MIGUEL SALVADOR OSORIO.docx

March 20, 2018 | Author: miguel gomez osorio | Category: Schizophrenia, Insanity, Nature


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“Es mejor ser rico que pobre”Pambelé Autor MIGUEL GÓMEZ OSORIO Frotada contra el tiempo la última hospitalización de Pambelé, confabuló a diagnosticar, aloja en la mente el fermento embriagador de un ego enfermo, prisionero de renovado frenesí, tal vez está condenado en dramáticas recaídas a excavar la muerte; a culpa de esas oleadas de repeticiones escucha los golpes de la sangre zumbándole en sus oídos que, remueve los ecos de lejanos triunfos. Borrachera sobre borrachera, delira en conmociones profundas de oscuridad, a pesar de que el mundo destella luz en su entorno, desafía la nada y el vacío, encarna un hombre de multitudes idólatras, frustrada la dicha de su vida vaga en el desierto desolado de tormentosa conciencia, así construye la corrosiva tensión entre no querer vivir y no poder morir perdido en la voluntad de no existir. El protagonista más de una vez menosprecia manos auxiliadoras que pretenden ayudarlo, dondequiera que está, enlodado de sombras alardea el disfraz del complejo de superioridad, sin observarse en el espejo real de la existencia, surtido por las fuerzas de la terquedad evade sepultar el pasado, en virtud del cual, tampoco intenta desligarse de atolondrada personalidad. A los ojos de Dios y de la consciencia, rechaza atar el caos amenazador de emociones que lo precipitan a vivir en la prisión de su gloria, y ésta no lo ayuda en su redención. Acercándose al mal sin apartarse del bien, la esgrime en el torbellino de una vivencia enlutada, apenas campo de batalla para las antipatías personales, en corrientes opuestas debate por vivificarlas; mientras todo lo malo en pensamientos, palabras y acciones desatan la violencia destructiva en sí mismo, cargado de máscaras contabiliza los bienes extinguidos, casi más deprisa, dividido por recíproco antagonismo frecuenta un jardín atestado de rosas marchitas y abundantes espinas. En lamentable ocasión viajé a Cartagena, ciudad que incendia la geografía de fuego del Caribe. En otro sondeo por estudiar e indagar su alma, puesto a prueba más allá de su resistencia trascurrían sesenta y cinco fechas de dramática hospitalización. El avión volaba en círculos aprestándose a aterrizar, incluido el nerviosismo a volar arribé en el instante que un sol sanguinario teñía de sangre las murallas amarillentas. Por el hecho de vivir allí en alguna época cincelé con mis suspiros una bahía de recuerdos, abajo jugueteaba entre olas del mar La Ajedrecista, emplazada reliquia de poderío y eternidad, rodeada por violento manto de espumas y salpicaduras, revolcándose en espolones y playas. El astro rey alumbraba sus crestas impregnado un fulgor más vivo… y parecían manchadas de sangre a la distancia. La Heroica declama el justo recital de un culto histórico, tributo de pujante raza negra, ofrece a la humanidad una joya sagrada de esclavitud, pasa del canto a la recitación, aglomera una agria visión del paraíso, forjada por la colonia recluye el circundante crujir de cadenas; eslabona en cada esquina el sinsabor amargo del pasado, martirizándoles a los negros lo negro tan negro de las carnes, afilian respuestas de pleitos que protagonizaron españoles y cimarrones. Pese a tal reflexión resonó la alegría en mi corazón, prolongada también destelló en el mar, multiplicada por ecos de olas saltarinas y sonrientes simulan las caricias de un ángel. A riesgo que usted considere demasiado extenso el presente testimonio literario, por complejo que le parezca voy a presentar el andamio que me valgo para levantar el edificio del realismo vivo; andamio que retiraré luego, dejando sólo en pie el placer cinematográfico de asimilarlo. Y recién blanqueada sin cambiar de bronces repicaron las campanas de la capilla del cerro de La popa, cuya escarpada cumbre sobresale igual que un tejado por encima de rascacielos, pregonaron la congregación de misa de seis de la tarde. Es de advertir que el monasterio prestaba a los sacerdotes de la santa inquisición alojamiento cómodo en época de la colonia. La torre del templo iba apagándose en el mar ascendente de sombras, y sólo el campanario iluminado flotaba sobre la ciudad en una especie de emblema de La Heroica. Al tener, en suma, lo que hoy llamamos el valor de las convicciones y una lógica implacable, mi espíritu que tiende a la visión intuitiva recordó la corrupción y al individuo errante de agrestes montañas. Aquel sujeto vestido de vaquero y sombrero aguadeño embutido hasta las cejas, huyó en miedo mortal escoltado por amigos rumbo al cenagal de Pasacaballo. El grupo pantalleó entusiasmo cínico y afligido en descifrar el afianzado resorte de la burocracia, perseguidos por el sheriff celestial perjuraron en sus expresiones, sustos de fantasmas en la madrugada al toparse el implacable exorcista, sólo esperanzados que un milagro los librase de un destino que miran con espanto. El político cuyo nombre conocemos, Álvaro Uribe Vélez, expresidente de la república, nunca habla de las actuaciones de los subalternos, permanecía escaso tiempo en la casa presidencial, y hasta el público en general creía comprender que no le agradaba estar en ella. A pesar de tanta Seguridad Democrática y propósitos de honestidad y de lo tenebroso, hundido en el abismo de sentirse imprescindible ensambló una especie en vía de extinción. Yendo al grano fruncía el ceño al rebatir, blandía furioso el látigo en afinidad electiva, capaz de fingir llanto frente a la desdicha inesperada. A su antojo modificó La Constitución Nacional, y creó de la democracia el templo de longevidad excesiva de poder. Esto basta y sobra para hacernos una idea de numerosas situaciones de corrupción durante sus dos períodos presidenciales. Yo acostumbrado a la improvisación, caído en la emergencia pasé a la clínica siquiátrica ubicada en el barrio El Bosque. El taxi detuvo la aceleración cerca de férreo portón oxidado. No dignas de verse, logomaquias abolladuras señalan el comienzo de una gota en el mar que narran episodios esquizofrénicos, pugnan de manera inútil por revelar la realidad y caen sobre el individuo igual que lluvia de fuego. Enganchado en la amistad desocupé el vehículo aferrado a ligero equipaje, implantada el áurea de solemnidad timbré. Muchas y diversas causas dieron lugar a un repentino cambio en el ambiente, y desde atrás, entrecortada brotó una rasposa voz que exigía calma a los internos. El viento traficante de tonadas ondulaba al ritmo de dimanante vals. Adentro rosaban pisadas desprovistas de inteligencia, provocó semejante conmoción que tiré una ojeada anhelante a través de angosta abertura. Pertenecientes a la razón inversa vagan enfermos de semblantes ajados en total desidia, producto de la esquizofrenia cruzan brazos derrumbados en su irrealidad, sin intervención de los sentidos ni de la misma razón, desconocen el peligro ni miden las consecuencias de sus actos. Bajo la influencia de torbellinos de confusiones que lo envuelve sin lanzarlo fuera de él, y sigue girando en ese torbellino y de un momento a otro lo lanza a otra tormenta más fuerte, arrastrándolo más en sus alas que, de nuevo lo pone fuera del orden y del sentido de realidad y gira, gira, gira...En ocasiones, delata que no temiese destruir el encanto del reciente pasado. Así tiene que suceder, el individuo que entra en el camino de la locura, pareciera que se deslizara en un trineo por una montaña cubierta de nieve, cada vez va más de prisa sin ninguna clase de control. En fin, ¿qué remedio?, después de profusos siglos de estudios, es menester mencionar que la psiquiatría hace todo lo posible para proporcionarles una existencia menos desgraciada. El asunto es que, desenganchado del afán alguien empujó el pórtico, pegado a sus hábitos apareció espigado auxiliar negro que vestía bata blanca, ocultaba la extremidad izquierda en el uniforme, perseguido de tedio sus mejillas chorreaban sudor, sin orden ni simetría, adoptó actitud ambivalente y de molestia. A la zaga deambulaban pacientes soñolientos, chiflados aventaban abolengos aristocráticos, locuras fatídicas que desgarraban el alma, vendían y compraban carretas incluidos viajes espaciales, no atenuaron lo que pasaba por sus cabezas; recordaban la repartición de herencias extinguidas, fieles a la desconfianza confinaron expresiones ariscas, maliciosas e inocentes. Y en vez de meditar sobre los pasos que me esperan, el sólo estar bajo las influencias de sensaciones pesadas me condujeron, y en una especie de instinto dudé de la autenticidad de la vocación profesional del empleado. En efecto, esa perceptible apariencia derritió terrenal deducción. Imagen gravada en mi colección de fijaciones a través del presente testimonio literario. Bien separado del grupo espiaba a sus espaldas aprensivo interno de piel hepática, en distraídos gestos decantó la desesperación inocultable de súplica, contra su voluntad en desorbitados ojos ventaneaba la esquizofrenia, en las entrañas de ella quería sucumbir. Luego procedió a santiguarse, por mera rutina rascó el cuero cabelludo, próximo a otra crisis nerviosa añadió burlona carcajada, cargado de juicios ajenos sintonizó el motivo de la entrevista. Movido por sus causas en los rasgos traslucía todo lo que pensaba, y en un laberinto de reacciones estableció deplorables pantomimas de loco ocioso. El asistente lo fulminó a través de sus ojos expansivos y exigió comportarse. El auxiliar de aspecto grave meneando la cabeza en silencio, y decantado a la ferocidad le endosó cristianas culpas. Revueltas las oraciones prestadas del ayer el díscolo retrocedió espantado y preñado de suspicacia, transfigurado en una doble demencia vagó conmovido de acá para allá, de allá para acá. Reacio a parpadear, temeroso de espejismos desechó corresponder a sus confidencias que lo atraían hacia puntos desconocidos. Conforme a los hechos, el efecto de culpas de mil aprensiones empeoró el cuadro clínico; ramalazos perspicaces lo reactivaron a señalar que yo padecía trastornos mentales, reseteado por la luna llena brillaba en lo alto, enredado en las aspas de viento volteó de prisa, en busca de otros desquiciados disque para internarme. En acecho una melodía de los años setenta titulada Rasputín sonaba en la radio del centinela, velaba el aturdimiento de paliduchos residentes, ni tosco ni depravado derogó la compasión, frialdad interna que enmarcó en la mirada. A la perfección absoluta, pegado a sus resistencias evadió practicar la magia de la piedad, desde la garita repleta de estantes en la cual reposan las historias clínicas, limitado al estrecho marco de esta realidad tangible ocultó información a periodistas ávidos por indagar la conducta del protagonista, hundido en el ámbito oscuro del silencio nunca respondió. Aunque el paramédico no cesaba de eludir a su condición de supervisor, a la par, acrecentadas mis ansias de saludar a Pambelé le esbocé el motivo de mi presencia. El enfermero colocó postura de gigante que sostenía la puerta, por lo tanto, atestiguó un aire cortante de autoridad y rebatió. -¡Las visitas sólo están permitidas hasta las cinco de la tarde! No por esto pude definir ese sentimiento de exaltación, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Y revueltos en una oscuridad cada vez más densa, en marcha sin más respuesta, devuelto en la intransigencia dando media vuelta azotó el portón, detonó el apabullante estrépito del acero, en seguida, propagó el estallido de una dinamita tirada desde el patio. Afuera, plegado en postura de provocación refrigeré los brincos del corazón. Todo esto parecía increíble. Y del todo, ensoberbecido de mando repicó el taconear de sus zapatos de charol, ocuparon de inmediato las ondas sombrías del espacio vacío. A pesar del desparpajo, ahorré argumentos que lo convenciera permitir el acceso. ¡Oh..., la vida…, la vida!…La vida a veces se reduce a esta clase de desplante. Y tal vez más, anuente a tal desconocimiento congelé el disgusto, envuelto en interrogantes que atraparon la mente; escuchando las campanadas apocalípticas de un carro de bomberos, emigré alojado bajo resignación crepuscular al sector de Bocagrande, suburbio henchido de fastuosas construcciones acorazadas por rejas de seguridad. A prueba de facturas aristocráticos habitantes parecen andar por encima del pavimento, siempre poderosos, sin ardor de sentimientos, agigantados son hombres de carne y huesos hasta más no poder. Amén de pegajoso calor deambulan turistas disueltos en fotográfico ambiente atestado de lujosos almacenes. El aire del mar contribuyó a contemplar la posibilidad que el inmueble del edificio El Nautilus codificara desocupado, a mi modo avancé en circunstancias normales; centenares de hojas secas de árboles caían arrastradas por la brisa de invierno, y ruidosas daban tumbos sobre el manto recio de asfalto, invocaron el regreso de golondrinas durante la época lluviosa, ensayó melodías que ninguna gaviota danzó al no brillar el sol, traspasado de crepúsculo el mar refulgía un amplio pozo de sombras. En cuanto a mí, quizás algo cansado encontré amparo dentro de la recepción en calidad de peregrino. A causa de una jugarreta del itinerario, esbelta recepcionista de ojos azules que iluminaban su lozanía acudió a saludarme, perseguida por la fragancia de un perfume francés, frenó el paso para acentuar las curvas de sus muslos abrochándose la blusa, puso en evidencia senos boteristas de silicona, e intercaló suspiros con fervoroso pasmo, en condiciones de apremio deportó alegría triste de lluvia y sonrisa provocativa, más hoyuelos ingenuos en mejillas. A medias, disequé la líbido en una consistencia molusca que me hizo sacudir, impedido de atender la ley del cortejo mencioné el apartamento misterioso. En aquel instante, guiada por una sensualidad hermenéutica procesó la información. En el terrible silencio de aquella antesala, cayendo sobre ella en trozos un escalofrío fugaz que estremeció su piel encantadora, accesible y atractiva, acrisoló ajustada al reino de los sueños de un poeta. La exageración de mi fantasía llevó a suponer que en la rendija que da al misterio, duendes secuestradores de cosas invisibles reacios a dormir proponían diálogo a la efigie de Pambelé: interpreta la vida, la embalsama y lacerada padece la inclemencia del siglo, invadida de polilla desperdiga expresión vacía de jugador desafortunado. Por otro lado, más allá de gruesas cortinas rondan grandes hechos, plagados de anécdotas y testimonios inéditos que nadie imaginó leer; recinto en que reina la sombra de mi esclavo retrato, el de usted señor lector, mano a mano suelo reflejarme en su martirio, ¿por qué no anotarlo?, de perecederos humanos rendidos a la fatalidad. El busto del protagonista, encima del pedestal, expone el aire tóxico del ego impetuoso, martirizado de placeres y arrepentimientos. La esbelta dama, siempre entregada al cálculo consultó el registro de huéspedes, movía labios meditativos en precaución superflua. En esa larga rutina de su deber escrutaba voluminoso libro de cuero troquelado, en cuya tapa superior, haciéndose inconfundible el altorrelieve en oro de La torre del reloj, y en letras cancillerescas el nombre de la ciudad, La Ajedrecista. Aficionada a los remilgos alzó la barbilla desplegando delicados ademanes, a escasos centímetros de mi semblante descargó insinuante sonrisa melancólica y hasta traviesa. Del modo más ingenuo posible, confiada en sus instintos femeninos decretó la disponibilidad del inmueble, cuya peculiar modulación aplomó detenerse en la recámara, calada por jarrones atestados de orquídeas artificiales embellecían el tocado del vestíbulo. A los cincuenta, cincuenta y un año, decida usted la edad, movido por el plebeyo deseo de aparentar sin regatear precio cancelé el canon arrendatario. Adyacente a la recepción brillaba una luz solitaria, al voltear hacia la derecha infló mis cachetes el reflejo de un espejo colonial, sustraído del tribunal del santo oficio de La inquisición, sus destellos desafiaron el transcurso de la historia. Instalado en la pared del poniente trazó el gran enigma de macabros detalles de aquellas santas ejecuciones, en ese segundo, me llegó una revelación que daría forma al resto de mi existencia, frente a mis propias narices proyectó este lejano episodio. Todo esto lo experimenté de modo confuso y no sin esfuerzo, dado que mi situación física era otra en aquella época lejana, de pie sobre un barril de vino vacía, poco a poco al acercarse el verdugo, padeciendo fiebre de inocencia mi cabeza repelió la horca en vidas pasadas. Para cuando me harte del injusto confinamiento, una revuelta me permitió salir de ella, y guardar el anonimato. Da igual cómo. Digamos que refugiado en la clandestinidad malgasté mis palabras pidiendo clemencia para los sentenciados a la hoguera, gracias al empuje de mi rebeldía eché manos de cierta exterioridad, en forma de protesta colocaba a la entrada de iglesias collares de cráneos humanos, constituía un cuadro vivido y complejo que le falta muchos fragmentos. Puesto en acción el efecto del nerviosismo, en cuanto repicó el teléfono de la recepción desapareció tal visión. No obstante las graves preocupaciones que embargaban el estado de ánimo por tal revelación, muy asombrado ocupé el ascensor, dadas las circunstancia, ya en el piso quinceavo, una vez abierta la puerta del aparato, arrojado por una ola de luz entré a la vivienda. Añadiendo los zapatos a los zapatos de otros que estuvieron allí en el pasado, rompí el monólogo de sombras al pulsar el interruptor eléctrico, dejando huellas en el espíritu palpé la respiración de la soledad, presentí el inminente contacto con lo absurdo. Al mismo tiempo, los receptores internos mantenían la esperanza de que Antonio escapara de su destino. Tras una pausa calculada extendí pisadas inciertas en torno a la estatua de bronce apolillada, untada de luz mortecina coincidía de cierto modo en desafiar el presente. Arriba, empolvado el reloj de pared labraba su carrera sin fronteras, registra el incansable movimiento del universo. En plan suspicaz posé mi diestra sobre la roída esfinge palenquera, de repente, unas fuerzas ocultas me condujeron a los designios de mis verdaderos antepasados. Al igual que un motor a reacción hecho girones vagué suspendido en el vacío, rociado de incógnitas algo extraño aceleró mis emociones, al unísono recuas de visiones atravesaron la mente. La maravilla de la naturaleza, el misterio de la vida, de las tres almas que el hombre posee: la que festeja, la que sufre, y la que muere. Contrario a los bienes supremos el hombre consagra la vida en afirmar que este mundo le pertenece, jactándose de decir, yo me como todo, nadie me come a mí. No siendo posible encontrar el perdón en mi conciencia ni en la ajena, sentía dentro de mí, la lucha interna de sangre y nervios, de células y huesos en un plano ni terrenal ni espiritual, dentro de un zumbido eléctrico, y referido al instante separé la mano. Estas imágenes, no borraron en absoluto el presente, y similar al gran incendio que sigue al humo de la boca del cañón, escribí al pie de la letra fenómenos que requieren correcta interpretación. Llevado todavía por el impulso de aquella revelación, a plena fuerza, activado el resorte automático de la razón aprecié el ambiente cundido de telarañas, el tumulto del conjunto encajaba igual, otorgó la impresión que nadie habitó el lugar desde nuestra partida. De vuelta a la sala principal abrí todas las ventanas, y mirando al cielo más que a la tierra tranquilicé los nervios. A continuación, impedido de articular palabras aparté los inevitables olores de encierro que reprimían la desolación del entorno. El resplandor de la base naval retorcía torrentes de luces que aureolaban a La Heroica que, fue una ciudad diseñada para la esclavitud y la defensa del imperio español, en intervalos, rugía el bramido furioso del mar, absorbido en la oscuridad el panorama desapareció por repentina tormenta, despiadados relámpagos triangularon cuchilladas furiosas que rasgaban el estómago de nubes negras. Para colmo, enigmáticas fichas ajedrecísticas parecían resistir la cólera de los dioses, empañadas sus jugadas solían repeler el diluvio apabullante, encargado de hacerlas desaparecer en pocas décadas, desastre natural que afrontarán generaciones venideras y agotarán el tiempo. Los truenos retumbaban terribles y enormes caían en mi corazón. Ya de por si algo inquieto, arrellanado en una esquina del sofá me invadió otra cautivadora visión: el hombre en su eterna investigación perfecciona la imperfección, integrado a su naturaleza disfruta la retrospectiva seducción, negándose a practicar un alto, interpone la falsa promesa del bienestar, del progreso, del avance científico, de la economía. Caído en la trampa del autoengaño, surge la mecánica del reloj dándole pautas durante el sueño, enfundado en la almohada de la autodestrucción. A propósito para liberar a medio mundo de la oscuridad, resucitado de entre los muertos, el sol protocolizó la llegada del nuevo amanecer, dos horas más adelante censuré la pereza y tomé energizante ducha, dispuesto a visitar El Último Cimarrón. A mi ritmo, atascado en inauditas deducciones desentumecí las extremidades y calibré la estatua sesuda del palenquero, integrada a la monotonía hasta cabía suponer que emitía reclamos lamentosos y dolientes, perseguida por flechazos de críticas la invadía un rencor sordo, abandonada a la casualidad absoluta que sale de un sueño. El mar reaccionaba desplegado bajo la luz pálida del astro rey, cegado por amaradillos de nubes grises, una potente brisa arrastraba en sus olas el bullicio de millares de voces, retorciéndose en marasmos de blancas espumas delineaban melenas blancas, saturadas de vigorosos movimientos rompíanse en la arena y retrocedían abatidas, sin cansancio encontraban otras que venían a remplazarlas, pobladas de incontables incógnitas irradiaron el límite humano. A la par incansables pescadores en espolones desplegaban la flor blanca de atarrayas, al lanzarlas, devoraban ráfagas de vientos y caían al fondo en unísonos ecos diminutos. En un paralelismo imperceptible hilos de sudor recorrían la piel que atenuaban el calor sofocante del litoral. A punto de asustar a tantos turistas retumbó el cañonazo del mar al estrellarse contra los rompientes amarillentos. Los pescadores pacientes para actuar, hacían vibrar y apretar las fibras negras de sus músculos, encorvados retenían el itinerario del aliento. Bajo la atmósfera enrarecida, absorbidos en sí mismos ponían postura de aguda rigidez, reacios a desperdiciar energías en movimientos inútiles, de tal manera que, apoyados en filosas piedras tenían los pies lacerados, casi al borde de arrojarse al océano percibían el dolor de sus tripas hambrientas. A escasas décadas de ser declarados mártires, arrojados por la pobreza al sensato sentimentalismo y repeliendo la pesca industrial, proporcionó extenuante maniobra, quizás, dado a ello no colegié indiferente. Miré a unos y a otros mientras, encomendado a la depresión momposina anhelaba estar allí. Soy de palafita región de pescadores, en aquellos años, sentado en una esterilla pescaba durante horas en la orilla del río Mojana. Los pescadores urbanos denotaban ansiedad nómada y voluntad de hierro, insistían pescar algún róbalo en aquel agonizante cementerio de Poseidón. Unos minutos más tarde, diríase que estaba rodeado de un silencio escuálido, nada unísono ni conveniente sucedía. Debido más a la desgana del agotamiento absorbí tres tragos de café y sujeté el portafolio. En cuanto salía del apartamento volvió el cielo a encapotarse de nubes negras y escupió leve llovizna, asomado al pretil del edificio divisé correr turistas sin paraguas, apretando el puño derecho profesé antipatía a repentinos chubascos. Tan de repente, fue una suerte que la espigada recepcionista me facilitara algo para evitar un resfriado, y avancé arrojado dentro de grueso capote anaranjado, similar a redoblante resonaba el golpeteo de gotas en la plástica indumentaria. Hasta donde alcanzara mi decidida voluntad, recluido en el motivo de visitar a Pambelé, sobrepasando toda humana ponderación analicé el impacto que enfrentaría, contribuyó a que palpitara más rápido el corazón. Atrás, orgullosa de estar de paso por La Ajedrecista, en el vestíbulo, hermosa italiana calzada con botas blancas cepillaba sus largas uñas, ladeada sacudía senos voluptuosos que estiraban un suéter de lycra, análogo al color del mar repartía ojos de grandes pestañas, sentada en confortable sofá, me produjo tremenda agitación al cruzar las piernas torneadas, espació el liso panorama del bikini recién depilado. Ella ahora en primer plano de mis córneas concentró en sus mejillas coquetería etérea. Inmerso en el submarino de la tentación entendí lo que me estaba insinuando. Qué ardor sentí en los testículos, enseguida, emitiendo petardos de estornudos detuve un taxi, en este caso sorteé la represalia del celibato. Varios kilómetros más adelante, incluido en el consuelo de la abstracción el conductor de facciones escépticas, apartado de su temperamento normal recalentaba la culpa de penosos pecados, atascados en fenomenal trancón, no tuvo más remedio que oprimir el claxon, aterrorizante, trompeteó la corneta del juicio universal, ¡vaya! ¡vaya! ¡vaya!, así arregló la circulación con ese arremolinado soplo volcánico. A propósito del juicio final, o sea el fin del mundo, otorga la suspicacia de pensar algo interesante. Si ocurre tal apocalipsis, ¿Quién recordaría a Dios? ¡Nadie! De hecho, entonces a Dios también lo afectaría la corrosión del olvido. De retorno al juicio final, a lo que yo no creo, no entendiendo ni él ni usted aquel párrafo de conjeturas sobre las profecías que anuncian cambios en los destinos de la humanidad; cambios supuestos que irán germinando con la lentitud de las maldiciones, traerán ese mismo sigilo invasor de las plagas, cuajándose al instante, el ataque a las cosechas. Finalizada esta reflexión mental, el taxista en sus arrugas acomodó una terrible amargura contenida. Yo enseñado a dirigir indiqué el recorrido, abolí la excusa que no aprobara el ingreso de acuerdo al horario de visitas. A falta de celular consulté el reloj de muñeca, indicó las nueve de la mañana, previsto, en pocos semáforos sacudía los zapatos a la entrada del manicomio, de todos modos, pasara hoy lo que pasara, conducido de reflexión pulsé el timbre, sin tardanza espinó el celador displicente y frío, tragado en descolorido enterizo marrón y atrapado en su océano mudo imprimía huellas de trasnocho. Llegando otra vez al colmo de la observación, advertí con la esquina del ojo, reposaba encima del escritorio el portacomidas y un libro abierto; apostado en la disciplina castrense no leía poemas de amor, en ratos de ocio memorizaba tácticas de combate y de contraespionaje, puestas en líneas rebuznan inútiles juramentos militares, insólito, en dicho sector no sangró una gota de lluvia. El vaho del viento arrastró ramalazos pestilentes de la bahía, flagrante evidencia de apestosa contaminación en la ensenada. A toda prueba, provoqué particular situación más allá del protocolo y los buenos modales, comprimido de señorío repetí la razón de tal insistencia. El centinela manifestó que la autorización de ingresar dependía del encargado del centro de rehabilitación, sin locuacidad dio media vuelta y de aposta de nuevo azotó el portón. Entrada de hombres lanzados al reino esquizofrénico, lugar atarugado de políglotas, predicadores que requiebran hechizos, actores, militares y políticos que no son conscientes de su existencia. ¿Cómo calificar esto? En medio del delirio, ¡no! En medio de la paranoia conforma, un coctel amazacotado que revienta los músculos del tiempo, en cuya hondura no existe consuelo ni esperanzas. A falta de aguante y curado por engorrosos trámites burocráticos para ingresar a las oficinas públicas, ¡esto…es necesario destacar!, relativo a los fines oficinescos evidencié cantidad de obstáculos, uno detrás de otro. Y en tales ocasiones, resarcido de paciencia olvidé el sentido de la idealización. En una palabra, suprimido el tic-tac del reloj no rumié diferente alternativa que esperar, a grandes pasos giré en círculos evocando centenares de requisitos que exigen los celadores en la portería de importantes empresas. Muy absorto en la tarea de aguardar pendía en el vacío impotente frente a tal autoritarismo. Dejando tras de mí remolinos de polvo rastrilló una mano salvadora, alguien detuvo su automóvil Volkswagen escarabajo descapotado a escasos metros del pórtico. A la medida llevaba una guayabera azul claro y labrado de apremio hacía repicar el pito Alfredo Torregrosa, director del centro siquiátrico, sin quitarme la vista tiró de su desgreñada barba, gesto en que lanzó uno de sus ramalazos de sabiduría, provocada la intriga