  corazón  de  Babilonia"?  —preguntó  con  voz  suave.  —Es  la  única  que  he  tenido  y  comparada  con  la  ma- yoría  de  las  oficinas  en  Park,  Madison  y  Lexington,  no  es  mucho  más  grande  que  un  armario  para  escobas.  No  obs- tante,  es  mía  y  la  quiero.  No  me  sentiría  feliz  en  ninguna  otra  parte.  106  EL  DON  DEL  ORADOR  —Tal  vez  no  crea  esto,  señor,  pero  muchas  veces  durante  los  últimos  años,  antes  que  anunciara  su  retiro  y  que  yo  me  relacionara  más  con  la  oratoria,  me  imaginé  visitándolo  allí,  siempre  preguntándome  qué  le  diría  a  Bart  Manning  y  todavía  más  importante,  qué  consejo  ten- dría  para  mí  Bart  Manning.  —Vamos a averiguarlo.  ¿A las once está bien? Cuando  llegues  allí,  encontrarás  cerrada  la  vieja  puerta  metálica  de  la  calle.  Toca  el  timbre  y  bajaré  para  que  entres.  —¿Señor  Manning?  —¿ S í ?  —Muchas,  muchas  gracias.  —¡Eres  más  que  bienvenido,  campeón!  Me  da  mucho  gusto  que  me  hayas  llamado.  Había  llamado  por  teléfono  a  Grace  desde  el  Omni,  la  mañana  que  volamos  a  casa,  para  darle  la  mala  noticia  de  que  había  fracasado  en  mi  búsqueda  de  talentos.  Sugerí  que  permaneciera  en  casa  unos  días,  hasta  que  yo  deci- diera  cuál  sería  mi  siguiente  paso,  por  lo  que  estaba  solo  cuando  Patrick  Donne  tocó  el  timbre.  Me  apresuré  a  bajar,  abrí  la  vieja  puerta  y  lo  dejé  entrar.  No  estoy  seguro  de  quién  estuvo  más  feliz  de  ver  al  otro,  pero  el  apretón  de  manos  rápidamente  se  convirtió  en  un  abrazo  afectuoso,  antes  que  Patrick  me  siguiera  por  los  angostos  escalones.  Se  detuvo  cuando  lo  pasé  a  la  pequeña  oficina  de  Grace  y  observó  nuestra  pared  de  fo- tografías,  detrás  del  escritorio.  —Ese  es  Eric  Champion,  ¿no  es  así?  —preguntó  en  voz  baja  y  señaló—.  Tengo  un  viejo  disco  de  larga  dura- ción  de  un  discurso  que  pronunció  durante  el  Congreso  de  Seguridad  Nacional  en  Chicago,  a  finales  de  la  década  de  los  años  sesenta.  ¡Estuvo  maravilloso!  107  OG  MANDINO  Señaló  otra  fotografía  más  pequeña.  —¿El  general  Goldfarb?  —Sí.  —He  leído  algunos  de  sus  discursos,  incluso  en  el  papel,  sus  palabras  cobran vida.  También  reconozco  a  ese  hombre  —exclamó  con  orgullo—.  Blandy.  Jugó  primera  base  para  los  Medias  Rojas  de  Boston.  ¡El  Salón  de  la  Fama!  ¡Ha  representado  en  verdad  a  algunos  de  los  gran- des,  señor  Manning!  —Sí,  los  representé...  y  extraño  a  todos.  Pasa  a  mi  oficina  y,  por  favor,  no  más  "señor  Manning".  Llámame  Bart  y  no  me  sentiré  tan  anciano  cuando  esté  cerca  de  ti.  ¿Cuántos  años  tienes,  a  propósito?  —Tenía  treinta  y  dos  hace  una  semana.  —Se  supone  que  esa  fue  una  edad  muy  fructífera  y  productiva  en  la  vida  de  un  hombre. Jesús  hizo  sus  obras  más  importantes  a  la  edad  de  treinta  y  dos  años.  Donne  asistió  y  fijó  la  mirada  en  sus  manos.  —Sin  embargo,  lo  crucificaron.  No  supe  qué  decir.  Donne  se  apoyó  en  la  vieja  silla  que  estaba  junto  a  mi  escritorio.  —Es  muy  poco  común,  Bart.  Eres  la  segunda  persona  que  en  menos  de  una  hora  me  habla  de Jesús.  —¿Qué  quieres  decir?  —Como  sabes,  el  Plaza  se  encuentra  directamente  frente  al  Parque  Central.  Después  de  hablar  contigo,  me  sentí  demasiado  inquieto  para  permanecer  en  la  habita- ción  del  hotel,  por  lo  que  di  una  larga  caminata  por  el  parque.  Poco  antes  de  las  diez  y  media,  salí de  todo  ese  follaje,  pasé  la  estatua  de  Bolívar,  según  creo,  y  di  vuelta  a  la  izquierda,  hacia  la  Quinta  Avenida,  donde  planeaba  tomar un  taxi  para  venir  hasta  aquí.  De  pronto,  esa  perso- na  con  apariencia  extraña  empezó  a  señalarme  directa- mente,  sacudiendo  su  vieja  Biblia  y  gritando  con  voz  ron- 108  EL  DON  DEL  ORADOR  ca:  "¡Usted,  usted.,  hoy  es  su  día!  ¡La  vida  cambiará  para  usted  hoy.  Recuerde  las  palabras  de Jesús  en  la  montaña,  cuando  dijo:  'Pide  y  se  te  dará;  busca  y  encontrarás;  llama  a  la  puerta  y  te  la  abrirán'".  Continuó  señalándome  y  gri- tando:  "Usted,  hoy  es  su  día.  ¡Pida,  busque,  llame!",  hasta  que  finalmente,  escapé  en  un  taxi  en  la  Quinta  Avenida.  ¡Extraño!  Casi  atemorizante  escuchar  esas  palabras  particu- lares  antes  de  venir  a  reunirme  contigo.  —Pat,  ¿eres  un  hombre  religioso?  —No,  en  realidad,  lamento  decirlo.  Una  vez  al  mes,  en  promedio,  asisto  a  los  servicios  dominicales  en  una  iglesia  de  la  comunidad,  en  Red  Lodge,  allá  en  casa.  Trato  de  vivir de  acuerdo  a  los  Mandamientos,  pero  no...  no soy  un  hombre  religioso,  si  es  lo  que  te  preguntas.  —Dime,  ¿esa  persona  que  te  aconsejó  a  gritos  en  la  esquina  de  Parque  Central  Sur y  la  Quinta Avenida,  estaba  en  una  silla  de  ruedas?  Donne  frunció  el  ceño  e  inclinó  la  cabeza.  —Sí.  ¿Conoces  a  ese  hombre?  —No,  pero  tuve  un  encuentro  similar  con  él  una  mañana,  cuando  corría  a  casa  desde  el  parque,  hace  un  par  de  meses.  No  lo  he  visto  desde  entonces,  a  pesar  de  que  tomo  la  misma  ruta  a  casa  todos  los  días.  No  hice  más  comentarios  sobre  mi  curiosa  confronta- ción.  —Hiciste  un  gran  acto  de  desaparición  después  de  tu  impresionante  discurso  en  el  Omni  —comenté—.  Puse  a  todos  a  buscarte,  con  excepción  del  FBI.  —Ojalá  lo  hubiera  sabido  —sonrió—.  Cuando  salí  por esas  puertas,  me  dirigí directamente  al vestíbulo,  crucé  la  puerta  principal,  tomé  en  taxi  y  le  pedí  que  me  llevara  al  Monumento  a  Lincoln.  Debido  a  lo  avanzada  que  esta- ba  la  noche,  estoy seguro  que  el  taxista  pensó  que  llevaba  a  bordo  a  un  loco.  Cuando  le  pagué,  le  pedí que  regresa- ra  a  recogerme  en  el  mismo  sitio  exactamente  en  dos  ho- 109  OG  MANDI NO  ras.  En  seguida,  le  di  cincuenta  de  propina.  Encontré  una  banca  colocada  en  la  forma  adecuada  para  que  pudiera  sentarme  y  mirar  directamente  la  obra  maestra  de  mármol  de  Lincoln,  iluminada  de  tal  manera  que  la  piedra  parecía  brillar.  Antes  de  mi  prol ongada  y  solitaria  sesi ón  en  la  banca,  subí  el  tramo  largo  de  escalones  de  mármol,  hasta  que  el  gran  hombre  quedó  directamente  arriba  de  mí.  En  la  pared  interior  izquierda  del  monumento,  tallado  en  pie- dra,  está  el  Discurso  de  Gettysburg,  palabras  que  significa- ron  mucho  para  mí  desde  que  estuve  en  el  primer  grado.  Bart,  en  aquel  tiempo,  mi  amada  madre  trabajó  conmigo  durante  días,  hasta  que  memoricé  las  palabras  de  ese  dis- curso  inmortal.  En  el  cumpleaños  dé  Lincoln,  aquel  año,  mi  madre  me  ani mó  para  que  le  dijera  a  mi  maestra  de  primer  grado  que  podía  recitar  el  Discurso  de  Gettysburg  de  Lincoln  y,  por  lo  tanto,  naturalmente,  me  pidió  que  lo  recitara  frente  a  mi  clase.  Aplaudieron.  ¡Aplaudieron  en  verdad!  Antes  que  terminara  el  día,  la  señorita  Wray  me  llevó  a  todos  los  demás  salones  de  clases  en  nuestra  es- cuela  y  en  cada  salón,  para  gran  sorpresa  mía,  los  niños  vitorearon  y  aplaudieron,  incluso  los  del  sexto  grado.  Su- pongo  que  eso  encendió  la  flama  y  el  sueño.  Cuando  me  encont raba  de  pi e  en  el  monument o,  tan  cerca  de  esa  enorme  estatua,  me  volví  hacia  la  pared  interior  izquierda,  bañada  por  una  luz  cálida.  Permanecí  de  pi e  allí,  solo,  recordando  lo  orgullosa  que  se  sintió  mi  mamá  y  leí  las  pal abras  en  voz  alta,  con  las  lágrimas  r odando  por  mis  mejillas.  En  seguida,  bajé  las  escaleras  hasta  la  banca  que  había  encontrado  y  me  senté  allí,  acompañado  por  todos  mis  recuerdos,  esforzándome  mucho  para  poner  en  pers- pectiva  todo  lo  que  me  había  sucedido.  —¿Y  lo  hiciste?  —Eso  creo.  Bart,  te  necesito.  Me  gustaría  ser  un  gran  orador,  un  verdadero  orador  persuasivo  y  necesito  tu  ayu- da  para  hacer  que  mi  sueño  se  convierta  en  realidad.  ¿Se- rás  mi  agente?  110  EL  DON  DEL  ORADOR  —Me  sentiré  muy  honrado  de  representarte,  Pat.  Por  lo  que  he  visto  y  escuchado,  tu  pot enci al  es  ilimitado.  Creo  que  podrí amos  trabajar  muy  bi en  juntos  y  lo  que  más  me  agrada  es  que  también  te  aprecio  como  persona,  no  sólo  como  un  producto  que  venderé.  Sin  embargo,  al- gunos  de  mis  términos  son  bastante  rígidos  y,  tal  vez,  des- pués  de  escucharlos,  no  estés  tan  ansioso  por  tener  a  Bart  Manning  como  representante.  —¿Por  ejemplo...?  —Mi  comi si ón  es  el  vei nt i ci nco  por  ci ent o  de  los  honorarios  de  orador  que  cobramos  a  los  clientes  por  tu  actuación.  El  cliente  que  te  contrata  asume  todos  los  car- gos  rel aci onados  con  tu  t ransport aci ón  a  y  de  los  aero- puertos,  la  cuenta  del  hotel  y  las  comidas.  No  obstante,  tu  reservas  tus  propios  vuelos  y  nos  reportas  el  costo.  Noso- tros  facturaremos  al  cliente,  cobraremos  y  te  enviaremos  la  cantidad  total.  Todos  tus  vuelos  serán  en  primera  clase.  Si  no  pagan  un  boleto  de  viaje  redondo  en  primera  clase,  no  vas,  ¿de  acuerdo?  Únicamente  sonrió  y  asintió.  —¿Cuánto  cobras  en  la  act ual i dad  por  tu  di scurso  motivador  típico  de  una  hora?  —La  cant i dad  si empre  es  negoci abl e,  Bart,  depen- di endo  de  la  organización.  Por  lo  general,  es  entre  uno  y  tres  mil.  —Patrick  Donne,  ahora  eres  el  campeón  mundial  y  los  honorarios  son  de  diez  mil...  no  negociables.  Cerró  los  ojos  un  moment o.  —¡Dios!  -—suspiró.  Me  miró  directamente—.  ¿Te  im- portaría  si  continúo  con  algunos  asuntos  de  caridad  para  recaudar  fondos,  sin  cobrar,  como  siempre  lo  he  hecho?  —No  hay  problema.  Debes  comprender  que  cuando  firmemos  nuestro  contrato,  seré  tu  representante  exclusi- vo.  Por  supuesto,  de  acuerdo  a  los  términos  del  contrato,  como  verás,  cada  uno  de  nosotros  tiene  libertad  para  can- 1 1 1  OG  MANDINO  celar  el  contrato  con  un  aviso  por  escrito  de  treinta  días,  sin  motivo  necesario,  pero  mientras  esté  vigente,  yo  me  encargaré  de  la  contratación  de  todos  tus  discursos.  Podría  dividir  mi  comisión  con  otra  agencia,  si  se  ponen  en  con- tacto  conmigo  para  contratarte  para  uno  de  sus  clientes,  pero  con  excepci ón  dé  eso,  en  todas  las  contrataciones  sólo  tomaremos  parte  tú,  yo  y  el  cliente.  ¿De  acuerdo?  No  hay  problema  con  eso.  ¿Cuándo  empezamos?  —Eso  demanda  mucho  de  ti.  ¿Cuántos  futuros  discur- sos  tienes  contratados  hasta  hoy?  —Creo  que  seis.  El  último  es  en  octubre  de  este  año.  —Entonces,  eso  no  será  muy  difícil.  ¿De  casualidad  tienes  contigo  parte  de  tu  material  publicitario?  —Utilizo  el  material  publicitario,  Bart,  pero  todo  está  en  Montana.  Regresaré  a  casa  en  un  par  de  días...  —Envíame  una  docena  aproximadamente.  Tengo  un  grupo  de  publicidad  y  promoción  muy  talentoso,  aquí  en  la  ciudad,  que  hace  un  trabajo  mucho  mejor  que  el  que  anteriormente  hacía  para  mi  gente.  ¿Tienes  fotografías  en  brillo?  —Tengo  una  buena  de  ocho  por  diez,  entre  el  mate- rial  publicitario,  y  es  bastante  reciente,  pero  si  a  ti  o  a  tu  gente  no  le  gusta,  conseguiremos  más.  —Fabul oso.  Cuando  nos  conoci mos  en  el  bar,  en  Garden  Court,  comentaste  a  mi  amigo, Jay  Bridges,  y  a  mí,  sobre  un  rancho  de  ganado  que  tenías  y  vendiste.  —Se  lo  vendí  a  mi  capat az,  cuando  los  di scursos  empezaron  a  multiplicarse.  En  realidad,  nunca  disfruté  las  mil  y  una  tareas  de  un  rancho  y  cuando  murió  papá,  lo  hubiera  vendi do,  pero  había  sido  el  hogar  de  mi  madre  desde  que  se  casaron  y  no  tuve  corazón  para  pedirle  que  viviera  en  otra  parte.  Por  lo  tanto,  lo  conservé  hasta  que  la  perdí,  hace  cuatro  años.  Cuando  los  discursos  aumentaron  en  númer o  y  tuve  oport uni dad  de  vender  el  rancho,  lo  hice.  Conservé  cinco  acres  y  una  pequeña  cabana  de  tres  1 1 2  EL  DON  DEL  ORADOR  habitaciones,  que  es  una  combinación  de  casa  y  oficina.  Me  encargué  de  mi  correspondencia,  papel eo  y  contabili- dad,  lo  cual  disfruté  desde  el  principio.  Todavía  lo  disfru- to.  Con  seguridad,  estoy  listo  para  graduarme  con  tu  ayu- da  en  "lo  selecto".  —¿Qué  hay  sobre  ese  avión  tuyo?  —sonreí.  —¿Mi  Beechcraft?  Volar  fue  alguna  vez  mi  mayor  pa- sión,  per o  ya  me  abur r i ó.  Es  pr obabl e  que  venda  ese  avión  si  reci bo  una  oferta  adecuada.  Está  en  un  hangar  pr i vado,  en  un  pe que ño  aer opuer t o  en  las  afueras  de  Billings.  —Pat,  hay  algo  más  que  t engo  que  pregunt ar  para  conocernos  mejor.  Eres  un  hombre  alto  y  guapo,  pero  no  he  escuchado  menci onar  a  ninguna  señora  Donne.  ¿Por  qué?  —¿Quieres  saber  si  soy...  homosexual?  —No. . .  no.  Sólo  me  preguntaba.  —Hace  once  años,  estuve  compromet i do  con  la  jo- ven  más  hermosa  de  Montana.  La  perdí.  —Lo  lamento.  Perdóname.  —La  perdí,  pero  no  de  la  manera  en  que  piensas.  Me  amaba,  per o  también  amaba  a  su  iglesia  y  supongo  que  cuando  llegó  el  momento  de  decidir,  no  tuve  mucha  opor- tunidad  al  competir  contra  Dios.  La  joven  a  la  que  tanto  amé  ha  sido  monja  desde  hace  mucho  tiempo.  Nos  mante- nemos  en  contacto.  Ella  da  clases  en  tercer  grado  en  una  escuela  parroquial,  en  San  Francisco.  Intercambiamos  re- galos  de  Navidad  y  cumpleaños,  así  como  mucha  corres- pondencia.  No  he  encontrado  a  nadie  a  quien  pueda  amar  y  ador ar  t ant o  como  amé  a  Jean  Foley,  per o  cont i núo  buscando.  —Estoy  seguro  de  que  un  hombre  alto  y  guapo  como  tú  no  tiene  mucho  problema  para  conseguir  citas.  Sonrió  con  timidez  y  negó  con  la  cabeza.  —Algún  día  encontraré  a  esa  dama  especial.  113  OG  MANDINO  Le  entregué  una  tarjeta  de  archivo  grande.  —Escribe  aquí  tu  dirección  y  número  telefónico  y  cuando  el  contrato  esté  redactado,  Grace  te  lo  enviará  por  correo.  Mientras  tanto,  tan  pronto  como  recibamos  tu  material  publicitario  empezaremos  a  trabajar  en  el  nuevo,  recalcando  el  hecho  de  que  ahora  eres  el  Campeón  Mun- dial  Oficial  del  Podio.  Enviaremos  correspondencia  a  to- dos  mis  viejos  amigos,  los  programadores  de  eventos,  y  todo  estará  en  marcha  antes  de  que  te  enteres.  Cuando  llegues  a  casa,  envíame  las  fechas  exactas  de  tus  seis  dis- cursos  programados  y  el  nombre  de  los  sitios  donde  los  pronunciarás.  Si tenemos suerte y la  oportunidad,  firmare- mos  contratos para  ti  con  ellos.  Algo  más...  estoy  casi  se- guro  de  que  podríamos  colocarte  en  algunos  programas  nacionales,  considerando  que  ya  has  sido  elogiado  por  Rather,  Jennings  y  Tbe New  York  Times.  ¿Tienes  alguna  objeción  de  volar  hasta  aquí  una  o  dos  veces,  si  logramos  colocarte  en  algunos  programas  el  próximo  mes  o  el  si- guiente?  Eso  podría  generar  cierta  acción  y  facilitar  mi  tra- bajo.  —Tú  encárgate  de  la  contratación...  y yo  daré  los  dis- cursos.  No sé  cuánto  tiempo  más  Blessings  seguirá  siendo  mi  hogar base.  He  estado enamorado  de  esa ciudad  desde  hace mucho  tiempo,  a  pesar de  todos  sus  problemas  y  de  que  soy  un  hombre  de  campo.  Podría  sorprenderte  en  algún  momento  e  informarte  que  me  convertiré  en  un  neoyorquino.  —-¡Fabuloso!  Eso  facilitaría  mucho  más  mi  trabajo,  especialmente,  para  promoverte  aquí  en  los  medios  de  comunicación  nacionales  como  lo  mejor  de  lo  mejor.  Si  puedo  ayudarte  de  alguna  forma  en  eso,  sólo  avísame.  El  hombre  joven  se  puso  de  pie  y  extendió  la  mano.  —Gracias  por la gran oportunidad —dijo—.  He  soña- do  con  esto  durante  mucho  tiempo.  No  lo  lamentarás,  te  daré  todo  lo  que  tengo.  1 1 4  EL  DON  DEL  ORADOR  —Pat,  no  lo  dudo.  Eras  mi  única  oportunidad.  No  estoy  seguro  si  comprendes  que  puedes  ser  una  fuerza  poderosa  para  el  bien  en  este  país  y  en  este  tiempo  tan  extraño  de  nuestra  historia,  cuando  todos  parecen  atemo- rizados  y  preocupados,  mientras  se  esfuerzan  para  no  ahogarse  en  un  mar de  miseria,  temor,  inseguridad  y  caos.  Parece  que  el  mundo  se  convertirá  en  un  infierno,  Pat.  Necesitan  escuchar  tu  voz,  tus  palabras,  tu  inspiración.  Estaré  en  contacto...  pronto.  Donne  miró  su  reloj.  —Veamos,  tengo  una  hora  antes  de  mi  cita  con  la  gente  de  Ted  &  Margaret's.  Creo  que  haré  lo  que  le  he  estado  prometiendo  a Jean  que  haría  cada  vez  que  viniera  a  la  Ciudad  de  Nueva  York.  Voy  a  visitar  la  Catedral  de  San  Patricio.  Nunca  he  estado  allí,  pero  éste  es  el  momen- to  perfecto.  Sólo  deseo  dar gracias  a  Dios  por  reunimos  y  no  se  me  ocurre  un  lugar  mejor  para  hacerlo.  115  I i   OG  MANDINO  mesa- -.  Por  favor,  dime  por  qué  desperdicias  nuestras  noches  preciosas  sudando  sobre  el  material  promocional,  cuando  tal  vez  hay  quinientas  agencias  publicitarias  a  unas  manzanas  de  aquí,  que  probablemente  con  gusto  harían  todo  eso por ti...  y  es muy posible...  si  me  perdonas...  que  lo  hicieran  mejor.  ¿Quién  eres,  uno  de  nuestros  mejores  agentes  del  país  o  un  escritor  de  anuncios?  Así,  a  la  mañana  siguiente,  en  el  escritorio  de  mi  ofi- cina,  abrí  las  páginas  amarillas  del  NYNEX  Business  to  Business,  en  Agencias  de  Publicidad.  Mary  se  había  equi- vocado.  Había  cerca  de  mil  agencias  de  publicidad  en  el  área  de  unas  manzanas.  Confundido  por  completo,  hojeé  despacio  las  quince  páginas  de  listas  de  agencias,  hasta  que  atrajo  mi  atención  un  pequeño  anuncio  de  una  co- lumna  por  dos  pulgadas,  en  cursiva.  Dandelion  Produc- tions.  Las  semillas  que  sembramos  producen  durante  años.  Dos  décadas  de  experiencia y  resultados  comprobados  en  todo,  desde  correspondencia  directa  basta promoción  de  celebridades.  Llámenos.  Terri y  Vic  Darnley.  201  E.  50th  St.,  555-7849.  Sólo  fue  necesaria  una  reunión  con  Terri  y  Vic  para  convencerme  de  que  deseaba  a  esas  dos  personas  brillan- tes  en  mi  equipo.  Es  imposible  calcular cuánto  aumentó  el  número  de  contrataciones  que  pude  obtener  para  mi  gen- te,  debido  al  material  promocional  creativo  y  atractivo  que  presentaron.  Su  consejo  sabio  respecto  al  envío  de  la  co- rrespondencia,  así  como  la  exposición  nacional  que  orga- nizaron,  comenzando  con  Eric  Champion,  en  programas  de  comentarios  y  programas  matutinos  en  cadena,  tales  como  "The  Today  Show",  fueron  invaluables.  Estoy  seguro  de  que  el  secreto  de  su  éxito  es  que  los  Darnley  en  ver- dad  se  interesan.  Se  aseguran  de  conocer personalmente  a  cada  uno  de  mis  oradores,  para  que  al  reunimos  para  discutir  las  posibilidades  de  una  futura  promoción,  como  por  lo  general  tratamos  de  hacer  todos  los  viernes,  pue- 118  EL  DON  DEL  ORADOR  dan  ofrecer,  como  Vic  lo  expresó  en  una  ocasión,  suge- rencias  "diseñadas  particularmente",  porque  realmente  están  familiarizados  con  la  persona  que  tratamos  de  ven- der  a  los  clientes.  Cuando  llegó  por  correo  el  material  publicitario  de  Patrick  Donne,  de  inmediato  llamé  por  teléfono  a  los  Darnley.  Terri  contestó  el  teléfono  y  cuando  le  expliqué  brevemente  el  propósito  de  mi  llamada,  su  voz  se  quebró  varias  veces.  —Bart,  es  la  mejor  noticia  que  he  escuchado  en  años  —dijo  Terri—.  Sospechamos  que  había  algo,  cuando  nos  enteramos  de  que  ustedes  dos  asistirían  a  la  convención  de  oradores.  ¿En  verdad  regresas  al  negocio?  —Eso  espero,  con  la  ayuda  de  ustedes  dos.  ¿Cuándo  podemos  reunimos  para  hablar?  —Mañana  es viernes y los viernes  nunca  han vuelto  a  ser  lo  mismo  desde  que  te  retiraste  y  nuestras  reuniones  semanales  llegaron  a  su  fin.  ¿Qué  te  parece  mañana  a  las  diez  aquí,  como  en  los  viejos  tiempos?  —¡Allí  estaré!  Después  de  recordar  nuestros  triunfos  y  derrotas  pa- sados,  pasamos  la  mayor  parte  de  la  mañana  del  viernes  discutiendo  los  diferentes  caminos  que  podríamos  tomar  para  promover  mejor  a  Patrick  Donne.  Pude  notar  que  Terry  y  Vic  se  contagiaron  casi  de  inmediato  de  mi  entu- siasmo  y,  finalmente,  tomamos  varias  decisiones  sobre  cómo  proceder  mejor.  Acordamos  que  me  pondría  en  contacto  con  viejos  amigos  o  programadores  de  eventos  o  que  lanzaríamos  a  Patrick  Donne  de  alguna  manera,  hasta  que  el  nuevo  material  publicitario  estuviera  preparado  y  se  enviara  por  correo.  