Og Mandino - El Don Del Orador

March 30, 2018 | Author: Edgar Bustamante | Category: Bart Simpson, Truth, Leisure


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OG MANDINOEL DON DEL ORADOR N U E V A C O L E C C I Ó N Título original: The Spellbinders Gift Traducción: Ma. de la Luz Broissin Fernández Diseño de portada: Jorge Rosas / DUUO © 2008, Og Mandino Publicado mediante acuerdo con The Ballantine Publishing Group, una división de Random House, Inc. Derechos reservados © 2008,2009, Editorial Diana, S.A. de C.V. Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso Colonia Chapultepec Morales C.P. 11570 México, D.F. Primera edición: noviembre de 1994 ISBN: 968- 13-2756-X ISBN 13: 978-968-13-4338-5 ISBN 10: 968-13-4338-7 Editorial Planeta Colombiana S. A. Calle 73 No. 7-60, Bogotá ISBN 13: 978-958-42-2045-5 ISBN 10: 958-42-2045-4 Primera reimpresión (Colombia): enero de 2009 Impresión y encuademación: Quebecor World Bogotá S. A. Impreso en Colombia - Printed in Colombia Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor. Para mi nieto... WILLIAM AUGUSTINE MANDINO ... otro orador persuasivo Cuando terminó, una especie de fascinación dominó a los oyentes silenciosos, su manera solemne y sus palabras habían hecho vibrar las cuerdas profundas y misteriosas, que vibran de igual manera en cada corazón humano. Henry Wadsworth Longfellow, Cuentos de una posada a la orilla del camino Era en verdad una noche tranquila y maravillosa; ya era más de la medianoche, cuando Mary y yo al fin llegamos a casa. —¿Qué opinas de ese hombre? —pregunté, mientras nos desvestíamos. —Bart, resulta tan i mpresi onant e y encant ador en persona, como en el escenario. Posee un magnetismo es- pecial, lo rodea una especie de aura que resulta difícil de explicar. Es agradable y atractivo y, no obstante, noté que bajé la voz un par de veces, cuando respondí sus pregun- tas... como lo haría un ni ño al hablar con un adulto que represent a aut ori dad. Con ese rostro her moso y con la barba, me recuerda a algunos personajes de las pinturas religiosas de nuestra iglesia, cuando yo era pequeña. Casi da la impresión de que tuviera un halo. —Mary, ¿qué dices? —Bart, lo lamento. En realidad, no estoy segura de lo que digo. I . L/ ur a nt e más de cuarenta años, en aquellos días cuan- do nuestros jóvenes norteamericanos morían en un miste- rioso lugar lejano llamado Corea; Guys and Dolls ilumina- ba a Broadway; quienes padecían un resfriado aprendían a amar las drogas antihistamínicas; el doctor Kinsey logra- ba que la mayoría de nosotros hablara abiertamente sobre el sexo; Brando flexionaba sus músculos en Un tranvía llamado deseo y finalmente terminamos nuestro puente aéreo con Berlín, después de casi 300,000 vuelos piado- sos... durante cuatro décadas memorables, desde una pe- queña oficina en el segundo piso de un edificio sin ascen- sor, no lejos de Times Square, había trabajado como agen- te de contrataciones exclusivo, para muchos de los más fa- mosos y dinámicos oradores motivadores en el mundo entero. ¡Entonces, sin previo aviso, todo el grupo de indivi- duos extraordinariamente talentosos que descubrí y repre- senté con lealtad durante tanto tiempo, se esfumó en menos de doce meses! Mis tres oradores profesionales de mayor edad decidieron que ya habían soportado suficien- tes vuelos en avión y comidas en hoteles y que permane- cerían en casa, para vivir de sus cuantiosos recursos finan- 13 OG MANDINO cieros y escribir sus memorias. Otro de ellos tuvo cáncer en la garganta, uno más sufrió un ataque de apoplejía que paralizó la mayor parte de su costado izquierdo y mis cuatro oradores mejor pagados y con mayor demanda, todos ellos amigos míos, murieron. Esa muy triste y sombría mañana de febrero, después de haber servido como portaféretro por cuarta vez en sie- te meses, regresé a mi oficina, física y emocionalmente exhausto, recogí mis papeles y expedientes más importan- tes y cerré la puerta con llave al salir, casi seguro de que mi negocio y futuro profesional quedaban enterrados jun- to con los cuerpos de mis amigos. Tengo sesenta y ocho años. Un año después aproximadamente, todavía me es- fuerzo bastante por disfrutar muchas de las actividades que habitualmente desempeñan las personas jubiladas que pueden costearlas, para ocupar sus horas y enriquecer sus llamados años dorados. Mary y yo ingresamos a un club de bridge en Manhattan, jugamos golf con frecuencia du- rante la semana e, incluso, empezamos a asistir a las matines del cine. Mi esposa, bendita sea, hizo todo lo posible para que el retiro fuera para nosotros la felicidad en la tierra con la que muchos sueñan. Viajamos, compe- timos en torneos de máquinas tragamonedas en Reno y Atlantic City, pescamos en las aguas azules de las Bermudas, comimos cacahuates y bebimos cerveza en el Yankee Stadium, visitamos multitud de museos y vitorea- mos a los caballos y a los galgos en Florida. A pesar de todo esto, de vez en cuando, a mitad de alguna actividad, la mujer con la que he estado casado durante casi cuaren- ta y cinco años, sostenía mi rostro entre las palmas de sus manos pequeñas, inclinaba su pequeña cabeza y decía: "Estás aburrido, ¿no es así?" Yo siempre negaba con la cabeza, le besaba la frente y respondía: "por supuesto que no". Sin embargo, cuando 14 EL DON DEL ORADOR dos personas se han amado tanto tiempo como nosotros, no tiene mucho sentido tratar de mentir. Hay una actividad desde los días anteriores a mi jubi- lación, que todavía disfruto y que tal vez necesité mucho más desde que me convertí en un "televidente" sin em- pleo. Me refiero a trotar. Cada mañana al amanecer, du- rante más de treinta años, si estaba en la ciudad y el clima lo permitía, siempre seguí la misma rutina. Me levantaba despacio para no despertar a Mary, me ponía uno de mis muchos trajes cálidos, consumía un vaso grande de jugo de naranja, cereal y una taza de café negro, me aseguraba de tener mis llaves y cerraba la puerta sin hacer ruido al partir. Parque Central estaba a sólo dos manzanas al oeste de nuestro apartamento en Park Avenue y, a través de los años, es probable que haya trotado sobre cada centímetro de sus calles, senderos y veredas, alternando mi curso de vez en cuando, para poder disfrutar todas las maravillas del parque, desde la Aguja de Cleopatra, hasta los campos de fresas y desde el Castillo Velveder, hasta el Jardín de Shakespeare, así como desde el estanque, hasta el gran prado. Los ochocientos acres del parque, que se encuentra en el corazón de la metrópolis más activa y bulliciosa del mundo occidental, eran mi cielo en la tierra, mi refugio constante de todas las presiones y preocupaciones de la vida y los negocios. A través de los años, habitualmente programaba mi recorrido para que durara aproximada- mente una hora y, por lo general, salía por la Puerta de los Artistas, en el Parque Central Sur. En seguida, camina- ba hacia la izquierda, pasaba por el área verde y fresca conocida como la Plaza del Gran Ejército, cruzaba la Quinta Avenida cuando los semáforos me lo permitían y continuaba trotando hacia el este, durante dos manzanas más, antes de dar la vuelta hacia el norte en Park Avenue, 15 OG MANDINO aflojando el paso en forma gradual, hasta que al fin llega- ba a nuestro edificio de apartamentos. Siempre se encontraba levantada cuando yo regresa- ba cada mañana y después de tomar una ducha, afeitarme y vestirme, pasaba un tiempo con ella y bebía otra taza de café, antes de caminar o tomar un taxi hasta mi oficina, en la Calle 44 Oeste, dependiendo de lo que tenía programa- do para el día. Desde mi jubilación, casi siempre me pon- go mis pantalones de mezclilla azules y una camisa depor- tiva, después de tomar una ducha y afeitarme, y juntos miramos las noticias de la mañana y "The Today Show". Sin embargo, el ser testigo del mundo en acción en la te- levisión, mientras permanecía sentado pasivamente sobre mi trasero y me esforzaba por resolver el crucigrama de la edición matutina del New York Times, no era mi idea de lo que debería hacer durante el resto de mis días. Entonces, en una mañana cálida y húmeda de junio que nunca olvidaré, mi vida dio de pronto un giro repen- tino. No estoy seguro de comprender lo que sucedió, aun en la actualidad. Alguien escribió una vez que parece que Dios juega de vez en cuando ajedrez con todos nosotros. Hace jugadas en nuestro tablero personal de ajedrez de la vida, para después sentarse y esperar para ver si reaccio- namos, cómo reaccionamos y cuál será nuestra siguiente jugada, si es que la hacemos. —¡Utilízalo mientras lo tienes! —¡El mañana sólo se encuentra en los calendarios de los tontos! —¡Es mucho más tarde de lo que piensas! Vestía una playera roja andrajosa y pantalones azules de mezclilla manchados. Su pie derecho, sin calcetín, se asomaba a través de un agujero del zapato de lona sucio y sin atar. El cabello desgreñado, gris deslustrado y veteado con amarillo, caía lacio hasta más abajo de sus hombros. Su rostro grande y cetrino estaba marcado con 16 EL DON DEL ORADOR gruesas líneas oscuras, tenía varias cicatrices de color púr- pura y sus ojos hundidos, debajo de cejas pobladas, esta- ban inyectados de sangre, pero la voz que pronunciaba esas antiguas máximas sonaba fuerte y convincente. Se encontraba sentado en una silla de ruedas, peligrosamente cerca de la orilla de la acera, en la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida. Al terminar mi ejercicio matutino en el parque, hice un saludo ante la estatua de Simón Bolívar, me dirigí hacia el este, hacia la Quinta Avenida, camino a casa, y lo encontré directamente en mi camino. Parque Central Sur y la Quinta Avenida forman una esquina concurrida casi a cualquier hora del día, pero durante la hora pico de la mañana, la ancha acera siempre está concurrida con un desfile constante de hombres y mujeres con portafolios, una horda se dirige al norte y la otra al sur, con la mirada fija al frente, como si estuvieran hipnotizados, empujando y corriendo al esquivar a los transeúntes que van hacia el este y el oeste... todos se di- rigen hacia sus pequeños cubículos altos y exasperantes. Al acercarme más a la aparición ruidosa y atemorizante postrada en la silla de ruedas, pude ver que con una mano cerrada sostenía una pequeña Biblia destartalada y una taza de metal en la otra. ¡Para sorpresa mía, en lugar de dirigirse a la multitud en general, dirigía sus palabras roncas y gestos únicamente hacia mí! Dudoso, caminé más despacio al acercarme y él levantó su vieja Biblia y apuntó con ésta hacia mi cabeza, como si fuera un arma, al tiem- po que gritaba: "¡Hazlo ahora! ¡Tú! ¡Tú! ¡Hazlo ahora!" Se encontraba directamente en mi camino al acercar- me al paso de peatones de la Quinta Avenida, me señala- ba con las dos manos y gritaba: "¡Tú! ¡Debes recogerlos hoy! ¡Debes recogerlos hoy! ¡No florecerán mañana! ¡Nun- ca florecen mañana!" Algunos transeúntes sofisticados empezaron a caminar más despacio y observar. 1 7 OG MANDINO Rara vez en mi vida he tratado de evitar una con- frontación de cualquier clase. No obstante, en esta oca- sión, en lugar de trotar frente a mi atemorizante consejero en la silla de ruedas y continuar mi camino a casa para tomar una agradable ducha tibia, caminé de pronto hacia la derecha, cuando me encontraba a unos metros frente a él, crucé Parque Central Sur junto con la multitud apresu- rada, cuando apareció la luz verde, y continué trotando hacia el sur, por la concurrida acera de la Quinta Avenida, ¡lejos de la silla de ruedas y, en definitiva, en dirección opuesta de mi ruta norte hacia mi casa! Todavía no comprendo lo que sucedió esa mañana, pero ni una sola vez... ni una vez durante los próximos veinte minutos aproximadamente, mientras continué mi camino hacia el sur, me pregunté lo que hacía o hacia dónde me dirigía o por qué no me dirigía al norte en lu- gar de al sur. Continué trotando, con mi paso habitual del Parque Central, como una especie de títere con una cuer- da, al pasar ante sitios familiares, tales como Bergdorf Goodman, Tiffany, I. Miller, el Edificio Crown, Corning Glass, la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Gucci's, el Hotel St. Regis, Cartier y la Catedral de San Patricio. Finalmente, empecé a caminar, di vuelta a la derecha y salí de la Quinta Avenida. Continué hacia el oeste du- rante dos manzanas más, antes de detenerme, un poco sin aliento, para apoyarme contra un poste de luz verde y oxidado y mirar hacia la última manzana de la Calle 44 Oeste, antes que desembocara en Times Square, la misma manzana donde cuatro décadas antes dirigí una de las agencias más lucrativas y con un talento poco común en el mundo. Caminaba actualmente con dirección al oeste, hacia Times Square... despacio, muy despacio, casi como si me encontrara en una especie de trance. Caminé con precau- 1 8 EL DON DEL ORADOR ción sobre la acera agrietada, con hoyos y basura, mien- tras que dos hileras embotelladas de vehículos con direc- ción este, principalmente taxis y camiones de entrega, emitían gases con olor fétido y sus choferes tocaban las bocinas, produciendo crescendos de sonido aterrador que estremecían los viejos edificios de piedra con oleada tras oleada de sonido. Me detuve a mitad de la calle y me volví, hasta mirar de frente los edificios del lado norte de la transitada calle. Miré hacia mi izquierda la vieja marquesina moteada del Savoy y el cercano letrero amarillo chillón arriba de la entrada de una tienda, que con letras de color rojo brillan- te decía fiambrería. Allí estaba el Café Un Deux Trois, con su toldo rojo que llegaba casi hasta la orilla de la acera, un sitio acogedor donde por muchos años solía cenar con los clientes, hombres talentosos y amigos. Junto al restau- rante estaba el famoso Teatro Belasco, construido por David Belasco en 1907 y el hogar de incontables experien- cias inolvidables del teatro para los neoyorquinos y el mundo, durante muchas temporadas. Ahora, letreros man- chados y sucios colgaban de la marquesina una vez famo- sa del teatro vacío, sugiriendo que uno debería ver un espectáculo de Broadway "sólo por la diversión de verlo" y exhibían un número telefónico que uno podía marcar para conseguir boletos. ¡Qué triste! Reuní al fin el valor suficiente para volver la cabeza hacia la izquierda del Teatro Belasco y recorrer con la mirada la hilera de ventanas del segundo piso, hasta ver- lo... ¡para mí tenía la misma apariencia que cualquier pin- tura de Rafael! En una ventana, con oro de hoja y todavía muy legible, podían verse las palabras "MOTIVADORES SIN LÍMITE" y pintado en la ventana, hacia la derecha, aparecía mi nombre, también con letras mayúsculas "BART MANNING, PRES." En la parte inferior de la primera ventana estaba el aire acondicionado, mas en la otra, también con oro de 19 OG MANDINO hoja, podían verse las palabras "¡MOVEMOS AL MUNDO CON LA PALABRA HABLADA!" Al observar esas piezas sucias de cristal enmarcado, el centro de mi universo durante tanto tiempo, mi visión de pronto se nubló mucho. Bajé la mano, toqué el bolsillo de mi traje cálido, sentí mis llaves y tan pronto hubo un espacio entre el tráfico, crucé la calle hacia una puerta de metal antigua y familiar, al nivel de la calle, casi bloquea- da de la vista por carretones y carretillas llenos con cajas de todos tamaños, que descargaba un enorme camión rojo. Metí la llave en la cerradura, como lo hiciera miles de veces a través de los años, y me apoyé en el marco gris y con hoyos, hasta que al fin la puerta se abrió con un crujido fuerte. Subí las escaleras. ¿Qué hacía allí? En lugar de estar en nuestro acoge- dor apartamento, mirando las noticias de la mañana con Mary, ¿por qué regresé, después de más de un año, a la escena familiar de tanto éxito personal y triunfo, si ya había cerrado el libro de esos capítulos de mi vida? ¿Aca- so esa mañana Dios había hecho una jugada en mi tablero de ajedrez de la vida? ¿Ese rufián gritón en su silla de rue- das, que bloqueó mi camino a casa, era parte de algún designio más allá de mi comprensión, que me obligó a caminar hacia el sur por la Quinta Avenida? ¿O acaso esta- ba a punto de abrir la puerta de mi antigua oficina simple- mente porque durante muchos meses soñé con regresar? ¿En verdad había hecho Dios una jugada? Si era así, no tenía idea de lo que se suponía debería hacer al respecto. Sin embargo... ¡ahora, era mi jugada! 20 II M l i e senté tenso en el viejo sillón familiar tapizado de piel, quizá durante treinta minutos, tratando de aclarar mis pensamientos, con los codos apoyados en el papel secan- te de color vino tinto desteñido, que se encontraba sobre mi escritorio de roble, grande y polvoso. Finalmente, des- pués de respirar profundo varias veces, extendí dudoso la mano hacia el teléfono, tomé el auricular y oprimí los botones siete veces. Casi al instante escuché la voz de Mary. —¿Hola? —Hola... soy yo. —¿Dónde estás? —sus palabras sonaron cortantes y heladas. —Estoy... en la vieja oficina, sentado ante ese gran escritorio que me regalaste cuando cumplí cuarenta años. ¿Recuerdas? Me parece que fue ayer. La escuché sollozar. —¿Qué te sucede, Bart? ¿Cuándo empezamos a tener secretos entre nosotros? ¿Por qué no me dijiste que hoy no planeabas venir directamente a casa, como siempre lo haces, después de correr en el parque? He permanecido sentada aquí, junto al teléfono, recitando cada plegaria 2 1 OG MANDINO que sé e imaginando toda clase de cosas terribles, te ima- giné en una sala de emergencia con un ataque cardíaco. ¿Dónde estás...? —Ya te lo dije, estoy en la oficina. —No. Ya no tienes una oficina, querido marido. ¿No lo recuerdas? ¡Te retiraste hace más de un año! ¡Ahora cobras cheques del seguro social! —Lo lamento —dudé—. Lo lamento en verdad. No sé qué decir, Mary, debes creerme, no comprendo lo que sucedió y estoy seguro de que hoy no tenía planes de venir aquí, ni cuando salí de nuestro apartamento ni des- pués que terminé de correr por el parque. No tengo idea de lo que se supone debo hacer aquí... ahora que estoy aquí. Tal vez, empiezo a perder la memoria. Es probable que mi mente vieja al fin empiece a fallar. —Bart, por favor... estás hablando con tu esposa. Durante muchos años he observado funcionar eficiente y exitosamente esa cabeza tuya maravillosa. Ayer parecía funcionar bien, cuando revisamos nuestras inversiones. Ahora... ¿quieres que crea que no tienes explicación res- pectó a cómo y por qué recorriste todo ese trayecto... todo ese trayecto... desde el Parque Central hasta la Calle Cuarenta y Cuatro Oeste... diecisiete o dieciocho cuadras en dirección opuesta de nuestro apartamento... cuando todo el tiempo planeabas regresar directamente a casa, para estar conmigo? ¡Por favor! Por favor, querido, ¿por qué no enfrentar la verdad y admitirla... al menos ante mí y especialmente ante ti... que sólo era una cuestión de tiempo antes que regresaras a tu antiguo garito de contra- taciones? "Garito de contrataciones" era el apodo cariñoso que Mary daba a mi oficina, puesto que desde allí, según dijo con orgullo hace mucho tiempo a un reportero de Varíety, su esposo representaba a las eminencias entre la profesión de oradores, para después sacar provecho de sus actuacio- nes triunfadoras, día tras día, año tras año. 22 EL DON DEL ORADOR —Marido mío —continuó Mary, con el tono de voz con el que se habla a un niño pequeño—, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que funcionaste en tu capacidad profesional como agente, desde esa dirección? —Catorce meses más o menos, supongo. —¿Qué hay respecto a la renta? Ya no ocupas esa oficina ¿y todavía pagamos la renta por ese sitio? —Mary —suspiré y me sentí muy tonto—, sabes que la pagamos. Tú giras todos los cheques, como siempre lo has hecho. También sabes que todavía tenemos aquí algu- nos archiveros grandes, llenos con muchos papeles impor- tantes. Hay seis o siete cajas grandes de cartón con cosas memorables, apiladas en estas dos habitaciones, además de un gran número de fotografías autografiadas enmar- cadas, a las que todavía no les hemos encontrado un lugar decente para almacenarlas. —Acéptalo, Bart. Nunca buscamos por mucho tiempo o con insistencia. Hay muchos sitios seguros para almace- nar aquí en Manhattan y lo sabes. ¿Qué hay respecto al te- léfono que utilizas en este momento para hablar conmigo? Debe estar muy polvoso. Hasta hoy, es probable que no haya sido utilizado desde que cerraste la oficina; sin em- bargo, todavía enviamos un cheque cada mes a NYNEX, ¿no es así? —Sí. —¿Todavía está sobre tu escritorio esa lámpara gran- de de latón? —Todavía está aquí, en el extremo izquierdo, donde siempre ha estado. Giré el botón que estaba arriba de la base de la lám- para y la habitación se iluminó con una luz cálida. —¿Está encendida la lámpara, Bart? —Lo está ahora. Funciona bien. —Es mejor que así sea, porque he estado enviando un cheque cada mes a Con Edison, sin fallar, como me pediste que lo hiciera. ¿Recuerdas? 23 OG MANDI NO Empezaba a sentirme muy tonto y no se me ocurrió nada que pudiera decir y que tuviera sentido. Mis viejos amigos célebres, en sus fotografías brillantes en blanco y negro, enmarcadas, autografiadas para mí, colgando en la pared a la izquierda del escritorio, parecían mirarme di- rect ament e. Spencer Tracy, Adlai Stevenson, Napol eón Hill, Billy Rose, Edward R. Murrow, Dale Carnegie, Judy Garl and, Norman Vincent Peal e, Elsa Maxwell, Elmer Wheeler, Cavett Roben, Fritz Keisler, Bruce Barton, Jackie Gleason... todos ellos, incluso aquellos que sonreían, pa- recían observarme con ansiedad y un poco de compasión. —¿Bart? —su voz había perdido su tono helado. —¿Sí, cariño? —Desde tu jubilación, ¿has estado en esa oficina al- guna vez, antes de hoy? —Juro... que no. Escuché un suspiro. —Te creo. Por favor, escúchame. Permanece allí por un tiempo y medita un poco... sobre ti... sobre nosotros... sobre el resto de tu vida. Tal vez, incluso deberías pensar en volver a trabajar. Siempre he pensado que eres uno de esos caracteres Tipo A, que nunca están felices si no están siempre ocupados. Mira a nuestro viejo amigo, el doctor Peale. Tiene más de noventa y, sin embargo, todavía reco- rre el país para dar varias conferencias al mes y lo disfru- ta. ¿Recuerdas aquella fiesta para el gobernador, cuando le pregunté a Norman por qué todavía daba conferencias y escribía libros, en lugar de tomar la vida con calma en compañía de Ruth, en su granja? Respondió que a pesar de que había escrito más de cuarenta libros sobre el pen- samiento positivo, temía que todavía hubiera algunos pen- sadores negativos en nuest ro país, por lo que aún tenía trabajo pendiente. Si puede continuar haciendo esto a su edad, supongo que no hay motivo, si en verdad lo deseas, para que no regreses a tu escritorio con ese teléfono junto 24 EL DON DEL ORADOR a tu oído y que hagas exactamente lo que has hecho muy bien en el pasado... representar a oradores. —¿Lo has olvidado? Ya no tengo oradores que repre- sentar. Todos se retiraron o murieron. —De acuerdo, siéntate de nuevo ante ese viejo escri- torio, relájate y piensa en t odo esto. Bart, sabes que no has sido feliz, en verdad feliz, desde el día en que cerraste la puert a de esa oficina y te alejaste. No eres el mi smo hombre con el que estuve casada durante tanto tiempo y me gustaría tener de nuevo a ese hombre en mi vida, aun- que eso signifique que tenga que olvidarse de su jubila- ción y regresar a esa competencia inexorable y que tendré que empezar a compartirlo de nuevo con la pandilla, en Lindy's. ¡Si eso te hace feliz, entonces, yo seré feliz tam- bién! —¿Y el talento? ¿Dónde lo encuentro? —Como si no lo supieras. Primero, están los Profe- sionales de la Tribuna de Norteamérica, que ayudast e a encontrar y organizar, hace más de treinta años. Estoy se- gura de que envié un cheque en la primavera, por solici- tud tuya, para renovar tu membresía por un año más. Me parece que la semana pasada recibimos un paquete gran- de de ellos, con la información sobre la convención anual de este año, en Washington, D.C., que según r ecuer do será en julio. Puedo imaginar las escenas de la multitud, si en la convenci ón cofre la noticia de que el l egendari o agent e, Bart Manning, está present e en busca de nuevos talentos a quienes representar. Tendré que acompañart e para ser tu guardaespal das, como en los viejos tiempos, ¿recuerdas? —Seguro. Nos divertimos mucho. Por supuest o, el encontrar algunos oradores buenos nuevos, aunque será muy difícil, es sólo la mitad del desafío. Después, tendría- mos que mantenerlos felices al contratar suficientes citas para conferencias para cada uno de ellos, lo que llevaría mucho tiempo y esfuerzo. No he hablado con ningún pro- gramador de reuniones durante más de un año. No sé... 25 ( ( —Bart, lo único que se necesita es una llamada tele- ( fónica tuya para avisarles que regresaste al negoci o. Lo sabes. ' —¡Te amo! i —Yo también te amo. Llámame ant es de salir de la oficina, por favor. ( —¿Quieres decir... como siempre? ( —Como siempre. Colgué el auricular con suavidad en su sitio, me puse de pie y me acerqué a la ventana sucia, con vista hacia la ( Calle Cuarenta y Cuatro Oeste. ¿Cuántas veces, a través de los años, estuve de pie en ese mismo sitio, dando vueltas en la mente a algún problema de negocios, mientras toda ' clase de seres humanos y vehículos pasaban ante mí, aba- í jo en la calle? Me volví, rodeé dos cajas grandes y entré en la pe- queña antesala. Todavía había correspondencia en el cesto ( de Grace Samuels, per o su máqui na de escribir estaba cubierta y todas sus plumas y lápices se encontraban or- denadament e acomodados en un portaplumas cuadrado, ( j unt o con bl ocs de not as pegabl es . Si empre l a l l amé "Grace Sorprendente" y hablaba en serio; nadie jamás fue bendeci do con una asistente mejor. Ella pasó por un mal ' moment o cuando cerré la agencia. Me pregunté cómo es- taría. La última vez que habl amos por teléfono, meses , antes, dijo que todavía no había aceptado un empleo fijo, puest o que no había podi do encontrar a otro jefe como ' yo. Bendita sea. Caminé hasta la part e post eri or del escri t ori o de Grace y me detuve cerca de lo que ella siempre nombró * como nuestro altar, fotografías de muchos oradores que ( represent amos en el pasado. En el centro, en un marco d o r a d o , est aba un gr a ba do en t i nt a s epi a de Eric Champi on, ese hombr e tan especi al que cambi ó para ( siempre mi vida. Después de actuar papeles muy peque- 26 OG MANDI NO —Dice que usted le salvó la vida en la calle, hace un par de semanas. ¿Lo hizo, Bart? —No lo sé. De acuerdo, pásalo. Tom Murphy, otra persona ent r enada por William Morris y que compartía la pequeña oficina conmi go, se inclinó sobre su escritorio y frunció el ceño. —¿Escuché que dijiste Eric Champion? —pr egunt ó Tom. Yo asentí. —¿No sabes quién es Eric Champion, Bart? —Nunca lo oí nombrar. Tom sacudió la cabeza y fingió sorpresa ante mi ig- norancia. —Eric Champion, amigo mío, es tal vez uno de los oradores de inspiración y motivación mejor pagados, si no es que es el mejor. ¡Creo que así los llaman en el campo! Aquí, en William Morris, concentramos la mayor parte de nuestros esfuerzos en el talento del negocio del espectácu- lo, pero tengo que decirte que escuché hablar a este hom- bre en Garden, hace aproximadamente un año, y el lugar estaba repleto. ¡En verdad es algo! En su propia categoría de t al ent o, apuest o que es tan gr ande como Crosby y Gable en su medio. Mi visitante impecablemente vestido se quitó el abri- go ligero de cachemira y la bufanda de color azul oscuro, mientras caminaba por el angosto pasillo hacia mí, son- riendo y extendiendo la mano al acercarse más. —La policía tuvo la amabilidad de darme su direc- ción, señor Manning, y su casera me dijo dónde trabajaba usted. Quise det enerme para darle de nuevo las gracias por lo que hizo para salvarme de ese monstruo. ¿Quién lo sabe? Tal vez le debo la vida. —Me alegro de haber pasado por allí en ese momen- to, señor. ¿Ya se siente bien? —Me siento bien, gracias. Únicamente tuve que can- celar una conferencia y la fea heri da en mi cabeza ya 2 8 EL DON DEL ORADOR empieza a sanar. Dígame, ¿cuánto tiempo ha estado con William Morris? —Un poco más de un año. Todavía t engo mucho que aprender. —¿Disfruta su trabajo? —Odi o t odo el papel eo y asuntos legales relaciona- dos con los contratos y contrataciones, pero me gusta tra- bajar con los clientes y tratar de proporcionarles el talento adecuado para su club, hotel o convenci ón. Pienso que seré bueno en esto, si los jefes me tienen paciencia. —Estoy segur o que se la t endrán. Son una buena organización. Han deseado encargarse de mis contratacio- nes durante los últimos años, pero mi esposa, Martha, se encargaba de t odo eso y era muy compet ent e. Además, amaba el trabajo. Ella... murió antes de la Navidad. —Lo lamento, señor. Levantó la mano y cerró los ojos. —La vida cont i núa. Sólo deseaba darle las gracias una vez más, por ser mi salvador en la oscuridad. Nunca lo olvidaré. Cenemos juntos alguna noche. Es lo menos que puedo hacer para demostrar mi gratitud. Lo llamaré. ¿Cuál es el número telefónico de su casa? Nuestra primera cena juntos nos llevó a otra y des- pués a otra más. Poco a poco, intimamos bastante. A pe- sar de que Eric Champi on tenía edad como para ser mi padre, nuestra amistad maduró, hasta que un día, duran- t e el al muerzo, me hi zo una proposi ci ón que no pude rechazar. Me ofreció prestarme diez mil dólares, sin inte- reses, para que se los pagara cuando pudi era. Con ese dinero, abriría mi propia agencia, contrataría a una secre- taria, rentaría una oficina y empezaría a hacer contratacio- nes para todas sus conferencias. Él me entregaría sus ex- pedientes y contratos relacionados con compromisos futu- ros y que ya estaban firmados, así como los nombres de sus clientes y compañías para las que había dado confe- 29 OG MANDI NO rencias en el pasado. Yo recibiría una comisión del veinti- cinco por ciento de sus honorarios como orador, por cada contratación que hiciera, que hace cuarenta años, en su caso especial, represent aban $2,000. Me aseguró que la noticia de que yo atendía al señor Champion se divulgaría con rapidez entre los oradores y que sin duda recibiría muchas solicitudes de otros oradores para que los repre- sentara. Champi on también me promet i ó que a medida que transcurriera el tiempo, la mayoría de los proyectistas corporativos de reuniones se enteraría de su nueva filia- ción y se pondrían en contacto conmigo, especialmente, después que enviáramos correspondencia a t odos. Sella- mos nue s t r o t r at o con un a pr e t ón de ma nos . Así, Motivators Unlimited abrió su pequeña oficina modesta en la Calle Cuarenta y Cuatro Oeste, en la primavera de 1950, y el resto, como siempre dicen, es historia. Act ual ment e, ext endí la mano hacia la fotografía enmarcada de Eric, que colgaba en la pared entre muchas otras y coloqué con suavidad y amor la palma de la mano sobre su rostro clásico. Durante más de treinta años mara- villosos, me encargué de la contratación de sus discursos, hasta que una noche, en el verano de 1984, cayó muerto en el podio, mientras saludaba y hacía reverencias ante la gente que lo ovacionaba de pie, después de haberse diri- gido a un grupo grande de vaqueros téjanos, en el salón de baile de un hotel de Dallas. —Muy apropiado —sollozó Grace, cuando recibi- mos la i mpresi onant e noticia—, que muriera en Texas, con las botas puestas. En mi carrera como agent e, nunca me encargué de las contrataciones de un actor, actriz, cantante, músico o grupo musical de cualquier tipo. Me limité expresamente a atender únicamente a esos individuos poco comunes y difíciles de definir, que tenían la reputación y la rara habi- lidad de pronunciar discursos motivadores e inspirados, 30 EL DON DEL ORADOR saturados de hechos y observaciones de sus propias expe- riencias personales. Mis clientes eran generalmente corpo- raciones líderes que buscaban esa persona especial para proporci onar a su convención anual lustre adicional, así como el tan necesi t ado discurso de apertura, positivo y dinámico. A través de los años, muchas personas talentosas se unieron a Eric y a mí para lograr que Motivators Unlimited fuera el gran éxito que fue y la mayoría de sus fotografías rodeaban la de él, en esa pared especial de personalida- des, que Grace formó con tanto amor. Actualmente, me aparté de las fotografías y me volví despacio. ¡Qué grupo tan maravilloso! Todos trabajamos tan bien juntos y forma- mos una familia, en el mejor de los términos. Me sent é en la silla, detrás del escritorio de Grace, levanté el auricular de su teléfono y marqué su número. —Hola... Hola... —¿Bart? ¿Eres tú, Bart? —Soy culpable. ¿Dónde crees que estoy? —¡Oh, Dios, no lo sé! ¿Te encuentras bien? —Estoy bien... estoy sentado en tu silla... ante tu es- critorio. —¿En nuestra oficina? —gritó ella. —Adivinaste. —¿Qué te propones, Bart? —¿Te gustaría regresar a trabajar? No hubo respuesta. Esperé. —¿Todavía estás allí, Grace? —pregunté al fin. —Estoy aquí. Mi corazón latía demasiado rápido y no podí a hablar. ¿Hablas en serio? No sé lo que está suce- di endo y no me i mport a, per o me encant arí a regresar. ¿Cuándo empiezo? —¿Todavía tienes tu llave de la oficina? —Por supuest o. —Muy bien... tus dos primeras tareas... 3 1 OG MANDINO —¡Dispara! —Por favor, llama a uno de tus viejos amigos de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica v averigua cuándo y dónde será su convención nacional y haz todas las reservaciones necesarias para Mary y para mí, conven- ción, hotel y líneas aéreas, ¿de acuerdo? —No hay problema. He hecho eso varias veces en mi carrera. ¿Qué más? —Trata de conseguir a alguien para que venga aquí a aspirar, limpiar y sacudir. Asegúrate de que limpien tam- bién las ventanas, porque están sucias. —-¿Qué tan pronto? El apartamento de Grace estaba en la Calle Cuarenta y Ocho Oeste, a sólo diez minutos, por lo que sabía que no le tomaría mucho tiempo ponerse en acción. —Lo más pronto posible —respondí. —¿Cuándo deseas que empiece? —Ya lo hiciste, dama especial. Después de colgar el auricular, permanecí sentado allí, con los dedos de las manos entrelazados con fuerza y lo ojos cerrados. Me estremecí. —Bueno, Dios —murmuré con voz suave—, ahora es otra vez tu jugada. 32 ni X i uestro taxista ceñudo, con su playera deshilacliada de New York Mets y su nombre de Medio Oriente imposible de pronunciar, mirándonos desde su permiso de taxista colocado en el tablero, hizo todo lo posible por llevarnos al Aeropuerto La Guardia a tiempo para nuestro vuelo, a pesar del fuerte aguacero que hizo que el tráfico matutino de Manhattan casi se embotellara. Nos quedaban diez minutos libres, cuando al fin abordamos el Vuelo 1747 de Delta, que despegó exactamente a las 9:30 a.m., con des- tino al Aeropuerto Nacional de Washington. Como era habitual, Mary apretó con fuerza mi mano durante el des- pegue. Al fin estábamos en camino hacia la capital del país, para asistir a nuestra primera convención de orado- res en cinco años. —El Hotel Omni Shoreham —suspiró ella con año- ranza, mientras el avión continuaba su ruidoso ascen- so—. ¿Recuerdas aquella noche especial allí, Bart? Le oprimí con suavidad la mano. —Parece que fue hace un siglo, cariño... 1961... el baile de inauguración del JFK. Mary asintió y sonrió. —Allí estábamos, engalanados con esmoquin y vesti- do de noche, caminando nerviosamente por el vestíbulo 33 OG M ANDI NO de nuestro hotel Georgetown, junto con otras parejas que también se dirigían al baile, mientras afuera la nieve hú- meda, que ya tenía más de un pie de profundidad, conti- nuaba cayendo. Los empl eados del hotel no dejaban de decirnos que Washington estaba casi completamente para- lizado y que todas las calles estaban intransitables. —Lo que lo hizo tan frustrante —dije—, fue que el Omni estaba únicamente a una milla de distancia aproxi- madament e y, sin embargo, era como si estuviéramos en Los Angeles. —Recuerdo, cariño, que después de un par de horas agonizantes de esperar en vano un taxi, finalmente subi- mos a nuestra habitación, me arrojé en la cama y grité a voz en cuello mi frustración. —Eso no duró mucho. Después de diez minutos más o menos, según recuerdo, te levantaste de un salto, secas- te las lágrimas, entraste en el baño, te refrescaste... y, en seguida, bajamos otra vez al vestíbulo para intentarlo de nuevo, pensando que si la nieve nos había det eni do, era pr obabl e que t odos los demás que i nt ent aban llegar al baile de inauguración tuvieran el mismo problema. —Bart, nunca ol vi daré l a expr es i ón de t u r ost r o cuando, después de otra hora de espera agoni zant e, el portero del hotel finalmente consiguió un taxi para noso- tros y otras dos parejas y el taxista anunció, ya que todos estábamos amont onados en el taxi, que la tarifa sería de cien dólares por pareja, por el viaje de una milla. No pro- nunciaste ni una sola maldición, sólo asentiste. Me sentí muy orgullosa de ti. —Yo también estaba muy orgulloso de mí. Sin em- bargo, valió la pena. Cuando al fin ent regamos nuestros abr i gos , e nt r a mos en el c onc ur r i do Sal ón de Bai l e Regency y vimos a nuestro nuevo presidente y a su her- mosa y joven esposa en la pista dé baile solos, bailando mejilla con mejilla... 