tamboreó los dedos en el timón. Ante mi pequeña maleta, sin moverme del sitio ni cambiar siquiera de actitud, no logré apartar la mirada de éste. Y aguijoneado de malicia adivinó mi disposición de penetrar y escudriñar el nido de ángeles caídos. Un reducto agitado sin leyes espirituales y por infinitas fantasías. A pesar de todo, enloquecida la brújula mental combina inesperadas fisuras del destino, desprovisto de sutilezas concibe el universo propicio para algunos mortales. Llenos de angustias recorren el drama del no retorno, teñidos de oro y sombras, vestidos de pétalos y espinas, contrabandistas de secretos presumen aconsejar a su alma frenética, asimilan enfermizas autorecomendaciones, camuflados dentro de una coraza ciega de engaños, imposibilitados en detenerlos azuzan galerías de anhelos al maniático espíritu. Nadie sale indiferente al visitar la caja mágica de la locura, recordará por siempre profundas revelaciones de tal enfermedad. Es por eso, y sólo por eso, descarté el protocolo y acudí a un recursivo plan improvisado, de igual a igual, sobre el pináculo del optimismo recurrí al director, excedido de palabras argumenté el porqué de tal persistencia. Y no profundizando más en dicho tema para no hundirme en un mar de ruegos, acorde a la situación, en verdad, previsible, intrigado y absorto sopesó la intromisión, contemplando el panorámico aventó ondas de apóstol. Yo dirigiéndole al cielo más de una plegaria consintió la solicitud. En el segundo no previsto, reavivada la urgencia pitó enloquecido, contenido en su esqueleto otoñal perseguía el acceso. En una lógica de reciprocidad, eliminada la apatía, a máxima velocidad regresó el guardia, imprimía huellas de autoridad en paredes y techos, varios empleados afirmaron que en luna nueva esponja la levadura de prepotencia, similar a las mareas, navega en la demencia hasta el límite de creerse un general de la república, una costumbre de disfrutar a la sombra la disciplina militar. Sin perder por eso su aire de soberanía, trasplantado a otro terreno saludó al superior transformado en dócil cordero, entresacado de cualquiera novela clásica acató el mando del empleador. El cortinaje del guardia quedó rasgado, propietario de insólitas historias dolorosas, de héroes sombríos tras máscara lúgubre de locura…detrás de ella tributa la omnisciente flor invisible de la vida. El sujeto avasallado perpetúa la excitación del ostracismo quimérico, desvinculado del presente, y obsesivo perfecciona universos simbólicos. No sin antes hacer acopio de alegrías y fantasías, paladea aventura infantil embozalado por cintas negras que sostienen la tortura de máscaras imprecisas. Frente a nosotros pasaron decenas de internos: curiosos, suspicaces, indiferentes o soñolientos por los sedantes; hombres y mujeres entre treinta y cuarenta años. El guardia, sintiéndose indignado por esta usurpación de sus funciones, pérdida la autoridad, muy atolondrado obedeció con enronquecido acento de papel de lija ajustándose el kepis. Allí, cada vez que abre la puerta para salir o entrar cualquier paciente, imperios de vientos atraviesan el patio de vastísimas dimensiones, recogen de paso basuras y flores moradas del árbol trompetas de ángel, producen remolinos, perdiéndose, cada vez más pálidas en la capa de nubles blancas, para que los ángeles las utilicen de instrumento musical. El borrachero o árbol trompetas de ángel permanece sembrado en profunda esquina del cercado, calado por una enredadera que trepa desde el suelo alcanza el follaje, conservando el aspecto del verano perfiló desnudarse al caer sus hojas amarillentas y flores moradas, expelían aromas a naranjos, picoteaban las trompetas gorriones que revoleteaban y trinaban preñados de notas musicales falsas, turbaron el aire en una imperfecta convulsión de alegría. Delante de una gran reja que conduce a otros caminos, caídas en el suelo proporciona limosna a los apegados al sufrimiento, bajo el sol del invierno trazan mosaicos mudos poblados de temores. La fragancia rehúye a través de agrietados muros, arremolinadas dibujan burlescos ramilletes que anuncian la presencia de otro desventurado, no cabe duda, refleja un mecanismo implacable de impaciencia secreta y tumultuosa del lugar. En mi interior, las señales de alarma zumbaban a la máxima potencia, entonces, ante un espectáculo insólito y nuevo reactivé la marcha. Al existir infinitos más grandes que otros infinitos, yo hostigado de turbación y curiosidad, apoyado en la pausa filmé aquel entorno. En terrible desfile surgieron lamentos tristes, a la par, el abultado golpe metálico del portón al cerrarse, retumbó la sonoridad de la chatarra, agregó la más atroz punzada de dolor que jamás experimenté. Más que cualquier cosa, enredado de conjeturas arrastré cadenas atadas en mis pies de plomo. A doscientas cincuenta páginas del final de este libro, invadido de vértigo, tristeza y desesperanza, recapacité en el núcleo de exprés castillo esquizofrénico, donde la locura declara la guerra sin cuartel al enfermo. El grupo de pacientes sometido al martirio más bárbaro, más horrible, más espantoso…representa ruinas de esperanza humana que proceden a revivir la felicidad, viendo reír grietas de piedras, donde claudica la vertiginosa carrera del desorden, el desenfreno, o la enfermedad. A los impulsos de la desesperación, desvalido y miserable, desprecia o se desprecia en un carrusel inagotable del desasosiego, así que, en macabra paradoja la locura no agota su vendaval de seducciones, presencia fantasmal que represa alucinaciones en realidad, indestructible cual la propia conciencia. Cuando llega a esa etapa que nada cambia, el enfermo mental en busca del tiempo perdido, pasado, presente o futuro, termina siendo analfabeta de la razón y sabio de la locura. Al nuevo interno que llega, entre ellos con lástima postiza disimulan el welcome en medio de sus flaquezas, sin respuestas frente a tal absurdo. Ya que siempre el destino tiene la razón, pareciera que acoplara el interior de un poeta que nada traza, la cabeza fatigada, la pluma descansa sobre el papel de la existencia, nada escribe, en irreducible extremo el hombre sucumbe. Entretanto, dos aparentes filósofos a la sombra del árbol trompetas de ángel intercambiaban alegorías, remitidos a la piedra filosofal desintegraban el pan en migajas que comían aves rapaces, esbozaban muecas que trasferían placeres biológicos. El ritmo vegetativo aportó inevitable ironía de la supervivencia. Más explícito requiero añadir que en ocasiones milagrosas, el enfermo sale de este marismo de alucinaciones, integrado al mundo social activo da gigantesco salto hacia la posible rehabilitación definitiva. Aparte de esto, el desenlace del análisis conlleva a teorizar que, reducido al recuerdo el paciente desata el desenfrenado paraíso de sus pesadillas, acorde a la desbordante esquizofrenia que contrae guiños invitándolo a perseguirla despidiéndose de su voluntad, rechaza una necesidad de respuestas; alcanzado por el saboteo mental de un desastre sin darse cuenta, al compás de lo ficticio es devorado por el inmenso oleaje de idioteces intermitentes en una especie de bendición, son infatigables compañeras de correrías espirituales en las más agudas mortificaciones y sufrimientos. El enfermo debate dentro de cuadros de sentimientos contradictorios, englobado en soñolienta eternidad demencial, escruta explicaciones que nada explican, sujeto que repite por enésima vez el mismo papel. El patio marcaba el desequilibrio de opuestos destinos. El pensador Diógenes testificó que esta circunstancia impone un comportamiento especial, pero resulta demasiado especial que uno trata de actuar en sus cinco sentidos, admirando el comportamiento maniático de tantos pacientes. Yo actuaba con esa flema pacifica de quien está acostumbrado a la postergación, puesto que la paranoia será la pandemia del futuro, más propia del hombre que su alma. Y unido a la impaciencia todo aquello debí sepultarlo y retirarme del manicomio, propenso al drama lancé un hondo y largo suspiro, y por último, la sustentada deducción causó una fuga mental. Y sólo sé que no sé… dijo el mayor filosofo de los siglos, legendaria respuesta evitó de rodar de nuevo al mar de preguntas de que nadie puede sacarme. Y nada menos que superada la resistencia intervino el relajamiento, invadido por la imperiosa posición de moverme, elegida la ruta percibí que algo aleteaba en las paredes desnudas; obtenida la autorización de la mente volteé el cuello, y en una novela diferente galopaban par de mariposas enredadas en la brisa, escapadas del jardín volaban dos corazones sicodélicos. A derecha e izquierda, arriba y abajo, palpitaba el invierno inmortal, trazaron poemas entre lo normal y lo extraordinario, inauditos y encantadores. Veladas por la luz vertical de un sol sombrío, desvanecían sus aleteos de opacos colores sobre sus sombras, en sí, rescataban esperanzas apagadas. A través de esta odisea sucedió de todo y vuelve a suceder y cada vez significando más, dentro de esta historia. Poco antes del mediodía resignado al papel de amigo, alimenté el aliento de una persona que permanece en cierta encrucijada. No menos contaminado que el ambiente urbano, saturado de una esquizofrenia omnisciente el lugar aportó una cápsula del tiempo apoyada en miles de ladrillos, perfilada hacia el horizonte está la desgreñada mansión tipo medieval de dos plantas, embellecen la fachada rocas volcánicas, ornada por balcones de hierro forjado sufre la invasión del comején, en apacible disposición la adecuaron en casa de reposo. Todo estaba en orden, todo en su sitio, menos el expectante doctor Torregrosa, siquiatra que tiene que ocuparse de todos los males del centro, pulcro y bien vestido, bajo la puerta principal todas las mañanas reanuda el diálogo con un enfermo tartamudo, topa afianzado gusto en conversar con aquellos que ven otros mundos, además del original. El caso en que coinciden de modo preciso y sorprendente, vinculan sus mentes a la velocidad del rayo. Por razones que sólo él conocía, esa jornada pretendía excavar el pasado de ese interno de mejillas infladas que remedó abultarlas, sin desviarse ni devolverse divagaba en el futuro, casi incoherente recitó que alzaría el vuelo en algún ovni para interpretar la simbología Maya en Júpiter, navegaba confortable en empecinada órbita. Ni en la Atenas de Pericles aquel enfermo lograría pasar por un Apolo, no obstante, en la Atenas de la clínica del Bosque podía muy bien pasar de astronauta, y formando burbujas de salivas en la boca conquistó las constelaciones. El especialista tensando las mandíbulas, reía tanto que lloró de alegría en su compañía. Dentro de un feroz instinto de competencia cantinflesca, el interlocutor a menudo esbozó humor maquinal, despedía brillo turbio a través del agujero bucal. Quizá para burlarse del psiquiatra sacaba la lengua, su extremidad derecha apretaba contra el estómago la réplica exacta de un transbordador espacial. En una pequeña aportación para preservar la integridad del deseo de ser viajero espacial, pegando extraños saltos en cámara lenta de un astronauta durante una caminata lunar emprendió la retirada. Y muy habitual, desgastados por la acción de los sedantes, a veces, a pesar de la vigilancia extrema del personal asistencial, la mayoría de loquillos armaban camorras interminables, trocados en discusiones bizantinas, en especial, al evaluar el mural más hermoso de un Pegaso convertido en dios de piedra, pintado en una pared del comedor, el boquete de la boca lo confundían con el ojo del cíclope. A kilómetros de que ésta sea la obra del filósofo y del viajero, del poeta y del historiador, del psiquiatra y del loco, e infectado de conjeturas a granel, el facultativo estrelló en la niña de sus ojos mi presencia. La porfía del aire enloquecido y de conmovedora expectación, condujeron la ocasión de restaurar otro saludo, precisa oportunidad la aproveché para estrechar su mano, y acoger la sugerencia de conocer su oficina abrigado bajo temores razonables. A medida que avanzaba percibí que, mi áurea apretaba el cráneo hilvanando muchas cosas de que hablar, y muchas de que temer, tornándose más espinosas, adquirí esa fuerza de creciente temor que arrolla las vacilaciones. Luego, sin que interviniera el personal asistencial, en aquel foro de pacientes resonó el golpeteo de carambolas invisibles que aplaudían histéricos internos. En busca de respuestas amontoné varias suposiciones, sirvieron de antídoto contra la prevención y entré. Así que mientras caminaba hacia el centro del salón, al correr los pesados goznes de la puerta rechinaron de manera tenebrosa, distendida resonancia explotó presidiaria, seguida de ruidos de sillas. A fin de sentirme mejor, guiado por el peso incólume de la espalda, desplomé el trasero en abullonado diván diagonal a su escritorio. Al estar allí, fomentado en la rica cultura turca entreví un techo moldeado en yeso blanco, sostenido por muros deslumbrantes de cal nueva. A la izquierda, profusos libros de psiquiatría forcejeaban en carcomido armario deliberando diagnósticos dramáticos, tribunal imparcial del que nadie recibe benevolente amnistía de virulenta demencia. Ponían en manifiesto pantallear de adornos, dando bandazos en diferentes consultorios procedían desde remoto pasado, cuántas tesis afirman lo uno o lo otro, humanos que ignoramos el porqué de aleccionadora desdicha. Entre tantas teorías anudé hipótesis incómodas alrededor del cerebro, auténticas o falsas, sospeché que un volcán estaba próximo a estallar. A partir de las cuales, al destaparme la cachucha expuse una cabeza calva en lo alto, señal que pasaron los abriles. Encima del escritorio sobresalían correspondencias por responder, y en la mitad un globo terráqueo. En pleno funcionamiento giraba en su eje, ordenaba países del hemisferio en curioso rompecabezas electrónico. Las fronteras bien delimitadas en marfil, unas veces a la derecha, de pronto cesaba el movimiento, sustituido el mecanismo automático rotaba a la inversa. Aprisionado en cinco estáticos aros de oro puro, enrarecían la atmósfera de relaciones sociales del universo: religión, codicia, deporte, política, y sexo. El doctor Torregrosa en tales condiciones desenvainó de elegante estuche su estilógrafo Mont Blanc, más o menos al ritmo de su mirada verificó el movimiento de la esfera de la fantasía e inclinó la cara barbuda y curtida de insomnios, diseñado para hacer este tipo de labor, encarriló sus ojos a los documentos recién llegados, apenas visibles en los gruesos anteojos. Detrás del ventanal interminable fila de residentes propagaban risotadas, cortejo inspirado en las procesiones de sus cansadas utopías, imparables en aquel itinerario erguían gorros de papel periódico encasquetados en platónicas cabezas, apuntaban a la pantalla azul del firmamento, aullaron proclamase el escuadrón de periodistas maquiavélicos. Entre tan interminable pesar, la oscuridad brillaba adherida a sus párpados enfrascados en superioridad glacial y acentuaron hombros encogidos. Un distinguido cronista de apellido Camargo, exhibía desastrada manta repleta de titulares de prensa enrollada a la cintura, hablaba con gran apasionamiento que, calcó a un reportero novato que insiste entregar una primicia al jefe de redacción de un noticiero de televisión. En tal enajenación pisaban agujeros en el piso de cemento, idénticos a los incurables cráteres lunares, a cada grito movíanse al soplo del viento, atentos al pesado zumbido de moscas. Lamiendo sus ropas rugió un remolino de polvo grisáceo, obstaculizó la arenga, aglomeró la fuerza exasperada de un ciclón que repentiza absorber todo a su paso. Una empleada me alargaba entretanto un vaso de agua en un plato igual que cualquier otro. Abastecido por la intriga no descargué la idea apropiada de lo que simbolizaba, intrigante, en otro espacio, atléticos deportistas y bellísimas modelos tonificaban los músculos, tuteándose sin abultar la estupidez. Tan ciega, tan egoísta, tan cruel, contemplaban el retroceso del medio ambiente. Penetrado por la esencia del análisis asumí el compromiso de encontrar el significado de tal incógnita. Muchas veces una yegua excitada relinchó sacudiendo la cola atada a un guayabo en plena floración, enjambres de abejas africanas polinizaban sus flores, dándole toques de fecundidad al sombrío lugar. Extraviado en aquel paisaje de locura un azulejo picoteó las uvas de un vitral del consultorio, entre revuelos más allá del revuelo rompió el vidrio de la oficina, frustrado sin saciar el hambre voló llevándose consigo plumas del recuerdo. A intervalos de inactividad sin mostrar signo alguno de nerviosidad ni de molestia, el psiquiatra desestimó el apetito del peregrino. A causa de una ilusión óptica, rotó en sus lentes que contenían el mundo, donde graciosos pájaros copiaban fugitivos, volando a la galaxia donde todo parece luna llena, entretanto, el enorme deseo de enjaularlos después de docenas de vitrales rotos lo expuso entre sus manos, y, propenso a estas inferencias vaciló un rato mientras emitía muecas apagadas. Que sea de modo accidental o no, enfrentado a este cuadro depositó el lapicero de nuevo en su estuche. Justo cuando volvía a estallar otros aplausos de los enfermos, idéntico a un basquetbolista profesional, en cuestión de segundos lanzó uno por uno papeles arrugados al cesto de la basura. No fue fácil suponer que no existía un punto de contacto entre él y yo. En esas, debajo de un estímulo que me decía que los amigos son para siempre le recalqué el interés de saludar a Pambelé, haciendo un esfuerzo por míralo a los ojos. Y simulando trabajar en otras cosas reaccionó, disuelto en cálido y suspensivo sentimiento que le produce la música de violín de su estéreo, poniéndose de pie bajo las entrañas de aquel caserón decrépito anunció: -¡A su amigo esta misma tarde le daremos de alta! Una solución sensata del misterio de la demencia- bastante escéptico pensé-. Esto me cogió fuera de base, precedida por el estupor clavó el aguijón de desconcierto que me anestesió. Engorrosa circunstancia la consideré propicia para recalcar el estado mental del amigo. -¡Es lanzarlo al mar abierto de la esquizofrenia! En un ejercicio de experiencia profesional quiso establecer puntos distintos entre la idea de la locura y la pura locura. No hizo falta doblegar su resistencia para justificarse, al contener los impulsos y tratar de adoptar una actitud meditativa. El psiquiatra de modo involuntario decidió alisarse los cabellos y su semblante, hasta entonces grave y pasó al jovial, puso sonrisa médica detestable y de sabelotodo que tanto aborrezco, clavando en mí su mirada en una espera impaciente. Al caer en esta apariencia, la advertencia no tuvo resonancia en sus oídos, y el loquero en estos casos tiende en hacerse el loco. El rugido incesante del tránsito estaba amortiguado. Si todo esto tiene sentido describo que, perfilada a la derecha, esbelta sicóloga renovaba flores marchitas de dos jarrones por otras rosas amarillas y rojas recién cortadas, condensó un tierno ángel que distribuía tonalidades de un arrebol, sus pasos suaves invadían el recinto de sensualidad de colores y olores, algunos de sus atributos esenciales. El doctor Torregrosa al cambiar de fisonomía, a través de la cara de éste cruzó algo extraño, denotó que no pudiera contenerse en sus arranques de sinceridad. Disuelto aquel inevitable argumento de peso extraordinario, otorgándole un carácter de eternidad, antepuso un trazado blanco dentro del mapa de su memoria. A intervalos, atenuados los efectos de esa determinación, resonaban chivas periodísticas de reporteros en aquel patio, desgastando las palabras en sus labios repetían la primicia de unos a otros en zancadas ligeras: -El gobierno y la guerrilla hoy de nuevo reanudaron la manía del diálogo de paz- propagaban allí la cultura chauvinista. El psiquiatra alejado de sus santos apretó los dientes, nervioso, preocupado, canalizó ansioso pánico al contemplar el encriptamiento de obsesiones en los pacientes. Aunque esto no tenía nada de extraordinario, vía oral antepuse más evidencias que fragmentó la determinación de otorgar la certificación de total cordura a Cervantes. Al parecer, en honor a hipotética mortificación otorgó estorbarle mi presencia, por el contrario yo respiraba sereno. ¡Diablos! Esa cara de especialista sabía cambiar en segundos. Y en ese instante adquirió expresión de astucia. Llevado al extremo de su paciencia recurrió aislarse en una conquista subterránea al sujetar el citófono. A sabiendas que resulta difícil arrojar al océano el cargamento de la esquizofrenia que hace zozobrar a la nave del alma, y manteniendo en la hora de la calma todo lo que promete durante la tempestad de la locura, escudriñando el techo requirió a su secretaria la presencia de un supervisor para guiarme hasta donde reposaba Pambelé, precedido con desalentador suspiro. Al otorgar el permiso, cansado para pensar en argumentos racionales, enrojeció embebido en el perfume universal de la soberbia, denotada en las líneas de su fruncida boca. A la pálida luz del ventanal roto, experto en desagües de disculpas, utilizó dicha estrategia al advertir que su mundo apuntó resquebrajarse alrededor. Yo inmiscuido en profesional inteligencia esto pareció absurdo. Ya recuperada la fluidez del tiempo, pasan las horas, los años igual que carrozas de vanidad, mientras todo lo demás tiende a desaparecer. Eso de por sí resulta algo intrigante. Y rehaciéndolo en el recuerdo, surtido de perversidad distinguida acudió un auxiliar apodado Taolamba, trajo nuevas y torturantes dudas, ancho de espaldas y giboso, rompía complexión de luchador de sumo, portaba amarillento periódico bajo el brazo, replegado al insomnio leía en noches eternas, moreno de masculinidad inexpresiva; engranado a largo camisón blanco, dueño de recia personalidad parecía fresco, eficiente y no le sentaba mal. Cargado de confidencias y mesura garantizó excelente trato a los internos; oloroso a loción barata escuchó la recomendación del psiquiatra, quien categórico en dicho asunto doblaba una carta, alguna parte del cerebro remedaba sus comentarios y observaciones. Gracias a ciertos aspectos del modo en que su jefe le agradaba funcionar, el asistente propagó expresión de devoción que traslucía la imagen de un mecánico reparador de mentes. Abolidos desde hace marras la terapia de Los coches eléctricos en los centros siquiátricos, evitó aplicar la rudeza profesional para orientar a esos internos, basado en que la obediencia debían interpretarla más no impuesta, regida por castigos simbólicos. Estaba lleno de energía y predispuesto a la predisposición en poderosa perspectiva, prestó suma atención a las indicaciones del director. El gigante de ébano adicto en deshacer el trono fantástico de los esquizofrénicos, bregaba ahogar la oscuridad y extraer el sol de sus almas. Por reacios que fueran los pacientes, esta convicción entró tanto y tan fuerte en su memoria desde hacía años. Él suponía que en el alma humana hay muchas facultades que valen, y pueden, y saben, y profundizan más que la razón pura, dado que lo importante no son los gestos que hacen, sino lo que los gestos sienten. A partir de esta teoría, invocaba la buena voluntad del grupo de enfermos para sofocar las barreras volcánicas de la chifladura. A la evocación de la corrosión del olvido y a la sobreposición de un recuerdo sobre otro, empapados de medicamentos en reiteradas ocasiones sus métodos no resultaban exitosos. Fuera del proceso de sanación caían al paciente sombras de inciertos contornos, vagaba en un universo donde la paranoia supera el entendimiento humano, sin pensar en el pasado ni el presente de su existencia. El asistente del devenir en una especie de vértigo de tristeza y desesperanza le concedía la música muda del duelo. De vuelta a otros detalles, en conjugación con la orden del superior, preparado para el puesto acorde a un gesto seco sugirió que lo siguiera. Los colores del cielo en ese instante cambiaron de tonalidades, bandadas de canarios trinaban y estremecían las ramas del árbol trompetas de ángel. Allá, preocupado por sus problemas personales, saboreando un mango biche el generalísimo sentado en su silla custodiaba la salida, ante el repentino aligeramiento de la carga laboral, sacó del bolsillo del pantalón el amuleto protector en forma de triángulo. En la misma densa apatía, abastecido por fraudulentos dogmas estableció colgarlo del cuello, rito que le surtía una barrera más sólida que bóveda bancaria. A falta del pago de la prima semestral dio la espalda y embotado de trasnocho sintonizó provechosa siesta. Y no puede ser tarde para mencionar que, sólo los díscolos son capaces de reunir al mismo tiempo tantas locuras contradictorias encima del rostro. Y alrededor del patio, apretando las mejillas varios internos discutían atrapados en la promiscuidad de la esquizofrenia, renunciando a sus propios recuerdos. A pesar del esfuerzo médico, en realidad rondé un lugar plagado de fantasmas; enraizado en la intuición que congrega lo desconocido sólo atendí el lamento de un jardín de imposibles. Estoy sintiendo a esta altura de la historia una necesidad creciente de hablar de mí, de volver hacia mi pasado, no sé si por descubrir de qué modo padecí el alcoholismo, o porque ese pasado me preparó para estar cerca del boxeador, más para bien que para mal, me preservó de disponibilidad incondicional de escuchar las promesas rencauchadas de cambio de Pambelé. Y, aunque no le dejasen tranquilo un segundo, el enfermero acomodado en aquel tramo puso cara de escopeta, sin revelar señal de oír a los internos. A mitad de camino entre la tolerancia y la indignación advirtió no pedir limosna a los visitantes, reiterativo comportamiento que encaró de meses atrás. A medida que avanzaba el año amontonó los desafíos de poderes de la locura, esto a la escena añadió cierta áurea dramática. Un par de veces, sin querer queriendo apuró las zancadas enterrado en avalanchas de conjeturas. Al igual que cumplir un penoso deber, pues, yo parecía estar encadenado para siempre a la trágica demencia del protagonista. Tragedia que está ligada a sus infortunados desaciertos. Él valiéndose de cualquier argumento menospreció la voluntad humana de superar los obstáculos. Nada existe superior a ella en nuestro planeta cuando el moldeable acero del espíritu termina templándose en la nevera de la resignación. No preparado para esta clase de experiencia, eludido el asfixiante pudor del miedo, atravesé un patio repleto de estatuas de héroes olvidados desgastadas por la lluvia, sumado escombros acumulados ajenos al inexorable acoso de la maleza, revelaron señales de la próxima destrucción universal. Más allá, sobresalían cruces de mástiles de embarcaciones fondeadas en la escuela naval José Prudencio Padilla. No menos larga que la primera, atravesamos otra franja del jardín invadido de malas hierbas que rosaban amenazantes con sus enormes florecidas, húmedas y malolientes, crecían a pesar de lo cortante del viento. Al estar en el camino de la desdicha suprema, me preocupe tan poco de los pormenores, y mirando todo en calidad de impulsivo visitante aconteció que, para disminuir la tensión vagaba el enfermo mental apodado Condorito, quien recreó la fiel estampa de reconocido actor de artes marciales llamado David Camberlay, amante ciego de Manuela Dedillos. En la vida real, enfrentado a una justificación interpretó versado onanista. Un poco apartado de la hierba, descalzo regaba sus cotidianos ejercicios de kung-fu, hibernado en recocida adicción rotaba en su cuello un asta de madera, de espalda a la violencia no exponía gestos de rebeldía, sólo por decoro profesional trazó estática contradanza. Durante las fiestas al interior del centro psiquiátrico temblándole el pulso aseguró no saber bailar, ofrecía venias a quien lo saludaba. Al paso de los años carecía de prejuicio banal por estar condenado al sexo divino de su esclavitud. Minutos previos de acostase en diluvial excitación reproducía la tempestad de la masturbación, desviación que consideró cierta virtud arzobispal, y dormía en la posición de león: apoyado en el brazo derecho y con el pie izquierdo descansando sobre el derecho. Ahí estremeciéndose de pies a cabeza retrocedía sobre sus pisadas, brindó la impresión de un zombi que anduviese en una plantación de totumos. Ajeno de guardar fidelidad a cualquier mujer, sólo a sus graduables dedos, rastreó la sagrada herencia del onanismo en una entrega integral que ata al cuerpo y el alma hasta tocar lo sublime. A todo esto, rodeado de un marco de significaciones, demasiado exiguo, demasiado limitativo, metros más adelante El Último Cimarrón permanecía sentado bajo un remanso de humedad de tupido árbol de tamarindo. Al caer el período de vacaciones la brisa del mar terminó por espantar los exiguos vapores de alcohol que trastornaban su mente. A través de este valle