También,  los  Darnley  insistieron  en  que  necesitábamos  fotografías  de  Patrick  mucho  más  sen- sacionales  que  la  que  él  había  utilizado  en  su  publicidad.  Señalé  con  impaciencia  las  piezas  del  material  publi- citario  de  Donne  que  se  encontraban  esparcidas  sobre  el  escritorio  de  Vic.  1 1 9  OG  MANDINO  —Espero  que  todo  esto  no  tome  demasiado  tiempo.  Debemos  enviarle  por  correo  su  contrato  dentro  de  un  par  de  días.  —Bart,  estás  muy  trabajador  porque  tuviste  unas  va- caciones  muy prolongadas -—Vic  sonrió—.  ¿Y si  lo llama- mos  hoy  por  teléfono  y  le  pedimos  que  regrese  a  la  gran  ciudad  por  un  par  de  días,  para  tomar  fotografías  y  reunir- se  con  nosotros?  Me  gustaría  que  el  Estudio  Matteo,  en  Lexington,  tome  las  fotografías.  En  los  últimos  diez  años  únicamente  hemos  trabajado  con  Matt,  para  toda  tu  gente,  así como  para  la  mayoría  de  nuestros  otros  clientes.  Es  un  verdadero  artista.  Le  pediremos  a  tu  orador  que  traiga  un  par  de  sus  mejores  trajes,  si  los  tiene.  —No  permitan  que  los  engañe  el  hecho  de  que  él  es  de  Montana —sonreí—.  Los  tiene.  En  realidad,  apuesto  a  que  sus  pantalones  de  mezclilla  fueron  hechos  por  un  sastre.  Terri  sacudió  la  cabeza  maravillada.  —Bart,  no  creo  poder  recordar  cuándo  te  escuché  tan  entusiasta  al  hablar  de  un  orador.  ¿Acaso  no  estás  creando  a  este  hombre  en  tu  mente,  sólo  porque  deseas  mucho  regresar  al  negocio?  —¡Claro  que  no!  Si  hubieran  estado  conmigo  en  la  convención,  comprenderían.  Hasta  que  vi  y  escuché  a  este  hombre,  todos  los  demás  que  aparecieron  allí  en  el  esce- nario,  incluyendo  a  varios  de  los  llamados  profesionales  de  primera,  no  fueron  aprobados  en  mi  hoja  de  califica- ciones.  Vic  frunció  el  ceño  al  mirar  parte  del  material  publi- citario  que  estaba  sobre  su  escritorio.  —Cuando  venga,  Bart,  y  mientras  más  pronto  mejor,  también  nos  gustaría  tener  una  reunión  prolongada  con  él,  para  poder  conocerlo  a  fondo.  Parece  que  todos  sus  clientes  son  compañías  pequeñas  en  el  Noroeste.  Aquí  no  hay  mucho  para  impresionar  al  programador  de  un  evento  120  EL  DON  DEL  ORADOR  de  Fortune  500,  por lo  que  necesitaremos  encontrar  uno  o  dos  puntos  que  podamos  utilizar.  ¿De  acuerdo?  —Por  supuesto.  Podrían  pedirle  que  trajera  ese  sor- prendente  trofeo  de  cristal  Waterford  que  recibió  como  Campeón  Mundial  del  Podio.  Podría  servir  para  algunas  fotografías  impresionantes.  También,  en  caso  de  que  haya  olvidado  decirlo  hasta  ahora,  ustedes  dos  tienen  un  presu- puesto  sin  límite  en  este  caso.  Hagan  todo  lo  que  sientan  que  es  necesario.  Terri  apuntó  su  dedo  índice  hacia  mí.  —Lo  lamentarás.  Yo  también  moví  el  dedo  de  igual  manera.  —Nunca  lo  he  lamentado  hasta  ahora.  No  olviden  recordarle  a  Donne  que  el  tiempo  es  esencial.  Mientras  más  pronto  venga  al  Este,  muestre  su  encanto  ante  la  cá- mara  y los  conozca  a  ustedes  dos,  más  pronto  podrán  pre- parar  su  nuevo  material  publicitario.  Una  vez  que  tenga- mos  todo  eso,  podremos  empezar  a  enviar  la  correspon- dencia  y,  poco  después,  haré  por  teléfono  las  llamadas  consecutivas.  Terri  llamó  por  teléfono  a  nuestro  apartamento  esa  tarde,  cuando  Mary  y  yo  mirábamos  el  noticiero  de  las  once.  Se  había  puesto  en  contacto  con  Pat  en  su  primer  intento.  —Ese  hombre  tiene  una  voz  magnífica,  Bart  —excla- mó  ella—,  y  no  tuve  que  esforzarme  para  convencerlo  de  la  urgencia  de  nuestro  proyecto.  Lo  único  que  dijo  fue  que  si  el  señor  Manning  lo  necesitaba,  estaría  aquí.  Dijo  que  vendría  a  Nueva  York  el  próximo  lunes  por la  tarde  y  que  estaría  en  nuestra  oficina  el  martes,  a  las  nueve.  ¿No  es  maravilloso?  Eso  me  dará  todo  el  lunes  para  ponerme  en  contacto  con  Matt  y  programar  la  sesión  fotográfica  de  Donne para el miércoles.  El martes,  él,  Vic y yo tendremos  nuestra  charla  prolongada  para  conocernos.  Espero  que  no  te  importe,  pues  le  pregunté  si  estaba  de  acuerdo  en  121  OG  MANDINO  que  estuvieras  presente  y  respondió  que  le  encantaría.  Te  envía  sus  mejores  deseos  y  quiere  que  sepas  que  ansia  empezar.  Le  dije  que  le  enviaríamos  el  costo  del  boleto  de  avión y  las  tarifas  de  los  taxis,  así como  que  tiene  reserva- da  una  habitación  en  The  Península,  cargada  a  tu  cuenta,  ¿de  acuerdo? ¿Cómo  lo  hice?  —¿Sabe  Vic  que  es  un  hombre  con  suerte?  —Lo  dudo.  Por  favor,  recuérdaselo  la  próxima  vez  que  hablen.  El  sábado  llamé  por  teléfono  a  la  sorprendida  Grace  y  le  pedí  de  favor  que  se  presentara  el  lunes,  para  que  pudiéramos  terminar  de  reunir  toda  la  lista  de  correspon- dencia  de  prospectos  corporativos  en  la  que  ella  había  estado  trabajado  diligentemente  cuando  la  llamé  desde  el  Omni,  con  la  mala  noticia  de  que  mi  misión  de  búsqueda  había  fracasado  en  la  convención  y  que  no  teníamos  ora- dores  que  promover.  Fue  entonces  cuando  la  llamada  te- lefónica  de  Pat  cambió  todo.  El  lunes,  trabajamos  juntos  durante  quizá  dos  horas,  antes  que  Grace  se  volviera  hacia  mí  pacientemente.  —Bart,  puedo  atender esto,  como  siempre  lo  hice  en  el  pasado —dijo  Grace—.  ¿Por qué  no  te  vas  a  casa  y des- cansas?  Necesitarás  toda  tu  energía  cuando  tengamos  el  nuevo  material  publicitario  y  empieces  a  llamar  por  teléfo- no y a  localizar a  todos  tus  amigos  planeadores  de  reunio- nes.  El  martes,  a  propósito  retrasé  treinta  minutos  mi  lle- gada  a  la  oficina  de  los  Darnley,  para  que  Terri,  Vic y Pat  pudieran  conocerse  un  poco  y  hablar  con  libertad,  sin  que  mi  presencia  impidiera  las  cosas.  En apariencia,  la  estrate- gia  funcionó  bien.  Cuando  me  llevaron  a  la  pequeña  sala  de  juntas  de  Dandelion  Productions,  acogedora  y  con  pa- redes  de  madera,  donde  a  través  de  los  años  había  pasado  tantas horas productivas  en  compañía de Terri  y Vic,  todos  los  rostros  estaban  sonrientes.  EL  DON  DEL  ORADOR  Después  de  estrechar  las  manos  de  Vic  y  de  Pat y  de  besar  la  mejilla  de  Terri,  mentí  al  decir:  —Lamento  llegar  tarde.  Mi  corredor  me  llamó  por  teléfono  esta  mañana  para  decirme  que  necesitaba  mi  autógrafo  en  algunos  papeles  y  eso  me  tomó  más  tiempo  del  pl aneado.  Pat,  ¿cómo  está  tu  habitación  en  The  Península?  —¡La  habitación  está  espléndida  y  todo  el  hotel  es  magnífico!  Además,  descubrí  su  spa  de  tres  niveles,  en  el  último  piso  del  hotel.  Una  manera  difícil  de  vivir —sonrió.  Me  volví  hacia Terri  y Vic.  —¿Qué  opinan  ustedes  dos  sobre  este  hombre?  ¿Po- dremos  venderlo  al  mundo?  Patrick  Donne  vestía  una  chaqueta  ligera  de  lino  con  corte  suelto,  sobre  una  playera  negra.  Sonrió  y  enco- gió  defensivamente  los  hombros  anchos,  en  espera  de  la  respuesta.  —Sí,  creo  que  podrás  conseguir un contrato  para  este  vaquero,  si  no  eres  demasiado  exigente  —comentó  Terri.  —En  serio,  Bart,  por  lo  que  Pat  acaba  de  decirnos,  parece  que  los  comerciales  nacionales  de  Ted & Margaret's  harán  gran  parte  del  trabajo  base  para  nosotros  —opinó  Vic—.  Pat,  dile  lo  que  planean  para  el  comercial  inicial,  que  transmitirán  en  todo  el  país  durante  al  menos  un  mes.  Pat  sonrió  con  timidez  y  sacudió  la  cabeza.  —Según  tengo  entendido,  el  primer comercial  se  ini- ciará  con  una  fanfarria  fuerte  de  trompeta,  mientras  la  cámara  enfoca  el  Partenón  y  después  el  Coliseo,  en  Roma.  En  seguida,  el  Independence  Hall  de  Filadelfia y,  por  últi- mo,  el  Monumento  a  Lincoln,  mientras  una  voz  de  baríto- no  dice:  "El  mundo  ha  conocido  a  muchos  oradores  en  el  pasado,  como  Demóstenes,  Cicerón,  Patrick  Henry  y  Lincoln".  Entonces,  Bart,  y  no  creerás  esto,  puesto  que  sabes  dónde  desaparecí  después  de  ganar  el  concurso  de  oratoria  en Washington,  cuando  la  cámara  enfoca  despacio  1 2 3  OG  MANDI NO  el  Monument o  a  Lincoln,  la  voz  dice:  "Nuestro  siglo,  al  acercarse  a  su  fin,  ha  producido  un  orador  persuasivo  que  iguala  a  cualquiera  de  los  anteriores".  Mientras  pronuncian  las  palabras,  saldré  desde  detrás  de  la  estatua  de  Lincoln  y  bajaré  despacio  los  escalones  del  monument o,  sonriendo  y  sal udando,  mientras  la  voz  dice:  "¡Damas  y  caballeros,  conozcan  a  Patrick  Donne,  el  Campeón  Mundial  del  Po- dio!"  Al  tiempo  que  la  cámara  toma  de  cerca  la  cabeza  y  hombros,  yo  haré  un  comercial  de  qui nce  segundos  di- ci endo  a  los  televidentes  lo  orgul l oso  que  me  siento  al  hablar  sobre  los  fabulosos  platillos  de  Ted  &  Margaret's  y  sugeriré  una  cena  específica,  que  será  seleccionada  por  el  personal  de  mercadotecnia.  El  comercial  termina  cuando  la  cámara  hace  una  toma  alta  y  posterior  y  vemos  una  vis- ta  aérea  de  Washington.  Me  informaron  que  haré  mi  parte  en  el  monument o  el  próxi mo  mi ércol es  y  que  pl anean  present ar  el  comercial  t ermi nado  en  "60  Minutos"  y  en  "Buenos  Días  América",  dentro  de  cuatro  semanas.  Vic  se  volvió  hacia  mí  y  sonrió.  Levantó  las  dos  ma- nos  más  arriba  de  la  cabeza.  —¿Quién  podría  pedir  más?  Dime,  Bart,  ¿ya  decidie- ron  los  honorarios  que  cobrarán  por  las  presentaciones  de  Pat?  —Diez  mil.  Firme.  —¡No  es  suficiente!  No,  si  consi deras  lo  que  están  cobrando  en  la  actualidad  algunos  de  los  llamados  orado- res  "célebres".  Por  supuesto,  todavía  no  escuchamos  ha- blar  a  Pat,  pero. . .  Donne  interrumpió.  —¿Quieren  escucharme  hablar?  —¡Nos  encantaría!  —En  una  semana  a  partir  de  este  sábado,  pronuncia- ré  un  discurso  de  inauguración  para  la  Asociación  de  Co- rredores  de  Bienes  Raíces  de  Nevada,  en  su  cena  anual  de  1 2 4  EL  DON  DEL  ORADOR  premios,  en  el  Caesars  Palace,  en  Las  Vegas.  Si  ustedes  dos  desean  ir,  me  encargaré  de  los  boletos.  —Ha  pasado  demasiado  tiempo  desde  que  contendí  con  esas  encantadoras  y  brillantes  máquinas  tragamonedas  —Terri  suspiró.  —Al  menos  diez  años  —dijo  Vic,  con  la  misma  año- ranza—.  No  me  importaría  pasar  de  nuevo  unas  horas  ante  la  ruleta.  ¡Vamos,  Terri!  El  trabajo  puede  esperar.  Vo- laremos  a  las  Vegas  el  viernes  y  permaneceremos  allí  tres  o  cuat ro  días  o  hasta  que  quebr emos:  no  cargaremos  a  cuenta  de  Bart  ninguna  parte  del  viaje.  ¿No  somos  agrada- bles?  Llamaremos  a  Nancy  a  Welcome  Aboard  y  lo  arregla- remos  mañana.  Terri  se  puso  de  pie  de  un  salto,  entusiasmada,  em- pujó  hacia  atrás  su  silla  hasta  que  cayó  con  un  ruido,  co- rrió  hacia  donde  Pat  estaba  sentado,  lo  abrazó  y  depositó  un  beso  estrepitoso  en  su  mejilla.  —Gracias,  mi  nuevo  amigo  especial  —gritó  ella—.  ¡Acabas  de  hacer  un  milagro!  ¡Mi  mari do  saldrá  de  esta  oficina  durant e  unos  días,  con  su  esposa,  y  se  divertirá!  ¡Diversión!  ¡Gracias...  gracias!  —Fabuloso  —respondió  Pat—.  Volaré  a  Las  Vegas  el  vi ernes,  después  de  hacer  mi  parte  en  el  Monument o  a  Lincoln  el  miércoles,  por  lo  que  tendré  tiempo  suficiente  para  reservar  los  bol et os  para  ust edes  para  la  cena  del  sábado  por  la  noche.  Y  ahora  que  hablo  de  cenas  —miró  a  cada  uno  de  nosotros—,  ¿quieren  hacerme  el  honor  de  ser  mis  invitados  a  cenar  esta  noche,  en  The  Península?  Compr endo  que  los  invito  con  poca  ant i ci paci ón,  pero  necesitamos  festejar  para  conmemorar  esta  nueva  alianza.  Bart,  por  supuesto  que  la  invitación  también  incluye  a  tu  esposa.  Ansio  conocerl a.  Como  es  pr obabl e  que  todos  ustedes  sepan,  el  hotel  tiene  un  restaurante  encantador,  el  Adrienne,  y  la  comida  es  exquisita.  ¿A  las  ocho,  esta  no- che?  1 2 5  OG  MANDI NO  Los  tonos  suaves  de  rosa  salmón  del  Adrienne,  que  brillaban  bajo  la  luz  cálida  de  elegantes  candel abros  de  pared  colocados  cuidadosamente  alrededor  del  restauran- te,  servían  como  un  marco  ideal  para  nuestra  cena  de  ce- lebración.  Como  esperaba,  Patrick  Donne  fue  el  anfitrión  perfecto.  Después  de  brindar  con  cada  uno  de  nosotros  y  pronunciar  algunas  palabras  amables,  Pat  hizo  una  pausa  y  se  volvió  hacia  mí,  sosteniendo  todavía  en  alto  su  copa  de  champaña.  —Bart,  hemos  pronunci ado  la  palabra  "orador  per- suasivo"  durante  los  últimos  días,  pero  creo  que  el  señor  Longfellow,  en  sus  "Cuentos  de  una  posada  a  la  orilla  del  camino",  describió  mejor  a  esa  persona.  No  he  recitado  poesía  en  público  desde  la  escuela  primaria,  pero  lo  haré  ahora...  "Cuando  terminó,  una  especie  de  fascinación  Dominó  a  los  oyentes  silenciosos.  Su  manera  solemne  y  sus  palabras  Habían  hecho  vibrar  las  cuerdas  profundas  y  miste- riosas,  Que  vi bran  de  igual  manera  en  cada  cor azón  hu- mano. "  Fue  en  verdad  una  noche  relajada  y  maravillosa.  Ya  pasada  la  media  noche,  Mary  y  yo  al  fin  llegamos  a  casa.  —Cariño,  ¿qué  opinas  de  ese  hombre?  —pregunt é,  mientras  nos  desvestíamos.  —Bart,  resulta  tan  i mpresi onant e  y  encant ador  en  persona,  como  en  el  escenario.  Posee  un  magnetismo  es- pecial,  lo  rodea  una  especie  de  aura  que  resulta  difícil  de  explicar.  Es  agradable  y  atractivo  y,  a  pesar  de  eso,  not é  que  bajé  la  voz  un  par  de  veces,  cuando  respondí  sus  pre- guntas. . .  como  lo  haría  un  ni ño  al  hablar  con  un  adulto  que  representa  autoridad.  Con  ese  rostro  hermoso  y  con  126  EL  DON  DEL  ORADOR  la  barba,  me  recuerda  a  algunos  personajes  de  las  pinturas  religiosas  de  nuestra  iglesia,  cuando  yo  era  pequeña.  Da  impresión  de  que  tuviera  un  halo.  —Mary,  ¿qué  dices?  —Bart,  lo  lamento.  En  realidad,  no  estoy  segura  de  lo  que  digo.  Vic  l l amó  por  t el éf ono  a  nuest r o  apar t ament o  el  miércoles  por  la  noche,  para  reportar  que  la  sesión  foto- gráfica  había  sido  un  gran  éxito.  —Bart,  él  llevó  cuatro  trajes  hechos  a  la  medida,  cua- tro  camisas  diferentes,  una  docena  de  corbatas  de  seda  y  tres  pares  de  Ferragamos.  Matt  estaba  en  verdad  impresio- nado  y  estoy  segura  de  que  podremos  usar  muchas  foto- grafías  estupendas.  Después  que  Pat  se  despidió  y  regresó  a  The  Península  para  registrar  su  salida,  Matt  nos  dijo  que  es  probable  que  Patrick  Donne  tuviera  una  vida  muy  con- fortable  modelando  ropa,  si  no  triunfara  como  orador.  ¿No  es  eso  algo?  De  cualquier  manera,  Terri  y  yo  empezare- mos  a  trabajar  con  algunas  ideas  promocionales  y  te  lla- maremos  cuando  tengamos  en  la  mano  las  fotografías.  Por  supuesto,  veremos  actuar  en  persona  al  hombre  el  sábado,  en  Caesars.  Después,  empezaremos  realmente  a  trabajar.  Mary  y  yo  permanecimos  levantados  el  sábado  por  la  noche,  casi  hasta  las  dos  de  la  mañana  del  domingo,  mi- rando  Barbarians  at  the  Gate,  en  HBO,  con  la  esperanza  de  que  Terri  o  Vic  nos  llamaran  por  teléfono  desde  las  Vegas,  con  sus  comentarios  sobre  la  actuación  de  Pat.  No  tuvimos  suerte.  Ambos  desayunábamos  tarde  hot  cakes  y  salchichas,  cuando  el  teléfono  sonó  al  fin  el  domingo.  —Bart  —dijo  Vic—,  Terri  está  en  la  otra  línea,  en  el  dormi t ori o,  para  que  los  dos  podamos  habl ar  cont i go.  Vimos  a  nuestro  hombre...  —...  y...  y...  ¡dímelo,  por  amor  de  Dios!  —exclamé.  Escuché  la  voz  suave  de  Terri.  127  OG  MANDI NO  —¡Bart,  él  es  absolutamente  fantástico!  ¡Nunca  he  es- cuchado  a  un  orador  mejor  y  eso  incluye  a  tu  Eric  Cham- pion  en  su  mejor  momento!  Tenía  a  la  multitud  en  la  pal- ma  de  la  mano,  desde  el  principio  hasta  el  final,  y  eso  es  difícil  de  lograr  con  t odas  las  distracciones  que  hay  en  cualquier  hotel  de  Las  Vegas.  Esos  honorarios  de  diez  mil  dólares  que  planeas  cobrar...  - ¿Sí ?  —¡Ambos  pensamos  que  deberías  duplicarlos!  —¿Veinte  mil?  ¿Están  locos?  —No,  pensamos  que  debes  duplicarlos  y  ofrecer  una  garantía  de  que  nadie  que  ha  tenido  la  responsabilidad  de  pl anear  una  convenci ón  o  una  reuni ón  de  negoci os  ha  escuchado  anteriormente.  —Escucho...  —Diles  que  si  contratan  a  Patrick  Donne  por  veinte  mil  y  no  quedan  compl et ament e  satisfechos,  devolverás  t odo  el  dinero,  incluyendo  los  gastos  que  hayas  cobrado,  siempre  que  te  lo  notifiquen  dentro  de  treinta  días  a  partir  de  la  fecha  del  di scurso.  Incluiremos  un  certificado  de  garantía  muy  especial  que  confirme  t odo  eso,  en  tu  pa- quet e  de  promoción.  —¡Nunca  ha  habido  algo  como  eso  en  toda  la  histo- ria  de  la  oratoria!  —exclamé  despacio,  después  que  logré  aclarar  mis  pensamientos.  —¡Bart  —respondi ó  Terri—,  nunca  ha  habi do  un. . .  un...  orador  persuasivo  como  Patrick  Donne!  1 2 8  XII  1  -J  iez  agonizantes  días  después,  al  fin  me  encontraba  de  nuevo  en  la  sala  de  juntas  de  Dandelion  Productions,  revisando  el  material  promocional  de  Patrick  Donne  que  incluía  un  folleto  en  cuatro  colores,  carta  explicatoria  y  un  sobre  de  seis  por  nueve  pulgadas  sin  dirección  del  remi- tente,  únicamente  con  mi  nombre  en  letra  de  imprenta,  en  la  esquina  superior  izquierda.  Terri  y  Vic  se  sentaron  a  la  mesa  frente  a  mí,  en  silen- cio,  observando  con  detenimiento  mientras  estudiaba  los  frutos  de  su  trabajo.  Su  folleto  de  cuatro  páginas,  tal  vez  la  part e  más  importante  de  cualquier  correspondenci a,  sin  importar  lo  que  se  venda  o  promueva,  era  tan  magnífico  como  cualquiera  de  los  que  habían  hecho  para  mí  ante- riormente.  En  la  portada  de  color  de  ante  con  marco  pla- t eado  estaba  una  imagen  del  trofeo  de  cristal  Waterford  que  Donne  recibiera  al  ganar  el  concurso  de  campeonato  en  la  convenci ón.  Arriba  de  la  fotografía,  con  sencillas  letras  romanas  negras,  se  leía  la  pregunt a:  "¿Por  qué  no  contratar  al  mejor  del  mundo?"  En  el  interior  había  dos  fotografías  excelentes  de  Pat,  así  como  información  sim- ple,  sin  vestigios  de  publicidad  exagerada,  describiendo  al  hombre  y  sus  logros,  desde  la  administración  de  un  enor- 129  OG  MANDI NO  me  rancho  de  ganado  en  Montana,  hasta  ser  elogiado  por  Dan  Rather,  Peter Jennings  y  The New  York  Times,  todo  en  la  misma  semana.  ¡Un  sorprendente  elogio  triple!  Al  fin  miré  a  mis  viejos  amigos  que  estaban  al  otro  lado  de  la  mesa  y  sonreí.  —En  verdad  se  superaron.  ¡Es  excelente...  las  fotogra- fías,  el  texto  y  el  arreglo!  Tomé  la  carta  explicatoria  que  acompañaría  al  folleto,  escrita  ost ensi bl ement e  por  mí  a  cada  programador  de  eventos,  la  cual  empezaba  con  el  breve  anunci o  de  que  había  regresado  al  mundo  de  la  oratoria  y  apreciaría  su  consideración  para  cualquier  contratación  futura  que  pu- dieran  tener.  La  carta  pedía  a  continuación  que  la  persona  se  tomara  un  momento  para  revisar  la  información  adjunta  sobre  el  Campeón  Mundial  del  Podio,  a  quien  ahora  tenía  el  gran  honor  de  representar.  —Este  párrafo  final  —comenté  con  admiración—,  es  un  toque  maravilloso...  menciona  casualmente  la  garantía  de  devolución  de]  dinero,  sin  darle  demasiada  importan- cia.  ¿Pueden  imaginar  a  la  mayoría  de  los  programadores  de  eventos  leyendo  esta  carta  hasta  el  final,  para  después  tener  una  reacción  tardía  y  volver  a  leer  el  último  párrafo  para  confirmar  lo  que  acaban  de  leer?  ¡Me  encanta!  Este  Certificado  de  Garantía  que  promete  devolver  t odo  el  di- nero,  si  los  directores  del  evento  no  quedan  complacidos  con  el  trabajo  de  Donne,  par ece  más  aut ént i co  que  la  mayoría  de  mis  certificados  de  acciones.  —Bart  —dijo  Vic  con  tono  de  mucho  alivio—,  tene- mos  diez  o  doce  fotografías  más  del  hombre,  que  no  ne- cesitamos  en  el  material.  Llévatelas  y  si  deci des  que  te  gustaría  utilizar  alguna  de  éstas  en  tu  correspondencia  con  los  programadores  de  eventos,  avísanos  y  le  pediremos  a  Matt  que  saque  todas  las  copias  que  necesites.  —Graci as.  Vamos  a  revi sar  t odo.  ¿Cuánto  t i empo  transcurrirá  antes  que  tengamos  listo  el  material  impreso  para  enviar  la  correspondencia?  1 3 0  EL  DON  DEL  ORADOR  —Salvo  cualquier  falla,  tendremos  el  material  termi- nado  y  en  tu  oficina  dent ro  de  una  semana,  a  partir  de  hoy.  ¿Cuántas  copias  necesitarás?  —Grace  enviará  correspondenci a  a  todos  los  nom- bres  de  nuestra  lista,  por  lo  que  necesitaremos  tres  mil.  El  día  siguiente  al  Día  del  Trabajo  llamé  por  teléfono  a  Patrick  Donne,  con  la  noticia  de  que  temprano  ese  día  habíamos  enviado  correspondencia  a  más  de  dos  mil  sete- cientos  prospectos  y  que  le  enviaría  varias  copias  de  todo  el  material  que  se  envió  por  correo.  —¿Qué  es  lo  siguiente?  —pregunt ó  con  ansiedad.  —Permitiré  que  transcurra  suficiente  tiempo  para  que  todos  hayan  recibido  y  revisado  nuestro  paquete,  antes  de  empezar  a  hacer  las  llamadas  telefónicas  subsecuent es,  primero  a  mis  viejos  amigos  que  han  contratado  oradores  a  través  de  mí  desde  hace  años  y,  después,  llamaré  al  res- to  de  la  lista,  despacio  y  con  seguridad.  Pude  escuchar  que  Donne  reía.  —¿Cuántos  viejos  amigos,  Bart?  —Unos  doscientos,  supongo.  ¿Qué  has  hecho  desde  que  te  fuiste  de  Manhattan?  —Pronuncié  tres  discursos...  en  Salt  Lake  City,  Boise  y  Portland.  Dos  más  y  estaré  sin  trabajo,  Bart.  Sólo  bro- meaba.  Estoy  muy  orgulloso  de  que  me  representes.  No  puedo  esperar  para  empezar  mi  carrera  entre  los  impor- tantes.  Como  dicen,  es  un  tiempo  de  ansiedad.  Para  evitar  enloquecer,  mientras  espero,  he  conducido  mi  Harley  por  la  autopista  Beartooth,  casi  todos  los  días  buenos.  Creo  que  probablemente  he  hecho  media  docena  de  viajes  re- dondos  desde  Billings  hasta  el  Parque  Nacional  Yellow- stone.  Nada  mejor  que  det ener  esa  motocicleta  cerca  de  algunos  sitios  especiales  y  pasar  un  poco  de  tiempo  senta- do  a  la  orilla  de  un  lago  glacial  o  caminando  por  la  tundra  que  está  tan  tranquila.  En  ocasi ones  si ent o  que  puedo  escuchar  que  Dios  me  habla.  1 3 1  OG  MANDI NO  —Pat,  nunca  mencionaste  que  conduces  una  motoci- cleta  tan  bien  como  vuelas  un  Beechcraft.  —No  hay  por  qué  preocuparse,  Bart.  Nunca  he  he- cho  una  tontería  con  ninguna  de  las  dos  máquinas  y  soy  tan  consciente  que  resulto  aburrido.  Estaré  bien.  Sólo  tra- taba  de  mant ener me  ocupado  hasta  que  me  l l amaras.  Nunca  disfruté  el  permanecer  sentado  esperando  que  algo  suceda.  —Por  favor,  ten  un  poco  más  de  paciencia.  —La  tendré.  Todo  está  bajo  control,  confía  en  mí.  A  propósito,  quieres  una  audiocinta  de  mi  discurso...  ¿uno  en  verdad  bueno?  Las  personas  que  dirigen  esa  compañía  en  Boise,  donde  hablé,  son  viejos  amigos  míos  y,  por  lo  tanto,  como  un  favor  para  mí,  llevaron  un  equipo  y  graba- ron  mi  discurso.  Les  desconté  algunos  dólares  de  mis  ho- norari os.  Tal  vez  desees  hacer  copi as  y  enviarlas  a  los  prospectos  que  no  parecen  decidir  si  me  contratan  o  no.  Supongo  que  esa  noche  hablé  bien,  porque  también  yo  pienso  que  esta  cinta  es  excelente.  ¿Te  la  envío?  —¡Me  encantaría  tenerla!  —También  tengo  una  cinta  maestra  que  está  en  un  carrete  grande,  con  toda  clase  de  información  sobre  la  cubierta,  la  cual  no  comprendo,  pero  que  estoy  seguro  tú  sí  comprenderás.  —¡Fabuloso!  Con  eso  podremos  hacer  copias  con  fi- del i dad  excel ent e.  Llámame  cuando  recibas  el  material  que  acabo  de  envi art e  y  comuní came  tu  opi ni ón,  ¿de  acuerdo?  Tal  vez  debí  aclarar  todo  eso  contigo  antes  que  continuáramos  y  lo  imprimiéramos,  pero  no  quise  perder  otra  semana  y  estaba  casi  seguro  de  que  te  gustaría  todo.  —Estoy  seguro  de  q\ie  me  gustará.  ¿Dices  que  la  co- rrespondencia  se  envió  esta  mañana?  -—Por  primera  clase.  ¡Toda!  —El  momento  no  podría  ser  mejor,  Bart.  Es  probable  que  la  mayoría  la  reciban  antes  de  este  fin  de  semana.  El  1 3 2  EL  DON  DEL  ORADOR  domingo,  el  primer  comercial  de  Ted  &  Margaret  saldrá  al  aire  en  "60  Minutos"  y  lo  repetirán  el  lunes,  miércoles  y  vi ernes  en  "Good  Morning,  América".  ¿Cuándo  pl aneas  empezar  con  nuestras  llamadas  telefónicas?  —El  próximo  lunes.  ¡Deséame  suerte!  —¡Conquístalos,  jefe!  No  tuve  que  esperar  hasta  el  lunes.  El  viernes  por  la  mañana,  después  de  que  regresé  de  mi  carrera  diaria,  tomé  una  ducha  y  me  vestí,  bebía  café  en  la  cocina  cuan- do  llamó  por  t el éfono  Grace,  desde  la  oficina.  Su  voz  sonó  más  aguda  que  de  costumbre.  —Bart,  Harold  Titus  acaba  de  llamar.  Dijo  que  su  se- cretaria  le  llevó  la  correspondencia  esta  mañana,  incluyen- do  nuestro  paquete  promocional,  lo  cual  fue  una  respues- ta  para  todas  sus  plegarias.  Desea  que  lo  llames  tan  pron- to  puedas.  ¿Puedes  creerlo?  Harold  Titus  era,  desde  hacía  diez  años,  el  planeador  principal  de  reuniones  para  Latimer  Investments,  una  im- port ant e  cadena  de  casas  de  bolsa  en  t odo  el  país.  Con  frecuencia  había  contratado  a  mis  oradores  para  sus  con- venciones  nacionales  anuales,  que  siempre  se  llevaban  a  cabo  en  los  mejores  hoteles  con  presupuest os  aparent e- mente  ilimitados.  No  recuerdo  que  Harold  haya  discutido  conmigo  los  honorarios  de  un  orador.  Nos  convertimos  en  buenos  ami gos  a  través  de  los  años  y  como  su  oficina  principal  corporativa  se  encontraba  en  la  cercana  Newark,  Mary  y  yo  habíamos  disfrutado  muchas  cenas  con  Harold  y  su  esposa,  Arlene,  durant e  varios  años.  De  inmediato  mar qué  el  númer o  que  Grace  me  di o  y  pr egunt é  por  Harold  Titus.  —Oficina  de  Harold  Titus  —escuché  que  decía  una  voz  familiar.  —Peggy,  ¿cómo  estás?  De  inmediato  reconoció  mi  voz.  133  OG  MANDINO  —Señor  Manning,  me  da  mucho  gusto  que  haya  lla- mado.  ¿Cómo  está  usted?  —Muy  bien  y  me  da  mucho gusto  escuchar  de  nuevo  tu  voz.  ¿Cómo  está  ese  viejo  gruñón  para  quien  trabajas?  —Un  momento,  señor,  le  permitiré  que  usted  mismo  lo  averigüe.  —¿Bart? ¿En verdad eres  tú,  Bart? Gracias por comuni- carte  conmigo  con  tanta  rapidez.  —¿Cómo  estás,  Harold...  y  tu  hermosa  dama?  —Estamos bien. ¿Y Mary?  —Fuerte  como  siempre.  Ha  pasado  mucho  tiempo,  Harold.  —Lo  sé  y  nunca  pude  aceptar el  hecho  de  que  ya  no  estabas  en  el  negocio.  Esta  mañana  recibí  tu  grandioso  folleto  sobre  este  hombre,  Donne,  y  no  sé  si  me  dio  más  alegría  saber  que  habías  regresado  al  trabajo  o  pensar  que  podrías  ser la  respuesta al problema  terrible que  tengo.  Tu  correspondencia  no  pudo  haber  llegado  en  un  mejor  momento.  Fue  en  verdad  una  respuesta  a  mis  plegarias  desesperadas,  como  le  dije  a  tu  asistente  en  la  oficina.  Se  llama  Grace,  ¿no  es  así?  —Sí,  se  llama  Grace.  Acaba  de  llamarme  por  teléfo- no.  Todavía  estoy  en  casa.  Dime  cómo  puedo  ayudarte,  viejo  amigo.  —En primer lugar,  mi vanidad insiste en que  te  informe  que  este  viejo  planeador de  reuniones  ahora  tiene  un  título  después  de  su  nombre.  Desde  hace  casi  un  año  he  sido  Harold Titus,  Vicepresidente  de  Eventos y Convenciones.  —¡Qué  gran  noticia!  Se  había  retrasado  mucho,  ami- go  mío.  —Bart,  me  encuentro  en  un  predicamento  muy  difí- cil,  uno  que  no  creo  haber  tenido  que  enfrentar  anterior- mente.  En  una  semana,  a  partir  de  este  domingo,  el  die- ciocho  de  septiembre,  Latimer  Investments  tendrá  su  con- vención  nacional  de  cuatro  días,  en  Trump  Plaza,  Atlantic  134  EL  DON  DEL  ORADOR  City.  Esperamos  tener  una  asistencia  de  alrededor  de  mil  cuatrocientos  de  nuestros  miembros  principales  y,  tal vez,  ochocientas  esposas,  de  acuerdo  a  las  últimas  cifras  de  las  reservaciones.  Alex  Shelley,  que  estoy seguro conoces,  era  nuestro  orador  programado  para  la  noche  de  clausura,  el  miércoles,  pues  ha  escrito  cuatro  o  cinco  libros  de  efecto  devastador,  sobre  ventas  y  motivación.  Su  último  libro ha  aparecido  durante  más  de  un  año  en  la  lista  del  Times de  libros  fuera  de  la  novelística  mejor  vendidos.  Ayer  por  la  tarde,  reventó  una  llanta  del  Ferrari  del  señor  Shelley,  el  coche  dio varias  vueltas  en  la  Ruta  Noventa  y  Cinco,  cerca  de  Daytona  Beach  y  nuestro  famoso  autor  mundial  se  en- cuentra  ahora  en  la  cama  de  un  hospital,  con  las  dos  pier- nas  y  un  brazo  colgando  en  el  aire.  Dime,  ¿la  programa- ción  de  tu  campeón  mundial  le  permitirá  ser  nuestro  ora- dor  principal  el  próximo  miércoles  por  la  noche?  A  pesar  de  todos  mis  años  en  el  negocio,  sentí  que  mi  corazón  latía  con  fuerza.  ¡Vaya!  Traté  de  hablar  con  tono  de  negocios.  —Harold,  Pat  Donne  todavía  tiene  que  pronunciar  dos  discursos  que  él  mismo  programó,  antes  de  que  yo  me  haga  cargo.  No  estoy  seguro  de  esas  fechas,  pero  Grace  las  tiene  en  la  oficina.  Investigaré  y  te  llamaré  de  nuevo.  —¡Fabuloso!  —¿No  quieres  conocer  sus  honorarios?  Estoy  seguro  que notaste  que no mencionamos eso en la correspondencia.  —Lo  sé....  pero  leí  tu  garantía  de  devolución  del  di- nero.  Muy  inteligente.  Muy  bien,  ¿cuáles  son  sus  honora- rios?  —Veinte  mil,  más  el  boleto  redondo  acostumbrado  en  primera  clase,  desde  su  casa  en  Montana,  habitación y  comidas,  por  supuesto.  —De  acuerdo.  No  hubo  problema  con  el  programa  de  Pat.  De  inme- diato  llamó  por teléfono  a  su  agente  de  viajes  y  se  reportó  135  OG  MANDI NO  de  nuevo  conmi go,  para  i nformarme  que  si  part í a  de  Billings  el  miércoles  por  la  mañana,  temprano,  estaría  en  el  aeropuerto  de  Atlantic  City,  en  el  Vuelo  368  de  United,  un  poco  después  de  las  cuatro  de  la  tarde,  con  suficiente  tiempo  para  prepararse  para  la  gran  clausura  de  la  con- vención.  Le  dije  que  hiciera  la  reservación  y  que  alguna  perso- na  de  Latimer  Investments  lo  encontraría  en  el  aeropuerto  para  llevarlo  a  Trump  Plaza.  —Bart,  ¿todavía  corres  en  el  Parque  Central  todas  las  mañanas?  —me  sorprendió  con  la  pregunta.  —Por  supuesto.  —Si  voy  a  la  Ciudad  de  Nueva  York  la  mañana  si- guiente  al  discurso,  el  martes,  para  atender  algunos  nego- cios  con  la  gente  de  mercadotecnia  de  Ted  &  Margaret' s,  que  se  preparan  para  que  haga  el  segundo  comercial,  ¿po- dría  reunirme  contigo  para  correr  en  el  parque  el  viernes?  —Me  encantaría.  —-¿A  qué  hora  sales  de  tu  apartamento  para  iniciar  tu  carrera  matutina?  —Habitualmente,  cruzó  la  puerta  principal  alrededor  de  las  seis  y  media.  —De  acuerdo,  el  viernes  por  la  mañana  estaré  espe- rándote  con  mi  traje  para  correr,  afuera  de  la  puerta  que  da  hacia  Park  Avenue.  —Tienes  una  cita,  y  respecto  al  discurso...  —¿Sí?  —¡Mucha  suerte!  De  inmediato  llamé  por  teléfono  a  Harold,  para  darle  la  noticia  de  que  Patrick  Donne  sería  su  orador  de  clausu- ra  el  miércoles  por  la  noche,  en  Trump  Plaza  y  pedi rl e  que  enviara  a  alguien  al  aeropuerto  de  Atlantic  City  para  que  recogiera  a  Pat  un  poco  después  de  las  cuatro.  —Acabas  de  salvarme,  señor  Manning.  —¡Y  tú  acabas  de  hacerme  muy  feliz,  señor  Titus!  136  XIII  F  JLj  1  comercial  de  Ted  y  Margaret' s  en  "60  Minutos",  a  pesar  de  que  Pat  me  había  informado  sobre  su  contenido,  resultó  mucho  mejor  de  lo  que  esperaba.  Raro  es  el  ser  humano  que  no  parezca  pequeño  e  insignificante  al  estar  de  pie  junto  a  la  enorme  estatua  de  Lincoln,  en  el  Monu- ment o  a  Lincoln,  pero  cuando  Patrick  Donne  salió  de  de- t rás  de  l a  obr a  maest ra  en  már mol  bl anco  de  Dani el  Chester  French,  asintiendo  y  saludando,  su  presencia  po- der osa  y  sonrisa  cálida  resul t aron  i mponent es,  incluso  en  la  televisión.  Cuando  el  comercial  terminó,  Mary  sacu- dió  la  cabeza  y  suspiró  maravillada.  —¡Nace  una  estrella!  El  lunes  por  la  mañana  empecé  a  llamar  por  teléfono  a  las  personas  que  aparecían  en  mi  lista  de  programadores  de  event os,  con  qui enes  había  hecho  negoci os  durant e  muchos  años.  Por  supuesto,  tuve  que  poner  al  corriente  a  cada  viejo  amigo  sobre  mis  actividades.  Tuvieron  que  es- cucharme  explicar  por  qué  decidí  regresar  a  la  competen- cia  inexorable  y,  más  tarde,  charlamos  sobre  nuestras  es- posas  y  familias,  así  como  sobre  el  estado  de  nuestra  sa- lud.  Sólo  después  de  todos  esos  preliminares,  pude  hablar  sobre  Pat.  Durante  todo  el  día,  escuché  repetidos  cumpli- 137  OG  MANDI NO  dos  por  nuestro  folleto  que  enviamos  por  correo  y  por  la  impresionante  actuación  de  Pat  en  ese  comercial  magnífico.  Las  convenci ones  corporativas  se  pl anean  general - mente  entre  seis  y  nueve  meses  antes,  por  lo  que  no  me  sentí  desilusionado  con  los  resultados  del  primer  día.  Mi  objetivo  era  simplemente  renovar  contactos  amistosos  con  aquellas  personas  en  posición  de  seleccionar  a  oradores  importantes  y  célebres.  La  reacción  general  fue  que  mis  viejos  amigos  est aban  felices  por que  yo  regresaba  y  se  sentían  intrigados  respecto  a  Patrick  Donne.  La  mayoría  de  ellos  me  aseguraron  que  me  tendrían  en  mente  cuando  se  iniciara  la  planeación  para  la  siguiente  convención,  ya  fuera  regional  o  nacional.  Seguí  la  misma  rutina  el  martes  y  quizá  dediqué  un  total  de  seis  horas  a  hablar  por  teléfo- no  y  renovar  relaciones  con  veintiún  programadores  de  eventos,  así  como  a  enterarme  de  que  tres  de  mis  viejos  amigos  habían  muerto  y  dos  estaban  retirados.  El  mi ércol es  por  la  mañana,  durant e  el  desayuno,  Mary  extendió  la  mano  sobre  la  mesa  y  la  colocó  sobre  la  mía.  —¿Qué  te  preocupa,  cariño?  Parece  que  te  encuentras  a  un  millón  de  millas  de  distancia.  —He  estado  pensando  que  debí  haber  ido  a  Atlantic  City  para  escuchar  el  discurso  de  Pat  esta  noche.  Después  de  t odo,  es  su  pri mer  discurso  para  mí  y  lo  menos  que  pude  haber  hecho  era  estar  presente  para  darle  un  poco  de  apoyo  moral.  Hubiera  estado  bien...  —No  lo  creo,  Bart.  Patrick  Donne  no  te  necesita  cer- ca,  examinándolo.  Es  un  hombre  y  el  que  no  estés  presen- te  en  Trump  Plaza  sólo  confirma  que  tienes  una  fe  total  en  él.  No  creo  que  se  sienta  desilusionado  y  estoy  segura  de  que  no  te  fallará.  El  jueves  por  la  mañana  llegué  a  la  oficina  con  la  esperanza  de  que  Harold  Titus  llamara  por  teléfono  para  report ar  la  act uaci ón  de  Patrick  Donne,  como  si empre  1 3 8  EL  DON  DEL  ORADOR  había  hecho  en  el  pasado,  después  de  contratar  a  uno  de  mis  oradores.  A  pesar  de  que  llegué  un  poco  más  tempra- no  que  de  costumbre,  Grace  ya  estaba  ante  su  escritorio  y  me  saludó  con  una  sonrisa  feliz.  —Harol d  Titus  no  ha  cambi ado  en  nada.  Ya  llamó  por  teléfono.  ¿Te  comunico  con  él?  Asentí  y  entré  con  rapidez  en  mi  oficina.  Levanté  el  auricular  cuando  escuché  por  primera  vez  el  timbre.  —Buenos  días,  Bart.  —Harold,  buenos  días.  ¿Cómo  resultó  todo?  Hubo  un  silencio  prolongado.  —¿Todavía  estás  allí,  Harold?  —pregunté,  después  de  unos  veinte  segundos.  —Estoy  aquí,  Bart.  —¿Hay  algún  problema?  Pareces  extraño.  —Bueno,  amigo  mío,  todavía  trato  de  recuperarme  de  lo  sucedi do  anoche.  ¡Fue  una  sesión  de  clausura  que  ni nguno  de  los  presentes  olvidará,  lo  garantizo!  En  ese  moment o,  todos  los  timbres  de  mi  alarma  in- terior  sonaban.  Evidentemente,  algo  fuera  de  lo  ordinario  t uvo  l ugar  en  Trump  Plaza  la  noche  ant eri or  y  Harol d  Titus  aparentemente  todavía  se  esforzaba  por  aclararlo  en  su  mente.  Traté  de  parecer  casual,  aunque  interesado.  —Habíame  sobre  eso,  Harold.  —Como  sabes,  esperábamos  una  asistencia  récord  en  esta  convención  y  la  tuvimos.  El  gran  salón  tenía  más  de  cien  mesas  para  la  cena  de  premiación,  que  si empre  se  lleva  a  cabo  durante  la  noche  de  clausura.  La  comida  estu- vo  excelente,  al  igual  que  la  música  y  el  espectáculo  que  contratamos  a  través  del  hotel.  El  personal  del  hotel  fue  de  gran  ayuda  para  nosotros  durante  la  convención.  Des- pués  de  bailar  un  poco  sobre  una  pista  muy  concurrida  y  mientras  recogían  las  mesas,  Robert  Manson,  nuestro  vice- pr esi dent e  a  cargo  de  las  vent as,  subi ó  al  escenari o  y  anunci ó  los  nombres  de  los  productores  principales  para  139  OG  MANDI NO  los  pri meros  seis  meses  del  año.  Cada  uno  recibió  una  placa  enor me  y  cuando  descendi eron  del  escenari o,  se  acer car on  a  nuest ra  mesa,  donde  nuest r o  pr esi dent e,  Horace  Latimer,  les  estrechó  las  manos,  les  felicitó  y  abra- zó.  Después  que  se  entregaron  todos  los  premios,  uno  de  mis  asistentes,  Chuck  Rosen,  que  fue  maestro  de  ceremo- nias  en  un  cent ro  noct ur no  durant e  años,  se  acercó  al  podio  e  hizo  una  presentación  ante  el  señor  Latimer.  —Como  sabes,  Bart,  Horace  Latimer  tiene  la  aparien- cia  que  debe  t ener  un  presi dent e.  Es  alto,  tiene  buena  postura,  facciones  bien  marcadas  en  un  rostro  bronceado  y  cabello  plateado.  Cuando  todos  los  asistentes  se  pusie- ron  de  pi e  para  rendi r  honor es  a  nuest ro  jefe  con  una  ovación,  él  caminó  hacia  el  lado  izquierdo  del  escenario  y  subió  despacio  los  escalones,  sonriendo  y  asintiendo  ante  la  multitud.  Dio  las  gracias  y  nos  habl ó  durant e  qui nce  minutos.  Nos  dijo  que  se  sentía  muy  orgulloso  de  lo  que  habí amos  l ogrado  dur ant e  la  pri mera  mitad  del  año,  a  pesar  de  la  economía  difícil  y  que  estaba  completamente  seguro  de  que  lo  haríamos  igualmente  bien  o  mejor  du- rante  el  segundo  semestre.  En  seguida,  sacó  de  su  bolsillo  interior  una  hoja  de  papel  doblada  y  present ó  a  Patrick  Donne.  Leyó  perfectamente  la  presentación,  palabra  por  palabra,  como  solicitaste.  Esperó  que  Donne  llegara  hasta  el  podio,  desde  la  mesa  uno,  extendió  la  mano  y  dijo:  "Se- ñor  Donne,  lo  vi  en  ese  comercial  con  su  amigo,  el  señor  Lincoln.  ¡Ambos  tenían  una  apariencia  magnífica!"  En  se- guida,  Bart,  tu  hombre  esperó  que  los  aplausos  cesaran,  sin  soltar  la  mano  de  Latimer,  sobre  la  cual  dio  golpecitos,  antes  de  responder:  "Gracias,  señor.  ¡Al  conocer  t odo  lo  que  ha  logrado  en  su  vida,  me  siento  ante  la  presencia  de  la  grandeza  esta  noche!  —¡Ese  es  mi  hombre!  —Por  supuest o,  Bart,  eso  produjo  otra  ovaci ón  de  pi e  y  ví t ores  fuertes.  Donne  esper ó  con  calma  ant e  el  1 4 0  EL  DON  DEL  ORADOR  mi cr óf ono,  hasta  que  el  públ i co  se  sent ó  de  nuevo  y  Latimer  regresó  a  su  lugar  en  la  mesa  uno,  con  su  silla  de  frente  hacia  Donne  y  el  escenario.  —¿Cómo  resultó  el  discurso,  Harold?  —me  escuché  pregunt ar,  pues  la  paciencia  nunca  ha  sido  una  de  mis  virtudes.  —El  discurso  estuvo  fabuloso.  Tu  hombre  es  tan  bue- no  como  dijiste  que  era.  El  salón  quedó  muy  pront o  en  silencio  y  esa  ha  sido  siempre  mi  manera  de  medir  si  un  orador  tiene  o  no  éxito.  Donne  estuvo  magnífico,  dramá- tico,  interesante,  humorístico  e  hipnotizante.  Nuestra  gente  quedó  fascinada.  Recuerdo  que  Latimer  se  volvió  en  su  asi ent o  cuando  Donne  había  habl ado  durant e  cuarent a  minutos,  asintió  en  mi  dirección  y  levantó  el  pulgar  dere- cho.  Era  evidente  que  nuestro  presidente  se  sentía  com- placido,  al  igual  que  yo.  Entonces  sucedió  algo  terrible...  Contuve  la  respiración.  —Algo  atemorizante,  Bart.  Al  igual  que  todos  los  de- más  en  el  salón,  las  personas  que  estaban  en  nuestra  mesa  se  encontraban  concentradas  en  Donne  y  su  mensaje,  por  lo  que  el  primer  indicio  de  que  algo  estaba  mal  lo  dio  el  mismo  Donne.  Como  todos  los  buenos  oradores,  volvía  la  cabeza  const ant ement e  de  un  l ado  al  otro  del  salón,  ha- ciendo  contacto  visual  con  todas  las  personas  del  público  que  podía.  De  pronto  dejó  de  hablar  a  mitad  de  una  frase  y  se  inclinó  hacia  adel ant e  para  mirar  al  señor  Latimer,  quien  inclinó  hacia  atrás  la  cabeza,  al  tiempo  que  oprimía  su  pecho  con  las  dos  manos.  Antes  que  cual qui era  de  nosotros  pudiera  actuar,  Donne  bajó  de  un  salto  del  alto  escenario,  cayó  cerca  del  señor  Latimer,  quien  ahora  tenía  los  ojos  cerrados  y  el  rostro  cubierto  con  gotas  de  sudor.  Se  quejaba  con  voz  suave.  —Recuerdo  que  su  esposa  gritó:  "¡Dios  mío!  ¡Horace  sufre  un  ataque  cardíaco!"  141  OG  MANDI NO  —¡Alguien  llamó  a  los  servicios  de  emergencia. . .  y  nos  enviaron  una  ambulancia!  Donne  gritó  al  arrodillarse  cerca  de  Latimer,  lo  l evant ó  de  la  silla  y  lo  col ocó  con  suavidad  sobre  el  piso  alfombrado.  Todos  empezaban  a  rodearnos,  por  lo  que  los  hombres  que  ocupaban  nuestra  mesa  se  encargaron  de  mant ener  alejada  a  la  gente.  Ob- servé  a  Donne  cuando  secó  con  su  pañuel o  el  rostro  del  jefe.  Empezó  a  acariciarle  la  frente  y  mejillas.  Creo  que  yo  era  el  único  que  estaba  lo  bastante  cerca  para  escucharlo  cuando  dijo  con  voz  suave:  "Dios,  sánalo,  por  favor.  Dios,  ayúdalo  a  respirar,  por  favor.  Dios,  ayúdalo  a  ver,  por  fa- vor.  Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne".  Cont i nuó  repitiendo  las  mismas  palabras  una  y  otra  vez,  al  tiempo  que  colocaba  las  palmas  de  las  manos  sobre  las  mejillas  de  Latimer.  Pronto,  Bart,  los  ojos  del  jefe  se  abrieron  des- pacio  y  su  respiración  entrecortada  y  lenta  empezó  a  cam- biar.  Fue  sorprendente  observar  eso.  El  señor  Latimer  in- tentó  levantarse  apoyándose  en  los  codos,  pero  Donne  no  se  lo  permitió.  El  jefe  se  recostó  en  la  alfombra  y  lo  escu- ché  decir  con  voz  ronca:  "No  creo  que  esto  fuera  parte  de  nuestro  programa".  —Pues  bien,  Bart,  la  ambulancia  llegó  con  bastante  rapidez  y  se  llevó  al  señor  Latimer.  Finalmente,  todos  sa- lieron  del  salón  en  un  estado  de  shock.  Los  pocos  de  no- sotros  que  vimos  de  cerca  en  acción  a  Patrick  Donne,  no  supimos  qué  decirle  al  hombre,  además  de  expresar  nues- tro  agradecimiento  profundo.  Ninguno  de  nosotros  com- prendi ó  lo  que  hizo  para  que  nuestro  jefe  se  recuperara  de  lo  que  parecía  ser  un  viaje  a  la  tumba,  aunque  todos  comprendimos  que  no  era  el  procedimiento  habitual  para  una  resucitación  cardiopulmonar.  Aquellos  que  observa- ron  desde  las  mesas  cercanas  se  alejaron  diciéndose  mu- tuamente  que  habían  sido  testigos  de  un  milagro  y  se  pre- guntaban:  "¿Quién  es  ese  hombre?"  1 4 2  EL  DON  DEL  ORADOR  —¿Cómo  está  el  señor  Latimer  esta  mañana?  ¿Tienes  noticias,  Harold?  —Por  supuest o,  viejo  amigo.  Ya  salió  de  terapia  in- tensiva  y  grita  mucho  para  que  lo  den  de  alta.  Ninguna  de  las  pruebas  que  le  hicieron  en  el  hospital,  incluyendo  un  electrocardiograma,  hace  apenas  una  hora,  indican  que  Horace  Latimer  haya  sufrido  anoche  alguna  clase  de  acce- so,  at aque  cardíaco  o  at aque  de  apoplejía.  Sin  embargo,  Bart,  los  que  estuvimos  cerca  y  que  hemos  vivido  en  el  pasado  el  trauma  de  ver  a  alguien  sufrir  un  ataque,  jurare- mos  que  ese  hombre  en  verdad  sufrió  un  ataque  cardíaco.  Dios  sabe  que  tuvo  la  mayor  part e  de  los  sí nt omas.  Se  oprimía  el  pecho.  ¡Dolor!  Palideció  mucho,  a  pesar  de  su  piel  bronceada  y  tenía  gotas  de  sudor  en  el  rostro.  Su  res- piración  era  entrecortada  y  quedó  inconsciente,  antes  que  Donne  lo  colocara  con  suavidad  sobre  el  suelo,  le  secara  el  sudor  y  empezar a  a  acari ci arl e  las  mejillas  y  frente  mientras  le  hablaba.  Bart,  mi  madre  cayó  muerta  ante  mis  ojos  cuando  yo  era  un  adol escent e  y  tuvo  esos  mismos  síntomas.  —Dime  de  nuevo  lo  que  decía  Pat  mientras  atendía  a  Latimer.  —Según  r ecuer do,  dijo:  "Dios,  sánal o,  por  favor.  Dios,  ayúdal o  a  respirar,  por  favor.  Dios,  ayúdal o  a  ver,  por  favor.  Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne".  —"Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne"  suena  bí- blico,  Harold.  —Me  t emo  que  no  puedes  pr obar l o  conmi go.  Lo  único  que  sé  es  que  pensé  que  anoche  habíamos  perdido  a  nuestro  jefe,  pero  que  hoy  todavía  está  con  vida,  sano  y  que  estoy  casi  seguro  de  que  tu  hombre  le  salvó  la  vida  de  alguna  manera.  Ya  registró  su  salida  en  el  hotel,  pero  cuando  lo  veas,  por  favor  dile  que  todos  los  que  estuvi- mos  present es  en  el  salón  anoche  siempre  le  estaremos  agradecidos.  Y  bendito  seas,  amigo.  Si  no  hubieras  aban- 1 4 3  j :  i :  OG  MANDI NO  en  la  acera,  suplicando  en  voz  alia  a  los  transeúntes  que  les  di eran  di ner o.  En  tres  ocasi ones,  Patrick  Donne  se  detuvo,  sacó  dinero  de  su  billetera  y  lo  colocó  en  las  ma- nos  sucias  de  un  mendigo  mugroso  y  desgreñado,  quien,  en  cada  ocasión,  miró  agradecido  a  Pat  y  con  voz  ronca  pronunció  las  mismas  palabras:  "Gracias,  maestro".  Tan  pront o  como  cruzamos  la  Quinta  Avenida  y  en- tramos  en  el  parque  con  su  follaje  frondoso,  nuestro  mun- do  se  tranquilizó  de  inmediato.  Trotamos  uno  al  lado  del  otro,  en  silencio,  con  paso  acelerado,  hasta  que  llegamos  al  Malí,  ese  sendero  largo  y  recto  bordeado  de  majestuo- sos  olmos  y  bustos  de  muchos  autores  famosos.  Finalmen- te,  rodeamos  la  plataforma  con  concha  acústica  para  or- questa,  pasamos  la  Fuente  Bethesda  y  llegamos  al  Lago,  un  sitio  favorito  para  los  amantes  de  los  días  de  campo.  No  pude  cont rol ar  por  más  t i empo  mi  curi osi dad.  Alenté  el  paso,  señal é  una  banca  verde  de  madera  con  vista  al  Lago  y  al  único  puent e  de  hierro  del  parque,  he- cho  famoso  por  decenas  de  pinturas,  fotografías  y  graba- dos.  —Vamos  a  sentarnos  unos  minutos.  Tengo  que  escu- char  cómo  resultó  el  discurso.  Pat  dejó  de  trotar  y  sonrió.  —¿Quieres  deci r  que  tu  ami go  Titus  todavía  no  te  reporta  mi  actuación?  —Oh,  él  ya  la  report ó.  Te  elogió  mucho.  Dijo  que  cautivaste  por  completo  a  ese  enorme  públ i co.  Sólo  de- seaba  escuchar  t odo  de  ti.  Nos  sent amos  con  las  pi ernas  ext endi das,  sobre  el  césped  recién  podado.  —Bart  —Pat  empezó  a  hablar  despacio,  como  si  con- siderara  cada  palabra—,  supongo  que  dirías  que  el  discur- so  fue  un  éxito,  pero  en  ese  primoroso  hotel,  con  su  pre- ci oso  salón  de  baile,  uno  tendría  que  ser  en  verdad  un  fracasado  para  no  triunfar  en  el  est r ado.  El  sal ón  era  146  EL  DON  DEL  ORADOR  perfecto,  el  público  cortés  y  receptivo  y  les  di  todo  lo  que  tenía.  Como  era  mi  primer  discurso  para  ti,  no  me  atreví  a  fallarte.  En  la  escala  de  cero  a  uno,  supongo  que  me  cali- ficaría  con  un  ocho.  Asentí  y  guardé  silencio,  en  espera  de  que  continua- - r a.  Finalmente,  Pat  se  volvió  hacia  mí.  —¿Te  contó  el  señor  Titus  lo  que  sucedió  hacia  el  fi- nal  de  mi  discurso?  —Me  dio  algunos  de  los  detalles.  Supuse  que  tú  me  contarías  el  resto.  —Bueno  —Pat  suspiró—,  el  discurso  se  desarrollaba  bast ant e  bi en  y  me  encont raba  en  la  recta  final,  cuando  bajé  la  mirada  hacia  la  mesa  principal,  que  estaba  frente  al  podi o.  El  señor  Latimer  cayó  de  pront o  hacia  atrás  en  su  silla,  como  si  sufriera  un  at aque  cardíaco  o  de  apoplejía.  Supongo  que  todos  me  prestaban  tanta  atención  que  noté  antes  que  los  demás  que  él  tenía  probl emas.  Inmediata- mente  dejé  de  hablar,  rodeé  el  podio  y  salté  fuera  del  es- cenario,  para  tratar  de  ayudar  al  hombre  si  podía.  Supon- go  que  estuvo  inconsciente  un  momento,  pero  al  fin  recu- per ó  el  conoci mi ent o  y  fue  llevado  al  hospital.  Anoche  llamé  por  teléfono  al  hospital,  desde  mi  hotel  aquí,  y  me  informaron  que  ya  no  se  encontraba  en  terapia  intensiva  y  que  esper aban  darl o  de  alta  est e  fin  de  semana,  por  lo  que  supongo  que  t odo  salió  bien.  No  obst ant e,  aun  así,  me  gusta  más  mi  final  del  discurso  que  el  de  él  —sonrió  con  timidez.  Me  incliné  hacia  Pat  y  le  di  una  palmada  en  el  hom- bro.  —"Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne".  —¿Qué?  —"Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne".  Harold  Titus,  qui en  se  encontraba  de  pie  muy  cerca  de  ti,  mien- tras  atendías  a  Horace  Latimer,  dijo  que  ésta  era  una  de  las  147  OG  MANDI NO  frases  que  cree  haberte  escuchado  repetir  junto  al  hombre  inconsciente.  ¿Es  alguna  clase  de  plegaria?  Pat  levantó  la  cabeza  y  miró  el  agua  y  los  árboles,  ha- cia  los  altos  rascacielos  de  la  ciudad.  —Bart,  esas  pal abras  particulares  son  de  Salomón,  del  Libro  de  Proverbios.  También  son  parte  de  una  ora- ción  especial  que  me  enseñó,  cuando  era  muy  joven,  un  viejo  indio  Crow  que  trabajó  en  nuestro  rancho  durant e  años.  Se  llamaba  Brightest  Star  y  fue  muy  amable  conmi- go  durante  mi  desarrollo.  Me  enseñó  a  apreciar  la  obra  de  Dios,  desde  el  gusano  y  hormiga  más  pequeños,  hasta  el  alce  o  pi no  más  grandes.  Me  enseñó  a  sentir  piedad,  pa- ciencia  y  amor  por  todos  los  seres  vivos  y  a  que  no  debía  dejar  pasar  un  día  sin  hacer  el  bien  a  alguien,  porque  tal  vez  nunca  volvería  a  t ener  la  opor t uni dad.  Me  enseñó  también  cómo  pronunciar  palabras  especiales  junto  a  una  persona  que  estuviera  muy  enferma  y  me  aseguró  que,  defi ni t i vament e,  Dios  me  escucharí a  y  consi derarí a  mi  petición.  —¿Has  utilizado  esas  palabras  especiales  con  anterio- ridad?  Asintió.  —Nunca  me  han  fallado.  —¿Son  las  mismas  palabras  que  repetiste  al  lado  del  señor  Latimer?  Patrick  Donne  asintió  de  nuevo.  Inhaló  profundo  y  col ocó  con  suavidad  las  pal mas  de  sus  manos  sobre  mi  pecho.  —"Dios,  sánalo,  por  favor.  Dios,  ayúdalo  a  respirar,  por  favor.  Dios,  ayúdalo  a  ver,  por  favor.  Un  corazón  sano  es  la  vida  de  la  carne"  —dijo  con  esa  voz  estremecedora  de  bajo  profundo.  Retiró  sus  manos  y  apartó  la  mirada.  Traté  de  decir  que  parecía  ser  una  forma  bastante  extraña  de  resucita- ción  cardiopulmonar,  pero  no  pude  hacerlo.  148  EL  DON  DEL  ORADOR  —Un  indio  norteamericano  citando  a  Salomón  —dije  en  cambio—.  Eso  es  algo  muy  peculiar.  —¿Por  qué?  Todos  compartimos  al  mismo  Dios.  Al- gún  día,  la  gente  de  este  pequeño  mundo  dejará  de  mal- decir,  herir  y  mat arse  mut uament e  y  compr ender á  que  todos  tenemos  el  mismo  origen,  sin  importar  lo  diferente  que  sea  nuestro  exterior.  En  verdad,  todos  somos  herma- nos  y  hermanas.  Todos  lloramos,  todos  sonreímos,  todos  sentimos  dolor,  todos  sentimos  hambre.  Ninguno  de  noso- tros  debe  colocar  la  cabeza  sobre  la  almohada  por  la  no- che,  sin  planear  llegar  a  otro  ser  humano  durant e  el  si- guiente  día.  Incluso  algo  tan  insignificante  como  un  abra- zo,  si  no  se  tiene  otra  cosa  que  compartir,  puede  ser  un  regalo  precioso.  Un  pequeño  gorrión  descendió  en  picada  desde  de- trás  de  nosotros  y  aterrizó  a  unos  metros  de  nuestros  pies,  pi cot eando  lo  que  parecía  una  galleta.  —¿Estás  familiarizado  con  la  gran  fábula  de  Osear  Wilde  acerca  del  príncipe  feliz?  —No,  no  lo  creo.  —Al  ver  ese  pequeño  pájaro  la  recordé.  Es  una  de  mis  favoritas  sobre  el  tema  de  dar  sin  pensar  en  la  recom- pensa  y  trato  de  inculcarla  al  mundo.  De  acuerdo  a  la  fa- bulosa  obra  clásica  de  Wilde,  una  estatua  muy  especial  y  el egant e  de  un  príncipe  se  encont raba  en  una  col umna  alta,  en  lo  alto  de  una  gran  ciudad.  El  cuerpo  del  príncipe  estaba  cubierto  con  hojas  delgadas  de  oro  fino,  por  ojos  tenía  enormes  zafiros  y  en  la  empuñadura  de  su  espada  podía  verse  un  rubí  rojo  grande.  —Un  día,  Bart,  una  pequeña  golondrina,  que  había  retrasado  demasiado  su  excursión  invernal  hacia  Egipto,  se  detuvo  durante  su  apresurado  viaje  al  sur  para  pasar  la  noche  entre  los  pies  de  la  estatua.  Sin  embargo,  la  golon- drina  no  pudo  dormir  debi do  al  rui do  que  producí a  el  llanto  del  príncipe,  por  lo  que  voló  hacia  arriba,  se  detuvo  149  OG  MANDINO  sobre  el  hombro  del  príncipe  y  le  preguntó  por  qué  llo- raba.  —El  príncipe  respondió  que  a  pesar  de  que  todos  lo  llamaban  el  príncipe  feliz,  no  lo  era.  Le  preguntó  al  paja- rito  que  cómo  podría  ser  feliz,  si  desde  ese  sitio  en  lo  alto  de  la  ciudad  podía  ver  a  muchas  personas  que  necesita- ban  ayuda,  comida,  atención,  amor  y  ternura.  "¿Podrías  ayudarme,  por favor,  pajarito? ¿Me  ayudarás  a  ser  útil?"  El  pájaro  aceptó.  —Primero,  la  golondrina  quitó  el  rubí  de  la  espada  del  príncipe  y  lo  entregó  a  una  joven  madre  atemorizada  que  atendía  a  su  hijo  enfermo  en  un  ático  frío.  Después,  el  pajarito  voló  de  nuevo  hasta  donde  estaba  el  príncipe,  le  quitó  un  ojo  de  zafiro  y  fue  a  entregarlo  a  un  anciano  en  una  choza  pequeña,  quien  no  había  comido  durante  dos  días.  Una  vez  más,  voló  de  nuevo  hasta  donde  estaba  el  príncipe,  le  quitó  el  otro  ojo  de  zafiro  y  lo  dejó  en  la  ciudad,  a  los  pies  de  una  pequeña  en  condiciones  seme- jantes.  La  golondrina  retiró cuidadosamente,  una  por una,  todas  las  hojas  de  oro  del  cuerpo  del  príncipe  y  las  distri- buyó  entre  los  niños  pobres  y  desvalidos  de  la  ciudad.  —Entonces,  soplaron  las  ráfagas  heladas  del  invierno  y  como  el  cuerpo  del  príncipe  ya  no  estaba  protegido,  su  corazón  de  plomo  se  quebró.  Sin  poder  protegerse  del  frío,  la  pequeña  golondrina  también  pereció.  —Una  mañana,  Dios  reunió  a  sus  ángeles  y señaló  la  ciudad,  diciendo:  "Tráiganme  las  dos  cosas  más precio- sas  de  ese  lugar".  Cuando  los  ángeles  regresaron,  llevaban  el  corazón  quebrado  del  príncipe...  y  el  cuerpo  de  un  pequeño  pájaro  muerto.  Eso  se  llama  "amor  sin  etiqueta  de  precio",  amigo  mío  y  si  no  empezamos  a  aprende; -   a  vivir  de  esa  manera,  nuestras  vidas  no  tendrán  valor.  Asentí.  —Gracias.  Eso  fue  muy  especial.  Esos  tres  pordiose- ros  que  pasamos  camino  aquí,  al  parque...  ¿te  detienes  y  les  das  a  todos?  150  EL DON  DEL ORADOR  Asintió  y  miró  sus  manos.  —Siempre.  Cada  uno  de  ellos  es  una  obra  de  Dios.  Hubo  un  momento  en  las  vidas  de  cada  uno  de  ellos  en  que  tuvieron  los  sueños,  las  esperanzas  y  ambiciones  que  tú  y yo tuvimos.  Los  maestros,  padres y amantes se  intere- saron  en  ellos,  trabajaron  con  ellos,  planearon  junto  con  ellos.  Tuvieron  cuentas  de  ahorro,  recogieron  flores,  escri- bieron diarios,  cambiaron  llantas  ponchadas.  Vivieron,  rie- ron  y  no  imaginaron  nunca  que  un  día  vivirían  en  el  arro- yo.  Tienen  corazón,  Bart,  y  esos  corazones  laten  exacta- mente  como  el  mío  y  el  tuyo.  —Entonces,  ¿ayudas  a  todos  ellos?  —Sí.  Incluso,  llevo  conmigo  esa  filosofía  cuando  sal- go  al  escenario  y  enfrento  a  un  público.  En  realidad,  trato  de  hacer  un  trabajo  de  venta  con  cada  persona  del  mismo,  trato  de  convencerlas  para  que  utilicen  los  pocos  princi- pios  simples,  pero  poderosos,  que  comparto  con  ellos  para  lograr  una  vida  mejor,  para  que  puedan  cumplir  sus  sueños  sin  tropezar,  una  y  otra  vez,  y  no  terminen  tam- bién  en  un  pantano  de  desesperación  y  temor.  Cuando  estoy  en  el  escenario,  Bart,  me  entrego  por  completo,  no  por  los  honorarios  que  me  pagan...  nunca.  Me  esfuerzo  lo  más  posible  para  poder  llegar  a  mi  público  y  señalarle  el  camino  hacia  un  mañana  mejor.  No  sé  cuántas  veces  he  mirado  hacia  la  multitud  y  enfocado  la  mirada  en  algún  hombre  o  mujer  bien  vestido  y  guapo  y  los  imagino  de  pie  en  alguna  esquina,  con  ropa  harapienta  y  sucia,  tratan- do  de  vender  lápices  para  poder  comprar  otra  botella  de  vino  barato.  Por  supuesto,  eso  no  es  lo  que  ellos,  al  estar  sentados  escuchándome,  planean  para  su  futuro;  sin  em- bargo,  esos  vagabundos  que  vimos  esta  mañana,  cuando  tenían  diez  años  de  edad,  nunca  esperaron  encontrarse  de  pie  algún  día  en  una  esquina  concurrida  de  Manhattan,  mendigando.  1 5 1  OG  MANDI NO  —En  verdad  eres  un  hombr e  sorprendent e,  Patrick  Donne.  Me  siento  orgulloso  de  ser  tu  amigo.  Sacudió  la  cabeza  con  violencia.  —No  soy  sorprendente,  Bart.  Unas  líneas  simples  de  uno  de  los  poemas  de  Emily  Dickinson  guían  bastante  mi  vida...  "Si  puedo  evitar  que  un  corazón  se  rompa,  No  habré  vivido  en  vano;  Si  puedo  aliviar  el  dolor  de  una  vida,  O  sanar  una  herida,  O  ayudar  a  un  petirrojo  débil  A  llegar  de  nuevo  a  su  nido,  No  habré  vivido  en  vano".  Patrick  Donne  se  puso  de  pie,  se  alejó  unos  pasos  de  la  banca  y  ext endi ó  los  dos  brazos  con  un  movi mi ent o  amplio.  —Bart,  recorre  con  la  mirada  este  hermoso  lugar  que  llamas  cielo  en  la  tierra.  ¿Qué  sabes  de  su  pasado?  —No  tanto  como  debería,  me  temo.  —¿Admitirás  que  ahora  hay  un  ejército  de  personas  sin  hogar  en  las  aceras  de  Manhattan?  —Y  me  temo  que  el  número  aumenta...  —¿Sabías  que  a  mediados  del  siglo  pasado,  la  llama- da  gent e  de  la  calle  se  reuní a  aquí?  Lo  que  ahora  es  el  Parque  Central  era  un  pant ano  lúgubre  y  oloroso  y  todas  las  personas  sin  hogar,  junto  con  sus  animales,  acampaban  aquí,  hasta  que  Washington  Irving,  William  Cullen  Bryant  y  un  pequeño  y  poderoso  cont i ngent e  de  hombres,  que  en  verdad  amaban  a  esta  ciudad,  convencieron  a  la  gente  para  que  se  estableciera  aquí  un  enorme  parque.  El  dise- ño  triunfador  ganó  un  premio  de  dos  mil  dólares,  después  de  una  fuerte  competencia.  Entonces,  las  personas  sin  ho- gar  lucharon,  algunas  hasta  su  muerte,  para  conservar  su  152  EL  DON  DEL  ORADOR  único  hogar,  cuando  la  ciudad  al  fin  adquirió  este  enorme  cuadrado  de  tierra  y  empezó  a  desbrozarlo.  Un  ejército  tremendo  de  inmigrantes  irlandeses,  fuertes  y  sin  empleo,  después  de  años  y  años  de  excavar,  drenar  y  hermosear  el  t erreno,  finalmente,  crearon  este  her moso  refugio  para  que  todos  lo  compartieran.  —Pat,  me  avergüenza  decir  que  sabía  muy  poco  so- bre  esto.  —Este  encant ador  lugar  ha  sido  un  refugio  para  las  personas  sin  hogar  en  más  de  una  ocasión,  Bart.  Durante  los  últimos  dos  años  del  cargo  de  Herbert  Hoover,  el  Par- que  Central  se  convirtió  en  el  úni co  hogar  de  miles  de  per sonas  sin  empl eo  y  las  largas  hileras  de  sus  chozas  endebl es  eran  conocidas  como  "Hooverville".  —¿Cómo  sabes  tanto  acerca  de  este  lugar,  Pat?  ¿Hicis- te  una  investigación  sobre  el  Parque  Central  o  la  gente  sin  hogar?  Él  sonrió.  —Adivina.  En  lugar  de  llegar  hasta  el  depósi t o  de  agua  en  el  extremo  este  del  parque,  dimos  vuelta  antes  de  llegar  al  Estanque  y  nos  dirigimos  de  nuevo  al  sur,  pasamos  el  área  de  j uego  para  ni ños,  Conservatory  Water,  la  est at ua  de  Hans  Christian  Andersen  y  el  Zoológico  Infantil,  antes  de  salir  a  la  Plaza  del  Gran  Ejército  y  dirigirnos  a  la  esquina  de  Parque  Central  Sur  y  la  Quinta  Avenida.  Escuché  esa  inolvidable  voz  que  gritaba,  ant es  de  verlo  inclinado  hacia  adelante  en  su  silla  de  ruedas,  sacu- di endo  su  Biblia  por  arriba  de  la  cabeza,  mientras  ator- mentaba  y  daba  una  perorata  a  cada  transeúnte.  —¡Estén  alerta  de  los  malos  profetas!  —¡Ningún  hombre  puede  servir  a  dos  amos!  —¡Rechacen  el  mal  y  elijan  el  bien!  Desde  la  playera  roja  harapienta  hasta  los  zapatos  de  lona  manchados,  vestía  exactamente  igual  que  aquel  día  153  OG  MANDINO  predestinado,  cuando  de  pronto  giré  hacia  el  sur,  para  evitar encontrarme  con él.  Al  acercarnos,  me vio,  me seña- ló  directamente  y  gritó:  "¡Tú!  ¡Tú!  Es  mejor  confiar  en  el  Señor  que  tener  confianza  en  el  hombre!  ¡Escúchame!  ¡Tú!  ¡Tú...!"  De  pronto,  el  vagabundo  loco  dejó  de  gritar;  con  la  boca  abierta  miraba  a  Pat.  Nos  acercamos  cada  vez  más  a  la  silla  de  ruedas.  El anciano soltó  la  Biblia  sobre sus pier- nas,  levantó  las  manos  juntas  para  rezar  y  miró  directa- mente  a  Patrick  Donne.  —Bendito  sea  tu  nombre...  —dijo  con  voz  suave  cuando  pasamos.  154  XV  n  *  -J  espués  de  tomar  una  ducha,  afeitarme  y  vestirme,  me  reuní  con  Mary  en  la  cocina  para  mi  acostumbrada  se- gunda  taza  de  café,  antes  de  dirigirme  a  la  oficina.  Mary  frunció  el  ceño  al  verme.  —¿Qué  sucede?  —pregunté  al  fin.  —¿Dónde  está  él?  —¿Patrick?  Sacudió  la  cabeza  y  suspiró  con  impaciencia.  —Sí,  esposo,  Patrick,  Patrick Donne.  ¿No  iba a  reunir- se  contigo  esta  mañana  para  tu  paseo  por  el  Parque  Cen- tral?  —Lo  hizo.  