34 EL DON DEL ORADOR —... "Moon River". —¿Recuerdas la canción que tocaban? Mary asintió con orgullo. —Era preciosa y, al menos por unas horas, todos fui- mos una pequeña parte de Camelot. Es un recuerdo agra- dable. Me incliné en busca de mi viejo portafolio Samsonite, de piel negra, rasguñado y raspado, que había col ocado debajo del asiento que estaba frente a mí, durante el des- pegue. —El mant o de seguridad del gran Bart Manning — Mary suspi ró y ext endi ó la mano para acariciar la piel decolorada. —Tienes razón. Nunca iría a un viaje de negocios ni a una reunión en la ciudad sin esto. —¿En dónde estuvo escondido durante el último año? —Estaba en la vieja oficina, en el piso, j unt o a mi escritorio, donde lo había dejado, en espera de ser retira- do de la jubilación. —Tal vez es t i empo de que compres uno nuevo, si planeas viajar mucho. —¡Nunca! Cuando llegue el moment o, podrás ent e- rrarnos juntos. Abrí el portafolio desgastado y saqué varias coloridas hojas promocionales, que Grace acababa de recibir de la sede de nuestra asociación de oradores en Denver. Descri- bían con términos entusiastas lo que parecía un sinfín de conferencias, oradores cél ebres y pequeños semi nari os que cubrían casi cada faceta de la profesión de la oratoria y que estarían disponibles para los asistentes durante los próxi mos cuatro días y noches de la Convención Anual Treinta y Cuatro de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica. Entregué un programa a Mary, quien frun- ció el ceño. —¿Qué se supone que debo hacer con esto? —pre- guntó Mary. 35 OG MANDI NO —Ayúdame... como lo hacías en los viejos tiempos. Hojea las páginas y ve si alguno de los oradores que se presentan podrían interesarme. Conoces a mi tipo de ora- dor. No me importa ninguno de los llamados expertos en ventas o manejo del tiempo o negocios o lo que esté de moda esta temporada. Quiero a alguien con carisma y esa habilidad especial para subir al podio y captar la atención del público, hasta que no se escuche un sonido en el au- ditorio, excepto el de las respiraciones. —De acuerdo, compañero, siempre que no me pidas que me si ent e a tu l ado y valore a est os i ndi vi duos en persona, como solíamos hacerlo. Pl aneo ir de compras, una vez que est emos hospedados en el Omni . Tengo la esperanza de que algunos de nuestros viejos amigos asis- tan a la convención y mientras ustedes asisten a las sesio- nes, las mujeres nos iremos a gastar su di nero, como en los viejos tiempos. Después de un silencio de un cuarto de hora aproxi- madament e, Mary cerró el programa de la convención y me dio golpecitos en la rodilla con éste. —Bart, este concurso de oradores parece intrigante —coment ó ella, mientras quitaba una hoja blanca y bri- llante de su programa—. Algo nuevo y diferente. No re- cuerdo que con anterioridad hicieran algo parecido a esto. Hace años, el consejo directivo no habría consi der ado algo como esto. No tenía idea a lo que ella se refería. —Mary, no tengo esa página en mi programa. Había- me sobre eso. —¿Has oí do habl ar de Ted & Mar gar et ' s Fr ozen Dinners? —Por supuesto. —¿Cuál es su lema? Ni siquiera dudé. —Nuestro sabor habla por sí mismo. 36 EL DON DEL ORADOR —Muy bien. En apariencia, las personas del departa- ment o de mercadotecnia de Ted & Margaret's decidieron que, después de tantos años, el que el sabor de su pro- ducto hablara por sí mismo no era suficiente en un campo que ahora tiene mucha competencia. De acuerdo al tema de su lema, decidieron tener al mejor orador que pudieran encontrar, para que hable sobre el sabor de su producto, por l o que harán un concur so en nuestra convenci ón, para descubrir al Campeón Mundial del Podio. Aparente- mente, cada una de las seis regiones de nuestra asociación ha llevado a cabo concursos eliminatorios, para seleccio- nar al mejor orador en su área. Éstos seis oradores compe- tirán la última tarde de nuestra convención, para determi- nar cuál es el mejor del país. Cada discurso no debe durar más de veinte minutos, sobre cualquier tema, y los con- cursantes serán juzgados por un jurado imparcial elegido por la corporación. —¿Qué recibirá el ganador? —Un trofeo grande que proclamará que este año es el Campeón Mundial del Podio y también será honrado por la asociación. Por supuest o, tendrá un rato ameno preparando material de promoción nuevo, para informar a los clientes en perspectiva que ahora pueden contratar a lo mejor, si lo desean. Aún hay más... —¡Dispara! —El ganador hará nueve comerciales para la televi- sión, uno de los cuales se transmitirá en todo el país cada mes, empezando en septiembre. Para esa pequeña tarea, él o ella recibirá un cuarto de millón de dólares. Lo que me parece muy extraño, Bart —dijo y me entregó la pági- na del concurso de oradores—, es que los seis finalistas me resul t an compl et ament e desconoci dos. Pensar que hubo un tiempo en que conocíamos por nombre a todos los que asistían a estas convenciones. Supongo que hemos permanecido alejados demasiado tiempo. Echa una ojeada. 37 OG MANDI NO Estudié las fotografías y las biografías breves de cada concursante. Sacudí la cabeza. —Me sucede lo mismo. No reconozco a nadie. Vamos a enfrentarlo, ni siquiera reconocemos a las nuevas estre- llas de cine. Nuestro viejo mundo continúa cambi ando, pero no parece que progrese mucho. No puedo creer que no volveremos a ver un catálogo Sears o que IBM está en dificultades o que t endremos diez millones de desem- pl eados o que ahora repartimos condones en la escuela secundaria. No me sorprende que los Eric Champion que conocimos nos hayan dejado por un lugar mejor. Mary me dio golpecitos suaves en la rodilla. —Te diré algo, esposo. El jueves no iré de compras. Iremos juntos al concurso de oradores, para investigar a esos seis finalistas. ¿De acuerdo? —¡Tenemos una cita! 38 IV JL JL través de los años, Eric Champion y varios de mis ot ros or ador es se di ri gi eron frecuent ement e a gr upos grandes y convenciones en el Omni Shoreham, en la capi- tal del país. Pocos hoteles podían igualar la lustrosa histo- ria del Omni con sesenta años de ant i güedad y cuando Mary y yo nos sentamos en nuestra suite, después de un almuerzo ligero en la habitación, ambos quedamos fasci- nados con el material sobre el pasado del hotel, que en- contramos en una de las cómodas grandes de caoba. Es- toy seguro de que actuamos como unos adolescentes sor- prendidos y tuvimos más semejanza a ellos, que a viajeros experimentados, cuando empezamos a compartir mutua- mente la información interesante sobre el hotel. —¿Sabías, cariño, que t odos los presi dent es, desde Franklin Roosevelt, han llevado a cabo un baile de inau- guración aquí? —pregunt ó Mary. —Sí, por que recuerdo que Eric me dijo que el hotel ofreció construir una rampa especial y el evador para el señor Roosevelt y su silla de ruedas, cuando ganó su pri- mera elección y eso estableció un precedente que todavía está vigente. Los bailes de inauguración siempre se llevan a cabo en el Salón de Baile Regency, del Omni. Todavía 39 OG MANDI NO recuerdo lo entusiasmado que estaba Eric cuando fue con- tratado por la Asociación Médica Norteamericana, para que hablara en ese mismo salón, por primera vez. —Escucha esto, Bart —dijo ella y sacudió en la mano uno de los folletos del hotel—. ¿Puedes creer que Harry Truman disfrutó juegos privados de poker aquí, cuando era presidente? La habitación D—106 era la favorita donde él y sus amigos se reunían, mientras su limusina permane- cía siempre estacionada afuera, para llevarlo de inmediato a la Oficina Oval. —¿Hay algo allí acerca del antiguo Salón Azul? —A eso iba. Dicen que en las décadas de los años treinta y cuarenta, el Salón Azul del hotel albergó a algu- nas de las grandes figuras en el mundo del entretenimien- to, ¡Escucha esto! ¡Para la gran inauguración del hotel en 1930, Rudy Vallee, el cantante popular romántico número uno entonces, voló en el avión trimotor de Amelia Earhart, desde Nueva York, junto con su orquesta, para la inaugu- ración! Judy Garland, Maurice Chevalier, Marlene Dietrich, Fránk Sinatra, Lena Horne y Bob Hope son sólo algunos de los nombres importantes de quienes actuaron en ese salón. Hay una gran placa de metal junto a sus puert as, con el nombre de todas las celebridades que se han pre- sent ado allí, desde Edie Adams, hasta Gret chen Wyler. Aquí dice que al hotel le gustaba alardear que el Salón Azul convirtió a Washington, de una ciudad estrictamente de sábado por la noche, en un lugar donde cenar, bailar y divertirse era algo popul ar cada noche. ¡Tengo que ver ese salón, Bart! —Creo que ahora es sólo un encantador salón gran- de de reunión. —No me importa. Aún así deseo verlo. Aparentemen- te, cuando JFK cortejaba a Jacqueline, con frecuencia la llevó allí. ¡Es un hotel muy especial, Bart! No puedo creer que en todos nuestros viajes nunca viniéramos aquí. Escu- 40 EL DON DEL ORADOR cha est o. . . ant es de su discurso inaugural en ener o de 1969, el presidente Nixon hizo historia aquí, al presentar a todo su futuro gabinete a través de una cadena de televi- sión, en una cena especial en el Salón Diplomático. —Mary, r ecuer do que Eric me dijo que dur ant e la Segunda Guerra Mundial, este hotel compró toda la pro- ducción de una destilería escocesa, para ser uno de los pocos hoteles que servían buen whisky durante la guerra. También comentó que convirtieron la pista de equitación en un gallinero, como una medida de guerra, y criaron miles de pollos para las mesas de sus restaurantes. —Te diré algo, Bart. ¿Por qué no colocas las maletas sobre la cama y las vacío como es cost umbre, mi ent ras bajas al vestíbulo y nos registras en la convenci ón o lo que tengas que hacer? Conociéndote, estoy segura de que habrá muchas charlas y abrazos al renovar viejas amista- des. Hazme un favor y no olvides que aquí arriba tienes una esposa. Regresa por mí en una hora, para que explo- remos juntos el hotel. Tendremos tiempo suficiente para qui t arnos estos pant al ones de mezclilla y poner nos un poco más presentables para la recepción de la inaugura- ción. —¿A qué hora empieza eso? Mary abrió su programa de la convención. A las seis y media. Esta noche no hay nada progra- mado después de eso. Tal vez tengamos suerte y encon- tremos a algunos de los viejos amigos. Entonces, podr e- mos ir todos a Garden Court, lo cual parece bastante bue- no, a tomar un par de copas y contar mentiras, como en los viejos tiempos. El registro t omó sólo unos minutos. Debajo de un banderín amarillo brillante que decía PROFESIONALES DE LA TRIBUNA DE NORTEAMÉRICA, varias damas jóvenes se encon- traban sentadas con decoro, esperando con la pluma en la mano. Me aproximé a la pequeña rubia que se encontraba 41 OG MANDI NO sent ada det rás de las letras G a M. Me dirigió su mejor sonrisa en señal de bienvenida. —Manning... —dije—. Bart Manning y Mary. —Bienvenido a la convención, señor —dijo la joven dama. Pasó su mano pequeña por la lista y asintió. Me entregó una forma de registro y un bolígrafo. Cuando le regresé la forma de registro llena, me en- tregó dos sobres blancos grandes. —Uno para usted y otro para la señora Manning, se- ñor. Allí encontrará toda la información que necesitará sobr e la convenci ón, para t ener cuat ro días fabulosos. Aquí están los gafetes para usted y para su esposa. Cuando rae entregaba las pequeñas placas metálicas rectangulares con borde rojo, tuvo una reacción tardía, frunció el ceño y miró más de cerca la placa que estaba encima. Abajo de mi nombre había una línea breve que decía "MIEMBRO, 35 AÑOS". —¿Ha pertenecido a esta asociación durante treinta y cinco años, señor? ¡Santo cielo! Sonreí y asentí. —Sí. Ayudé a fundarla, mucho ant es de que ust ed naciera. ¿Sabe cuántos nos hemos registrado? —Escuché que alguien dijo que cerca de dos mil. —Cont ando a nuest ras esposas, sól o veintiséis de nosot r os est uvi mos pr esent es en el Brown Pal ace, en Denver, durante nuestra primera convención. Creo que hemos crecido bastante desde entonces, ¿no lo cree así? La joven dama sólo asintió, con los ojos muy abiertos. —¡Bart! ¿En verdad eres tú, Bart Manning? ¡Qué sor- presa! Me volví y lo reconocí de inmediato. Inhalé profundo. —Jay! —grité—. ¡Viejo amigo! ¡Me da gusto verte! No nos estrechamos las manos, únicamente nos abra- zamos. Me aparté un poco para mirar bien a Jay Bridges, un viejo amigo que no había visto desde mi última con- 42 EL DON DEL ORADOR venci ón. De pi e muy erecto, con su traje con di seño de pata de gallo, hecho a la medida y con chaleco, con cada cabello plateado perfectamente en su sitio, coronando un rostro br onceado y casi libre de arrugas, estaba exacta- mente como lo recordaba. —Viejo picaro —grité—. Tienes una apariencia mara- villosa y todavía muy joven. ¿Acaso descubriste la fuente de la juventud? ¡Vaya! Inclinó hacia un lado la cabeza. —Siempre fuiste un gran hombre, Bart Manning. Tú también tienes una apariencia maravillosa, pero, ¿qué ha- ces aquí? Escuché que estabas fuera del negocio. —Lo estaba. Me retiré hace más de un año, pero es- toy pensando seriamente en regresar. Extraño todas esos probl emas y presi ones. Me encuent r o aquí para buscar t al ent os. ¿Y tú? ¿Todavía encant as a t odas esas damas durante sus convenciones de cosméticos? Asintió. —Todavía me divierto demasiado para alejarme, Bart. Te hemos extrañado, amigo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —No había asistido desde hace cinco años. La última fue en las Vegas, ¿recuerdas? —Por supuest o. Tú y yo permaneci mos levantados toda la noche, en Caesars, jugando bacará. Ambos perdi- mos mucho dinero. ¿Cómo está Mary? —Muy bien. Está en nuestra habitación, guardando nuestra ropa. Jay, a ella le dará mucho gusto verte. Siem- pre fuiste una de sus personas favoritas y nunca perdió la esperanza de que algún día me convirtiera en tu agente. ¿Cómo está Phyllis? —Enterré a Phyllis hace tres años, Bart. Tuvo cáncer. —Jay, lo lamento. Yo no.... Asintió, antes de preguntar: —¿Tienes tiempo libre? —Mary me dio una hora de libertad. 43 OG MANDI NO Me tomó el brazo. —Vamos a t omar una copa en honor a los viejos tiempos. Durante la mayor parte de la década de los años se- senta, Jay Bridges fue uno de los comentadores de noticias más populares en la radio de Nueva York, antes de escri- bir un libro sumament e chistoso llamado Sex á La Carie, que fue considerado escandaloso entonces, pero que en la actualidad ni siquiera hubiera hecho que alguna tía soltera arqueara una ceja. Cuando para sorpresa de todos, inclu- yendo al editor, el libro se convirtió en un éxito de libre- ría, Jay empezó a aceptar invitaciones para hablar, prime- ro, únicamente en las cercanías de Manhattan, pero pron- to ante grupos en t odo el país. Ganó tanto di nero, que finalmente renunció a su puesto en la estación de radio. Nunca escribió otro libro, pero logró ganarse bien la vida durante los últimos treinta años, al proporcionar una char- la divertida sobre la rel aci ón nunca compr endi da por completo y siempre cambiante, entre hombres y mujeres. A principios de su carrera como orador, traté de represen- tarlo, especialmente, después de escucharlo impactar a un público enorme en el Hotel Astor, pero el agente muy ca- paz que lo representó durante sus años en la radio conti- nuó represent ándol o muy bien durante su carrera en el estrado. Actualmente, Jay me guió por el concurrido vestíbulo principal, hasta el Garden Court Lounge. Cruzamos el sa- lón y la terraza, hasta la terraza exterior, con sus mesas protegidas por enormes sombrillas. Nos sentamos y orde- namos bebidas. Detrás de nosotros, ocultos por un enor- me seto recortado, escuchamos risas, gritos y el chapoteo desde las dos piscinas del hotel, al tiempo que el sonido repetido de las pelotas de tenis al chocar contra las raque- tas, llegaba desde las canchas de tenis, a la izquierda. 44 EL DON DEL ORADOR Jay señaló hacia el cent ro del patio de cement o, donde una sección grande, casi con la forma de un círcu- lo completo, estaba pintada de verde. —Allí había un enorme escenario hidráulico, Bart. Lo utilizaban para elevar a las grandes bandas de nuestra era, como la de Dorsey, Miller y Goodman, para que los músi- cos tocaran por encima de la multitud, mientras la gente bailaba bajo las estrellas. Es de extrañarse que con todo lo que este hotel tiene que ofrecer, no tuviéramos aquí nues- tra convención anteriormente. Asentí, pero no dije nada. Me sentía completamente relajado y en paz con el mundo, al dar un trago grande de Cutty y agua. Jay apartó hacia un lado su copa e inclinó la cabeza en mi dirección. —Dime la verdad, mi querido amigo de tantos años, ¿qué es lo que haces aquí? Como sabía que no quedaría satisfecho con una res- puest a pet ul ant e, rápida e i mprovi sada, con lentitud y det eni mi ent o di a Jay todos los detalles sobre cómo mi agencia, en más o menos un año, perdi ó a cada uno de sus oradores debi do a muerte o jubilación. —No quedó nadi e para cont rat ar, Jay, y como no dedi qué el tiempo y esfuerzo debidos a buscar constante- ment e talentos nuevos para reemplazar cualquier pérdida de los viejos talentos, pagué el precio. La agencia quedó fuera del negocio. Como sabes, incluso dejé de asistir a nuest ra propia convenci ón para exami nar a los nuevos talentos. —¿Qué sucedió? —sonr i ó—. ¿Se cansó de decirte Mary que aunque se casó contigo para bien o para mal, no se casó para tenerte veinticuatro horas al día bajo sus pies? ¿Qué haces de nuevo aquí? Dios sabe que no necesi- tas el dinero. Me sentí tentado a hablarle sobre esa extraña cadena de eventos que comenzó con mi carrera matutina por el 45 OG MANDI NO Parque Central y mi confrontación con esa alma curiosa y altisonante en su silla de ruedas, seguido por mi misterio- sa carrera hacia el sur, hasta mi antigua oficina; sin embar- go, no pude decírselo, simplemente, no pude. —Jay, estoy demasi ado joven y saludable para des- perdiciar mis años sentado en casa, con el control remoto del televisor en la mano, para cambiar de los programas repetidos de "Barnaby Jones" a "Días de nuestras vidas". Siempre sentí que contribuía un poco para hacer de nues- t ro mundo un l ugar mejor, al envi ar a un gr an or ador motivador para que se dirigiera a un grupo y ayudara a las personas a comprender los milagros maravillosos que en realidad son. Eras la única persona que intenté repre- sentar, que no diera un discurso motivador o inspirado. —Bart —Jay suspiró y estudió las palmas de sus ma- nos—, con frecuencia me pregunté qué tan bien hubiéra- mos trabajado tú y yo juntos. —Hubiéramos ganado mucho dinero, con toda segu- ridad. ¿Quién se encarga de tus contrataciones ahora? —No hay cambi o. Sam Rapkin y yo hemos est ado juntos durante casi treinta y dos años. Es un buen hom- bre. Asentí. —Buscaré durant e cuatro días y veré lo que puedo encontrar. No importaría si sólo represent o a uno o dos oradores para empezar. Entonces, vería cómo resultaba. Jay y yo permanecimos sentados charlando y fuimos i nt er r umpi dos t res veces por per s onas que l l evaban gafetes de la convenci ón. En cada ocasión, conocían mi nombre y quién era. Dijeron que querían saludar y que se sentían honrados de conocerme. Me sentí un poco aver- gonzado y presenté a la persona extraña a Jay. —Bart —dijo Jay—•, sin lugar a dudas eres el agente más admirado y respetado en este negocio. Casi todos los oradores en esta convención estarían dispuestos a matar, 46 EL DON DEL ORADOR con tal de ser representados por ti. Tu problema será con- servar un perfil lo bastante bajo para que puedas estudiar a los oradores sin ser buscado constantemente. ¿Te gusta- ría que interfiriera durante los próximos dos días? —Me encantaría. ¿Estás seguro de que deseas hacerlo? —Sería divertido y pasaría t odo ese tiempo precioso con el famoso y grandioso Bart Manning. Le estreché la mano. —¡Gracias! Sonrió. —No me lo agradezcas. Me divertiré mucho siendo tu guía y guardaespaldas. Sin embargo, hay algo que debo decirte en este momento, antes que empiece la cacería. —¿Qué cosa? —No creo que descubras a nadi e aquí , tan bueno como tu Eric Champion. Asentí y le estreché de nuevo la mano. —¿Te veré en la recepción de inauguración, esta no- che, compañero? Encogió los hombros. —¿A dónde más iría... sin Phyllis? 47 V T X odavía sent ado ante la mesa redonda con mantel de lino, sobre la que colocaron nuestro desayuno que lleva- ron a la habi t aci ón, daba vuelta a las pági nas de USA Today, cuando Mary habló con suavidad. —Fue muy b u e n o ver a Jay, a l os J ohns on, los Robertson y Anna Hubbard. No me había dado cuenta de lo mucho que he extrañado a la antigua pandilla. Doblé el periódico y lo arrojé sobre el sofá. —¿Te divertiste? —Creo que fue una recepción maravillosa. Todos, en especial los empleados del hotel, hicieron un trabajo exce- lente y me da mucho gusto que se haya llevado a cabo en el Salón Azul. Los tres arpistas, colocados al rededor del salón, añadi er on un t oque agradabl e y por lo que veo, creo que en verdad necesitarás un guardaespaldas mien- tras estés aquí. Esperaba que alguien se arrodillara y besa- ra tu anillo. —Cariño, me encantó lo que dijiste cuando entramos en el Salón Azul anoche. —¿Qué? —Dijiste: "Bart, estoy segura que estamos en el lugar indicado". Como es cost umbre, si empre que se reúnen 49 OG MANDI NO oradores, todos hablan y nadie escucha. Dime, ¿estás lista para ir de compras? —Lo estoy. Me reuniré con Anna Hubbard y con Kay Johnson en el vestíbulo, a las diez. Susie Robertson pro- metió a John que le haría compañía hoy, pero dijo que le encantaría reunirse con nosot ras mañana, si nos quedó di nero. Le dijimos que no se preocupara, que t enemos tres tarjetas doradas. ¿Qué hay respect o a ti? ¿Todo dis- puesto? —Eso creo. Jay dijo que me llamaría por teléfono aquí, a las nueve y cuarto, para saber dónde me reuniría con él a t i empo para la pri mera sesi ón, a las nueve y media. Se llevarán a cabo tres programas cada novent a minutos, durante el día, y Jay permitirá que me haga car- go, para que pueda considerar a los oradores con mayor potencial. —¿Ya elegiste al primero? Negué con la cabeza, me puse de pie y me acer- qué a la cómoda, donde se encontraba todo el material de la convención, y tomé un programa. Regresé a la mesa y abrí las páginas de las actividades del primer día. Se lo entregué a Mary. —-Toma, haz que empi ece con el pi e der echo. Tal vez uno de los primeros tres atrajo tu atención, cuando los observaste durante nuestro vuelo. ¿A dónde debo ir primero? —De acuerdo, "Cómo conquistar a un públ i co difí- cil". El orador es John Felch, de Michigan. Es uno de los que estudié, si mal no recuerdo, cuando estábamos en el avión. De acuerdo a lo que di cen aquí, su especialidad son los discursos motivadores y los de apertura. Se pre- senta en el Salón Hampton —coment ó ella y me regresó el programa, cuando el teléfono empezó a sonar. Era Jay. —¡Mucha suerte! —gritó Mary, cuando caminé hacia la puerta. 5 0 EL DON DEL ORADOR Jay vestía una camisa de seda de color rojo escarlata brillante, pantalones y zapatos negros que hacían contras- t e. Se encont r aba de pi e j unt o a la ent r ada del Salón Hampton, sonreía, asentía y estrechaba manos, como si se postulara. —¿Qué te hi zo elegir a éste? —pr egunt ó y con el pulgar señaló hacia la puerta abierta y concurrida. —No elegí yo, Mary lo hizo por mí. Asintió comprensivo, se volvió y entró en el bullicio- so salón. Lo seguí. Localizamos dos lugares vacíos, cuando una voz nos saludó a través del sistema de sonido. —Damas y caballeros, los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica sienten mucho orgullo al presentarles a uno de sus oradores más dinámicos y con más demanda, que discutirá un tema sobre el que ha tenido mucha expe- riencia a través de los años: "Cómo conquistar a un públi- co difícil". ¡Demos una bienvenida calurosa a John Felch! Tenía aproxi madament e cuarenta años y subió con agilidad los escalones del escenario, a pesar de tener un cuerpo grande y regordete. Sonrió y saludó, hasta que se encont ró de pie en el podio. Apartó un mechón de cabe- llo negro que había caído sobre su frente, dejó de sonreír de pront o y asumió una apariencia inconfundible de te- mor. Aclaró la garganta varias veces y habló con voz ronca. —Me siento muy, muy honrado de presentarme ante todos ustedes hoy, aunque comprendo que estoy violando uno de los tres consejos inmortales que nos dio Winston Churchill, qui en dijo: "Nunca trates de escalar un muro que se inclina hacia ti. Nunca trates de besar a una perso- na que se apart a de ti y nunca habl es a un grupo que sabe más que tú sobre un tema". Felch esperó que cesaran las risas, asintió en señal de apreciación y añadió: 5 1 OG MANDINO —Antes de llegar aquí esta mañana, mi esposa, Amy, y yo desayunamos en el encant ador Garden Court Lounge. Cuando nos íbamos, me dio un consejo sabio, al notar que estaba un poco nervioso porque me presentaría ante muchos oradores. Dijo: "John, no trates de ser encan- tador, ingenioso o intelectual. Sólo sé tú mismo". ¿Cómo conquistamos a un público difícil? Compartiré algunos métodos que me han dado buen resultado a tra- vés de los años, pero, por favor, no olviden que el ingre- diente mágico llamado risa es uno de los mejores reme- dios para el gruñón más malhumorado. La amistad y la risa están muy relacionadas. Hagan amistad con ese mar de rostros ceñudos sentados ante ustedes, logren que son- rían, y es probable que su discurso sea un éxito. Felch hizo una pausa y miró hacia el techo; en segui- da, rió, como si acabara de pensar en algo gracioso. —Durante una reciente expedición a la parte más agreste de África, un grupo de exploradores llegó a un pueblo de salvajes primitivos. En un intento de hacer amistad con este público muy difícil que observaba cada movimiento de los exploradores, el líder del grupo trató de explicar a los nativos cómo era el mundo exterior civi- lizado. —"Allá", dijo el líder, "amamos a nuestros seme- jantes". —Ante esto, los nativos gritaron "¡Huzzanga!" —Animado por esto, el explorador añadió: "¡Trata- mos a los demás como nos gustaría que ellos nos trata- ran!" —"¡Huzzanga!" exclamaron los nativos, con mucho entusiasmo. —"¡Somos pacíficos!" aseguró el explorador. —"¡Huzzanga!" gritaron los nativos. —Mientras una lágrima rodaba por su mejilla, el ex- plorador terminó su excelente discurso: "Venimos como 52 EL DON DEL ORADOR amigos, como hermanos. Por lo tanto, confíen en noso- tros. Ábrannos sus brazos, sus hogares, sus corazones. ¿Qué dicen?" —El aire se estremeció con un grito fuerte y prolon- gado: "¡Huzzanga!" —Muy complacido por la recepción, el líder de los exploradores empezó a hablar con el jefe de los nativos. —"Veo que aquí tienen ganado", dijo el líder. "Es una especie con la que no estoy familiarizado. ¿Puedo inspec- cionarlo?" —"Por supuesto, por supuesto, venga por aquí", pi- dió el jefe. "Tenga mucho cuidado al caminar, para que no pise la 'huzzanga'" Felch asintió al escuchar la risa fuerte y los aplausos. Cuando al fin hubo silencio, comentó: —Ya tuvimos bastante "huzzanga". Vamos a concen- trarnos en algunas de las condiciones que produce un público difícil y sobre lo que podemos hacer para conver- tirlo en personas fáciles de dominar. En una o dos ocasiones, durante la hora siguiente, sentí que Jay me miraba. —¿Ya tuviste suficiente? —me preguntó cuando me volví. En cada ocasión, negué con la cabeza. Disfrutaba el discurso de Felch. Tenía una presencia excelente en el estrado, tiempo magnífico y daba un discurso bien cons- truido y substancioso, sin referirse a algo en especial. Jay y yo estuvimos entre los que lo ovacionaron de pie cuan- do terminó. El resto de la mañana no fue importante. Durante una de las sesiones, un orador apacible nos dijo cómo hacer una fortuna al vender paquetes de cintas y videos telefónicamente, a personas solitarias sentadas en casa junto al teléfono. La otra fue una presentación por una mujer delgada y muy maquillada, con cabello de color 53 OG MANDI NO lavanda, que exaltaba las virtudes de publicar uno su pro- pio libro, para que los oradores pudieran también procla- marse como autores de su material promocional... incluso, como autores de "éxitos de librería", sugirió con astucia. Después de no más de veinte minutos, di un codazo sua- ve a Jay y nos retiramos lo más calladamente posible, para dirigirnos al Garden Court Lounge, en el que uno empeza- ba a sentirse como en casa. Nos sent amos ant e el bar y ordenamos bebidas. —¿Todavía nos divertimos? —pregunt ó Jay, después de dar un trago grande de whisky. —Tuvimos un comienzo. Felch, el orador de la pri- mera sesión, tiene posibilidades. —¿Continuamos con nuest ra cacería de talento? — pregunt ó Jay. —¡Oh sí! Estoy s egur o de que ent r e l os dos mil miembros que asisten a esta convención, encontraré a uno o dos que sean mi tipo de orador, la clase anticuada que llega al alma del público, no a sus billeteras. —¿El señor Manning...? Estaba de pie en el bar, a mi derecha. —¿Sí? —Señor, mi nombre es Patrick Donne —dijo con voz profunda y de mando, al t i empo que ext endí a hacia mí una mano gr ande—. Ésta es mi pri mera convenci ón y cuando lo vi de pie aquí, no pude resistir la tentación de saludarlo al menos. Lo he admirado durante muchos años. —Hola —saludé y le estreché la mano—. Me da gus- to conocerl o. . . y bi enveni do. Él es Jay Bridges, uno de nuestros antiguos y mejores oradores. Mientras se est rechaban las manos, no pude evitar notar que tres mujeres que estaban sentadas al otro lado del bar miraban en nuestra dirección y, con toda seguri- dad, no miraban ni a Jay ni a mí. Además de esa voz de bajo profundo casi hipnótica, Patrick Donne tenía una es- 54 EL DON DEL ORADOR tatura de más de un met ro ochent a y dos, hombros an- chos, barbilla puntiaguda con barba de color castaño cla- ro, enormes ojos de color café y cabello castaño, demasia- do largo para mi gusto, pero por fortuna, no lo bastante largo como para clasificarlo como cola de caballo. Jay saludó con afecto al recién llegado. —-¿De dónde eres, Patrick? —pregunt ó Jay. —Soy de un pequeño puebl o en Montana —Patrick sonrió—, llamado Blessings, con una población de menos de cuatrocientos habitantes. —Supongo que no hay mucho público para oradores en Blessings. —No, señor —respondi ó Patrick y sacudió la cabe- za—. Sin embargo, siempre están Billings, Bozeman, Great Falls y Helena. En realidad, en mi Beechcraft puedo ir a cualquier parte del noroeste con bastante rapidez. —¡Oh! ¿Vuelas tu propi o avión? —Sí, señor.. He volado durante diez años aproxima- damente: —¿Qué haces, Pat, acaso te dedicas a ser orador de tiempo completo? —He d a d o di s cur s os dur a nt e sei s a ños , s e ñor Manning. Era dueño de un r ancho de ganado de buen tamaño, allá en Blessings, pero la oratoria empezó a apo- derarse de gran parte de mi tiempo y me encanta, por lo que decidí vender el rancho a mi capataz y convertirme en orador de t i empo compl et o, desde hace dos años. El año pasado pronunci é cuarenta y tres discursos, incluso hasta en St. Louis. —¿Tienes agente? —pregunt ó Jay en forma casual. —No, señor. Todo lo hago yo. —¿Sobre qué hablas? —La plática ha cambiado y evolucionado a través de los años, pero en la actualidad me siento bastante cómodo con ésta. Doy a mi público algunas reglas y sugerencias 55 OG MANDI NO que siempre han existido y que ayudan a cualquiera a vi- vir una vida más feliz y productiva. Estas ideas que com- part o con ellos son tan obvias que el mayor misterio es por qué t odos no las reconocen y siguen... por lo tanto, ahora, a mi discurso lo llamo "El misterio más grande del mundo". —Parece muy interesante —comenté, no muy seguro de qué otra cosa podía decir—. Me dio gusto conocerlo. Dígame, ¿está disfrutando su primera convención? Abrió mucho sus ojos azules. —Hay demasiado que absorber. Demasiado que asi- milar, aprender y recordar. Asentí. —Están programadas al gunas sesi ones excel ent es para los próximos dos días y deseará estar seguro de pre- senciar ese concurso muy especial de oradores durante el último día. Es probable que aprenda mucho de esos seis excel ent es profesionales de nuestra asociación, cuando contiendan en el podio por un cuarto de millón de dóla- res y el campeonato mundial de nuestra profesión de ora- dores. ¡No se lo pierda! Patrick Donne sonrió tímidamente y fijó la mirada en el bar. —Señor Manning, no me lo perderé. Soy uno de los seis finalistas. VI f JLj 1 salón de baile estaba muy concurrido para el almuer- zo de la asociación, pero Jay y yo al fin encontramos dos lugares desocupados y adjuntos, en una mesa ocupada por cuatro oradores, qui enes deduje eran relativamente nuevos en el negocio. Nuestra presencia debió intimidar- los un poco, porque, en comparación con las mesas bulli- ciosas a nuestro alrededor, no se escuchó mucha charla mientras comimos, hasta que una pelirroja muy. hermosa que se encontraba sentada directamente frente a mí, dijo: —Señor Manning, estoy segura que ha presenci ado un gran desfile de profesionales desempeñando su traba- jo, a través de los años. Díganos quiénes, en su opinión, fueron algunos de los mejores. Todos los ocupant es de nuestra mesa levantaron la mirada de sus platos y esperaron, incluyendo a Jay. —Esa es una pregunta difícil. Si con "los mejores" se refiere a quienes fueron maestros al tener al público en la palma de sus manos, supongo que elegiría a Rich DeVos, cofundador de Amway; el obi spo Fulton J. Sheen; Bill Gove; Norman Vincent Peale; Cavett Robert y, por supues- to, a mi amigo muy especial, el finado Eric Champion. 57 OG MANDI NO La pelirroja se sobresaltó. —¿Ninguna mujer? —Debe recordar que únicamente en los últimos diez o quince años, las mujeres al fin se abrieron camino en lo que era una profesi ón mascul i na. Act ual ment e, según lo que escucho, hay muchas mujeres talentosas vol ando por el país y present ándose ant e públ i cos enormes. No obstante, lamento decir que nunca he escuchado a ningu- na de ellas en el estrado, aunque me agrada ver que este grupo ha honrado a muchas durante los últimos años. Después del almuerzo, David Starr, un joven alto y guapo, que ese año fue el presi dent e del comité de pre- mios especiales, se puso de pie para explicar lo estricto y eminentemente justo que era el proceso de seleccionar a los diez mejores profesionales del año, de la asociación. Estos oradores se unirían a sus predecesores en un grupo muy exclusivo y selecto y, por este motivo, podrían iden- tificarse en sus tarjetas de present aci ón, papel erí a y en todos los materiales promocionales, como los mejores en el negocio, como "Maestros del Podio". —Este año —continuó Starr—, el climax de esta gran convención, nuestra cena de logro el jueves por la noche, será una ocasi ón muy memor abl e para t odos nosot ros, porque, por primera vez, tendremos un evento de primera extra, aprobado por nuestros directores y junta directiva. Además de presentar honores a diez nuevos "maestros", también tendremos el privilegio de ver a uno de nuestros miembros coronado como Campeón Mundial del Podio. Al tomar en consideración a las otras asociaciones exce- lentes de oradores en este país, no es necesario que les recuerde que esto es un gran honor para nosotros. Todo t endr á l ugar aquí , en est e t an especi al sal ón de baile Regency, mañana por la noche. Que ni nguno de ustedes se atreva a perdérselo. 