de lágrimas, evitó intercalar el acceso instantáneo al delirio; confinado en el silencio matrimonió pensativo, revisaba algunas deducciones en busca de ingredientes que faltaban a su existencia. Sin moverse, sin dar muestra de apresuramiento ni de huida, asediado de presumible irrealidad ni siquiera perturbada por su respiración; disuelto en la misma agua del infortunio estremecía confrontaciones de adentro hacia fuera. Nulo a un tiempo mismo, eligió una ruta renunciando atender a los suyos que dejó atrás, al borde de otra crisis nerviosa sus labios gruesos bisbiseaban mudos, dejaba caer contadas palabras sin rumbo. Ligada a los enfermos el área devanaba su destino. Claro, Antonio Cervantes patentó susurros de sombras, hablaba la sombra presa en la sombra, reiteración del rumor en busca de una rendija para salir de la sombra. Despreciado o se desprecia, camino a su propia verdad, estaba abstraído encima del capó de un deteriorado vehículo Ford granada plateado modelo ochenta, traído en avión desde Estados Unidos. Bautizado de libertinaje en aquel año cedió la corona mundial frente al boxeador norteamericano Aarron Prayor. Allí los aires y la relativa paz del lugar en algo mejoraron su cuerpo y espíritu. A su modo, y por poco que le costara, calculando que todo andaba bien, tanteaba acondicionar qué sendero trasegar, característica desarrollada en su turbulenta egolatría carente de alternativas. A su propio impulso, caído en la indiferencia del presente en definitiva el pasado le pertenece, dominado por el pasado que es menos apremiante que la preocupación de su familia. Y en este caso, prefería cabrestear la atolondrada prolongación del desenfreno. Aquí, en las noches, abría las puertas de su habitación, entra, las cerraba tras de sí, y en presencia del Yo, repuntándose en un espejo misterioso y dormido, propagaba la irracionalidad de su neurasténico carácter en todo su espesor. Repleto de ruidos y ser una paranoia de sí mismo, el campeón de boxeo podía hacer todo lo que le apetecía, salvo salir del sanatorio. Independiente a la escena anterior, oprimiendo guantes inservibles otros internos apiñados barrían alrededor del auto, está pudriéndose sobre ladrillos y troncos de guayabos retoñados. Sí que representó una compra considerable, oxidado y desguazado el dragón metálico reposa a la intemperie, sus llantas invisibles persistían infladas y listas para rodar, llenas de sonoridad no las apolilló el comején marino. Sólo así las veía el negro consentido de Palenque. El coche preso en el trasmallo del presente, de su interior brota la maleza, bocela vidrios rotos…¡increíble! En el asiento del conductor bregaba otro paciente afanado en encender el deteriorado automóvil. Más alocado de lo que estaba dispuesto a soportar, acosado por la potencia de la locura sujeto a la cabrilla emitía ruidos de un motor encendido. A la sobreposición de una evocación sobre otra, oscilando la cabeza esbozó aclimatación babosa. Ya en plena marcha, asustado veía los peligros inminentes que pululan en las carreteras, e inconexo entre el punto de partida y de llagada, emboscado por la esquizofrenia soñaba despierto. El hipotético chofer distribuía la impresión que librara férrea persecución policial en condiciones apremiantes; dominado por escalonadas pasiones que lo oprimían, calcaba el temerario absurdo del disparate, todo contribuía a que acelerara el pulso y pusiera tirante su piel en el instante de simular prologadas curvas. A la defensiva describió la urgente necesidad de ausentarse, susceptible de equivocarse traspasó a máxima velocidad el cristal del tiempo. En creciente sed de irrealidad, iluminado por el áurea demencial llevaba puesta la gorra roja de aviador del protagonista. Así vuelan aquí los maniáticos, solos o emparejados, en grupo o en filas, por encima de la hierba y en rededor del patio. En el sentido inverso de la frase anterior tenemos, a dos hombres identificados con la misma terquedad, acomodados en diferentes viajes, acosados por las púas de la enfermedad en arrogante transitar, referidos a los estigmas de condenados a la confusión. Así, por lo menos, el conductor tenía un pasado, y ahí lo rememoraba y lo habitaba. A causa de tal chifladura, más la generosa comprensión del personal asistencia, el piloto de carreras acogido en atemorizante repicar de pito detectó en ciclo de total demencia un ficticio agente de tránsito dando vía. Al estar allí, poseído de una estupidez sacra otro enfermo vestido de payaso hacía las veces de policía de carreteras, prevenido con ojos dispuestos para ver, rodeado de gigantescas llamas de locura terminó arrollado por la fatalidad. Los otros, sabedores ya, sin duda de todo lo que ocurría y asombrados vieron que, el chofer en actitud de indignación reveló enmarcar una abertura de liberación. Ambos, parodiaron el duelo y la ruina, jalonados en dirección del cumplimiento de plenilunios fantásticos, circunstancias que atraía la curiosidad insaciable de extasiados lunáticos. A la vez surgió un silencio sepulcral, sólo alterado por la enorme lavadora que, continuó emitiendo un zumbido funerario, un estertor de maquina desgastada que esperaba el mecánico o el desagüe. La caricatura estuvo rodeada por el porfiado bailarín del sombrero adornado con erecta pluma roja, entrado en edad gozó de muchos salones burreros, chorreando sudor calzaba zapatos negros rematados en hebillas plateadas, dando vueltas rondó el automotor. Creador del día y la noche, feliz de hacer de una costumbre cierto placer, ofrecido a esa adicción guapachoza mitigó la resistencia de los años. Las palomas inmóviles desde el techo de la casona lo seguían paso a paso. No tendría más allá de ochenta años, pero aparentaba sesenta, vestido todo de blanco y usaba tirantes negros. Mostraba en sus movimientos una sincronía espontánea de quien aún respeta la coreografía y ceremoniosidad que le inculcaron en la escuela de danza. A la presión ejercida del baile, saboreando el aroma del mediodía, infló de aire la camisa desbotonada de difuminantes cuadros. En ese refugio de esquizofrenia, vi lo que veían todos: remolinos tupidos de vellos canosos en su pecho de Hércules raquítico, acoplado al ritmo de sus pensamientos ya bastante desordenados. Todos los díscolos son de esa manera, porque están dotados de todas las fantasías y poseen demasiadas facetas, lo que no impide encontrar de buenas a primera una locura decorosa. La cuestión reside en la forma. La mayoría de los internos están dotados de ciertas manías que, hace falta ser un genio para encontrar una locura decorosa. Y el genio no aparece con frecuencia, pero en estas condiciones aparece en todos ellos. Algunos determinan bien la locura decorosa que son capaces de mirarse con extraordinaria dignidad aunque sean los maniáticos más indignos. De ahí que la forma de la locura no tenga tanta importancia para ellos. Hecho este análisis, a mi modo de sentir esmerilé el alma invadida de sentimientos, independiente de todo, el universo aquí engendró otro montón de ruinas, un planeta en que cada quien ocupa su lugar, así que, mal que bien, rebasó el implacable contexto de un sanatorio siquiátrico repleto de desdichas inaccesibles. Junto a ellos, contagiado de paranoia sentía que era arrastrado por las arenas movedizas del tiempo, ni siquiera hoy olvido la rígida crueldad de indudables alucinaciones. A propósito, para que lo oyeran, precipitado en un estado de locura que podía derribar una de las teorías más antigua de la ciencia, el bailarín poniendo la mayor hilaridad de su garganta, movido por el agudo síndrome fiestero proclamó: -Arquímedes también palanqueó desquiciado, pedía una palanca disque para mover el mundo, ja, ja, ja, hipótesis que jamás demostró -dirigiendo los ojitos al cielo adujo - Yo en cambio sí lo muevo con zapatos de rumbero circulante, seguro que si paro la tierra dejaría de rotar, es más, lo único que requiero para moverla es un eterno tamborazo majagualero. A los ojos de mi razón, quizá deprimente comedia fue un remolino placentero que delineó la ascendente cola de un torbellino. Más viejo de lo que era ayer, abierta su válvula de bailador seguía el curso del círculo, desbordadas las esclusas del impulso daba vueltas y vueltas. Al cabo de un segundo, casual el cinturón ruidoso del mar envió el rugido de un dragón que mordió su reptilesco rabo. El bailarín ignorante de que la ironía no basta y que no bastaría nunca, asentó una ecuación labrada y salpicada por objetable teorema, así, el ánimo del danzante ostentó regularidad manifiesta, no obstante, Arquímedes en su tumba de nuevo aventó su tambaleante teoría, revolcándose de ira no encontró fórmula matemática para rebatir el axioma del loquillo colombiano. La brisa pasaba a través de los árboles, trayendo consigo el trinar de canarios y arrullos de palomas que anidan en los aleros y de vez en vez el sonido de una sirena de algún barco llegaba al sector. Transcurrió muy poco en las manecillas del reloj cuando, el estricto supervisor orientó sus pasos hacia rústica campana de bronce, guindada en un guanábano cargado de frutos; ejerciendo funciones de copista sacramental, sin clasificar sus pecados rozó a los internos con vista pesada e indiferente. Tratando de organizar el grupo de enfermos, limpio de culpas haló el badajo atado a mugrienta cabuya. El agudo gong estremeció aquel ambiente, astilló el presente con el pasado, inclusive, el árbol trompeta de ángel desgajó sus cornetas moradas, mezcladas al tropel de ollas que provenía de la cocina. En cuanto terminó de jalar el badajo sacudió el alma helada de los pacientes, arrastrados a lo ilimitado en intervalos regulares salían de profundos trances, a excepción del bailarín, eufórico recalcó fandanguera premonición. Aquello yo lo vi con mis propios ojos, soy una de las pocas personas que pondría las manos sobre el fuego para confirmar una verdad, así que, quemado encima de mi sepultura eso pintó compasivo. Fantástico, populacho, gracioso, lanzaba autopreguntas que quedaban sin respuestas, parecía aferrarse a una descabellada consistencia de querer salvar la humanidad, en medio de una atmósfera oprimente argumentó: -Si dejo de zapatear el camisón oscuro del planeta de ipso facto doy cristiana sepultura a las horas, los mares dejarían de agitarse, los ríos verterían la clepsidra agónica de la muerte, el océano reflejaría la sombra tenebrosa del cosmos, desaparecería la noche y el día, elevándose a otros mundos el valor de las sagradas escrituras. Avanzó sin titubeos círculo adelante, en una lenta expulsión de silencio que pareció un interminable suspiro sin mover la cabeza en ningún instante, azotado por el calor el anciano sacó del pantalón un roído pañuelo perfumado de jazmín, atribuyó que estuviéramos rodeados de pechos de mujeres. A raíz la insurgencia solar enjuagó el sudor de las mejillas, gesto que conllevó a la siguiente acción. Rayando la absolución del universo limpió sus botines desentendido del entorno. Y su marcha quedaba señalada sobre el camino, seguida por las alucinantes miradas de sus compañeros de enfermedad, y sustraído del defecto de los avaros continuó: -Razones por las cuales jamás detendré el baile, puesto que ni siquiera imagino quién me remplazaría en fiestera labor. Si llego ausentarme del mundo algún día, el vigor del alma desde el más allá, deambularía aquí para no permitir suceda la predicción apocalíptica. Cual si fuera portador de la contraparte de lo que su fantasía conjuró, por instantes, avanzaba afligido en apurar la llegada de la oscuridad; de lado a lado entusiasmado no retrocedía, atado a sus instintos obsesivos para preservar el menguante devenir de las horas. Y a la medida de sus movimientos ahorró equilibrio feliz en su elemento natural, lo natural acariciaba consolarlo. A sabiendas que alegrase a sí mismo es una manifestación de la alegría desbordada, sin duda, ubicado en los extremos opuestos construía la ilusión de un espejo andropáusico. El resto de compañeros graficaron monumentos vivientes fermentados en la paranoia, sólo atendían a esa sensación de aislamiento, obstinados en no reconocer las virtudes humanas alojadas en la partícula de Dios. El bailarín sometido a la presión del sombrero expuso aire profético, severo, de quien es dueño totalitario de su universo, por consolidar el motor del planeta entregó marcialidad a su aspecto. La desafiante expresión trasmitió significados y ligado a la gravedad, el sujeto registró ser un espléndido pilar de fortaleza. La diapositiva acumulación de pasos dancísticos proyectó precipitada película mal enfocada. En el sentido estricto delató indicios de ironía en amenazantes apreciaciones apocalípticas. ¡Ay del mundo, si el bailarín dejara de bailar! Una vez metido en esta locura, merodeador de fiestas las costuras de sus antojos encajaban perfectas. El empleado encargado de la disciplina, comprendió con sobrada claridad el suceso. Al soplo de la brisa, hasta la casualidad me empujaba para seguir observando, de manera premiosa e indicativa, escruté a través de una barrera de incredulidad real, la estereotípica languidez al confrontar quién a quién en aquel retrato. Por lo demás, asumida una parte de la teoría espantosa remarqué tal posibilidad desde un enfoque pesimista. En una especie de tragicomedia, bautizada con el simbiótico nombre de rehabilitación, y bajo influencias de imaginaciones, aunque desordenadas, muy fuertes, surgidos de sus abstracciones, de modo inocultable los internos templaron un murmullo caudaloso de disgusto, asistidos por almas distintas a las que Dios moldeó de un soplo. Frente a ellos, el supervisor homologado a la disciplina trazando una señal sentenció que callaran. No porque tuvieran una locura tan metafórica buena o de modo literal asquerosa, ni que pudieran razonar sucedió al inusual. Acataron la orden resguardados en sentimientos de rebeldía y tensas muecas, en esas circunstancias erguían aire miserable y desaseado, anhelaban confundirse con su sombra y discutir en un conciliábulo de espíritus. A todas luces aparecía el clímax de largo proceso socavador del encierro. Más de lo que creía posible, unidos por fatal angustia recorrían un desierto hostil, dada la crispación, dada la degradación, una rebelión de locos en el santuario del dios del sufrimiento sería la hecatombe del centro siquiátrico. Llegado el caos puede usted imaginar: insistentes, obstinados, amenazantes, sacando la lengua, destruyendo todo. Podría ser sólo algo fuera de lo corriente. Pero lo más maravilloso para mí fue mi actitud hacia ese acontecimiento. Eso sí, divertido y picante me pareció el apremiante desafío. A la vez, azuzados por cócleos de gallinas ponedoras, desataron cacareos en sus nidos, empollaban buenos huevos en las tinieblas y en la soledad de hermético gallinero, antes que los trajeran al mundo lanzaban largos cacareos, quise decir, un largo discurso plumífero a los próximos huevos. Esto fue lo más triste de todo, quitándole protagonismo a la sublevación. El cuento de la gallina de los huevos oro me llevó a especular que, consagradas a la incubación evitaron que la luz leyera los secretos. No cabe duda que la amenaza proviene del miedo, hace cambiar al individuo de condiciones de intensidad por condiciones de apremio. Enredada en los faldones de la ira todo circuló reducido a temporal enfriamiento. En esas, contra la marcha de la esquizofrenia, providencial sonó la sirena, señaló la hora de almorzar y las medicinas. El asistente exhaló profundo suspiro de alivio bajo los efectos de pisadas de animal grande. Para preservar la integridad de la paranoia, el grupo de residentes partió en busca de su recompensa que ofrecían aquellos medicamentos. Subsistiendo en el ahora perecedero y anunciados sus controversiales apodos: quijote, incorruptible, inquisidor, miserable, Pepe botella, hermoso, chapulín colorado, etcétera…más debilitada su voluntad acostumbraron comer sin ninguna clase de ceremonia. Uno por uno traspuso la entrada del comedor desgastando reverencia al gigante de ébano. El protagonista hondonado en la esperanza de estandarizar alguna pista de escape, abarcado por la acción de fueros extraños, reveló inédita masa muda envuelta en torbellinos de amarguras desbordadas, sometido al sopor de tranquilizantes viajaba a través de ininterrumpida tristeza. A fin de que la rehabilitación por la que tanto suspira no le proporcione ninguna depresión temporal, el tiempo de seguro cicatrizará viejas heridas. En medio de aquellas contradicciones de nuestra existencia, lo descrito son chispazos de fuego interior vinculados a la suerte sin expresarlo con palabras. El palenquero tampoco establecía en la memoria el significado de la locura, incapaz de recabar una tregua de lucidez. En la inercia del despilfarro todo lo que obtuvo desapareció tal vez para siempre. Lejos de reparar en el efecto que produce lo amargo de la verdad, caído en la contemplación del humo enterró el concepto y el compromiso de familia. A duras penas, medio respondiendo a un dispositivo sincronizado, en la otra línea de la acción un mesero acarreó la comida, más los comprimidos al bailarín sumido en inagotable fandango. En cuanto a Pambelé, creo que no piensa en el futuro ni está en condiciones de pensar. Además, tenía el perfecto derecho de estar enfermo. En cuanto a la familia, puedo afirmar que a pesar de todo está pendiente de su porvenir. Pasadas las doce del mediodía, integrado a la efusividad del aprecio, apelé a la única instancia de remover de su abstracción al protagonista. En el mismo sitio pero atento a sus movimientos, fomentado en la amistad posé mi diestra en su hombro derecho, logrado el objetivo, exhalando suspiros de impaciencia le rompí la calma que creía disfrutar detrás de su frente ancha y negra. Y bien, tardó unos segundos en reaccionar, más ducho que yo en el arte teatral de fingir y otras cosas, arrancado del desagüe de sus recuerdos, en la medida de lo posible soportó el golpe de la sorpresa. Y a un paso delante de las aventuras referidas y las que vienen, acorde a una emocionante emoción, la tradujo en dos inmensas palabras, brotaron entrecortadas de sus labios resecos, cuyos bipolares ojos negros con destellos de alegría los espernancó hasta las cejas. Y por más que cavilara, reagrupando los pliegues del rostro expuso un cutis surcado de arrugas, indicaron una vida casi agotada. En creciente angustia, agujereada su alma más allá de lo resistible, despertó de esos homenajes del pasado y manifestó. -¡Amigo mío! No esperaba escuchar otra cosa. El ver al amigo me llenó, por tanto, de regocijo en este punto que, acelerado el corazón me inoculó vaporoso sentimiento profundo. En milésimas de segundos, expulsado del ostracismo descendió de aquellas ruinas del automóvil. Lejos de contar las cosas que el psiquiatra adivina, deduce o inventa, llegada la hora del encuentro, avanzó tembloroso bajo un balanceo de luz, pisando hojarascas proyectó un esfuerzo monumental, oyendo sus voces despreció el alimento del autismo, distracción de un hombre reducido a su sombra, inconsciente de ello alternó el calor y el frío. Y envueltos en toda esta odisea por causa del destino, recurrimos a darnos un apretado abrazo. Tras lo cual vino el porvenir a llenarnos de constantes problemas y propenso al drama, no sin impaciencia, sobrecargado de conmoción él respiraba igual a un buey cansado, emoción que le provocó un vivo goce. En suma: por dramático que parezca, descuajado de energías recobró el aliento… ¡carajo! Estos hechos son difíciles de explicar, condenado a morir espabiló párpados mohosos de sueño, a pesar de lo todo por lo todo, alechugado en piyama a rayas reiteró su gratitud. Enmarcados por el fondo del patio sacudió las irisaciones del recuerdo; flotaba la brisa perfumada del árbol trompeta de ángel, sustrajo las nieblas de su mente libertina llevándolas al mar que es vida, viento, y viaje. Sin apremio asomó vago albor espiritual, repuesto del impacto en vez de juzgar aconsejé. -¡Reflexiona, campeón! El asunto es que, rescatado del ofuscamiento mis oídos estaba invadido por su bocadear de sollozos. Las más de la veces, el efecto de la brisa agitaba y hacía gemir la sombra deshilachas del árbol del paraíso que extendía sus ramas sobre El ultimo cimarrón, más por el tranquilo patio el silencio permaneció ceremonioso y abismal. Aquellos cócleos perdieron las plumas del cacareo, ausente del contexto un grifo chorreaba el agua dulce al interior de un estanque lejano. El enfermero nos atisbaba orgulloso de saber dominar el sentimiento de la compasión, arrugó la frente mientras miraba, ahora mismo, rondó el comedor desenganchado del carruaje lastimoso de la caridad, lleno de admiración, desdobló la sabia serenidad de quien considera la amistad ser el mejor regalo de Dios al hombre. A través de reflejos la vió relucir en medio de ambos. El afecto, el compañerismo y el respeto. No lejos de nosotros, hediondo de envidia estiró sonrisa de guasón, el sudor de la frente rodaba por sus mejillas igual que lágrimas; encintado por lágrimas saladas peló dientes largos y desiguales, compensado con un altruismo oculto emanó la insatisfacción de su alma, sombreada por una cortina de hipótesis. Sólo a una pura casualidad sucedió que, al dirigir a un objetivo imaginario mi vista tropezó algo asombroso. El bailarín de manera espontánea detuvo su rítmico taconear libre de tal premonición, dueño de mustio planeta enlazó sumarse a contemplar el rencuentro; ostentando seriedad comunicativa despojose de su sombrero, bajo la grandeza del cielo esponjó los hoyos de su nariz. Y en consecuencia de todo, enracimados, susurró el matorral y el árbol trompeta de ángel. Exacto de la misma manera de hace miles de siglos atrás, dentro de una realidad paradójica donde pareció agotarse el combustible universal, el reflejo de la luz solar sobre sus vellos pectorales hizo pensar que los lavó con petróleo y de sus ojos almendro protegido por cejas negras y arqueadas estremecía una lágrima brillante que, derretida apresuró estrellarse en el pecho. De repente, apenas sentida, circuló la impresión que todo repentizó detenerse, todo englobado en una cortina de neblina amarillenta. Cada vez más lento varado en las arenas del tiempo, en miniatura, el mundo paralizado, y trocado en un ritual inanimado del ambiente, el viento, el mar, el cielo, las aves y la ciudad. Es de imaginar la maravilla de aquello que me producía un extasiado asombro. Empero, rodeados de ese mundo particular me tendió su mano sudorosa, surcada de abultadas venas azules. En cumplimiento de la urbanidad, amasado por incesantes golpes del encierro también estrechó la diestra de Antonio. El danzarín aprovechó esa pausa para acariciar la pluma roja, propietario de voz gutural muy similar a lejana tormenta aclaró: -La ciencia, el arte, el amor, dan más placer que saciarnos en la codicia. Para atraer el fin, sería mejor parar el baile y acabar con esta civilización. Y ahora que estamos en la Era de acuario, consideré que el fin de los días está cerca, asimismo evalué que en tal premonición existía margen de error. A la puerta del comedor, adjunto veíase un banco cargado de maletas y otros elementos de viaje, sobre la cual no estaba persona alguna. En la oficina del doctor Torregrosa sonaba la música ambiental. El almuerzo fue triste y aburrido. A lo menos, el danzarín congelado en este acontecimiento estacó el sombrero amarillo donde empaquetaba sus utopías, a contraluz entornó los ojos, manó la contraseña de alguien que dormitase, embebido de glotonería fiestera revisó el patio, caldera hirviente que constituía importante razón para bailar, seguro que desde allí inflaba y desinflaba la noche y el día. Al experimentar un renovado reconocimiento del lugar, desprovisto de ataduras de nuevo embistió. Bien profundo, algo mecánico crujió, sin contraste de otro sonido similar, recomenzaba el engranaje de piñones de la tierra girando sobre su eje, al estar en ese instante de decidir si seguía adelante o dejaba de bailar. Eso me empezaba a preocupar. Apartándose a un lado imprimió a las pisadas mayor vigor para que el planeta no fuera un globo frío en la inmensidad del Cosmos. El díscolo encarnado en lo visible y en lo invisible recitó poesías de alas sucias de la creación y la muerte, marcaban la decadencia de poetas modernistas. A la caza de quimeras, repleto de alucinación y destino sin gestación, conectado a vanas conjeturas exhibía mímicas religiosas, acompañado por el coro del viento recorría aquel familiar púlpito revestido de flores trompeta de ángeles. Yo estaba feliz por la pérdida de la noción del tiempo, considero que esa jornada fue la más corta de mi existencia. Todo sucedía a intervalos consecutivos. Dejando de lado todo análisis suplementario comprendí que en su itinerario, el cumbiambero sorteaba caravanas de suplicios en busca del camino de la salvación. Cuando en uno de sus pasos estuvo a punto de tropezar y caer, al revés desnudó la terquedad que sólo existía para él. Al pie de la letra, elaboró un eslabón que le correspondía a la cadena de su locura; auto infligido resolvió no pensar en nada, sin mantener la esperanza de escapar del destino de bailar, bailar, bailar. Y debajo de tentativas irracionales creía hacer girar el universo. Planeta en el cual usamos la posesión de un pedazo del tiempo, estoy seguro que todos conocemos de nuestra reputación de adversarios del pedazo de suelo que pisamos; siguiendo las reglas del juego más adelante somos reciclados por la eternidad, enterrados en la capa oscura del desparpajo divino. No importan los destacados honores reseñados por la historia. A la sazón, en ardí de contradicciones nunca suplimos los defectos, sólo cultivamos complejos de pasiones inútiles que potencializa el materialismo, traducido en la cultura faraónica, cumplimos la voluntad de la codicia. Basados en utopías, así hastiamos a la vida. Respecto a la ingeniosidad humana, somos despojados de todo a la hora de morir en un insuceso no predeterminado. La bonanza presentida de la noche abonó el iris. A esas horas, no sé bien por qué, una parte de mi parecía encogerse, pues en ese lapso, permeable a tales imágenes estuve a segundos de convertirme en otro loco delirante. Allí el menor ruido taladró mis entrañas, participaba en un universo que resquebrajaba los cimientos del esqueleto, impregnado de compasión estremecía el alma invadida por fiebre de impaciencia y temor, fueron instantes cincelados por símbolos fabulosos e inexplicables. A causa de mi turbación el vibrante stress tendió a amordazarme la cordura, en medio de ruina material y espiritual de los internos. En plena paranoia, rendidos a la fastuosidad desoladora recorren este desierto de fantasías, lanzando clamores violentos y alocados, sustentados en objetos ya reciclados. La naturaleza más bien inclinada a la misantropía, a través de las flores trompeta de ángel, les velaba sus aberraciones que surte la incertidumbre en el marco de este patio. Enfocada y desenfocada, placer y dolor, suelen ser expresiones ominosas ante el póster sendero de disminuida sociedad civilizada, ineluctable, acrecienta la dialéctica de la creación, de semejantes que no resisten la sensata verdad, sobrellevan otras presiones de convivencia perdidos en la razón de su irrealidad, proyecta una fusión dramática de engañosos estadios de la conciencia, curso secular del hombre que ejecuta su desordenada orquesta. A su vez, esa tarde, el árbol en la esquina del patio desprendió la última flor trompeta de ángel, el suelo estaba cubierto por ellas, al pisarlas expelían ese olor dulce, más dulce huía llevándose su dulzura empalagosa a lo largo del sanatorio. El supervisor plantado en una actitud que profesa, aprovechó a su manera la notificación de la orden de salida, a través de las horas, las horas, las horas, quiso echar a fundir la locura en el infierno donde funden las campanas católicas. Previo al vuelo de murciélagos, navegaba un cielo oscuro enmudecido, cubriendo el área fastidiaba el chirrido estridente de miles de chicharras. A salvo de los sedantes, detenido al mismo borde de sus pies la noticia salpicó de alegría el ánimo de Pambelé, acogido en el libertinaje lo demás pasó a un segundo plano. A mitad del camino hacia las oficinas, ávido de adrenalina ansió ganar la calle con la puerta abierta de par en par, sin remolinos y sin corrientes que lo desviasen, dejar la deprimente clínica acosado por sentimientos de culpabilidad inundado de anfetaminas. En medio de disonante concierto de ladridos furiosos de perros, atados a cadenas cerca del gallinero le implantó una tirantez nerviosa: asustado, encerrado, fatigado, denotó congelarse oyendo tales aullidos, mientas una enorme complejidad en su interior cobraba vida brusca y desordenada. Más o menos, rascándose la cabeza dudó proseguir surtido de los temores que le producen estos animales, reculando con mirada expectante encrespó los dedos, consciente del