Nos  separamos  hace  unos  minutos.  Traté  de  traerlo  aquí  con  promesas  de  que  prepararías  para  él  tus  hot  cakes  de  arándano  especiales,  pero  tiene  que  to- mar  el  avión  para  Florida  a  las  diez.  Filmarán  el  segundo  comercial  de  Pat para  Ted  &  Margaret's  Frozen  Dinners  en  la  base  de  lanzamiento  de  Cabo  Cañaveral,  ¿puedes  creer- lo?  —¿El  gobierno  está  de  acuerdo?  —Supongo  que  sí.  La  mayor parte  del  país  habla  to- davía  de  su  primer  comercial  desde  el  Monumento  a  Lincoln.  Dijo  que  la  recepción  fue  tan  grande,  que  Ted  y  155  OG  MANDI NO  Margaret  decidieron  transmitir  cada  uno  de  los  ocho  co  merciales  finales  durante  cuatro  semanas  consecutivas  er  "60  Minutos",  así  como  tres  veces  a  la  semana  en  "Gooc  Morning,  America".  Hablan  de  una  exposición  fabulosa.  S  los  otros  comerciales  resultan  tan  magníficos  como  el  pri  mero,  recibiré  más  solicitudes  para  discursos  de  los  que  él  pueda  pronunciar.  Mary  rió  y  me  besó  la  mejilla.  —Pobr e  hombr e.  ¡Oh,  casi  lo  olvido!  Llama  a  Jay  Bridges.  Está  en  casa.  El  númer o  está  en  la  libreta  que  cuelga  junto  al  teléfono  de  la  cocina.  —¿Sucede  algo  malo?  —Ño  lo  creo.  El  hombre  parecía  muy  ani mado.  Me  pidió  que  le  hiciera  el  favor  de  decirle  al  genio  que  tengo  por  marido  que  lo  honrara  con  una  llamada  cuando  fuera  conveniente...  ¿Tiene  sentido  eso  para  ti?  Me  dirigí  al  teléfono  y  marqué  el  número  que  Mary  anotó  en  nuestra  libreta  de  mensajes.  —-Buenos  días  —dijo  la  voz  familiar  de Jay  Bridges—  Es  otro  día  encantador  aquí  en  Memphis.  —Aquí  en  Manhattan  no  está  mal.  —Bart,  viejo  zorro,  me  he  quitado  el  sombrero  ante  ti  durante  muchos  años,  pero  éste  último  despliegue  de  des- treza  tuyo  exige  al  menos  que  me  hinque  en  el  suelo  en  señal  de  reverencia.  En  verdad  no  has  perdido  tu  t oque,  eso  es  seguro.  —¿De  qué  hablas,  Jay?  —Oh,  con  seguridad  t odo  esto  es  una  sorpresa  para  ti.  Hablo  sobre  esa  fascinante  act uaci ón  de  tu  hombr e,  Patrick  Donne,  que  aparece  en  la  primera  pági na  de  la  sección  Vida  de  la  edición  de  hoy  de  USA  Today.  —No  recibimos  USA  Today,  por  lo  que  no  he  visto  ese  artículo  al  que  te  refieres  y  no  sé  nada  al  respecto.  ¿Lo  tienes  a  la  mano?  156  EL  DON  DEL  ORADOR  —Lo  tengo  aquí,  Bart.  Cuando  sonó  el  teléfono,  su- puse  que  eras  tú.  —¿Quieres  leérmelo,  por  favor?  —Es  un  artículo  de  una  columna  y  cinco  párrafos.  Si  consideramos  que  el  tema  del  artículo  es  la  posible  salva- ción  de  una  vida,  tenemos  esta  coincidencia  sorprendente  j unt o  a  la  col umna  de  "Lifeline"...  "Lifeline",  Bart,  que  siempre  ocupa  todo  el  lado  izquierdo  de  la  primera  pági- na  de  la  sección  Vida.  El  artículo  tiene  un  encabezado  audaz  que  dice:  "¿Este  orador  persuasi vo  t ambi én  hace  milagros?"  —¡Oh  Dios!  —me  escuché  gemir.  Jay  aclaró  dos  veces  la  garganta  ruidosamente  y  em- pezó  a  leer:  "Alto,  guapo  y  con  voz  de  mando,  Patrick  Donne  es  un  miembro  de  ese  raro  y  bastante  exclusivo  g r u p o  de  pr of es i onal es  c onoc i dos  c omo  or a dor e s  motivadores  e  inspirados.  ¿Su  compañía  va  a  tener  su  con- vención  anual?  Si  es  así,  es  probable  que  puedan  utilizar  a  un  individuo  dinámico  como  Donne,  después  de  tres  can- sados  días  de  reuniones  de  negocios,  para  enviar  a  todos  de  regreso  a  su  ciudad  con  un  coment ari o  importante  y  positivo,  preparados  para  establecer  nuevos  récords  de  vent as  al  enfrentar  al  mundo  de  nuevo  con  vigor  reno- vado".  —"Pocas  personas  en  el  negocio  de  la  oratoria  cues- tionarían  que  Patrick  Donne,  ex  vaquero  de  Montana,  es  uno  de  los  mejores  oradores  motivadores  en  el  país.  En  julio,  durante  la  convención  anual  de  los  Profesionales  de  la  Tribuna  de  Norteamérica,  una  organización  con  miles  de  miembros,  Donne  resultó  victorioso  en  un  concurso  de  oradores,  entre  la  mayoría  de  los  oradores  profesionales  más  importantes  en  el  negocio  y  fue  coronado  Campeón  Mundial  del  Podio."  —"Sin  embargo,  la  victoria  de  Donne  fue  merecedora  de  mucho  más  que  un  trofeo  de  cristal  Waterford.  Los  fun- 157  OG  MANDI NO  dadores  de  Ted  &  Margaret's  Frozen  Dinners,  patrocina- dor es  del  concurso  de  oratoria,  t ambi én  ent regaron  al  ganador  un  cheque  por  un  cuarto  de  millón  de  dólares,  como  un  anticipo  por  su  aparición  en  una  serie  de  nueve  comerciales  de  televisión  que  "hablan"  sobre  sus  produc- tos.  Donne  i mpresi onó  mucho  a  la  enorme  multitud  al  devolver  el  cheque  tan  pronto  se  lo  entregaron  y  al  pedir  que  giraran  otro,  a  cambio,  por  la  cantidad  total,  a  nom- bre  del  Centro  Dougy,  en  Portland,  Oregon,  el  cual  es  una  organización  no  lucrativa  dedicada  a  enseñar  a  los  peque- ños  cómo  enfrentar  mejor  la  pérdida  de  un  ser  queri do.  Su  gesto  conmovedor  y  generoso  atrajo  la  atención  nacio- nal  en  ese  momento."  —"Una  vez  más,  Patrick  Donne  es  noticia.  El  miérco- les  pasado  por  la  noche,  cuando  pronunciaba  su  impre- sionante  discurso  de  clausura,  durante  la  última  noche  de  la  convención  nacional  de  los  representantes  de  Latimer  Investments,  en  compañía  de  sus  esposas,  en  Trump  Pla- za,  Atlantic  City.  Hacia  el  final  de  su  discurso,  de  acuerdo  a  lo  que  dicen  algunos  de  los  presentes,  Donne  dejó  de  hablar  de  pront o,  corrió  hasta  la  orilla  del  podi o  y  saltó  hacia  el  público,  cayendo  cerca  de  la  mesa  donde  el  pre- sidente  de  la  compañía,  Horace  Latimer,  se  había  desplo- mado  hacia  atrás  en  su  silla,  opri mi endo  su  pecho  y  gi- miendo.  Era  evidente  que  Latimer  sufría  un  ataque  de  al- guna  especie."  —"En  la  confusión,  nadie  está  seguro  de  lo  que  suce- dió,  excepto  que  Donne  levantó  de  su  silla  al  hombre  que  aparentemente  sufría  un  ataque  y  lo  colocó  con  suavidad  sobre  el  suelo  alfombrado.  En  seguida,  de  acuerdo  a  uno  de  los  testigos,  empezó  a  acariciar  el  rostro  sudoroso  de  Latimer,  al  tiempo  que  hablaba  con  tanta  suavidad  al  hom- bre  que  sufría,  que  nadi e  pudo  escuchar  sus  pal abras.  Pronto,  Latimer  recuperó  el  conocimiento  y  se  sentó.  In- cluso,  logró  sonreír  débilmente  a  Donne,  antes  que  llegara  1 5 8  EL  DON  DEL  ORADOR  la  ambulancia.  Latimer  pasó  el  resto  de  la  noche  en  tera- pia  intensiva,  pero  varios  médicos  consultados  reportaron  que  no  había  señal  de  daño  coronari o  y  que  había  sido  dado  de  alta.  No  fue  posible  localizar  a  Patrick  Donne  ni  a  su  agente  para  obtener  comentarios,  muchos  empleados  de  Latimer  Investments  están  casi  seguros  de  que  fueron  testigos  de  un  milagro,  una  verdadera  "imposición  de  ma- nos"  moderna.  Quince  minutos  después  o  más,  cuando  Jay  y  yo  ter- minamos  nuestra  conversación  telefónica,  todavía  no  lo  había  convenci do  de  que  yo  no  tuve  nada  que  ver  con  ese  artículo  de  USA  Today.  Más  interesante  aún,  fue  que  ni  una  sola  vez  durante  nuestra  discusión,  Jay  me  preguntó  lo  que  Pat  me  había  dicho  acerca  del  incidente  o  si  perso- nalmente  creía  que  se  había  llevado  a  cabo  un  milagro  de  alguna  especie.  Para  ayudarme  a  pensar  con  claridad  y  en  forma  ra- cional,  caminé  hasta  mi  oficina  esa  mañana  y  cuando  lle- gué  a  la  Calle  44  Oeste,  había  deci di do  obt ener  consejo  experto  sobre  cómo  manejar  mejor  la  situación,  antes  que  quedara  fuera  de  control.  No  deseaba  que  a  la  larga,  el  público,  y  en  especial  los  clientes  en  prospecto,  empeza- ran  a  pensar  que  Patrick  Donne  era  algo  más  que  un  mag- nífico  orador.  Llamé  por  teléfono  a  los  Darnley.  Vic  no  se  encontraba,  pues  atendía  algún  negocio,  pero  Terri  escu- chó  con  paciencia,  hasta  que  cubrí  la  mayoría  de  los  deta- lles.  —Bart,  Vic  y  yo  leímos  el  artículo  y  ya  charlamos  al  respect o  —dijo  ella—.  También  nos  inquieta,  principal- ment e,  porque  proyecta  una  imagen  errónea  de  Pat;  sin  embargo,  decidimos  no  decir  nada  a  no  ser  que  llamaras  y  pidieras  nuestra  opinión.  Nuestra  opi ni ón  es  que  debes  ignorar  el  asunto  o,  al  menos,  tratarlo  a  la  ligera.  Incluso,  Vic  y  yo  pensamos  en  las  preguntas  que  les  pueden  hacer  a  cual qui era  de  ust edes  los  medi os  informativos  o  los  159  OG  MANDI NO  clientes  potenciales,  respecto  al  asunt o,  y  la  mayoría  de  las  respuest as  que  obtuvimos  úni cament e  confundirían  más  el  asunto.  Lo  más  que  se  puede  hacer,  si  a  ti  o  a  Pat  les  hacen  preguntas  que  no  es  posible  evitar,  es  decir  que  sólo  prestó  los  primeros  auxilios,  como  lo  hubiera  hecho  cualquier  otra  persona  en  circunstancias  similares  y  dejar  las  cosas  así.  No  obstante,  nuestro  consejo  principal  para  ti  y  para  Pat  es  que  habl en  lo  menos  posi bl e  sobr e  el  asunto,  que  no  ofrezcan  información  y  que  permitan  que  el  tiempo  borre  gradualmente  el  asunto  de  la  memoria  de  todos.  En  una  semana  aproximadamente,  ya  se  habrá  olvi- dado  todo.  El  consejo  de  los  Darnley,  aunque  parecía  sabio,  no  resultó  fácil  de  seguir.  Durante  varios  días  después  de  la  aparición  del  artículo,  casi  todas  las  llamadas  telefónicas  que  hice  a  los  pl aneadores  de  reuni ones,  para  reafirmar  mi  correspondenci a  enviada,  originaron  una  o  dos  pre- guntas  acerca  del  "milagro  de  Patrick  en  Atlantic  City".  A  pesar  de  esto,  como  lo  predijo  Terri,  todo  el  asunto  pare- cía  olvidado.  Nunca,  ni  siquiera  cuando  la  popul ar i dad  de  Eric  Champion  llegó  a  su  punto  más  alto,  disfrutó  el  éxito  que  siguió  a  las  contrataciones  de  Patrick.  Los  importantes  y  memorables  comerciales  de  Ted  &  Margaret's,  que  presen- t aban  a  Patrick  Donne  como  el  Campeón  Mundial  del  Podio,  mostrados  a  la  nación  semana  tras  semana,  pronto  lo  hicieron  tan  reconocido  por  los  norteamericanos  como  nuestro  Presidente  o  Michael  Jackson  o  Peanuts.  Después  de  su  presentación  en  Cabo  Cañaveral,  hizo  sus  comercia- les  para  Ted  &  Margaret's  apoyado  en  un  poste  de  la  por- tería  en  el  Tazón  de  las  Rosas;  durante  la  cuarta  curva  en  la  Pista  de  Carreras  de  Indianápolis,  en  un  auto  Indy;  en- cendi endo  una  pequeña  hoguera  en  una  saliente  de  roca  roja  en  un  área  impresionante  del  Gran  Cañón;  paseando  por  el  Puent e  Golden  Gate;  t ocando  con  suavidad  una  1 6 0  EL  DON  DEL  ORADOR  guitarra,  sentado  en  el  césped  frondoso  afuera  de  Grace- land;  t ocando  la  Campana  de  la  Libertad  y  r emando  en  una  canoa  pequeña  en  las  aguas  tranquilas  de  Walden  Pond  de  Thoreau.  Las  primeras  cuatro  semanas  en  que  me  puse  en  con- tacto  con  los  programadores  de  eventos  produjeron  cuatro  futuros  contratos  de  oratoria,  cada  uno  por  $20,000  más  gastos.  Durante  el  siguiente  mes,  Grace  envió  por  correo  siete  contratos  más  y  doce  durante  el  tercer  mes.  Mi  pro- blema  fue  ent onces  uno  que  todos  los  agentes  desearían  tener.  En  realidad,  tenía  dos  problemas.  Primero,  fue  ne- cesario  estar  en  contacto  constante  con  los  encargados  de  la  promoción  y  publicidad  de  Ted  &  Margaret's,  para  po- der  coordi nar  los  discursos  programados  de  Pat  con  las  filmaciones  de  los  comerciales  de  la  compañía  en  varios  sitios.  Segundo,  al  continuar  preparando  el  programa  para  Pat,  tuve  que  preguntarle  cuántos  contratos  pensaba  que  podía  cumplir  cada  mes,  sin  fatigarse  ni  est ropear  su  ac- tuación.  Los  discursos  que  tenía  contratados  hasta  el  mo- ment o  cubrí an  un  per í odo  de  cat orce  meses.  El  mayor  número  que  programé  en  un  mes  fueron  cinco  discursos,  puesto  que  la  experiencia  me  había  enseñado  que  era  el  límite  efectivo  para  una  persona,  consi derando  que  las  citas  estaban  distribuidas  desde  Miami  hasta  San  Diego.  No  obstante,  deseaba  discutir  eso  con  Pat,  en  persona,  y  permitirle  decidir.  A  pesar  de  que  ahora  recibía  varias  lla- madas  t el efóni cas  cada  semana  de  pr ogr amador es  de  eventos  que  querían  conocer  la  disponibilidad  y  honora- rios  de  Pat,  con  pesar  decidí  no  hacer  más  compromi sos  además  de  los  discursos  ya  contratados,  hasta  que  hablá- ramos  en  persona.  Pat  había  regresado  a  su  pequeño  puebl o  en  Bless- ings,  Montana;  sin  embargo,  generalmente  habl ábamos  al  menos  cada  tercer  día  por  teléfono,  para  poder  darle  la  última  información  sobre  las  contrataciones  efectuadas.  A  161  OG  MANDI NO  pesar  de  que  su  programa  de  discursos  no  se  llevaría  a  cabo  hasta  dentro  de  dos  meses,  no  se  sentía  preocupado.  Dijo  que  entre  los  comerciales  que  se  filmaban  trabajaba  también  en  un  proyecto  nuevo  y  muy  importante  que  re- quería  paz,  tranquilidad  y  privacidad.  Incluso  el  irse  a  vi- vir  a  Nueva  York,  como  tenía  planeado,  estaba  ahora  en  es per a  hast a  t er mi nar  l a  nueva  t ar ea.  Regr esar í a  a  Manhattan  en  diez  días,  para  reunirse  con  el  personal  de  Ted  &  Margaret' s  y  ent onces  podrí amos  hablar  sobre  su  programa.  También  dijo  que  si  me  mostraba  amable  con  él,  me  hablaría  sobre  su  proyecto  especial.  Así,  por  segunda  vez,  Patrick  Donne  y  yo,  por  solici- tud  de  él,  corrimos  por  el  Parque  Central  poco  después  que  saliera  el  sol,  sólo  que  en  esta  ocasión  subi ó  a  mi  apartamento  después  que  terminamos  nuestro  recorrido  y  de vor ó  al  me nos  una  doc e na  de  l os  hot  c a ke s  de  arándano  especiales  de  Mary,  para  alegría  de  ella.  Des- pués  de  limpiar  la  mesa  de  la  cocina,  Mary  sirvió  una  se- gunda  taza  de  Café  a  Patrick  y  a  mí  y  nos  dejó  solos.  —Bart,  estaré  arriba  por  un  tiempo,  en  el  apartamen- to  de  los  Wilson.  Joan  tiene  que  estar  en  su  banco  a  las  diez,  esta  mañana,  y  promet í  quedar me  con  Kathy.  No  tardaré  más  de  una  hora  y  Pat,  en  caso  de  que  ya  te  hayas  ido  cuando  regrese,  permite  que  te  abrace  ahora.  —Katty  Wilson  es  una  niña  preciosa  de  nueve  años  de  edad,  que  ha  pasado  los  tres  últimos  años  en  una  silla  de  ruedas  —expliqué,  después  que  Mary  salió  de  la  coci- na—.  La  atropello  un  taxi  frente  a  este  edificio  y  su  espina  dorsal  resultó  bastante  dañada.  La  pequeña  quedó  paralí- tica  desde  la  cintura  hacia  abajo.  Ama  a  Mary  y,  con  fre- cuencia,  las  dos  van  de  compras  juntas.  Patrick  sacudió  la  cabeza  con  admiración.  —Estás  casado  con  una  mujer  muy  especial,  Bart.  Lo  sé.  También  represento  a  un  orador  muy  especial.  Habl emos  de  él.  Necesito  saber  lo  que  opi nas  sobr e  el  162  EL  DON  DEL  ORADOR  númer o  de  dicursos  que  puedes  pronunci ar  cada  mes.  Como  sabes,  dejé  de  aceptar  contrataciones  hasta  saber  lo  que  opinas  sobre  el  asunto.  Si  sigo  haciendo  mis  llamadas  telefónicas  y  continúan  llamándome,  no  sé  cuántos  contra- tos  podremos  aceptar.  ¿Cuál  es  tu  opinión?  Pat  bebió  despacio  su  café  y  exhaló  profundo.  —Fijemos  el  límite  de  seis  al  mes.  —De  acuerdo,  serán  seis.  —¿No  deseas  saber  por  qué  decidí  que  fueran  seis?  —No  importa.  Si  eso  es  lo  que  deseas,  eso  tendrás.  —Bart,  nuestros  honorarios  son  veinte  mil,  ¿correcto?  Asentí.  —Tu  comisión  es  del  veinticinco  por  ciento...  ¿correc- to?  Asentí  de  nuevo.  —Eso  me  deja  con  qui nce  mil  dólares  por  discurso.  Seis  discursos  por  mes  representan  noventa  mil  y  si  multi- plicamos  eso  por  doce  meses,  ganaré  más  de  un  millón  de  dólares  por  año.  No  puedo  imaginar  a  alguien  que  gane  un  millón  de  dólares  en  sólo  doce  meses,  pero  esa  es  aho- ra  mi  meta.  —¿Para  tener  más  para  dar?  —No  lo  doy.  Únicamente  hago  algunas  inversiones  en  la  gente.  No  es  gran  cosa.  Hay  un  viejo  dicho  que  nos  di ce  que  sólo  somos  ricos  a  t ravés  de  lo  que  damos  y  pobr es  sólo  a  través  de  lo  que  conservamos.  Cualquier  forma  de  caridad  es  apenas  un  poco  de  amor  en  acción,  eso  es  todo.  —De  acuerdo,  vamos  a  fijar  el  númer o  máximo  de  discursos  por  mes  en  seis.  ¿Alguna  excepción?  —Puedo  ser  tan  flexible  como  sea  necesario.  Si  se  presenta  algo  especial,  llámame  y  lo  discutiremos.  Tam- bién  deseo  llevar  a  cabo  algunas  presentaciones  para  re- caudar  fondos  para  caridad,  si empre  que  podamos.  Sin  cobro,  por  supuesto.  1 6 3  OG  MANDI NO  —De  acuer do.  Ahora...  habí ame  sobre  ese  nuevo  proyecto  especial  que  tienes.  Transcurrieron  varios  minutos  antes  que  él  respon- diera.  —Como  te  dije,  Bart,  he  pronunci ado  discursos  du- rante  siete  años...  tal  vez  doscientos  en  total.  Me  gusta  lo  que  hago  y  en  verdad  creo  que  lo  hago  bien,  pero  no  estoy  convencido  de  que  los  oradores  tengamos  un  efecto  tan  fuerte  en  nuestro  público  como  muchos  de  nosotros  quisiéramos  creer.  Hace  varios  años,  recuerdo  haber  leído  un  artículo  en  la  revista  Disclosure,  el  cual  me  intranquili- zó  mucho.  Un  médico  y  educador  brillante,  con  una  larga  lista  de  credenci al es,  cuyo  nombr e  no  recuerdo,  había  escrito  un  artículo  provocativo  sobre  el  aprendizaje,  en  el  que  afirmó  que  la  mayoría  de  nosotros  podemos  recordar  únicamente  el  diez  por  ciento  de  lo  que  escuchamos,  diez  minutos  después  de  oírlo.  No  quise  creer  que  la  mayoría  de  los  puntos  importantes  que  pensé  lograba  en  el  estrado  quedaban  sin  digerir,  por  lo  que  decidí  interrogar  a  algu- nos  de  los  miembros  de  varias  de  mis  audiencias,  casi  in- medi at ament e  después  de  mi  discurso,  sobre  los  princi- pios  del  éxito  que  yo  había  cubierto.  Para  horror  mío,  la  mayoría  de  las  personas  que  interrogué  no  podían  recor- dar  t odo  lo  que  compart í  con  ellos.  Todos  dijeron  que  habí an  di sfrut ado  el  di scurso,  que  les  había  i ndi cado  cómo  mejorar  y  que  se  sentían  contentos  por  haber  asisti- do,  pero  cuando  se  trató  de  datos  específicos,  sólo  recor- dar on  al gunas  cosas.  Trataron  de  no  parecer  avergon- zados.  Pat  dio  un  trago  de  café,  colocó  la  taza  medio  vacía  sobre  el  platito  y  fijó  la  mirada  en  éste.  —Me  molestó  mucho  lo  que  descubrí  y  decidí  discu- tirlo  con  un  viejo  amigo  de  Montana,  John  Curtiss,  quien  fuera  director  de  una  escuela  secundaria  en  Billings,  antes  de  retirarse  para  esquiar,  leer  y  jugar  golf  en  el  Club  de  164  EL  DON  DEL  ORADOR  Golf  Red  Elks,  donde  él  y  yo  jugamos  juntos  con  bastante  frecuencia.  Una  tarde  nos  encontrábamos  sentados  char- lando,  después  que  me  dio  una  buena  paliza  en  el  campo  de  golf,  y  le  pregunt é,  consi derando  todos  sus  años  de  maestro,  lo  que  pensaba  acerca  de  esa  teoría  del  diez  por  ciento  que  me  preocupaba  mucho.  Meditó  un  moment o,  asintió  con  la  cabeza  y  dijo  que  le  parecía  correcta.  Estaba  bastante  seguro,  aunque  nunca  lo  había  probado,  que  si  uno  leía  un  capítulo  de  un  libro  de  historia  a  una  clase  de  noveno  grado  y  después  examinaba  a  los  alumnos  sobre  eso,  no  obtendrían  una  calificación  tan  buena  como  la  de  otro  gr upo  del  noveno  grado  al  que  se  le  ent regaran  li- bros  y  se  les  pidiera  leer  ese  mi smo  capítulo,  ant es  de  examinarlo.  —Bart,  creo  que  lo  que  recuerdo  con  mayor  clari- dad  es  lo  que  John  me  enseñó  sobre  Abraham  Lincoln.  Dijo  que  cuando  Lincoln  habló  durant e  la  consagración  del  campo  de  batalla  en  Gettysburg,  después  del  prolon- gado  discurso  del  famoso  orador  Edward  Everett,  los  co- ment ari os  breves  de  Abe  atrajeron  muy  poca  at enci ón.  Lincoln  estaba  seguro  de  que  su  presentación  y  palabras  habían  sido  un  fracaso  y  una  pérdida  total  de  tiempo.  Sin  embargo,  más  tarde,  cuando  las  palabras  de  Lincoln  que- dar on  impresas,  fueron  acl amadas  en  t odo  el  mundo. . .  como  todavía  lo  son  en  la  actualidad,  ciento  treinta  años  después.  —Bart,  después  de  escuchar  eso  acerca  de  mi  héroe  de  siempre,  Lincoln,  investigué  por  mi  cuenta  y  t odo  me  condujo  hacia  la  misma  conclusión:  la  palabra  escrita  se  graba  de  una  manera  más  permanente  en  nuestro  cerebro,  que  la  palabra  hablada.  