58 EL DON DEL ORADOR Las sesiones vespertinas a las que asistimos no pre- sentaron prospectos probables para mí. Buscamos en tres, una de ellas titulada "¿Quién te viste?", otra "Cómo dar forma a una nueva presentación" y la tercera, "Cómo so- brevivir a cien hoteles", todas present adas por oradores medi ocres cuyo nerviosismo frente a sus camaradas era obvio. Nunca he si do muy bueno para ocul t ar mis sent i - mi ent os y es pr obabl e que demost rara mi desilusión y frustración al salir del Salón Imperio y cruzar el vestíbulo l l eno de gent e. Jay aflojó el paso y asió ligeramente mi brazo. —Ahora, señor Manni ng, el doct or Bridges está a punt o de darle una prescripción que debe ser preparada esta noche. Si alguna vez alguien necesitó un cambio de escenario y con rapidez, eres tú. Quiero que busques a tu encantadora esposa y salgas de aquí, que te alejes de todo est o. Recuerdo lo mucho que a ust edes dos les gusta la comida española y esto es lo que deseo que hagan. Hay un restaurante fabuloso en la Calle 1, llamado la Taberna del Alabardero. Te lo escribiré —dijo y escribió en su pro- grama. —Asegúrat e de or denar un pl at o de paella. Es un platillo especial y delicioso de arroz español. En seguida, prueba el pat o asado con salsa de arándano. Ve, por fa- vor. Ninguno de los dos lo lamentará, te lo prometo. ¿De acuerdo? Sólo asentí. —Bart, ¿qué hay acerca de mañana? ¿Quieres conti- nuar con esta expedición de búsqueda? —Jay, no puedo detenerme ahora. Tengo que encon- trar lo que busco, sin importar cuánto tiempo me tome y todavía necesito tu consejo. No puedo decirte lo mucho que han significado para mí tu ayuda y asesoramiento. —De acuerdo, nos encontraremos aquí, junto al as- censor, mañana a las nueve y cuarto. 59 OG MANDI NO Ya había tomado una ducha y me encontraba senta- do, en bata, mirando las noticias en la televisión, cuando Mary regresó con los brazos cargados con bolsas de com- pras, después de pasar el día en los centros comerciales. Parecía muy cansada y no recibió con mucho entusiasmo la noticia de que la llevaría a cenar fuera del hotel, mas el día todavía tendría un final feliz. La Taberna del Alabar- dero era todo lo que dijo Jay y su decoración elegante fue un marco perfecto para una de las comidas más deliciosas que ambos habí amos sabor eado, aunque no or dené el pat o asado, sino la paella de langosta, que literalmente estaba cubierta con langosta. Al abordar el taxi para el viaje de regreso al Omni, entregué al joven taxista un billete de cincuenta dólares y le pedí que por favor nos diera un paseo de treinta minu- tos por algunos de los sitios importantes de Washington. Sonrió y asintió. Mary y yo nos tomamos de las manos y en silencio absoluto paseamos despacio a lo largo del Río Potomac; pasamos el iluminado Monumento a Lincoln; el Monument o a los Veteranos de Vietnam; el Tidal Basin, que servía como marco perfecto para el Monument o a Jefferson; el Monumento a Washington; la Casa Blanca y recorrimos la Avenida Pennsylvania hasta el edificio del Capitolio. Es imposible para cualquier ci udadano hacer ese recorrido, especialmente, cuando la luna brilla de esa manera, sin sentirse muy orgulloso de ser norteamericano. Había lágrimas en los ojos de Mary, cuando bajó del taxi, en el hotel. Cuando el taxi se alejó, me abrazó con fuerza. —Gracias, querido —dijo Mary—. Ha sido una de las noches más encantadoras de mi vida. —Espero que Dios me permita estar por aquí el tiem- po suficiente para darte algunas noches más como ésta — respondí y le devolví el abrazo. La búsqueda de talento el miércoles no produjo me- jores resultados. Después que Mary y sus amigas se diri- 60 EL DON DEL ORADOR gieron a las tiendas y restaurantes de Georgetown Park, Jay y yo cont i nuamos nuest ra búsqueda. El pr ogr ama matutino había comenzado con una sesión general en el Salón de Baile Regency, con una presentación por un an- tiguo profesional, Edgar Hubbard, a quien Jay y yo cono- cíamos desde hacía muchos años. Hubbard, de acuerdo a su presentador, había dado más de tres mil discursos du- rante los últimos treinta años y había recibido casi todos los honores que puede otorgar la profesión de orador. Al escucharlo de nuevo, después de no hacerlo por muchos años, recordé por qué nunca traté de que firmara conmigo un contrato exclusivo. Su presencia en el podio era mag- nífica, así como sus gest os y forma de expresarse con buena voz, pero. . . ¡no decía nada! Si uno escuchaba uno de sus discursos grabados en cinta, en lugar de disfrutar sus movimientos coreográficos en el podio, se aburría te- rri bl ement e. El ot ro orador promi nent e era un hombr e j oven con pant al ones bombachos, a la Payne Stewart, quien salió al escenario llevando un enorme bolso de piel con palos de golf y que relató con todo detalle cada palo en su bolso. Una idea encantadora que podría dar resulta- do frente a un públ i co de golfistas masculinos, per o no estaba tan seguro de que un gr upo de damas Mary Kay apreciara parte de su humor. Después de la sesión general, Jay y yo pasamos un t i empo en dos de las tres present aci ones qué seguí an. Nada, ni siquiera un "tal vez". Comi mos l a mayor part e del al muer zo char l ando poco, en el Café Monique. Cuando t omábamos café, Jay abrió su programa y forzó una sonrisa. —Parece que esta tarde habrá algunos buenos pros- pectos potenciales, viejo amigo —dijo Jay—. Eso espero. Si no t enemos suerte en las próximas horas, no quedará nada, excepto el campeonato de oradores, mañana por la tarde. 61 OG MANDINO Durante una tarde que pareció más prolongada que la eternidad, Jay y yo observamos a siete de los nueve oradores programados. Ambos acordamos que la mayoría eran buenos ejemplos de un orador en verdad profesional y, sin lugar a duda, podrían dirigirse a la mayoría de las juntas corporativas con buen renombre. No obstante, no buscaba únicamente oradores "buenos", sino un maestro motivador con presencia en el escenario, valor, carisma y un mensaje. Ninguno de los oradores que vi y escuché se acercó a llenar esos requerimientos difíciles. Mary ya estaba de regreso en nuestra suite y supongo que cuando abrí la puerta la desperté. No tenía puestos los zapatos y sus pies cubiertos con medias descansaban sobre la mesita de mármol. Abrió los ojos cuando me acerqué. —¿Tuviste suerte, cariño? —preguntó casi en un susu- rro. —No. Con seguridad me estoy volviendo demasiado exigente en mi vejez. No vimos a nadie a quien pudiera admirar lo suficiente como para desear elegirlo como cliente. Mary, sabes que no puedo venderlos si no creo en verdad que son maravillosos. —¿Y ahora, qué? —Mañana por la tarde se llevará a cabo el campeo- nato de oratoria. Seis de nuestros mejores oradores habla- rán veinte minutos cada uno, en el escenario. Recuerda que prometiste acompañarme. —Bart, no me lo perdería por nada. —Cariño, ¿te encuentras bien? Pareces un poco extraña. —Estoy bien, bien... y espero que el sueño que aca- bo de tener, mientras estaba sentada aquí esperándote, se convierta en realidad. —¿Quieres contármelo? —Seguro. Me quedé dormida mientras leía este pe- queño folleto del hotel, sobre correr y hacer ejercicio en 62 EL DON DEL ORADOR Rock Creek Park, que supongo se encuentra al otro lado de la colina, detrás del Omni. Soñé que corría, por el sen- dero, disfrutando el paisaje verde y frondoso, cuando de pronto noté que una pequeña nube blanca flotaba direc- tamente sobre mi cabeza, siguiéndome. Entonces, escuché una voz suave que parecía venir de la nube y que decía: "Mañana es el día. El cielo está a punto de sonreírte. No pierdas la esperanza". Creo que en ese momento te escu- ché abrir la puerta y al abrir los ojos, estabas de pie allí. —¿Qué supones que significa todo eso? —Desearía saberlo. 63 VII F J_4 1 Salón de Baile Regency estaba lleno en toda su ca- pacidad, cuando, a la una, el presidente de la asocia- ción, Dick Cobden, salió con rapidez de detrás de una cortina dorada y se acercó al podio, sonriendo y saludan- do. Miró de un lado al otro del enorme salón y después de elevar un poco el micrófono del atril, esperó en silen- cio hasta que cesó la charla ruidosa. Mary y yo decidimos sabiamente llegar temprano y nos encontrábamos a no más de seis o siete filas del po- dio, en el centro. En los dos pasillos, a nuestra izquierda y derecha, aunque un poco más cerca del podio que no- sotros, el equipo de la televisión acomodaba sus cámaras pesadas y tripiés rodantes. En una cámara podían verse las iniciales NBC y en la otra, las iniciales ABC. Mary me dio un codazo suave, obviamente impresionada. —Damas y caballeros" —dijo el presidente de nues- tra asociación—, les doy la bienvenida a lo que estoy se- guro será un día importante en la historia de los Profesio- nales de la Tribuna de Norteamérica. La industria cinema- tográfica tiene sus Premios Osear, la televisión tiene sus Emmys, los profesionales de la grabación tienen sus Grammys y los mejores escritores reciben los premios 65 OG MANDI NO Pulitzer. Al fin, nuestra profesión está a punt o de dar tri- buto a su mejor talento. En cooperación Ted & Margaret's Frozen Dinners, antes que termine este día, coronaremos al Campeón Mundial del Podio". Cobden hizo una pausa, asintió y sonrió, hasta que los aplausos cesaron. —Cada una de las seis asociaciones regionales que juntas forman los Profesionales de la Tribuna de Norte- américa, durante los últimos meses efectuaron una serie de concursos para seleccionar al mejor orador en su re- gión y los seis ganadores se encuent ran hoy aquí, para competir en este primer campeonat o. Cada uno de ellos hablará durant e veinte mi nut os, con un margen de dos minutos, sobre cualquier tema de su elección. Habrá un descanso de cinco minutos entre el primer, segundo y ter- cer orador; después, t endremos un intermedio de veinte minutos, seguido por los tres últimos oradores, que dis- pondrán del mismo tiempo, veinte minutos cada uno, más dos minutos más o menos, con un descanso de cinco mi- nutos entre el cuarto, quinto y sexto orador. Cuatro perso- nas eminentes serán jueces, elegidas por el departamento de mercadotecnia de Ted & Margaret's. Ya se encuentran sentadas en diferentes lugares de este salón y su identidad úni cament e es conocida por las personas de la corpora- ción, por lo que ninguna presión o influencia indebidas podr án ejercerse sobre ellas, por ni nguno de los miem- bros más entusiastas de nuestra asociación. Los jueces se reunirán en privado, después del concurso, para hacer su elección y, esta noche, durante la cena de clausura Noche de Logro, cor onar emos a una per sona especi al como Campeón Mundial del Podio, lo mejor en nuestra profe- sión. Los cofundadores de la corporación, Ted y Margaret Clark, entregarán a esa persona afortunada un cheque por un cuarto de millón de dólares, como anticipo por nueve comerciales en la televisión, que se transmitirán en todo el 66 EL DON DEL ORADOR país, present ando al orador promovi endo sus product os excelentes. Cobden recorrió una vez más con la mirada el enor- me salón, sonrió y revisó varias hojas de papel. —¿Estamos listos? —gritó Cobden. —¡Sí! —respondi ó la multitud. —Muy bien. De acuerdo con las reglas establecidas por nuestros directivos, la junta directiva y la gerencia de Ted & Margaret's Frozen Dinners, no habrá introducciones prolongadas y floridas de nuestros concursantes para in- fluir en ustedes o en los jueces en alguna forma. Sin más discusión, t engo mucho orgullo en present ar a nuest ro primer concursante, de Providence, Rhode Island, repre- sentando a la Región Uno.... ¡Sandra Bañe] J Era una mujer alta y rubia que vestía un traje de co- lor camello, con rayas finas y cruzado. Caminó sin esfuer- zo hasta el podi o, agradeci ó el apl auso fuerte con una sonrisa cálida y sal udó. Era una mujer encant adora de quizá treinta y tantos años. Su sonrisa se borró en forma gradual mientras observaba al público y no hizo ninguno de los comentarios iniciales típicos que se escuchan con frecuencia. —Fui piloto de United Airlines durante seis maravillo- sos y excitantes años y, después, hace cuatro años, cuan- do fui promovida a capitán, no aprobé mi examen físico. Mi examen indicó que tenía cáncer en el seno derecho y, por l o t ant o, durant e los dos meses si gui ent es tuve un nuevo copiloto. Su nombre era la muerte. Llegamos a ser buenas amigas a medida que transcurrieron los días y me enseñó muchas cosas mientras permanecía en la cama del hospital, llena de compasión por mí misma. Principalmen- te, me ayudó a apreciar el don especial de cada nuevo día y a no volver a tomar como un hecho ese don, como lo hice en el pasado. —Por fortuna para mí, el cáncer fue descubi ert o a tiempo y desapareció después de dos operaciones. Luego 67 OG MANDI NO de saborear la buena noticia por unas semanas, tuve que tomar una decisión sobre mi futuro. ¿Qué deseaba hacer en realidad con el resto de mi vida? ¿Deseaba regresar a los aviones? El volar era una carrera maravillosa, con un futuro prometedor y toda la emoción que cualquiera pue- de desear, pero la decisión que finalmente t omé fue la más difícil que había tomado en mi vida... bajar del cielo y alertar a otras personas que probablemente no estaban más agradecidas de lo que yo estuve por el don de cada día; alertarlas de que el reloj se movía y de que debí an aprovechar cada día, incluso cada moment o, con amor, gusto y gratitud, porque tal vez no tendrían otra oportuni- dad. Así, después de muchos días y semanas agonizantes de indecisión, colgué en el armario mi chaqueta de piloto, junto con las alas brillantes, me puse un traje de negocios, escribí mi primer discurso y, terriblemente asustada, me aventuré en el mundo de los negocios. Al principio empe- cé únicamente en los alrededores de Providence, movien- do mi l i nt er na y pr evi ni endo a cual qui er gr upo que quisiera escuchar que el cumplir sus sueños y metas no era algo que pudiera esperar para mañana, ya que no te- nían garantía de que el mañana llegaría... Me volví un poco hacia Mary. Ella no me miró, sino que escribió "8" con el pequeño bolígrafo que tenía en la mano, en la part e superi or de su programa. Asentí con la cabeza. Todo el discurso de la señorita Bañe fue poderoso, lleno de inspiración y edificante. Al terminar, lo hizo con una nota alta de esperanza. El aplauso fue prol ongado y acompañado por muchos vítores, cuando al fin hizo una reverencia y bajó del podi o. —¡Será difícil que la derroten! —comentó con ad- miración Mary, cuando al fin el clamor cesó y el presiden- te de nuestra asociación regresó al podi o. 68 EL DON DEL ORADOR —Damas y cabal l eros, los seis oradores talentosos que ahora compiten por el título de Campeón Mundial del Podio asistieron a un desayuno privado esta mañana, con nuestra junta directiva, nuestros directivos y el personal de mercadot ecni a de Ted & Margaret' s Frozen Di nners. Se hizo una rifa para determinar el orden de presentación de los oradores esta tarde, con justicia para todos ellos. Por lo tanto, de acuerdo a la suerte en la rifa, el segundo ora- dor a quien tengo el honor de presentar a todos ustedes es de Phoenix, Arizona y representa al Suroeste, a la Re- gión Cinco... ¡Jo Jo Smith! j Tenía más la apariencia de un gallardo cabildero de Washington, lejos de su Town Car, que de un distinguido orador corporativo que pronuncia un discurso principal, con una chaqueta azul marino, corbata roja oscura y azul a r ayas y pa nt a l one s gr i s es . Su cabel l o ne gr o q u e enmarcaba su rostro muy bronceado tenía vetas de color plata. Dio sólo unos pasos para llegar al escenario, hizo una reverencia y saludó al público con una mano que pa- recía sostener varias tarjetas de archivo grandes. Después de una pausa dramática de treinta segundos aproximada- mente, se volvió y continuó hacia el podio. Luego de dar uno o dos pasos, tropezó en el piso de madera y cayó de cara en el escenario, con un fuerte golpe, mientras las tar- jetas de archivo volaron en todas direcciones acompaña- das por varios gemidos del público. Rodó sintiendo dolor, se puso de pie con torpeza y procedió a recoger las tarje- tas esparcidas. Se sacudió apresurado, al tiempo que diri- gía miradas avergonzadas a las personas que ocupaban las primeras filas, qui enes parecí an cont ener la respiración con dolorosa compasión. Finalmente llegó al podio y colocó las dos manos fir- mement e sobre el micrófono suspendido. —Buenas tardes, damas y caballeros —sal udó. Las tarjetas cayeron de su mano de nuevo. El pánico y el te- 69 OG MANDI NO rror distorsionaban su rostro guapo. Rodeó el podio hasta el frente y, una vez más, empezó a recoger las tarjetas esparcidas. Apenas había recogido tres o cuatro, cuando se escucharon gritos femeninos fuertes y agudos, simultá- neament e desde varias secciones del público, porque, al inclinarse y recoger las tarjetas, con el t rasero hacia el públ i co, los pant al ones se deslizaron desde abajo de su chaquet a y cayeron al suelo, revel ando unos pant al ones para ciclista, de lycra de color turquesa brillante, con le- tras amarillas proclamando "¡Vote por Jo—Jo!" Acompañado por los aplausos y vítores, Jo Jo Smith levantó los pantalones, los abrochó y subió el cierre, para después rodear el podi o sonri endo, hasta que quedó de cara al público una vez más. —¡Vaya! ¡Lo hice! ¡Hola, compañeros oradores! En mi pri mer año de habl ar en públ i co, hace mucho t i empo, aprendí que antes de que cualquier audiencia escuche con interés, uno debe atraer su atención de alguna manera y, ahora, aquí están todos ustedes... sentados, observando y esperando la siguiente exhibición vergonzosa o torpe que pudiera hacer, ¿no es así? Eso está bien, porque todos so- mos socios en esta profesión especial, a pesar de que no compartimos las mismas ideas. Todos conocen la antigua fábula de la gallina y el cochino. Ambos charlaban y pa- seaban juntos por el camino y llegaron ant e un antiguo restaurante que tenía un letrero brillante que decía "JA- MÓN Y HUEVOS". La vieja gallina se detuvo, señaló con la cabeza el letrero y dijo: "Mira, viejo amigo, tú y yo somos socios". "¡Por supuest o que no lo somos!", respondi ó el cochino grande, "Para ti es únicamente un día de trabajo, en cambio para mí es un verdadero sacrificio!" Cada uno de los oradores tenía un pequeño micrófo- no de alta fidelidad prendi do a alguna part e de la ropa que usaban en la parte superi or del cuerpo, por lo que podían alejarse del podio, si lo deseaban, y continuar co- 70 EL DON DEL ORADOR muni cándose con el públ i co. Jo Jo Smith apr ovechó al máximo su libertad y durante los siguientes quince minu- tos imitó brillantemente las voces, gestos y manerismos de no sólo muchos de los oradores más conocidos de nuestra asoci aci ón, si no t ambi én de per sonas públ i cas, desde Richard Ñixon hasta Bill Clinton, desde Tony Bennet hasta Hammer, desde Jimmy Stewart hasta Bart Simpson. Mary lo calificó con un "7" y yo asentí, pues lo disfruté mucho, a pesar de que no era la clase de orador que buscaba. El tercer concursant e, de acuerdo con su present a- ción, fue Charles Ethan Gant, | de St. Paul, Minnesota, re- presentando a la Región Tres. Por desgracia para el señor Gant, hay días en nuestras vidas en que, sin importar lo profesionales, dinámicos e impresionantes que hayan sido nuestros récords pasados y actuaciones, hubiera sido me- jor permanecer en la cama. Todos nosotros, incluyendo al más poderoso, tenemos días malos y éste fue el del señor Gant. Era un hombre alto y guapo, con una gran sonrisa y cabeza bien afeitada, que, según me dijo Mary, no dismi- nuía en nada su atractivo. Resultaba evidente que estaba nervioso y, peor aún, no pudo ocultarlo. En más de una ocasión, pareció buscar su lugar, mientras examinaba sus notas y lo que empezó como una voz fuerte y buena, pa- reció perder su timbre atractivo a medida que el tiempo transcurrió. Estoy seguro de que t odos los oradores del público, al menos los auténticamente profesionales, pudie- ron identificarse con la situación de este pobre y desafor- t unado hombre y como comprendieron perfectamente su predi cament o, tal vez les pareci ó todavía más dol oroso que hubiera sucedi do ante el públ i co típico de una con- venci ón. Para alivio de t odos, incluyendo a Gant, estoy segur o, t er mi nó sus coment ar i os, hi zo una reverenci a ceremoniosamente y se apresuró a abandonar el escena- rio. En lugar de anotar un número de clasificación en su programa, en esta ocasión, Mary dibujó un signo de inte- 7 1 OG MANDINO rrogación y se volvió hacia mí, con las cejas arqueadas. Encogí los hombros. La Región Tres de Gant incluía el área de Chicago, con multitud de buenos oradores, la mayoría de los cuales debió haber derrotado en las rondas preliminares, aunque con seguridad no los derrotó con la clase de actuación que presentó ese día. Sin embargo, eso sucede a los mejores. En una ocasión vi a Ted Williams poncharse tres veces en un solo juego, hace varios años, cuando los Medias Rojas jugaban contra los Yankees en el estadio. Como habían anunciado, hubo un intermedio de veinte minutos después del tercer orador. Al menos la mitad del público se encontraba de pie y se dirigía hacia las puertas del salón de baile. —Si tienes que ir al baño de hombres, cariño, da vuelta hacia la derecha al salir y lo encontrarás en el nivel uno —dijo Mary—. Cuidaré nuestros asientos. —No, estoy bien. No me moveré. —Pareces un poco cansado, Bart. ¿Te encuentras bien? —Sí, pero empieza a parecer como una causa perdi- da. ¿Acaso es más difícil complacerme en la vejez o qué sucede? El primer orador, la joven rubia ex piloto estuvo muy bien... bastante bien, pero no lo sé, cariño, deseo a alguien todavía mejor. ¿Soy yo? —No, porque a no ser que haya estado a tu lado demasiados años, opino de la misma manera. Nadie dijo que esto sería fácil. Si tu viejo amigo, Napoleón HUÍ, estu- viera aquí, diría: "Continuaremos insistiendo hasta que tengamos éxito". Por lo tanto, vamos a insistir... y a tener fe. No olvides ese sueño extraño que tuve y la voz que prometió que mañana sería el día. ¡Hoy es mañana... y todavía no termina! El primer orador después del intermedio era un hom- bre pequeño que presentaron como Leo Samuels, repre- 72 EL DON DEL ORADOR sentando la Región Dos. Era de Júpiter, Florida. Vestía un suéter de lana blanco y voluminoso, varias tallas más grandes para él. Subió el material tejido y pesado hasta la mitad de los brazos, antes de inclinar el micrófono hacia abajo y sonreímos. Mi primera impresión fue que parecía más apropiado para un acto de introducción en algún club de comedia, que como uno de los seis finalistas en un concurso para elegir al mejor orador profesional del mundo. Estaba equivocado. El hombre bajo era muy bue- no y mantuvo nuestra atención desde los primeros comen- tarios, cuando dijo: , —Damas y caballeros. Varios años después de la Se- í gunda Guerra Mundial, Winston Churchill hablaba ante un grupo de personas de negocios de Londres, que se encon- j \ traban sentadas en un salón mucho más pequeño que ¡ éste. La persona que lo presentó sonriente hizo referencia ¡ a la conocida afición de Churchill por las bebidas alcohó- licas. —Dijo: "Si todas las bebidas alcohólicas que Sir Winston ha consumido se vertieran en este salón, llegarían hasta aquí" y con la mano dibujó una línea imaginaria en la pared, a seis o siete pies del suelo. Cuando Churchill llegó al podio, miró la línea imaginaria y levantó la cabeza hacia el techo* suspirando: '¡Ah, tanto por hacer y tan poco tiempo para hacerlo!'" Samuels sonrió y asintió apreciativamente ante las risas fuertes. —Yo también tengo muy poco tiempo y mucho que hacer... —dijo Samuels. El discurso fue excelente y pronunciado por un ver- dadero profesional que describió muchas de las formas en que perdemos el tiempo cada día y cómo corregir esas faltas. Cuando terminó, incluso su suéter demasiado gran- de, que parecía muy "fuera de uniforme" para este hom- bre pomposo, pronto formó parte de nuestra impresión 73 OG MANDINO total de un hombre encantador que pronunció un discurso muy bueno. Los aplausos se prol ongaron. Miré a Mary cuando anot aba un "8" en el margen de su programa. Asentí. En seguida, debajo del "8", escribió: "no para ti". Asentí de nuevo y cada momento que pasaba tuve más la sensación de que era una causa perdida. —Damas y caballeros —dijo Dick Cobden y esperó hast a que el mur mul l o y charla cesaron—, nuest ro si- gui ent e concursant e represent a a la Región Seis. Es de Blessings, Montana... ¡Sí, dije Blessings, Montana! ¡Demos una bienvenida calurosa a Patrick Donne! ) 74 1 J espués de la presentación de Patrick Donne, el pre- sidente de nuestra asociación señaló dudoso hacia su de- recha, antes de volverse, salir del escenario con expresión perpleja y colocarse detrás de la cortina, a su izquierda. El escenar i o est aba vací o. ¿Dónde est aba Donne? Mary frunció el ceño y miró en mi dirección. Estoy seguro que ambos experimentamos la misma preocupaci ón que todos los demás profesionales del público. ¿Sucedía algo malo detrás del escenario o era sólo un pequeño caso de miedo al escenario? ¿Dónde estaba nuestro quinto concur- sante? Cuando el murmullo del público empezó a aumentar el volumen, una voz profunda y resonante hizo eco a tra- vés de los altavoces, por todo el Salón de Baile Regency... . —Nacimos para un destino superior al de este mun- ! \ do. Hay un rei no donde el arco iris nunca desaparece, \ donde las estrellas se extenderán ante nosotros como islas | \ en el océano y donde los seres que ahora pasan ante no- \ sotros como sombras permanecerán en nuestra presencia i i por siempre. j 1 Patrick Donne vestía un traje con diseño de cuadros 1 a la escocesa, recto y de muy buen corte; una camisa de 1 vestir blanca, con cuello de tira; corbata con un diseño 75 OG MANDI NO abstracto en varios t onos de azul, gris y café y zapat os estilo mocasín de color café oscuro. No sonrió y acarició pensativo su barba recortada durante lo que pareció mu- cho tiempo, después de su casi casual caminata hasta el podi o. —Esas palabras muy especiales que acaban de escu- char, escritas por un novelista inglés, Edward Bulwer— Lytton, antes que cualquiera de nosotros naciera, son qui- zá la mejor descripción que haya dado la humanidad so- bre lo que nos espera en ese lejano lugar que algunos lla- man cielo —dijo al fin, con voz muy profunda y baja. Dirigí una mirada rápida a Mary. Ella miraba a Donne y si sintió que la observaba, nunca lo demostró. Por pri- mera vez en todas las reuniones a las que había asistido en la convención, lo único que pude oír fue la respiración del público. —Tal vez ustedes son algunas de las muchas perso- nas que tienen serias dudas de que hay un destino supe- rior —cont i nuó Donne y volvió con lentitud la cabeza hacia la derecha y después hacia la i zqui erda—, y esa duda es algo que únicamente ustedes pueden resolver con su Dios, si, en verdad, reconocen a un Dios. Eso, por su- puesto, depende de ustedes, porque la fe se asemeja mu- cho al amor y nunca puede ser impuesta. —No obstante, aunque úni cament e ustedes pueden encont rar su propi o cami no, después que su vida haya terminado, hacia ese sitio mágico donde el arco iris nunca desaparece, t engo un mensaje i mport ant e para ust edes. Una de las lecciones más difíciles que debemos aprender en esta vida y una que muchos de nosotros nunca apren- demos, es cómo ver y apreciar lo hermoso, lo divino, el cielo que nos rodea aquí en la tierra. Cualquiera... cual- quiera... que se haya permitido quedar afectado por even- tos sobre los que con frecuencia no tenemos control, has- ta el punt o de abandonar la esperanza de esta preciosa 76 EL DON DEL ORADOR vida, comete un error terrible. El éxito, la alegría, la rique- za, el amor y la satisfacción están disponibles aquí... ¡aho- ra! Sin embargo, muchos de nosotros buscamos refugio y nos ocul t amos, después que el dest i no nos repart e una mala mano y, desde ese momento, vivimos una vida don- de el mañana es tan oscuro como esta noche y en lugar de disfrutar el cielo en la tierra, nos revolcamos, insatisfe- chos en nuestro propi o infierno privado. Donne se alejó del podi o y l evant ó los dos brazos por encima de la cabeza, mientras su potente voz de bajo profundo reverberaba en el salón. —Aquellos de ustedes que han perdido toda la fe en sí mismos, en su potencial y en este pequeño mundo que es el úni co que t enemos, por favor, escúchenme. Creo que t engo algunas sugerencias que podrí an ayudarlos a cambiar su vida y a mejorarla. Si siguen mis indicaciones y éstas no dan resultado, habrán perdi do muy poco en realidad, excepto tiempo y esfuerzo, ya que nunca creye- ron que su vida podría mejorar, ¿no es así? No obstante... si estoy en lo correcto y desde este día pueden seguir al- gunas reglas simples y alterar el curso de su vida, lo que los llevará por un camino diferente que podría conducir al oro y al éxito, al amor y la alegría, a la paz de espíritu y a la satisfacción y, tal vez, si en verdad son afortunados, a su propio arco iris... si estoy en lo correcto y no se moles- tan en escuchar mis palabras... ¿acaso no lo lamentarán? ¿Qué tienen que perder? ¿Están conmigo? Sorprendentemente, todas las cabezas asintieron a mi alrededor. Los oradores profesionales, todos pl enament e equipados con egos enormes, rara vez reaccionan de esta manera ante un discurso. Patrick Donne también asintió, volvió sus hombros anchos hacia nosotros y con toda de- liberación cami nó de nuevo hasta el podi o. El silencio profundo prevaleció. 77 OG MANDI NO —General ment e —dijo y, por primera vez, una ex- presión ligeramente ceñuda apareció en su rostro guapo—, me toma una hora compartir al gunas reglas de la vida sugeridas con mucha sencillez que, si se siguen, cambia- rán cualquier vida por una mejor. Sin embargo, damas y caballeros —levantó el brazo derecho y miró su reloj—, incluso con los dos minutos extra permi t i dos, sól o me quedan catorce minutos, pero aun así trataré de compar- tir con ustedes, aunque en una versión un poco condensa- da, las acciones que deben desempeñar para disfrutar una vida mejor, sin importar lo buena que crean que es actual- mente. A propósito —miró a su alrededor—, prometo que no me enfadaré si toman algunas notas, para que después puedan recordar mis... ¿cómo llamarlas?... sugerencias para un mañana más exitoso. Donne hizo una pausa y j unt ó las manos como si fuera a orar. —Hace más de ochent a años —dijo Donne—, un gran hombre de la medicina canadiense, SirJWilliam Osler, pronunció un discurso a los estudiantes ele la Universidad de Yale, t i t ul ado "Una forma de vida". A pesar de que Osler pronunció muTfífud de discursos y escribió muchos libros durante su vida, incluyendo un libro médico clásico, "Los principios y prácticas de la medicina", Sir William será recordado durante siglos por venir, por su consejo invaluable a la juventud de Yale. Una copia de su discurso original, así como su i nval uabl e col ecci ón de libros y manuscritos, se encuent ran en la actualidad en la gran Universidad McGill, en Canadá. —Años antes que pronunciara su discurso en Yale, Sir William se encont raba en un transatlántico. Un día, cuando platicaba con el capitán del barco, sonó una alar- ma fuerte y aguda, segui da por soni dos ext r años de trituración y choque abajo de la cubierta. "Esos son todos los compartimientos herméticos que se cierran", explicó el 7 8 EL DON DEL ORADOR capitán. "Es una parte importante de nuestro entrenamien- to de seguridad. En caso de un problema real, el agua que entre en cualquier compartimiento no afectará al resto del barco. Aunque chocáramos con un iceberg, como le suce- dió al Titania, el agua que entre llenará sólo el comparti- miento que se rompió. Sin embargo, el barco permanece- rá a flote". —Osler, en su discurso en New Haven, recordó la experiencia poco común en el enorme barco. Dijo a los jóvenes: "Cada uno de ustedes es una organización mucho más maravillosa que ese gran transatlántico y le espera un viaje mucho más prolongado. Los urjo a que aprendan a dominar su vida viviendo cada día en un compartimiento hermético y esto asegurará su seguridad durante todo el viaje de la vida. —Osler continuó, con palabras demasiado poderosas para que yo o cualquier otra persona las intente mejorar: "Toquen un bot ón y escuchen, en cada nivel de su vida, las puer t as de hi erro que dej an afuera el Pasado, los ayeres muertos. Toquen otro botón y aislen con una cor- tina de metal el Futuro, los mañanas no nacidos. Entonces estarán a salvo... ¡a salvo por hoy!" Donne bajó la mirada, como si buscara las palabras adecuadas. —Los fracasos, penas y angust i as de ayer son una carga demasiado pesada para que cualquiera de nosotros la lleve hacia el amanecer de un nuevo día. ¡Déjenlos de- trás, a t odos, y aléjense! ¿Qué hay del mañana? "No hay mañana", dijo Sir William a su público, "¡el futuro es hoy!" Después escribiría: "Destierren el futuro. Vivan únicamen- te el moment o y su trabajo permitido. No piensen en la cantidad que debe lograrse, en las dificultades que deben vencer. En cambi o, fíjense una pequeña tarea cercana, permitiendo que sea suficiente para el día. Con seguridad, nuestra obligación no es ver lo que se encuentra oscuro 79 OG MANDI NO en la distancia, sino hacer lo que está cl arament e a la mano". —Por lo tanto, amigos míos —dijo Donne y sonrió por primera vez—, mi primera sugerencia que tal vez de- seen seguir para lograr un destino superior para ustedes mismos, aquí en el mundo, es quizá la más difícil que al- guien les haya hecho; sin embargo, créanme, en verdad da resultado. Robert Louis St evensonest uvo de acuerdo con su contemporáneo, el doctor Qsler, cuando el creador de La isla del tesoro escribió: "Cualquiera puede hacer su trabajo durante un día, por tedioso que sea. Cualquiera puede vivir con dulzura, paciencia, amor y pureza hasta que el sol se oculte. Eso es todo lo que la vida significa en realidad". —Permítanme repetir el sabio consejo de Osler y mi primera sugerencia. Vivan cada día de su vida en un com- partimiento hermético. Este acto solo los acercará mucho más al éxito y a la felicidad. —Otra sugerencia para ayudarlos a lograr una vida mejor aquí en el mundo es también del pasado. Fue sin duda el mayor secreto del éxito dado a la humani dad y fue comuni cado hace casi dos mil años por Jesús, en su Sermón de la Montaña. Por medio de aquellos magníficos sermones a la enorme multitud que se reunía, Jesús com- partió muchos consejos sabios con la gente. Una de sus reglas de comportamiento, incluso después de todos esos años, probablemente no es apreciada en su totalidad por el poder cont eni do en sus palabras: "¡Si alguien te pide que lo acompañes una milla, acompáñak^dos!' r ÜecT3an en este momento, mientras están sentados aquí, que desde mañana por la mañana dedicarán más tiempo y esfuerzo a agradar a sus clientes. . . sin pensar en la remuneraci ón extra o en recompensa de alguna clase. Ustedes, vendedo- res, que normalmente terminan su día a las cinco... conti- núen hasta las seis, para que puedan dedicar más tiempo 8 0 EL DON DEL ORADOR a servir a sus clientes o, quizá, incluso a efectuar más visi- tas de ventas. Por supuesto, este tipo de actividad, ya sea que estén empleados en una oficina o fábrica, sin impor- tar cual sea su profesión, no los hará muy populares entre sus compañeros, porque el nombre del juego parece ha- cer lo menos posible por el cheque que reciben. Así será. Nadie dijo que tienen que seguir ál rebaño. Den única- mente un poco más de sí mismos en tiempo y esfuerzo, en paciencia e interés, en ayuda y comprensión. Hagan esto mañana, al otro día y al siguiente, sin buscar ninguna compensación adicional. Háganlo durante tres meses y, después, los desafío a que se acerquen a mí y me digan que su vida no ha mejorado. ¡Recorran la milla extra! —He hecho dos sugerencias —dijo Donne y levantó dos dedos—. Vivan cada día de su vida en un comparti- miento hermético y recorran siempre la milla extra, en casa, en el trabajo, en el juego. —Otra sugerencia: nunca hagan las cosas incomple- tas, nunca descuiden las cosas pequeñas. La mayoría de nosotros viola esta pequeña regla muchas más veces de lo que comprendemos, al apresurarnos cada día, sin darnos cuenta de que hacemos mucho daño a nuestras carreras. Hace varios años, el gran lírico, Osear Hammerstein, vola- ba con un amigo íntimo en un viaje sobre él puéTío de Nueva York para admirar el paisaje desde un pequeño avión de dos plazas. Cuando al fin se acercaron a la Esta- tua de la Libertad, que se erguía alta y orgullosa a más de trescientos pies sobre el nivel del mar, el amigo de Osear ladeó el avión de tal manera que pudiera mirar directa- mente la cabeza de la Estatua de la Libertad y lo que vio lo sorprendió. Recordó que este regalo magnífico del pue- blo de Francia había sido colocado en el puerto en 1886. Al mirar hacia abajo, pudo ver que cada rizo y trenza de cabello en la parte superior de la cabeza de la dama esta- ba perfectamente tallado y pulido, al igual que todos los 8 1 OG MANDI NO detalles finos del rostro, cuer po y vestido. ¡En 1886 no había aviones! FrMénc r Auguste Bartholdi^ el creador de la estatua, pudo haberse ahorrado meses~de tediosa labor y gastos costosos al esculpir y pulir muy poco la parte supe- rior de la cabeza de la Estatua de la Libertad, pensando que nadie vería lo que omitiera allí, excepto