peligro calculó el riesgo inminente. Si en algo pensé fue en pedir ayuda. Y en su caminar y en su aspecto obeso advertí con indecible repugnancia y hasta con espanto que, el chef tenía índices muy largos y dejó en el sartén unos huevos a fuego lento, contuvo la cólera de esos doberman al darles las sobras del grupo de enfermos. El campeón estimulado por Taolamba transitó en dirección del dormitorio desintoxicado de sustancias psicoactivas. En algún sentido hacía honor a la testarudez, al romper la prisa por salir de entre los muertos alucinantes; disuelto en series de contornos ilusorios, atravesó el tramo con la mano izquierda extendida hacia adelante, sin dejar de hablar espantaba el horror en cada pisada. Pese de que lo siguiente implique en realidad una monstruosa contradicción en su consciencia, preservado en una actitud insomne lejos de sopesar las dificultades que lo aguardaban afuera, por desgracia, agobiado por mil sensaciones conflictivas ahogó el suceso de la última hospitalización. A unos veinte metros del dormitorio, cumplía el prodigio de asistir José Luis, uno de sus hijos, descansaba apoyado a los barrotes gruesos de una ventana oxidada, retorcidos agrupaban los de una cárcel. Dios es testigo que él antorchado en la intensidad de pregonar siempre repite: -La historia de Pambelé es la mejor del país. El joven en cada hospitalización le repetía. -¡Papá de tanto jugar con la suerte, terminarás por perderla! Las persianas de su habitación de adentro hacia fuera no permitían traspasar un rayo de luz esperanzador. El hijo sólo intentaba observar el entorno anegado de mutismo, preso de un pánico que le retorcía el vientre a sabiendas que su padre en pocos minutos estaría de nuevo a la deriva. Cervantes hipnotizado por el impulso de la destrucción personal, más allá de su débil voluntad, infinidad de ocasiones desató marejadas de conflictos callejeros; calentados al fuego del alcohol, en la línea de procesos mentales gozó vivificarlos, días tras días, noche tras noche, traían zozobra a la familia, jamás vivió a su semejanza. A pesar de tales terapias de rehabilitación y propósitos, desprovisto de toda intención de interrumpir los embates del humo, siempre evacuó las clínicas cargado de más desdicha. A las pocas jornadas, reportándose al presidio del jíbaro embozado en la influencia de alucinógenos. La carpeta de estas suposiciones ahora la archivó para saludar al progenitor. Unos cuantos loquillos andaban en la oscuridad cada vez más espesa. A las no sé cuántas hospitalizaciones, prendido a San Basilio de Palenque estimó que, dichos preludios son peligrosos y reales. Soló dejando el ruido de sus pasos, padre e hijos, reunidos de modo armónico penetraron la habitación, tallados de precisión chambaculera empacaron la ropa en su inseparable maletín negro, incluido el gorro de aviador que proyecta sueños sin imágenes, listo a hacer todo lo que le apetecía, salvo quedarse en clínica de reposo. Lo cual no quitó que, absuelto del encierro sus brillantes ojos develaron la criatura más afligida que jamás observé. Ya reunidos, luego de echar un vistazo a los alrededores, bajo algunas pantallas encendidas remontados en el curso del ayer pasamos al despacho del director, rompiendo el mismo camino perseguimos verificar el estado de cuenta y firmar el registro de salida. Suponga este vídeo señor lector. Media vuelta de espaldas, la secretaria paneó sorprendida inhalando de un frasco en forma de caracol, contenía esencias de todas las flores afrodisiacas del paraíso bíblico, dueña de inconfesable belleza estaba sentada en la poltrona del gerente provista de brazos, saciada de la pócima propagó picardía retenida. Siguiendo algo erótico y purificadas las pasiones, insistía renovarlas sin provocar la reprobación de sus amantes, enfrascada en la superstición del placer, y en la superstición del amor. Significaba tal vez en su imaginación la destilación del incontrolable líbido, o muy sensual, qué sé yo que, irradiaba la efervescente fogosidad a flor de piel, bajo nuestro escrutinio ensayó sonreír. Allí, sus ojos privados de expresión nos enfocaron y desde una indecisión trémula desprendió el envase de sus temblorosos dedos, rehén de inusual adicción lo guardó en el escritorio. El protagonista evadió justificaciones carnales para no escudriñarla con tanto ardor, en claro juicio de emociones le proporcionó la más elevada excitación artificial, puesto que sacudió el deseo postrado durante ese eterno ciclo de abstinencia sexual, amontonándose más, más, y más…pinceló radiaciones ardorosas que refulgía en la piel, anegado de transpiración parecía un trozo de ópalo, e invadido por repentina fiebre al menos esquivó su obsesión lujuriosa, tan impaciente, sobre secas palpitaciones llegó la calma. Cual un jorobado agachó la cabeza tornándose quisquilloso, devuelto en una elipse de discreción apartó la mirada encendida de fulgor ávido, concordaba con su fisonomía áspera e irregular de vagabundo nocturno. Cuál no sería mi asombro cuando, ajustado a la maleta tomó asiento en la esquina sombría del recinto; por supuesto, contenía el aguante de represadas pasiones y el augurio talismápatico de posesión que engendró. No sin venir a cuento, víctima de su propio contrincante libidinoso, sumido en la puntualidad de la lascivia, reveló la referencia plana del enamorado encerrado en una caverna hechizada. En la incesante melancolía encontró la justificación de una desenfrenada intemperancia, discurría sobre el frágil peldaño lujurioso que encenagó en su voluntad el libertinaje. José Luis, al suponer que saboreaba por adelantado su libertad, aplicando el rasero de valores morales lo midió inquisitivo, ahogado de pena ajena apeló a la sensatez de que recobrara la paciencia, de cara al peligro que existía, lo amenazó recluirlo en la clínica por tiempo indefinido. A cuál más incisivo, extendió el alegato paseándole el enorme espejo de tantos desaciertos. Lanzado el propósito de constreñirlo de alguna forma, la trama cuajó propicios resultados. Llevado todavía por el impulso del ego, tras una actitud casi camaleónica, opuesto a la excesiva resistencia suspiró ardiendo en rabia, de modo que, dispersó una erupción incontenible de ira de algún volcán oculto en su interior. El hormigueo en los músculos anunció que, radioactivas sus fluctuaciones de temperatura casi encienden la piel. En un aumento similar de una irritabilidad nerviosa, asomado a la ventana de odio tembló de pies a cabeza, convocó al godzilla que lleva adentro para abastecerse de algo sin necesitar nada. Una interminable cadena de pétalos intraneurales lo indujo a desatar la competencia con la fatalidad, en el confín de esos destellos soñadores, quería complacer la rumbera estupidez, sediento de emociones atribuladas. En desventaja frente al destino, en su mente abrió una puerta y desde un vasto, oscuro y desconocido espacio llegó la voz del subconsciente, y reanudó el monólogo entre rechinar de dientes sin soltar el maletín. Allí desesperado por dar alcance a otra recaída, denotó estar erizado con electricidad estática en actitud de provocación permanente. La oficinista rodeada de un consultorio tapizado de libros psiquiátricos, sintiendo un poquito de culpa por sus atrevidos encantos, revisaba documentos abultando las cejas. Más bien alta que baja, de muslos torneados por el ejercicio y senos abultados, el vástago estuvo a su lado, empeñado en desenredar nudos de extensa cuenta, interrumpida por alguna observación de la empleada, y aguijoneados por la impaciencia del enfermo. Previo de concluir la revisión contable, me sentí seguro de que todo estaba bien y salí del recinto. Afuera, lo primero que acudió a mi pensamiento consistió en observar, y más que otro espectador monté guardia recostado a la inmovilidad de robusto poste: merodeaban internos haciendo sus chifladuras favoritas, siluetas heterogéneas en total decadencia advertían el revés de sus embotellados caprichos, aturrullados en estados equívocos de causas pérdidas, arrastraban los pies en la oscuridad húmeda y sofocante. Una vez satisfecha la necesidad de exteriorizar cada uno sus manías, expuestos al chasco de la burla entre ellos recurrían a practicar zancadillas. Sin evitarlo, desenrollé arrugado desazón frente tal cuadro, tampoco obvié preguntar cómo fabricar la llave para descifrar el enigma de la locura. Pese a todo, estaba encantado mirando las actuaciones del grupo, más, y más azucé la bestia de la impaciencia. Envueltas por cortinas de insectos alumbraban bombillas opacas, y detecté desvalijado teléfono público empotrado a la pared del dispensario. Lo mejor que pude hacer fue quedarme en tal sitio, y dando casi la impresión de no pisar el suelo, un paciente mal afeitado, descontento de estar en la quilométrica fila de la espera desertó, sentía la necesidad de estar solo en medio de un montón de ruidosos. A contraluz, otro paciente retrocedía a espaldas de viejos colegas de infortunio, delató la impresión que incontables espíritus en penas lo acechaban. Al no entender que huía de algo, el autodominio lo transformó en el hombre invisible. Antes de desplazarse hacia la fachada de la casona medieval, el bombillo procreó la identidad de un marino de la Armada Nacional llamado Enrique Espita, lucía el corte de tarro propio de los mariner norteamericanos. Gracias a las bobadas de algunos periodistas, era la militar figura que emitieron los noticieros de televisión, subrayaron el apasionado romance que sostenía nada más ni menos que con Miss Universo, Natalie Glevoba, reina nacional de belleza de la República del Canadá, eso es similar a encontrar una mina de oro. Al finalizar este segundo, convencido que el amor marchaba viento en popa. Ya frente al dispensario de reojo agarró el artefacto, pese a todo intercaló el descampado acceso a la nostalgia. Al compás de su respiración escupió el auricular, albergado en Casanova usaba la gorra del camuflado y una guitarra terciada a las espaldas. Para suvenir a la desventura, listo para escuchar a la reina de corazones su boca abierta suspiraba la soledad del aire. Así las cosas, yo, alterado en un aluvión de incógnitas fijé la vista al infante de marina, dispuesto a darle mucha importancia, diluido en un retrato espectral me esfumé del espacio. A pesar que la sombra de una rama del árbol trompetas de ángel me tapaba su rostro, supe que sonreía, y trastocados eternos segundos escudriñó el aparato, salido de un pozo depresivo, repelió concebir la desgracia de que ella lo olvidara, de tal manera que vertido a su suerte esculcó los bolsillos. Dos metros más adelante, a la velocidad de un halcón, sanguinarios zancudos volaban alrededor del bombillo del techo. Sea quien sea, abocado a la indiferencia sus orejas las mantenía yertas, moviéndose al ritmo de borracho desenterró papeles, cartas arrugadas, fotos, incluida la última moneda, sin alterarse recostó el instrumento a la pared, hundido en reflexiones de cómo viajar a Canadá. No conforme con la situación de abandono, advirtió una pasión demente en sus pupilas que tocaba el fuego vivo de sus nervios, dado que su objetivo era el amor, reveló la denominación posible del frenesí platónico. La torre del reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacía la angustia en él, por eso quizá ocurrió que, inflando su pecho blanco de cisne seductor deslizó el metal en la ranura del aparato, puesto en manifiesto el dramatismo giró el destruido disco de marcación, para su enajenación pintó la proclividad impostergable de filial enamorado, puesto que el despliegue noticioso es un eco en la cueva de la razón fue imponiéndose en su cerebro, hicieron de él un sujeto enloquecido por amor. Ya que varios díscolos estaban mirando el teléfono, suspiró entrecortado a la espera que alguien contestara, significaba su pasatiempo predilecto. No resultó imposible de adivinar, asfixiado de entusiasmo no atendió respuesta, de inmediato, clavó en el suelo una mirada inmóvil, atónita, pertinaz y nula a un tiempo mismo, idéntica a los de algunos ciegos, o similar a la de un cadáver cuando una mano amiga le cierra los ojos. En lugar de irme a otra parte no logré hacerlo porque esto captó mi atención. Sin importarme un bledo cuáles fueran sus escusas, repitió la operación cinco veces… y cubierto de burlón desprecio algún fantasma canadiense contestó. A efecto de un exceso de sedantes encontró cierta válvula de salvación, asediado de miles de avechuchos extrajo del bolsillo de la camisa una rosa morada recién cortada, la olió trasportándolo al paraíso fecundo de los flechados de amor. Detrás de esa flor engañándose él mismo podía engañar a cualquier persona. En el acto, despejado el camino descuartizó audible orgía de frases propias de un príncipe enamorado y enloquecido. Al andar siempre en intrigas amorosas, mantenía equilibrio barnizado de aire angelical, sin ningún margen de error, declaraba y exigía roncas promesas de fidelidad a la supuesta interlocutora, provenían de una aflicción excitada. A medida que avanzaba el monólogo en vano buscó retener el inalcanzable amor de Miss Universo: gritó, cantó, y templó nervios de alambres. De comienzo a fin, desprovisto de sentido tramó la ilusión de un náufrago sin voz barrido por el viento. Al recrear la idea del fracaso por minutos u horas, acompañada de una súbita ráfaga de desilusión, enrarecía el aire que respiraba cada vez que usaba el teléfono, o tal vez años. La excitación lo acometió con fuerza, y codificó estar cerrado en la verja de una sepultura sombría, cual fiera en celo despojada de su pareja. El desenfreno de aquel enamoramiento no tenía límites, atrapado en el fondo pálido de la noche reconstruyó la tristeza y la soledad, en fin, esto es temporal, sólo temporal. Sobre las mejillas pegadas con desprecio choreaban lágrimas de penas, más que las penas, el tremendo azote de un corazón destrozado y destrozado e inconexo estrujó la rosa, intolerante con su elocuente trozo de locura. Llevado a esta situación de manera tan inequívoca, descocido de súplica adosó el esqueleto a lo largo del muro, inclinación que lo impulsaría a publicar cartas que son las memorias del romance con Miss Universo, mujer redundante en lujos y atenciones. Imposible pasar por alto su apetito de saborear esa carnecita de durazno a la que sólo tienen acceso archimillonarios, famosos y mafiosos. Al lado allá de lejana puerta permanecía un cuarto, desamueblado pintado de verde, cerca del cual surgía una escalera de caracol, de mármol y hierro, por cuyo extremo superior comenzaba a vislumbrase alguna claridad, provenía de la habitación del enfermo apodado Condorito. El marino delante de mis ojos, recostado en aquella pared que hoy debe estar igual, indagadas la veracidad de sus sensaciones soltó la bocina, desposeído del fervor romántico no desechó la hipótesis de eufemismo personal. Recibido el impacto directo del desamor cantó viendo estrellas fugaces, traspuso la impresión de estar viviendo horas extras. Las telegráficas lágrimas inscribieron la desazón en sus mejillas e iban a hundirse en la rosa marchita. Aparte de no ser correspondido, aumentando el síndrome de abandono recorría un calvario sin espinas. A veces miraba la bombilla, agraviado por una suposición discriminada usaba la ropa desgastada de un mendigo de amor. Cuán próximo a reconocer su propio olvido, tomándose en cuenta tan sólo él, preciso, amasó la añoranza y el solipsismo insostenible consagrado a la senda trágica. A no ser que fuese por fingir, desenterró decenas de baladas románticas en honor a la mujer más bella del universo. Haciéndole ¡pon pon pon! el corazón creyó en noticias faranduleras, e ingenuo no sospechó que fabricaron su propia estafa sentimental. Y no era por otra razón que, agarrado a la teoría de que ella no existía para nadie, excepto para él; dando muestras de un decaimiento indecible, gimiendo y atrancado con brazos cruzados irguió el tronco con doble aureola de militar y hombre desventurado. Sin pararse a determinar la extensión del daño, a toda fuerza, cuajada en la tiniebla de su espíritu estrelló la mano empuñada en una masa ciega contra el aparato; impulso salvaje ante el desastre pasional. Todas estas causas dieron lugar a que apestado de rencor huyera a la oscuridad, encerrado en perspectivas sin salidas. Para estar en disponibilidad de eso que llamamos destino, lejos de superar la pataleta de latín lovers, silbó el estornino del Danubio azul que tributó acogerlo risueño. Al desarrollar su autoengaño, emboscado por la prensa sensacionalista de virtual enredo de alto vuelo, a la brevedad del viento, descocada a lo lejos mugía la mar en un frenesí de pasión. Evidente, él merecía este relato, aportó otra bestial confusión a la jornada. El supuesto noviazgo fue llevar las cosas a la exageración, esto fue delirar. Y endosado a la crónica deduje la metáfora de las uvas verdes. De vuelta a Pambelé, que es de quien trata el libro. A la faz de la tierra extraídos del caserón aparecieron los amigos. Encogido en el tiempo furtivo todo fluía tranquilo y quieto. Antonio meneaba la cabeza y lanzó eructos estruendosos en aparente estado de indisolubilidad, entregado a su suerte encaminó convictas pisadas a la vertiente del infierno, fatal rumbo que imponía su espíritu. Estirando requiebros melancólicos echamos andar, seguidos de la vigilancia suspicaz del centinela que otorgó peculiar manera de cazar moscas en ratos de tedio. Gracias a la sutileza auditiva y a su olfato, arrancado del sillón enderezó las rodillas dispuesto a permitir el suicidio. En repentino impulso voló al portón, debido a cierta reiteración de rumores echó escrutadora mirada al patio. Testigo sordo que no recuerda el canto del colibrí, quien sólo divisa en férreo portón el horizonte, y en los muros el mayúsculo mundo de la esquizofrenia, bajo la luz pálida de la bombilla denotó contrariedad con su petulancia prosaica. Al entreabrir la puerta, preciso, aquel intervalo constituía un segmento del almanaque que no debía ser alterado. A través de un corredor tenebroso de lozas ásperas, librándose de la muerte corrían los gritos desgarrados de Taolamba. A modo de súplica enfatizó ademanes de horror, gritos, gritos, y más gritos; pareciendo volar dinamizó una masa fantasmal que huía de las sombras, friéndose de terror fraguó la urgencia de correr lejos del lugar, denotaba fatiga y terrible miedo. Y todo por nada…o por poco menos que nada, obedecía al cizañoso fatalismo próximo a explotar. A todas luces, al estallar en nuestros oídos internos de mi oído interno, los repentinos alaridos nos sacudieron de manera violenta. Viendo al gelatinoso empleado deducimos que aconteció algo terrible y grotesco. A la vez, estropicios de platos rotos procedieron de la cocina, para completar el caos, aventado el silbido de sirena de un barco por sobre los tejados extendió amenazante gruñido y rabioso ladridos. Los internos gesticularon inmóviles mirándose unos a otros enloquecidos. El enfermero insinuó al guardia acompañarlo a una habitación del segundo piso, embazado por la presión del espanto repetía las mismas palabras. -¡Está muerto el karateca, brincó al más allá El Pequeño Saltamontes! Finalizada la locura cotidiana del centro, sólo quedaba ya a cada interno más que otro drama particular, una noche más desesperada que la tarde. Cuando, por fin, entoldados de intrigas auxiliares y enfermos concurrieron a la portería. En vista de semejante tumulto el celador aseguró la entrada, colocó tres enormes candados cobrizos, templándoles los labios sin soltar suspiros pestañó en señal de nerviosismo, moviéndose sombrías suposiciones en la cabeza denotó tenaz rigidez en sus largos dedos. No hacía falta un meteorólogo para averiguar cómo, la brisa zigzagueante elevó columnas de polvo negro: respecto a la actividad interna, la bitácora del ciclo broqueló quieta. La cosa terminó en que, los minutos convergieron a contraer la estampida del boxeador, vestido de pantalón negro bien planchado y lustrosos zapatos de la talla 41 por lo menos, más camisa de seda verde y cuello blanco, calcaba la culminación de un linaje de realeza del Congo. Más inquieto de lo que ya estaba, cansado del gran siglo hacía tiempo recostado a la garita, donde la atmosfera estaba llena de mosquito. El rigor de la enfermedad le amontonó en la cara nuevas señales de fatiga, doblado por el peso de los años, la opresión y el reciente evento que reventó el desorden. Dada la gravedad del asunto, el centinela empuñando la macana custodiaba la salida, abría los brazos sobre el portón cual persona atrapada en una red. Y yo mismo retrocedí, al ver los ojos del enfermero, al oír aquella frase… equivalente a una excitación al escape del lugar, dentro de mí estalló la zozobra, pasaron tensos segundos y despoblado de reglamentos por fin, el celador atinó pisotear la disciplina castrense, prefería decir no a decir sí: porque en él ¡no! le parecía otorgarse una expresión de autoridad, y en el ¡sí!, expresaba una expresión de subordinación. A modo de soldado en desfile militar, sintiéndose muy importante acudió a inspeccionar el sitio referido, no en balde, trepados en la curiosidad lo escoltamos. A kilómetros de poner sitio a toda regla, ascendimos de prisa la escalera descrita, lavada por lluvias de invierno. El guardia instalado en la segunda planta echándose la bendición resolvió perforar la entrada; asegurándose que no traspasáramos el umbral, llegó a eso, nada más a eso, antes de conocer la realidad. Por lo menos a los ojos de nosotros, atragantado de eficiencia encendió la bombilla. Las paredes estaban pintadas de colores vivos, y tenían cuadros abstractos y figurativos colgados en diferentes sitios. Puesta a prueba el límite de las cosas, marginados a cierto universo incontrolable de horror aguardamos en creciente mal augurio a la espera de noticias funestas. De adentro brotaba música estruendosa, aroma de incienso y ruidos raros. Al otro lado del pasillo, ignorante que afrontaría una terrible decepción, del baño de damas apareció el director Torregrosa, cerrándose la cremallera del pantalón manifestó. Hacía muchos años nadie ocupaba esta habitación. A fin de incrementar su autoridad, a cada paso retumbaba el sólido estrépito de sus zapatos. En medio de todos, despojado de cortesía abrió el paso. Por eso de la percepción del despotismo, tragando salivas tres veces la multitud murmuró. Sin llegar a entender las razones de tal cuadro, deslumbrado por la repentina claridad propagó la exclamación de una palabra de dos letras. -¡No! Para que no observaran el horror humano los ángeles del cielo, una nube negra cubrió el sector. El psiquiatra reducido a una sólida fe que lo acusaba apreció el significado del suicidio, primero que nada, dio la impresión que soltó el resorte de la impotencia dentro de sí, al ladear la cabeza delineó que fuera a compartir confidencias en presencia de ojos y orejas fantasmas. Pese a la regia disciplina del portero, a nuestra manera enfilamos el tumulto hacia el aposento. Y en el término de la distancia, al borde la luz, fraguado el desorden en un recortado vacío fulguró algo espantoso, impresionante imagen que jamás escaparía a la percepción bárbara de nuestras memorias. Todo parecía más lejos de lo que en realidad estaba: esparcido sobre el suelo un quimono de seda negra, ajena de palabras, acorchada la lengua del sujeto adoptó de estuche los dientes. ¡Cuánta más científica y plena, e inquietante al mismo tiempo!, despatarrada de certeza la siquiatría del siquiatra pasó inadvertida. Él rendido le entró la culpa de su ineficacia frente al desastre, bosquejó expresión de asco y reprobación. Sonaba la rotación siniestra del ventilador de techo, aspas agitaban las manos de la muerte, encargadas de alborotar la aterradora lobreguez del espacio. Complementada por el chasquido rápido de articulaciones del especialista, de mayor a menor sofrenó audible palpitación, quitándose la bata salió a tomar aire para reconsiderar todo el asunto. No cabe duda que la muerte sonríe detrás de nuestros hombros, sagrada verdad que conduce a la liberación del suplicio de vivir en este reino de codicia. En mi opinión, enroscado de electricidad lo que guindaba pulverizó cualquier guión cinematográfico de Pier Paolo Pasolini. Deshabitado del alma ondeaba El pequeño Saltamontes ahorcado, bañado de aquella luz mortecina voló el espíritu teatral a través de la aberración del karateca. Atado de sus testículos y con la misma cuerda elaborada en tripas de gato resecas estranguló su cuello, el cordel permanecía tenso y asido de un soporte metálico al clóset y a la viga de roble enmohecido del techo, giraba la masa de carne suspendida con aborrecible lentitud, cubierta de cicatrices diminutas, rojizas y azuladas irradiaban el fulgor amoratado de la piel. Otra cosa acabó por producir una consunción mucho más rápida y desastrosa. Segregaba saliva ensangrentada por la boca, una mosca peluda repasaba los bordes de su lengua morada, sobre aquel reguero de babas el cuello estirado discernía la auto orgía, a pesar que sus labios sonreían, y en presencia de brutal angustia remansó ojos desorbitados que temporizaron la trascendencia de la muerte, cuyos parpados caídos mostraron, el blanco de sus óvulos oculares que contrastaba con el mármol blanco del piso. A los lados de la cama par de butacas orientales tiradas, caía de su hombro la flauta de melodías asiáticas. El conjunto moldeó la ensenada de impudicia reprimida. Una insipiente cabellera plateada trapeaba los espermatozoides del suelo, sus dedos engarfiados apretaban el pene, los testículos copiaban gaitas escocesas desinfladas de una virilidad no muy bien abastecida, aún conservaba la mirada inmóvil y perentoria de agonía. Nada de esto tenía sentido si no perseguía a través de la estrangulación enloquecer el alma y estremecer sus carnes de pies a cabeza. Crea o no lo crea, éste, a juzgar por el cuadro descrito, envenenado de lujuria practicó una hipoxia erótica, puerta de escape para sus desvelos que encierra la insania aberrante de expeditos humanos. En las propias entrañas del centro psiquiátrico, la sofocante pena de muerte no la conmutó el destino y murió en la sordidez del manicomio. A la satisfacción que le producía la aberración sexual, partícipe activo de la simpatía que la masturbación le inspiraba, quería tocar cosas tangibles sólo para dioses del Olimpo. No, no, no, ese actor no hacía ningún mal, eso sí, desafió a las tinieblas de su fuero interior al bucear en ríos de placeres ilimitados. A propósito encendía la sangre que lo arrastraría a umbrales reveladores. Zona de hedonismo implacable que aborreció las sensuales caricias de una fémina. A su manera, preocupado por darle las buenas noches al dios de la masturbación, secreto que compartía frente al asentimiento inquisidor de fotografías de un gato persa y un canario en compacta jaula de alambre. El felino contenido en pudor amenazador y el pájaro trinaba feliz. Yo, a esta altura ya no tenía ánimos para aguantar nada más, así que leí, en enigmático aviso pegado a la pared. -¡Que nadie me salve! Y, de hecho, tantas suposiciones pugnaban abrirse paso en mi cerebro que corretearon pasiones embravecidas. En una especie de legado cinematográfico esto captaba la atención: encima de una mesa auxiliar sobresalía algo inconcebible, la peor desgracia del hombre, sofisticada bandeja de plata rebosante de uvas chilenas, sin probarlas satisfacería al mismísimo Nerón, rodeada de copas de vino servidas, panes de trigo, una vela encendida, y empaques de Viagra vacíos. En verdad, era, en apariencia, distinta de aquella de hombre fuerte que veíamos en la pantalla grande, y en la vida real, carente de vitalidad el difunto cultivó obelisca erección para amortiguar la líbido incontrolable de los sentidos. Al igual que cualquier mortal, tenemos hambre y sed de ella. A partir de la hipoxia, desde el fondo de los testículos sentir el burbujear en comparsas que, inundan las células del cuerpo en la tentativa promesa del placer sublime, y de paso oír el musical incontenible del éxtasis sin las notas sensuales de fogosa mujer. De una u otra forma todo parte del cuadro que representa a Eva extendiendo una mano para recoger del árbol de la ciencia el fruto prohibido. Ya consumado el pecado por alguna razón, significa el tesoro intrínseco del placer terrenal, abierto el tesoro aparece la abrasiva guerra fría de los deseos, distada más por las hormonas que por los sentimientos. De ahí parte la mezcla de todo, inclusive, del homosexualismo. Y rezumbando la sangre en las entrañas convocan el viaje a dimensiones fellinescas. Siendo algo extraño en las proporciones, veneración y reverencia, resulta inocultable exaltación a las aberraciones sexuales que cultiva la carne humana, andrógina y corrompida. Bajo ráfagas frías alternadas con calientes, surgen ilusiones que vuelan en círculos de locas mariposas; sumisión sistemática a la voluntad del sexo bajo