Benjamín  Franklin  fue  un  genio  auténtico  y  un  orador  excelente,  pero  su  sabiduría  y  filo- sofía  para  una  buena  vida  fueron  enseñadas  al  mundo  a  través  de  su  Autobiografía  y  el  Poor  Richard's  Almanac.  Napol eón  Hill  pronunci ó  discursos  motivadores  durante  165  OG  MANDI NO  años,  pero  hasta  que  aparecieron  impresos  sus  "Pasos  a  la  riqueza"  pudo  comunicar  sus  ideas  a  millones  de  perso- nas.  Norman  Vincent  Peale  pronunció  sus  sermones  con- movedores  desde  el  pul pi t o  de  su  iglesia  Marble  Colle- giate,  aquí  en  la  ciudad,  durante  muchos  años,  pero  alcan- zó  un  sitio  nacional  úni cament e  después  que  sus  i deas  sobre  el  pensami ent o  positivo  aparecieron  impresas.  Lo  mismo  sucedió  con  Dale  Carnegie.  El  hombre  dio  clases  noct urnas  en  la  YMCA,  hasta  que  fue  publ i cado  su  libro  Cómo  ganar  amigos  e  influir  en  la  gente.  Ahora  estoy  to- talmente  convencido  de  que  los  mensajes  dados  oralmen- te,  sin  importar  lo  poderosos  y  dinámicos  que  sean,  ya  sea  en  persona  o  en  cinta,  no  se  comparan  en  poder  de  reten- ción  con  la  palabra  escrita  que  uno  puede  leer,  reflexio- nar,  revisar,  una  y  otra  vez.  —Ese  es  el  proyecto  especial.  ¡Estás  escribiendo  un  libro!  Pat  negó  con  la  cabeza  y  sonrió.  —No,  intento  hacer  algo  todavía  más  difícil.  —¿Más  difícil  que  escribir  un  libro?  —Eso  creo.  En  un  libro,  tienes  libertad  para  utilizar  todas  las  palabras  que  creas  son  necesarias  para  explicar  plenamente  tu  tema,  antes  de  pasar  al  siguiente  capítulo.  Lo  que  intento  hacer  es  tomar  esas  antiguas  reglas  para  una  buena  vida,  las  cuales  compart o  con  mi  públ i co,  y  resumirlas  a  un  mínimo  de  palabras  y  oraciones  que  tengo  la  esperanza  puedan  ser  reproducidas  en  una  sola  hoja  de  papel  o  cartulina.  Mientras  menos  palabras,  mejor,  y  allí  es  donde  está  la  dificultad.  Esta  colección  de  consejos  sabios,  en  la  forma  que  finalmente  le  dé,  será  mi  regalo  especial  para  t odo  el  que  me  escuche  hablar.  En  algún  moment o  casi  al  final  de  mi  discurso,  mencionaré  la  pequeña  sor- presa  que  podrán  recibir  de  mí  al  partir  y,  en  seguida,  les  pediré  a  todos  que  me  concedan  un  pequeño  favor...  Esperé,  sin  decir  nada.  166  EL  DON  DEL  ORADOR  —Bart,  les  pediré  a  todos  que  lean  mi  pequeño  rega- lo  cada  mañana,  antes  de  empezar  su  día.  Quiero  que  ten- gan  el  est ado  mental  adecuado  para  enfrentar  las  horas  que  tienen  por  delante,  con  todos  sus  desafíos  y  proble- mas,  tentaciones  y  peligros.  Deseo  que  sigan  mi  mapa  de  caminos  sencillo  a  lo  largo  del  sendero  de  la  vida,  el  cual  resultará  mucho  más  fácil  si  escuchan  mi  consejo.  Si  logro  ese  objetivo,  si  puedo  afectar  más  vidas  con  la  ayuda  de  la  palabra  escrita,  entonces,  que  así  sea.  —¿Cómo  va  el  proyecto?  Sacudió  la  cabeza  y  suspiró  con  añoranza.  —Muy  lento.  Ni  siquiera  le  tengo  un  título,  pero  pro- greso.  Es  muy  fácil  hablar  durante  veinte  minutos  sobre  el  s e c r e t o  del  éxi t o,  pe r o  r esul t a  muy  di fí ci l  escr i bi r  significativamente  sobre  el  mismo  secreto  en  una  oración  de  apenas  doce  palabras.  No  obstante...  lo  lograré.  Lo  ter- minaré  e  imprimiré  antes  que  empecemos  con  nuestros  discursos.  De  pronto,  Pat  metió  la  mano  en  el  bolsillo  lateral  de  sus  pantalones,  sacó  una  llave  y  la  colocó  sobre  la  mesa,  frente  a  mí.  —Bart,  estoy  t rabaj ando  en  una  libreta  negra  con  hojas  sueltas,  que  está  en  el  cajón  superi or  de  mi  viejo  escritorio  de  roble,  en  mi  cabana  en  Blessings.  Si  algo  me  sucedi era  ant es  de  terminar  e  imprimir  ese  trabajo,  me  gustaría  que  lo  tuvieras  y  compart i eras  con  ot ros,  si  lo  deseas.  ¿De  acuerdo?  Antes  que  pudiera  responder,  escuché  la  voz  de  Mary  en  nuest ro  vestíbulo,  seguida  por  una  risa  infantil  y  el  ahora  familiar  ruido  producido  por  la  silla  de  ruedas,  an- tes  que  Kathy  Wilson  apareciera  en  la  puerta  de  la  cocina,  seguida  por  Mary.  —¡Hola,  señor  Manning!  —Hola,  Kathy.  ¿Cómo  está  mi  niña  preciosa?  —Bien.  167  169  OG  MANDI NO  madera,  mientras  mamá  trataba  de  freír  huevos  y  tocino  en  una  sartén  negra  gigante.  Recuerdos,  recuerdos,  recuer- .  dos...  Di  una  palmada  al  hombro  de  Patrick  Donne.  —¿No  crees  que  ya  es  tiempo  de  que  encuent res  a  alguien  con  quien  compartir  una  bonita  cocina,  junto  con  esos  ingresos  de  un  millón  de  dólares?  ¿Hay  algún  progre- so  en  ese  frente?  —No  he  t eni do  mucho  t i empo  para  buscar.  Todo  sucederá,  no  hay  que  preocuparse.  ¿Irás  a  la  oficina  hoy?  -—Tan  pronto  como  tome  una  ducha,  me  afeite  y  me  vista.  —¿Irás  caminando?  Asentí.  —Ent onces,  te  esperaré,  si  no  te  importa.  Te  haré  compañía.  Tengo  la  mañana  libre.  —¿Cuánto  tiempo  te  tendrán  en  la  ciudad  Ted  y  Mar- garet  en  esta  ocasión?  —Toda  la  semana.  Estaré  en  el  Plaza  hasta  el  próxi- mo  lunes,  después  regresaré  a  Blessings  para  trabajar  dos  semanas  ininterrumpidas  en  mi  proyecto.  Cuando  al  fin  llegamos  a  mi  oficina,  invité  a  Pat  a  subir,  pero  dijo  que  ya  había  perdido  bastante  tiempo.  Ese  día  no  utilicé  mi  lista  de  correspondencia  y  trabajé  con  los  nombres  de  los  planeadores  de  reuniones  que  me  habían  l l amado  por  teléfono  para  contratar  a  Pat  y  que  Grace  anotó.  Logré  tres  contratos  en  firme  y  otras  dos  personas  dijeron  que  se  comunicarían  de. nuevo  conmi go  en  una  semana.  Al  día  siguiente,  logré  dos  contratos  más  para  Pat,  ant es  del  mediodía,  y  al  colgar,  después  de  hacer  la  se- gunda  contratación,  me  dirigí  a  la  oficina  externa  y  vi  que  Grace  me  sonreía  con  presunción.  —-¿Dijiste  que  Patrick  y  tú  decidieron  que  su  límite  por  mes  serían  seis  discursos?  —preguntó  ella.  170  EL  DON  DEL  ORADOR  —Así  es.  —Bart,  al  ritmo  que  llevas,  tendrá  contratos  sólidos  durant e  los  próximos  dos  años,  al  final  de  este  mes.  No  recuerdo  que  hayamos  logrado  contratos  para  oradores  con  dos  años  de  anticipación.  —Creo  que  nunca  lo  he  hecho.  ¿Recuerdas  lo  moles- to  que  solía  estar  Eric  siempre  que  le  decía  que  tenía  un  contrato  con  un  año  de  anticipación,  para  que  pronuncia- ra  un  discurso.  —Sí  —Grace  sonri ó—,  si empre  nos  pregunt aba  si  teníamos  alguna  carta  de  Dios  que  nos  asegurara  que  es- taría  por  aquí  en  un  año  para  pronunciar  su  discurso.  —Dos  años  será  nuestro  límite.  —¿Y  después...  otro  orador?  —No  lo  creo.  No  por  un  tiempo,  al  menos.  Disfruto  demasiado  esto.  No  hay  problemas  ni  tengo  que  esforzar- me  por  lograr  una  venta.  No  tengo  que  hacer  quince  lla- madas  telefónicas  para  convencer  a  alguien  que  tome  una  decisión.  Ni  siquiera  tengo  que  pronunciar  un  discurso  de  venta  para  conseguirle  a  este  hombre  una  cita  de  oratoria.  ¡Fenomenal!  Grace  asintió.  —Esos  comerciales  nacionales  no  nos  causan  ningún  daño,  eso  es  seguro.  Sonó  el  teléfono  y  Grace  levantó  el  auricular  después  de  escuchar  el  timbre  la  primera  vez.  —Motivators  Unlimited  —dijo  con  dulzura.  Escuchó  un  moment o,  antes  de  añadir—:  él  está  aquí  —movió  el  auricular  hacia  mí  y  dijo—:  es  Mary.  Regresé  a  mi  oficina  para  contestar  el  teléfono.  —Hola,  cariño.  —¡Bart,  por  favor  regresa  a  casa  en  este  momento!  —¿Qué  sucede?  Parece  que  estás  muy  mal.  Había- me...  1 7 1  OG  MANDI NO  —Todo  está  bien;  sin  embargo,  todavía  te  necesito...  ¡ahora!  ¿Y  Patrick?  ¿Todavía  está  en  la  ciudad?  Trata  de  localizarlo,  por  favor,  querido.  No  me  hagas  preguntas.  ¡Si  me  amas,  apresúrate  a  llegar  a  casa!  Trae  a  Patrick.  Rápi- do,  por  favor...  Colgó.  Llamé  por  teléfono  al  Plaza  y  tuve  suerte.  —¿Tienes  tiempo  libre  en  este  momento?  —pregunté,  tan  pronto  como  Pat  me  saludó.  —Seguro...  ¿qué  sucede?  —No  lo  sé,  Pat.  Acabo  de  recibir  la  llamada  de  Mary  más  extraña  que  he  t eni do  en  t odos  nuest ros  años  de  matrimonio.  Me  pidió  que  fuera  a  casa  inmediatamente  y  que  te  llevara,  si  es  posible.  ¿Irás?  —Por  supuesto.  —Muy  bien.  Tomaré  un  taxi.  Espérame  en  la  acera.  Llegaré  a  tu  hotel  en  menos  de  diez  mi nut os.  ¿Tiempo  suficiente?  —En  este  moment o  salgo  —respondió  y  el  teléfono  quedó  muerto.  La  puerta  de  nuestro  apartamento  se  abrió  antes  que  pudiera  meter  la  llave  en  la  cerradura.  La  piel  de  Mary,  habitualmente  con  buen  color,  estaba  ceniza  y  sus  ojos  tenían  la  apariencia  de  que  había  llorado.  Cuando  la  tomé  en  los  brazos  se  abrazó  a  mí,  como  si  estuviera  asustada  y  no  quisiera  soltarme.  Su  cuerpo  temblaba.  —¿Qué  sucede,  querida?  Por  amor  de  Dios,  dímelo...  —Nada  malo.  Patrick,  muchas  gracias  por  estar  aquí.  Pasen  a  la  sala.  Joan  Wilson  y  su  esposo,  Ted,  estaban  sent ados  en  silencio  en  el  sofá  grande,  tomados  de  las  manos  y  son- riendo.  Junto  al  sofá  se  encontraba  Kathy,  sentada  en  su  silla  de  ruedas.  Cuando  la  niña  nos  vio,  dejó  su  osito  de  pel uche  sobr e  sus  pi er nas  y  movi ó  las  dos  manos  en  nuestra  dirección.  1 7 2  EL  DON  DEL  ORADOR  —Hola,  señor  Manning.  Hola,  señor  Donne  —saludó.  —Hola,  Kat hy—respondi mos  en  coro.  Me  volví  hacia  Mary.  —¿De  qué  se  trata,  cariño?  Ella  ignoró  mi  pregunta.  Después  de  presentar  a  Pat  con  Ted  y  Joan  Wilson,  señaló  los  dos  sillones  de  orejas  que  estaban  directamente  al  otro  lado  de  la  habitación  de  donde  se  encontraban  sentados  los  Wilson.  —Bart,  tú  y  Pat  siéntense  aquí  —pidió  Mary.  Pat  me  miró  y  frunció  el  ceño.  Lo  único  que  pude  hacer  fue  sacudir  la  cabeza  y  encoger  los  hombros,  mien- tras  ambos  nos  sentábamos  obedientemente.  Mary  caminó  hasta  el  cent ro  de  nuestra  alfombra  persa,  di rect ament e  debajo  del  candelabro,  se  volvió  hacia  Kathy  y  con  el  tono  de  voz  exacto  de  una  maestra  dominante  de  escuela,  pre- guntó:  —¿Estás  lista?  Kathy  sonrió  y  asintió  con  ansiedad.  —¡Muy  bien,  hazlo!  —gritó  Mary.  De  i nmedi at o,  Kathy  col ocó  las  palmas  de  las  dos  manos  sobre  los  brazos  de  la  silla  de  ruedas.  Inhaló  pro- fundo  y  empujó  hacia  abajo  con  los  brazos.  Con  la  ten- sión  reflejada  en  su  hermoso  rostro,  gradualmente  levantó  el  cuerpo  de  la  silla  y  con  los  dos  soportes  para  los  pies  hacia  arriba,  sus  pies  se  deslizaron  hacia  abajo,  hasta  que  tocaron  el  suel o.  Continuó  empujando  contra  los  brazos  de  la  silla  de  ruedas,  hasta  que  al  fin  estuvo  de  pie  erecta  y  su  pe que ño  y  del gado  cuer po  se  bal anceó  s ól o  un  poco.  En  seguida,  dio  un  paso  pequeño  con  el  pie  dere- cho,  otro  con  el  izquierdo,  después  de  nuevo  con  el  dere- cho  y  cont i nuó  cami nando  despaci o  y  dudosa  sobr e  la  alfombra,  con  los  brazos  extendidos  a  los  costados,  como  si  tratara  de  conservar  el  equilibrio  en  una  cuerda  tensa.  Estoy  seguro  que  todos  conteníamos  la  respiración.  Final- mente,  se  abalanzó  hacia  Pat  y  cayó  en  sus  brazos.  Levan- 173  OG  MANDI NO  tó  la  mirada  hacia  él  y  todo  lo  que  le  escuchamos  pronun- ciar  fue  una  palabra:  "¡Gracias!"  Más  tarde  esa  noche,  mucho  después  que  Mary  apa- gó  la  lámpara  de  nuestro  dormitorio,  se  acurrucó  junto  a  mi  espalda.  —¿Estás  despierto?  —me  preguntó.  —Después  de  este  día,  resulta  difícil  dormir  —res- pondí  despacio.  —Lo  sé.  ¿Puedo  hacerte  una  pregunta...  únicamente  una?  —Hazla.  —¿Quién  es  Patrick  Donne?  —Cariño,  desearía  saberlo.  En  los  meses  que  siguieron,  el  programa  de  oratoria  que  preparé  para  Pat  se  aceleró  gradualmente  y  el  hombre  de  Blessings  pronto  se  encontró  llevando  una  vida  más  agita- da  de  lo  que  pudo  haber  imaginado.  Promovido,  cada  vez  que  se  presentaba,  como  el  Campeón  Mundial  del  Podio,  Patrick  Donne  era  uno  de  los  pocos  oradores  que  he  co- noci do  que  en  verdad  han  recibido  ovaciones  de  pie,  al  ser  presentados.  Esos  mismos  públicos,  de  acuerdo  a  los  reportes  recibidos,  siempre  se  acomodaban  de  inmediato,  guardaban  silencio  y  prestaban  atención,  tan  pronto  como  él  empezaba  a  hablar.  Durante  más  de  sesenta  minutos,  Pat  compartía  sus  sugerencias  dinámicas  y  sencillas  sobre  cómo  vivir  una  vida  más  feliz  y  productiva,  mientras  per- manecía  de  pie,  alto  e  imponente,  detrás  del  podio,  en  el  Centro  de  Convenciones  Anaheim;  Boca  Ratón  Resort  &  Club;  Hotel  Opryland,  en  Nashville;  el  Arizona  Biltmore,  en  Phoenix;  el  Centro  de  Convenciones  Hynes,  en  Boston;  el  Auditorio  Palmer,  en  Austin  y  el  Centro  Wharton,  en  la  Universidad  del  Estado  de  Michigan,  por  nombrar  sólo  algunos  de  los  sitios  en  que  pronunció  discursos.  1 7 4  EL  DON  DEl  ORADOR  Los  programadores  de  eventos  que  contrataron  a  Pat,  viejos  amigos  y  contactos  nuevos,  representaban  a  corpo- raciones  y  organizaciones  tan  variadas  como  los  audito- rios,  salones  de  baile  y  hoteles  donde  habló.  Algunos  de  sus  discursos,  ante  públicos  de  entre  seiscientas  a  más  de  ocho  mil  personas,  fueron  para  United  Consumer  Club,  la  Association  of  Life  Underwriters,  Canadá  Wide  Magazine,  Amway  Corporation,  Aim  International,  American  Motiva- tional  Association,  Alabama  Association  of  Realtors,  New  Century  Productions,  Hill—Rom  Corporation,  Fruit  of  the  Loom,  Arbonne  International,  Re  Max  Real  Estáte,  Ford  Motor  y,  sin  embargo,  encontró  tiempo  para  recaudar  fon- dos  para  Make—A—Wish  Foundation,  en  Phoenix.  Diez  o  quince  años  antes,  cuando  Eric  Champion  y  el  resto  de  mis  oradores  se  encontraban  en  la  cima,  desarro- llé  un  sistema  para  que  los  pr ogr amador es  de  event os  valoraran  al  orador  que  habían  empleado.  Era  un  cuestio- nario  muy  simple,  con  diez  preguntas,  cada  una  de  éstas  pedía  al  planeador  de  reuniones  que  calificara  el  discurso  y  al  orador  con  base  en  diferentes  cualidades  de  la  pre- sentación,  desde  diez,  "absolutamente  magnífico",  hasta  cero,  "bastante  malo".  Sólo  en  una  ocasión  en  todos  los  años  que  represen- té  a  Eric  recibió  únicamente  dieces.  Ninguno  de  los  otros  oradores  lo  logró.  Pedí  a  Grace  que  utilizara  el  mismo  sis- tema  de  evaluación  con  Pat  y  ocho  de  sus  primeros  doce  discursos  fueron  calificados  excelentes  por  jueces  difíciles  de  complacer.  ¡Cinco  jueces  escribieron  en  las  líneas  de  comentario  que  seguían  a  las  preguntas  que  resultó  ser  en  verdad  el  orador  persuasivo  que  aseguré  que  era!  En  menos  de  seis  meses  después  de  su  inolvidable  noc he  en  Tr ump  Pl aza,  c u a n d o  ha bl ó  par a  Lat i mer  Invest ment s,  logré  contratar  para  Pat  seis  discursos  por  mes  durante  los  próximos  dos  años,  excepto  para  diciem- bre,  en  que  sólo  logré  que  lo  contrataran  una  vez  en  cada  175  OG  MANDINO  año,  lo  cual  no  fue  una  sorpresa  o  desilusión  para  Pat  o  para  mí.  A  pesar  de  que  los  comerciales  de  Ted  &  Margaret's  llegaban  a  su  fin,  Pat  se  había  convertido  en  una  figura  familiar  en  la  televisión  nacional,  pues  se  había  presentado  en  tres  progrswnas  matutinos  en  cadena,  así  como  en  "Donahue",  "Regis  &  Kathie  Lee",  "Oprah  Winfrey",  "The  Tonight  Show"  y  en  un  programa  especial  con David  Frost,  gracias  al  trabajo  arduo  de  Terri y  de  Vic.  Siempre  que  yo  llamaba  para  felicitar  a  ambos,  Terri  decía  que  no  consideraría  terminado  su  trabajo  hasta  lograr  que  Pat  apareciera  en  la  portada  de  National Enquirer.  Nunca  estuve  seguro  si  bromeaba  o  no.  Pat  también  recibió  honores  por  parte  de  los  Ejecuti- vos  de  Ventas  y  Mercadotecnia  de  Metropolitan  St.  Louis,  con  el  Premio  del  Salón  de  la  Fama  de  los  Oradores  Inter- nacionales,  que  únicamente  se  otorga  a  un  orador  cada  año,  el  cual  recibieron  en  vida  menos  de  dos  docenas  de  norteamericanos,  incluyendo  a  maestros  del  podio  tales  como  Norman  Vincent  Peale,  Bill  Gove,  Art  Linkletter,  Richard De Vos,  Bofc> Richards y Cavett  Robert,  quienes  ha- bían  hablado  ante  el  público  durante  décadas.  Mary  y  yo  volamos  a  St.  Louis  en  esa  ocasión,  sintiéndonos  muy  or- gullosos,  y  el  discurso  de  aceptación  de  Pat,  cuando  ho- menajeó  a  sus  difuntos  padres  por  inculcarle  el  sueño  de  una  vida  mejor y  a  mí  por  ayudarlo  a  convertir en  rea- lidad  ese  sueño,  dejó  muy  pocos  ojos  secos  entre  la  con- currencia.  Pat y yo continuamos hablando por teléfono  casi  todos  los  días.  Él  llamaba  desde  su  habitación  de  hotel,  si  había  pronunciado  un  discurso  la  noche  anterior,  o  desde  su  casa,  si  se  encontraba  entre  discursos.  Pat  calificaba  cada  uno  de  sus  discursos  utilizando  mi  sistema.  Nunca  se  cali- ficó  con  un  diez.  Generalmente  se  calificaba  con  un  siete  y,  de  vez  en  cuando,  con  un  ocho.  Siempre  pensaba  que  lo  podía  hacer  mejor.  Cada  vez  que  me  llamaba  por  telé- 176  EL  DON  DEL  ORADOR  fono  desde  su  casa,  le  preguntaba  cómo  progresaba  su  proyecto  especial  y  siempre  me  decía  que  todavía  se  es- forzaba.  No  nos  vimos  mucho  durante  varios  meses,  excepto  en  algunas  ocasiones,  cuando  lo  contrataban  en  Manha- ttan  o  en  un  lugar  cercano.  Constantemente  quedaba  sor- prendido  cada  vez  que  lo  escuchaba  dirigirse  a  un  grupo,  por  la  forma  en  que  adaptaba  su  discurso  para  ese  públi- co  específico.  El  hombre  hacía  bien  su  trabajo.  En  forma  casual  pronunciaba  los  nombres  de  ejecutivos  de  alto  ni- vel  de  la  compañía,  mencionaba  algunos  de  sus  objetivos  corporativos  y  ni  siquiera  dudaba  al  nombrar  un producto  o  plan  que  había  resultado  un  fracaso,  aunque  lo  hacía  de  tal  manera  que  nadie  se  ofendía.  También  me  fascinó  la  gran  cantidad  de  sabiduría  práctica  que  compartía,  inclu- yendo  muchos  principios  del  éxito  que  había  omitido  debido  a  las  limitaciones  del  tiempo,  durante  nuestro  con- curso  en  la  convención  de  oradores.  A  pesar  de  mi  amor  y  respeto  por  todos  mis  oradores  anteriores,  tuve  que  admitir  que,  sin  lugar  a  dudas,  era  el  mejor  orador  que  había  escuchado.  ¡Sin  embargo,  no  había  ni  una  onza  de  presunción  en  el  hombre!  Grace  Samuels,  como  siempre  lo  había  hecho  tan  expertamente  para  todos  mis  oradores  de  ayer,  se  encargó  de  todas  las  reservaciones  de  avión  para  los  viajes  de  Pat,  a  través  de  nuestra  vieja  amiga,  Nancy  McLaren,  de  Welcome  Aboard,  y  le  envió  por  correo  boletos  de  viaje  redondo  en  primera  clase,  al  menos  tres  semanas  de  antes  de  cada  discurso  programado.  Pat  le  había  dicho  que  pre- fería  que  reservara  lo  menos  posible  sus  vuelos  en  aviones  pequeños,  porque  lo  hacían  sentirse  incómodo.  No  obs- tante,  de  vez  en  cuando  esto  era  inevitable.  Meses  antes,  logré  un  contrato  para  él  en  una  convención  del  personal  de  ventas  principal  de  Bonham  Distributors,  que  se  lleva- ría  a  cabo  en  el  el egant e  Pilgrim  Resort,  cerca  de  177  OG  MANDINO  Londonderry,  Vermont.  En esta ocasión,  aunque  Gta.ce  se  esforzó  al  máximo,  sería  necesario  que  Pat  volara  hasta  LaGuardia  y,  cinco  horas  después,  transbordara  a  un  avión  pequeño  para  ir al  aeropuerto  en  Keene,  New  Hampshire,  donde  la  gente  de  Bonham  lo  recibiría  para  llevarlo  a  ese  lugar  de  Vermont.  Lo  único  que  necesitó  escuchar Mary  fue  que  Pat  estaría  cinco  horas  en  Manhattan,  la  semana  siguiente.  —Bart,  ayer  por la  tarde  hablé  con  Grace  y  dijo  que  Pat  llegaría  a  LaGuardia  exactamente  a  las  cuatro  de  la  tarde,  el  próximo  jueves  —dijo  Mary  al  otro  día  por  la  mañana,  durante  el  desayuno—,  y  partirá  a  las  nueve.  Joan  Wilson  me  dio  la  buena  noticia  ayer,  durante  el  al- muerzo,  de  que  la  pequeña  Kathy  se  ha  recuperado  de  todos  sus  problemas  con  tanta  rapidez,  que  asistirá  de  nuevo  a  la  escuela  pública  cuando  se  inicien las  clases,  en  dos  semanas.  Hoy,  los  médicos  todavía  no  pueden  expli- car  su  recuperación  completa,  así  como  no  pudieron  ha- cerlo  cuando  la  vieron  por  primera  vez  levantarse  de  su  silla  de  ruedas  aquel  día.  Después  de  haber  tenido  enfer- meras  y maestros  privados  durante  tres  años,  la  niña  al  fin  se  reunirá  en  la  escuela  con  su  antigua  pandilla.  —¡Qué  gran  noticia!  —Bart,  me  gustaría  organizar  una  pequeña  fiesta  para  Kathy el jueves.  No algo grande.  Sólo sus papas,  tú,  yo y...  Pat.  Kathy  siempre  habla  de  él  y Joan  dice  que  toca  una  y  otra  vez  en  su  walkman  Sony  esa  cinta  que  le  diste  del  discurso  de Pat.  Si programo  la fiesta para  cuando  la  tarde  ya  esté  avanzada,  cuando  él  ya  esté  aquí  en  la  ciudad  el  próximo  jueves,  ¿crees  que  vendrá?  Puede  registrar  su  equipaje  en  LaGuardia  al  llegar,  tomar  un  taxi,  pasar  un  par  de  horas  con  nosotros  y  regresar  al  aeropuerto  para  tomar  su  avión  para...  ¿para  dónde...  para  Keene?  Sé  que  eso  haría  muy  feliz  a  una  pequeña.  Me  incliné  sobre  la  mesa  y le  besé  la  nariz.  1 7 8  EL  DON  DEL  ORADOR  —¿Sólo  a  una  pequeña?  Por  supuesto,  Pat  dijo  que  asistiría  a  la  fiesta  y  así  fue.  El  jueves  llegó  poco  después  de  las  cinco,  sonriendo  y  radiante  al  agradecernos  repetidas  veces  las  invitación.  —Ambos  me  hacen  sentir  como  parte  de  la  familia.  Son  muy  amables  —dijo  Pat  y  abrazó  a  Mary.  —Si  te  sientes  como  de  la  familia  —respondi ó  Mary—,  entonces,  no  te  importará  que  te  ponga  a  trabajar.  ¡Ven conmigo!  —Pat  la  siguió  hasta  el  comedor,  donde  los  dos  pasa- ron  los  treinta  minutos  siguientes  colocando  toda  clase  de  material  escolar  en  la  habitación.  Colocaron  loncheras  de  varios  colores,  reglas,  blocs  de  papel  blanco,  varias  piza- rras  pequeñas,  cajas  de  crayolas  y  lápices  de  madera  de- bajo  de  multitud  de  banderolas  delgadas  de  papel  crepé  rojo,  con  las  cuales  Pat  formó  largas  tiras  que  colocó  de  un  extremo  al  otro  de  la  habitación,  con  ayuda  de  una  escalera  de  tijera.  De  estas  tiras  colgó  varias  réplicas  en  papel  de  antiguas  campanas  de  escuela.  —¡Mary  —escuché  que  exclamaba  Pat—,  debiste  ha- ber  sido  artista  o,  al  menos,  decoradora  de  interiores!  Después  de  una  exquisita  cena  que  consistió  en  espagueti  y  albóndigas,  el  platillo  favorito  de  Kathy,  Mary  y Joan  limpiaron  la  mesa.  Unos  minutos  más  tarde,  Mary  regresó  al  comedor  llevando  en  una  bandeja  de  plata  un  . gran  pastel  de  chocolate  con  forma  de  un  libro  abierto,  decorado  con  una  cubierta  de  crema  ligera.  En  una  de  las  páginas  estaba  escrita  con  la  crema  del  decorado  la  pala- bra  "Kathy"  y en la  otra página,  el  número "4",  rodeado de  cuatro  velas  encendidas  que  significaban,  según  se  apresu- ró  a  explicar Mary,  que  celebrábamos  la  entrada  de  Kathy  al  cuarto  grado  en  la  escuela  pública  local.  Después  de  colocar  el  pastel  grande  directamente  frente  a  Kathy,  ella  se  inclinó  sin  que  se  lo  indicaran  y  sopló  las  cuatro  velas,  acompañada  por  un  aplauso  fuerte.  179  OG  MANDI NO  —¿Pediste  un  deseo,  Kathy?  —preguntó  Pat  y  levantó  la  cabeza  en  su  dirección.  —Sí,  pero  no  lo  diré.  Si  uno  sopla  las  velas,  pi de  un  deseo  y  lo  dice,  nunca  se  convierte  en  realidad.  Nos  sentamos  a  la  mesa,  charlamos,  reímos,  bromea- mos  e,  incluso,  cantamos  dos  versos  de  "Días  de  escuela",  antes  que  Pat  mirara  su  reloj.  —Lo  l ament o  —dijo  con  tristeza  Pat—,  per o  t engo  que  abandonar  esta  bonita  fiesta.  El  deber  me  llama.  Sin  embargo,  ¿todos  ust edes  pueden  permanecer  juntos  un  par  de  minutos?  Tengo  que  sacar  algo  del  armario  de  abri- gos  en  el  vestíbulo.  Cuando  Pat  regresó,  llevaba  una  caja  envuel t a  en  papel  aluminio  dorado.  La  ent regó  a  Kathy.  —Éste  es  un  amigo  que  siempre  estará  a  tu  lado  y  te  cuidará  —dijo  Pat.  Kathy  miró  a  Pat  y  sonrió,  al  tiempo  que  acariciaba  con  suavidad  el  papel  brillante.  —¡Mira,  mamá!  —exclamó  Kathy—.  Esta  pequeña  eti- quet a  dorada  engomada  que  está  en  l a  envol t ura  di ce  "Neiman...  Neiman-Marcus".  Pat  sonrió.  —Cuando  lo  vi  en  un  escaparate  en  Dallas,  la  semana  pasada,  supe  que  era  para  ti  y  eso  fue  ant es  que  fuera  invitado  a  tu  fiesta.  Kathy  rasgó  el  papel ,  abrió  la  caja  de  cartón,  retiró  varias  hojas  de  papel  de  seda  blanco  y  apareció  un  ángel  encantador  de  casi  doce  centímetros  de  altura.  Su  vestido  era  de  lustroso  t erci opel o  de  color  de  rosa  y  arándano,  adornado  con  bot ones  de  satín  rosa  y  oro.  Detrás  de  sus  pequeñas  manos  levantadas  tenía  alas  de  oro  y  un  peque- ño  halo  rodeaba  su  rostro  puritano  de  porcelana.  —Mira  —dijo  Pat  y  señal ó  una  tarjeta  pequeña  que  colgaba  del  pequeño  cinturón  adornado  con  joyas—,  su  nombr e  es  Kathy. . .  y  debaj o  de  su  nombr e  escri bí  "te  amo"  y  lo  firmé,  "Pat".  1 8 0  EL  DON  DEL  ORADOR  Kathy  abrazó  al  pequeño  ángel  cerca  de  su  rostro  y  lo  oprimió.  —¡Muchas  gracias!  ¡Lo  amo!  Lo  colocaré  en  mi  dormi- torio  para  que  esté  cerca  de  mí  y  pueda  hablarle  siempre,  cuando  me  sienta  triste  o  sola.  —Me  parece  bi en  —opi nó  Pat  y  besó  la  frente  de  Kathy—.  Ahora,  dame  un  abrazo,  porque  tengo  que  irme.  Cuando  Kathy  soltó  a  Pat,  las  lágrimas  rodaban  por  sus  mejillas.  Se  volvió  hacia  su  madre.  —Mamá,  ¿puedo  hablar  contigo  en  la  otra  habitación,  antes  que  se  vaya  Pat?  —Seguro  —respondi ó  Joan  y  de  inmediato  salió  al  vestíbulo,  seguida  por  Kathy.  Joan  regresó  pronto,  sola.  —Pat,  lo  lamento  —dijo Joan—,  pero,  ¿puedes  espe- rar  dos  minutos  más?  Kathy  tiene  algo  allá  arriba,  en  su  habitación,  qué  desea  que  tú  tengas.  —¿Qué  se  propone?  —preguntó  su  padre,  pero Joan  sólo  levantó  las  dos  manos,  frunció  el  ceño  y  sacudió  la  cabeza.  Kathy  regresó  pront o,  sin  aliento,  acompañada  por  el  Príncipe  Patrick.  Caminó  directamente  hacia  Pat  y  le  entregó  su  osito  de  peluche.  —Toma  —dijo  la  niña—.  Me  diste  un  ángel  hermoso  para  que  me  cuidara,  per o  tú  no  tienes  mamá  o  papá  o  esposa  o...  hijo  para  que  te  cuide.  El  Príncipe  Patrick  te  cuidará.  Sólo  recuerda  llamarlo  Pat  y  será  tu  amigo  por  siempre.  Te  mostré  esto  antes,  la  tarjeta  que  cuelga  de  su  cuello,  ¿recuerdas?  Dice:  ¡"Pat,  te  amo"  y  lo  firmé  "Kathy"!  Pat  miró  con  indecisión  a Joan,  pero  ella  asintió  lige- ramente.  Sólo  entonces  extendió  la  mano  y  tomó  con  sua- vidad  entre  las  manos  al  majestuoso  osito  de  peluche.  Con  la  mejilla  tocó  con  suavidad  la  lustrosa  corona  dorada  del  osito.  —Es  un  regalo  muy  especial.  Lo  cuidaré  bien,  Kathy  y  le  daré  amor.  Muchas  gracias.  Es  un  regalo  maravilloso.  ¿Estás  segura....?  1 8 1  OG  MANDINO  —No  es  suficiente.  Me  hiciste  caminar  de  nuevo.  —Estoy  muy  conmovido,  Kathy.  El  Príncipe  Patrick,  qui ero  decir  Pat,  será  mi  ami go  íntimo  si empre.  Dios  te  bendiga.  —Di os  te  bendi ga  t ambi én  —r espondi ó  ella  y  se  arrojó  a  sus  brazos  para  un  último  abrazo.  —Mary,  ¿tienes  una  bolsa  de  compras  bastante  resis- tente?  —pr egunt ó  Pat,  cuando  al  fin  soltó  a  Kathy  y  se  ender ezó—.  Sé  que  no  hay  espaci o  desocupado  en  mi  equipaje,  por  lo  que  llevaré  a  mi  nuevo  amigo,  el  Prínci- pe,  en  el  avión  conmigo,  hasta  New  Hampshire.  Cuando  regrese  a  casa,  a  Blessings,  Kathy,  lo  colocaré  en  una  repi- sa  especial  que  está  arriba  de  la  cabecera  de  mi  cama,  para  que  estemos  juntos.  Kathy  abrió  mucho  los  ojos,  asintió  y  sonrió.  Levantó  las  manos  cuando  Pat  se  inclinó,  acercó  a  su  ángel  a  la  mejilla  de  Pat  y  le  dio  un  beso  de  despedida.  1 8 2  XVII  JL|  1  teléfono  de  nuestra  habitación  se  encuentra  del  lado  de  la  cama  de  Mary.  Ambos  estábamos  despiertos  cuando  sonó  por  tercera  vez.  Permanecí  acostado  en  la  oscuridad  y  escuché  que  Mary  levantaba  el  auricular.  —Hola  —murmuró  Mary.  Pude  escuchar  la  voz  profunda  de  un  hombre  que  hablaba.  Mary  encendió  la  lámpara  que  se  encontraba  jun- to  a  la  cama  y  se  sentó.  Colocó  la  mano  en  mi  hombro.  —Querido,  alguien  en  New  Hampshire  desea  hablar  contigo...  es  Sam  Harding.  ¿Sam  Harding?  ¿Sam  Harding?  Entonces  recordé.  Era  un  pr ogr amador  de  event os  de  Bonham  Di st ri but ors,  quien  había  contratado  a  Pat  para  su  discurso  principal  en  Vermont.  Sam  había  confirmado  apenas  la  semana  anterior  que  personalmente  esperaría  el  avión  de  Pat  cuando  llega- ra  al  aeropuerto  de  Keene,  New  Hampshire.  Miré  mi  reloj  despertador.  Eran  poco  después  de  las  dos  de  l a  mañana.  Tomé  el  auri cul ar  que  me  ent regó  Mary.  —Hola,  Sam,  ¿qué  sucede?  No  escuché  respuesta.  —¿Sam...  Sam...  estás  allí?  Soy  Bart.  1 8 3  OG  MANDINO  —Estoy  aquí,  Barí,  pero  no  sé  cómo  decir  esto,  ahora  que  te  tengo  en  la  línea  —escuché  un  gemido  suave.  —¿Qué  sucede?  ¡Dímelo,  por  amor  de  Dios!  ¿Qué  su- cedió?  ¿Pat  perdió  el  avión?  La  voz  de  Sam  se  quebró.  —Desearía  que  lo  hubiera  perdido,  Bart.  Hemos  esta- do  aquí,  en  el  aeropuert o,  desde  las  diez,  esperando  su  llegada,  a  pesar  de  que  el  área  está  cubierta  por  una  ne- blina  muy  densa,  porque  nos  habían  dicho  que  el  avión  estaba  en  el  aire.  Acabamos  de  enterarnos...  —¿Qué...  qué?  —El  avión  en  el  que  viajaba  Pat  Donne  se  estrelló  en  la  ladera  de  Little  Monadnock  Mountain,  alrededor  de  las  once.  Al  chocar  cont ra  la  mont aña  expl ot ó  en  llamas.  Cuando  la  policía  y  los  bomber os  de  la  cercana  North  Richmond  pudieron  acercarse  al  sitio  del  impacto,  no  que- daba  nada  del  avión,  excepto  una  pequeña  pila  de  cenizas  ardientes...  ¡nada!  1 8 4  XVIII  M  J.  J.  i  vuel o  de  United  Airlines,  desde  Denver,  llegó  a  Logan  Field  en  Billings  exactamente  a  t i empo  y  cuando  entré  en  el  edificio  de  la  terminal  del  aeropuerto,  no  tuve  dificultad  para  reconocer  a  John  Curtiss.  Durante  la  última  de  nuestras  tres  conversaciones  telefónicas  que  sostuvimos  a  través  de  los  meses,  desde  la  muerte  de  Pat,  le  dije  que  pensaba  que  finalmente  estaba  listo  para  ir  a  Montana.  Dijo  que  se  sentiría  orgulloso  al  ir  a  recogerme  al  aero- puerto  y  llevarme  a  la  pequeña  casa  de  Pat,  en  Blessings.  Comentó  que  él  sería  el  hombre  mayor  con  apariencia  de  Santa  Claus  y  ropa  de  civil,  que  estaría  esperándome  en  la  puerta.  John  Curtiss  tenía  al  menos  mi  edad;  sin  embargo,  cargó  mi  pesada  maleta  que  estaba  en  el  carrusel  de  equi- paje  como  si  fuera  una  pequeña  bolsa  de  papel .  Seguí  obedientemente  al  hombre  hasta  el  estacionamiento.  —Señor  Manning  —-dijo  cuando  nos  alejábamos  del  aero- puerto—,  espero  que  no  le  importe  viajar  en  mi  vieja  ca- mi onet a  Chevy.  He  vivido  con  esta  vieja  chica  durant e  muchos  años  y  no  soportaría  separarme  de  una  amiga  tan  fiel.  185  OG  MANDI NO  —No  me  importa.  Es  mucho  más  cómoda  que  cual- qui er  taxi  de  Manhattan  en  que  he  viajado  durant e  los  últimos  cinco  años.  Por  favor,  llámame  Bart.  Se  volvió  y  me  miró  con  aprobaci ón,  asintió  con  la  cabeza  cubierta  con  su  viejo  sombr er o  Stetson  con  ala  ancha,  ligeramente  inclinado  hacia  adelante,  pero  que  no  ocultaba  su  cabello  blanco  y  abundant e.  —Bart,  me  da  mucho  gusto  que  al  fin  decidieras  ve- nir.  Comprendo  lo  difícil  que  es  t odo  esto,  porque  creo  saber  lo  mucho  que  significaba  para  ti  ese  joven...  y  lo  mucho  que  significabas  para  él.  Habl aba  de  ti  t odo  el  tiempo.  Dijo  que  eras  un  hombre  bueno  y  el  mejor  agente  en  el  país.  Creo  que  si  le  hubieras  pedido  que  pronuncia- ra  su  discurso  en  la  cima  de  nuestro  Glacial  Grasshopper,  aquí,  es  probable  que  lo  hiciera.  Por  eso  continué  llamán- dot e  por  teléfono.  Lamento  haber  sido  una  peste.  Extendí  la  mano  y  le  di  una  palmada  en  el  hombro  ancho.  —No  es  necesario  disculparse,  John.  Prometí  a  Pat,  en  más  de  una  ocasi ón,  que  si  algo  le  sucedía  vendría  aquí  y  recogería  en  persona  su  proyect o.  Gracias  a  ti,  cumpl o  con  mi  promesa.  —Poco  después  de  que  él  firmó  cont rat o  cont i go,  Bart,  fue  a  buscarme,  actuando  de  una  manera  muy  inten- sa,  y  anunció  que  empezaría  a  ganar  mucho  dinero.  Como  no  tenía  parientes  vivos,  qui so  que  yo  fuera  su  albacea  testamentario  en  un  testamento  que  estaba  a  punto  de  fir- mar.  No  pude  negar me.  Además  de  most rarme  dónde  guardaba  su  chequera,  la  libreta  bancaria  y  el  expediente  con  los  papeles  de  su  fondo  mutuo,  me  explicó  una  y  otra  vez  que  era  necesario  que  me  pusiera  en  contacto  contigo  si  algo  le  sucedía.  Yo  debería  hacer  todos  los  intentos  para  llevar  a  cabo  todos  los  arreglos  necesarios  para  que  vinie- ras  aquí  y  pudieras  tomar  posesión  de  algo  especial  que  estaba  escribiendo  y  que  guardaba  en  el  cajón  superior,  1 8 6  EL  DON  DEL  ORADOR  sin  llave,  de  su  viejo  escritorio,  en  una  libreta  negra.  Dijo  que  tú  ya  est abas  ent er ado  de  eso.  Cuando  le  pregunt é  por  qué,  si  consideraba  que  era  importante,  no  guardaba  la  libreta  en  una  caja  de  seguridad  de  uno  de  los  dos  ban- cos  de  Red  Lodge,  junto  con  su  testamento,  respondió  que  no  podía  hacerlo,  puesto  que  el  proyecto  todavía  no  esta- ba  terminado.  Recuerdo  que  le  pregunt é  si  no  sería  mu- cho  más  sencillo  que  yo  recogiera  t odo  lo  que  guardaba  en  ese  cajón  para  enviártelo  directamente  por  correo,  en  caso  de  que  algo  sucediera,  mas  no  est uvo  de  acuerdo.  No  me  dio  ningún  motivo,  únicamente  dijo  que  tenías  que  venir  a  buscarlo.  Bart,  nunca  me  atreví  a  preguntar  qué  ha- bía  con  exactitud  en  el  cajón  y  él  nunca  me  lo  dijo.  Por  supuesto,  pasé  mucho  tiempo  en  su  casa,  en  su  escritorio,  después  de  recibir  la  terrible  noticia,  t rat ando  de  saldar  sus  pocas  cuentas  y  atender  otros  asuntos  financieros,  los  cuales  no  fueron  muchos.  Sin  embargo,  Dios  es  testigo  que  ni  una  sola  vez  miré  en  el  interior  de  ese  cajón  del  escritorio  para  ver  lo  que  era  tan  importante...  a  pesar  de  que  me  sentí  tentado.  —Te  lo  mostraré  cuando  lleguemos  allí.  No  creo  que  a  Pat  le  importaría.  —Como  decía,  me  da  mucho  gust o  que  al  fin  deci- dieras  venir.  Es  probable  que  no  supieras  esto,  pero  tenías  una  fecha  límite.  Pat  me  dio  instrucciones  de  que  si  algo  le  sucedía,  yo  debería  ponerme  en  contacto  contigo  para  que  vinieras  a  recoger  ese  paquet e  mi st eri oso  y  que  si  todavía  no  hacías  el  viaje  ciento  cincuenta  días  después  de  su  muerte,  debería  suponer  que  Dios  no  apreciaba  mucho  su  esfuerzo.  Después  de  notificar  a  la  compañí a  de  luz  para  que  cortaran  la  electricidad,  yo  debería  incendiar  el  lugar  y  alejarme  de  allí,  aunque  pri mero  podría  sacar  lo  que  deseara.  Incl uso,  me  di o  i nst rucci ones  por  escrito  para  que  no  tuviera  pr obl emas  con  las  aut ori dades.  Te  1 8 7  OG  MANDINO  acercaste  bastante  a  esa  fecha  límite,  amigo.  Faltan  nueve  días  para  esa  fecha.  —Doy  gracias  a  Dios  por  haber  llegado  a  tiempo.  Debería  haber  venido  más  pronto,  pero  viví  mi  propio  infierno  tratando  de  enfrentar  el  hecho  de  haberlo  perdi- do.  He  perdido  a  oradores  y  a  amigos  íntimos  muchas  veces  a  través  de  los  años,  pero  ninguno  me  dolió  como  él.  Patrick  fue  el  hijo  que  nunca  tuve.  También  tenía  un  don  increíble  en  el  podio.  Lo  llamaban  un  orador persua- sivo...  y lo era.  A pesar de que los periódicos,  la radio y la  televisión  informaron  sobre  la  tragedia  durante  semanas,  me  sentí  obligado  a  llamar  a  todos  los  programadores  de  eventos  que  habían  contratado  a  Pat  para  un  discurso  fu- turo  y  cada  una  de  esas  conversaciones  hundió  otra  espi- na  en  mi  corazón.  Después,  tuve  que  soportar  muchas  entrevistas  con  reporteros  que  deseaban  saber  cómo  era  en  realidad  Patrick  Donne. John,  recuerdo  que  Pat  me  dijo  que  fuiste  maestro  y  director  de  una  escuela  secundaria.  ¿Alguna  vez  lo  tuviste  en  alguna  de  tus  clases?  —Por  supuesto...  en  los  grados  del  séptimo  al  no- veno.  —¿Cómo  era  de  niño?  —Pat  era  un  niño  grande  para  su  edad,  pero  nunca  utilizó  su  tamaño  o  músculos  para  intimidar  a  los  otros  niños,  únicamente  para  poner  fin  a  sus  riñas.  También  era  muy  callado.  Fue  un  buen  estudiante  y  no  dio  problemas  en  clase  o  fuera  de  ésta.  Amaba  a  los  animales  y  siempre  cuidaba  a  uno  o  dos  perros  sin  dueño  que  nadie  quería.  Recuerdo  que  en  una  ocasión  atendió  a  un  osito  durante  semanas,  después  de  rescatarlo  de  una  grieta  en  las  mon- tañas.  Un  verano,  también  salvó  a  un  niño  pequeño  que  se  ahogaba  en  un  estanque,  cerca  de  Red  Lodge  y  cons- tantemente  hacía  mandados  para  los  ancianos.  Fue  un  niño  muy  especial.  Mi  esposa  decía  con  frecuencia  que  1 8 8  EL  DON  DEL  ORADOR  practicaba  para  ser  un  santo,  porque  siempre  estaba  lleno  de  amor  para  todos...  para  todos  los  seres  vivientes.  —Me  dijo que  ustedes  dos  jugaban  mucho golf juntos.  —Lo  hicimos,  hasta  que  empezaste  a  enviarlo  por  todo  el  país.  Sí,  jugamos  mucho  y  estoy  seguro  de  que  generalmente  me  dejaba  ganar.  Así era  Patrick,  nunca  pen^  saba  en  él,  mientras  pudiera  hacer  que  alguien  se  sintiera  un  poco  mejor  respecto  a  la  vida.  Viajamos  en  silencio  durante  varios  minutos,  antes  que John  levantara  un  brazo  para  señalar  el  panorama  de  una  hermosa  montaña  escarpada  que  se  encontraba  ante  nosotros.  —¿Qué  opinas  de  Big  Sky?  —Primoroso.  Al  volar  desde  Denver,  pensé  que  el  cielo  debe  ser  como  esto.  —Hemos  subido  por  esta  autopista  federal  desde  que  salimos  de  Billings  y  llegaremos  al  pueblo  de  Red  Lodge  en  cuarenta  minutos  aproximadamente.  El  sur  de  Red  Lodge  es  lo  que  llaman  Beartooth  Range  de  las  Rocallosas.  Durante  los  meses  del  verano,  cuando  está  abierta  al  trá- fico,  la  autopista  Beartooth  es  una  entrada  impresionante  al  Parque  Nacional  Yellowstone,  puesto  qué  conduces  por  caminos  trazados  muy  alto  en  las  montañas,  entre  lagos  glaciáricos  y  la  tundra  ártica.  Granite  Peak  también  está  en  los  Beartooths  y  esja  montaña  más  alta  de  nuestro  estado,  pues  tiene  una  altura  de  trece  mil  pies.  Red  Lodge,  mi  hogar  durante  muchos  años,  es  un  gran  lugar  para  vivir.  No  hay humedad ni  mosquitos.  En  el verano la  temperatu- ra  nunca  se  eleva  a  más  de  ochenta  y,  por la  noche,  inclu- so  en  agosto,  por  lo  general  tienes  que  dormir  bajo  una  manta.  Poco  después  de  pasar  Red  Lodge,  con  su  calle  prin- cipal  ancha  e  incontables  tiendas  que  exhibían  todo,  des- de  botas  vaqueras y pantalones  Levi's,  hasta  trajes  de  baño  y  televisores,  viajamos  en  dirección  al  este,  al  llegar  ante  1 8 9  OG  MANDI NO  un  letrero  pequeño  que  decía  308  y  exhibía  los  nombres  de  cuat r o  pue bl os :  WASHOE,  BEARCREEK..  BLESSINGS,  DELFRY.  La  vieja  camioneta  Chevy  de  John  empezó  a  moverse  a  sacudidas  y  a  vibrar,  mientras  él  se  esforzaba  por  mante- nerla  dentro  del  camino  angosto  y  llenó  de  surcos.  A  am- bos  lados  había  pastizales  verdes,  hasta  donde  alcanzaba  la  vista.  El  ganado  pastaba  por  todas  partes  y  en  el  hori- zont e  podí an  verse  más  picos  escarpados  de  mont añas,  algunos  todavía  cubiertos  de  nieve.  John  señal ó  de  nuevo  hacia  adel ant e,  a  través  del  parabrisas.  —A  unas  noventa  millas  al  noreste  de  aquí,  George  Custer  encontró  muchos  más  problemas  de  los  que  espe- raba,  allá  en  1976.  —¿Little  Big  Horn?  —Sí.  Si  te  colocas  de  pie  en  esa  larga  colina  inclinada  donde  Custer  y  sus  hombres  se  detuvieron  por  última  vez,  juro  que  todavía  puedes  escuchar  los  alaridos,  gritos  y  disparos.  Hay  muchas  tumbas  allí,  donde  fueron  enterra- dos  algunos  de  los  hombres,  en  el  sitio  donde  cayeron.  Ahora,  neoyor qui no,  estoy  casi  seguro  que  ni  siquiera  not ast e  que  ya  pasamos  por  los  puebl os  de  Washoe  y  Bearcreek.  En  algún  sitio  por  aquí,  a  la  derecha,  está  el  enor me  rancho  que  los  padres  de  Pat  tuvieron  durant e  tanto  tiempo.  ¿Ves  esa  casa  grande  de  tablas  de  chilla,  bajo  todos  esos  cedros  rojos?  Allí  es  donde  creció  nuestro  ami- go.  