quizá algunas gaviotas. ¡Sin embargo, a pesar de todo... cada rizo y tren- za se encuentra perfectamente detallado y en su sitio! ¡No tiene áreas ásperas o sin terminar! ¡Nunca, nunca, descui- den las cosas pequeñas! El hacerlo puede convertir el éxi- to potencial en fracaso. Recientemente, un fabricante de autos, uno de nuestros tres grandes, tuvo que retirar cua- tro mil automóviles nuevos y costosos. ¿Por qué? ¡Instala- ron una pequeña arandela defectuosa, del tamaño de una moneda de cinco centavos, en la columna de la dirección! Patrick Donne hizo una pausa, inhaló profundo, ca- minó desde detrás del podio hacia el frente del escenario, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo derecho con un movimiento amplio, a lo largo de la primera fila. —¿Todavía están conmigo? —pregunt ó en voz alta. —Sí —respondi ó a coro el público, asemejándose a una clase animada de primer grado. —Muy bien —dijo él y se enderezó, aunque perma- neció cerca del frente del escenario—. Mi siguiente suge- rencia... nunca permi t an que nadi e oprima de nuevo el bot ón de su interruptor corta corri ent e. Se pregunt arán qué es. . . un "i nt errupt or corta corri ent e". Compr en un automóvil costoso en la actualidad y es probable que tam- bién compren una alarma para robo... además de un apa- rato pequeño llamado un interruptor corta corriente. Hace unos años, aquellos que tenían alarmas para robo en sus coches, simplemente bajaban del auto después de estacio- narlo y apagaban el motor. Entonces, después de asegu- rarse de que todas las puertas estaban cerradas con llave, insertaban una llave pequeña, quizá en una abertura en el 82 EL DON DEL ORADOR guardafango, la hacían girar y la alarma quedaba conecta- da. Si alguien trataba de entrar en el auto, el aire se estre- mecía con un ruido fuerte y persistente, para atraer sufi- ciente atención como para asustar y alejar al mal tipo. A pesar de esto, si esa persona era bastante osada y no se asust aba con la sirena, al encont rarse en el interior del coche podí a uni r en poco t i empo un par de al ambres del encendido, poner en marcha el motor y alejarse con el auto, aunque la alarma continuara sonando. El interruptor corta corriente cambió t odo eso para los ladrones de au- tos. Instalado junto con la alarma para robo, es un botón con apariencia simple conectado con la ignición y oculto debajo de la alfombra del coche, en un lugar conoci do únicamente por el dueño del auto. Al bajar del coche, uno debe oprimir pri mero el bot ón del interruptor corta co- rriente, asegurarse de que todas las puertas estén cerradas con llave y, finalmente, encender la alarma para robo. Si un ladrón entra en el automóvil y suena la alarma, podría i nt ent ar unir al ambres para poner el coche en marcha, per o nunca lo lograría, por que el i nt errupt or corta co- rriente cortó toda la fuerza motriz que llega al mecanismo de arranque. ¡Las luces funcionan, los limpiaparabrisas se mueven de un l ado al ot ro y la radi o funciona, mas el motor no enciende y el coche no avanza ni un centímetro fuera del estacionamiento! Estoy seguro que únicamente muy pocas de las per- sonas aquí presentes comprenden que todos nosotros te- nemos un "interruptor corta corriente". Éste es oprimido siempre que alguien nos hace menos o critica con dureza nuestros mejores esfuerzos o se burla de nosotros... y, en un grado u ot ro, nos sucede a t odos desde que éramos pequeños. El ridículo, el desdén, el menospreci o, los in- sultos... t odos hi eren y, con frecuencia, su daño es tan grande, que la poca seguridad que habíamos logrado ob- t ener desapar ece, hasta que al fin dej amos de intentar 83 OG MANDI NO mejorar. ¿Cuántos padres, en momentos de ira, oprimen ei interruptor corta corriente de uno sus hijos al decirle a ese ni ño o niña pequeño que nunca logrará nada? ¿Cuántos niños pasan la vida trabajando mucho para hacer que la profecía de su padre se convierta en realidad? Donne hizo de nuevo una pausa e inclinó un poco la cabeza. —¿Toqué un nervio? ¡Bien! No permitan que les suce- da de nuevo. No opri man ni ngún i nt errupt or corta co- rriente cuando estén con sus hijos y nunca, nunca permi- tan t ampoco que nadi e opri ma su interruptor corta co- rriente. Lo expresaré de una manera más familiar. ¡Nunca vuelvan a dar permiso a nadie para que les arruine algo! —Otra sugerencia. ¡Si se han estado ocultando detrás del "trabajo laborioso", no continúen haciéndolo! Es algo que todos hacemos de vez en cuando, pero con seguri- dad, eso puede frenar una carrera prometedora y, con fre- cuencia, lo ha hecho. Conocen muy bien el escenario. Se encuent ran ante un desafío real, un proyect o de alguna clase que es tan grande e i mport ant e, que podría lograr un cambio en su vida, si lo manejan bien. ¿Qué dicen? "Lo l ament o, en realidad me gustaría tratar eso ahora, per o estoy muy ocupado. ¿Tal vez después?" No están demasia- do ocupados. Se están ocultando... ocultando detrás de pi- las de proyectos sin importancia, papel es y expedi ent es que no tienen trascendencia en el contexto más amplio de las cosas. Dejen de evitar la oportunidad. ¡Nunca se ocul- ten de nuevo detrás del "trabajo laborioso"! —Cinco sugerencias. Noten que no dije "sugerencias simples", porque por supuesto que no lo son. Cuando se llevan a cabo, hay suficiente fuerza entre ellas para poner un brillo dorado en su futuro. Vivan cada día de su vida en un compart i mi ent o her mét i co. Si empre recorran l a milla extra, en casa, en el trabajo, en el juego. Nunca des- cui den las cosas pequeñas. Nunca permi t an que nadi e 84 EL DON DEL ORADOR oprima su interruptor corta corriente. Nunca se ocul t en detrás del trabajo laborioso. —Si siguen esas cinco reglas, entonces, la regla final de la vida que tengo para ustedes será fácil. Nunca come- tan un acto al que tengan que mirar de nuevo con lágri- mas y ^amentarse por que violaron una ley de Dios o del Kombre. Su tesoro más precioso e s e l respeto por sí iñis- " mos. Protéjanlo con toda su fuerza. Hay un poemajanóni- mo que ha pasado a través de varias generaciones y que, sin embargo, todavía es tan^ sabio y poderoso como siem- pre. Me gustaría que ese fuera mi regalo para ustedes al retirarme. El poema se llama "El rostro en el espejo". "Cuando obt engas lo que deseas en tu lucha por la identidad propia Y el mundo te haga reo por un día, Acércate a un espejo y mírate Y ve lo que ESE rostro tiene que decirte. Porque no es tu padre o madre o esposa Quien debe juzgarte. La persona cuyo veredicto cuenta más en tu vida Es la que te mira desde el espejo. Algunas personas quizá piensen que eres un camara- da franco Y te llaman un gran hombre o tipo Sin embargo, el rostro en el espejo dice que sólo eres un vagabundo, Si no puedes mirar directamente a los ojos. A ese rostro es a quien debes agradar, sin importar el resto Ese es el que es franco contigo hasta el final. Sabes que has pasado la prueba más peligrosa, Si el rostro en el espejo es tu amigo. 85 OG MANDINO Puedes engañar a todo el mundo a través de los años Y recibir felicitaciones al pasar, Mas tu recompensa final serán la congoja y las lá- grimas Si has engañado al rostro en el espejo." La voz de Patrick Donne se quebró varias veces al pronunciar las líneas finales. Inhaló profundo. —Estoy seguro de que todos ustedes han hecho un viaje largo, alguna vez en su vida —dijo Patrick—, seguros de conocer con exactitud la ruta que los llevaría a su des- tino. Después de conducir durante un par de horas o más, de pronto comprendieron que estaban perdidos. —Detuvieron el coche y abrieron la guantera, mas no encontraron allí un mapa de carreteras —Donne sonrió—. Los niños jugaban con los mapas, ¿recuerdan? En seguida, empezaron a conducir, buscando una gasolinera y, finalmente, encontraron una con un emplea- do en verdad amistoso y útil. Él abrió su mapa de carrete- ras y les mostró dónde estaban... y les mostró lo sencillo que era regresar a la ruta. Donne volvió despacio la cabeza y recorrió con la mirada todo el salón de baile. —Para aquellos de ustedes que piensan que tal vez perdieron el camino üri poco durante el viaje a través de esta vida difícil, espero que me consideren hoy como al empleado amistoso de la gasolinera... y cuando vuelvan al camino, con su destino verdadero frente a ustedes, si ven algunas ramas rotas a lo largo del sendero, por favor, piensen en mí. Las dejé allí para marcar su paso hacia un destino superior aquí en el mundo. Que tengan un buen viaje. ¡Los amo a todos! Todos se pusieron de pie, aplaudieron, silbaron y gritaron. La ovación continuó durante más de cinco minu- 86 EL DON DEL ORADOR tos y en algún momento mientras aplaudíamos, Mary se volvió hacia mí y levantó las dos manos con todos los dedos y pulgares extendidos. Patrick Donne había ganado un "10" con ella, conmigo y casi con todos los demás, según parecía. No recuerdo nada acerca del último orador, ni su nombre, ni su región ni el tema de su discurso. Permanecí sentado en mi silla con cortesía, sin escuchar nada, tratan- do de imaginar la mejor manera de acercarme al hombre de Blessings. 87 II, OG MANDI NO —En parte... ¿dónde podrá estar? —No lo sé. Es probable que se encuentre celebrando en algún sitio. Eso es lo que yo haría. Lo encontraremos esta noche, Bart, no te preocupes. Ayudaré. Qui ero estar cerca cuando atrapes a esta super estrella... si lo logras. Debo decirte que hoy conocí a un gran mi embr o, Sally Carver, de Boston. Sally da seminarios sobre cómo mante- ner la buena salud después de los cincuenta y tiene un cuerpo que prueba que lo que enseña da resultado. Invité a Sally para que vaya a la cena conmigo y aceptó. ¿Qué te parece si nosotros cuatro nos reunimos para cenar en la misma mesa y observar todas las festividades de la noche? Después, te ayudaré a atrapar a Donne, antes que la no- che termine. ¿Qué opinas? —Opi no que es una oferta que no puedo rechazar. ¿Dónde nos reunimos? —Ustedes dos se encuent ran unos pi sos más arriba que yo y, por coincidencia, Sally t ambi én está en este piso. ¿Por qué ustedes dos no vienen a mi habitación alre- dedor de las ocho y todos bajamos juntos? El personal del Omni Shoreham había l ogrado otro mi l agr o. A las cuat r o de l a t ar de, el Sal ón de Baile Regency estaba lleno con hileras de sillas plegadizas para acomodar a todos los miembros de la asociación y a sus esposas que asistieron al concur so para sel ecci onar al campeón mundial. Ahora, sólo cuatro horas después que el concurso terminó, en el salón había más de cien mesas redondas grandes, cubiertas con mant el es rojos y en el centro de cada mesa con catorce lugares, un florero gigan- te de rosas rojas. El ambiente del enorme salón parecía ahora por completo diferente a como estuvo poco antes ese mismo día, pues la luz de los brillantes candelabros de cristal reflejaba el techo de color café dorado y la cortina resplandeciente del escenario, formando un marco perfec- to para la coronación única que estaba a punto de llevarse a cabo. 90 EL DON DEL ORADOR La cena era "opcional de etiqueta" y como Mary insis- tió en que su vestuario para esa noche fuera el encantador ves t i do de noc he q u e c ompr ó en Cher mol l i e' s , en Manhattan, casi un año antes y que nunca había usado, me vi obligado a ponerme una chaqueta blanca formal, a pesar de que la sentía un poco estrecha. Jay y su nueva amiga estaban listos cuando llamamos a su puerta, un poco después de las ocho. Sally Carver era en verdad una mujer encant adora que no sólo tenía un cuerpo llamativo, como informara Jay, sino t ambi én un encant ador rostro br onceado casi libre de arrugas, que formaba un marco perfecto para los ojos azules más gran- des que he visto. ¡Si la dama sólo tenía ci ncuent a años, era un milagro! Cuando bajábamos en el ascensor, Mary y Sally empezar on a charlar. Miré a Jay, asent í y gui ñé el ojo. Como padres preocupados, ambos apr obamos a su compañera de esa noche. Por fortuna, encontramos una mesa con cuatro luga- res contiguos desocupados, no muy lejos del escenario. Ni Jay ni yo conocíamos a ninguno de los otros oradores que ocupaban esa mesa, por lo que seguimos la rutina de la presentación habitual. No escuché varios nombres, porque cuando empezamos a presentarnos, una orquesta de diez instrumentos aproximadamente, junto al escenario, empe- zó a tocar una versión alegre de "Nos encont raremos de nuevo". Tan pr ont o como ocupamos nuest ros l ugares, Mary me tocó el brazo y con la cabeza señal ó hacia el pianista, quien dirigía también a los otros músicos. —Es Peter Duchin —gritó Mary en mi oí do—, y no ha envej eci do. La última vez que lo vi mos fue en una boda, en el New York Hilton, hace unos cinco años, pero no puedo recordar quién se casaba. Jay se puso de pie de nuevo. —Bart, si alguien se acerca a tomar la orden de bebi- das, Sally beberá un Bloody Mary y yo lo acostumbrado. 9 1 OG MANDI NO Voy a hacer un pequeño recorrido por el lugar, para ver si podemos localizar a nuestro hombre. Por desgracia, el Salón de Baile Regency estaba tan apiñado con mesas, que no había espacio disponible para bailar la buena música de Duchin, por lo que las personas que deseaban bailar empezaron a expresar su frustración apl audi endo fuerte y gol peando con los pies. Toda esa energía combinada con las risas y conversaciones en voz alta, así como con la música, elevaron los decibeles del sonido en el salón casi hasta el punt o de tortura. Jay regresó a nuestra mesa cuando servían la ensala- da. Levanté la mirada y sólo negó con la cabeza. Ocupó su asiento, vio que no había bebidas en la mesa, excepto las jarras con agua helada, se puso de pie, dejó la serville- ta en su silla y se dirigió hacia el bar abi ert o. Regresó unos minutos después, con una bandeja y bebidas. —Jay —dijo Mary—, ¡eres totalmente sorprendent e! ¿Cómo pudiste recordar que bebo Rusos Negros? —Cuando se trata de las bebidas de las mujeres, soy un maestro —se vanaglorió—. En cambio, cuando necesi- to encontrar mis herramientas de jardinería, lo olvido. Por fortuna t odos en nuest ra mesa parecí an saber cómo reír, bromear y relajarse, por lo que todos actuamos más como un puñado de niños en una fiesta escolar, que como profesionales respet ados del mundo de oradores públicos y sus esposas. La excelente carne asada seguida por raciones vastas de Alaska horneado estuvo tan exqui- sita como siempre está la comida de las convenciones. Después de un t amboreo y fanfarreas de trompetas de la orquesta, el presidente Cobden subió al fin al esce- nario, sonriendo y saludando de nuevo al aproximarse al podio. —¿Nos estamos divirtiendo? —gritó ante el micrófono. —¡Síííí! —gritaron mil setecientos adultos. —¿Todos estamos contentos de haber venido? 9 2 EL DON DEL ORADOR —¡Sííí! Cobden permaneció de pie en el podio, casi inmóvil, evidentemente gozando el moment o. —Ésta es una noche histórica en la historia de nues- tra asociación —coment ó—. ¡Una noche en que uno de los nuest ros está a punt o de ser reconoci do como Cam- peón Mundial del Podio! Los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica han jugado un papel muy importante en la promoción del desarrollo de nuestra profesión en todo el mundos durant e las últimas décadas. Sin embargo, al cont i nuar cr eci endo t ant o que nuest ros mi embr os son ahora miles, nunca debemos olvidar a ese puñado de vi- sionarios que hicieron posible todo esto, quienes tuvieron el valor, la persi st enci a y el deseo ardi ent e de formar nuestra organización, part i endo de lo que era poco más que un sueño. Nos sentimos honrados y muy orgullosos de t ener con nosot ros en esta convenci ón a uno de los seis fundadores. ¡Damas y caballeros, les pido que todos se pongan de pie y me acompañen a recibir al legendario Bart Manning! Con mucha renuencia, al fin me puse de pie, cuando los aplausos y vítores aument aron en volumen. Moví los brazos en señal de sal udo y forcé una sonrisa, me volví despacio formando un círculo completo y, sintiéndome un poco tonto, me senté de nuevo, cuando el coro de soni- dos cesó. —Eso fue la primera —coment ó Mary, al inclinarse hacia adelante. Asentí. —Y espero que la última. En el programa siguió la entrega de pergaminos a los diez afortunados seleccionados como nuevos Maestros del Podio. Había escuchado decir que temprano ese día hubo una reunión especial de emergencia con la junta directiva, para protestar por la masculinidad del título del premio. Esto se habí a conver t i do en un el ement o anual y no 93 OG MANDI NO programado de cada convención, durante los últimos diez años; sin embargo, me dijeron que una vez más el título de la "Dama del Podio" había sido rechazado nuevamente como la desi gnaci ón para aquel l as mujeres lo bast ant e afortunadas como para ser honradas con un pergamino. Por supuesto, antes que pudieran anunciar a los diez nuevos "Maestros", todos aquellos que habían recibido la designación en años anteriores tuvieron que ponerse de pie cuando mencionaron sus nombres, hacer una reveren- cia, sonreír y disfrutar ot ro moment o breve la at enci ón general. Cuando Cobden terminó de leer toda la lista, al menos cien miembros estaban de pie y miraban al resto de la concurrencia. Al fin, los diez nuevos miembros que recibieron ho- nores y, cuando menci onaron sus nombres, se abrieron cami no hasta el escenario, ent re el l aberi nt o de mesas, donde les entregaron los pergaminos. Cada uno pronun- ció un pequeño discurso al recibir el suyo. No conocía a ni nguno de ellos, pero los diez parecían ser elecciones muy popul a r e s ent r e l a mul t i t ud y a j uzgar por su profesionalismo en el podio, es probable que todos mere- cieran el premio. Cuando la última oradora regresó a su asiento, las luces del salón de baile empezaron a oscurecerse en for- ma gradual y la orquesta de Duchin tocó "El sueño impo- sible". Varios rayos de reflectores se movían con lentitud a lo largo de la cortina y escenario, hasta que todos se unie- ron en el podi o y el salón de baile se oscur eci ó más, mientras acercaban más al escenario dos cámaras de tele- visión sobr e tripiés. El sal ón de baile, después que la música cesó, de pronto quedó muy callado, cuando Dick Cobden estrechó las manos de una pareja mayor y la con- dujo por los escalones que estaban a la derecha del esce- nario, hasta el podi o. —Damas y cabal l eros —anunci ó con sol emni dad Cobden—, nos acercamos rápi dament e a ese moment o 94 EL DON DEL ORADOR especial que estoy seguro han estado esperando. Sin em- bargo, primero, por favor, saluden a Ted y a Margaret Lee, quienes son dueños del imperio más grande, en el mundo entero, de empacadoras de cenas congeladas. Resultaba evi dent e que Ted y Margaret no estaban acostumbrados a estar frente a un público enorme, a pesar de su prolongado papel como líderes respetados en la in- dustria alimenticia. Ambos hicieron una reverencia con mucha timidez ante los aplausos, al tiempo que asentían y trataban de sonreír. —Est oy s e gur o que t odos us t e de s —c ont i nuó Cobden—•, están familiarizados con el famoso lema de Ted & Margaret' s: "Nuestro sabor habla por sí mismo". Muy pronto, en una serie de comerciales en la televisión que se transmitirán en todo el país, el Campeón Mundial del Po- dio, que está a punto de ser elegido entre nuestra organi- zación, también hablará a favor de los buenos alimentos de Ted & Margaret's. —A través de una serie de concursos regionales — añadi ó Cobden—, l l evados a cabo durant e los últimos meses, el mejor orador de cada área fue seleccionado y estos profesionales elegidos compitieron en un programa especial esta tarde, al que la mayoría de ustedes asistió. Un jurado especial, seleccionado por el personal de mer- cadotecnia de Ted & Margaret's, se reunió en sesión cerra- da y eligió a un orador como ganador. Esa persona muy talentosa, ese orador persuasivo, está a punt o de recibir tres premios muy especiales. Primero, él o ella será acla- mado como el Campeón Mundial del Podio, un título que no tiene ningún otro orador en el mundo. Segundo —se inclinó hacia abajo, detrás del podi o y levantó por arriba de la cabeza un enor me trofeo de cristal con forma de podio—, él o ella recibirá este premio maravilloso de cris- tal Waterford, diseñado y creado especialmente para esta ocasión especial. ¡Por último en orden, mas no en impor- 95 OG MANDI NO tancia, Ted y Margaret entregarán al ganador un cheque por un cuarto de millón de dólares! Como si se lo indicaran, Ted Lee buscó en el interior de su chaqueta blanca, sacó un sobre amarillo y lo movió por encima de su cabeza, mientras las dos cámaras de te- levisión se acercaban más al escenario. —¡Damas y caballeros —gritó Cobden—, finalmente llegamos a ese momento mágico! En esta ocasión, los dos trompetistas de la banda de Duchin se pusi eron de pie y la fanfarria prol ongada de sus trompetas hizo eco una y otra vez a través del salón de baile que estaba en la semioscuridad. —¡Me siento muy orgulloso al anunciar que el Cam- \ peón Mundial del Podi o. . . de Blessings, Montana. . . es Patrick Donne! Todos en el salón se pusieron de pie y aplaudieron. Uno de los rayos de luz de los reflectores se alejó despa- cio del podi o, hacia la derecha, pasó un área del telón dorado y se detuvo en dos puertas anchas de color café que t ení an un l et rero de "Salida" arriba. Dos meser os empujaron las puertas, hasta abrirlas por completo, para permitir que Patrick Donne entrara en el salón saludando y sonriendo. El público permaneció de pie y aplaudió mu- cho después que Donne se reuni ó con los demás en el podi o. Finalmente, Cobden levantó el trofeo de cristal desde la parte superior del podi o y lo colocó con suavidad en los brazos de Donne. —Pat, todos los miembros de los Profesionales de la Tribuna de Nort eaméri ca t e sal udan —dijo Cobden—. Todos te envidiamos t ambi én. Es un gran honor... y en verdad lo mereces. ¡Esta tarde estuviste hipnotizante! Los apl ausos se escucharon de nuevo en el salón. Donne murmuró las gracias e inclinó la cabeza. 96 EL DON DEL ORADOR —Ahora —continuó Cobden—, tenemos a dos perso- nas muy especiales que desean conocerte. Ellos son Ted y Margaret Lee y harán una presentación especial. Ted Lee se acer có más al mi cr óf ono, mi r ó con ner vi osi smo a su al r ededor y es per ó que cesar an los aplausos. —Señor Donne —dijo con voz ronca—, mi esposa y yo nos sentimos honrados de estar en el mismo escenario con usted. En verdad es un crédito para su maravillosa profesión y estamos seguros de que será un gran mensaje- ro para nosotros, al dar a conocer la noticia sobre nues- tros product os finos. Por lo tanto, sin más que añadir, a Margaret y a mí nos gustaría entregarle otro premio como campeón mundial... ¡un cheque certificado a su nombre, por un cuarto de millón de dólares! • • . Patrick Donne movió su guapa cabeza varias veces, i como en una mezcla de incredulidad y admiración, des- ¡ pues que le entregaron el sobre. Ted Lee le tomó la mano y Margaret se acercó para darle un abrazo cálido y besarle ¡ la mejilla. Dick Cobden levantó el pesado trofeo de cristal i desde la parte superior del podio, señaló hacia el micrófo- no, dio una palmada a Donne en el hombro y ante nues- t r os ví t or es, si l bi dos y apl aus os , conduj o a Ted y a Margaret fuera del escenario, hasta su mesa cercana con un pequeño letrero en un pedestal blanco que decía "#1". Donne guar dó silencio y per maneci ó de pi e en el i podio, muy erecto, mirando el sobre que Ted Lee le entre- i gó. Al fin, aunque muy despacio y con deliberación, abrió ¡ el sobre y sacó el cheque. Lo observó por varios minutos, ¡ durant e tanto tiempo, que algunos de nosotros empeza- j mos a sentirnos incómodos. Finalmente levantó la mirada. ¡ —Amigos y compañer os mi embros —dijo con voz ¡ muy suave—. Estoy muy conmovi do por el gran honor ' que me han conferido hoy. Ted y Margaret, les doy las / gracias desde el fondo de mi corazón por este pr emi o ! I 97 OG MANDI NO espléndido. Me atrevo a decir que la mayoría de la gente trabaja toda su vida y, sin embargo, nunca está cerca de reuni r un cuart o de millón de dól ares. . . en una pila. A pesar de esto, Ted y Margaret, no puedo aceptar este che- que. . . La reacción del público fue instantánea. Se escucha- ron resuellos, gritos, gemidos y varias voces que gritaron "¿qué?" "¿por qué?" "¿huh?" Con rapidez me volví y miré hacia la mesa de la pri- mera fila, donde se encontraban sentados Ted y Margaret y los directivos de nuestra asociación. Margaret tenía las dos manos sobre la boca y los ojos muy abiertos, debido a la incredulidad. Ted tenía la misma apariencia sorpren- dida que todos los demás en el salón, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. —No puedo aceptar este cheque como está girado — continuó Donne—, y suplico a los Lee que me concedan un favor muy especial. Hace un mes, tuve la buena fortu- na de visitar la encantadora ciudad de Portland, Oregon, durante una cita para dar un discurso. Después de mi dis- curso, un viejo y apr eci ado ami go de muchos años, al conocer mi compasi ón por t odos los ni ños, me llevó a visitar el Centro Dougy para Niños Afligidos. Es un refugio donde los ni ños que lloran l a müert efde un ser amado pueden compartir sus temores y experiencias, al t i empo que luchan para superar la agonía de su terrible pérdida e inician el proceso lento de recuperación. El Centro Dougy lleva el nombr e de un ni ño pequeño y valiente llamado Dougy Turno, que supo que morí a debi do a un t umor cerebral inoperable y, sin embargo, su espíritu magnífico y su actitud al enfrentar la muerte influyeron en cientos de vi das ant es que muri era. Todos los que conoci er on a Dougy se enamoraron de él y quedaron sumamente con- movidos con su mensaje. A pesar de estar tan enfermo, Dougy decía siempre: "¡Puedo ir a los hospitales y decir a 98 EL DON DEL ORADOR otros niños que no teman morir!" Doug murió a principios de diciembre de 1981. Se le concedió su deseo, "una nue- va vida para la Navidad". —El Centro Dougy funciona con la política de que todos los niños entre tres y diez años pueden aprender a soportar su pérdida, si se les da la oport uni dad de expre- sar sus sentimientos y sentirse apoyados por otros. En sólo unos años, l o que empezó como el sueño de una dama especial, Beverly Chappell, en la actualidad es una organi- zación que atiende a niños afligidos en más de cuarenta localidades en nuest ro país y Canadá. Según me ent eré durante mi visita a Portland, todos los Centros Dougy no son sectarios y se mantienen ent erament e por medi o de contribuciones. Para continuar y multiplicar sus esfuerzos sin precio de consolar las mentes asustadas y corazones destrozados de nuestros pequeños, necesitan mucho nues- tra ayuda. —Ese día salí del Cent ro Dougy conmovi do como nunca lo había estado en mi vida y tomé una decisión. Ya í sabía ent onces que sería finalista aquí , esta semana, y cuando oré esa noche... sí, rezo todas las noches... prome- tí a Dios que si resultaba victorioso en esta competencia, donaría todo lo que ganara al Centro Dougy en Portland. Si acepto este cheque y lo cobro, como fue girado a nom- bre mío, es probable que tenga que pagar al menos cien mil dólares de impuestos y esa cantidad grande nunca lle- gará a la gent e de Dougy. Por lo tanto, Ted y Margaret, quiero pedirles un gran favor. Realizaré el número reque- rido de comerciales de televisión para su compañí a, lo mejor que lo permita mi habilidad, como el ganador del concurso está contratado. No obstante, les pi do que des- truyan este cheque girado a ni nombre y que giren otro, por la misma cantidad, a nombr e del Centro Dougy. De esa manera, la suma total será una contribución de cari- dad, sin impuestos, y todo el cuarto de millón de dólares 99 OG MANDINO servirá para confortar y calmar el dolor de los niños afligi- dos de mañana, del siguiente día y del próximo... Varias personas que estaban en la mesa de los Lee empezaron inmediatamente a mover las manos frenética- mente y señalaron a Ted y a Margaret, quienes asentían hacia el podio. De pronto, una sonrisa afectuosa apareció en el rostro de Patrick Donne. —¡Gracias! —dijo Patrick Donne con voz muy sua- ve—. Gracias a ambos, a nombre de los pequeños cuyas vidas cambiarán para bien debido a ustedes. Durante muchos años he tratado de vivir las palabras de una per- sona muy sabia que la historia no puede identificar posi- tivamente. Las palabras fueron escritas o pronunciadas primero por Víctor Hugo o^pqr Geqrge EHot o, tal vez, por un misionero cuáquero llamado Greljet, pero han sido la regla principal de mi vida desde hace mucho tiempo. Estas palabras son-. "Sólo pasaré por este mundo una vez. Por lo tanto, cualquier bien que pueda hacer p cualquier^ bondad que pueda mostrar hacia cualquier ser humano^ permitan que lo haga ahora. No permitan qué lo delegue o descuide, porque no pasaré de nuevo por este mundo". Donne miró despacio alrededor del salón, antes de continuar. —Tal vez algunos de ustedes deseen unirse a mí en esta misión. Sé que el Centro Dougy apreciará su contri- bución grande o pequeña. Siempre hay demasiadas lágri- mas pequeñas que necesitan ser secadas con besos y tan- tos corazones pequeños que necesitan ser sanados cada día. El dolor nunca toma unas vacaciones. Estos peque- ños, incapaces de enfrentar su dolor, deben aprender que la vida todavía es preciosa, que vale la pena y que tienen nuestro apoyo, nuestro amor y, en especial, nuestra com- prensión, mientras pasamos juntos por este mundo. Dios los bendiga a todos... y eso es de parte de todos los ni- ños... 1 0 0 EL DON DEL ORADOR Con esas palabras, el Campeón Mundial del Podio sahó con rapidez del escenario, ante la ovación de pie mas prolongada que he atestiguado en mis cuarenta años de carrera. 101 X TT U na lluvia tupida cayó toda la noche sobre Manhattan, acentuada constantemente por los destellos brillantes del relámpago y el trueno ensordecedor. Era nuestro segundo día en casa, después de la convención, y Mary y yo toda- vía vestíamos nuestros pijamas y pantuflas, compartiendo indolentemente el periódico de la mañana, mientras sabo- reábamos los panecillos ingleses Thomas, sobre los que Mary aplicó, después de tostarlos, una capa generosa de mermelada de naranja dulce Smucker's. Mi misión en el Omni Shoreham había resultado un fracaso completo. Después de encontrar en Patrick Donne a alguien que poseía todas las cualidades especiales que buscaba en un orador, lo perdí. Cuando se alejó del esce- nario, después de su dramático discurso de aceptación, cruzó las mismas puertas por las que entrara y, literalmen- te, desapareció. Incluso después que Mary se fatigó y re- gresó a nuestra habitación, Jay y yo continuamos buscán- dolo, no únicamente en el hotel, sino también al menos en la media docena de bares de hoteles que se encontra- ban dentro de una milla alrededor del Omni. No tuvimos suerte. Por la mañana, antes de partir a casa, traté de lla- mar por teléfono una vez más a su habitación, pero la 1 0 3 OG MANDINO operadora me informó que el señor Donne ya había regis- trado su salida. Frustración e ira. No estaba acostumbrado a perder y ni siquiera deseaba pensar en abandonar mi sueño de volver al negocio que tanto amaba. Para frotar un poco de sal en mis heridas, el "Noticie- ro Nocturno CBS" transmitió durante varios minutos el discurso de Donne en la convención y, una vez más, escu- ché la gran voz que decía: "El dolor nunca toma unas va- caciones. Estos pequeños, incapaces de enfrentar su dolor, deben aprender que la vida todavía es preciosa, que vale la pena y que tienen nuestro apoyo, nuestro amor y, en especial, nuestra comprensión, mientras pasamos juntos por este mundo..." Dan Rather, para enfatizar más las conmovedoras palabras de Donne, permaneció en silencio y pensativo durante quince segundos, antes de mirar directamente a la cámara y decir: "¡Con personas como Patrick Donne alre- dedor, supongo que todavía hay esperanza para la huma- nidad!" Jay llamó por teléfono más tarde esa noche, para in- formarme que Peter Jennings también había expresado su opinión y elogió al primer Campeón Mundial del Podio por su sorprendente acto de caridad, en su "ABC World News Tonight". Lo último fue leer esa mañana, en la parte inferior de la primera página del New York Times, un artí- culo de tres columnas sobre el "Ángel de Piedad" de Blessings, Montana y el regalo espectacular de todo su premio en efectivo consistente en un cuarto de millón de dólares, al "Centro Dougy, una causa poco conocida, pero meritoria". —¿Más café, cariño? Bajé el periódico, asentí a Mary y forcé una sonri- sa. Ella había soportado mis estados de ánimo durante muchos años y desde nuestro regreso a casa, aparente- mente había decidido que la mejor manera de tratar mi 1 0 4 EL DON DEL ORADOR estado de ánimo actual era dejarme en paz, lo que hizo dedicándose a leer una pila de libros de bolsillo de nove- las románticas. —¿Cuáles son tus planes para hoy? —preguntó Mary. El teléfono sonó antes que pudiera responderle. Fue algo bueno, puesto que no tenía planes para ese día... ni para ningún otro. Caminé hasta la pared de roble, cerca de la ventana grande que daba hacia Park Avenue y le- vanté el auricular del soporte de pared. Cuando reconocí la voz, estuve a punto de soltar el auricular. —¿Señor Manning? —Sí. —Soy Patrick Donne, señor. Por favor, perdóneme por molestarlo. Estaré en Nueva York un par de días, para ¡ reunirme con el personal de mercadotecnia de Ted & / Margaret's. Desde mí llegada, me he preguntado cómo ponerme en contacto con usted, ya que estaba casi seguro ¡' de que el número de su teléfono no aparecía en el direc- torio. Finalmente, decidí buscar en el directorio telefónico [ blanco de Manhattan, que pesa diez libras, y, como un milagro de milagros, ¡encontré su nombre! Durante al ¡ menos veinte minutos, traté de reunir suficiente valor para ' llamarlo. Ha estado casi constantemente en mi mente, desde que terminó la convención y me preguntaba si el rumor que se escuchó en el Omni tenía algo de cierto. ¿En verdad planea abandonar el retiro y convertirse de nuevo en un agente activo? La expresión de mi rostro con seguridad alarmó a Mary, porque se levantó de un salto de la mesa y se colo- có de pie a mi lado, con la mano sobre mi hombro y ex- presión perpleja y preocupada. Traté de expresar mi res- puesta de tal manera que no sólo respondiera a Patrick Donne, sino que también aliviara la preocupación de Mary. 105 OG MANDINO —El rumor es absolutamente correcto, Pat. Después de un año aproximadamente de no hacer nada y estar mimado por mi encantadora esposa y las camareras de un crucero, decidí que esa clase de vida no era para mí. Soy demasiado joven para permanecer sentado y hacer tan poco, que lo mejor de mi día es correr en el parque. Asistí a la convención con la esperanza de poder descubrir a uno o dos buenos oradores motivadores a quienes repre- sentar, puesto que los miembros de mi antiguo grupo de profesionales o murieron o se retiraron. Encontré uno. ¡Tú! Incluso, pasé varias horas después del concurso tra- tando de hacer contacto contigo... ¡en vano! —¿Lo hizo? Lo lamento, señor, lo lamento mucho. No tenía idea. Espero que no sea demasiado tarde. Me gusta- ría mucho reunirme con usted. —¿En dónde te hospedas? —En el Plaza. —Bonito lugar. ¿Qué le parece hoy? ¿Tiene tiempo libre? —Todo... hasta la tres. El reloj de nuestra cocina marcaba un poco después de las nueve. —Muy bien, lo espero en mi oficina a las once, ¿qué le parece eso? Le di la dirección de la Calle 44 Oeste. —¿Es la misma oficina que ha ocupado durante más de cuarenta años, la que la revista Time llamó el "Santua- rio de Manning en el corazón de Babilonia"? —preguntó con voz suave. —Es la única que he tenido y comparada con la ma- yoría de las oficinas en Park, Madison y Lexington, no es mucho más grande que un armario para escobas. No obs- tante, es mía y la quiero. No me sentiría feliz en ninguna otra parte. 106 EL DON DEL ORADOR —Tal vez no crea esto, señor, pero muchas veces durante los últimos años, antes que anunciara su retiro y que yo me relacionara más con la oratoria, me imaginé visitándolo allí, siempre preguntándome qué le diría a Bart Manning y todavía más importante, qué consejo ten- dría para mí Bart Manning. —Vamos a averiguarlo. ¿A las once está bien? Cuando llegues allí, encontrarás cerrada la vieja puerta metálica de la calle. Toca el timbre y bajaré para que entres. —¿Señor Manning? —¿ S í ? —Muchas, muchas gracias. —¡Eres más que bienvenido, campeón! Me da mucho gusto que me hayas llamado. Había llamado por teléfono a Grace desde el Omni, la mañana que volamos a casa, para darle la mala noticia de que había fracasado en mi búsqueda de talentos. Sugerí que permaneciera en casa unos días, hasta que yo deci- diera cuál sería mi siguiente paso, por lo que estaba solo cuando Patrick Donne tocó el timbre. Me apresuré a bajar, abrí la vieja puerta y lo dejé entrar. No estoy seguro de quién estuvo más feliz de ver al otro, pero el apretón de manos rápidamente se convirtió en un abrazo afectuoso, antes que Patrick me siguiera por los angostos escalones. Se detuvo cuando lo pasé a la pequeña oficina de Grace y observó nuestra pared de fo- tografías, detrás del escritorio. —Ese es Eric Champion, ¿no es así? —preguntó en voz baja y señaló—. Tengo un viejo disco de larga dura- ción de un discurso que pronunció durante el Congreso de Seguridad Nacional en Chicago, a finales de la década de los años sesenta. ¡Estuvo maravilloso! 