la acción de fuerzas incontrolables. La estrella del celuloide, reacio de nadar aguas arriba coloreó la fantasía del iluso, sobre todo, ávido de una clonación de sí mismo aspiró golpear el estridente címbalo chino, a la par, vibrar en percepciones predominantes e inherentes a nuestra condición humana; acorde a lo anterior el actor terminó igual que una jaula vacía. Amante de sí mismo, abordable, misterioso, ilustra la agitación del prehombre onanista. La bahía no está lejos, pero llegaba el estrépito del hierro cuando los barcos lanzaban el ancla. Mas tan pronto llegó algo de calma, poco antes de las siete de la noche, desmedré una terquedad incontrolable de huir que atravesó la mente, a pesar de todo, acogimos la sugerencia del psiquiatra de evacuar el cuarto. Media hora después, especialista en detectar suicidas apareció el escuadrón de agentes de la fiscalía, requerido para la ocasión no desvirtuó la posibilidad de un asesinato. No exentos de cierta parsimonia de forma obstinante, padecimos toda la ingrata mescolanza de: policías, publicidad, fotografías e interrogatorios. Frente al temor de vernos envueltos en litigios interminables, estudiados a fondo nuestros antecedentes penales permitieron el retiro de aquella escena fúnebre. El caso es que pasé aquella hora contemplando a Antonio, quien guardó un silencio encogido en la lengua. La mezcla de distanciamiento y el pleno deseo de salir perfiló, la opinión huidiza del sano juicio al juicio ajeno sobre otra sombra. El maletín de cordobán del protagonista, revestido de gamuza, sólo tiene un compartimiento, donde amontona camisas, pantalones, calzoncillos, y elementos personales. Al repararlo de pies a cabeza tuve la impresión fatídica que todos mis esfuerzos para su reahabitación serían baldíos, quizá en esto no estaba equivocado. Ya incorporados al mundo de los vivos, nos embistió una bocanada de aire a la salida, emanación refrescante del universo acosándonos. A menudo, acorralado por una barrera de angustia José Luis colgó del cuello terrible preocupación, recaído en los sentimientos avanzó despacio, suelen germinar en hombres nobles, sin objetivo alguno arrastró pasos inciertos, encomendado a Dios transportó el símbolo de acentuada condena. Ya provocada la mayor desazón que le causó su padre, andaba extraviado en la desolación a portas del inminente regreso de Cervantes al libertinaje. El hijo infeliz y barbudo, vestía camisa de seda negra, estampado refulgía un turpial dorado que eligió portavoz de tantas tristezas; sospechaba que la hospitalización sólo le puso freno de hilo a la espalda del paciente. Todo le importaba poco con tal que su viejo dejase el consumo de alucinógenos; borrando rasgos personales calcó facciones contraídas, mirando a éste de vez en cuando, diseñó la gravedad de un torbellino de confusión, atento al boxeador que renunció a su propia dignidad, preguntándose, ¿cómo concluiría esta trágica historia? Estaba pálido, palidez que provenía de los desvelos de esperar este momento. Aparte de que nada de ese asunto es cosa mía, agitados en suposiciones contradictorias abordamos un taxi que estacionó en la plaza de Los Coches. Según todos los indicios, excedido de proteger al boxeador detecté adosado a la esquina un anciano mendigo, trancado en meditación de monje arrepentido, metido en desgreñada chaqueta marrón demasiado ajustada al cuerpo, atorado de resentimientos consolaba los achaques de la vejez, exponía una mejilla arañada que supuraba congoja, de tabla de salvación estremecía un tarro metálico sin tregua, tenía algo indecible de pillo y no sé por qué algo de espantoso; Pambelé estrujado de piedad presionó para acercarnos y depositó varias monedas, al instante, asombrado dio medio paso atrás y lo enfocó intrigado en perpetuos temblores de rodillas. Dada la oscuridad escorado hacia la derecha conectó relaciones del pasado, sobre el semblante exteriorizó esa vocación que consume a los santos, expectantes sus ojos contenían la sorpresa. Los dedos cansados del abuelo dosificaron rígidos, debatíanse contra la miseria. El vaho marino al entrar a las murallas, difundía el olor a sal que pellizcaba las narices. El inusitado recorrido a través del ayer lo conminó en inocultable especie de suplicio, cobijado de dudas consumía añoranza en la prolongación de su espíritu, atado a la cuerda del pasado miró la dureza del tarro. Cervantes reconoció al pordiosero poseído de cierto gesto lunático, inclinándose al individuo lo sacudió de los hombros. A mi modo de ver, borrado por la sombra del anochecer agregó cejas fruncidas, libre de cualquier esfuerzo divagó sin saber qué decir preso en la duda. Desde un costado de la plaza llegaban confusos rumores de sonoras voces y risotadas de mandíbulas batientes de bebedores en fin de semana, transcurría el viernes. Plantado en leyes que rigen a los católicos examinó el pordiosero, bordado de mansedumbre e impotencia. Pensando en otrora fechas y en su vida presente, sostenido en las limosnas el anciano desplegó carcajadas irónicas. Entonces hice algo peregrino y estúpido, proceloso de interrogantes di vueltas alrededor a ellos, comprimí la imagen de un perro encadenado, resignado a la espera encamisé la mente de probabilidades. A continuación, mermada la tensión fluyó el mecanismo de relajamiento. La luna paseaba en lo alto, ratificó luz pálida a través de nubes vagabundas. En una discreta posición, recostado a la pared, fustigado de intriga saltó el repentino complejo de culpa del octogenario, oscilante entre el bien y el mal dividió palabras amontonadas en su socavada humanidad. A fin de cuentas, consiguió insuflarle aquel acento personal, inspiró un sentimiento extraño y doloroso, una piedad mezclada de tristeza que enturbió la conciencia. Agolpando en los pómulos un color de otoño cenizo, temblaba enchapado en la vergüenza y exclamó. -¡Pambelé, soy el turco regálame un billete de lotería! ¿Sí? El pugilista arrancado del pretérito articuló la impotencia, la suerte del Genio cambió a la caricatura del egoísmo, asilado en la ignominia sin que el ayuno disminuyera la magnitud de su codicia. Él cundido de avaricia planeó el incendio de la plaza de Getsemaní para acaudalar riquezas asquerosas sin mayor esfuerzo, incontrastable, subsistía de la caridad de turistas; barrido por la desdicha aglomeró en sus ropas una flama de pobreza, ambición turca ahora reducida a cenizas, tan increíble que recelé creerlo si alguien me narrara tal retroceso. Tan encogido y tan arrugado que nadie lo reconocía, dormía en la posición social que sentenció el devenir, en pocas palabras, el turco tramposo encaraba su económico clavario. El campeón infundado en sus temores expuso lágrimas en que manifestó la piedad, cimiento movedizo donde amplificó su carácter bueno y noble. Alimentándose del pasado, ambos transitaban la acentuada excursión de tormentos a merced de la cruda pobreza, causándoles grima contemplar tanta desnudez, obra de las circunstancias del tiempo. De otras muchas cosas que el destino confirma, están obligados a sobrevivir pensando en épocas lejanas de opulencia, inducidos a rendir cuentas a la vida. A partir de años atrás, mantenían soldadas a sus corazones la indisoluble vanidad, cosa innecesaria que degrada al hombre, conforma el ropaje social del mundo. El consentido de Palenque maniatado de nobleza tendió la mano al mendigo que improvisó tantear el aire, entre risas y lágrimas ocultó la nostalgia. Alumbraba la esquina una bombilla de escasa intensidad. Ellos propensos a la melancolía, para dejar que sus apéndices de antiguos millonarios no molestaran, cuchichearon denotando gestos suplicantes, reían revestidos de rumores y de miseria, compartían experiencias fragmentadas y temores inefables. A mi estilo, carente de derecho a intervenir en tales asuntos, sacudido por motivos ajenos estuve de pie ante dos sombras apilonadas, retrato del uno al otro que olvidaron sus culpas y errores. Cuando alguien salía del almacén La cava del habano, además, el exceso a tal negocio está ubicado a veinte mentros; esquivando los clamores del mar una luz develó sus universos negativos, a cada cual, reveló sus internas angustias de contornos cambiantes, fenómeno provocado por el balanceo del farol de un carruaje que alumbró el lugar, trajo consigo estelar resplandor móvil; dentro de la ciudad, de singular forma velaba todo drama digno de misericordia, imperturbable e indiferente a las circunstancias. En cuanto a mí, vagué desteñido en reflexiones acerca de esas dos personas. Sin estar implicado en este drama, de buenas a primera la piedad engendró la compasión que me embargó; comprimido por locuaz eclosión del espíritu contuve severo nudo en la garganta. A través de dicho encuentro supe más cosas de ellos que al iniciar este relato. Y algo más supe deducir, esos dos hombres que están juntos, sólo separados tanto por la antipatía mutua pero unidos por la posición social. Fuera cual fuere el error que cometió, aprecié la última emanación de hálito del anciano en un largo bostezo. A salvo de otras reflexiones, despierto el hábito de los rumiantes conservo en la mente crucial despedida. Y ambos, pasando riqueza a la pobreza, y de ésta a la degradación, la desesperación, la indiferencia, la desesperanza, ante mi vista, en un fuerte abrazo refrescaron una nublada forma de admiración. El deportista ventiló notable prueba que conservaba deseos de vivir, distante de cualquier reproche y de dignidad entregó todo el dinero al antiguo patrón y regresó cabizbajo. Entre tan interminable pesar me aguardaban numerosas dificultades. Siendo siempre el mismo, siempre completo y preciso el mismo espectador de tantas aleccionadoras experiencias; auné fuerzas para no perder el equilibrio sometido a un bloqueo biográfico, pasmado en la rigidez implacable del destino que desprendían esos dos humanos. Las frecuentes olas sonaban abatidas en la playa. Tal vez sin el valor de la acción, el protagonista desabotonó la guayabera, tenía su ritmo cardiaco en acelerado deseo de rumba, en un deseo reprimido, casi en un deseo hipocondriaco apenas reconocía que respiraba allí, quizá, por la contribución de la realidad enconó una combinación de incredulidad y frialdad enfrascado en cavilaciones que, hizo aflorar una cínica sonrisa en sus labios. ¿Por qué esa intranquilidad perpetua, por qué esa tortura interior que nada justificaba? Y concedida la máxima importancia a tal gesto; dudosos de su disposición de ánimo integramos el tumulto de turistas, miró a unos y a otros, mientras José Luis y el suscrito nos aproximamos a comprar dulces cerca de la zona comercial, esto resultó favorable a nuestro objetivo. Él respirando el aroma del recuerdo estuvo apaciguado, a las puertas de La torre del reloj entornó párpados tensos de cansancio y queriendo aprisionar el sueño que, acapara la paz y las pesadillas, el juez y el verdugo, la riqueza y la pobreza, el cielo y el infierno, cuán cerca y equidistante al mismo tiempo. Una vez frente al semitúnel de La torre del reloj, instalado en su escenario, y asediado de heterogéneas siluetas actuaba el humorista callejero apodado El cuchilla Geles, desprovisto de toda personalidad, ejecutaba en cúmulos de improvisaciones el ingenio montañero al servicio de la rutina artística, propietario de repertorios de chistes rojos, portaba de manera estética voluminosa maleta, cargada de ilusiones teatrales que empacaba al finalizar la función, hablando hasta por los codos y riéndose sin ganas, reveló muestra del sumo cuidado de un viejo soldado por sus objetos de trabajo, siempre los usaba en sus presentaciones vespertinas. Para combatir miradas indiscretas vestía una arrugada camisa amarilla tropical, pantalón de dril desgastado, avergonzado de su alopecia elevaba sombrero de paja, arriba, esculpió un grillo de madera que chillaba al aplaudir la fanaticada, decorado por banderitas de equipos de fútbol costeños, y la mano izquierda enguatada de blanco al estilo Michael Jackson. Viviendo un destino sin destino fijo y atrasado de su propia carcajada, para forzar su chispa cantinflesca ingería potente dosis etílica que mimetizaba el rastro de su timidez, cuerdo y chiflado, tornabase en un incensario humorístico. En esas, homologado a la presentación reconoció al manco de Palenque. A sus años, devorado por rápida elipse acabó sujeto de esta visión inesperada, acorde a su expresión y cómo de golpe, despojándose el sombrero propulsó suspiros recapitulatorios. Ciento por ciento medio embriagado, expuso la calva a la brisa caribeña, buscó airear su cerebro enfebrecido al sofocar el maratón chaplinesco. No hay duda que necesitaba unas buenas vacaciones y montado en el ir y venir derritió su repertorio, bien colocado en el estrecho escenario, ponía profusa malicia a los chismes procedentes del municipio de San Onofre Sucre, andanadas de trivialidades obscenas concebidas a divertir sin importar el lenguaje. Por una deuda a la dirección de impuestos nacionales al no cancelar el uso del espacio público, excediéndose del trazo del sarcasmo le otorgó al espectáculo una actuación insolente, basado en las embarradas del gobierno proponía una sublevación contra el régimen presidencial. Desde cierto punto de vista, saboreé originales migajas de tales apuntes campesinos. Una y mil veces, dirigiéndose a los militares, les proponía la paz y que fusilaran la guerra. A los jueces dejar de trabajar para los bancos. A los políticos tachonar el tráfico de influencias y peculados. También, contando billetes mugrientos, en directa referencia a los grupos económicos, no sobornar al Presidente, tampoco al Congreso de la República para elaborar leyes que tornan remolinos estranguladores a los deudores hipotecarios; atosigan al obrero que vive en un cuarto sin muebles, custodian la pobreza en honor a la democracia. Ellos en cuartos de bazar, perduran sin límite su egocentrismo, aberrados a rendir homenaje a la superioridad. Sabía cuánto hay que saber de todo, y de todos los peculados, en fin, carecía de lenguas viperinas que le quemaran el incienso de reales críticas. A la final, atado a las puyas del sarcasmo criollo el auditorio coincidió invadir El museo de la católica inquisición; eso ni que sí ni no… portavoces del desempleo aplaudían al montañero humorista, limitándose a depositar en su sombrero escasas monedas, tentación que nunca controlé al visitar esta ciudad. Realizadas todas estas cosas, tal vez advertí en El palenquero y El cuchilla enraizada amistad, saludándose exageraron áspera confianza. A medio camino entre el infierno y el cielo Geles propuso al boxeador degustar cervezas heladas, provocación letal por desconocer el poder de la enfermedad del alcoholismo, sin querer atizó el vigoroso apetito etílico de Cervantes que lo conllevaría a la locura. Si ponemos así las situación, el provocador del engorroso dilema, para hablar humedecía sus labios con la punta de la lengua, revestido de embriaguez excitada, esbozó hondo acento posando el brazo sobre la espalda del púgil. Y en menos de veinte segundos, adelantándose a la respuesta le repetía el eslogan preferido en callejeras comedias, de singular modo desequilibraba a la audiencia, descargaba carcajadas abiertas y crispadas. -¡Pambelé tienes que frentear el corte! Para seguir luchando contra la tentación elíptica y contra su voluntad en una especie de alarma, movibles metálicos tintineaban al soplar la brisa en surtidas tiendas de artesanías, avisaron que continuaba el invierno, escenario que reñía por un pedazo de muralla. Esos ruidos capaces de alterar la tranquilidad mental me sacaron del trance. El consentido de doña Ceferina a cada paso expuso muecas de asentimientos, pensando en acatarla, ni siquiera pensó en cuestionarla. Así que, empezó a mirar a los lados, a revolverse inquieto, hacer memoria, perfiló querer buscar a alguien en la multitud, acompañado de constantes saludos de admiradores, y de lustrabotas que llamó por sus apodos, en líneas generales, pinchado de protagonismo emanó expansiva malicia. Mordido el anzuelo. Y yo referido en la preocupación intervine dispuesto a deshacer mortal oferta. El cuchilla Geles ocultaba su alcoholismo bajo la jovialidad. Si bien en un principio pensó que yo no cogía las cosas en el aire, endomingado de sinceridad le esbocé algunos argumentos contundentes del alcoholismo, además que, el agasajo conduciría a nuestro campeón a una segura miseria, incluso recalqué que, en dosis infinitesimales el licor resulta peor que un veneno, en fin, el veneno ocasionaría la muerte que descorcha una salida fácil. Dado a los monstruos que Antonio alberga en su corazón, el odio, el ansia de placer, la sed de reconocimiento, el alcohol empina la acción de transformarlo en un loco errabundo sin noción de su existencia; prendido a falsas ilusiones de revivir la otrora gloria deportiva, convertida en comparsas que medra su contrincante sombra, a la captura de vivencias que El viento se llevó. La dramática advertencia transcurrió bajo suspiros de estrellas, abullonadas de lluvia las nubes borraron sus alientos. Añádase que, excedida de entusiasmo aquella impertinencia unió cruel insulto a la rehabilitación del enfermo. José Luis conocedor de que la sangre no es tan generosa y sufrida igual que la consciencia, armó inmenso revuelo hirviendo de rabia. Insolente, frente al error ajeno sus dedos empuñaron el propósito de castigar tal desfachatez; basado en el pasado dedujo el imperativo de la fatalidad y las consecuencias de derivadas del alcohol, situación compleja que el deportista elude afrontar. El hijo tanto más que ayer, cogido de un rencor explosivo rezó para que rechazara la bebida, en público, pasándose el dorso de la mano derecha sobre los ojos quiso escurrir tal pesadilla, por la necesidad de asustar a su padre evidenció vibrante tensión que lo dominaba. La intoxicación de la ira o algo por el estilo lo llevó a evocar algunas vergonzantes remembranzas. Discerniendo el bien y el mal, y beneficiado de protectores invisibles no toleraría que su progenitor aumentara el eterno calvario, esa noche le rogó que escogiera el camino correcto. Si mal no recuerdo, acabadas de pronunciar esas palabras, sentí la misma angustia del heredero, manoseé una especie de desazón ante tal insensatez. Pambelé asaltado ante el pavor implacable que desprendía una recaída etílica, dando varias vueltas sobre sí mismo tomó una decisión. Soplado por un espíritu divino el instinto de autodestruirse huyó replegado, victoria de la cual dudé despojado del optimismo. En general, todo esto me pareció extraño. Una alborotada lucidez brotó en contrasentido del humorista; prestando oídos a las últimas objeciones del descendiente, y remando desde un pasado amargo, lejos del egocentrismo puso de relieve una actitud de cambio; siendo un triunfador de la vida, sopesó el escarnio que le hacía guiños, alzó la voz y ratificó. -¡No! Claro que él no comprendía tampoco la esencia de tal negación. En una palabra sin ton ni son, el cuchilla Geles privado de argumentos tartamudeó sorprendido, quien siguió de pie frente a tan filoso corte. En calidad de anfitrión, casi avergonzado, trompicó en la plaza al escuchar tal respuesta, pese del ánimo que demostraba, anheló de antemano coronar alcohólico objetivo. Quieto en la sombra, su torrente cervecero y medio enloquecido de libertinaje fluyó lento; muy confiado que esto no tendría ulteriores consecuencias en él. Abolidas cualquier tipo de reflexiones, ¿para qué necesitamos andar de prisa?, ¿qué nuevas manipulaciones nacieron en la cabeza de Pambelé, reducido a la obsesión de aparentar? Mezclados en la multitud nocturna, a falta de otras cosas que recorrer anticuadas calles de viejos edificios saturadas por tráfico moderno, aprendidas de memoria las menores características de esos pasajes durante mi adolescencia, los veré en mis recuerdos el resto de mi vida, balcones, ventanas, vendedores ambulantes, coches tirados por caballos, grupos de danzas, estatuas, vitrinas repletas de oro, plata, piedras preciosas, jarrones raros, ropas, maniquíes, restaurantes, ruidos mundanales, y la plaza Santo Domingo. Llenos de motivos degustado un café, incluido Geles, ajenos a la corriente del turismo acordamos abandonar aquel lugar. En lejana esquina podrido entre harapos pedía limosna el turco, alineó el tarro hacia oscuro horizonte. Puesto en la balanza del destino nadie captó su miseria, salvo su exempleado consolador, ¡Kid Pambelé! Él es alto, ancho de espaldas y de hombros redondos, de tez negra, sus pechos no toleran la grasa, sus pupilas negras sobre un fondo blanco, de mirar descarado, y de voz ronca, de contralto, de hablar pausado delante de los periodistas pero estando en sus cinco sentidos. Y caído en una aversión de volver al pasado superó el obstáculo, asediado por vampiros etílicos desenvainó la estaca de la voluntad, y resistió draculesca tentación. El campanario sagrado de la iglesia de San Pedro Claver domina desde las alturas el techo de construcciones coloniales. Y a cada hora, sin regar nunca nada sobre el altar, sediento de vino de consagrar el sacerdote celebraba a todo vapor La santa misa. El rezo acelerado de feligreses sustanció el flujo final de una marejada. Al avanzar por el andén oriental, de repente, espantó a los perros callejeros el súbito estallido de una fuente de agua emplazada a la entrada del Museo Naval, a diario bautiza las murallas con chorros luminosos hecha en círculos de piedra, protocolizada en las páginas de este libro la romería de turistas la contempló. Antonio reventó visión lógica a ese manantial sicodélico. Entre tantos, prefigurado ya, en algún recodo del inconsciente añoró su hogar donde piensa morir; arrojarse a los brazos de Carlina en busca del consuelo que tanto necesita: asilo venturoso de su espíritu, despertar del destierro la luz y acariciar restos de esencias hogareñas, cada amanecer completar el revestimiento conyugal volcado a los derivados caritativos de su esposa. La luz del ambiente a veces delataba la aprensión en su fisonomía. Unido a la fama de su histeria convulsiva y de su talante, poniéndose el gorro de aviador intercaló su constante manipuleo a la parvedad cotidiana. A su manera, ajustó la inmovilidad pensativa ido en vivencias lejanas. Aparte, creyéndose loco o por lo menos ebrio, tapado por el inmenso firmamento el humorista escapó en las sombras con tanta rapidez y discreción pegado al hilo de su tufo. Retrato individual al cual apelan personas que buscan agasajar al mejor Welter Junior del boxeo mundial, incluidos periodistas prometiéndole el oro y la oscuridad le brindan licor para que suelte la lengua. Al tiempo que ponen en contraste al dificultoso instante que atraviesa su estado de ánimo. Y el siguiente, el otro y el siguiente reportero, ignorantes ponen en peligro la integridad de este compatriota que desintegró el petardo de la fama, azuzándolo a esgrimir la ecuación de logarítmica esquizofrenia. Al estar de acuerdo de visitar su parcela, la llegada providencial de Arturo Cochero alteró el itinerario. Individuo de andar sesgado de populacho desplegó carcajadas de simpatía, y de entusiasmo a causa del rencuentro. Aprecié en él un viejo bribón que esboza rasgos de bondad, sin anuncio ni preparativo alguno, atenuado el escozor de viejas llagas estrujaron emotivo abrazo. Desde luego, reflejaron los acervos de huellas de una amistad sincera que, Dios permite que siempre sea el premio para el alma más necesitada. A unos cuantos metros rondó un centinela, transmitía de ojo a ojo inquieta vigilancia, inmiscuido en un pasado que no le pertenecía. Cervantes recobró el sano juicio al evocar que transporta lastroso equipaje de años atrás. A veces al desaguarlo nos anticipamos a la voluntad. A cuenta de un gesto dudoso de José Luis, reducido en las horas consideré demasiado tarde ir a su finquita. A cielo abierto, apartado del grupo tragué saliva, irrefutable, la brisa marina me seca la garganta. Salpicados de destellos el ruido de la plaza componía un hurgar de música ambulante. Al tiempo de parpadear irrumpió en dicho sector el crujir metálico de un carromato misterioso. El cochero troquelado por una barba blanca desplegó cordialidad familiar, aunque en sus rasgos no expresase ni los sentimientos ni sus ideas, saqué ventaja de su oportuna intervención. Deteniéndose apenas a escasa distancia aproveché su presencia para contratar el servicio de recorrer la ciudad. Oyendo la voz del mar el grupo acató la sugerencia y de inmediato subimos. El cochero al sujetar el látigo expuso una mano nervuda, idéntica a la de animal depredador. Ya en marcha, el viento abarrotado de furia a menudo levantaba remolinos de basura que volvían a caer, los cascos en cascadas caían en sorda resonancia encima del asfalto negro, y las orejas alertadas del caballo sobresalían alumbradas por la claridad melancólica del faro, vigorosas y petulantes, en cuyas puntas avanzaba lejísimo nuestro destino. A lo largo del recorrido, asaetados por la brisa que olía a sal nadie nos miró a espaldas del guía. El conductor divisó la ruta abstraído en sus quehaceres, ahuyentando la culpa parecía que durmiera en el viento, seguro de no llegar a ninguna parte narró hazañas amorosas, y esta vez, su criterio de mujeriego le decía no convivir con ninguna mujer, eso sí, cumplir el sentido de posesión transitorio de una amante, encenagado por el pecado del adulterio. Yo, al atravesar el arco de La torre del reloj quería convencer a Pambelé retomar el hilo del testimonio literario, y escudriñar su interior plagado de incógnitas, reprimidas en la mente de manera perpetua, tinglado que levanta para mantener el autismo. Bajo la cuerda de un avenimiento proyectado, respondiendo a la prudencia consideré propicio encontrar otro espacio adecuado para tal propósito, emboscado de impaciencia oculta y literaria. Aquí entra, en el orden cronológico de los sucesos la siguiente escena. Cual turistas, seducidos clavamos la visión en desiertas calles coloniales, aparecían en esquinas bufones, declamadores, músicos, bailarines, payasos, lanzafuegos, distantes luchaban contra la calma nocturna. El carruaje anduvo a buen paso otros sectores y diagonal al labrado histórico del monumento a Los zapatos viejos, acertado, el cochero detuvo la carrosa y a breves intervalos descendimos. A trueque de deducciones, cual hondas deducciones, todo indica que nada altera el ritmo corrosivo del castillo San Felipe, al otro lado de las torres proyecta en sus plantas extenderse La Heroica. En otro contexto trinaban chicharras y grillos ocultos debajo de caminantes suelas, alborotaban con su murga de hechizos a los zapatos siete leguas. Quiéralo o no, representa el estandarte peregrino del hombre, mensajero de guerras religiosas, filosóficas, científicas, aspiraciones y tormentos del humano, de buenas y malas noticias, del amor, heridas, cicatrices, de infinitas de cosas que lleva y trae. Y cediendo a los impulsos que lo echan hacia adelante, de menor a mayor, el carruaje hizo arrancones de velocidad, el caballo desplegó pasos vacilantes tanteando el pavimento en la oscuridad, trenzado de bríos captaba lo que acontecía alrededor. El cochero chambaculero sin pausa en sus andanzas andariegas cantó jocosa melodía caribeña llamada El polvorete, vocalizó la letra sin tener idea de la música. No lejos de Los zapatos viejos, convergían en sus manos las riendas y el extenso látigo, metido a la fuerza en una estrecha franela denominada amansalocos. En aras de incontrolable concupiscencia, engreído en variadas formas la sonrisa metálica de su sombra ocupaba el pescante, hallándose todo así, disimuló una máscara de candor e ingenuidad ensamblado en el Fausto de la noche. En presencia de la estatua de Blas de Lezo, almirante cojo, manco y tuerto que venció a Inglaterra. El auriga surcado por un cielo que hormigueaba estrellas, brindó la impresión que nos estaba esperando. Yendo de un lugar a otro no enfrentó las dificultades, raras veces abandonó su hábito, cruzado por encima de obligaciones lo seducía la vida despreocupada. A diferencias de otros cocheros, contento por el pago del servicio, eludió la conmoción del cuadro conmovedor que transportó; alejándose despacio del posible ladrón de su propia sombra fustigó la bestia. A su estilo descargó latigazos sobre el lomo del animal, traspasado el umbral de una lámpara alógena, torció perdiéndose en fantasmagórico laberinto del corralito de piedra. Aplastando el hocico vaporoso contra la luna el caballo mecía su cola ondulante. De paso por el atormentado mundo actual, sin obviar una historia de falsedades y desdichas, acentuando su parecido con un espantapájaros, a la derecha, otro mendigo descalzo silbaba; el tono además de estertóreo era agudo, el contorno de aglutinados labios configuró la boca de un caldero magullado, veía a través de ojos oblicuos algo nublados; individuo vencido por el hambre y las adversidades llevaba vida de perro, perro humilde