Cómo  sabes,  vendió  toda  esta  tierra,  con  excepción  de  algunos  acres,  cuando  su  padre  murió  y  él  deci di ó  que  deseaba  ser  orador  de  tiempo  completo,  en  lugar  de  ran- chero.  John  tocó  la  bocina  cuando  pasamos  el  sendero  de  lo  que  fuera  el  rancho  de  Pat  y  varios  niños,  así  como  una  pareja  de  adultos,  se  volvieron  y  saludaron.  Un  joven  con  traje  de  faena,  que  conducía  un  tractor  en  un  patio  enor- me,  a  un  costado  de  la  casa,  levantó  la  mirada  y  tocó  su  1 9 0  EL  DON  DEL  ORADOR  gorra  de  béisbol  al  reconocer  la  vieja  camioneta  roja  de  John.  Un  momento  después,  dimos  vuelta  hacia  la  izquier- da  para  tomar  un  camino  de  tierra  todavía  más  angosto,  bordeado  en  ambos  lados  por  pinos  tan  cercanos,  que  sus  ramas  inferiores  rozaron  el  cost ado  de  la  camioneta  de  John  al  pasar.  De  pronto,  nos  encontramos  en  un  peque- ño  claro  en  el  que  había  una  cabana  de  troncos  con  techo  i ncl i nado.  En  la  part e  post eri or  de  la  cabana  habí a  un  cobertizo  sobre  el  cual  se  erguía  un  viejo  manzano  rugoso  que  todavía  tenía  hojas.  John  estacionó  la  camioneta  sin  pronunciar  palabra.  —¿Es  aquí?  —pregunté.  Él  asintió.  —Pat  siempre  se  refirió  a  este  lugar  como  a  una  ca- bana  de  tres  habitaciones.  —Tiene  tres  habi t aci ones:  un  dormitorio  pequeño,  una  cocina  con  una  vieja  estufa  de  madera  y  una  sala  con  chimenea,  que  también  era  la  oficina  de  Pat...  al  menos,  así  la  llamaba  él.  Ese  cobert i zo  es  donde  guar daba  su  Harley,  antes  de  venderla.  —Bart  —dijo John  cuando  abrí  la  puerta  de  la  camio- net a—,  ol vi dé  pregunt art e  qué  pl anes  t i enes  para  esta  noche.  —Pensaba  pasar  la  noche  en  algún  hotel  de  Billings  y  volar  de  regreso  a  Nueva  York  por  la  mañana.  Mi  avión  parte  para  Denver  a  las  diez  y  cuarto.  —Me  parece  bien.  ¿Tienes  la  llave  de  este  lugar?  Pat  dijo  que  te  dio  una.  Busqué  en  mi  bolsillo  y  asentí.  —Bien  —rió—•.  Si  estás  de  acuerdo,  te  dejaré  para  que  at i endas  tu  asunt o  allí  adent ro,  para  que  sientas  la  presencia  de  Pat,  si  crees  en  esa  clase  de  cosas.  Tengo  un  par  de  asuntos  pendientes  en  Red  Lodge  y  después  regre- saré  para  recogerte  y  llevarte  a  un  hotel  en  Billings.  ¿Una  hora  está  bien?  1 9 1  OG  MANDI NO  —Sí,  siempre  que  regreses,  John.  No  sé  qué  tan  bien  sobreviviría  aquí.  —No  te  preocupes  —rió—.  Pat  nunca  me  perdonaría  si  te  abandonara  —miró  su  reloj—.  ¿A  las  cuatro  está  bien?  —Perfecto,  John.  No  puedo  agradecert e  suficiente  todo  esto.  —Eres  un  buen  hombre,  Bart,  pero  no  lo  hago  por  ti.  Únicamente  obedezco  las  órdenes  de  Pat.  Te  veré  a  las  cuatro.  Observé  cómo  regresaba  a  la  camioneta  y  se  alejaba  por  el  sendero.  Bajó  la  ventana  lateral  y  asomó  la  cabeza.  —Antes  de  partir  —gritó—,  voy  a  asegurarme  de  que  tu  llave  funcione,  ¿qué  dices?  Caminé  hasta  la  descolorida  puerta  azul  de  madera  y  di  vuelta  a  la  llave.  Escuché  un  rui do  suave  y,  con  un  poco  de  presi ón,  la  puert a  se  abri ó  hacia  adent r o.  Me  volví  para  despedirme  de  John,  quien  puso  en  marcha  el  motor  de  la  camioneta  y  se  alejó  por  el  polvoso  camino.  Las  par edes  interiores  de  la  cabana  eran  de  tablas  ásperas,  teñidas  en  un  t ono  óxido  que  daba  a  la  habita- ción  un  brillo  iridiscente.  Cerré  la  puerta  con  suavidad  y  me  sentí  muy  extraño  e  incómodo,  como  si  estuviera  ante  la  presencia  de  algo  que  no  podía  comprender.  Directa- mente  enfrente  de  donde  me  encontraba  de  pie  estaba  un  viejo  escritorio  de  roble  y  una  silla  giratoria  con  un  cojín  raído  en  el  asiento.  Acomodadas  a  cada  lado  del  escritorio  había  varias  cajas  grandes  de  plástico,  en  varios  colores,  llenas  con  carpetas  de  archivo.  A  la  derecha  del  escritorio  se  encont raba  una  chi menea  natural  de  pi edra.  Caminé  con  indecisión  hacia  la  chimenea.  Los  restos  medi o  que- mados  de  un  leño  estaban  todavía  en  el  hogar  y  arriba  de  la  repisa  de  madera  gruesa  de  la  chimenea  colgaba  una  reproducci ón  grande,  con  marco  de  latón,  de  la  pintura  de  Durero  "Manos  orando".  Sobre  la  repisa  se  encontraba  una  fotografía  oval,  en  color  sepia,  de  un  hombre  y  una  1 9 2  EL  DON  DEL  ORADOR  mujer  inflexibles  y  serios,  que  probabl ement e  eran  los  padres  de  Pat.  Junt o  a  la  fotografía  estaba  otra  fotografía  de  un  joven  con  uniforme  de  fútbol,  posando  torpemente  y  sosteniendo  el  casco  contra  el  muslo.  No  había  duda  de  que  era  Pat.  Todas  las  paredes  interiores  revivían  con  los  colores  alegres  de  multitud  de  tapetes  colgantes  y  acomodadas  contra  cada  pared  había  pilas  de  libros.  Junt o  a  una  pe- queña  ventana  de  doce  cristales,  con  vista  hacia  el  bosque  cercano,  colgaban  varias  bridas,  una  silla  de  montar  pe- queña  y  un  trabajo  de  punto  de  aguja  que  representaba  a  un  guerrero  indio.  Al  otro  l ado  del  escritorio  estaba  un  sofá  de  bejuco  que  parecía  por  completo  fuera  de  lugar,  y  una  mecedora  de  madera  sin  brazos.  Una  mesita  con  re- vistas  apiladas  ocupaba  el  centro  de  un  tapete  oval  gran- de,  trenzado,  que  casi  cubría  toda  la  sala.  El  único  sonido  que  pude  escuchar  fue  el  del  viento  que  soplaba  afuera.  Era  un  lugar  mágico  donde  cualquiera  podía  haber  vivido  y  olvidado  todas  las  tensiones  de  la  vida.  Un  retiro  bendi- to.  Un  refugio  encantado.  Casi  pude  sentir  la  presencia  de  Pat.  Creo  que  fue  Pascal  qui en  en  una  ocasión  escribió  que  la  mayoría  de  nuestros  infortunios  surgen  de  no  saber  cómo  vivir  t ranqui l ament e  en  casa,  en  nuestras  propi as  habitaciones.  El  lugar  encajaba  a  la  perfección  con  Patrick  Donne.  El  hecho  de  que  un  hombre  que  amó  la  vida  tan- to  y  que  supo  cómo  vivir  muy  bien  muriera  tan  joven  era  totalmente  injusto  y  algo  que  no  podía  comprender.  Adjunta  a  la  sala  grande  estaba  la  pequeña  cocina  abierta  que  contenía  una  estufa  de  hierro  forjado  y  una  mesa  circular  de  madera  con  varias  sillas  que  no  hacían  juego.  En  una  mesita  junto  a  la  estufa  estaba  un  radio  de  madera  anticuado  y  una  jarra  de  cristal  llena  de  dulces.  Me  acerqué  despaci o  a  la  puert a  cerrada,  a  mi  iz- quierda,  y  la  abrí  sólo  lo  suficiente  para  ver  la  mitad  infe- rior  de  una  cama  cubierta  con  una  sobrecama  de  color  193  OG  MANDINO  óxido  y  oro.  No  tuve  valor de  entrar,  por  lo  que  cerré  rá- pidamente  la  puerta,  me  volví y  regresé  al  escritorio.  Me  sentí  incómodo  al  sentarme  en  la  vieja  silla  giratoria  de  Pat.  Una  libreta  de  apuntes  negra  y  un  teléfono  viejo  eran  los  únicos  objetos  sobre  el  escritorio.  Levanté  el  auricular  hasta  mi  oreja  y  escuché  el  tono  familiar  para  marcar.  ¿Cuántas  veces  habló  Pat  conmigo  en  este  teléfono?  ¿Fue  durante  nuestra  última  conversación,  antes  que  él  fuera  al  este  por  última  vez,  cuando  con  orgullo  anunció  que  pen- saba  que  su  proyecto  especial  escrito  al  fin  estaba  termi- nado?  —Bart  —todavía  puedo  escuchar  esa  voz  de  mando  cuando  anunció—,  creo  que  estoy listo  para  hacer  mi  pe- queño  esfuerzo  público.  Un  amigo  impresor en  Red  Lodge  se  hará  cargo  y  preparará  mi  artículo  en  dos  o  tres  estilos  diferentes  y  tamaños  de  letra,  para  que  yo  seleccione  uno.  Espero  que  te  guste.  No  sé  cuántos  cestos  de  basura  he  llenado  a  través  de  los  meses,  tratando  de  crear  un  docu- mento  especial  y  breve  que  pueda  mejorar vidas.  En  ver- dad  creí  que  mi  idea  tenía  mérito,  pero  no  podía  ponerla  en  papel  de  una  manera  que  me  dejara  satisfecho.  Final- mente,  quedé  tan  confundido,  que  deseché  todas  mis  no- tas  y  empecé  de  nuevo,  estableciendo  sólo  dos  criterios  para  mi  trabajo.  Tenía  que  ser  un  código  de  vida  que  pu- diera  ser  leído  cada  mañana  en  no  más  de  cinco  minutos,  para  que  los  principios  del  éxito  quedaran  grabados  con  facilidad  y rapidez  en  la  conciencia  y  el  subconsciente  du- rante  el  día.  También,  tenía  que  ser el  mismo  consejo  que  daría  a  un  hijo  o  a  una  hija  que  se  acercaran  a  mí  en  bus- ca  de  guía  sobre  cómo lograr  una  vida  de  éxito,  orgullo  y  paz  espiritual,  al tiempo que  evitaba  toda  clase  de  trampas  de  fracaso.  Terminé  con  algo  bastante parecido  a  lo  que  te  dije  había  iniciado varios  meses  antes...  los  principios  más  poderosos  que  utilizo  en  mis  discursos,  cada  uno  conden- sado  en  el  menor  número  posible  de  palabras.  194  EL  DON  DEL  ORADOR  Recuerdo  que  sostuve  el  auricular y  escuché,  sin  pro T  nunciar  palabra,  cuando  él  continuó.  —Bart,  tan  pronto  como  decidí  que  el  consejo  que  deseaba  dar  al  mundo  era  exactamente  lo  que  compartiría  con  aquellas  personas  que  amo,  todo  pareció  encajar  en  su  sitio.  La  otra  noche  me  senté  y  empecé  a  escribir  en  una  libreta.  Lo  siguiente  que  supe  fue  que  amanecía  y que  aunque  en  el  suelo  había  muchas  pelotas  de  papel  amari- llo  arrugado,  mi  proyecto  estaba  terminado  y yo me  sentía  satisfecho.  ¡Sorprendente!  No  recuerdo  haber  escrito  nada  de  esto.  Cuando  tomé  el  tiempo,  necesité  sólo  menos  de  cinco  minutos  para  leerlo.  ¡Perfecto!  Me gustaría  distribuir  copias  a  todos  los  asistentes  a  mis  futuros  discursos,  para  que  no  importe  si  sólo  recuerdan  el  diez  por  ciento  de  lo  que  diga,  ya  que  tendrán  un  recordatorio  diario  de  algu- nos  de  los  principios  más  importantes.  Será  sin cargo  algu- no,  por  supuesto.  Después,  estoy  seguro  de  que  entre  tú y  yo  podremos  solucionar  cómo  poner  el  mensaje  en  manos  de  muchas  otras  personas  que  esperan  y  oran,  en  este  momento  mientras  hablamos,  para  que  alguien  les  arroje  una  cuerda  salvavidas.  Hubo  una  pausa  prolongada.  Recuerdo  que  esperé,  sin  decir  nada.  —Bart,  tenemos  un  mundo  de  gente  herida  que  pare- ce  haber  perdido  toda  la  fe  en  sí  misma  y  en  los  demás.  Creo  que  ahora  las  condiciones  son  mucho  peores  que  hace  cincuenta  o  cien  años.  Muchas  personas  no  pueden  soportar  y  se  dan  por  vencidas.  Caen  en  un  hoyo  y  pasan  el  resto  de  sus  días  ocultándose  en  la  desesperación,  mientras  que  otras  personas  atacan  con  terror  y  pánico  y  con  frecuencia  terminan  causando  dolor  e  incluso  la  muerte  a  su  prójimo.  No  podemos  permitir  que  este  mun- do  continúe  con  su  actual  caída.  Tú  y  yo  tal  vez  sólo  so- mos  unos  paseantes  en  la  playa  de  la  vida,  pero  podemos  hacer  una  diferencia  para  muchos.  ¡En  verdad  lo  creo!  Si  195  OG  MANDINO  te  preguntas  dónde  obtuve  el  título  de  mi  proyecto  —rió—.  lo  único  que  te  diré  por  ahora  es  que  parte  de  éste  lo  tomé  de  la  cubierta  de  una  caja  de  un  viejo  mode- lo  de  avión  para  armar,  que  encontré  en  el  cobertizo  el  otro  día.  Imagina...  Sin  embargo,  ahora  Patrick  Donne  había  muerto  y  todo estaba  en  mis  manos.  Inhalé  profundo  y abrí  el  cajón  largo  y  delgado  de  su  escritorio.  La  vieja  libreta  negra  es- taba  justamente  donde  él  dijo  que  estaría.  La  saqué  con  suavidad  del  cajón  y la  coloqué  sobre  la  desgastada  carpe- ta  para  escritorio  de  color carmesí.  Mis  manos  temblaban.  Levanté  la  mirada,  inhalé  profundo  y  observé  ese  par  de  manos  memorables  en  oración,  arriba  de  la  chimenea.  Cerré  los  ojos  y  traté  de  controlarme.  El  zumbido  gutural  de  un  jet  comercial  que  volaba  fue  el  único  sonido  que  pude  escuchar,  con  excepción  de  mi  propia  respiración.  Respiré  profundo  otra  vez,  abrí  con  lentitud  la  libreta  y  empecé  a  leer...  196  XIX  J^  NSTRUCCIONES  PARA  EL  DESARROLLO  DE  TU  NUEVA  VIDA  Ya  posees  todas  las  herramientas  y  materiales  necesarios  para  cambiar y mejorar  tu  vida.  En  este  mundo,  las  mayo- res  recompensas  del  éxito  la  riqueza  y  la  felicidad  se  ob- tienen  generalmente  no  por  medio  del  ejercicio  de  pode- res  especiales  tales  como  el  genio  o  el  intelecto,  sino  a  través  del  uso  energético  de  medios  simples  y  cualidades  comunes.  No  te  engañes  con  la  brevedad  de  estas  instruccio- nes.  Aunque  contienen  pocas  palabras,  todas  fueron  obte- nidas  de  siglos  de  experiencia.  A  pesar  de  que  son  viejas  semillas,  todas  están  llenas  con nueva vida.  Repásalas  cada  mañana,  antes  de  empezar  tu  día.  Después  que  las  siem- bres  en  tu  corazón,  crecerán  y  formarán  un  maravilloso  jardín  de  logro  y  satisfacción  que  puede  ser  cultivado,  admirado  y  cosechado  mientras  vivas...  Paso  uno:  reconoce  primero  que  no  eres  una  oveja  que  quedará  satisfecha  sólo  con  unos  bocados  de  hierba  seca  y  no  sigas  al  rebaño  cuando  vague  sin  propósito,  balando  y  gimiendo  todos  sus  días.  Sepárate  ahora  de  la  multitud  197  OG  MANDINO  para  que  puedas  controlar  tu  propio  destino.  Recuerda  que  lo  que  otros  piensen,  digan  y  hagan  no  debe  influir  en  lo  que  pienses,  digas  y  hagas.  Sepárate de la  multitud.  Paso  dos:  tan  pronto  como  despiertes,  enciérrate  en  un  compartimiento  hermético  para  que  sólo  vivas  ese  día  y  su  trabajo  asignado.  El  ayer se  desvaneció  para  siempre  y  el  mañana  sólo  es  un  sueño.  Niégate  a  permitir  recuerdos  dolorosos  del  pasado  o  preocupaciones  por  el  mañana  que  hacen  que  te  retuerzas  las  manos  y  que  enredan  tus  pensamientos  de  tal  manera  que  perjudican  los  esfuerzos  de  hoy.  Líbrate  de  las  pesadas  cargas  del  ayer  y  el  maña- na,  para  que  puedas  avanzar  con  rapidez  hoy,  hacia  la  buena  vida  que  mereces.  Vive  cada  día  en  un  comparti- miento  hermético.  Paso tres:  recorre  la  milla  extra  en  cada  oportunidad  que  tengas  hoy  y  estarás  siguiendo  el  mayor  secreto  del  éxito  que  conoce  el  hombre.  El  método  seguro  para  convertir  este  día  en  un  éxito  glorioso  es  trabajar  más  arduamente,  más  tiempo  y  con  mayor intensidad  que  lo  que  cualquiera  espera  que  hagas.  Siempre  rinde  un  mayor  y  mejor  servi- cio  que  ese  por  el  que  te  pagan  y  pronto  te  pagarán  por  más  de  lo  que  haces.  \Recorre la  milla  extra/  Paso  cuatro:  comprende  que  casi  todas  las  adversidades  que  puedan  acontecerte  hoy  por  lo  general  van  acompa- ñadas  de  un  beneficio  equivalente  o  mayor,  que  encontra- rás  si  tienes  el  valor  de  buscar.  Reúne  tus  pensamientos  siempre  que  sufras  una  derrota  y  pregúntate  qué  posible  bien  puedes  extraer de  tu  infortunio.  La  balanza  de  la  vida  siempre  regresa  al  punto  de  equilibrio  y  si  Dios  te  cierra  una  puerta,  te  abrirá  otra.  Nunca  abandones  la  esperanza.  Busca  la  semilla  del  bien  en  cada  adversidad.  1 9 8  EL  PON  DEL  ORADOR  Paso cinco:  nunca  descuides  las  cosas  pequeñas.  Una  de  las  mayores  diferencias  entre  el  fracaso  y el  éxito  es  que  la  persona  exitosa  desempeña  tareas  que  la  persona  fracasa- da  evita.  El  trabajo  desempeñado  con  rapidez,  los  atajos  tomados,  la  falta  de  atención  a  los  detalles...  todas  estas  cosas  pueden  finalmente  causar  gran  daño  a  tu  carrera.  Recuerda  constantemente  que  si  es  parte  de  tu  trabajo,  por  pequeña  que  sea  una  tarea,  entonces,  es  importante.  La  historia  todavía  nos  recuerda  las  antiguas  batallas  que  se  perdieron  porque  faltó  un  clavo  a  la  herradura  de  un  caballo.  Nunca  descuides  las  cosas pequeñas.  Paso seis:  nunca  te  ocultes  detrás  del  trabajo  arduo.  Se  necesita  tanta  energía  para  fracasar  como  para  tener éxito.  Debes  cuidarte  constantemente  para  no  caer  en  la  trampa  de  la  rutina  de  permanecer  ocupado  con  tareas  no  impor- tantes  que  te  proporcionarán  una  excusa  para  evitar  los  desafíos  u  oportunidades  significativos  que  pueden  cam- biar  tu  vida  y  mejorarla.  Tus  horas  son  tu  posesión  más  preciosa.  Este  día  es  todo  lo  que  tienes.  No  pierdas  un  minuto.  Nunca  te  ocultes  detrás  del trabajo  laborioso.  Paso  siete:  vive  todo  este  día  sin  permitir  que  nadie  te  arruine  algo.  Las  heridas  a  tu  naturaleza  interna  pueden  ser dolorosas  y duraderas,  siempre  que  alguien se  mofa  de  ti  o  te  critica.  Al  empezar ahora  a  subir  la  escalera  dorada  del  éxito,  constantemente  encontrarás  a  aquellas  personas  que  intentarán bajarte  hasta su  nivel.  El mundo siempre  ha  sido  así  y  si  permites  que  esto  te  suceda,  el  golpe  que  recibas  finalmente  hará  que  dejes  de  progresar  para  evitar  penas  futuras.  Sólo  sonríe  y  aléjate  de  eso.  La  envidia  siempre  implica  la  inferioridad  consciente  de  otros.  No  permitas  nunca  que  nadie  te  arruine.  199  OG  MANDINO  Hay  cientos  de  otras  leyes  y principios  del  éxito  en  el  mundo  y  es  probable  que  la  mayoría  te  ayuden  a  avanzar  hacia  la  buena  vida  que  buscas.  Sin  embargo,  las  siete  reglas  que  acabas  de  recibir  tienen  en  sí  mismas  suficiente  poder,  de  acuerdo  a  su  récord  pasado,  para  hacer  que  todos  tus  sueños  se  conviertan  en  realidad,  si  las  repasas  cada  mañana  y  después  las  aplicas  a  las  horas  de  tu  día.  Como  escribió  en  una  ocasión  un  hombre  sabio,  de- bes  comprender  que  entre  tu  nacimiento  y  tu  muerte,  las  horas,  los  días y los  años  serán quizá  muchos.  No  obstan- te,  no  hay  cura  para  el  nacimiento  ni  para  la  muerte,  por  lo  que  puedes  muy  bien  ser  feliz  con  el  intervalo  asignado  y vivir  con  orgullo,  paz,  honor,  amor  y  logro.  Sigue  cada  día  estas  instrucciones  directas  y,  definitivamente,  todo  eso  sucederá.  En  este  momento,  por  medio  de  estas  páginas  has  llegado  al  cruce  de  caminos  de  tu  vida.  Tu  lucha  ha  terminado.  Dios  te  está  asintiendo...  y  sonríe.  200  c  V_^ erré  con  lentitud  la  libreta  y  la  observé,  no  sé  duran- te  cuánto  tiempo.  Al  fin  me  enderecé,  coloqué  la  libreta  bajo mi  brazo  y  me  puse  de  pie.  Miré  mi  reloj.  Si  Curtiss  cumplía  con  lo  prometido,  regresaría  por  mí  en  quince  minutos.  Decidí  pasar  esos  últimos  minutos  afuera,  respi- rando  el  aire  del  campo,  puro  y  con  olor  dulce,  pero  cuando  caminaba  hacia  la  puerta  principal,  me  detuve  y  miré  a  la  derecha,  hacia  la  puerta  cerrada.  Sin  dudarlo  en  esta  ocasión,  casi  como si  me  moviera  alguna  fuerza  que  no  podía  ignorar,  caminé  directamente  hacia  el  dormitorio  de  Pat,  empujé  la  puerta,  la  abrí  y  entré.  Una  anticuada  cortinilla  de  lona  estaba  bajada  por  completo,  por  lo  que  entraba  muy  poca  luz  del  exterior.  Oprimí  el  interruptor  que  estaba  junto  a  la  puerta  y  se  encendió  una  pequeña  lámpara  de  madera  en  forma  de  urna,  que  se  encontraba  en  una  cómoda  sin  terminar.  Arri- ba  del  interruptor,  en  un  deslustrado  marco  de  peltre,  se  encontraba  un  viejo  pedazo  de  pergamino  sobre  el  que  estaban  escritas  con  caligrafía  elegante  las  palabras  En- cuentra  algo  que  ames  tanto  hacer en  tu  vida  que  desees  hacerlo  gratuitamente.  Bill  Gove.  2 0 1  I í   Acerca del autor  Og  Mandino  fue  editor ejecutivo de Success  Unlimi- ted (Éxito sin límites), revista de gran éxito en Estados  Unidos.  Durante  casi  dos  décadas  fue  vendedor  y jefe  de ventas, actividad en la que adquirió conocimientos y  sabiduría  que  lo  motivaron  a  escribir  su  best seller El  vendedor más grande del mundo. Autor de más de 20  títulos, sus obras han sido traducidas a 22 idiomas y se  han vendido más de 40 millones de ejemplares.  Sus artículos, cuentos y demás relatos han sido acla- mados internacionalmente y es considerado el autor mo- tivacional más leído del planeta.  Obras de Og Mandino  publicadas por Editorial Diana  El vendedor más grande  del  mundo  El  vendedor  más grande  del  mundo,  segunda parte  El vendedor más grande del mundo  (Edición  de  lujo)  El ángel número  doce  Los  diez  antiguos pergaminos  del éxito  Los  diez  compromisos  del éxito  Los  diez mandamientos  del  éxito  El don de la estrella  El don  del orador  La  elección  El éxito  más grande  del mundo  Una mejor manera de  vivir  El memorándum  de Dios  El milagro  más grande  del mundo  Misión...  ¡éxito!  El misterio  más grande del mundo  Operación:  Jesucristo  El regreso  del trapero  El secreto  más grande  del mundo  La  universidad del  éxito  
    
    
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