107 OG MANDINO Señaló otra fotografía más pequeña. —¿El general Goldfarb? —Sí. —He leído algunos de sus discursos, incluso en el papel, sus palabras cobran vida. También reconozco a ese hombre —exclamó con orgullo—. Blandy. Jugó primera base para los Medias Rojas de Boston. ¡El Salón de la Fama! ¡Ha representado en verdad a algunos de los gran- des, señor Manning! —Sí, los representé... y extraño a todos. Pasa a mi oficina y, por favor, no más "señor Manning". Llámame Bart y no me sentiré tan anciano cuando esté cerca de ti. ¿Cuántos años tienes, a propósito? —Tenía treinta y dos hace una semana. —Se supone que esa fue una edad muy fructífera y productiva en la vida de un hombre. Jesús hizo sus obras más importantes a la edad de treinta y dos años. Donne asistió y fijó la mirada en sus manos. —Sin embargo, lo crucificaron. No supe qué decir. Donne se apoyó en la vieja silla que estaba junto a mi escritorio. —Es muy poco común, Bart. Eres la segunda persona que en menos de una hora me habla de Jesús. —¿Qué quieres decir? —Como sabes, el Plaza se encuentra directamente frente al Parque Central. Después de hablar contigo, me sentí demasiado inquieto para permanecer en la habita- ción del hotel, por lo que di una larga caminata por el parque. Poco antes de las diez y media, salí de todo ese follaje, pasé la estatua de Bolívar, según creo, y di vuelta a la izquierda, hacia la Quinta Avenida, donde planeaba tomar un taxi para venir hasta aquí. De pronto, esa perso- na con apariencia extraña empezó a señalarme directa- mente, sacudiendo su vieja Biblia y gritando con voz ron- 108 EL DON DEL ORADOR ca: "¡Usted, usted., hoy es su día! ¡La vida cambiará para usted hoy. Recuerde las palabras de Jesús en la montaña, cuando dijo: 'Pide y se te dará; busca y encontrarás; llama a la puerta y te la abrirán'". Continuó señalándome y gri- tando: "Usted, hoy es su día. ¡Pida, busque, llame!", hasta que finalmente, escapé en un taxi en la Quinta Avenida. ¡Extraño! Casi atemorizante escuchar esas palabras particu- lares antes de venir a reunirme contigo. —Pat, ¿eres un hombre religioso? —No, en realidad, lamento decirlo. Una vez al mes, en promedio, asisto a los servicios dominicales en una iglesia de la comunidad, en Red Lodge, allá en casa. Trato de vivir de acuerdo a los Mandamientos, pero no... no soy un hombre religioso, si es lo que te preguntas. —Dime, ¿esa persona que te aconsejó a gritos en la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida, estaba en una silla de ruedas? Donne frunció el ceño e inclinó la cabeza. —Sí. ¿Conoces a ese hombre? —No, pero tuve un encuentro similar con él una mañana, cuando corría a casa desde el parque, hace un par de meses. No lo he visto desde entonces, a pesar de que tomo la misma ruta a casa todos los días. No hice más comentarios sobre mi curiosa confronta- ción. —Hiciste un gran acto de desaparición después de tu impresionante discurso en el Omni —comenté—. Puse a todos a buscarte, con excepción del FBI. —Ojalá lo hubiera sabido —sonrió—. Cuando salí por esas puertas, me dirigí directamente al vestíbulo, crucé la puerta principal, tomé en taxi y le pedí que me llevara al Monumento a Lincoln. Debido a lo avanzada que esta- ba la noche, estoy seguro que el taxista pensó que llevaba a bordo a un loco. Cuando le pagué, le pedí que regresa- ra a recogerme en el mismo sitio exactamente en dos ho- 109 OG MANDI NO ras. En seguida, le di cincuenta de propina. Encontré una banca colocada en la forma adecuada para que pudiera sentarme y mirar directamente la obra maestra de mármol de Lincoln, iluminada de tal manera que la piedra parecía brillar. Antes de mi prol ongada y solitaria sesi ón en la banca, subí el tramo largo de escalones de mármol, hasta que el gran hombre quedó directamente arriba de mí. En la pared interior izquierda del monumento, tallado en pie- dra, está el Discurso de Gettysburg, palabras que significa- ron mucho para mí desde que estuve en el primer grado. Bart, en aquel tiempo, mi amada madre trabajó conmigo durante días, hasta que memoricé las palabras de ese dis- curso inmortal. En el cumpleaños dé Lincoln, aquel año, mi madre me ani mó para que le dijera a mi maestra de primer grado que podía recitar el Discurso de Gettysburg de Lincoln y, por lo tanto, naturalmente, me pidió que lo recitara frente a mi clase. Aplaudieron. ¡Aplaudieron en verdad! Antes que terminara el día, la señorita Wray me llevó a todos los demás salones de clases en nuestra es- cuela y en cada salón, para gran sorpresa mía, los niños vitorearon y aplaudieron, incluso los del sexto grado. Su- pongo que eso encendió la flama y el sueño. Cuando me encont raba de pi e en el monument o, tan cerca de esa enorme estatua, me volví hacia la pared interior izquierda, bañada por una luz cálida. Permanecí de pi e allí, solo, recordando lo orgullosa que se sintió mi mamá y leí las pal abras en voz alta, con las lágrimas r odando por mis mejillas. En seguida, bajé las escaleras hasta la banca que había encontrado y me senté allí, acompañado por todos mis recuerdos, esforzándome mucho para poner en pers- pectiva todo lo que me había sucedido. —¿Y lo hiciste? —Eso creo. Bart, te necesito. Me gustaría ser un gran orador, un verdadero orador persuasivo y necesito tu ayu- da para hacer que mi sueño se convierta en realidad. ¿Se- rás mi agente? 110 EL DON DEL ORADOR —Me sentiré muy honrado de representarte, Pat. Por lo que he visto y escuchado, tu pot enci al es ilimitado. Creo que podrí amos trabajar muy bi en juntos y lo que más me agrada es que también te aprecio como persona, no sólo como un producto que venderé. Sin embargo, al- gunos de mis términos son bastante rígidos y, tal vez, des- pués de escucharlos, no estés tan ansioso por tener a Bart Manning como representante. —¿Por ejemplo...? —Mi comi si ón es el vei nt i ci nco por ci ent o de los honorarios de orador que cobramos a los clientes por tu actuación. El cliente que te contrata asume todos los car- gos rel aci onados con tu t ransport aci ón a y de los aero- puertos, la cuenta del hotel y las comidas. No obstante, tu reservas tus propios vuelos y nos reportas el costo. Noso- tros facturaremos al cliente, cobraremos y te enviaremos la cantidad total. Todos tus vuelos serán en primera clase. Si no pagan un boleto de viaje redondo en primera clase, no vas, ¿de acuerdo? Únicamente sonrió y asintió. —¿Cuánto cobras en la act ual i dad por tu di scurso motivador típico de una hora? —La cant i dad si empre es negoci abl e, Bart, depen- di endo de la organización. Por lo general, es entre uno y tres mil. —Patrick Donne, ahora eres el campeón mundial y los honorarios son de diez mil... no negociables. Cerró los ojos un moment o. —¡Dios! -—suspiró. Me miró directamente—. ¿Te im- portaría si continúo con algunos asuntos de caridad para recaudar fondos, sin cobrar, como siempre lo he hecho? —No hay problema. Debes comprender que cuando firmemos nuestro contrato, seré tu representante exclusi- vo. Por supuesto, de acuerdo a los términos del contrato, como verás, cada uno de nosotros tiene libertad para can- 1 1 1 OG MANDINO celar el contrato con un aviso por escrito de treinta días, sin motivo necesario, pero mientras esté vigente, yo me encargaré de la contratación de todos tus discursos. Podría dividir mi comisión con otra agencia, si se ponen en con- tacto conmigo para contratarte para uno de sus clientes, pero con excepci ón dé eso, en todas las contrataciones sólo tomaremos parte tú, yo y el cliente. ¿De acuerdo? No hay problema con eso. ¿Cuándo empezamos? —Eso demanda mucho de ti. ¿Cuántos futuros discur- sos tienes contratados hasta hoy? —Creo que seis. El último es en octubre de este año. —Entonces, eso no será muy difícil. ¿De casualidad tienes contigo parte de tu material publicitario? —Utilizo el material publicitario, Bart, pero todo está en Montana. Regresaré a casa en un par de días... —Envíame una docena aproximadamente. Tengo un grupo de publicidad y promoción muy talentoso, aquí en la ciudad, que hace un trabajo mucho mejor que el que anteriormente hacía para mi gente. ¿Tienes fotografías en brillo? —Tengo una buena de ocho por diez, entre el mate- rial publicitario, y es bastante reciente, pero si a ti o a tu gente no le gusta, conseguiremos más. —Fabul oso. Cuando nos conoci mos en el bar, en Garden Court, comentaste a mi amigo, Jay Bridges, y a mí, sobre un rancho de ganado que tenías y vendiste. —Se lo vendí a mi capat az, cuando los di scursos empezaron a multiplicarse. En realidad, nunca disfruté las mil y una tareas de un rancho y cuando murió papá, lo hubiera vendi do, pero había sido el hogar de mi madre desde que se casaron y no tuve corazón para pedirle que viviera en otra parte. Por lo tanto, lo conservé hasta que la perdí, hace cuatro años. Cuando los discursos aumentaron en númer o y tuve oport uni dad de vender el rancho, lo hice. Conservé cinco acres y una pequeña cabana de tres 1 1 2 EL DON DEL ORADOR habitaciones, que es una combinación de casa y oficina. Me encargué de mi correspondencia, papel eo y contabili- dad, lo cual disfruté desde el principio. Todavía lo disfru- to. Con seguridad, estoy listo para graduarme con tu ayu- da en "lo selecto". —¿Qué hay sobre ese avión tuyo? —sonreí. —¿Mi Beechcraft? Volar fue alguna vez mi mayor pa- sión, per o ya me abur r i ó. Es pr obabl e que venda ese avión si reci bo una oferta adecuada. Está en un hangar pr i vado, en un pe que ño aer opuer t o en las afueras de Billings. —Pat, hay algo más que t engo que pregunt ar para conocernos mejor. Eres un hombre alto y guapo, pero no he escuchado menci onar a ninguna señora Donne. ¿Por qué? —¿Quieres saber si soy... homosexual? —No. . . no. Sólo me preguntaba. —Hace once años, estuve compromet i do con la jo- ven más hermosa de Montana. La perdí. —Lo lamento. Perdóname. —La perdí, pero no de la manera en que piensas. Me amaba, per o también amaba a su iglesia y supongo que cuando llegó el momento de decidir, no tuve mucha opor- tunidad al competir contra Dios. La joven a la que tanto amé ha sido monja desde hace mucho tiempo. Nos mante- nemos en contacto. Ella da clases en tercer grado en una escuela parroquial, en San Francisco. Intercambiamos re- galos de Navidad y cumpleaños, así como mucha corres- pondencia. No he encontrado a nadie a quien pueda amar y ador ar t ant o como amé a Jean Foley, per o cont i núo buscando. —Estoy seguro de que un hombre alto y guapo como tú no tiene mucho problema para conseguir citas. Sonrió con timidez y negó con la cabeza. —Algún día encontraré a esa dama especial. 113 OG MANDINO Le entregué una tarjeta de archivo grande. —Escribe aquí tu dirección y número telefónico y cuando el contrato esté redactado, Grace te lo enviará por correo. Mientras tanto, tan pronto como recibamos tu material publicitario empezaremos a trabajar en el nuevo, recalcando el hecho de que ahora eres el Campeón Mun- dial Oficial del Podio. Enviaremos correspondencia a to- dos mis viejos amigos, los programadores de eventos, y todo estará en marcha antes de que te enteres. Cuando llegues a casa, envíame las fechas exactas de tus seis dis- cursos programados y el nombre de los sitios donde los pronunciarás. Si tenemos suerte y la oportunidad, firmare- mos contratos para ti con ellos. Algo más... estoy casi se- guro de que podríamos colocarte en algunos programas nacionales, considerando que ya has sido elogiado por Rather, Jennings y Tbe New York Times. ¿Tienes alguna objeción de volar hasta aquí una o dos veces, si logramos colocarte en algunos programas el próximo mes o el si- guiente? Eso podría generar cierta acción y facilitar mi tra- bajo. —Tú encárgate de la contratación... y yo daré los dis- cursos. No sé cuánto tiempo más Blessings seguirá siendo mi hogar base. He estado enamorado de esa ciudad desde hace mucho tiempo, a pesar de todos sus problemas y de que soy un hombre de campo. Podría sorprenderte en algún momento e informarte que me convertiré en un neoyorquino. —-¡Fabuloso! Eso facilitaría mucho más mi trabajo, especialmente, para promoverte aquí en los medios de comunicación nacionales como lo mejor de lo mejor. Si puedo ayudarte de alguna forma en eso, sólo avísame. El hombre joven se puso de pie y extendió la mano. —Gracias por la gran oportunidad —dijo—. He soña- do con esto durante mucho tiempo. No lo lamentarás, te daré todo lo que tengo. 1 1 4 EL DON DEL ORADOR —Pat, no lo dudo. Eras mi única oportunidad. No estoy seguro si comprendes que puedes ser una fuerza poderosa para el bien en este país y en este tiempo tan extraño de nuestra historia, cuando todos parecen atemo- rizados y preocupados, mientras se esfuerzan para no ahogarse en un mar de miseria, temor, inseguridad y caos. Parece que el mundo se convertirá en un infierno, Pat. Necesitan escuchar tu voz, tus palabras, tu inspiración. Estaré en contacto... pronto. Donne miró su reloj. —Veamos, tengo una hora antes de mi cita con la gente de Ted & Margaret's. Creo que haré lo que le he estado prometiendo a Jean que haría cada vez que viniera a la Ciudad de Nueva York. Voy a visitar la Catedral de San Patricio. Nunca he estado allí, pero éste es el momen- to perfecto. Sólo deseo dar gracias a Dios por reunimos y no se me ocurre un lugar mejor para hacerlo. 115 I i OG MANDINO mesa- -. Por favor, dime por qué desperdicias nuestras noches preciosas sudando sobre el material promocional, cuando tal vez hay quinientas agencias publicitarias a unas manzanas de aquí, que probablemente con gusto harían todo eso por ti... y es muy posible... si me perdonas... que lo hicieran mejor. ¿Quién eres, uno de nuestros mejores agentes del país o un escritor de anuncios? Así, a la mañana siguiente, en el escritorio de mi ofi- cina, abrí las páginas amarillas del NYNEX Business to Business, en Agencias de Publicidad. Mary se había equi- vocado. Había cerca de mil agencias de publicidad en el área de unas manzanas. Confundido por completo, hojeé despacio las quince páginas de listas de agencias, hasta que atrajo mi atención un pequeño anuncio de una co- lumna por dos pulgadas, en cursiva. Dandelion Produc- tions. Las semillas que sembramos producen durante años. Dos décadas de experiencia y resultados comprobados en todo, desde correspondencia directa basta promoción de celebridades. Llámenos. Terri y Vic Darnley. 201 E. 50th St., 555-7849. Sólo fue necesaria una reunión con Terri y Vic para convencerme de que deseaba a esas dos personas brillan- tes en mi equipo. Es imposible calcular cuánto aumentó el número de contrataciones que pude obtener para mi gen- te, debido al material promocional creativo y atractivo que presentaron. Su consejo sabio respecto al envío de la co- rrespondencia, así como la exposición nacional que orga- nizaron, comenzando con Eric Champion, en programas de comentarios y programas matutinos en cadena, tales como "The Today Show", fueron invaluables. Estoy seguro de que el secreto de su éxito es que los Darnley en ver- dad se interesan. Se aseguran de conocer personalmente a cada uno de mis oradores, para que al reunimos para discutir las posibilidades de una futura promoción, como por lo general tratamos de hacer todos los viernes, pue- 118 EL DON DEL ORADOR dan ofrecer, como Vic lo expresó en una ocasión, suge- rencias "diseñadas particularmente", porque realmente están familiarizados con la persona que tratamos de ven- der a los clientes. Cuando llegó por correo el material publicitario de Patrick Donne, de inmediato llamé por teléfono a los Darnley. Terri contestó el teléfono y cuando le expliqué brevemente el propósito de mi llamada, su voz se quebró varias veces. —Bart, es la mejor noticia que he escuchado en años —dijo Terri—. Sospechamos que había algo, cuando nos enteramos de que ustedes dos asistirían a la convención de oradores. ¿En verdad regresas al negocio? —Eso espero, con la ayuda de ustedes dos. ¿Cuándo podemos reunimos para hablar? —Mañana es viernes y los viernes nunca han vuelto a ser lo mismo desde que te retiraste y nuestras reuniones semanales llegaron a su fin. ¿Qué te parece mañana a las diez aquí, como en los viejos tiempos? —¡Allí estaré! Después de recordar nuestros triunfos y derrotas pa- sados, pasamos la mayor parte de la mañana del viernes discutiendo los diferentes caminos que podríamos tomar para promover mejor a Patrick Donne. Pude notar que Terry y Vic se contagiaron casi de inmediato de mi entu- siasmo y, finalmente, tomamos varias decisiones sobre cómo proceder mejor. Acordamos que me pondría en contacto con viejos amigos o programadores de eventos o que lanzaríamos a Patrick Donne de alguna manera, hasta que el nuevo material publicitario estuviera preparado y se enviara por correo. También, los Darnley insistieron en que necesitábamos fotografías de Patrick mucho más sen- sacionales que la que él había utilizado en su publicidad. Señalé con impaciencia las piezas del material publi- citario de Donne que se encontraban esparcidas sobre el escritorio de Vic. 1 1 9 OG MANDINO —Espero que todo esto no tome demasiado tiempo. Debemos enviarle por correo su contrato dentro de un par de días. —Bart, estás muy trabajador porque tuviste unas va- caciones muy prolongadas -—Vic sonrió—. ¿Y si lo llama- mos hoy por teléfono y le pedimos que regrese a la gran ciudad por un par de días, para tomar fotografías y reunir- se con nosotros? Me gustaría que el Estudio Matteo, en Lexington, tome las fotografías. En los últimos diez años únicamente hemos trabajado con Matt, para toda tu gente, así como para la mayoría de nuestros otros clientes. Es un verdadero artista. Le pediremos a tu orador que traiga un par de sus mejores trajes, si los tiene. —No permitan que los engañe el hecho de que él es de Montana —sonreí—. Los tiene. En realidad, apuesto a que sus pantalones de mezclilla fueron hechos por un sastre. Terri sacudió la cabeza maravillada. —Bart, no creo poder recordar cuándo te escuché tan entusiasta al hablar de un orador. ¿Acaso no estás creando a este hombre en tu mente, sólo porque deseas mucho regresar al negocio? —¡Claro que no! Si hubieran estado conmigo en la convención, comprenderían. Hasta que vi y escuché a este hombre, todos los demás que aparecieron allí en el esce- nario, incluyendo a varios de los llamados profesionales de primera, no fueron aprobados en mi hoja de califica- ciones. Vic frunció el ceño al mirar parte del material publi- citario que estaba sobre su escritorio. —Cuando venga, Bart, y mientras más pronto mejor, también nos gustaría tener una reunión prolongada con él, para poder conocerlo a fondo. Parece que todos sus clientes son compañías pequeñas en el Noroeste. Aquí no hay mucho para impresionar al programador de un evento 120 EL DON DEL ORADOR de Fortune 500, por lo que necesitaremos encontrar uno o dos puntos que podamos utilizar. ¿De acuerdo? —Por supuesto. Podrían pedirle que trajera ese sor- prendente trofeo de cristal Waterford que recibió como Campeón Mundial del Podio. Podría servir para algunas fotografías impresionantes. También, en caso de que haya olvidado decirlo hasta ahora, ustedes dos tienen un presu- puesto sin límite en este caso. Hagan todo lo que sientan que es necesario. Terri apuntó su dedo índice hacia mí. —Lo lamentarás. Yo también moví el dedo de igual manera. —Nunca lo he lamentado hasta ahora. No olviden recordarle a Donne que el tiempo es esencial. Mientras más pronto venga al Este, muestre su encanto ante la cá- mara y los conozca a ustedes dos, más pronto podrán pre- parar su nuevo material publicitario. Una vez que tenga- mos todo eso, podremos empezar a enviar la correspon- dencia y, poco después, haré por teléfono las llamadas consecutivas. Terri llamó por teléfono a nuestro apartamento esa tarde, cuando Mary y yo mirábamos el noticiero de las once. Se había puesto en contacto con Pat en su primer intento. —Ese hombre tiene una voz magnífica, Bart —excla- mó ella—, y no tuve que esforzarme para convencerlo de la urgencia de nuestro proyecto. Lo único que dijo fue que si el señor Manning lo necesitaba, estaría aquí. Dijo que vendría a Nueva York el próximo lunes por la tarde y que estaría en nuestra oficina el martes, a las nueve. ¿No es maravilloso? Eso me dará todo el lunes para ponerme en contacto con Matt y programar la sesión fotográfica de Donne para el miércoles. El martes, él, Vic y yo tendremos nuestra charla prolongada para conocernos. Espero que no te importe, pues le pregunté si estaba de acuerdo en 121 OG MANDINO que estuvieras presente y respondió que le encantaría. Te envía sus mejores deseos y quiere que sepas que ansia empezar. Le dije que le enviaríamos el costo del boleto de avión y las tarifas de los taxis, así como que tiene reserva- da una habitación en The Península, cargada a tu cuenta, ¿de acuerdo? ¿Cómo lo hice? —¿Sabe Vic que es un hombre con suerte? —Lo dudo. Por favor, recuérdaselo la próxima vez que hablen. El sábado llamé por teléfono a la sorprendida Grace y le pedí de favor que se presentara el lunes, para que pudiéramos terminar de reunir toda la lista de correspon- dencia de prospectos corporativos en la que ella había estado trabajado diligentemente cuando la llamé desde el Omni, con la mala noticia de que mi misión de búsqueda había fracasado en la convención y que no teníamos ora- dores que promover. Fue entonces cuando la llamada te- lefónica de Pat cambió todo. El lunes, trabajamos juntos durante quizá dos horas, antes que Grace se volviera hacia mí pacientemente. —Bart, puedo atender esto, como siempre lo hice en el pasado —dijo Grace—. ¿Por qué no te vas a casa y des- cansas? Necesitarás toda tu energía cuando tengamos el nuevo material publicitario y empieces a llamar por teléfo- no y a localizar a todos tus amigos planeadores de reunio- nes. El martes, a propósito retrasé treinta minutos mi lle- gada a la oficina de los Darnley, para que Terri, Vic y Pat pudieran conocerse un poco y hablar con libertad, sin que mi presencia impidiera las cosas. En apariencia, la estrate- gia funcionó bien. Cuando me llevaron a la pequeña sala de juntas de Dandelion Productions, acogedora y con pa- redes de madera, donde a través de los años había pasado tantas horas productivas en compañía de Terri y Vic, todos los rostros estaban sonrientes. EL DON DEL ORADOR Después de estrechar las manos de Vic y de Pat y de besar la mejilla de Terri, mentí al decir: —Lamento llegar tarde. Mi corredor me llamó por teléfono esta mañana para decirme que necesitaba mi autógrafo en algunos papeles y eso me tomó más tiempo del pl aneado. Pat, ¿cómo está tu habitación en The Península? —¡La habitación está espléndida y todo el hotel es magnífico! Además, descubrí su spa de tres niveles, en el último piso del hotel. Una manera difícil de vivir —sonrió. Me volví hacia Terri y Vic. —¿Qué opinan ustedes dos sobre este hombre? ¿Po- dremos venderlo al mundo? Patrick Donne vestía una chaqueta ligera de lino con corte suelto, sobre una playera negra. Sonrió y enco- gió defensivamente los hombros anchos, en espera de la respuesta. —Sí, creo que podrás conseguir un contrato para este vaquero, si no eres demasiado exigente —comentó Terri. —En serio, Bart, por lo que Pat acaba de decirnos, parece que los comerciales nacionales de Ted & Margaret's harán gran parte del trabajo base para nosotros —opinó Vic—. Pat, dile lo que planean para el comercial inicial, que transmitirán en todo el país durante al menos un mes. Pat sonrió con timidez y sacudió la cabeza. —Según tengo entendido, el primer comercial se ini- ciará con una fanfarria fuerte de trompeta, mientras la cámara enfoca el Partenón y después el Coliseo, en Roma. En seguida, el Independence Hall de Filadelfia y, por últi- mo, el Monumento a Lincoln, mientras una voz de baríto- no dice: "El mundo ha conocido a muchos oradores en el pasado, como Demóstenes, Cicerón, Patrick Henry y Lincoln". Entonces, Bart, y no creerás esto, puesto que sabes dónde desaparecí después de ganar el concurso de oratoria en Washington, cuando la cámara enfoca despacio 1 2 3 OG MANDI NO el Monument o a Lincoln, la voz dice: "Nuestro siglo, al acercarse a su fin, ha producido un orador persuasivo que iguala a cualquiera de los anteriores". Mientras pronuncian las palabras, saldré desde detrás de la estatua de Lincoln y bajaré despacio los escalones del monument o, sonriendo y sal udando, mientras la voz dice: "¡Damas y caballeros, conozcan a Patrick Donne, el Campeón Mundial del Po- dio!" Al tiempo que la cámara toma de cerca la cabeza y hombros, yo haré un comercial de qui nce segundos di- ci endo a los televidentes lo orgul l oso que me siento al hablar sobre los fabulosos platillos de Ted & Margaret's y sugeriré una cena específica, que será seleccionada por el personal de mercadotecnia. El comercial termina cuando la cámara hace una toma alta y posterior y vemos una vis- ta aérea de Washington. Me informaron que haré mi parte en el monument o el próxi mo mi ércol es y que pl anean present ar el comercial t ermi nado en "60 Minutos" y en "Buenos Días América", dentro de cuatro semanas. Vic se volvió hacia mí y sonrió. Levantó las dos ma- nos más arriba de la cabeza. —¿Quién podría pedir más? Dime, Bart, ¿ya decidie- ron los honorarios que cobrarán por las presentaciones de Pat? —Diez mil. Firme. —¡No es suficiente! No, si consi deras lo que están cobrando en la actualidad algunos de los llamados orado- res "célebres". Por supuesto, todavía no escuchamos ha- blar a Pat, pero. . . Donne interrumpió. —¿Quieren escucharme hablar? —¡Nos encantaría! —En una semana a partir de este sábado, pronuncia- ré un discurso de inauguración para la Asociación de Co- rredores de Bienes Raíces de Nevada, en su cena anual de 1 2 4 EL DON DEL ORADOR premios, en el Caesars Palace, en Las Vegas. Si ustedes dos desean ir, me encargaré de los boletos. —Ha pasado demasiado tiempo desde que contendí con esas encantadoras y brillantes máquinas tragamonedas —Terri suspiró. —Al menos diez años —dijo Vic, con la misma año- ranza—. No me importaría pasar de nuevo unas horas ante la ruleta. ¡Vamos, Terri! El trabajo puede esperar. Vo- laremos a las Vegas el viernes y permaneceremos allí tres o cuat ro días o hasta que quebr emos: no cargaremos a cuenta de Bart ninguna parte del viaje. ¿No somos agrada- bles? Llamaremos a Nancy a Welcome Aboard y lo arregla- remos mañana. Terri se puso de pie de un salto, entusiasmada, em- pujó hacia atrás su silla hasta que cayó con un ruido, co- rrió hacia donde Pat estaba sentado, lo abrazó y depositó un beso estrepitoso en su mejilla. —Gracias, mi nuevo amigo especial —gritó ella—. ¡Acabas de hacer un milagro! ¡Mi mari do saldrá de esta oficina durant e unos días, con su esposa, y se divertirá! ¡Diversión! ¡Gracias... gracias! —Fabuloso —respondió Pat—. Volaré a Las Vegas el vi ernes, después de hacer mi parte en el Monument o a Lincoln el miércoles, por lo que tendré tiempo suficiente para reservar los bol et os para ust edes para la cena del sábado por la noche. Y ahora que hablo de cenas —miró a cada uno de nosotros—, ¿quieren hacerme el honor de ser mis invitados a cenar esta noche, en The Península? Compr endo que los invito con poca ant i ci paci ón, pero necesitamos festejar para conmemorar esta nueva alianza. Bart, por supuesto que la invitación también incluye a tu esposa. Ansio conocerl a. Como es pr obabl e que todos ustedes sepan, el hotel tiene un restaurante encantador, el Adrienne, y la comida es exquisita. ¿A las ocho, esta no- che? 1 2 5 OG MANDI NO Los tonos suaves de rosa salmón del Adrienne, que brillaban bajo la luz cálida de elegantes candel abros de pared colocados cuidadosamente alrededor del restauran- te, servían como un marco ideal para nuestra cena de ce- lebración. Como esperaba, Patrick Donne fue el anfitrión perfecto. Después de brindar con cada uno de nosotros y pronunciar algunas palabras amables, Pat hizo una pausa y se volvió hacia mí, sosteniendo todavía en alto su copa de champaña. —Bart, hemos pronunci ado la palabra "orador per- suasivo" durante los últimos días, pero creo que el señor Longfellow, en sus "Cuentos de una posada a la orilla del camino", describió mejor a esa persona. No he recitado poesía en público desde la escuela primaria, pero lo haré ahora... "Cuando terminó, una especie de fascinación Dominó a los oyentes silenciosos. Su manera solemne y sus palabras Habían hecho vibrar las cuerdas profundas y miste- riosas, Que vi bran de igual manera en cada cor azón hu- mano. " Fue en verdad una noche relajada y maravillosa. Ya pasada la media noche, Mary y yo al fin llegamos a casa. —Cariño, ¿qué opinas de ese hombre? —pregunt é, mientras nos desvestíamos. —Bart, resulta tan i mpresi onant e y encant ador en persona, como en el escenario. Posee un magnetismo es- pecial, lo rodea una especie de aura que resulta difícil de explicar. Es agradable y atractivo y, a pesar de eso, not é que bajé la voz un par de veces, cuando respondí sus pre- guntas. . . como lo haría un ni ño al hablar con un adulto que representa autoridad. Con ese rostro hermoso y con 126 EL DON DEL ORADOR la barba, me recuerda a algunos personajes de las pinturas religiosas de nuestra iglesia, cuando yo era pequeña. Da impresión de que tuviera un halo. —Mary, ¿qué dices? —Bart, lo lamento. En realidad, no estoy segura de lo que digo. Vic l l amó por t el éf ono a nuest r o apar t ament o el miércoles por la noche, para reportar que la sesión foto- gráfica había sido un gran éxito. —Bart, él llevó cuatro trajes hechos a la medida, cua- tro camisas diferentes, una docena de corbatas de seda y tres pares de Ferragamos. Matt estaba en verdad impresio- nado y estoy segura de que podremos usar muchas foto- grafías estupendas. Después que Pat se despidió y regresó a The Península para registrar su salida, Matt nos dijo que es probable que Patrick Donne tuviera una vida muy con- fortable modelando ropa, si no triunfara como orador. ¿No es eso algo? De cualquier manera, Terri y yo empezare- mos a trabajar con algunas ideas promocionales y te lla- maremos cuando tengamos en la mano las fotografías. Por supuesto, veremos actuar en persona al hombre el sábado, en Caesars. Después, empezaremos realmente a trabajar. Mary y yo permanecimos levantados el sábado por la noche, casi hasta las dos de la mañana del domingo, mi- rando Barbarians at the Gate, en HBO, con la esperanza de que Terri o Vic nos llamaran por teléfono desde las Vegas, con sus comentarios sobre la actuación de Pat. No tuvimos suerte. Ambos desayunábamos tarde hot cakes y salchichas, cuando el teléfono sonó al fin el domingo. —Bart —dijo Vic—, Terri está en la otra línea, en el dormi t ori o, para que los dos podamos habl ar cont i go. Vimos a nuestro hombre... —... y... y... ¡dímelo, por amor de Dios! —exclamé. Escuché la voz suave de Terri. 127 OG MANDI NO —¡Bart, él es absolutamente fantástico! ¡Nunca he es- cuchado a un orador mejor y eso incluye a tu Eric Cham- pion en su mejor momento! Tenía a la multitud en la pal- ma de la mano, desde el principio hasta el final, y eso es difícil de lograr con t odas las distracciones que hay en cualquier hotel de Las Vegas. Esos honorarios de diez mil dólares que planeas cobrar... - ¿Sí ? —¡Ambos pensamos que deberías duplicarlos! —¿Veinte mil? ¿Están locos? —No, pensamos que debes duplicarlos y ofrecer una garantía de que nadie que ha tenido la responsabilidad de pl anear una convenci ón o una reuni ón de negoci os ha escuchado anteriormente. —Escucho... —Diles que si contratan a Patrick Donne por veinte mil y no quedan compl et ament e satisfechos, devolverás t odo el dinero, incluyendo los gastos que hayas cobrado, siempre que te lo notifiquen dentro de treinta días a partir de la fecha del di scurso. Incluiremos un certificado de garantía muy especial que confirme t odo eso, en tu pa- quet e de promoción. —¡Nunca ha habido algo como eso en toda la histo- ria de la oratoria! —exclamé despacio, después que logré aclarar mis pensamientos. —¡Bart —respondi ó Terri—, nunca ha habi do un. . . un... orador persuasivo como Patrick Donne! 1 2 8 XII 1 -J iez agonizantes días después, al fin me encontraba de nuevo en la sala de juntas de Dandelion Productions, revisando el material promocional de Patrick Donne que incluía un folleto en cuatro colores, carta explicatoria y un sobre de seis por nueve pulgadas sin dirección del remi- tente, únicamente con mi nombre en letra de imprenta, en la esquina superior izquierda. Terri y Vic se sentaron a la mesa frente a mí, en silen- cio, observando con detenimiento mientras estudiaba los frutos de su trabajo. Su folleto de cuatro páginas, tal vez la part e más importante de cualquier correspondenci a, sin importar lo que se venda o promueva, era tan magnífico como cualquiera de los que habían hecho para mí ante- riormente. En la portada de color de ante con marco pla- t eado estaba una imagen del trofeo de cristal Waterford que Donne recibiera al ganar el concurso de campeonato en la convenci ón. Arriba de la fotografía, con sencillas letras romanas negras, se leía la pregunt a: "¿Por qué no contratar al mejor del mundo?" En el interior había dos fotografías excelentes de Pat, así como información sim- ple, sin vestigios de publicidad exagerada, describiendo al hombre y sus logros, desde la administración de un enor- 129 OG MANDI NO me rancho de ganado en Montana, hasta ser elogiado por Dan Rather, Peter Jennings y The New York Times, todo en la misma semana. ¡Un sorprendente elogio triple! Al fin miré a mis viejos amigos que estaban al otro lado de la mesa y sonreí. —En verdad se superaron. ¡Es excelente... las fotogra- fías, el texto y el arreglo! Tomé la carta explicatoria que acompañaría al folleto, escrita ost ensi bl ement e por mí a cada programador de eventos, la cual empezaba con el breve anunci o de que había regresado al mundo de la oratoria y apreciaría su consideración para cualquier contratación futura que pu- dieran tener. La carta pedía a continuación que la persona se tomara un momento para revisar la información adjunta sobre el Campeón Mundial del Podio, a quien ahora tenía el gran honor de representar. —Este párrafo final —comenté con admiración—, es un toque maravilloso... menciona casualmente la garantía de devolución de] dinero, sin darle demasiada importan- cia. ¿Pueden imaginar a la mayoría de los programadores de eventos leyendo esta carta hasta el final, para después tener una reacción tardía y volver a leer el último párrafo para confirmar lo que acaban de leer? ¡Me encanta! Este Certificado de Garantía que promete devolver t odo el di- nero, si los directores del evento no quedan complacidos con el trabajo de Donne, par ece más aut ént i co que la mayoría de mis certificados de acciones. —Bart —dijo Vic con tono de mucho alivio—, tene- mos diez o doce fotografías más del hombre, que no ne- cesitamos en el material. Llévatelas y si deci des que te gustaría utilizar alguna de éstas en tu correspondencia con los programadores de eventos, avísanos y le pediremos a Matt que saque todas las copias que necesites. —Graci as. Vamos a revi sar t odo. ¿Cuánto t i empo transcurrirá antes que tengamos listo el material impreso para enviar la correspondencia? 