que tan fiel y leal que comía las migajas de los turistas. Él confió su suerte al duende protector de Los zapatos viejos, sujetos al error y el escarmiento ambos dialogaron en secreto, acordaban una hora apropiada para que nadie los interrumpiera. Algunas noches, armadillos caminaban entre el suelo y las suelas de Los zapatos viejos y dormían en sus pies igual que perros frente al fuego. Necesitado de promover el culto a su gnomo codició que abriría al amanecer ollas de barro repletas de monedas de oro. A un ritmo de vida alejado de la prisa de otros lugares, atrapado en una red de lealtad a sus fantasías, embotado de alcohol y droga, remontó hasta las estrellas, ignorando su desgracia reclamó limosnas a Dios, y le preguntaba, qué otro castigó afrontaría a continuación. En lógica reciprocidad, ventiladas tales conjeturas propuse sentarnos en las ruinas del monumento, significa casi siempre un equilibrio de esas necesidades del hombre. Así y todo, rodeados de nuestras costumbres encontrar más rastros de la personalidad del protagonista. Dado que hace falta una paciencia cirujana para ordenar un rompecabezas, hace falta ubicar entre las posibilidades de combinación encajar cada pieza, no obstante, lleno de paciencia el sujeto completa una figura cabal. En el caso de Pambelé, de nada sirve el respeto por la psiquiatría, a estas alturas del relato, me encuentro con sorpresas desagradables que conducen al enojo y al despecho, inclinándome a abandonarlo todo en un caos primigenio sin encontrar explicaciones reales de tanta locura. Yo perseguía el fluir de remotos acontecimientos de manera apremiante, el instante no exfoliaba para asuntos menos importantes. El boxeador de Palenque que en lejana época fue convertido en un icono moderno de cultura y aparecía en pósters, estampillas de bebidas y camisetas de todo el país, hoy expropiado de la voluntad y asistido por Arturo Cochero trepó a su imperio personal, huérfano de su astuto y malhumorado genio que le resulta peculiar; disculpas contra disculpas, sostiene un goce ambivalente de mantener el fracaso al margen. Una vez allí, prefirió embutirse en la armadura oxidada impregnada de olores intensos y desagradables, al sentarse tuvo la impresión de desplomarse a través del suelo podrido. Metido en la horma del zapato, ponderó caber con venturosa justeza, puesto a los pies del mañana ya está preparado para despeñarse en la catarata de niagarosos recuerdos, recuerdos que no le pagan así mismo dentro de su fe ciega que canta igual a un pájaro en la oscuridad. Aplacada la vena de la violencia conservada dentro de sí, y colocado en su lugar a veces elige aislarse del universo, y que nada llegue a tocarlo. Por contrastes distintos, modos distintos, dispuestos a ser compartidos, arriba o abajo los estigmas del ayer corrían descalzos. Durante esa transición el acento interrogativo de su conciencia avanzó hacia él, lista a averiguar el precio que pagó por tantos desaciertos, escrutaría el fondo de su alma. Visto de otra manera, desconcertado por el misterio de la vejez su cabeza sobresalía rígida de esos escombros, contraía el frontiscio empapado de sudor; dado a seguir el vaivén de luciérnagas retrató una estatua obediente, postal que describió un sentido más allá del alcance existencial. La desnudes de humanos sublimados en el ego, una cosa sí que es cierta, deslizamos la verdad debajo de las suelas de nuestros zapatos viejos, no sé por qué, ensayando la despedida nos desplaza a la gruta de las culpas, volcados en las tristezas íntimas imploramos la misericordia de Dios. Los olores mágicos de la brisa marina indujo a contemplar el castillo de San Felipe, iluminado ignoró nuestras debilidades. A primera vista, prolongó la sensación del recogimiento tormentoso del martirio. Junto al síntoma de claudicación de la novela desplomamos el trasero en lustrosas punteras, frente a frente, en la excitación que provocó el relato procedí a arreciarlo de preguntas, por supuesto, obligado a defenderse llegó la discrepancia, y de regreso al ayer, el interlocutor embuchado de malicia tambaleó en la quietud del zapato. Aún a costa de su recuperación, implantada la prisión del autismo emitió sonidos inarticulados sin sentido de su boca arruinada. Quizá porque yo estaba tranquilo, rebulléndose recostó la cabeza en la talonera del calzado, a propósito, recobró expresión dolorosa respirando entrecortado, a la espera de que su espíritu rescatara la paz. Lanzada esa cortina de humo adquirió la personalidad de un terco reacio a nutrir el testimonio; ni tanto ni poco, encogido en la armadura oxidada, confiado en la protección taciturna reiteró tal rebeldía, clavando en mí sus ojos incisivos, repitió para sí mismo frases conocidas a través de esta confesión. Al impulso del viento, minado de excusas mencionó el infierno de millones de drogadictos, abrió en torno de ellos inmensa fosa de sufrimientos sin mencionar los suyos. En fin, ¿qué remedio? Tal yo lo imaginaba, convertido en sórdida fealdad solidificó eterno tributo de vacilación; atrasado del presente derramó la impasibilidad adictiva que lo caracteriza, retorcido en un marasmo de temor. Abstracción olímpica que proporciona la hoguera del consumo, esto no me impidió comprender que, allí reside el sostén de su atolondrado hermetismo, santuario terrible de su autodestrucción. El protagonista a la mínima inhalación hace parecer opaco el sol de felicidad en un género de locura maligna. Desviado del libreto presentí el augurio de otra confrontación, la conciencia de su orgullo y de su íntima satisfacción, lo abrigaban, enemigo de barrer esas ruinas en la cual respiraba, oía voces en el cráneo que represaba el tropel de manipulaciones oprimidas por la nostalgia. Yo empapado de sudor viscoso resolví no insistir más, me levanté bastante enardecido y provoqué una explosión de gestos de descontento. Previo al instante en que su autismo empezara a funcionar, rasgados los nervios consideré tal insistencia en una perdedera de saliva, delante de un campeón empeñado en repetir el trillado discurso. Sintiendo singular fortaleza recurre a desgastada costumbre bien adiestrada, triturado de estupor manifiesta balbucientes contradicciones, sin cambiar de actitud comprendí que interrogaba a una pared. Acaso en la difícil situación en que está le resultaba duro en enlazar el presente con su pasado y esquiva a enfrentar la situación real, no a la que desearía. En cuanto a mí, no cesaba de dar vueltas alrededor de los zapatos viejos. Arturo armado de tretas simples palió el inconveniente, aproximándose más a Pambelé lo fusiló a quemarropa para convencerlo de hilar el relato, elevó la voz y la imprimió de un acento colérico en respuesta a su arraigado silencio, un silencio enfebrecido en la justificación. -¡Algún día tendrás que recordar todo encomendado a la infinita soledad contraído en los resortes de tú culpa! A lo lejos, escurrido por la brisa inmenso oleaje azotó las playas, de tajo acalló la sugerencia. Removidas por el estruendo escaparon de las suelas de los zapatos nubes de mosquitos, volaron rasantes. Salpicado del estallido del océano Cervantes forzó extravagante suspiro embutido en dichas ruinas. A su falta de sinceridad mostrándose inseguro apuntó. -Soy consciente que estoy enfermo, requiero de escasos minutos para ordenar episodios y concretar la novela, evitaré retomar la narración sin sujetar la hebra de mis telarañas, así, de nuevo tejer los hechos remotos,-advirtió haciendo caso omiso del reloj, siguió: -Desconcertado de los obstáculos que maduro enterrado en este ataúd de bronce oxidado, lento y continuo marcho hacia la oscuridad del más allá. Al desfilar en mi garganta las verdades aprietan el cuello que comprime el paso de revelaciones, cansado de huir de la conciencia no niego que los efectos tengan sus causas. De entrevistas en entrevistas parece que no pudiera hablar de otra cosa que no sea mi desventura. Cuál hombre solitario, poblado de sombras vivo sin que al mundo le interese el motivo de tal desdicha, subsisto en la miseria que me asfixia en temores y desesperanzas, muchos observan satisfechos mi infortunio. Al ser devorado por etéreos monstruos de humo, turbios y ondulantes, encuentro un escape, un consuelo, un consuelo espiritual que necesito y que nadie puede proporcionarme, consumido en un infortunio para el cual no nací. Y más feliz, gocé las satisfacciones del lujo, la arrogancia de la fama, los regalos de la pasión, todo gracias al dinero. En un instante, en un sorbo llegué a incierto punto donde todo me amenaza, basado en aquel recuerdo acusador. A la expectativa que viniese un ángel para anunciarle el perdón buscó la cara de la luna; adaptado a la adversidad suspiró indeciso en mohosos escombros. En la oscuridad, irradiado por la luz compasiva de la luna llena que empañó el aliento del caballo. Allí, de entrada los turistas aprecian en Los zapatos viejos una extravagancia ingenua e inocente. Arrebatada de calma la lengua gigantesca del viento insiste lustrarlos, revestidos de bronce embellecen la fachada del castillo. Sin necesidad de demostrarlo, inamovibles en un caminar final aploman olvidados, arrojados sobre reducido círculo de concreto; insignificantes, monumento del cual no escudriñó el historiador tampoco el poeta. Interlocutor ideal que dice infinidad de cosas. En ellos aparece la polinización de la pobreza, de la noche, de la soledad, retrato que enseña el desasosiego del abandono. A veces, en las madrugadas, enredados en un peregrinar interminable, transitan alrededor espíritus en pena de condenados en las mazmorras españolas. Los zapatos conforman una simple excursión de turismo sentimental, resalta la amargura a través del espejo nocturno. Allá van donde lo impulsa el humano, sin pretensiones, también arrastraron la pasividad animal del mendigo. A kilómetros que el amor propio interviniese para nada, enseñan la resistencia de marginados pordioseros que mueren de hambre, no tienen filinng sino filo: quise decir, hambre atrasada, restos de su existencia caótica en esta sociedad indiferente. Ya en la hora de la calma, sacudido por la resonancia de los avatares de Cervantes, el estancamiento autista manó roto, y las vivencias nacidas de él cruzaron su mente. En indecisa expectativa, las zarandeó en olas de una tormenta oceánica, resonaron con golpes de parpadeos en busca de desaguar el llanto a través del submarino del dolor. Reproduce un concepto equivocado de sí mismo, atrapado en disonante torbellino de angustias. A espaldas del enclave fortificado alargó la noche un vendedor de tinto. Desde antes de llegar desde antes, arrastrados por la inundación de cafeína y exonerados del sueño degustamos la infusión, saboteó las intenciones de Morfeo de borrarnos del paisaje, paseándose frente a la guarida de nuestros ojos. Antonio que tiene cantidades mundanas de humo en la mirada, macerado por la voluntad tamboreó sus dedos largo rato, pareció flotar en la vaguedad del espacio, sin estrellas, sin galaxias, solo en el vacío, manejaba el asunto disolviéndolo en la línea horizontal del espacio y del tiempo. En consonancia con la magnitud de la ocasión, envasado en la presión del ayer traqueó las extremidades, mientras corría despacio el aire acentuó la expresión facial tumbado en aquel hueco sombrío. Y yo, esperaba impaciente, la transformación. Ya no resultaban agresivos sus ojos negros, a despecho de su profundidad, sólo lucía en ellos la sencillez de su alma, y algo muy interesante, las arrugas de su sonrisa redondearon el óvalo de la cara, y suavizó el desagradable gesto huraño que estropeaba el rostro, a pesar de sus bolsas debajo de los ojos resaltó algo de jovialidad. El vigilante de interna terquedad resultó muy útil en aquel instante al romperse una pierna, habituado a conversar con él le sugería vagas fantasías. Tampoco hay que olvidar que, esas potencias reveladoras que llamamos conciencia, sentimiento, inspiración, instintos, melancolía, intuiciones, para mí son rezagos de vidas pasadas. Condujeron a resolver la observación del asunto y relinché a punto de llorar, por verlo divagar en terco estoicismo, rendido a esa sensación del fracaso que trasmite la derrota borró la noción de la realidad, y del ahora. Bien lejos relucía La torre del reloj, elemento propicio para recordarle la hora, golpeé con voz sonora la oscuridad y señalé que transcurría las nueve de la noche. A sabiendas que mi papel en esta vida parece ser el de su ángel de la guardia, y consciente de formar parte de aquello retomó la cinta del testimonio; cerró sus párpados para bendecir la introspección al pasado, a estas horas, eludió el asfixiante pudor del medio y del momento, rodeado de cacofonías estridentes de grillos absorbió el último trago de café. Por factible que fuera, destrenzado del autismo procedió a santiguarse contra la luz oxidada de farolas y cegado en la fuente de mordaces palabras agregó: -En la frecuencia eléctrica de las neuronas quedó un corto circuito, ciclo de energía alta, envía a una parte de mis aventuras que nadie conoce. Pese de tantas recomendaciones resistí dramática estadía en la población de El Banco, Magdalena. Bajo pleno aguacero, hendiendo el curso de caudalosa corriente del río Magdalena, arribamos en sofocante lunes de verano, junto al promotor boxístico apodado El tigre colombiano, entrelazado de manager y de pugilista personificó mi contendor, apretada disputa aconteció en La arrocera Catoto, apenas gané por decisión dividida. En más de una ocasión, enemigos encima del cuadrilátero, arrastrado por un guante invisible lo demolía a punta de trompadas, prometía que en la próxima contienda él ganaría. Para su bienestar personal la comitiva emprendió el regreso a La Ajedrecista, recogido en un acordeón de beligerancia elegí perderme de la ciudad y pernotar en cumbiambera población rivereña, sin más compañías que la de un perro sarnoso apodado Argos. Sin deber favor alguno a nadie, inflexible en alguna medida la sed me obligó a sofocarla con cáscaras de piña, invadido por una esperanza refrescante varias veces expuse la lengua al viento para calmar el ardor. En tales ocasiones, desprovisto de exigencias las obtenía de un vendedor de guarapo en la plaza de Almotacén, dándose cuenta de mi pobreza, siempre egoísta, siempre pedante. Sin inmutarse disponía reciclarlas en un recipiente plástico revueltas con hojas de rudas, cruzada agüerista en pos de atraer a la clientela. En respuesta a este pelado acto el señor Miguel Piña, santandereano obeso que movía dos ojos brotados de mojarra en mejillas rosadas, preñado de nobleza me ofreció trabajo. En lugar de ser un gordo cerdo fritando bocachicos, barrido por el hambre empaqué bagre seco en su depósito de compra y venta de pescado; agradecí dándole un apretón con las dos manos, no obstante, temeroso de las columnas de macabras cabezas de bagre dormía en cuarto hediendo a mortecina. A causa de cierta necesidad, cada atardecer pesqué con una caña, sentado en el borde de pintoresca piragua, cuyo propietario acumuló la belleza del paisaje en su memoria. Después de un período allí, estaba tan acomodado en la población que no tenía ningún interés en regresar a Cartagena. Y atrapado por la presencia del dueño de la canoa, detallé a un piragüero de nombre Guillermo Cubillos, comerciante oriundo de Ubaté, Cundinamarca, boga curtido por la brisa del río, sepultado en sombrero peludo de alas estrechas, canalete en mano esculcó de alguna manera los secretos fluviales. Más que la imagen de un boga en camisa a rayas, purificado por ramilletes de estrellas viajaba a las playas de amores en Chimichagua, quien brindaba recuerdos adversos a las preocupaciones, capoteó el vendaval de su impaciencia silbando inolvidables tonadas de rítmicas cumbias. Al no requerir el concurso de los siglos envolvía a toda la región, alejado de su tierra natal astilló el corazón de algunos folcloristas banqueños, envejecido mantenía el vigor y la agilidad. Acompañado del insigne compositor de variados géneros musicales de nombre José Benito Barros, q.e.p.d. Conectado a boina de colegial y gruesos anteojos verdes, poseía el don que las mujeres lo admiraran sin demostrar el talento, gobernado por esmerada jocosidad correspondí sus saludos. El maestro inspirado en la repercusión de sus trovas de un instante a otro alcanzaría a merced de sentidas canciones el éxito. Esa tarde espontáneo y pegado a las espumas viajeras del río tarareó el reconocidísimo bambuco titulado, ¡Pesares! Añoranza del final de la dualidad. Traspuesto al límite del desengaño esquivó la posibilidad del perdón. Llegaron dando la impresión que volvían de largo viaje, viejos amigos coincidieron reunirse ahí, seducidos a divisar el claroscuro de encendido arrebol. Sobre esas crestas montañosas negras de la serranía de San Lucas iban delineándose fulgores de tempestad; al continuo tráfico de tarullas soplaron rachas frescas de tormenta inesperada. Yo incapaz de disimular el hambre al erguir la cabeza restalló un trueno seco, precedido de enceguecedor relámpago que acuchilló el cerebro. Entre diversas ocasiones, retrocedí atemorizado al estallar el estruendo que me hizo chupar el aliento. No tenía la menor idea de que era pescar, y lanzada la línea a las aguas, aunque sería más certero decir que en esa época era novato de algo que tuviera que ver con el río, luego, pasaron los segundos, sobrepuesto el espíritu y poseído de alguna inquietud palpé ligero hormigueo en los dedos. Al límite de mis nervios, concentrado en la percepción deduje que algo mordió el anzuelo. Capaz de imaginar cualquier cosa, empapado de un modo instantáneo en medio de la borrasca dibujé en la pantalla de la mente inmenso pez. A la altura de la función de pescador, enseñado casi a todo llegó el instante de reunir toda mi entereza, más o menos, atado a la inactividad por la zozobra de perderlo, cedí más cuerda aglomerando todo mi pulso. En las frecuentes depresiones del tiempo acudo a estos sucesos de inesperada experiencia, para extender mi reputación de lunático que hiede en todos los rincones del país. Atento al menor ruido contraje el derrame de sedal. Alcanzado un estado de frialdad usando mis peores oprobios inauguré el pleito. Sitiado el pez voló a través del aire para ver de lejos el sol agonizante, al distinguirlo le grité. -¡Bendito eres porque tienes ojos para reconocer a tu adversario! Atrás, contenido en el charco del frenesí y efervescente, canjeando opiniones el maestro atizaba. -¡Sácalo! ¡Sácalo! ¡Sácalo! Atragantados de solidaridad coleteó alrededor de la piragua el tropel de otros peces. Yo no estaba en condiciones de permitir un movimiento en falso, descalzándome las abarcas tres puntá pregunté. -¿Dios mío cómo debo boxear con esta criatura qué no amaga rendirse? Especialista en tumbar esperanzas reinicié la batalla, acudí al refrán, más vale pez en el anzuelo que cientos nadando. En una región tan lejana, embocado en el acto de la devoción sostenía la traílla. Atrás, instalados junto a la proa los rivereños plantados de centinelas apreciaban tal maniobra, poseídos de inquietud y de emoción contenida. A pesar de la fatiga y la inquietud, tomado de mi parte el control resultó inútil el apresuramiento. Nada más, nada menos de favoritismo, protegido por el agua en cierta distracción el pez haló con envidiable ímpetu, prófugo de su verdugo causó con la cuerda profunda herida en la mano izquierda, y, en realidad, desnudé iracunda rabia que saboreé devorarlo de un bocado, pese de que nadaba contaminado de mercurio debido a las explotaciones auríferas suceden río arriba. Acechado por sendas parte del caudal de calamidades, aclaro, acosado por pescadores e ilegales mineros. Nada más al recoger unos metros de línea percibía el olor a pescado fresco, y encorvado al paso del agua demoré segundos en recobrar el aliento, a la espera de otra sorpresa diabólica encarnada en el hombre caimán. El pez interesado en apresurar la lucha de nuevo surcó el aire. Mis expectantes ojos de águila los detuve en escamas plateadas de patizambo sábalo sobre volcanes de olas. Encadenadas en esta película regresaron de las bisagras del cielo vestidas de blanco enclenques garzas. Atraídas por el instinto del hambre siguieron su rumbo, atentas al más leve coletazo de peces agregaban graznidos sueltos. Una lancha de dos niveles repleta de ganado tildada Buenos Aires cruzó las aguas, desgastado su motor desmigajó la sonoridad en cascabeles roncos, a su paso arremolinó la neblina vaporosa del anochecer achicándose en la lejanía. Yo llevaba en esto unos diez minutos, metiendo la cabeza en el río bebí agua, me eché agua en la cara y bebí más agua. De pie, sostenido del cortante hilo cocía a fuego lento el caos de la maniobra final, sin saber cómo esto iba a terminar. Sintiendo lo que sentía cuando subía al cuadrilátero, preso en inatajable aflicción que me revolvía el estómago observé, la cuerda escribiendo conjeturas cortaba el agua en zigzag. Casi tanto, o más, de lo que requería, adueñado de mi corazón y de la mente con el poderío de toda la sangre jalé, necesitaba ese pescado con hambre ciega, embriagador sustento para un muchacho que apenas trabajaba por la comida, comparé mi situación peor que la del mendigo Lázaro. Tras mis espaldas, arqueando las cejas, legendarios espectadores agobiados de gravar mi torpeza alegaron colaborar. Yo subido en dicha popa la rechacé sumado al juego de la codicia, ¡increíble!, hasta qué punto la codicia, la autosuficiencia, y el conjunto de atributos que conforman la condición humanan conllevan a la violencia, piense lo que quiera pensar. Exigiendo que no me molestaran la emprendí contra ellos, de un empujón cayeron en condiciones aparatosas arrumados en la canoa. Así, oxidado de soberbia daba un tajo cortante al fruto del Magdalena. En seguida, adiestrado en la ley material de la prepotencia yo hablaba a solas, por lo menos inservible para la contienda. Liberándose de lejanas montañas el insoportable estruendo de la tempestad pasó a simple ruidos y traqueteos de fondo, seguido de bocanadas de viento frío. A la conclusión de no tener otra alternativa asumí los riesgos posibles, la línea de pesca trabajaba en total tensión, tenía suficientes motivos para suponer que costaría mucho trabajo sacar el pez, de todas maneras. En un abrir y cerrar de ojos, la puerta de mi mundo hermético, viéndolos allí mismo regué ojeadas escépticas a los testigos, sumidos en cavilaciones exponían ojos demasiados claros y juntos, filmaban el desarrollo del tire que jale del conflicto, negados a pronunciar sílaba alguna. Al volver al centro de la embarcación, omitido el tutelaje de la corriente el guerrero insistió liberarse, sin bajar la guardia filtrando líquido a través de mis dedos ensangrentados apreté el cordón, amotinado de inseguridad evalué la posibilidad de solicitar ayuda, y cuando al fin me decidí, abarcado por la mezquindad no la requerí. A partir de entonces, traspasado de genes anfibios el sábalo repitió el vuelo sobre turbos de olas, expulsó reservas de aire, y espabiló unos ojos similares a una luna llena que casi arranca de mis iris la imaginación. Al conocer su potencia no sabía si el sedal aguantaría otro salto más de esa bestia musculosa, comprometido a cumplir territorial exigencia agregué más cordel; pasados cinco minutos el contrincante zambullido atacó, sin variar el objetivo sentí ingredientes de sadismo y temor sicológico. A todo esto, apartado del correo del corazón supliqué que consumiera los coletazos sin romper el hilo. A causa de mi pusilanimidad no manoseaba alterna opción, sumé mis manos a la prospección escandalosa de la sangre, y envié correos urgentes de paciencia a mi hambre, apenas atemperada ella respondió, sólo tenía un amigo en acuático cuadrilátero, el sedal. En el sentido más real de la situación, cuajado el disturbio de tripas percibí que la piragua vagaba a la deriva. A raíz de la intensidad del forcejeo y al oleaje rompió las amarras del bote, avanzaba jalado por el sábalo contra la corriente. Sin exceder el estricto mecanismo del universo viajaba a la par nutrido círculo de estrellas; brigadas de sardinas saltaban en la línea del cordel ensangrentado, prostituían la reproducción de la subienda. Después, casi cada vez que jalaba, aprecié que perdía el equilibrio asociado al cansancio y al hambre, mi ventaja consistía que él en cualquier aletazo agotaría su potencia dado el peso de la embarcación, más los tres pasajeros. De vuelta al escenario el maestro José Barros me habló cerca del oído, repentizó paternal sentimiento que llevaba sin aplicar desde hacía horas, tocándome el hombro insistió. -Acoge nuestra ayuda libre de compromiso, ¡burro!, no deseamos ninguna escama de tu pez. Tenía yo a la sazón cosas tan horribles en pensar que, contenido en la protección del egoísta rechacé el apoyo. Y para rematar, eliminada desinteresada propuesta a tientas busqué el borde para sentarme, dada la proximidad del objetivo deduje que ambos peleábamos por separado. El pez por su vida y yo por saciar el apetito. Equivocado en mis cálculos una que otra suposición me obligó incorporarme a la disputa. De una vez por todas advierto, reticente al paralelismo y parado en la proa la cuerda viraba de un lado a otro, resuelto a inocularme su angustia el pez hacía su rúbrica al recogerla y extenderla. Yo fecundado de crueldad respiraba ofuscado, repetía la exhalación de un niño agitado. En una relativa calma el calambre allanó mis muñecas, las revistió de retorcijones dolorosos, propagó la sensación de retorcerse en todo el cuerpo. Buscándolo en la oscuridad apreté el brazo izquierdo para controlar la progresiva paralización, inclusive, anhelé meterlo dentro del fuego para que reaccionara, tampoco la cabeza lograba reaccionar, a la postre, en honor a una hipotética mortificación insistí despertarlo echándole bendiciones, y a la vez estremeciéndolo le decía. -Vamos amigo mío, falta poco, no me abandones en esta encrucijada, ¡despierta!, trabajemos juntos en el mismo fin. El brazo fingió ser más perezoso que de costumbre, diríase que esta pereza crecía en sustancia a expensas de mi energía. Pues pese al agotamiento físico, la crueldad estampada en mis rasgos suprimía toda piedad; prendido de algún estímulo y a su buena voluntad emigró el cansancio. A partir de ese instante, bañado en ardiente ardor aventé reveces de obscenidades con la misma agresividad que jalaba la traílla, vinculadas las extremidades temblé en una interminable tortura, ya que mi existencia apenas sostenía el sedal; anillado en los dedos exponían argollas de desposorios. A breves intervalos, advenediza en reverencial frenesí la luna sustituyó el sol. Bajo el efecto de la vibración a través del hilo descifré mensajes telegráficos que enviaba el pez, sin encabezamiento ni datos personales; solté del corazón el caos de inabordables traducciones, vadeando aguas turbulentas pendiente de mis respuestas, imprimió tremendo argumento: -Penetrado en tu conciencia, supones que soy presa fácil, -apuntó en tono de chillidos desesperados de pájaros enjaulados. -Vives en medio de una sociedad cruel, desprecio al hombre, ignorante que desconoce su origen, codicioso, vanidoso, depreciable, preserva el delito de la traición y el perjurio, desconoce el puerto hacia dónde avanza, apoyado en principios materiales de la oferta y la demanda destruye su reino natural. A pesar de esa rivalidad teníamos que estar aferrados al mismo habitad, el agua. Y arrojando de modo literal a mis manos tal señalamiento para llevarla a buen puerto, emergió de la profundidad a través de la cuerda una luz veloz de ironía, revestida con escamas de pescado. Agitada mi cabeza en un arrebato de incredulidad, más la punzante acusación indujo aflojar la línea. Mencionando el nombre de todos los santos, me chanté el guante y adopté la condición de anfitrión de esas máximas. Él amante del idealismo, preparado para hacer conocer su sabiduría, aquel discurso implantó los latidos del corazón en mis oídos; ablandado de golpe esperé alguna reacción y poseído de creciente soberbia desafié: -¡Acepto tu reto! -invadido por una furia de aniquilación reclamé a voces. -Vamos, olvídate del hombre, sigo sus antiguas huellas y hasta más… inclusive en ocasiones acaricio la tentación de asesinar, y robar. Ahumado de rebeldía fumo marihuana, me emborracho, engaño, ratifico mis bajezas al frecuentar prostíbulos, igual que las personas que me rodean practico la codicia, irradia nuestra esencia humana, pertenezco al vago mundo; descendiente del reino animal celebro el espectáculo de la selección natural, el resto es cruel, infectado de malevolencia hoy tu destino depende de esta cuerda, en cualquier suspiro te alcanzará la precisión y la barbarie de un predador hambriento, quiero que sepas algo importante, incluido en mis motivos religiosos, cada domingo limpio techos de iglesias, donde no diferencio al pecador del arrepentido, ja, ja, ja… La decantación que produjo estos pensamientos, compensó la creencia de que tales ideas parecían lúcidas e inteligentes, propias o no, al despedazarse estas opiniones en el cerebro hice visera con la mano, y acerqué los ojos al agua, zambullí el rostro atalayando al enemigo para sorprenderlo, estiré el cuello igual que gallina al beber agua, y buceé escaso instante en la oscuridad total, asomado a la oscuridad total mi cabeza no funcionaba bien, jamás funciona bien, jamás funcionará bien, desde mi punto de vista pregunté, cómo anfibias criaturas ven en la penumbra absoluta, y sólo por una razón, medio incorporado disolví la interrogación por temerles a los espectros del agua. Ahora con los dientes fuera de los labios apreté más el cordón, repuntaron las fuerzas que amenazaron irse, regadas en la unidad acoplaron el fin, pegadas a las auténticas agallas de la constancia, atrapar bello pez que destelló adelante el lomo plateado, a plena marcha delineó un escurridizo fantasma fluvial; por lo cual, transponían las olas el borde de la piragua y gruñían coléricas. Producto de un momentáneo estado de alerta total, clavé sobre él la ferocidad palenquera de unos ojos de langostinos, negros, redondos y abultados. En una sensación que nadie escuchaba, intervenido por la rudeza quise saltar sobre el lomo, atrofiar sus músculos en un desafío provocador con mis puños que, significaban una belicosa tortura. A simple vista nadaba a diez metros de distancia, resuelto a ejecutar lo peor, dentro de mí hablaba otra persona, mascando un pedazo de ese pescado frito sufrí recrear la espina de que escapara. Al parecer, la discusión volvió a reanudarse en la ciénaga de Zapatosa, buscaba aturdirme con elucubraciones estériles. Muy bien hecha por Dios esa laguna describía un hexágono oscuro parchado de estrellas, surgían luces titilantes de luciérnagas desde cualquier rincón de la tinieblas que arropaban el lago, expuesto al noble abanico del viento, brindó la impresión que la piragua hendía el cielo estrellado. El sábalo cual perro rabioso templó la cuerda al sumergirse en la profundidad del espejo tiznado, por robusta que fuera, dio la impresión que la canoa navegara con una leve inclinación que la tornó misteriosa, de intervalo en intervalo calcó círculos cual antojo. Por encima de la necesidad de subsistir, a su ritmo pulmonar descarriló la sonrisa de asolapado humano que oculta un secreto, aterido y burlesco coaccionó: -Te resiste a la despedida más allá de tus normales recursos bélicos, practicas el mal y la violencia igual a los de tu especie, acomodado a difundir respuestas predecibles de la economía, toma apuntes de esto pedazo de bruto, ya que tu depredación es tal que otros seres te reprochan existir,- y provisto de un poder de representación gritó. -¡Los sobrantes de tu sombra alimentan más que mi carne!, existen ideales que no nutren pero alimentan más que cualquier bocado, esto que acabo de afirmar el hombre lo aprende demasiado tarde. Atrapado por la red del ocaso, buscó títulos, premios y recompensas. En el comienzo del final amaestró el tiempo en senderos científicos, reúnen todas las características de un espejismo…trocado en tales teorías jamás romperá la ligadura de la muerte, intangibles orillas del más allá siempre lo están esperando. Y es que, a pesar de agotar sus reservas de aire para ejercer el don de la palabra, no hay que ignorar tanta sabiduría acumulada en sus juicios de opiniones. Tras un momento que pareció eterno, empenachado de sudor abulté la frente de arrugas, sometido a tal humillación aquellos nítidos conceptos daban vueltas en mi cabeza. Poco antes del alba, condenado a la destrucción certifiqué una decaída torpeza, consumido en llamas de ira para disminuir la tensión cedí yardas del cordel meneando el rabo del ignorante al viento: recordando, esperando, froté la mano ensangrentada en la franela podrida de sudores lejanos. Dispuesto a ocupar la parte que me tocaba en la partida, reuní en un yunque de hierro mi voluntad, para rebatir esas frases profundas repiqué a través de la cuerda. -A diestra y siniestra insistes en convencerme de la inutilidad de esta guerra. A juzgar por tus expresiones, quieres romper el cántaro de mis ilusiones, y junto a él, el de mis esperanzas. Descargaré con este puño cerrado certeros golpes que aplastarán tus agallas. Y sin cierto propósito, disfruto descartar la retórica de tus máximas; increíble, el hambre y la desgracia nos unió, sólo en tu carne está mi redención, ya que mi dicha depende de tu infortunio, el cual llegará al agotarse el aire de tus branquias. Si por allí iban nuestras reflexiones, sin duda: los conceptos tan duros y tristes sólo podían interpretarse situándolos dentro de un contexto mucho más amplio y complejo que yo no era capaz de imaginar de modo fácil y que no sólo incluía a las del sábalo. Yo enfundado en algo asqueroso sólo convenía esperar, atrincherado tras la proa descarté lanzar la esperanza en la piedad. En fin, por más que uno cuente y cuente y por más que uno memorice y memorice tenía que actuar; más expeditivo que de costumbre, ensillado de soberbia jalé el nylon, revuelto en glotona elección, confiado que jugosa carne llenaría el armario del estómago, aderezada con arroz de coco y engullir suculentas comidas, en vano él buscó mi amistad para obtener la libertad. A su memoria elegí el más bello entre los nombres, El Rey del Pantano, exorbitante, así todavía lo imagino, dada la integridad de su naturaleza me provocaba asombro. Y por tanto, despojado de escrúpulos evité el arrepentimiento que nos conduce al fuego del infierno; para colmo de males, tal quietud me llevó a suponer que roía la cuerda para escapar. Aterradora incitación de conquistarlo no lo convenció de que el débil al rendirse obtiene más posibilidades de salvarse frente a un enemigo poderoso, y moviendo la cabeza en sentido negativo grité. -¡Infeliz, te rehúsas a colmar mis necesidades! La carencia de fuerzas vitales me impedían ocultar la apariencia famélica, autorizado para entrar en su presencia escogí la oportunidad de actuar, previsto y temido sujeté el remo, despacito orillé la piragua en un remanso de las playas de amores en Chimichagua; corría un importante segmento del tiempo en que tocaba escoger, dadas las circunstancias, establecer el final del pleito, embarcado o en la punta de una playa. Es probable, en la actualidad, ese lugar no siga siendo el mismo, donde miles de cigüeñas, garzas, patos cucharos y otras aves zancudas que cubrían los márgenes fangosos interrumpieron su desayuno para observar de manera nerviosa el final del pleito. Manchado de una procesión de sombras de árboles que ascendían salté a la corriente, el sábalo aunado a la subsistencia, bregó encajonar amparo en aguas profundas. Volaba el cielo muy alto, y la aurora regaba lamparones rosados en su superficie curva, ninguno de los dos cedía el uno frente al otro, tanteando el terreno deslicé la cuerda tras gregarios hombros; rodeado de copas de ceibas, de árboles diminutos, siluetas de cerros azulinos, variedad de trinar de pájaros, además vaciado el ruido vivo de insectos nerviosos y el coro de sapos, amenizaban el concierto mortuorio del desenlace de este drama. A esa hora, entre la resistencia secreta de la naturaleza, quitándose la sal del bautizo de nuevo apeló a su elocuencia. -Antes de agredirme ten compasión de mí, por los clavos de Cristo me inspiras pavor: busca lo duradero que te beneficie siempre, en cualquier caso, la sabiduría, te defiende en la desgracia, neutraliza la angustia, el miedo, omitirás los sucesos trágicos del ayer que te apesadumbran. En cuanto a mí, me figuró soportar la carnicería humana, al no burlar el destino dominaré el dolor. Estoy frito, siendo todo inútil, inducido a esta mayor desilusión, blandiendo una cruz ratifico, cada veneno tiene su antídoto, negado el perdón mi tamaño romperá tu estómago, observa el agua, cualquiera de esos peces gordos que nadan ofrecen su carne a cambio de mi libertad; vestido de nieve agoté los medios pacíficos a mi alcance y la paciencia, debo anticiparte, el hombre ni revestido de santo católico encontrará la luz que lo conduzca al cielo. Me temblaban los brazos y las piernas pero no sabía si la fuente de mi codicia estaba en dicho pez cuyos dientes los percibía a la distancia. Al estar en las aguas, el poder de la luz del sol me segó al principio, pero al cabo de unos segundos divisé estar asediado de mariposas matutinas y me interné más en la ciénaga, rodeado de tarullas y bagres hostiles que mordían mis costillas, atraídos por la venganza jugaban a devorarme. En mis estrechas arterias corría la corriente de un río caudaloso que abultaba las venas. Apisonados de conjeturas los testigos velaban; empapado en agua dulce respondí: -Si bien cabe el enredo por el enredo de tus ideas en sí, buscas allanar tus dificultades y el fin que persigues me colma de desesperanzas. Tú sabes que mis temores mortales no hacen caso a la razón, no aceptan ningún consuelo, ¿no será esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo sanguinario de la selección natural? Pintado de amarillo desoiré tus argumentos, declárate vencido y ahorraremos molestias y evitarás que te aplique el más severo castigo, prometo una muerte indolora y digna de un rey, te juro por el almanaque brístol, prolongaré tu existencia en mis recuerdos, puesto que lleno de miseria no pisaré el puerto con las manos vacías, anotándote en las páginas de mis triunfos te comeré con alegría. Y al decir esto, elevado a posición de verdugo halé la cuerda muy despacio, comprometido en tan horrenda carnicería pesquera, imaginé repudiables masacres de ballenas, yo hasta pensé eso, eso tampoco me importó; mientras el mundo seguía rodando, temeroso de provocar el arrebato del sábalo, convertido en mi punto de referencia gané la orilla, a medida que avanzaba mis pasos propagaron hondas resonancias, inquietas olas alargaron el serpenteo, a sabiendas que el hombre sólo es paisaje efímero y garante de la crueldad del lugar. Muy cerca del objetivo, yo revelaba en el semblante una admiración, un entusiasmo, una plenitud de emociones, tal posesión, en fin, de mi propio espíritu, calcaba un vencedor próximo a festejar. Y escurría ese cordel con las manos lastimosas de sangre, avaro de piedad saboreaba el bagazo de la sangre más que el de mi sed que, clavaba un puñal en mi garganta y parecía que alguien lo revolviera, atiborrado de reflexiones recreé para mis adentros. -Saciada la gula vendo el resto de jugosas carnes, sanguinaria utilidad invertirlas en ropas, frecuentar el burdel de nombre El Gentil, emborracharme, divulgar la doctrina del alcohol, amar fogosas mujeres, dormir en confortable hotel para evitar el olor a muerte que encierra el depósito de pescado rancio en el cual vivo. En medio de la neblina continuaron las olas que iban a morir en la playa. Extinguido el ímpetu de El Rey del Pantano sin demasiado apremio aumenté el volumen del esfuerzo; bandadas de gaviotas graznaban hambrientas, sus sombras saltarineaban en la llanura del lago, exigían con mayor exigencia alimentarse que yo. Tratándose de un imposible emergió el guerrero acuático entre dos aguas, esparcía en el aire desagradable olor aceitoso, de vez en vez, las nubes ajustaron moños de barbas blancas precipitadas a la ciénaga. En este decisivo instante santiguándome contra mi voluntad y conducido por la mano sanguinaria de un asesino calibré la cabeza del animal, desprovista de toda protección oscilaba de derecha a izquierda, a la par fustigaba letal cola, tan bello y atormentado al extremo que derramó lágrimas. Tras una vida gloriosa en la ciénaga inflaba de aire sus agallas expulsándolo con estrépito de inmediato, espabilando en sus ojos que venían de muy lejos, tenían un no sé qué de mártir y de santo, cada vez más cerca, bruceaba el rechinar siniestro de sus dientes, preparado para asesinar ignoré los reproches que me dirigía, más bien parecían llamados de auxilio. Cuando ya empezaba a celebrar el logro de mis esperanzas, el pez arrebatado de su reino acuático insistió en pelear. Cual si mi constancia mereciera el triunfo, enmelado hasta las orejas sonreí dichoso. Centenas de gaviotas rivalizaron por beberse la sangre, y allá, luciente en cambiantes matices estrenó en sus pupilas una sonrisa burlona, y al fin, listo a concretar mi propósito en la punta de playa sucedió lo inesperado. A mi juicio, afianzado en mis dominios atesé con movimientos de tenazas de cangrejo y rompí la cuerda, incluido entre los desgraciados del capitalismo solté el sedal destruido, huérfano de otra herramienta grité suspendido de los cabellos; condenado a sucumbir en el fracaso recordé mi pobreza, importándome las plegarias católicas, judías, reformistas, budistas o musulmanas un pito, moría con el corazón despedazado, viendo un pez poderoso fulguró en mis facciones la frustración y el espanto. El sábalo chapoteando en olas desiguales bregaba escabullirse, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, azotaba el agua con aletas y cola, arropado por el manto de agua saturó el espacio con sordos gruñidos, de tal modo que en virtud de sus sabias reflexiones aspiró ensanchar los límites de su existencia. Poseído de rabia de huracán que atronaban mis oídos, arrancando a sacudidas rápidas hendía la corriente de manera ruidosa, medio loco de rabia elevó olas, amontonó gigantesco remolino de crines blancas y risadas. Al tenerlo tan cerca permanecí ciego dentro de un violento abrazo de espumas y salpicaduras. Dispuesto a morir antes de ser vencido, atragantado, sin saliva, la boca seca, inspirado en la persecución, catapultado con un salto vertical trepé su lomo, encaramado a modo de jinete alcancé resbalosa aleta dorsal, pasando de la expresión de espanto a la de carnicero luché por contenerlo, sin soltar suspiros propiné puñetazos que desgarraron miles de escamas. Yo bañado por olas reñía contra mi ocaso, insensible a las heridas encogía la espina dorsal, apresurado por mudar de escamas ejecutó series de saltos mortales, juntos volamos de distancia en distancia. El soberado herido lanzaba alaridos salvajes; sin audacia, azuzado por el instinto de conservación olfateó aguas más profundas, ¡si todo aquello, si todo esto fuese un sueño! El pez no me asesta un bofetón con la cola que estancó un confuso tropel en el cerebro donde me recalcó: -Te convencerás poco a poco que el humano vive un conflicto de conciencia y su propia historia, lo pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese Dios Todopoderoso, cuyo santo nombre jamás desaparece de los labios de los llamados creyentes, pareciera que no tuvieran fe en sí mismo y no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido… ¡ Por algo más que lea la biblia, en vez de ir a un psiquiatra o servir al prójimo!...Y digo esto del psiquiatra, porque, supongo que la conciencia figura ya en los tratados del psicoanálisis, y todo ello significa la cuenta con Dios. A cierta distancia, los ojos casi familiares del Rey del Pantano brillaban triunfantes; su casi familiar boca expuso una sonrisa donde me ofreció una irónica referencia, y sus palabras escupían una sustancia idéntica al desprecio, una sustancia fermentada de verdades, similar a un betún de aceite que lo impermeabilizaba por dentro y por fuera. Yo sólo alcancé a deducir, ¡Qué seguridad de juicio! ¡Qué conocimiento tan profundo del corazón humano! En cuanto al conflicto, el rival, al ser absorbido por el vientre del pantano renuncié a la persecución, vencido, por primera vez deseé la muerte y esquivé hilvanar la realidad. Roto el cántaro de ilusiones extraña pesadez oprimía el estómago, ahora me ves flaco, esto es obra del esfuerzo y la mala alimentación, por eso, a rastras, rayado en cólera caí de bruces en la arena. A la altura de la magnífica perfección de la torpeza y esclavo de la terquedad gemía jubilado de mis fuerzas, sin que ninguna circunstancia arrojara luz a mi desgracia. La recriminación mental latía autorizada para derramar en vivo alegato la lechera condena, equivocado de enemigo, poco a poco empuñé furioso la arena, escapó una oportunidad que muy difícil vuelve, -apunté-. Culpa de rechazar el apoyo desinteresado de voluntarios paisanos, admití que venía el tormento. A sabiendas que el carácter de cualquier calamidad altera la imaginación, asomado a la ventana del arrepentimiento observé el tamaño de la aflicción que incitó a renovar la insistencia, entonces, ahogado en sollozos acaté la santísima voluntad del guardián del lago, Mohán rivereño que no lo ensoberbece el triunfo ni lo confunde la derrota. En atinado goteo de consejos ambos hombres me ayudaron a levantar. Joselito Barros amarrando una pañoleta floreada en su cuello y con voz temblorosa manifestó: -No permitas que las culpas te mancillen, existen sabios hombres, no saben dominar sus pasiones, defectos de que adolece el humano, le impiden alcanzar el éxito, sacúdete de ese grave error en el que caíste, te librarás del error y sus graves implicaciones. Lejos de conservar intacto el espíritu del optimismo jadeaba con facciones desencajadas, enfocado por estremecido resplandor del sol, invadía mi ser el sentimiento timorato de la perdida, y…y…cogido de manos formando espuma tragué saliva de hambriento que acumulé en la boca, así apagué largo rato la exaltación; saturado de contracciones nerviosas chorreaban hilillos de sangre de mis puños, condujo a la imaginación de verme oficiar oraciones de réquiem sobre mis despojos. Una vez disipada ésta visión, el efecto producido me hizo poner cejas desesperadas y contesté. -Es posible que todo lo soñé, ya lo ven, supuse que la realidad de la noche proporciona el sueño, atraído por la fantasía de soñar, no todos tenemos acceso a cristalizar el sueño, por escaparse de las manos los beneficios del sueño. Está bien, no tengo la intención de detener el relato, dada que mi conciencia, absorbida en absoluto por una idea fija que no me dejaba percatar de otras cosas, llenando el corazón de honda tristeza yo no existía para el mundo. A su estilo kamikaze, pescaban sobre la ciénaga las gaviotas. El ejemplo de su constancia sirvió para atenuar la compasión de la pena que llevo conmigo. Ajustado a las condiciones, era evidente que abrigaba cierto propósito y hasta las esperanzas renacían. Redefinida tal situación, removiendo la hojarasca de esta aventura salieron desperezándose, debajo de varios arbustos once bogas fornidos con el pecho desnudo, transportaban en hombros sacos inflados de patillas y debajo el brazo descollantes remos; exhibían cabellos trenzados tapados por sombreros vueltiaos, estiraban franelas azules pringadas de estrellas. El olor a ciénaga reavivó las angustias del pleito frente al pez. Ellos encaramados en la canoa matizaron un conjunto de cielos estrellados contra sus dorsos, sentados en los bordes empuñaron con fuerza y hundieron los cortos y anchos canaletes, listos a poner en movimiento la piragua, quizá estaban esperando que sonase la detonación que le sirviese de pistoletazo para partir. Luego me detuve, meditativo, reintegrado a la normalidad me ofrecí remplazar el boga ausente, ésta y única vez, electrizando el embobinado de músculos azotamos de manera rítmica el agua y emprendimos el retorno. Cada vez que me inclinaba para hundir el canalete sentía el constante dolor del cansancio en la espalda. Guillermo Cubillos en la proa indicaba el cauce profundo, infatigable lobo de agua dulce mantuvo la punta recta en la desembocadura del río Cesar que vierte su corriente en el caudaloso Magdalena, cuyo cause inquieto, inestable, traidor, parecía parte del remolino de dificultades que enfrentaría más adelante. El maestro Joselito Barros, atornillado a la banqueta divisaba el horizonte. Adelante surgía un litoral pantanoso en lontananza. El músico engullido en una corriente apacible de aire, recordó despechado poema que escribió el remero ausente, dedicado a una pena de amor; eslabonada a la leyenda del totumo de oro luminoso que florece en noches de verano, detalló. -El individuo que sustrae el coto del árbol jamás consigue desencantarse del hechizo y todas sus reacciones lo condenan a vagar a través de las ciénagas del hemisferio. No lo duden, para volver en sí tiene que devolver el fruto, de lo contrario, vagará sin rumbo y cumplirá disposiciones de las fuerzas invisibles del Mohán. Comentan pescadores bolivianos, desde hace unos meses el boga por robar un totumo deambula en el lago Titicaca, huesudo y tostado por el sol, su nombre, Francisco José El romántico Valdés Royero. Navegamos dos kilómetros, tal vez tres, apenas de manera imperfecta podía medir el recorrido, cuando, el maestro, de modo espontáneo, atestado de la inspiración del romántico, a ritmo de tango cumbiambero cantó. TOTUMOS LUMINOSOS Florecidos totumos, sus flores son moradas, frutos luminosos en cotos, con nostalgia ruedan al azar, marchitos y podridos, pronto van germinar. Morada flor de ciénagas, en la noche resplandeces, decorada con luciérnagas, zumbidos que me entristece, ¡Me voy a pescar¡ Lamentos de bogas, atarrayas enredadas en luceros, con la boca abierta lanzada al vuelo, la oscuridad quieren devorar, en coros acoplan sus lamentos. Llorando y angustiado navego en un altar de Dios, clamando en silencio, le pido otra ilusión, para olvidar un ingrato amor. Germinaron los cotos, débil y con esperanza, mi tristeza los consintió. Adiós mi eterna sirena amada, otra llevo anclada en el alma. A media que la piragua avanzaba igual que fecha en el agua, nutrida de rebaños de nubes la mañana pujó encapotarse de lluvia, la mayor parte del viaje el río ofrecía tentadoras distracciones, al compás de la respiración remamos, y cada uno en silencio, a lo lejos ya brillaba la arteria de agua dulce, partícipes del itinerario corrían despavoridos los peces por la ilimitada corriente del Magdalena, todos a la vez, ejecutaban una lluvia de plata y volvían a zambullirse de un chapuzón, perseguidos por los remos con tanta velocidad que a veces saltaban adentro de la piragua. Precipitadas a las aguas raíces entrelazadas de ceibas en las orillas, servían de playas a los reptiles y sus copas sonaban acordes al viento fluvial encajonado en el valle. Venido de Dios o del diablo, me acosó el deseo de divisar el titánico pez que escapó, gracias a mi autodominio de canalla escudriñé las olas del caudaloso, poseído ya de un miedo franco y declarado no obtuve ningún rastro del prófugo. Reconvertido de algún modo, sin necesidad de pruebas estaba recostado a la pobreza y transfigurado en miseria navegaba en la propulsión del tiempo servido. Dicho sea de paso, hundido en una fiebre vegetal aguanté el ardor de mis heridas, la sangre manaba escandalosa, humedecía retazos de la camiseta podrida. A una temperatura de 40 grados, asaltado por ideas paralelas opté acaparar los aluviones de una persona fracasada, pretexto que acogí para recapacitar, volando hacia el futuro y en complexión apopléjica replanté este compromiso. Dependiendo del obstáculo no flaquear ante la adversidad por detectar tantos errores de bulto; resuelta esta ecuación de primer grado ajusté las vendas y esquivé más reflexiones para impedir a través de las manos un derrame cerebral, cundido de rabia anhelaba dormir en el cuarto apestado de muerte y acampar a mis anchas. Una vez, por la tarde, maltratados de cansancio pisamos el puerto con el sol a las espaldas, meneando la cola me esperaba Argos, el perro de ladrido nasal, reclutador de pulgas resistía vientre perezoso, mendigando, sucio, asqueroso, sin audacia, advertía la inutilidad de bañarlo; recrudecida la fatiga del viaje, el maestro Barros invitó a saborear helados en la refresquería La gloria, situada transversal a la iglesia de la Candelaria, sitio predilecto del compositor que le inspiró gallardas canciones hilando los arreboles rivereños. Al percibir los pasos de la noche tenebrosa que llegaba, dando por descontada necesarias curaciones me despedí. El camino hacia la pesquera me pareció largo, sin duda, la necesidad de aplacar la desconfianza del patrón, de una forma religiosa usé la entereza palenquera para explicar el motivo de abrupta ausencia, después de una conversación llena de movimientos de cabezas, de manos y labios apretados, en cuestión de tres minutos, sin volverse hacia mí y sin escuchar lo que yo le decía. Pensé asustado, ¿qué va a pasar ahora?, ¿cómo terminará todo esto?, ¿me enviará a la puta mierda? El señor Piña de improviso partió en dirección del puerto, eso fue cosa de segundos, borrando mis propias huellas cerré el local, macizas bisagras del portón reproducían el chirrido de tapa de ataúd, emanaban algo misterioso que rascaban los oídos, trucado de inquilino capté el olor a tumba viendo las torres de cabezas de bagres saladas cerca de la hamaca. Mezclado en la prueba tan repulsiva de la muerte y del comercio concilié el sueño confiado en recuperar energías, de una manera o de otra, retomar la rutina separado del remordimiento. Dentro del sueño, donde no existe diferencia del ser o no ser, no siendo vida, menos ausencia de vida, nuestras voces, tanto la del Rey del Pantano igual que la mía, bien pudieron ser bendecidas por los dioses africanos, y encerrado en un cuerpo muerto excavé en los sueños ventajosos hechos. En una combinación de golpes, mordisco, madrazos y emboscado en la sombra de la noche lleno de arrojo maté el pez. A partir de la fuerza del más allá alteré las normas del Olimpo, tras leve error de Morfeo conquisté el trofeo del sábalo. No lejos de mí vi a la de los ojos grandes del sábalo que, asqueado de comer su carne, vestido con roquete de escamas violáceas yo olía la sangre, por lo tanto, habitante de los mundos, allá en Saturno, en Júpiter, o aquí en la tierra, cara a cara desafié la enfermedad mental. Yo esparcía una fina sensación de lujo y de buen gusto, enchufado a la red del estómago, bailaba cumbia de un lado a otro, por el escarnio, por la farsa, por la llenura, sentía la fermentación vívida de la saliva, al mismo tiempo me tapé la nariz para evitar olores nauseabundos, provenían de dicho atuendo; mientras la música de las esferas rodaban y resonaban con mayor estruendo de espacio en espacio, yo gozaba en ese instante de alegría, convencido de que en la vida real mi alma estaba más alejada de mí que la muerte, y por la correlación misteriosa entre la luna y el sol aparecí reflejado en un espejo…acaso, más tarde, varias veces me hizo sentir con mayor fuerza la intensidad del asco. Abarcando parte del pueblo, yo huía de enjambres de verdes moscas peludas que zumbaban terribles. Sólo cuando el campanario de la iglesia de la Candelaria asomó sobre los techos enderecé mi rumbo, antes tuve que desandar algunos callejones sin salida hasta llegar a la plaza de Almotacén que prestó su arquitectura a tremenda carrera. Ya las moscas me conocían, sea lo que sea, que a lo mejor sería algo peor, moderador de las fuerzas en conflictos interrumpí el asedio en la orilla del río. Y este descanso me presto un nuevo aliento para percibir que nimbado por un vapor que quizá lo ocasionase la transpiración de muertos que seguían pudriéndose bajo la tierra. A raíz de varios motivos, inoperante en destruir las aberraciones groseras e ineptas que impregnaban el cerebro, mantenía el pelo rizado y ojos peligrosos, faltaba algo más, en rápida mezcla de luces, otro olor agrio de cadáveres que flotaban agua abajo acordonó la zona, sus ánimas flamígeras intentaban espantar los buitres que picoteaban sus cuerpos. Al no oír gritar a ninguna de ellas hice el inventario de cadáveres y privado de la libertad de aspirar aire puro entré en pánico. Hacia una verdadera exasperación, padeciendo una muerte en cruz por las culpas ajenas y despojado del reino de los espejos palpé los pies hinchados que me impedían correr, y con efecto, ajustado a las condiciones, resulté encriptado en inmensa botella de vino color sangre, cristalizó la bóveda de una iglesia, contenido en preguntas no aguanté más, comprometidas las vísceras presentí la náusea, caían sobre la frente gotas de agua salada de gótico corcho idéntico a un vitral. Afuera, resplandecía el caudal del río sanguinolento, a un mundo de distancia observé al maestro Barros degustar una cerveza helada y rasgueaba la guitarra bajo el toldo en un balcón, brillaba por su ausencia Guillermo Cubillos más los once bogas; esas gotas de agua carecían de solidez, tenían peso, un peso que me aplastaba. El líquido fluía entre mis dedos, no sé cómo y ni por qué, destrocé en repente ataque de furia el envase, de una corrí hacia el compositor, afuera y adentro, al mismo tiempo en veloz incursión hurté la bebida, entre paroxismo y paroxismo, mediante algún imán invisible en cámara lenta la botella recobrando su estado original de nuevo me succionó. Más presuntuoso que honrado, sensible al aroma del licor lo bebí de un sorbo, retrasado del itinerario estomacal somaticé la