1 3 0 EL DON DEL ORADOR —Salvo cualquier falla, tendremos el material termi- nado y en tu oficina dent ro de una semana, a partir de hoy. ¿Cuántas copias necesitarás? —Grace enviará correspondenci a a todos los nom- bres de nuestra lista, por lo que necesitaremos tres mil. El día siguiente al Día del Trabajo llamé por teléfono a Patrick Donne, con la noticia de que temprano ese día habíamos enviado correspondencia a más de dos mil sete- cientos prospectos y que le enviaría varias copias de todo el material que se envió por correo. —¿Qué es lo siguiente? —pregunt ó con ansiedad. —Permitiré que transcurra suficiente tiempo para que todos hayan recibido y revisado nuestro paquete, antes de empezar a hacer las llamadas telefónicas subsecuent es, primero a mis viejos amigos que han contratado oradores a través de mí desde hace años y, después, llamaré al res- to de la lista, despacio y con seguridad. Pude escuchar que Donne reía. —¿Cuántos viejos amigos, Bart? —Unos doscientos, supongo. ¿Qué has hecho desde que te fuiste de Manhattan? —Pronuncié tres discursos... en Salt Lake City, Boise y Portland. Dos más y estaré sin trabajo, Bart. Sólo bro- meaba. Estoy muy orgulloso de que me representes. No puedo esperar para empezar mi carrera entre los impor- tantes. Como dicen, es un tiempo de ansiedad. Para evitar enloquecer, mientras espero, he conducido mi Harley por la autopista Beartooth, casi todos los días buenos. Creo que probablemente he hecho media docena de viajes re- dondos desde Billings hasta el Parque Nacional Yellow- stone. Nada mejor que det ener esa motocicleta cerca de algunos sitios especiales y pasar un poco de tiempo senta- do a la orilla de un lago glacial o caminando por la tundra que está tan tranquila. En ocasi ones si ent o que puedo escuchar que Dios me habla. 1 3 1 OG MANDI NO —Pat, nunca mencionaste que conduces una motoci- cleta tan bien como vuelas un Beechcraft. —No hay por qué preocuparse, Bart. Nunca he he- cho una tontería con ninguna de las dos máquinas y soy tan consciente que resulto aburrido. Estaré bien. Sólo tra- taba de mant ener me ocupado hasta que me l l amaras. Nunca disfruté el permanecer sentado esperando que algo suceda. —Por favor, ten un poco más de paciencia. —La tendré. Todo está bajo control, confía en mí. A propósito, quieres una audiocinta de mi discurso... ¿uno en verdad bueno? Las personas que dirigen esa compañía en Boise, donde hablé, son viejos amigos míos y, por lo tanto, como un favor para mí, llevaron un equipo y graba- ron mi discurso. Les desconté algunos dólares de mis ho- norari os. Tal vez desees hacer copi as y enviarlas a los prospectos que no parecen decidir si me contratan o no. Supongo que esa noche hablé bien, porque también yo pienso que esta cinta es excelente. ¿Te la envío? —¡Me encantaría tenerla! —También tengo una cinta maestra que está en un carrete grande, con toda clase de información sobre la cubierta, la cual no comprendo, pero que estoy seguro tú sí comprenderás. —¡Fabuloso! Con eso podremos hacer copias con fi- del i dad excel ent e. Llámame cuando recibas el material que acabo de envi art e y comuní came tu opi ni ón, ¿de acuerdo? Tal vez debí aclarar todo eso contigo antes que continuáramos y lo imprimiéramos, pero no quise perder otra semana y estaba casi seguro de que te gustaría todo. —Estoy seguro de q\ie me gustará. ¿Dices que la co- rrespondencia se envió esta mañana? -—Por primera clase. ¡Toda! —El momento no podría ser mejor, Bart. Es probable que la mayoría la reciban antes de este fin de semana. El 1 3 2 EL DON DEL ORADOR domingo, el primer comercial de Ted & Margaret saldrá al aire en "60 Minutos" y lo repetirán el lunes, miércoles y vi ernes en "Good Morning, América". ¿Cuándo pl aneas empezar con nuestras llamadas telefónicas? —El próximo lunes. ¡Deséame suerte! —¡Conquístalos, jefe! No tuve que esperar hasta el lunes. El viernes por la mañana, después de que regresé de mi carrera diaria, tomé una ducha y me vestí, bebía café en la cocina cuan- do llamó por t el éfono Grace, desde la oficina. Su voz sonó más aguda que de costumbre. —Bart, Harold Titus acaba de llamar. Dijo que su se- cretaria le llevó la correspondencia esta mañana, incluyen- do nuestro paquete promocional, lo cual fue una respues- ta para todas sus plegarias. Desea que lo llames tan pron- to puedas. ¿Puedes creerlo? Harold Titus era, desde hacía diez años, el planeador principal de reuniones para Latimer Investments, una im- port ant e cadena de casas de bolsa en t odo el país. Con frecuencia había contratado a mis oradores para sus con- venciones nacionales anuales, que siempre se llevaban a cabo en los mejores hoteles con presupuest os aparent e- mente ilimitados. No recuerdo que Harold haya discutido conmigo los honorarios de un orador. Nos convertimos en buenos ami gos a través de los años y como su oficina principal corporativa se encontraba en la cercana Newark, Mary y yo habíamos disfrutado muchas cenas con Harold y su esposa, Arlene, durant e varios años. De inmediato mar qué el númer o que Grace me di o y pr egunt é por Harold Titus. —Oficina de Harold Titus —escuché que decía una voz familiar. —Peggy, ¿cómo estás? De inmediato reconoció mi voz. 133 OG MANDINO —Señor Manning, me da mucho gusto que haya lla- mado. ¿Cómo está usted? —Muy bien y me da mucho gusto escuchar de nuevo tu voz. ¿Cómo está ese viejo gruñón para quien trabajas? —Un momento, señor, le permitiré que usted mismo lo averigüe. —¿Bart? ¿En verdad eres tú, Bart? Gracias por comuni- carte conmigo con tanta rapidez. —¿Cómo estás, Harold... y tu hermosa dama? —Estamos bien. ¿Y Mary? —Fuerte como siempre. Ha pasado mucho tiempo, Harold. —Lo sé y nunca pude aceptar el hecho de que ya no estabas en el negocio. Esta mañana recibí tu grandioso folleto sobre este hombre, Donne, y no sé si me dio más alegría saber que habías regresado al trabajo o pensar que podrías ser la respuesta al problema terrible que tengo. Tu correspondencia no pudo haber llegado en un mejor momento. Fue en verdad una respuesta a mis plegarias desesperadas, como le dije a tu asistente en la oficina. Se llama Grace, ¿no es así? —Sí, se llama Grace. Acaba de llamarme por teléfo- no. Todavía estoy en casa. Dime cómo puedo ayudarte, viejo amigo. —En primer lugar, mi vanidad insiste en que te informe que este viejo planeador de reuniones ahora tiene un título después de su nombre. Desde hace casi un año he sido Harold Titus, Vicepresidente de Eventos y Convenciones. —¡Qué gran noticia! Se había retrasado mucho, ami- go mío. —Bart, me encuentro en un predicamento muy difí- cil, uno que no creo haber tenido que enfrentar anterior- mente. En una semana, a partir de este domingo, el die- ciocho de septiembre, Latimer Investments tendrá su con- vención nacional de cuatro días, en Trump Plaza, Atlantic 134 EL DON DEL ORADOR City. Esperamos tener una asistencia de alrededor de mil cuatrocientos de nuestros miembros principales y, tal vez, ochocientas esposas, de acuerdo a las últimas cifras de las reservaciones. Alex Shelley, que estoy seguro conoces, era nuestro orador programado para la noche de clausura, el miércoles, pues ha escrito cuatro o cinco libros de efecto devastador, sobre ventas y motivación. Su último libro ha aparecido durante más de un año en la lista del Times de libros fuera de la novelística mejor vendidos. Ayer por la tarde, reventó una llanta del Ferrari del señor Shelley, el coche dio varias vueltas en la Ruta Noventa y Cinco, cerca de Daytona Beach y nuestro famoso autor mundial se en- cuentra ahora en la cama de un hospital, con las dos pier- nas y un brazo colgando en el aire. Dime, ¿la programa- ción de tu campeón mundial le permitirá ser nuestro ora- dor principal el próximo miércoles por la noche? A pesar de todos mis años en el negocio, sentí que mi corazón latía con fuerza. ¡Vaya! Traté de hablar con tono de negocios. —Harold, Pat Donne todavía tiene que pronunciar dos discursos que él mismo programó, antes de que yo me haga cargo. No estoy seguro de esas fechas, pero Grace las tiene en la oficina. Investigaré y te llamaré de nuevo. —¡Fabuloso! —¿No quieres conocer sus honorarios? Estoy seguro que notaste que no mencionamos eso en la correspondencia. —Lo sé.... pero leí tu garantía de devolución del di- nero. Muy inteligente. Muy bien, ¿cuáles son sus honora- rios? —Veinte mil, más el boleto redondo acostumbrado en primera clase, desde su casa en Montana, habitación y comidas, por supuesto. —De acuerdo. No hubo problema con el programa de Pat. De inme- diato llamó por teléfono a su agente de viajes y se reportó 135 OG MANDI NO de nuevo conmi go, para i nformarme que si part í a de Billings el miércoles por la mañana, temprano, estaría en el aeropuerto de Atlantic City, en el Vuelo 368 de United, un poco después de las cuatro de la tarde, con suficiente tiempo para prepararse para la gran clausura de la con- vención. Le dije que hiciera la reservación y que alguna perso- na de Latimer Investments lo encontraría en el aeropuerto para llevarlo a Trump Plaza. —Bart, ¿todavía corres en el Parque Central todas las mañanas? —me sorprendió con la pregunta. —Por supuesto. —Si voy a la Ciudad de Nueva York la mañana si- guiente al discurso, el martes, para atender algunos nego- cios con la gente de mercadotecnia de Ted & Margaret' s, que se preparan para que haga el segundo comercial, ¿po- dría reunirme contigo para correr en el parque el viernes? —Me encantaría. —-¿A qué hora sales de tu apartamento para iniciar tu carrera matutina? —Habitualmente, cruzó la puerta principal alrededor de las seis y media. —De acuerdo, el viernes por la mañana estaré espe- rándote con mi traje para correr, afuera de la puerta que da hacia Park Avenue. —Tienes una cita, y respecto al discurso... —¿Sí? —¡Mucha suerte! De inmediato llamé por teléfono a Harold, para darle la noticia de que Patrick Donne sería su orador de clausu- ra el miércoles por la noche, en Trump Plaza y pedi rl e que enviara a alguien al aeropuerto de Atlantic City para que recogiera a Pat un poco después de las cuatro. —Acabas de salvarme, señor Manning. —¡Y tú acabas de hacerme muy feliz, señor Titus! 136 XIII F JLj 1 comercial de Ted y Margaret' s en "60 Minutos", a pesar de que Pat me había informado sobre su contenido, resultó mucho mejor de lo que esperaba. Raro es el ser humano que no parezca pequeño e insignificante al estar de pie junto a la enorme estatua de Lincoln, en el Monu- ment o a Lincoln, pero cuando Patrick Donne salió de de- t rás de l a obr a maest ra en már mol bl anco de Dani el Chester French, asintiendo y saludando, su presencia po- der osa y sonrisa cálida resul t aron i mponent es, incluso en la televisión. Cuando el comercial terminó, Mary sacu- dió la cabeza y suspiró maravillada. —¡Nace una estrella! El lunes por la mañana empecé a llamar por teléfono a las personas que aparecían en mi lista de programadores de event os, con qui enes había hecho negoci os durant e muchos años. Por supuesto, tuve que poner al corriente a cada viejo amigo sobre mis actividades. Tuvieron que es- cucharme explicar por qué decidí regresar a la competen- cia inexorable y, más tarde, charlamos sobre nuestras es- posas y familias, así como sobre el estado de nuestra sa- lud. Sólo después de todos esos preliminares, pude hablar sobre Pat. Durante todo el día, escuché repetidos cumpli- 137 OG MANDI NO dos por nuestro folleto que enviamos por correo y por la impresionante actuación de Pat en ese comercial magnífico. Las convenci ones corporativas se pl anean general - mente entre seis y nueve meses antes, por lo que no me sentí desilusionado con los resultados del primer día. Mi objetivo era simplemente renovar contactos amistosos con aquellas personas en posición de seleccionar a oradores importantes y célebres. La reacción general fue que mis viejos amigos est aban felices por que yo regresaba y se sentían intrigados respecto a Patrick Donne. La mayoría de ellos me aseguraron que me tendrían en mente cuando se iniciara la planeación para la siguiente convención, ya fuera regional o nacional. Seguí la misma rutina el martes y quizá dediqué un total de seis horas a hablar por teléfo- no y renovar relaciones con veintiún programadores de eventos, así como a enterarme de que tres de mis viejos amigos habían muerto y dos estaban retirados. El mi ércol es por la mañana, durant e el desayuno, Mary extendió la mano sobre la mesa y la colocó sobre la mía. —¿Qué te preocupa, cariño? Parece que te encuentras a un millón de millas de distancia. —He estado pensando que debí haber ido a Atlantic City para escuchar el discurso de Pat esta noche. Después de t odo, es su pri mer discurso para mí y lo menos que pude haber hecho era estar presente para darle un poco de apoyo moral. Hubiera estado bien... —No lo creo, Bart. Patrick Donne no te necesita cer- ca, examinándolo. Es un hombre y el que no estés presen- te en Trump Plaza sólo confirma que tienes una fe total en él. No creo que se sienta desilusionado y estoy segura de que no te fallará. El jueves por la mañana llegué a la oficina con la esperanza de que Harold Titus llamara por teléfono para report ar la act uaci ón de Patrick Donne, como si empre 1 3 8 EL DON DEL ORADOR había hecho en el pasado, después de contratar a uno de mis oradores. A pesar de que llegué un poco más tempra- no que de costumbre, Grace ya estaba ante su escritorio y me saludó con una sonrisa feliz. —Harol d Titus no ha cambi ado en nada. Ya llamó por teléfono. ¿Te comunico con él? Asentí y entré con rapidez en mi oficina. Levanté el auricular cuando escuché por primera vez el timbre. —Buenos días, Bart. —Harold, buenos días. ¿Cómo resultó todo? Hubo un silencio prolongado. —¿Todavía estás allí, Harold? —pregunté, después de unos veinte segundos. —Estoy aquí, Bart. —¿Hay algún problema? Pareces extraño. —Bueno, amigo mío, todavía trato de recuperarme de lo sucedi do anoche. ¡Fue una sesión de clausura que ni nguno de los presentes olvidará, lo garantizo! En ese moment o, todos los timbres de mi alarma in- terior sonaban. Evidentemente, algo fuera de lo ordinario t uvo l ugar en Trump Plaza la noche ant eri or y Harol d Titus aparentemente todavía se esforzaba por aclararlo en su mente. Traté de parecer casual, aunque interesado. —Habíame sobre eso, Harold. —Como sabes, esperábamos una asistencia récord en esta convención y la tuvimos. El gran salón tenía más de cien mesas para la cena de premiación, que si empre se lleva a cabo durante la noche de clausura. La comida estu- vo excelente, al igual que la música y el espectáculo que contratamos a través del hotel. El personal del hotel fue de gran ayuda para nosotros durante la convención. Des- pués de bailar un poco sobre una pista muy concurrida y mientras recogían las mesas, Robert Manson, nuestro vice- pr esi dent e a cargo de las vent as, subi ó al escenari o y anunci ó los nombres de los productores principales para 139 OG MANDI NO los pri meros seis meses del año. Cada uno recibió una placa enor me y cuando descendi eron del escenari o, se acer car on a nuest ra mesa, donde nuest r o pr esi dent e, Horace Latimer, les estrechó las manos, les felicitó y abra- zó. Después que se entregaron todos los premios, uno de mis asistentes, Chuck Rosen, que fue maestro de ceremo- nias en un cent ro noct ur no durant e años, se acercó al podio e hizo una presentación ante el señor Latimer. —Como sabes, Bart, Horace Latimer tiene la aparien- cia que debe t ener un presi dent e. Es alto, tiene buena postura, facciones bien marcadas en un rostro bronceado y cabello plateado. Cuando todos los asistentes se pusie- ron de pi e para rendi r honor es a nuest ro jefe con una ovación, él caminó hacia el lado izquierdo del escenario y subió despacio los escalones, sonriendo y asintiendo ante la multitud. Dio las gracias y nos habl ó durant e qui nce minutos. Nos dijo que se sentía muy orgulloso de lo que habí amos l ogrado dur ant e la pri mera mitad del año, a pesar de la economía difícil y que estaba completamente seguro de que lo haríamos igualmente bien o mejor du- rante el segundo semestre. En seguida, sacó de su bolsillo interior una hoja de papel doblada y present ó a Patrick Donne. Leyó perfectamente la presentación, palabra por palabra, como solicitaste. Esperó que Donne llegara hasta el podio, desde la mesa uno, extendió la mano y dijo: "Se- ñor Donne, lo vi en ese comercial con su amigo, el señor Lincoln. ¡Ambos tenían una apariencia magnífica!" En se- guida, Bart, tu hombre esperó que los aplausos cesaran, sin soltar la mano de Latimer, sobre la cual dio golpecitos, antes de responder: "Gracias, señor. ¡Al conocer t odo lo que ha logrado en su vida, me siento ante la presencia de la grandeza esta noche! —¡Ese es mi hombre! —Por supuest o, Bart, eso produjo otra ovaci ón de pi e y ví t ores fuertes. Donne esper ó con calma ant e el 1 4 0 EL DON DEL ORADOR mi cr óf ono, hasta que el públ i co se sent ó de nuevo y Latimer regresó a su lugar en la mesa uno, con su silla de frente hacia Donne y el escenario. —¿Cómo resultó el discurso, Harold? —me escuché pregunt ar, pues la paciencia nunca ha sido una de mis virtudes. —El discurso estuvo fabuloso. Tu hombre es tan bue- no como dijiste que era. El salón quedó muy pront o en silencio y esa ha sido siempre mi manera de medir si un orador tiene o no éxito. Donne estuvo magnífico, dramá- tico, interesante, humorístico e hipnotizante. Nuestra gente quedó fascinada. Recuerdo que Latimer se volvió en su asi ent o cuando Donne había habl ado durant e cuarent a minutos, asintió en mi dirección y levantó el pulgar dere- cho. Era evidente que nuestro presidente se sentía com- placido, al igual que yo. Entonces sucedió algo terrible... Contuve la respiración. —Algo atemorizante, Bart. Al igual que todos los de- más en el salón, las personas que estaban en nuestra mesa se encontraban concentradas en Donne y su mensaje, por lo que el primer indicio de que algo estaba mal lo dio el mismo Donne. Como todos los buenos oradores, volvía la cabeza const ant ement e de un l ado al otro del salón, ha- ciendo contacto visual con todas las personas del público que podía. De pronto dejó de hablar a mitad de una frase y se inclinó hacia adel ant e para mirar al señor Latimer, quien inclinó hacia atrás la cabeza, al tiempo que oprimía su pecho con las dos manos. Antes que cual qui era de nosotros pudiera actuar, Donne bajó de un salto del alto escenario, cayó cerca del señor Latimer, quien ahora tenía los ojos cerrados y el rostro cubierto con gotas de sudor. Se quejaba con voz suave. —Recuerdo que su esposa gritó: "¡Dios mío! ¡Horace sufre un ataque cardíaco!" 141 OG MANDI NO —¡Alguien llamó a los servicios de emergencia. . . y nos enviaron una ambulancia! Donne gritó al arrodillarse cerca de Latimer, lo l evant ó de la silla y lo col ocó con suavidad sobre el piso alfombrado. Todos empezaban a rodearnos, por lo que los hombres que ocupaban nuestra mesa se encargaron de mant ener alejada a la gente. Ob- servé a Donne cuando secó con su pañuel o el rostro del jefe. Empezó a acariciarle la frente y mejillas. Creo que yo era el único que estaba lo bastante cerca para escucharlo cuando dijo con voz suave: "Dios, sánalo, por favor. Dios, ayúdalo a respirar, por favor. Dios, ayúdalo a ver, por fa- vor. Un corazón sano es la vida de la carne". Cont i nuó repitiendo las mismas palabras una y otra vez, al tiempo que colocaba las palmas de las manos sobre las mejillas de Latimer. Pronto, Bart, los ojos del jefe se abrieron des- pacio y su respiración entrecortada y lenta empezó a cam- biar. Fue sorprendente observar eso. El señor Latimer in- tentó levantarse apoyándose en los codos, pero Donne no se lo permitió. El jefe se recostó en la alfombra y lo escu- ché decir con voz ronca: "No creo que esto fuera parte de nuestro programa". —Pues bien, Bart, la ambulancia llegó con bastante rapidez y se llevó al señor Latimer. Finalmente, todos sa- lieron del salón en un estado de shock. Los pocos de no- sotros que vimos de cerca en acción a Patrick Donne, no supimos qué decirle al hombre, además de expresar nues- tro agradecimiento profundo. Ninguno de nosotros com- prendi ó lo que hizo para que nuestro jefe se recuperara de lo que parecía ser un viaje a la tumba, aunque todos comprendimos que no era el procedimiento habitual para una resucitación cardiopulmonar. Aquellos que observa- ron desde las mesas cercanas se alejaron diciéndose mu- tuamente que habían sido testigos de un milagro y se pre- guntaban: "¿Quién es ese hombre?" 1 4 2 EL DON DEL ORADOR —¿Cómo está el señor Latimer esta mañana? ¿Tienes noticias, Harold? —Por supuest o, viejo amigo. Ya salió de terapia in- tensiva y grita mucho para que lo den de alta. Ninguna de las pruebas que le hicieron en el hospital, incluyendo un electrocardiograma, hace apenas una hora, indican que Horace Latimer haya sufrido anoche alguna clase de acce- so, at aque cardíaco o at aque de apoplejía. Sin embargo, Bart, los que estuvimos cerca y que hemos vivido en el pasado el trauma de ver a alguien sufrir un ataque, jurare- mos que ese hombre en verdad sufrió un ataque cardíaco. Dios sabe que tuvo la mayor part e de los sí nt omas. Se oprimía el pecho. ¡Dolor! Palideció mucho, a pesar de su piel bronceada y tenía gotas de sudor en el rostro. Su res- piración era entrecortada y quedó inconsciente, antes que Donne lo colocara con suavidad sobre el suelo, le secara el sudor y empezar a a acari ci arl e las mejillas y frente mientras le hablaba. Bart, mi madre cayó muerta ante mis ojos cuando yo era un adol escent e y tuvo esos mismos síntomas. —Dime de nuevo lo que decía Pat mientras atendía a Latimer. —Según r ecuer do, dijo: "Dios, sánal o, por favor. Dios, ayúdal o a respirar, por favor. Dios, ayúdal o a ver, por favor. Un corazón sano es la vida de la carne". —"Un corazón sano es la vida de la carne" suena bí- blico, Harold. —Me t emo que no puedes pr obar l o conmi go. Lo único que sé es que pensé que anoche habíamos perdido a nuestro jefe, pero que hoy todavía está con vida, sano y que estoy casi seguro de que tu hombre le salvó la vida de alguna manera. Ya registró su salida en el hotel, pero cuando lo veas, por favor dile que todos los que estuvi- mos present es en el salón anoche siempre le estaremos agradecidos. Y bendito seas, amigo. Si no hubieras aban- 1 4 3 j : i : OG MANDI NO en la acera, suplicando en voz alia a los transeúntes que les di eran di ner o. En tres ocasi ones, Patrick Donne se detuvo, sacó dinero de su billetera y lo colocó en las ma- nos sucias de un mendigo mugroso y desgreñado, quien, en cada ocasión, miró agradecido a Pat y con voz ronca pronunció las mismas palabras: "Gracias, maestro". Tan pront o como cruzamos la Quinta Avenida y en- tramos en el parque con su follaje frondoso, nuestro mun- do se tranquilizó de inmediato. Trotamos uno al lado del otro, en silencio, con paso acelerado, hasta que llegamos al Malí, ese sendero largo y recto bordeado de majestuo- sos olmos y bustos de muchos autores famosos. Finalmen- te, rodeamos la plataforma con concha acústica para or- questa, pasamos la Fuente Bethesda y llegamos al Lago, un sitio favorito para los amantes de los días de campo. No pude cont rol ar por más t i empo mi curi osi dad. Alenté el paso, señal é una banca verde de madera con vista al Lago y al único puent e de hierro del parque, he- cho famoso por decenas de pinturas, fotografías y graba- dos. —Vamos a sentarnos unos minutos. Tengo que escu- char cómo resultó el discurso. Pat dejó de trotar y sonrió. —¿Quieres deci r que tu ami go Titus todavía no te reporta mi actuación? —Oh, él ya la report ó. Te elogió mucho. Dijo que cautivaste por completo a ese enorme públ i co. Sólo de- seaba escuchar t odo de ti. Nos sent amos con las pi ernas ext endi das, sobre el césped recién podado. —Bart —Pat empezó a hablar despacio, como si con- siderara cada palabra—, supongo que dirías que el discur- so fue un éxito, pero en ese primoroso hotel, con su pre- ci oso salón de baile, uno tendría que ser en verdad un fracasado para no triunfar en el est r ado. El sal ón era 146 EL DON DEL ORADOR perfecto, el público cortés y receptivo y les di todo lo que tenía. Como era mi primer discurso para ti, no me atreví a fallarte. En la escala de cero a uno, supongo que me cali- ficaría con un ocho. Asentí y guardé silencio, en espera de que continua- - r a. Finalmente, Pat se volvió hacia mí. —¿Te contó el señor Titus lo que sucedió hacia el fi- nal de mi discurso? —Me dio algunos de los detalles. Supuse que tú me contarías el resto. —Bueno —Pat suspiró—, el discurso se desarrollaba bast ant e bi en y me encont raba en la recta final, cuando bajé la mirada hacia la mesa principal, que estaba frente al podi o. El señor Latimer cayó de pront o hacia atrás en su silla, como si sufriera un at aque cardíaco o de apoplejía. Supongo que todos me prestaban tanta atención que noté antes que los demás que él tenía probl emas. Inmediata- mente dejé de hablar, rodeé el podio y salté fuera del es- cenario, para tratar de ayudar al hombre si podía. Supon- go que estuvo inconsciente un momento, pero al fin recu- per ó el conoci mi ent o y fue llevado al hospital. Anoche llamé por teléfono al hospital, desde mi hotel aquí, y me informaron que ya no se encontraba en terapia intensiva y que esper aban darl o de alta est e fin de semana, por lo que supongo que t odo salió bien. No obst ant e, aun así, me gusta más mi final del discurso que el de él —sonrió con timidez. Me incliné hacia Pat y le di una palmada en el hom- bro. —"Un corazón sano es la vida de la carne". —¿Qué? —"Un corazón sano es la vida de la carne". Harold Titus, qui en se encontraba de pie muy cerca de ti, mien- tras atendías a Horace Latimer, dijo que ésta era una de las 147 OG MANDI NO frases que cree haberte escuchado repetir junto al hombre inconsciente. ¿Es alguna clase de plegaria? Pat levantó la cabeza y miró el agua y los árboles, ha- cia los altos rascacielos de la ciudad. —Bart, esas pal abras particulares son de Salomón, del Libro de Proverbios. También son parte de una ora- ción especial que me enseñó, cuando era muy joven, un viejo indio Crow que trabajó en nuestro rancho durant e años. Se llamaba Brightest Star y fue muy amable conmi- go durante mi desarrollo. Me enseñó a apreciar la obra de Dios, desde el gusano y hormiga más pequeños, hasta el alce o pi no más grandes. Me enseñó a sentir piedad, pa- ciencia y amor por todos los seres vivos y a que no debía dejar pasar un día sin hacer el bien a alguien, porque tal vez nunca volvería a t ener la opor t uni dad. Me enseñó también cómo pronunciar palabras especiales junto a una persona que estuviera muy enferma y me aseguró que, defi ni t i vament e, Dios me escucharí a y consi derarí a mi petición. —¿Has utilizado esas palabras especiales con anterio- ridad? Asintió. —Nunca me han fallado. —¿Son las mismas palabras que repetiste al lado del señor Latimer? Patrick Donne asintió de nuevo. Inhaló profundo y col ocó con suavidad las pal mas de sus manos sobre mi pecho. —"Dios, sánalo, por favor. Dios, ayúdalo a respirar, por favor. Dios, ayúdalo a ver, por favor. Un corazón sano es la vida de la carne" —dijo con esa voz estremecedora de bajo profundo. Retiró sus manos y apartó la mirada. Traté de decir que parecía ser una forma bastante extraña de resucita- ción cardiopulmonar, pero no pude hacerlo. 148 EL DON DEL ORADOR —Un indio norteamericano citando a Salomón —dije en cambio—. Eso es algo muy peculiar. —¿Por qué? Todos compartimos al mismo Dios. Al- gún día, la gente de este pequeño mundo dejará de mal- decir, herir y mat arse mut uament e y compr ender á que todos tenemos el mismo origen, sin importar lo diferente que sea nuestro exterior. En verdad, todos somos herma- nos y hermanas. Todos lloramos, todos sonreímos, todos sentimos dolor, todos sentimos hambre. Ninguno de noso- tros debe colocar la cabeza sobre la almohada por la no- che, sin planear llegar a otro ser humano durant e el si- guiente día. Incluso algo tan insignificante como un abra- zo, si no se tiene otra cosa que compartir, puede ser un regalo precioso. Un pequeño gorrión descendió en picada desde de- trás de nosotros y aterrizó a unos metros de nuestros pies, pi cot eando lo que parecía una galleta. —¿Estás familiarizado con la gran fábula de Osear Wilde acerca del príncipe feliz? —No, no lo creo. —Al ver ese pequeño pájaro la recordé. Es una de mis favoritas sobre el tema de dar sin pensar en la recom- pensa y trato de inculcarla al mundo. De acuerdo a la fa- bulosa obra clásica de Wilde, una estatua muy especial y el egant e de un príncipe se encont raba en una col umna alta, en lo alto de una gran ciudad. El cuerpo del príncipe estaba cubierto con hojas delgadas de oro fino, por ojos tenía enormes zafiros y en la empuñadura de su espada podía verse un rubí rojo grande. —Un día, Bart, una pequeña golondrina, que había retrasado demasiado su excursión invernal hacia Egipto, se detuvo durante su apresurado viaje al sur para pasar la noche entre los pies de la estatua. Sin embargo, la golon- drina no pudo dormir debi do al rui do que producí a el llanto del príncipe, por lo que voló hacia arriba, se detuvo 149 OG MANDINO sobre el hombro del príncipe y le preguntó por qué llo- raba. —El príncipe respondió que a pesar de que todos lo llamaban el príncipe feliz, no lo era. Le preguntó al paja- rito que cómo podría ser feliz, si desde ese sitio en lo alto de la ciudad podía ver a muchas personas que necesita- ban ayuda, comida, atención, amor y ternura. "¿Podrías ayudarme, por favor, pajarito? ¿Me ayudarás a ser útil?" El pájaro aceptó. —Primero, la golondrina quitó el rubí de la espada del príncipe y lo entregó a una joven madre atemorizada que atendía a su hijo enfermo en un ático frío. Después, el pajarito voló de nuevo hasta donde estaba el príncipe, le quitó un ojo de zafiro y fue a entregarlo a un anciano en una choza pequeña, quien no había comido durante dos días. Una vez más, voló de nuevo hasta donde estaba el príncipe, le quitó el otro ojo de zafiro y lo dejó en la ciudad, a los pies de una pequeña en condiciones seme- jantes. La golondrina retiró cuidadosamente, una por una, todas las hojas de oro del cuerpo del príncipe y las distri- buyó entre los niños pobres y desvalidos de la ciudad. —Entonces, soplaron las ráfagas heladas del invierno y como el cuerpo del príncipe ya no estaba protegido, su corazón de plomo se quebró. Sin poder protegerse del frío, la pequeña golondrina también pereció. —Una mañana, Dios reunió a sus ángeles y señaló la ciudad, diciendo: "Tráiganme las dos cosas más precio- sas de ese lugar". Cuando los ángeles regresaron, llevaban el corazón quebrado del príncipe... y el cuerpo de un pequeño pájaro muerto. Eso se llama "amor sin etiqueta de precio", amigo mío y si no empezamos a aprende; - a vivir de esa manera, nuestras vidas no tendrán valor. Asentí. —Gracias. Eso fue muy especial. Esos tres pordiose- ros que pasamos camino aquí, al parque... ¿te detienes y les das a todos? 150 EL DON DEL ORADOR Asintió y miró sus manos. —Siempre. Cada uno de ellos es una obra de Dios. Hubo un momento en las vidas de cada uno de ellos en que tuvieron los sueños, las esperanzas y ambiciones que tú y yo tuvimos. Los maestros, padres y amantes se intere- saron en ellos, trabajaron con ellos, planearon junto con ellos. Tuvieron cuentas de ahorro, recogieron flores, escri- bieron diarios, cambiaron llantas ponchadas. Vivieron, rie- ron y no imaginaron nunca que un día vivirían en el arro- yo. Tienen corazón, Bart, y esos corazones laten exacta- mente como el mío y el tuyo. —Entonces, ¿ayudas a todos ellos? —Sí. Incluso, llevo conmigo esa filosofía cuando sal- go al escenario y enfrento a un público. En realidad, trato de hacer un trabajo de venta con cada persona del mismo, trato de convencerlas para que utilicen los pocos princi- pios simples, pero poderosos, que comparto con ellos para lograr una vida mejor, para que puedan cumplir sus sueños sin tropezar, una y otra vez, y no terminen tam- bién en un pantano de desesperación y temor. Cuando estoy en el escenario, Bart, me entrego por completo, no por los honorarios que me pagan... nunca. Me esfuerzo lo más posible para poder llegar a mi público y señalarle el camino hacia un mañana mejor. No sé cuántas veces he mirado hacia la multitud y enfocado la mirada en algún hombre o mujer bien vestido y guapo y los imagino de pie en alguna esquina, con ropa harapienta y sucia, tratan- do de vender lápices para poder comprar otra botella de vino barato. Por supuesto, eso no es lo que ellos, al estar sentados escuchándome, planean para su futuro; sin em- bargo, esos vagabundos que vimos esta mañana, cuando tenían diez años de edad, nunca esperaron encontrarse de pie algún día en una esquina concurrida de Manhattan, mendigando. 1 5 1 OG MANDI NO —En verdad eres un hombr e sorprendent e, Patrick Donne. Me siento orgulloso de ser tu amigo. Sacudió la cabeza con violencia. —No soy sorprendente, Bart. Unas líneas simples de uno de los poemas de Emily Dickinson guían bastante mi vida... "Si puedo evitar que un corazón se rompa, No habré vivido en vano; Si puedo aliviar el dolor de una vida, O sanar una herida, O ayudar a un petirrojo débil A llegar de nuevo a su nido, No habré vivido en vano". Patrick Donne se puso de pie, se alejó unos pasos de la banca y ext endi ó los dos brazos con un movi mi ent o amplio. —Bart, recorre con la mirada este hermoso lugar que llamas cielo en la tierra. ¿Qué sabes de su pasado? —No tanto como debería, me temo. —¿Admitirás que ahora hay un ejército de personas sin hogar en las aceras de Manhattan? —Y me temo que el número aumenta... —¿Sabías que a mediados del siglo pasado, la llama- da gent e de la calle se reuní a aquí? Lo que ahora es el Parque Central era un pant ano lúgubre y oloroso y todas las personas sin hogar, junto con sus animales, acampaban aquí, hasta que Washington Irving, William Cullen Bryant y un pequeño y poderoso cont i ngent e de hombres, que en verdad amaban a esta ciudad, convencieron a la gente para que se estableciera aquí un enorme parque. El dise- ño triunfador ganó un premio de dos mil dólares, después de una fuerte competencia. Entonces, las personas sin ho- gar lucharon, algunas hasta su muerte, para conservar su 152 EL DON DEL ORADOR único hogar, cuando la ciudad al fin adquirió este enorme cuadrado de tierra y empezó a desbrozarlo. Un ejército tremendo de inmigrantes irlandeses, fuertes y sin empleo, después de años y años de excavar, drenar y hermosear el t erreno, finalmente, crearon este her moso refugio para que todos lo compartieran. —Pat, me avergüenza decir que sabía muy poco so- bre esto. —Este encant ador lugar ha sido un refugio para las personas sin hogar en más de una ocasión, Bart. Durante los últimos dos años del cargo de Herbert Hoover, el Par- que Central se convirtió en el úni co hogar de miles de per sonas sin empl eo y las largas hileras de sus chozas endebl es eran conocidas como "Hooverville". —¿Cómo sabes tanto acerca de este lugar, Pat? ¿Hicis- te una investigación sobre el Parque Central o la gente sin hogar? Él sonrió. —Adivina. En lugar de llegar hasta el depósi t o de agua en el extremo este del parque, dimos vuelta antes de llegar al Estanque y nos dirigimos de nuevo al sur, pasamos el área de j uego para ni ños, Conservatory Water, la est at ua de Hans Christian Andersen y el Zoológico Infantil, antes de salir a la Plaza del Gran Ejército y dirigirnos a la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida. Escuché esa inolvidable voz que gritaba, ant es de verlo inclinado hacia adelante en su silla de ruedas, sacu- di endo su Biblia por arriba de la cabeza, mientras ator- mentaba y daba una perorata a cada transeúnte. —¡Estén alerta de los malos profetas! —¡Ningún hombre puede servir a dos amos! —¡Rechacen el mal y elijan el bien! Desde la playera roja harapienta hasta los zapatos de lona manchados, vestía exactamente igual que aquel día 153 OG MANDINO predestinado, cuando de pronto giré hacia el sur, para evitar encontrarme con él. Al acercarnos, me vio, me seña- ló directamente y gritó: "¡Tú! ¡Tú! Es mejor confiar en el Señor que tener confianza en el hombre! ¡Escúchame! ¡Tú! ¡Tú...!" De pronto, el vagabundo loco dejó de gritar; con la boca abierta miraba a Pat. Nos acercamos cada vez más a la silla de ruedas. El anciano soltó la Biblia sobre sus pier- nas, levantó las manos juntas para rezar y miró directa- mente a Patrick Donne. —Bendito sea tu nombre... —dijo con voz suave cuando pasamos. 154 XV n * -J espués de tomar una ducha, afeitarme y vestirme, me reuní con Mary en la cocina para mi acostumbrada se- gunda taza de café, antes de dirigirme a la oficina. Mary frunció el ceño al verme. —¿Qué sucede? —pregunté al fin. —¿Dónde está él? —¿Patrick? Sacudió la cabeza y suspiró con impaciencia. —Sí, esposo, Patrick, Patrick Donne. ¿No iba a reunir- se contigo esta mañana para tu paseo por el Parque Cen- tral? —Lo hizo. Nos separamos hace unos minutos. Traté de traerlo aquí con promesas de que prepararías para él tus hot cakes de arándano especiales, pero tiene que to- mar el avión para Florida a las diez. Filmarán el segundo comercial de Pat para Ted & Margaret's Frozen Dinners en la base de lanzamiento de Cabo Cañaveral, ¿puedes creer- lo? —¿El gobierno está de acuerdo? —Supongo que sí. La mayor parte del país habla to- davía de su primer comercial desde el Monumento a Lincoln. Dijo que la recepción fue tan grande, que Ted y 155 OG MANDI NO Margaret decidieron transmitir cada uno de los ocho co merciales finales durante cuatro semanas consecutivas er "60 Minutos", así como tres veces a la semana en "Gooc Morning, America". Hablan de una exposición fabulosa. S los otros comerciales resultan tan magníficos como el pri mero, recibiré más solicitudes para discursos de los que él pueda pronunciar. Mary rió y me besó la mejilla. —Pobr e hombr e. ¡Oh, casi lo olvido! Llama a Jay Bridges. Está en casa. El númer o está en la libreta que cuelga junto al teléfono de la cocina. —¿Sucede algo malo? —Ño lo creo. El hombre parecía muy ani mado. Me pidió que le hiciera el favor de decirle al genio que tengo por marido que lo honrara con una llamada cuando fuera conveniente... ¿Tiene sentido eso para ti? Me dirigí al teléfono y marqué el número que Mary anotó en nuestra libreta de mensajes. —-Buenos días —dijo la voz familiar de Jay Bridges— Es otro día encantador aquí en Memphis. —Aquí en Manhattan no está mal. —Bart, viejo zorro, me he quitado el sombrero ante ti durante muchos años, pero éste último despliegue de des- treza tuyo exige al menos que me hinque en el suelo en señal de reverencia. En verdad no has perdido tu t oque, eso es seguro. —¿De qué hablas, Jay? —Oh, con seguridad t odo esto es una sorpresa para ti. Hablo sobre esa fascinante act uaci ón de tu hombr e, Patrick Donne, que aparece en la primera pági na de la sección Vida de la edición de hoy de USA Today. —No recibimos USA Today, por lo que no he visto ese artículo al que te refieres y no sé nada al respecto. ¿Lo tienes a la mano? 156 EL DON DEL ORADOR —Lo tengo aquí, Bart. Cuando sonó el teléfono, su- puse que eras tú. —¿Quieres leérmelo, por favor? —Es un artículo de una columna y cinco párrafos. Si consideramos que el tema del artículo es la posible salva- ción de una vida, tenemos esta coincidencia sorprendente j unt o a la col umna de "Lifeline"... "Lifeline", Bart, que siempre ocupa todo el lado izquierdo de la primera pági- na de la sección Vida. El artículo tiene un encabezado audaz que dice: "¿Este orador persuasi vo t ambi én hace milagros?" —¡Oh Dios! —me escuché gemir. Jay aclaró dos veces la garganta ruidosamente y em- pezó a leer: "Alto, guapo y con voz de mando, Patrick Donne es un miembro de ese raro y bastante exclusivo g r u p o de pr of es i onal es c onoc i dos c omo or a dor e s motivadores e inspirados. ¿Su compañía va a tener su con- vención anual? Si es así, es probable que puedan utilizar a un individuo dinámico como Donne, después de tres can- sados días de reuniones de negocios, para enviar a todos de regreso a su ciudad con un coment ari o importante y positivo, preparados para establecer nuevos récords de vent as al enfrentar al mundo de nuevo con vigor reno- vado". —"Pocas personas en el negocio de la oratoria cues- tionarían que Patrick Donne, ex vaquero de Montana, es uno de los mejores oradores motivadores en el país. En julio, durante la convención anual de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica, una organización con miles de miembros, Donne resultó victorioso en un concurso de oradores, entre la mayoría de los oradores profesionales más importantes en el negocio y fue coronado Campeón Mundial del Podio." —"Sin embargo, la victoria de Donne fue merecedora de mucho más que un trofeo de cristal Waterford. Los fun- 157 OG MANDI NO dadores de Ted & Margaret's Frozen Dinners, patrocina- dor es del concurso de oratoria, t ambi én ent regaron al ganador un cheque por un cuarto de millón de dólares, como un anticipo por su aparición en una serie de nueve comerciales de televisión que "hablan" sobre sus produc- tos. Donne i mpresi onó mucho a la enorme multitud al devolver el cheque tan pronto se lo entregaron y al pedir que giraran otro, a cambio, por la cantidad total, a nom- bre del Centro Dougy, en Portland, Oregon, el cual es una organización no lucrativa dedicada a enseñar a los peque- ños cómo enfrentar mejor la pérdida de un ser queri do. Su gesto conmovedor y generoso atrajo la atención nacio- nal en ese momento." —"Una vez más, Patrick Donne es noticia. El miérco- les pasado por la noche, cuando pronunciaba su impre- sionante discurso de clausura, durante la última noche de la convención nacional de los representantes de Latimer Investments, en compañía de sus esposas, en Trump Pla- za, Atlantic City. Hacia el final de su discurso, de acuerdo a lo que dicen algunos de los presentes, Donne dejó de hablar de pront o, corrió hasta la orilla del podi o y saltó hacia el público, cayendo cerca de la mesa donde el pre- sidente de la compañía, Horace Latimer, se había desplo- mado hacia atrás en su silla, opri mi endo su pecho y gi- miendo. Era evidente que Latimer sufría un ataque de al- guna especie." —"En la confusión, nadie está seguro de lo que suce- dió, excepto que Donne levantó de su silla al hombre que aparentemente sufría un ataque y lo colocó con suavidad sobre el suelo alfombrado. En seguida, de acuerdo a uno de los testigos, empezó a acariciar el rostro sudoroso de Latimer, al tiempo que hablaba con tanta suavidad al hom- bre que sufría, que nadi e pudo escuchar sus pal abras. Pronto, Latimer recuperó el conocimiento y se sentó. In- cluso, logró sonreír débilmente a Donne, antes que llegara 1 5 8 EL DON DEL ORADOR la ambulancia. Latimer pasó el resto de la noche en tera- pia intensiva, pero varios médicos consultados reportaron que no había señal de daño coronari o y que había sido dado de alta. No fue posible localizar a Patrick Donne ni a su agente para obtener comentarios, muchos empleados de Latimer Investments están casi seguros de que fueron testigos de un milagro, una verdadera "imposición de ma- nos" moderna. Quince minutos después o más, cuando Jay y yo ter- minamos nuestra conversación telefónica, todavía no lo había convenci do de que yo no tuve nada que ver con ese artículo de USA Today. Más interesante aún, fue que ni una sola vez durante nuestra discusión, Jay me preguntó lo que Pat me había dicho acerca del incidente o si perso- nalmente creía que se había llevado a cabo un milagro de alguna especie. Para ayudarme a pensar con claridad y en forma ra- cional, caminé hasta mi oficina esa mañana y cuando lle- gué a la Calle 44 Oeste, había deci di do obt ener consejo experto sobre cómo manejar mejor la situación, antes que quedara fuera de control. No deseaba que a la larga, el público, y en especial los clientes en prospecto, empeza- ran a pensar que Patrick Donne era algo más que un mag- nífico orador. Llamé por teléfono a los Darnley. Vic no se encontraba, pues atendía algún negocio, pero Terri escu- chó con paciencia, hasta que cubrí la mayoría de los deta- lles. —Bart, Vic y yo leímos el artículo y ya charlamos al respect o —dijo ella—. También nos inquieta, principal- ment e, porque proyecta una imagen errónea de Pat; sin embargo, decidimos no decir nada a no ser que llamaras y pidieras nuestra opinión. Nuestra opi ni ón es que debes ignorar el asunto o, al menos, tratarlo a la ligera. Incluso, Vic y yo pensamos en las preguntas que les pueden hacer a cual qui era de ust edes los medi os informativos o los 159 OG MANDI NO clientes potenciales, respecto al asunt o, y la mayoría de las respuest as que obtuvimos úni cament e confundirían más el asunto. Lo más que se puede hacer, si a ti o a Pat les hacen preguntas que no es posible evitar, es decir que sólo prestó los primeros auxilios, como lo hubiera hecho cualquier otra persona en circunstancias similares y dejar las cosas así. No obstante, nuestro consejo principal para ti y para Pat es que habl en lo menos posi bl e sobr e el asunto, que no ofrezcan información y que permitan que el tiempo borre gradualmente el asunto de la memoria de todos. En una semana aproximadamente, ya se habrá olvi- dado todo. El consejo de los Darnley, aunque parecía sabio, no resultó fácil de seguir. Durante varios días después de la aparición del artículo, casi todas las llamadas telefónicas que hice a los pl aneadores de reuni ones, para reafirmar mi correspondenci a enviada, originaron una o dos pre- guntas acerca del "milagro de Patrick en Atlantic City". A pesar de esto, como lo predijo Terri, todo el asunto pare- cía olvidado. Nunca, ni siquiera cuando la popul ar i dad de Eric Champion llegó a su punto más alto, disfrutó el éxito que siguió a las contrataciones de Patrick. Los importantes y memorables comerciales de Ted & Margaret's, que presen- t aban a Patrick Donne como el Campeón Mundial del Podio, mostrados a la nación semana tras semana, pronto lo hicieron tan reconocido por los norteamericanos como nuestro Presidente o Michael Jackson o Peanuts. Después de su presentación en Cabo Cañaveral, hizo sus comercia- les para Ted & Margaret's apoyado en un poste de la por- tería en el Tazón de las Rosas; durante la cuarta curva en la Pista de Carreras de Indianápolis, en un auto Indy; en- cendi endo una pequeña hoguera en una saliente de roca roja en un área impresionante del Gran Cañón; paseando por el Puent e Golden Gate; t ocando con suavidad una 1 6 0 EL DON DEL ORADOR guitarra, sentado en el césped frondoso afuera de Grace- land; t ocando la Campana de la Libertad y r emando en una canoa pequeña en las aguas tranquilas de Walden Pond de Thoreau. Las primeras cuatro semanas en que me puse en con- tacto con los programadores de eventos produjeron cuatro futuros contratos de oratoria, cada uno por $20,000 más gastos. Durante el siguiente mes, Grace envió por correo siete contratos más y doce durante el tercer mes. Mi pro- blema fue ent onces uno que todos los agentes desearían tener. En realidad, tenía dos problemas. Primero, fue ne- cesario estar en contacto constante con los encargados de la promoción y publicidad de Ted & Margaret's, para po- der coordi nar los discursos programados de Pat con las filmaciones de los comerciales de la compañía en varios sitios. Segundo, al continuar preparando el programa para Pat, tuve que preguntarle cuántos contratos pensaba que podía cumplir cada mes, sin fatigarse ni est ropear su ac- tuación. Los discursos que tenía contratados hasta el mo- ment o cubrí an un per í odo de cat orce meses. El mayor número que programé en un mes fueron cinco discursos, puesto que la experiencia me había enseñado que era el límite efectivo para una persona, consi derando que las citas estaban distribuidas desde Miami hasta San Diego. No obstante, deseaba discutir eso con Pat, en persona, y permitirle decidir. A pesar de que ahora recibía varias lla- madas t el efóni cas cada semana de pr ogr amador es de eventos que querían conocer la disponibilidad y honora- rios de Pat, con pesar decidí no hacer más compromi sos además de los discursos ya contratados, hasta que hablá- ramos en persona. Pat había regresado a su pequeño puebl o en Bless- ings, Montana; sin embargo, generalmente habl ábamos al menos cada tercer día por teléfono, para poder darle la última información sobre las contrataciones efectuadas. A 161 OG MANDI NO pesar de que su programa de discursos no se llevaría a cabo hasta dentro de dos meses, no se sentía preocupado. Dijo que entre los comerciales que se filmaban trabajaba también en un proyecto nuevo y muy importante que re- quería paz, tranquilidad y privacidad. Incluso el irse a vi- vir a Nueva York, como tenía planeado, estaba ahora en es per a hast a t er mi nar l a nueva t ar ea. Regr esar í a a Manhattan en diez días, para reunirse con el personal de Ted & Margaret' s y ent onces podrí amos hablar sobre su programa. También dijo que si me mostraba amable con él, me hablaría sobre su proyecto especial. Así, por segunda vez, Patrick Donne y yo, por solici- tud de él, corrimos por el Parque Central poco después que saliera el sol, sólo que en esta ocasión subi ó a mi apartamento después que terminamos nuestro recorrido y de vor ó al me nos una doc e na de l os hot c a ke s de arándano especiales de Mary, para alegría de ella. Des- pués de limpiar la mesa de la cocina, Mary sirvió una se- gunda taza de Café a Patrick y a mí y nos dejó solos. —Bart, estaré arriba por un tiempo, en el apartamen- to de los Wilson. Joan tiene que estar en su banco a las diez, esta mañana, y promet í quedar me con Kathy. No tardaré más de una hora y Pat, en caso de que ya te hayas ido cuando regrese, permite que te abrace ahora. —Katty Wilson es una niña preciosa de nueve años de edad, que ha pasado los tres últimos años en una silla de ruedas —expliqué, después que Mary salió de la coci- na—. La atropello un taxi frente a este edificio y su espina dorsal resultó bastante dañada. La pequeña quedó paralí- tica desde la cintura hacia abajo. Ama a Mary y, con fre- cuencia, las dos van de compras juntas. Patrick sacudió la cabeza con admiración. —Estás casado con una mujer muy especial, Bart. Lo sé. También represento a un orador muy especial. Habl emos de él. Necesito saber lo que opi nas sobr e el 162 EL DON DEL ORADOR númer o de dicursos que puedes pronunci ar cada mes. Como sabes, dejé de aceptar contrataciones hasta saber lo que opinas sobre el asunto. Si sigo haciendo mis llamadas telefónicas y continúan llamándome, no sé cuántos contra- tos podremos aceptar. ¿Cuál es tu opinión? Pat bebió despacio su café y exhaló profundo. —Fijemos el límite de seis al mes. —De acuerdo, serán seis. —¿No deseas saber por qué decidí que fueran seis? —No importa. Si eso es lo que deseas, eso tendrás. —Bart, nuestros honorarios son veinte mil, ¿correcto? Asentí. —Tu comisión es del veinticinco por ciento... ¿correc- to? Asentí de nuevo. —Eso me deja con qui nce mil dólares por discurso. Seis discursos por mes representan noventa mil y si multi- plicamos eso por doce meses, ganaré más de un millón de dólares por año. No puedo imaginar a alguien que gane un millón de dólares en sólo doce meses, pero esa es aho- ra mi meta. —¿Para tener más para dar? —No lo doy. Únicamente hago algunas inversiones en la gente. No es gran cosa. Hay un viejo dicho que nos di ce que sólo somos ricos a t ravés de lo que damos y pobr es sólo a través de lo que conservamos. Cualquier forma de caridad es apenas un poco de amor en acción, eso es todo. —De acuerdo, vamos a fijar el númer o máximo de discursos por mes en seis. ¿Alguna excepción? —Puedo ser tan flexible como sea necesario. Si se presenta algo especial, llámame y lo discutiremos. Tam- bién deseo llevar a cabo algunas presentaciones para re- caudar fondos para caridad, si empre que podamos. Sin cobro, por supuesto. 1 6 3 OG MANDI NO —De acuer do. Ahora... habí ame sobre ese nuevo proyecto especial que tienes. Transcurrieron varios minutos antes que él respon- diera. —Como te dije, Bart, he pronunci ado discursos du- rante siete años... tal vez doscientos en total. Me gusta lo que hago y en verdad creo que lo hago bien, pero no estoy convencido de que los oradores tengamos un efecto tan fuerte en nuestro público como muchos de nosotros quisiéramos creer. Hace varios años, recuerdo haber leído un artículo en la revista Disclosure, el cual me intranquili- zó mucho. Un médico y educador brillante, con una larga lista de credenci al es, cuyo nombr e no recuerdo, había escrito un artículo provocativo sobre el aprendizaje, en el que afirmó que la mayoría de nosotros podemos recordar únicamente el diez por ciento de lo que escuchamos, diez minutos después de oírlo. No quise creer que la mayoría de los puntos importantes que pensé lograba en el estrado quedaban sin digerir, por lo que decidí interrogar a algu- nos de los miembros de varias de mis audiencias, casi in- medi at ament e después de mi discurso, sobre los princi- pios del éxito que yo había cubierto. Para horror mío, la mayoría de las personas que interrogué no podían recor- dar t odo lo que compart í con ellos. Todos dijeron que habí an di sfrut ado el di scurso, que les había i ndi cado cómo mejorar y que se sentían contentos por haber asisti- do, pero cuando se trató de datos específicos, sólo recor- dar on al gunas cosas. Trataron de no parecer avergon- zados. Pat dio un trago de café, colocó la taza medio vacía sobre el platito y fijó la mirada en éste. —Me molestó mucho lo que descubrí y decidí discu- tirlo con un viejo amigo de Montana, John Curtiss, quien fuera director de una escuela secundaria en Billings, antes de retirarse para esquiar, leer y jugar golf en el Club de 164 EL DON DEL ORADOR Golf Red Elks, donde él y yo jugamos juntos con bastante frecuencia. Una tarde nos encontrábamos sentados char- lando, después que me dio una buena paliza en el campo de golf, y le pregunt é, consi derando todos sus años de maestro, lo que pensaba acerca de esa teoría del diez por ciento que me preocupaba mucho. Meditó un moment o, asintió con la cabeza y dijo que le parecía correcta. Estaba bastante seguro, aunque nunca lo había probado, que si uno leía un capítulo de un libro de historia a una clase de noveno grado y después examinaba a los alumnos sobre eso, no obtendrían una calificación tan buena como la de otro gr upo del noveno grado al que se le ent regaran li- bros y se les pidiera leer ese mi smo capítulo, ant es de examinarlo. —Bart, creo que lo que recuerdo con mayor clari- dad es lo que John me enseñó sobre Abraham Lincoln. Dijo que cuando Lincoln habló durant e la consagración del campo de batalla en Gettysburg, después del prolon- gado discurso del famoso orador Edward Everett, los co- ment ari os breves de Abe atrajeron muy poca at enci ón. Lincoln estaba seguro de que su presentación y palabras habían sido un fracaso y una pérdida total de tiempo. Sin embargo, más tarde, cuando las palabras de Lincoln que- dar on impresas, fueron acl amadas en t odo el mundo. . . como todavía lo son en la actualidad, ciento treinta años después. —Bart, después de escuchar eso acerca de mi héroe de siempre, Lincoln, investigué por mi cuenta y t odo me condujo hacia la misma conclusión: la palabra escrita se graba de una manera más permanente en nuestro cerebro, que la palabra hablada. Benjamín Franklin fue un genio auténtico y un orador excelente, pero su sabiduría y filo- sofía para una buena vida fueron enseñadas al mundo a través de su Autobiografía y el Poor Richard's Almanac. Napol eón Hill pronunci ó discursos motivadores durante 165 OG MANDI NO años, pero hasta que aparecieron impresos sus "Pasos a la riqueza" pudo comunicar sus ideas a millones de perso- nas. Norman Vincent Peale pronunció sus sermones con- movedores desde el pul pi t o de su iglesia Marble Colle- giate, aquí en la ciudad, durante muchos años, pero alcan- zó un sitio nacional úni cament e después que sus i deas sobre el pensami ent o positivo aparecieron impresas. Lo mismo sucedió con Dale Carnegie. El hombre dio clases noct urnas en la YMCA, hasta que fue publ i cado su libro Cómo ganar amigos e influir en la gente. Ahora estoy to- talmente convencido de que los mensajes dados oralmen- te, sin importar lo poderosos y dinámicos que sean, ya sea en persona o en cinta, no se comparan en poder de reten- ción con la palabra escrita que uno puede leer, reflexio- nar, revisar, una y otra vez. —Ese es el proyecto especial. ¡Estás escribiendo un libro! Pat negó con la cabeza y sonrió. —No, intento hacer algo todavía más difícil. —¿Más difícil que escribir un libro? —Eso creo. En un libro, tienes libertad para utilizar todas las palabras que creas son necesarias para explicar plenamente tu tema, antes de pasar al siguiente capítulo. Lo que intento hacer es tomar esas antiguas reglas para una buena vida, las cuales compart o con mi públ i co, y resumirlas a un mínimo de palabras y oraciones que tengo la esperanza puedan ser reproducidas en una sola hoja de papel o cartulina. Mientras menos palabras, mejor, y allí es donde está la dificultad. Esta colección de consejos sabios, en la forma que finalmente le dé, será mi regalo especial para t odo el que me escuche hablar. En algún moment o casi al final de mi discurso, mencionaré la pequeña sor- presa que podrán recibir de mí al partir y, en seguida, les pediré a todos que me concedan un pequeño favor... Esperé, sin decir nada. 166 EL DON DEL ORADOR —Bart, les pediré a todos que lean mi pequeño rega- lo cada mañana, antes de empezar su día. Quiero que ten- gan el est ado mental adecuado para enfrentar las horas que tienen por delante, con todos sus desafíos y proble- mas, tentaciones y peligros. Deseo que sigan mi mapa de caminos sencillo a lo largo del sendero de la vida, el cual resultará mucho más fácil si escuchan mi consejo. Si logro ese objetivo, si puedo afectar más vidas con la ayuda de la palabra escrita, entonces, que así sea. —¿Cómo va el proyecto? Sacudió la cabeza y suspiró con añoranza. —Muy lento. Ni siquiera le tengo un título, pero pro- greso. Es muy fácil hablar durante veinte minutos sobre el s e c r e t o del éxi t o, pe r o r esul t a muy di fí ci l escr i bi r significativamente sobre el mismo secreto en una oración de apenas doce palabras. No obstante... lo lograré. Lo ter- minaré e imprimiré antes que empecemos con nuestros discursos. De pronto, Pat metió la mano en el bolsillo lateral de sus pantalones, sacó una llave y la colocó sobre la mesa, frente a mí. —Bart, estoy t rabaj ando en una libreta negra con hojas sueltas, que está en el cajón superi or de mi viejo escritorio de roble, en mi cabana en Blessings. Si algo me sucedi era ant es de terminar e imprimir ese trabajo, me gustaría que lo tuvieras y compart i eras con ot ros, si lo deseas. ¿De acuerdo? Antes que pudiera responder, escuché la voz de Mary en nuest ro vestíbulo, seguida por una risa infantil y el ahora familiar ruido producido por la silla de ruedas, an- tes que Kathy Wilson apareciera en la puerta de la cocina, seguida por Mary. —¡Hola, señor Manning! —Hola, Kathy. ¿Cómo está mi niña preciosa? —Bien. 167 169 OG MANDI NO madera, mientras mamá trataba de freír huevos y tocino en una sartén negra gigante. Recuerdos, recuerdos, recuer- . dos... Di una palmada al hombro de Patrick Donne. —¿No crees que ya es tiempo de que encuent res a alguien con quien compartir una bonita cocina, junto con esos ingresos de un millón de dólares? ¿Hay algún progre- so en ese frente? —No he t eni do mucho t i empo para buscar. Todo sucederá, no hay que preocuparse. ¿Irás a la oficina hoy? -—Tan pronto como tome una ducha, me afeite y me vista. —¿Irás caminando? Asentí. —Ent onces, te esperaré, si no te importa. Te haré compañía. Tengo la mañana libre. —¿Cuánto tiempo te tendrán en la ciudad Ted y Mar- garet en esta ocasión? —Toda la semana. Estaré en el Plaza hasta el próxi- mo lunes, después regresaré a Blessings para trabajar dos semanas ininterrumpidas en mi proyecto. Cuando al fin llegamos a mi oficina, invité a Pat a subir, pero dijo que ya había perdido bastante tiempo. Ese día no utilicé mi lista de correspondencia y trabajé con los nombres de los planeadores de reuniones que me habían l l amado por teléfono para contratar a Pat y que Grace anotó. Logré tres contratos en firme y otras dos personas dijeron que se comunicarían de. nuevo conmi go en una semana. Al día siguiente, logré dos contratos más para Pat, ant es del mediodía, y al colgar, después de hacer la se- gunda contratación, me dirigí a la oficina externa y vi que Grace me sonreía con presunción. —-¿Dijiste que Patrick y tú decidieron que su límite por mes serían seis discursos? —preguntó ella. 170 EL DON DEL ORADOR —Así es. —Bart, al ritmo que llevas, tendrá contratos sólidos durant e los próximos dos años, al final de este mes. No recuerdo que hayamos logrado contratos para oradores con dos años de anticipación. —Creo que nunca lo he hecho. ¿Recuerdas lo moles- to que solía estar Eric siempre que le decía que tenía un contrato con un año de anticipación, para que pronuncia- ra un discurso. —Sí —Grace sonri ó—, si empre nos pregunt aba si teníamos alguna carta de Dios que nos asegurara que es- taría por aquí en un año para pronunciar su discurso. —Dos años será nuestro límite. —¿Y después... otro orador? —No lo creo. No por un tiempo, al menos. Disfruto demasiado esto. No hay problemas ni tengo que esforzar- me por lograr una venta. No tengo que hacer quince lla- madas telefónicas para convencer a alguien que tome una decisión. Ni siquiera tengo que pronunciar un discurso de venta para conseguirle a este hombre una cita de oratoria. ¡Fenomenal! Grace asintió. —Esos comerciales nacionales no nos causan ningún daño, eso es seguro. Sonó el teléfono y Grace levantó el auricular después de escuchar el timbre la primera vez. —Motivators Unlimited —dijo con dulzura. Escuchó un moment o, antes de añadir—: él está aquí —movió el auricular hacia mí y dijo—: es Mary. Regresé a mi oficina para contestar el teléfono. —Hola, cariño. —¡Bart, por favor regresa a casa en este momento! —¿Qué sucede? Parece que estás muy mal. Había- me... 1 7 1 OG MANDI NO —Todo está bien; sin embargo, todavía te necesito... ¡ahora! ¿Y Patrick? ¿Todavía está en la ciudad? Trata de localizarlo, por favor, querido. No me hagas preguntas. ¡Si me amas, apresúrate a llegar a casa! Trae a Patrick. Rápi- do, por favor... Colgó. Llamé por teléfono al Plaza y tuve suerte. —¿Tienes tiempo libre en este momento? —pregunté, tan pronto como Pat me saludó. —Seguro... ¿qué sucede? —No lo sé, Pat. Acabo de recibir la llamada de Mary más extraña que he t eni do en t odos nuest ros años de matrimonio. Me pidió que fuera a casa inmediatamente y que te llevara, si es posible. ¿Irás? —Por supuesto. —Muy bien. Tomaré un taxi. Espérame en la acera. Llegaré a tu hotel en menos de diez mi nut os. ¿Tiempo suficiente? —En este moment o salgo —respondió y el teléfono quedó muerto. La puerta de nuestro apartamento se abrió antes que pudiera meter la llave en la cerradura. La piel de Mary, habitualmente con buen color, estaba ceniza y sus ojos tenían la apariencia de que había llorado. Cuando la tomé en los brazos se abrazó a mí, como si estuviera asustada y no quisiera soltarme. Su cuerpo temblaba. —¿Qué sucede, querida? Por amor de Dios, dímelo... —Nada malo. Patrick, muchas gracias por estar aquí. Pasen a la sala. Joan Wilson y su esposo, Ted, estaban sent ados en silencio en el sofá grande, tomados de las manos y son- riendo. Junto al sofá se encontraba Kathy, sentada en su silla de ruedas. Cuando la niña nos vio, dejó su osito de pel uche sobr e sus pi er nas y movi ó las dos manos en nuestra dirección. 1 7 2 EL DON DEL ORADOR —Hola, señor Manning. Hola, señor Donne —saludó. —Hola, Kat hy—respondi mos en coro. Me volví hacia Mary. —¿De qué se trata, cariño? Ella ignoró mi pregunta. Después de presentar a Pat con Ted y Joan Wilson, señaló los dos sillones de orejas que estaban directamente al otro lado de la habitación de donde se encontraban sentados los Wilson. —Bart, tú y Pat siéntense aquí —pidió Mary. Pat me miró y frunció el ceño. Lo único que pude hacer fue sacudir la cabeza y encoger los hombros, mien- tras ambos nos sentábamos obedientemente. Mary caminó hasta el cent ro de nuestra alfombra persa, di rect ament e debajo del candelabro, se volvió hacia Kathy y con el tono de voz exacto de una maestra dominante de escuela, pre- guntó: —¿Estás lista? Kathy sonrió y asintió con ansiedad. —¡Muy bien, hazlo! —gritó Mary. De i nmedi at o, Kathy col ocó las palmas de las dos manos sobre los brazos de la silla de ruedas. Inhaló pro- fundo y empujó hacia abajo con los brazos. Con la ten- sión reflejada en su hermoso rostro, gradualmente levantó el cuerpo de la silla y con los dos soportes para los pies hacia arriba, sus pies se deslizaron hacia abajo, hasta que tocaron el suel o. Continuó empujando contra los brazos de la silla de ruedas, hasta que al fin estuvo de pie erecta y su pe que ño y del gado cuer po se bal anceó s ól o un poco. En seguida, dio un paso pequeño con el pie dere- cho, otro con el izquierdo, después de nuevo con el dere- cho y cont i nuó cami nando despaci o y dudosa sobr e la alfombra, con los brazos extendidos a los costados, como si tratara de conservar el equilibrio en una cuerda tensa. Estoy seguro que todos conteníamos la respiración. Final- mente, se abalanzó hacia Pat y cayó en sus brazos. Levan- 173 OG MANDI NO tó la mirada hacia él y todo lo que le escuchamos pronun- ciar fue una palabra: "¡Gracias!" Más tarde esa noche, mucho después que Mary apa- gó la lámpara de nuestro dormitorio, se acurrucó junto a mi espalda. —¿Estás despierto? —me preguntó. —Después de este día, resulta difícil dormir —res- pondí despacio. —Lo sé. ¿Puedo hacerte una pregunta... únicamente una? —Hazla. —¿Quién es Patrick Donne? —Cariño, desearía saberlo. En los meses que siguieron, el programa de oratoria que preparé para Pat se aceleró gradualmente y el hombre de Blessings pronto se encontró llevando una vida más agita- da de lo que pudo haber imaginado. Promovido, cada vez que se presentaba, como el Campeón Mundial del Podio, Patrick Donne era uno de los pocos oradores que he co- noci do que en verdad han recibido ovaciones de pie, al ser presentados. Esos mismos públicos, de acuerdo a los reportes recibidos, siempre se acomodaban de inmediato, guardaban silencio y prestaban atención, tan pronto como él empezaba a hablar. Durante más de sesenta minutos, Pat compartía sus sugerencias dinámicas y sencillas sobre cómo vivir una vida más feliz y productiva, mientras per- manecía de pie, alto e imponente, detrás del podio, en el Centro de Convenciones Anaheim; Boca Ratón Resort & Club; Hotel Opryland, en Nashville; el Arizona Biltmore, en Phoenix; el Centro de Convenciones Hynes, en Boston; el Auditorio Palmer, en Austin y el Centro Wharton, en la Universidad del Estado de Michigan, por nombrar sólo algunos de los sitios en que pronunció discursos. 1 7 4 EL DON DEl ORADOR Los programadores de eventos que contrataron a Pat, viejos amigos y contactos nuevos, representaban a corpo- raciones y organizaciones tan variadas como los audito- rios, salones de baile y hoteles donde habló. Algunos de sus discursos, ante públicos de entre seiscientas a más de ocho mil personas, fueron para United Consumer Club, la Association of Life Underwriters, Canadá Wide Magazine, Amway Corporation, Aim International, American Motiva- tional Association, Alabama Association of Realtors, New Century Productions, Hill—Rom Corporation, Fruit of the Loom, Arbonne International, Re Max Real Estáte, Ford Motor y, sin embargo, encontró tiempo para recaudar fon- dos para Make—A—Wish Foundation, en Phoenix. Diez o quince años antes, cuando Eric Champion y el resto de mis oradores se encontraban en la cima, desarro- llé un sistema para que los pr ogr amador es de event os valoraran al orador que habían empleado. Era un cuestio- nario muy simple, con diez preguntas, cada una de éstas pedía al planeador de reuniones que calificara el discurso y al orador con base en diferentes cualidades de la pre- sentación, desde diez, "absolutamente magnífico", hasta cero, "bastante malo". Sólo en una ocasión en todos los años que represen- té a Eric recibió únicamente dieces. Ninguno de los otros oradores lo logró. Pedí a Grace que utilizara el mismo sis- tema de evaluación con Pat y ocho de sus primeros doce discursos fueron calificados excelentes por jueces difíciles de complacer. ¡Cinco jueces escribieron en las líneas de comentario que seguían a las preguntas que resultó ser en verdad el orador persuasivo que aseguré que era! En menos de seis meses después de su inolvidable noc he en Tr ump Pl aza, c u a n d o ha bl ó par a Lat i mer Invest ment s, logré contratar para Pat seis discursos por mes durante los próximos dos años, excepto para diciem- bre, en que sólo logré que lo contrataran una vez en cada 175 OG MANDINO año, lo cual no fue una sorpresa o desilusión para Pat o para mí. A pesar de que los comerciales de Ted & Margaret's llegaban a su fin, Pat se había convertido en una figura familiar en la televisión nacional, pues se había presentado en tres progrswnas matutinos en cadena, así como en "Donahue", "Regis & Kathie Lee", "Oprah Winfrey", "The Tonight Show" y en un programa especial con David Frost, gracias al trabajo arduo de Terri y de Vic. Siempre que yo llamaba para felicitar a ambos, Terri decía que no consideraría terminado su trabajo hasta lograr que Pat apareciera en la portada de National Enquirer. Nunca estuve seguro si bromeaba o no. Pat también recibió honores por parte de los Ejecuti- vos de Ventas y Mercadotecnia de Metropolitan St. Louis, con el Premio del Salón de la Fama de los Oradores Inter- nacionales, que únicamente se otorga a un orador cada año, el cual recibieron en vida menos de dos docenas de norteamericanos, incluyendo a maestros del podio tales como Norman Vincent Peale, Bill Gove, Art Linkletter, Richard De Vos, Bofc> Richards y Cavett Robert, quienes ha- bían hablado ante el público durante décadas. Mary y yo volamos a St. Louis en esa ocasión, sintiéndonos muy or- gullosos, y el discurso de aceptación de Pat, cuando ho- menajeó a sus difuntos padres por inculcarle el sueño de una vida mejor y a mí por ayudarlo a convertir en rea- lidad ese sueño, dejó muy pocos ojos secos entre la con- currencia. Pat y yo continuamos hablando por teléfono casi todos los días. Él llamaba desde su habitación de hotel, si había pronunciado un discurso la noche anterior, o desde su casa, si se encontraba entre discursos. Pat calificaba cada uno de sus discursos utilizando mi sistema. Nunca se cali- ficó con un diez. Generalmente se calificaba con un siete y, de vez en cuando, con un ocho. Siempre pensaba que lo podía hacer mejor. Cada vez que me llamaba por telé- 176 EL DON DEL ORADOR fono desde su casa, le preguntaba cómo progresaba su proyecto especial y siempre me decía que todavía se es- forzaba. No nos vimos mucho durante varios meses, excepto en algunas ocasiones, cuando lo contrataban en Manha- ttan o en un lugar cercano. Constantemente quedaba sor- prendido cada vez que lo escuchaba dirigirse a un grupo, por la forma en que adaptaba su discurso para ese públi- co específico. El hombre hacía bien su trabajo. En forma casual pronunciaba los nombres de ejecutivos de alto ni- vel de la compañía, mencionaba algunos de sus objetivos corporativos y ni siquiera dudaba al nombrar un producto o plan que había resultado un fracaso, aunque lo hacía de tal manera que nadie se ofendía. También me fascinó la gran cantidad de sabiduría práctica que compartía, inclu- yendo muchos principios del éxito que había omitido debido a las limitaciones del tiempo, durante nuestro con- curso en la convención de oradores. A pesar de mi amor y respeto por todos mis oradores anteriores, tuve que admitir que, sin lugar a dudas, era el mejor orador que había escuchado. ¡Sin embargo, no había ni una onza de presunción en el hombre! Grace Samuels, como siempre lo había hecho tan expertamente para todos mis oradores de ayer, se encargó de todas las reservaciones de avión para los viajes de Pat, a través de nuestra vieja amiga, Nancy McLaren, de Welcome Aboard, y le envió por correo boletos de viaje redondo en primera clase, al menos tres semanas de antes de cada discurso programado. Pat le había dicho que pre- fería que reservara lo menos posible sus vuelos en aviones pequeños, porque lo hacían sentirse incómodo. No obs- tante, de vez en cuando esto era inevitable. Meses antes, logré un contrato para él en una convención del personal de ventas principal de Bonham Distributors, que se lleva- ría a cabo en el el egant e Pilgrim Resort, cerca de 177 OG MANDINO Londonderry, Vermont. En esta ocasión, aunque Gta.ce se esforzó al máximo, sería necesario que Pat volara hasta LaGuardia y, cinco horas después, transbordara a un avión pequeño para ir al aeropuerto en Keene, New Hampshire, donde la gente de Bonham lo recibiría para llevarlo a ese lugar de Vermont. Lo único que necesitó escuchar Mary fue que Pat estaría cinco horas en Manhattan, la semana siguiente. —Bart, ayer por la tarde hablé con Grace y dijo que Pat llegaría a LaGuardia exactamente a las cuatro de la tarde, el próximo jueves —dijo Mary al otro día por la mañana, durante el desayuno—, y partirá a las nueve. Joan Wilson me dio la buena noticia ayer, durante el al- muerzo, de que la pequeña Kathy se ha recuperado de todos sus problemas con tanta rapidez, que asistirá de nuevo a la escuela pública cuando se inicien las clases, en dos semanas. Hoy, los médicos todavía no pueden expli- car su recuperación completa, así como no pudieron ha- cerlo cuando la vieron por primera vez levantarse de su silla de ruedas aquel día. Después de haber tenido enfer- meras y maestros privados durante tres años, la niña al fin se reunirá en la escuela con su antigua pandilla. —¡Qué gran noticia! —Bart, me gustaría organizar una pequeña fiesta para Kathy el jueves. No algo grande. Sólo sus papas, tú, yo y... Pat. Kathy siempre habla de él y Joan dice que toca una y otra vez en su walkman Sony esa cinta que le diste del discurso de Pat. Si programo la fiesta para cuando la tarde ya esté avanzada, cuando él ya esté aquí en la ciudad el próximo jueves, ¿crees que vendrá? Puede registrar su equipaje en LaGuardia al llegar, tomar un taxi, pasar un par de horas con nosotros y regresar al aeropuerto para tomar su avión para... ¿para dónde... para Keene? Sé que eso haría muy feliz a una pequeña. Me incliné sobre la mesa y le besé la nariz. 1 7 8 EL DON DEL ORADOR —¿Sólo a una pequeña? Por supuesto, Pat dijo que asistiría a la fiesta y así fue. El jueves llegó poco después de las cinco, sonriendo y radiante al agradecernos repetidas veces las invitación. —Ambos me hacen sentir como parte de la familia. Son muy amables —dijo Pat y abrazó a Mary. —Si te sientes como de la familia —respondi ó Mary—, entonces, no te importará que te ponga a trabajar. ¡Ven conmigo! —Pat la siguió hasta el comedor, donde los dos pasa- ron los treinta minutos siguientes colocando toda clase de material escolar en la habitación. Colocaron loncheras de varios colores, reglas, blocs de papel blanco, varias piza- rras pequeñas, cajas de crayolas y lápices de madera de- bajo de multitud de banderolas delgadas de papel crepé rojo, con las cuales Pat formó largas tiras que colocó de un extremo al otro de la habitación, con ayuda de una escalera de tijera. De estas tiras colgó varias réplicas en papel de antiguas campanas de escuela. —¡Mary —escuché que exclamaba Pat—, debiste ha- ber sido artista o, al menos, decoradora de interiores! Después de una exquisita cena que consistió en espagueti y albóndigas, el platillo favorito de Kathy, Mary y Joan limpiaron la mesa. Unos minutos más tarde, Mary regresó al comedor llevando en una bandeja de plata un . gran pastel de chocolate con forma de un libro abierto, decorado con una cubierta de crema ligera. En una de las páginas estaba escrita con la crema del decorado la pala- bra "Kathy" y en la otra página, el número "4", rodeado de cuatro velas encendidas que significaban, según se apresu- ró a explicar Mary, que celebrábamos la entrada de Kathy al cuarto grado en la escuela pública local. Después de colocar el pastel grande directamente frente a Kathy, ella se inclinó sin que se lo indicaran y sopló las cuatro velas, acompañada por un aplauso fuerte. 179 OG MANDI NO —¿Pediste un deseo, Kathy? —preguntó Pat y levantó la cabeza en su dirección. —Sí, pero no lo diré. Si uno sopla las velas, pi de un deseo y lo dice, nunca se convierte en realidad. Nos sentamos a la mesa, charlamos, reímos, bromea- mos e, incluso, cantamos dos versos de "Días de escuela", antes que Pat mirara su reloj. —Lo l ament o —dijo con tristeza Pat—, per o t engo que abandonar esta bonita fiesta. El deber me llama. Sin embargo, ¿todos ust edes pueden permanecer juntos un par de minutos? Tengo que sacar algo del armario de abri- gos en el vestíbulo. Cuando Pat regresó, llevaba una caja envuel t a en papel aluminio dorado. La ent regó a Kathy. —Éste es un amigo que siempre estará a tu lado y te cuidará —dijo Pat. Kathy miró a Pat y sonrió, al tiempo que acariciaba con suavidad el papel brillante. —¡Mira, mamá! —exclamó Kathy—. Esta pequeña eti- quet a dorada engomada que está en l a envol t ura di ce "Neiman... Neiman-Marcus". Pat sonrió. —Cuando lo vi en un escaparate en Dallas, la semana pasada, supe que era para ti y eso fue ant es que fuera invitado a tu fiesta. Kathy rasgó el papel , abrió la caja de cartón, retiró varias hojas de papel de seda blanco y apareció un ángel encantador de casi doce centímetros de altura. Su vestido era de lustroso t erci opel o de color de rosa y arándano, adornado con bot ones de satín rosa y oro. Detrás de sus pequeñas manos levantadas tenía alas de oro y un peque- ño halo rodeaba su rostro puritano de porcelana. —Mira —dijo Pat y señal ó una tarjeta pequeña que colgaba del pequeño cinturón adornado con joyas—, su nombr e es Kathy. . . y debaj o de su nombr e escri bí "te amo" y lo firmé, "Pat". 1 8 0 EL DON DEL ORADOR Kathy abrazó al pequeño ángel cerca de su rostro y lo oprimió. —¡Muchas gracias! ¡Lo amo! Lo colocaré en mi dormi- torio para que esté cerca de mí y pueda hablarle siempre, cuando me sienta triste o sola. —Me parece bi en —opi nó Pat y besó la frente de Kathy—. Ahora, dame un abrazo, porque tengo que irme. Cuando Kathy soltó a Pat, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se volvió hacia su madre. —Mamá, ¿puedo hablar contigo en la otra habitación, antes que se vaya Pat? —Seguro —respondi ó Joan y de inmediato salió al vestíbulo, seguida por Kathy. Joan regresó pronto, sola. —Pat, lo lamento —dijo Joan—, pero, ¿puedes espe- rar dos minutos más? Kathy tiene algo allá arriba, en su habitación, qué desea que tú tengas. —¿Qué se propone? —preguntó su padre, pero Joan sólo levantó las dos manos, frunció el ceño y sacudió la cabeza. Kathy regresó pront o, sin aliento, acompañada por el Príncipe Patrick. Caminó directamente hacia Pat y le entregó su osito de peluche. —Toma —dijo la niña—. Me diste un ángel hermoso para que me cuidara, per o tú no tienes mamá o papá o esposa o... hijo para que te cuide. El Príncipe Patrick te cuidará. Sólo recuerda llamarlo Pat y será tu amigo por siempre. Te mostré esto antes, la tarjeta que cuelga de su cuello, ¿recuerdas? Dice: ¡"Pat, te amo" y lo firmé "Kathy"! Pat miró con indecisión a Joan, pero ella asintió lige- ramente. Sólo entonces extendió la mano y tomó con sua- vidad entre las manos al majestuoso osito de peluche. Con la mejilla tocó con suavidad la lustrosa corona dorada del osito. —Es un regalo muy especial. Lo cuidaré bien, Kathy y le daré amor. Muchas gracias. Es un regalo maravilloso. ¿Estás segura....? 1 8 1 OG MANDINO —No es suficiente. Me hiciste caminar de nuevo. —Estoy muy conmovido, Kathy. El Príncipe Patrick, qui ero decir Pat, será mi ami go íntimo si empre. Dios te bendiga. —Di os te bendi ga t ambi én —r espondi ó ella y se arrojó a sus brazos para un último abrazo. —Mary, ¿tienes una bolsa de compras bastante resis- tente? —pr egunt ó Pat, cuando al fin soltó a Kathy y se ender ezó—. Sé que no hay espaci o desocupado en mi equipaje, por lo que llevaré a mi nuevo amigo, el Prínci- pe, en el avión conmigo, hasta New Hampshire. Cuando regrese a casa, a Blessings, Kathy, lo colocaré en una repi- sa especial que está arriba de la cabecera de mi cama, para que estemos juntos. Kathy abrió mucho los ojos, asintió y sonrió. Levantó las manos cuando Pat se inclinó, acercó a su ángel a la mejilla de Pat y le dio un beso de despedida. 1 8 2 XVII JL| 1 teléfono de nuestra habitación se encuentra del lado de la cama de Mary. Ambos estábamos despiertos cuando sonó por tercera vez. Permanecí acostado en la oscuridad y escuché que Mary levantaba el auricular. —Hola —murmuró Mary. Pude escuchar la voz profunda de un hombre que hablaba. Mary encendió la lámpara que se encontraba jun- to a la cama y se sentó. Colocó la mano en mi hombro. —Querido, alguien en New Hampshire desea hablar contigo... es Sam Harding. ¿Sam Harding? ¿Sam Harding? Entonces recordé. Era un pr ogr amador de event os de Bonham Di st ri but ors, quien había contratado a Pat para su discurso principal en Vermont. Sam había confirmado apenas la semana anterior que personalmente esperaría el avión de Pat cuando llega- ra al aeropuerto de Keene, New Hampshire. Miré mi reloj despertador. Eran poco después de las dos de l a mañana. Tomé el auri cul ar que me ent regó Mary. —Hola, Sam, ¿qué sucede? No escuché respuesta. —¿Sam... Sam... estás allí? Soy Bart. 1 8 3 OG MANDINO —Estoy aquí, Barí, pero no sé cómo decir esto, ahora que te tengo en la línea —escuché un gemido suave. —¿Qué sucede? ¡Dímelo, por amor de Dios! ¿Qué su- cedió? ¿Pat perdió el avión? La voz de Sam se quebró. —Desearía que lo hubiera perdido, Bart. Hemos esta- do aquí, en el aeropuert o, desde las diez, esperando su llegada, a pesar de que el área está cubierta por una ne- blina muy densa, porque nos habían dicho que el avión estaba en el aire. Acabamos de enterarnos... —¿Qué... qué? —El avión en el que viajaba Pat Donne se estrelló en la ladera de Little Monadnock Mountain, alrededor de las once. Al chocar cont ra la mont aña expl ot ó en llamas. Cuando la policía y los bomber os de la cercana North Richmond pudieron acercarse al sitio del impacto, no que- daba nada del avión, excepto una pequeña pila de cenizas ardientes... ¡nada! 1 8 4 XVIII M J. J. i vuel o de United Airlines, desde Denver, llegó a Logan Field en Billings exactamente a t i empo y cuando entré en el edificio de la terminal del aeropuerto, no tuve dificultad para reconocer a John Curtiss. Durante la última de nuestras tres conversaciones telefónicas que sostuvimos a través de los meses, desde la muerte de Pat, le dije que pensaba que finalmente estaba listo para ir a Montana. Dijo que se sentiría orgulloso al ir a recogerme al aero- puerto y llevarme a la pequeña casa de Pat, en Blessings. Comentó que él sería el hombre mayor con apariencia de Santa Claus y ropa de civil, que estaría esperándome en la puerta. John Curtiss tenía al menos mi edad; sin embargo, cargó mi pesada maleta que estaba en el carrusel de equi- paje como si fuera una pequeña bolsa de papel . Seguí obedientemente al hombre hasta el estacionamiento. —Señor Manning —-dijo cuando nos alejábamos del aero- puerto—, espero que no le importe viajar en mi vieja ca- mi onet a Chevy. He vivido con esta vieja chica durant e muchos años y no soportaría separarme de una amiga tan fiel. 185 OG MANDI NO —No me importa. Es mucho más cómoda que cual- qui er taxi de Manhattan en que he viajado durant e los últimos cinco años. Por favor, llámame Bart. Se volvió y me miró con aprobaci ón, asintió con la cabeza cubierta con su viejo sombr er o Stetson con ala ancha, ligeramente inclinado hacia adelante, pero que no ocultaba su cabello blanco y abundant e. —Bart, me da mucho gusto que al fin decidieras ve- nir. Comprendo lo difícil que es t odo esto, porque creo saber lo mucho que significaba para ti ese joven... y lo mucho que significabas para él. Habl aba de ti t odo el tiempo. Dijo que eras un hombre bueno y el mejor agente en el país. Creo que si le hubieras pedido que pronuncia- ra su discurso en la cima de nuestro Glacial Grasshopper, aquí, es probable que lo hiciera. Por eso continué llamán- dot e por teléfono. Lamento haber sido una peste. Extendí la mano y le di una palmada en el hombro ancho. —No es necesario disculparse, John. Prometí a Pat, en más de una ocasi ón, que si algo le sucedía vendría aquí y recogería en persona su proyect o. Gracias a ti, cumpl o con mi promesa. —Poco después de que él firmó cont rat o cont i go, Bart, fue a buscarme, actuando de una manera muy inten- sa, y anunció que empezaría a ganar mucho dinero. Como no tenía parientes vivos, qui so que yo fuera su albacea testamentario en un testamento que estaba a punto de fir- mar. No pude negar me. Además de most rarme dónde guardaba su chequera, la libreta bancaria y el expediente con los papeles de su fondo mutuo, me explicó una y otra vez que era necesario que me pusiera en contacto contigo si algo le sucedía. Yo debería hacer todos los intentos para llevar a cabo todos los arreglos necesarios para que vinie- ras aquí y pudieras tomar posesión de algo especial que estaba escribiendo y que guardaba en el cajón superior, 1 8 6 EL DON DEL ORADOR sin llave, de su viejo escritorio, en una libreta negra. Dijo que tú ya est abas ent er ado de eso. Cuando le pregunt é por qué, si consideraba que era importante, no guardaba la libreta en una caja de seguridad de uno de los dos ban- cos de Red Lodge, junto con su testamento, respondió que no podía hacerlo, puesto que el proyecto todavía no esta- ba terminado. Recuerdo que le pregunt é si no sería mu- cho más sencillo que yo recogiera t odo lo que guardaba en ese cajón para enviártelo directamente por correo, en caso de que algo sucediera, mas no est uvo de acuerdo. No me dio ningún motivo, únicamente dijo que tenías que venir a buscarlo. Bart, nunca me atreví a preguntar qué ha- bía con exactitud en el cajón y él nunca me lo dijo. Por supuesto, pasé mucho tiempo en su casa, en su escritorio, después de recibir la terrible noticia, t rat ando de saldar sus pocas cuentas y atender otros asuntos financieros, los cuales no fueron muchos. Sin embargo, Dios es testigo que ni una sola vez miré en el interior de ese cajón del escritorio para ver lo que era tan importante... a pesar de que me sentí tentado. —Te lo mostraré cuando lleguemos allí. No creo que a Pat le importaría. —Como decía, me da mucho gust o que al fin deci- dieras venir. Es probable que no supieras esto, pero tenías una fecha límite. Pat me dio instrucciones de que si algo le sucedía, yo debería ponerme en contacto contigo para que vinieras a recoger ese paquet e mi st eri oso y que si todavía no hacías el viaje ciento cincuenta días después de su muerte, debería suponer que Dios no apreciaba mucho su esfuerzo. Después de notificar a la compañí a de luz para que cortaran la electricidad, yo debería incendiar el lugar y alejarme de allí, aunque pri mero podría sacar lo que deseara. Incl uso, me di o i nst rucci ones por escrito para que no tuviera pr obl emas con las aut ori dades. Te 1 8 7 OG MANDINO acercaste bastante a esa fecha límite, amigo. Faltan nueve días para esa fecha. —Doy gracias a Dios por haber llegado a tiempo. Debería haber venido más pronto, pero viví mi propio infierno tratando de enfrentar el hecho de haberlo perdi- do. He perdido a oradores y a amigos íntimos muchas veces a través de los años, pero ninguno me dolió como él. Patrick fue el hijo que nunca tuve. También tenía un don increíble en el podio. Lo llamaban un orador persua- sivo... y lo era. A pesar de que los periódicos, la radio y la televisión informaron sobre la tragedia durante semanas, me sentí obligado a llamar a todos los programadores de eventos que habían contratado a Pat para un discurso fu- turo y cada una de esas conversaciones hundió otra espi- na en mi corazón. Después, tuve que soportar muchas entrevistas con reporteros que deseaban saber cómo era en realidad Patrick Donne. John, recuerdo que Pat me dijo que fuiste maestro y director de una escuela secundaria. ¿Alguna vez lo tuviste en alguna de tus clases? —Por supuesto... en los grados del séptimo al no- veno. —¿Cómo era de niño? —Pat era un niño grande para su edad, pero nunca utilizó su tamaño o músculos para intimidar a los otros niños, únicamente para poner fin a sus riñas. También era muy callado. Fue un buen estudiante y no dio problemas en clase o fuera de ésta. Amaba a los animales y siempre cuidaba a uno o dos perros sin dueño que nadie quería. Recuerdo que en una ocasión atendió a un osito durante semanas, después de rescatarlo de una grieta en las mon- tañas. Un verano, también salvó a un niño pequeño que se ahogaba en un estanque, cerca de Red Lodge y cons- tantemente hacía mandados para los ancianos. Fue un niño muy especial. Mi esposa decía con frecuencia que 1 8 8 EL DON DEL ORADOR practicaba para ser un santo, porque siempre estaba lleno de amor para todos... para todos los seres vivientes. —Me dijo que ustedes dos jugaban mucho golf juntos. —Lo hicimos, hasta que empezaste a enviarlo por todo el país. Sí, jugamos mucho y estoy seguro de que generalmente me dejaba ganar. Así era Patrick, nunca pen^ saba en él, mientras pudiera hacer que alguien se sintiera un poco mejor respecto a la vida. Viajamos en silencio durante varios minutos, antes que John levantara un brazo para señalar el panorama de una hermosa montaña escarpada que se encontraba ante nosotros. —¿Qué opinas de Big Sky? —Primoroso. Al volar desde Denver, pensé que el cielo debe ser como esto. —Hemos subido por esta autopista federal desde que salimos de Billings y llegaremos al pueblo de Red Lodge en cuarenta minutos aproximadamente. El sur de Red Lodge es lo que llaman Beartooth Range de las Rocallosas. Durante los meses del verano, cuando está abierta al trá- fico, la autopista Beartooth es una entrada impresionante al Parque Nacional Yellowstone, puesto qué conduces por caminos trazados muy alto en las montañas, entre lagos glaciáricos y la tundra ártica. Granite Peak también está en los Beartooths y esja montaña más alta de nuestro estado, pues tiene una altura de trece mil pies. Red Lodge, mi hogar durante muchos años, es un gran lugar para vivir. No hay humedad ni mosquitos. En el verano la temperatu- ra nunca se eleva a más de ochenta y, por la noche, inclu- so en agosto, por lo general tienes que dormir bajo una manta. Poco después de pasar Red Lodge, con su calle prin- cipal ancha e incontables tiendas que exhibían todo, des- de botas vaqueras y pantalones Levi's, hasta trajes de baño y televisores, viajamos en dirección al este, al llegar ante 1 8 9 OG MANDI NO un letrero pequeño que decía 308 y exhibía los nombres de cuat r o pue bl os : WASHOE, BEARCREEK.. BLESSINGS, DELFRY. La vieja camioneta Chevy de John empezó a moverse a sacudidas y a vibrar, mientras él se esforzaba por mante- nerla dentro del camino angosto y llenó de surcos. A am- bos lados había pastizales verdes, hasta donde alcanzaba la vista. El ganado pastaba por todas partes y en el hori- zont e podí an verse más picos escarpados de mont añas, algunos todavía cubiertos de nieve. John señal ó de nuevo hacia adel ant e, a través del parabrisas. —A unas noventa millas al noreste de aquí, George Custer encontró muchos más problemas de los que espe- raba, allá en 1976. —¿Little Big Horn? —Sí. Si te colocas de pie en esa larga colina inclinada donde Custer y sus hombres se detuvieron por última vez, juro que todavía puedes escuchar los alaridos, gritos y disparos. Hay muchas tumbas allí, donde fueron enterra- dos algunos de los hombres, en el sitio donde cayeron. Ahora, neoyor qui no, estoy casi seguro que ni siquiera not ast e que ya pasamos por los puebl os de Washoe y Bearcreek. En algún sitio por aquí, a la derecha, está el enor me rancho que los padres de Pat tuvieron durant e tanto tiempo. ¿Ves esa casa grande de tablas de chilla, bajo todos esos cedros rojos? Allí es donde creció nuestro ami- go. Cómo sabes, vendió toda esta tierra, con excepción de algunos acres, cuando su padre murió y él deci di ó que deseaba ser orador de tiempo completo, en lugar de ran- chero. John tocó la bocina cuando pasamos el sendero de lo que fuera el rancho de Pat y varios niños, así como una pareja de adultos, se volvieron y saludaron. Un joven con traje de faena, que conducía un tractor en un patio enor- me, a un costado de la casa, levantó la mirada y tocó su 1 9 0 EL DON DEL ORADOR gorra de béisbol al reconocer la vieja camioneta roja de John. Un momento después, dimos vuelta hacia la izquier- da para tomar un camino de tierra todavía más angosto, bordeado en ambos lados por pinos tan cercanos, que sus ramas inferiores rozaron el cost ado de la camioneta de John al pasar. De pronto, nos encontramos en un peque- ño claro en el que había una cabana de troncos con techo i ncl i nado. En la part e post eri or de la cabana habí a un cobertizo sobre el cual se erguía un viejo manzano rugoso que todavía tenía hojas. John estacionó la camioneta sin pronunciar palabra. —¿Es aquí? —pregunté. Él asintió. —Pat siempre se refirió a este lugar como a una ca- bana de tres habitaciones. —Tiene tres habi t aci ones: un dormitorio pequeño, una cocina con una vieja estufa de madera y una sala con chimenea, que también era la oficina de Pat... al menos, así la llamaba él. Ese cobert i zo es donde guar daba su Harley, antes de venderla. —Bart —dijo John cuando abrí la puerta de la camio- net a—, ol vi dé pregunt art e qué pl anes t i enes para esta noche. —Pensaba pasar la noche en algún hotel de Billings y volar de regreso a Nueva York por la mañana. Mi avión parte para Denver a las diez y cuarto. —Me parece bien. ¿Tienes la llave de este lugar? Pat dijo que te dio una. Busqué en mi bolsillo y asentí. —Bien —rió—•. Si estás de acuerdo, te dejaré para que at i endas tu asunt o allí adent ro, para que sientas la presencia de Pat, si crees en esa clase de cosas. Tengo un par de asuntos pendientes en Red Lodge y después regre- saré para recogerte y llevarte a un hotel en Billings. ¿Una hora está bien? 1 9 1 OG MANDI NO —Sí, siempre que regreses, John. No sé qué tan bien sobreviviría aquí. —No te preocupes —rió—. Pat nunca me perdonaría si te abandonara —miró su reloj—. ¿A las cuatro está bien? —Perfecto, John. No puedo agradecert e suficiente todo esto. —Eres un buen hombre, Bart, pero no lo hago por ti. Únicamente obedezco las órdenes de Pat. Te veré a las cuatro. Observé cómo regresaba a la camioneta y se alejaba por el sendero. Bajó la ventana lateral y asomó la cabeza. —Antes de partir —gritó—, voy a asegurarme de que tu llave funcione, ¿qué dices? Caminé hasta la descolorida puerta azul de madera y di vuelta a la llave. Escuché un rui do suave y, con un poco de presi ón, la puert a se abri ó hacia adent r o. Me volví para despedirme de John, quien puso en marcha el motor de la camioneta y se alejó por el polvoso camino. Las par edes interiores de la cabana eran de tablas ásperas, teñidas en un t ono óxido que daba a la habita- ción un brillo iridiscente. Cerré la puerta con suavidad y me sentí muy extraño e incómodo, como si estuviera ante la presencia de algo que no podía comprender. Directa- mente enfrente de donde me encontraba de pie estaba un viejo escritorio de roble y una silla giratoria con un cojín raído en el asiento. Acomodadas a cada lado del escritorio había varias cajas grandes de plástico, en varios colores, llenas con carpetas de archivo. A la derecha del escritorio se encont raba una chi menea natural de pi edra. Caminé con indecisión hacia la chimenea. Los restos medi o que- mados de un leño estaban todavía en el hogar y arriba de la repisa de madera gruesa de la chimenea colgaba una reproducci ón grande, con marco de latón, de la pintura de Durero "Manos orando". Sobre la repisa se encontraba una fotografía oval, en color sepia, de un hombre y una 1 9 2 EL DON DEL ORADOR mujer inflexibles y serios, que probabl ement e eran los padres de Pat. Junt o a la fotografía estaba otra fotografía de un joven con uniforme de fútbol, posando torpemente y sosteniendo el casco contra el muslo. No había duda de que era Pat. Todas las paredes interiores revivían con los colores alegres de multitud de tapetes colgantes y acomodadas contra cada pared había pilas de libros. Junt o a una pe- queña ventana de doce cristales, con vista hacia el bosque cercano, colgaban varias bridas, una silla de montar pe- queña y un trabajo de punto de aguja que representaba a un guerrero indio. Al otro l ado del escritorio estaba un sofá de bejuco que parecía por completo fuera de lugar, y una mecedora de madera sin brazos. Una mesita con re- vistas apiladas ocupaba el centro de un tapete oval gran- de, trenzado, que casi cubría toda la sala. El único sonido que pude escuchar fue el del viento que soplaba afuera. Era un lugar mágico donde cualquiera podía haber vivido y olvidado todas las tensiones de la vida. Un retiro bendi- to. Un refugio encantado. Casi pude sentir la presencia de Pat. Creo que fue Pascal qui en en una ocasión escribió que la mayoría de nuestros infortunios surgen de no saber cómo vivir t ranqui l ament e en casa, en nuestras propi as habitaciones. El lugar encajaba a la perfección con Patrick Donne. El hecho de que un hombre que amó la vida tan- to y que supo cómo vivir muy bien muriera tan joven era totalmente injusto y algo que no podía comprender. Adjunta a la sala grande estaba la pequeña cocina abierta que contenía una estufa de hierro forjado y una mesa circular de madera con varias sillas que no hacían juego. En una mesita junto a la estufa estaba un radio de madera anticuado y una jarra de cristal llena de dulces. Me acerqué despaci o a la puert a cerrada, a mi iz- quierda, y la abrí sólo lo suficiente para ver la mitad infe- rior de una cama cubierta con una sobrecama de color 193 OG MANDINO óxido y oro. No tuve valor de entrar, por lo que cerré rá- pidamente la puerta, me volví y regresé al escritorio. Me sentí incómodo al sentarme en la vieja silla giratoria de Pat. Una libreta de apuntes negra y un teléfono viejo eran los únicos objetos sobre el escritorio. Levanté el auricular hasta mi oreja y escuché el tono familiar para marcar. ¿Cuántas veces habló Pat conmigo en este teléfono? ¿Fue durante nuestra última conversación, antes que él fuera al este por última vez, cuando con orgullo anunció que pen- saba que su proyecto especial escrito al fin estaba termi- nado? —Bart —todavía puedo escuchar esa voz de mando cuando anunció—, creo que estoy listo para hacer mi pe- queño esfuerzo público. Un amigo impresor en Red Lodge se hará cargo y preparará mi artículo en dos o tres estilos diferentes y tamaños de letra, para que yo seleccione uno. Espero que te guste. No sé cuántos cestos de basura he llenado a través de los meses, tratando de crear un docu- mento especial y breve que pueda mejorar vidas. En ver- dad creí que mi idea tenía mérito, pero no podía ponerla en papel de una manera que me dejara satisfecho. Final- mente, quedé tan confundido, que deseché todas mis no- tas y empecé de nuevo, estableciendo sólo dos criterios para mi trabajo. Tenía que ser un código de vida que pu- diera ser leído cada mañana en no más de cinco minutos, para que los principios del éxito quedaran grabados con facilidad y rapidez en la conciencia y el subconsciente du- rante el día. También, tenía que ser el mismo consejo que daría a un hijo o a una hija que se acercaran a mí en bus- ca de guía sobre cómo lograr una vida de éxito, orgullo y paz espiritual, al tiempo que evitaba toda clase de trampas de fracaso. Terminé con algo bastante parecido a lo que te dije había iniciado varios meses antes... los principios más poderosos que utilizo en mis discursos, cada uno conden- sado en el menor número posible de palabras. 194 EL DON DEL ORADOR Recuerdo que sostuve el auricular y escuché, sin pro T nunciar palabra, cuando él continuó. —Bart, tan pronto como decidí que el consejo que deseaba dar al mundo era exactamente lo que compartiría con aquellas personas que amo, todo pareció encajar en su sitio. La otra noche me senté y empecé a escribir en una libreta. Lo siguiente que supe fue que amanecía y que aunque en el suelo había muchas pelotas de papel amari- llo arrugado, mi proyecto estaba terminado y yo me sentía satisfecho. ¡Sorprendente! No recuerdo haber escrito nada de esto. Cuando tomé el tiempo, necesité sólo menos de cinco minutos para leerlo. ¡Perfecto! Me gustaría distribuir copias a todos los asistentes a mis futuros discursos, para que no importe si sólo recuerdan el diez por ciento de lo que diga, ya que tendrán un recordatorio diario de algu- nos de los principios más importantes. Será sin cargo algu- no, por supuesto. Después, estoy seguro de que entre tú y yo podremos solucionar cómo poner el mensaje en manos de muchas otras personas que esperan y oran, en este momento mientras hablamos, para que alguien les arroje una cuerda salvavidas. Hubo una pausa prolongada. Recuerdo que esperé, sin decir nada. —Bart, tenemos un mundo de gente herida que pare- ce haber perdido toda la fe en sí misma y en los demás. Creo que ahora las condiciones son mucho peores que hace cincuenta o cien años. Muchas personas no pueden soportar y se dan por vencidas. Caen en un hoyo y pasan el resto de sus días ocultándose en la desesperación, mientras que otras personas atacan con terror y pánico y con frecuencia terminan causando dolor e incluso la muerte a su prójimo. No podemos permitir que este mun- do continúe con su actual caída. Tú y yo tal vez sólo so- mos unos paseantes en la playa de la vida, pero podemos hacer una diferencia para muchos. ¡En verdad lo creo! Si 195 OG MANDINO te preguntas dónde obtuve el título de mi proyecto —rió—. lo único que te diré por ahora es que parte de éste lo tomé de la cubierta de una caja de un viejo mode- lo de avión para armar, que encontré en el cobertizo el otro día. Imagina... Sin embargo, ahora Patrick Donne había muerto y todo estaba en mis manos. Inhalé profundo y abrí el cajón largo y delgado de su escritorio. La vieja libreta negra es- taba justamente donde él dijo que estaría. La saqué con suavidad del cajón y la coloqué sobre la desgastada carpe- ta para escritorio de color carmesí. Mis manos temblaban. Levanté la mirada, inhalé profundo y observé ese par de manos memorables en oración, arriba de la chimenea. Cerré los ojos y traté de controlarme. El zumbido gutural de un jet comercial que volaba fue el único sonido que pude escuchar, con excepción de mi propia respiración. Respiré profundo otra vez, abrí con lentitud la libreta y empecé a leer... 196 XIX J^ NSTRUCCIONES PARA EL DESARROLLO DE TU NUEVA VIDA Ya posees todas las herramientas y materiales necesarios para cambiar y mejorar tu vida. En este mundo, las mayo- res recompensas del éxito la riqueza y la felicidad se ob- tienen generalmente no por medio del ejercicio de pode- res especiales tales como el genio o el intelecto, sino a través del uso energético de medios simples y cualidades comunes. No te engañes con la brevedad de estas instruccio- nes. Aunque contienen pocas palabras, todas fueron obte- nidas de siglos de experiencia. A pesar de que son viejas semillas, todas están llenas con nueva vida. Repásalas cada mañana, antes de empezar tu día. Después que las siem- bres en tu corazón, crecerán y formarán un maravilloso jardín de logro y satisfacción que puede ser cultivado, admirado y cosechado mientras vivas... Paso uno: reconoce primero que no eres una oveja que quedará satisfecha sólo con unos bocados de hierba seca y no sigas al rebaño cuando vague sin propósito, balando y gimiendo todos sus días. Sepárate ahora de la multitud 197 OG MANDINO para que puedas controlar tu propio destino. Recuerda que lo que otros piensen, digan y hagan no debe influir en lo que pienses, digas y hagas. Sepárate de la multitud. Paso dos: tan pronto como despiertes, enciérrate en un compartimiento hermético para que sólo vivas ese día y su trabajo asignado. El ayer se desvaneció para siempre y el mañana sólo es un sueño. Niégate a permitir recuerdos dolorosos del pasado o preocupaciones por el mañana que hacen que te retuerzas las manos y que enredan tus pensamientos de tal manera que perjudican los esfuerzos de hoy. Líbrate de las pesadas cargas del ayer y el maña- na, para que puedas avanzar con rapidez hoy, hacia la buena vida que mereces. Vive cada día en un comparti- miento hermético. Paso tres: recorre la milla extra en cada oportunidad que tengas hoy y estarás siguiendo el mayor secreto del éxito que conoce el hombre. El método seguro para convertir este día en un éxito glorioso es trabajar más arduamente, más tiempo y con mayor intensidad que lo que cualquiera espera que hagas. Siempre rinde un mayor y mejor servi- cio que ese por el que te pagan y pronto te pagarán por más de lo que haces. \Recorre la milla extra/ Paso cuatro: comprende que casi todas las adversidades que puedan acontecerte hoy por lo general van acompa- ñadas de un beneficio equivalente o mayor, que encontra- rás si tienes el valor de buscar. Reúne tus pensamientos siempre que sufras una derrota y pregúntate qué posible bien puedes extraer de tu infortunio. La balanza de la vida siempre regresa al punto de equilibrio y si Dios te cierra una puerta, te abrirá otra. Nunca abandones la esperanza. Busca la semilla del bien en cada adversidad. 1 9 8 EL PON DEL ORADOR Paso cinco: nunca descuides las cosas pequeñas. Una de las mayores diferencias entre el fracaso y el éxito es que la persona exitosa desempeña tareas que la persona fracasa- da evita. El trabajo desempeñado con rapidez, los atajos tomados, la falta de atención a los detalles... todas estas cosas pueden finalmente causar gran daño a tu carrera. Recuerda constantemente que si es parte de tu trabajo, por pequeña que sea una tarea, entonces, es importante. La historia todavía nos recuerda las antiguas batallas que se perdieron porque faltó un clavo a la herradura de un caballo. Nunca descuides las cosas pequeñas. Paso seis: nunca te ocultes detrás del trabajo arduo. Se necesita tanta energía para fracasar como para tener éxito. Debes cuidarte constantemente para no caer en la trampa de la rutina de permanecer ocupado con tareas no impor- tantes que te proporcionarán una excusa para evitar los desafíos u oportunidades significativos que pueden cam- biar tu vida y mejorarla. Tus horas son tu posesión más preciosa. Este día es todo lo que tienes. No pierdas un minuto. Nunca te ocultes detrás del trabajo laborioso. Paso siete: vive todo este día sin permitir que nadie te arruine algo. Las heridas a tu naturaleza interna pueden ser dolorosas y duraderas, siempre que alguien se mofa de ti o te critica. Al empezar ahora a subir la escalera dorada del éxito, constantemente encontrarás a aquellas personas que intentarán bajarte hasta su nivel. El mundo siempre ha sido así y si permites que esto te suceda, el golpe que recibas finalmente hará que dejes de progresar para evitar penas futuras. Sólo sonríe y aléjate de eso. La envidia siempre implica la inferioridad consciente de otros. No permitas nunca que nadie te arruine. 199 OG MANDINO Hay cientos de otras leyes y principios del éxito en el mundo y es probable que la mayoría te ayuden a avanzar hacia la buena vida que buscas. Sin embargo, las siete reglas que acabas de recibir tienen en sí mismas suficiente poder, de acuerdo a su récord pasado, para hacer que todos tus sueños se conviertan en realidad, si las repasas cada mañana y después las aplicas a las horas de tu día. Como escribió en una ocasión un hombre sabio, de- bes comprender que entre tu nacimiento y tu muerte, las horas, los días y los años serán quizá muchos. No obstan- te, no hay cura para el nacimiento ni para la muerte, por lo que puedes muy bien ser feliz con el intervalo asignado y vivir con orgullo, paz, honor, amor y logro. Sigue cada día estas instrucciones directas y, definitivamente, todo eso sucederá. En este momento, por medio de estas páginas has llegado al cruce de caminos de tu vida. Tu lucha ha terminado. Dios te está asintiendo... y sonríe. 200 c V_^ erré con lentitud la libreta y la observé, no sé duran- te cuánto tiempo. Al fin me enderecé, coloqué la libreta bajo mi brazo y me puse de pie. Miré mi reloj. Si Curtiss cumplía con lo prometido, regresaría por mí en quince minutos. Decidí pasar esos últimos minutos afuera, respi- rando el aire del campo, puro y con olor dulce, pero cuando caminaba hacia la puerta principal, me detuve y miré a la derecha, hacia la puerta cerrada. Sin dudarlo en esta ocasión, casi como si me moviera alguna fuerza que no podía ignorar, caminé directamente hacia el dormitorio de Pat, empujé la puerta, la abrí y entré. Una anticuada cortinilla de lona estaba bajada por completo, por lo que entraba muy poca luz del exterior. Oprimí el interruptor que estaba junto a la puerta y se encendió una pequeña lámpara de madera en forma de urna, que se encontraba en una cómoda sin terminar. Arri- ba del interruptor, en un deslustrado marco de peltre, se encontraba un viejo pedazo de pergamino sobre el que estaban escritas con caligrafía elegante las palabras En- cuentra algo que ames tanto hacer en tu vida que desees hacerlo gratuitamente. Bill Gove. 2 0 1 I í Acerca del autor Og Mandino fue editor ejecutivo de Success Unlimi- ted (Éxito sin límites), revista de gran éxito en Estados Unidos. Durante casi dos décadas fue vendedor y jefe de ventas, actividad en la que adquirió conocimientos y sabiduría que lo motivaron a escribir su best seller El vendedor más grande del mundo. Autor de más de 20 títulos, sus obras han sido traducidas a 22 idiomas y se han vendido más de 40 millones de ejemplares. Sus artículos, cuentos y demás relatos han sido acla- mados internacionalmente y es considerado el autor mo- tivacional más leído del planeta. Obras de Og Mandino publicadas por Editorial Diana El vendedor más grande del mundo El vendedor más grande del mundo, segunda parte El vendedor más grande del mundo (Edición de lujo) El ángel número doce Los diez antiguos pergaminos del éxito Los diez compromisos del éxito Los diez mandamientos del éxito El don de la estrella El don del orador La elección El éxito más grande del mundo Una mejor manera de vivir El memorándum de Dios El milagro más grande del mundo Misión... ¡éxito! El misterio más grande del mundo Operación: Jesucristo El regreso del trapero El secreto más grande del mundo La universidad del éxito
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