repugnancia, paso a paso me desnudé tirando las escamas contra el fondo grueso del envase, reacio a repetir la operación. Eso sí que estuvo bien, el paréntesis etílico duró poco. Ojo, en la vida real por lo general a las tres de la mañana estoy despierto porque me cuesta dormir, y en esta madruga el reloj marca las tres de la madrugada, yo estoy dormido pero mi alma estaba vagando en otras dimensiones. Al subestimar la realidad del sueño, inducido por fuerzas maléficas de La llorona loca de Tamalameque, ingerí la cerveza inagotable, pirateado por la borrachera brotó el vómito asqueroso, emanación de una pesadilla que acontecía en la quinta dimensión, contra mi voluntad insistí engullir el líquido, dentro de factores entrópicos otra vez explotó el vómito, luego un tercero, tan abundantes ambos que casi me dejan sin sangre en las venas, agarrado de mis manos boté hasta los trastos de la entrada de mi alma. Amebas fantasmas en una avanzada de rebelión, fundidas al cristal hacían sonar las cornetas ruidosas de la indigestión que presagiaba un cólico mortal. Afianzado a los cables de la resistencia llenaba el recipiente con mis residuos, subía, subía, subía el nivel, implicó el riesgo de ahogarme, sometido a infernal martirio la evocación del profeta Jonás me trasladó al estómago de la ballena. Más que nada por asociación de imágenes y procesos fantasmagóricos, estaba rodeado de infinita sucesión de monjes medievales, horrorosos y repulsivos y por ronquidos siniestros de peces moribundos, flotaban en descomposición y desprendían vapores mefíticos. Pese del apocalíptico escarnio, vinculado al ritmo de tamboras no cesaba de beber y ahogándome con mis propios vómitos, desenterré no sé de dónde la vena de mi voluntad, removió el cielo y la tierra y con los nervios avivados desperté en posición fetal. Entre esos muros, en ese cuarto que hedía a mortecina, asomado a la puerta de la muerte expulsé sin espasmos un líquido cenagoso, mezclaba la cerveza y mis jugos gástricos; todo a todo, rocié bultos de pescados con esa sustancia fétida que hacía gemir en el pecho una queja abrumadora. En aquel rincón más lejano, apartando el sueño de los párpados, reaccioné demasiado tarde para atajar Niágara expectoración. ¡Qué pesadilla horrible! Ahogándome entre mis desechos, son registros de misteriosas referencias de lo que hoy narro. Acaso ¿existe algo en común entre la esperanza y yo? Y de verdad, aislado de la sociedad no ahueco escondrijo, jalado por una sinrazón interna a universos gaseosos, imprimen la autodestrucción. Admito que, sin prestar atención a los presentimientos de mi consciencia, para mí todo parece igual, mejor dicho, soy otro ladrillo en la pared: el caso es que, abstraído de cuanto me rodea albergo motivos para dejar de existir, claro, para darle vuelta a etéreo combate, debo convertir una derrota segura en una victoria; al no estar preparado para amortiguar las consecuencias de tal adicción, malgasté el dinero y la dignidad, cegado por el despilfarro, salpicado con sellos de cenizas usé grotescas máscaras. Lejos de esperar algo del mundo, embozado de rebeldía descarté consejos ajenos, por consiguiente, rehén del vicio evito responder preguntas a los periodistas interesados en elaborar un minucioso compendio de mi mortal tragedia. El protagonista guardó un instante de silencio, durante el cual su inquisidora mirada parecía querer leer dentro de la cabeza mis intenciones. De verdad, en esta ocasión experimenté otra vez el sobrecogedor desarrollo hacia una entereza y resolución inimaginable de cambio del protagonista. Trenzados algunos pálidos segundos, Pambelé advirtió la fugaz sensación de acariciar la solución al alcance de su mano, admitía algún tipo de esperanzas, caminaba hacia su destino para darle curso al fuego que le devora el espíritu, medio desconfiado arrojó el recipiente vacío del café lejos del botín. Su rabiosa positividad lo motivó prolongar eternos suspiros la interrupción del relato. A kilómetros de la parafernalia de racionalismo, un devastador corto circuito de su conciencia lo estrechó; elemento torturador que ajustó reacias neuronas, ocasión precisa que aproveché para refrescar el tema, convergido en oscura hipérbola enlazó la sombra del recuerdo. -A punto de ebullición adormecí las tentaciones, cansado y miserable recorría el centro atestado de comercio. El sol regaba el ambiente de una feria pueblerina, las calles vecinas atascadas de carretillas y automóviles, rodaban los rechinantes carros de vendedores de guarapos, de helados, y los pedazos del pavimento levantados mostraban la carne del planeta; enormes pick-up estrepitosos en puertas de cantinas competían por apoderarse de los despechados, sonaban rancheras, y vallenatos que referían desgracias, arrepentimientos, juramentos, rasgados con ruidos atmosféricos de la aguja, vísperas del festival folclórico de la cumbia. Ahí y allá, mujeres elegantes cogidas de brazos de sus esposos entraban y salían de almacenes, acumulaban en sus ropas seductoras fragancias francesas, exponían el aire enigmático de oligarcas, alejados de la pobreza que rara vez conocen, inmemorables a las estipuladas exigencias de la moda. Antes de que apretara el calor, por la imperiosa necesidad de andar, tremendo caos de visitantes surgía de tiendas de carpas sicodélicas, estampaban sobre el suelo manchas de colores, rodeados de secretismo comerciantes propagaban el diálogo con sus clientes; igual que todos los días, merodeaba el tumulto el desdentado loco apodado Takán, relleno de apócrifos apellidos guiñaba ojos prominentes, obsesivo en asustar a los niños, delante de ellos abría el abrigo mugriento en abanico para remedar un murciélago; flaco y cabezón, de aspecto maligno, embutido en botas pantaneras y desastrada gabardina le caía a los talones, calvo de barbas desgreñadas, apercollado de sucia camisa abotona hasta el cuello, asiduo fumador de tabaco, engullía los alimentos y fumaba a la par en fondas del puerto. Al penetrar al lugar de esta escena vemos que, Takán con los puños crispados en ademán amenazador, mirando de modo furioso a todos y retorcida la cuerda del corazón, no desaprovechó oportunidad para repartir insultos y empujones a transeúntes, dándose la razón soltaba burlesca carcajada al agredido, enredada en bocanadas de humo. A toda carrera, destilando terror repetía la risotada penetrante y maléfica de un demonio fugado de algún calabozo del infierno; puesto que nada es sí ni No del todo, en madrugadas tempestuosas, descifró los recados de Lucifer al inclinar las orejas en cualquiera de sus axilas; hijo de pintoresca mujer llamada Justiniana Arrieta, mordía labios carnosos pintados de rojos, poseía nariz curva mal dibujada, impregnada de esencias florales, artesana de perfil altivo y disfrazada de cumbiambera vendía golosinas en forma de media luna que elaboraba. Recién graduada de bachiller y de nada, recurría a susurros desfallecientes para narrar a ingenuos campesinos, la incurable amargura que sufría al parir un retoño demente. Finalizada la letanía de lamentos, conmovidos, y sin calcular gastos adquirían la totalidad del surtido, por inesperada circunstancia sacaba por las orejas a otros vendedores de dulces en la plaza Almotacén. Yo desprovisto de temperatura en referidas ocasiones le fiaba golosinas, y de allí a pescar sin sombrero, esclavo de una obsesión en hipócrita cortesía sonreía a otros pescadores, descontento de mí recogía el saludo, al andar, exponía mejilla abultada por el enorme turrón de coco. Y acompañando la acción a las palabras, insuflado de esa ilusión que atraparía el pez, condenado a esa cadena perpetua de la semilla del hambre desgaté sofocantes tardes. Adelante, más adelante, alterné el trabajo y dos peleas adicionales que programó don Carlos Alvarado, alcalde municipal, burócrata que vestía ropas oscuras. Fácil de ubicar, ya que a su paso dejaba la fragancia de la colonia Marie Farina, todo el pueblo sabía dónde estaba, en general, él buscaba adónde esconderse; carecía de amantes, por su impronta las mujeres le huían pese de azuzar el deseo gitano de amarlas de manera discreta. La primera contienda sucedió frente a su heredero, el mudo Alvarado, demasiado parecido a su padre, para llevar en las venas elevada porción de la sangre de los Alvarados, reunió los pedazos flotantes de un boxeador. Cualquier noche, tañó el repique de campana que incendió la cohetería de mis puños, atando tres combinaciones demoledoras arriesgué dar eficaz juego de cintura, moví el tronco abajo y arriba, contundente, al compás de reflejos ficticios descargué tres tamborazos a la mandíbula, descuajado en la lona modeló ojos salidos de cause orlado en sudor polar. Al estilo vampiro, chorrillos de sangre caliente manaban del corral de dientes, decreté aquel nocaut al promediar el primer asalto. La segunda pelea, el adversario Rafael El loquillo Zambrano, lanzafuego de corralejas y antipático de cuna, afeitó barbilla puntiaguda, aficionado al fisiculturismo. Ajenos a los fanáticos que azuzaban, lazándonos aspavientos provocadores en mediocre disputa empatamos, contrario a mi apetencia sanguinaria apenas propiné hematomas en ambos pómulos. Un día de mercado, salí algo atontado por el olor a muerte del depósito de pescado, trataba de imaginar qué sería de mí y que rumbo tomarían las cosas, sentía muy bien que no estaba repuesto del escape del Rey del Pantano. Introducido en la funda del amanecer escapé al muelle fluvial de las chalupas, un sombrío presagio chuzó la almohada de mi conciencia. Allí en el Banco, Magdalena todo presagia distancia y trabajando sólo por la comida, recibía una bagatela en comparación con la excesiva responsabilidad, a tope vacilé en someterme a las humillaciones del empleador. A través de colmillos apretados refunfuñé alevosos términos que jamás escuchó el señor Piña, no obstante, conseguí ganarme su buena voluntad, separado de la idea de volver a la ciudad. Ante el halago y el respeto manifiesto de algunos comerciantes, pareja a un ascensor mi habitual timidez subía tumultuosa. A doscientos pasos del negocio, olvidado de su hediondez escudriñé un punto fijo del río Magdalena, aprendía darle tiempo al tiempo -medité- ¿será cierto que una criatura le cambia a uno la vida? A pesar que las impresiones son diferentes a la realidad ingresé a la iglesia de La candelaria, vivía bajo la influencia de sensaciones pesadas, sometido a las visiones de la ciénaga de Zapatosa oré de rodillas. Hasta aquel domingo llevaba debajo el brazo la caña de pescar, iba siempre prevenido a la pesca, a fin de pescar el sábalo; arrugado de elementos espirituales barajé la hipótesis que El Rey del Pantano buscó otras aguas más profundas, sumido en la meditación especulé qué sucedería si de nuevo pescaba el pez. Y en el instante que el cura hacía referencia al evangelio que: Si das pescado a un hombre lo alimentas durante una jornada, si le enseñas a pescar lo nutres para toda su vida. Yo atascado en propósito preconcebido me desahogué diciendo en ritmo alto varias veces. -¡Es necesario que lo pesque! ¡Es necesario que lo pesque! El sacerdote de ojos verdes y nariz de diablo con tono oficinesco me mandó a callar, a la vez, desplegó en pecadoras manos redes de tranquilidad, desde atrás un leve temblor quedó vibrando en el ambiente. Peregrinos que peregrinan en nombre de Jesucristo. El sacristán resuelto a recoger la limosna, y el cura a mezclar el agua y el vino, cuando una incontrolable turba de cristianos corría en dirección del puerto; cuyas pisadas hacían temblar los cristales de la iglesia, arrastrados por tal escándalo todos evacuamos el templo. Y nada contuvo a los feligreses, impulsados por la emoción y rendidos al fisgoneo ignoramos las represalias eclesiásticas. Pues bien, en aquel alboroto, embozado por un carácter de humo, el clérigo irritado nos tiznó las caras distantes del miércoles de cenizas. Bueno, qué podía hacer el religioso, por sacrílego que parezca, apartado del púlpito y arrebatado de su sotana, sin ánimo para finalizar la eucaristía adelantó la bendición e integró el hormiguero de banqueños, encargado de mantener el vínculo entre los humanos y Dios desnudó comulgar con el placer del chisme, sacando a relucir sus dotes de atleta especialista en cien metros planos, abastecido por alas del Espíritu Santo encabezó la cruzada. A máxima velocidad, adaptado a la desconfianza sujetaba la custodia, concentró la luz del sol sumergido en ondas celestiales. Ávido su corazón latía cual pajarito que acabaran de sacar del nido episcopal, temió que desapareciera en su ausencia, repitiéndose a sí mismo. -¡Padre Santo multiplicáis las preocupaciones, y vigiláis la custodia! A la vista de cualquiera esto codifica folclórico. Por si de pronto ignoro algo posterior, porque, diablos, lo que sucedería si de golpe Dios delinque junto a los sacerdotes en estos tiempos cambiantes. Y algo recuerdo ahora, si, expulsado de la catalepsia del aguante acabo de evocar una anécdota similar a la ingrata leyenda de la custodia de Badillo. Durante la estampida yo parecía el más desganado de todos, empapado por goteante corazonada esparcí escalofríos a través del cuerpo, arriba, merodeaba en la abertura del firmamento un pedazo de cielo plomizo. Recuperada la afluencia del tiempo, poseído de un cronómetro en la cabeza deduje, transcurría la siete de la mañana. Yo viviendo la vida de las nubes, calca un encuentro y una separación, invierno y verano, otoño y primavera, una lágrima y un adiós; acerté en católica sugestión al divisar el malecón, no sé qué vago reflejo de la vida huyó a través de los poros, esto dio lugar a un profundo cambio en mis sentimientos y en la razón. A escasos cincuenta metros, atragantado de opresión registré al loco Takán en la piragua de Guillermo Cubillos. Encerrado en el dormitorio de su demencia enseñaba el sábalo. Lejos de saber lo que significa el capricho de la suerte, ahí experimentó un placer terrible, el placer del éxito, de la victoria. Tropezando, cayendo, deslizándose, sudando, maldiciendo y enloquecido anunció arrogante proeza; ausente de su filosofía camino a la ausencia, yacía en una especie de ataúd multicolor El Rey del Pantano. Desde luego, el loco, embarcado en el peligro de la doble locura consiguió fenomenal recompensa, convertido en aliado de mi desgracia el pueblo le ofrecía incondicional bienvenida. Bajo una red espantosa de admiración y untado de todo aprecio, agolpada la gente aplaudía a rabiar, de repente surgió un grito: ¡larga locura al loco! Seguido de otros diez, de cien, de miles ¡larga locura al loco!, incluso los perros lo aclamaban con sus ladridos. Me aparte del muelle, antes arrojé la caña a la corriente y cerré los ojos para sepultar el recuerdo, devorado por los deseos escondí la cara en la pecho, impuesta la expresión de severidad de ángel extraviado me esforcé sin disuadir la envidia. A sabiendas que la envidia no tiene cura la saboreé, alcancé verme tentado por otras distracciones, por ejemplo, situado en el lugar del loco: encantar al público con huecos discursos, presidir recepciones y banquetes a nombre del pescador, desafiar el poder del Estado. Y rota la cañería del trance, expulsado del país de las maravillas descendí a la turbia pobreza. A la vista del público, la brisa del atardecer agitaba la ropa puesta a secar del vecindario; overoles azules, blusas de encajes, sábanas blanquísimas que destacaban sobre el negro piso de los patios, cubiertos de tarullas resecas. Los restos de una lancha emergían del río, al fondo, la fachada del hotel Panorama, y atada al muelle la piragua de Guillermo Cubillos. A riesgo mayor o menor, animado por percusiones extrañas cualquier tarde fumando marihuana, a Takán le describí la aventura, sentados en un banco de las proximidades del puerto, sin motivos aparentes gravó el relato, ajustado a un programa preestablecido sacó del pantalón el anzuelo y la carnada aseguró: -¡Epa, voy a meterle los dedos en la boca al rey del pantano, ayayay! Llevando en sus venas dictados de locos instintos emprendió la persecución. Y para que esto fuera prospero, tomó a una gallina callejera, ató la pata izquierda a la rama más baja de un totumo, algunos rivereños lo llaman el árbol del pescador, sembrado junto a la ropa puesta a secar y la dejó aleteando y cacareando. Un poco después, volvió al río, allanado de la demencia dio rienda suelta a tal empresa que garantizó el éxito de sus designios. De regreso al relato, profanos de prejuicios en visible admiración todos querían fotografiarse cerca al héroe, incluidos el alcalde y el sacerdote. Hoy olvidados por completo de Dios, reposan amarillentos registros en los archivos fotográfico de El universal en esa población. Por tal o cual capricho, encarecían especial interés en bañarlo, afeitarlo, vestirlo, perfumarlo, suministrarle finos tabacos, condecorarlo. Una vez finiquitada la sección fotográfica, el burgomaestre llevó a cabo la ceremonia de colgarle la medalla al mérito del pescador, siendo una realidad palpable encarnó el honor a la demencia latente, -legislé-. A causa de tantos aplausos, confabulado contra desleal adversario preferí alejarme, de manera sigilosa ingresé al cuarto que hedía a muerte, sin embargo, todo esto era similar a un preludio. Baste decir que, andando mí camino y entregado al licor crucial noche cargué la luna y las estrellas en mis espaldas. La diosa fortuna escogió la oportunidad para que yo actuara, aprendido ya de memoria el manual del fracasado no supe maniobrar la paciencia. Puesto que en la piragua o en la ciénaga de Zapatosa descarté el consejo sabio del maestro José Barros. Y desde balcones umbríos, los oligarcas creyéndome su hazmerreir, señalaban. -Allí va el palenquero alentándose en divagados proyectos que llevan el sello de su fracaso. A veces sucede de tal manera que, uno suele prestar al pensamiento ajeno la fuerza de un axioma, de un resultado confirmado por su experiencia de los hombres y de las cosas; hasta que la suma de los hechos nos lleva al pretexto de digresiones involuntarias. A raíz de tal análisis, contrariado por hirientes sátiras labré mi camino con el peso que soportaba, al cabo del semestre, conocedor de los vaivenes la brújula del destino me envió de regreso a La Heroica. Cada amanecer creía que iba a caer en un agujero y no dejaría de caer. La fiebre de las emociones del día en la noche me daba pesadillas y en ellas caía al agujero negro que yo presentía. De hecho eso sucedió. Rodeado de tantas esperanzas en el aire, sin el aliento de una palabra amiga, de una mirada, estaba en ese período perdiendo la fe en mis puños, todo esto, convirtió mi pobreza en angustia infinita y mortal zozobrara que no dejaba asterisco de reposo, a tal punto que, integré la estafa del siglo en Cartagena. Y más adelante, enterados del suceso del loco Takán. Los matarifes José Bocio y Milton Méndez propusieron el fraude de apostar en mi contra, pese de seccionarnos de que no existía ningún peligro a la vista de perder la bolsa, consecuencias, prendido al cantado error incurrí en otro gravísimo error, el cual me forzó viajar a Venezuela. Esta última lección bastó para que, apoyado en la misma ruina me levantara, conocedor de la bestia del bien y del mal, aseguro, ninguna desdicha es irremediable. Lleno de autocompasión y forrado por falsos convencionalismo que gobiernan la vida, emigré en la miseria absoluta de El Banco, Magdalena. ¡Y qué terrible al mismo tiempo! Más que ayer rugía la borrasca sobre su cabeza y cortando la tempestad del recuerdo Pambelé agregó frases sueltas, transcurría la media noche. Rasgando a su paso, los velos que cubren la intimidad escuché el carruaje de la caridad; transporta cosas que son y no son. Cansado de tanto insistir tomaba cuerpo el testimonio literario, visible en la luz y en la sombra. Sin estar implicado en tal drama deduje que el cielo castigaba sus excesos, alma de su propia conspiración en autodestruirse; ante la flaqueza de su débil voluntad desoyó la voz que la razón aconseja, burlándose de ella niega la condición de esclavo del ego. A sus años, expuesto a la estigmatización social sepulta esperanzas para curar su dignidad herida. Y sus actos esfuman el apoyo curativo de una nación. De aquí parte la fama de terco que tiene entre las gentes y arraigado en sus raíces, prefiere lamer solo las llagas, eso equivale a sufrir muerto y la muerte en este caso es un descanso, enganchado en el carruaje de la caridad divina. No es ninguna casualidad que severo en estas apreciaciones floté en una calma relativa. Contra la sutileza de algunas religiones, impulsado por la certeza de equivocarme, comprendí que sólo Dios determina nuestro final. El palenquero absuelto de culpas y en manos de sombras, soltó del carrete inacabable de anécdotas el hilo del relato, resistía en sus ojos el cielo estrellado, indagaba la veracidad de sus sensaciones. Traspuesto en visajes que absorbió su cerebro, atemperó el mágico poder de transformación que día a día perfecciona. Al ritmo de contracciones del corazón, comprometido en triturar la roca del autismo con sus pulsaciones, declaró: -La aventura de desenmascarar al Enmascarado de Plata saltó a punto de cumplirse, sólo faltaba una cosa, la confirmación del viaje internacional por parte de Ramiro Machado: dando la primicia denotó aire tutorial en insípidos gestos, golpe táctico que preparó bajo cuerda, el cual comentó una tarde en el gimnasio, prueba de su segura confianza de llegar a la meta, lapso en que desaté la ambición, sirvió para comprometer mi moral, echar tierra a malos pensamientos que terminan sepultándome. El frenesí de la carne mercenaria me introdujo hasta regiones consciente de la alegría al escuchar tal noticia, a lanzar jab de izquierda y derecha frente a los aficionados. A semejanza de otras ocasiones, exonerado de algunos malentendidos del ayer sublevado en la exaltación alrededor del ring calmé el arrebato, tenía un ego con un propósito y un destino claro y marcado. En aquel contexto mi ambición no cabía en Venezuela, dándome ánimos que escalaría la cumbre máxima del boxeo, ¡campeón mundial!, eché al cesto de la basura agravios viejos y resientes, más real que el planeta que pisamos, conservé reductos de resentimientos. Esa noche, acababa de sonar la doceava de las doce campanadas previstas de la basílica de Valencia. A efecto de justificar la emigración, arrullados por la lluvia detallé el plan de trabajo a Carlina, mi amada esposa, tolera ese pasaje del cual ni siquiera evocamos, hablándome con alarde de virgen alegó. -El hombre que fracasa pierde el sano juicio, afligido padece alucinaciones, perdiéndose en vanos proyectos. Debes clasificar en un boxeador temible y temido, interpreta que tus ambiciones estén encaminadas a la gloria, desiste de lo que te perjudica, y claro, elabora la estampa de una vida organizada por un reloj, esta clase de conducta te la das tú mismo- mirando el deterioro de nuestras cobijas adicionó. -Dame razones para sentirme orgullosa entre la gente, de lo contrario, comprobarás que no existe ganancias en la angustia y el dolor. Sospecho, el ego de tu imaginación buscará cosas desconocidas, bajo su astuto y desconcertante poder claudicarás. Víctima de los desaciertos de tu prepotencia te creerás la última Coca-Cola del desierto. Sordo, sordo, demasiado sordo, reflexión que consideré trivial, sepultándola en el amén de las tristezas del hogar. Ella tenía ojos que ven sin ver, orejas que oyen sin oír. Yo, contra el drama, a cambio, carecía de protección, sin acoger el sentido de tales recomendaciones, y, en suma, años más adelante inhalé un alcaloide con sabor a ginseng que me hizo perder la razón, en una especie de torbellino que estuvo apoderado de mí para luego lanzarme fuera de él. En ocasiones de nuevo soy absorbido por el torbellino sin lanzarme fuera de él por muchos meses. Carlina por lo general, infinidad de veces dudaba de motivos y sentimientos personales respecto a soportar mis arrebatos, mujer hacendosa de alma sana y serena, íntegra, cuyas protestas sensatas nunca acaté, tornándome altanero y hostil. Menos mal, desbordados de amor en esa época construíamos la vivienda. Muy acorde con la luz del ambiente, enternecido, atrayéndola a mi pecho estampé un beso apasionado en sus labios, apresada en la jaula del cariño evadió los reproches, desbordado de amor abastecí de caricias sus senos, hay que imaginar cuánto la amaba, cargados de pasión nos entregamos el uno al otro, mirándonos a los negros ojos penetrantes, dentro de una dimensión de lealtad. En un nuevo estadio de asimetración del amor, abolida una sensación de culpa corté ligaduras pervertidas del pasado, a menudo, la veía presente en incontables partes. A diferencia de otros, apostaría cualquier cosa que conducido hacia ella por la mano del destino, permitió organizar un hogar sin establecer mi procedencia. De la manera más fiable, ultimados los preparativos compré una maleta imitación cuero. Exacto, a la media noche derretido de extranjerismo abordé el avión, rodeado por un grupo de monjas y sacerdotes católicos, destilaban ráfagas de oraciones y de risitas, ocuparon los puestos. A la par, cargado de ruidosas y falsas condecoraciones militares en la chaqueta, un hippie de sonrisa belicosa empujó a los turistas con jovial descortesía. Arriba, cruzaba su ruta nocturna la luna en cuarto creciente. Así la recuerdo, contoneando agraciadas caderas la azafata dio la bienvenida, abonado de coqueteo tenía un rostro radiante de mejillas rojas besadas por el sol, respiraba glamour en cada suspiro. Desde una perspectiva adulta, colocadas en una fila las emociones vibré descabezado en la nave del amor. Lanzada esa mujer bella a los ojos aderecé hablarle. Ya que ni la prueba de penuria, ni los ultrajes del tiempo atenuarían la pasión que reside en mí. Sin explicar razones, procedente de la carne agité el conato incendiario de la lujuria, en voluptuosa histeria de hormonas en acción, empujadas por una marea lascívica. Ramiro opuesto a la dirección de símil oleaje me puso una esclusa. Trataba, tan sólo, de tomar las precauciones posibles para conservar el orden, su español velado de sueño indicó: -Vas a desaprovechar magnífica oportunidad pasiones. por revolcarte en bajas ¿Por qué demonios Machado tiene que meterse en lo que no le importa? –maldije para mis adentros-Desgranado en categórica advertencia sumergí el escrutinio. Y por lo visto, los elevados tacones femeninos que desanillaban crujir de ropa paralizaron el sermón; adelante, otra aeromoza anexaba lacios cabellos dorados ante un perfil angelical de iris azules, preparados para hechizar mis ojos negros, destinada a remover el mobiliario erótico ofreció el servicio de bar. A la izquierda, Ramiro empedrado de bostezos ignoró la oferta, caraqueña seriedad ensayó expresión pétrea. Al fin y al cabo, amedrantó los rápidos movimientos de mi mente. A medida que ella avanzaba, el empresario interesado del futuro puso una mirada capaz de ver lo invisible recordándome la advertencia, devuelto el tratamiento de choque escudriñé a la empleada y consulté el reloj. A punto de romper el compromiso moral despegó el avión rumbo al aeropuerto Benito Juárez de ciudad de México. D.F. Tambaleante la aeronave ganó altura, devorada por la oscuridad gracias a la aerodinámica velocidad del jet. El rigor del mal tiempo amenazó la estabilidad del aparato, el séquito de boxeadores acató las instrucciones del piloto de ajustar el cinturón de seguridad, integrado por Antonio Gómez, peso ligero, Félix Márquez, peso mediano, José Luis García, peso pesado, y Tulio El Trapecio Díaz, súper gallo. Sometidos a una crispación nerviosa rezumbaba el ruido de turbinas, mientras una ligera llovizna susurraba sus mensajes sobre los vidrios de las ventanas; superada la dificultad por raro que lo encuentre, dentro de una suave calma degustamos el refrigerio, no muy fuerte aderezó el ambiente insípida descarga de música clásica, a lo mejor, tragando saliva de nuevo nos absorbió el sueño. Al estrenar la mañana tarjeteó el descenso, pegada a la cortina azul del cielo centellaba la estrella roja solar. Ramiro tamboreaba pensativo con los dedos, dándole salida a los martillazos de su corazón, pintaba en facciones de brujo blanco el pánico a volar, miraba en dirección a la puerta listo para eventual emergencia, en las pulsaciones escuchaba el chorro de monetarias preocupaciones. La azafata andaba en la punta de sus zapatillas, llevaba uniforme gris de esmerada confesión, parecía más delgada que lo normal. Al pasar a mi lado la examiné con puntadas de idílica fascinación. El avión, rugía entre nubes negras pese a que alumbraba el sol. Ahora que puedo ser sincero y abierto, santuaria de sí misma, la vecina presencia del tutor ocupó un espacio multidimensional, luego, de repente, la hostilidad del viento hizo tambalear el jet dando tirones a los lados. Siguiendo el rastro de los nervios reunió todas sus fuerzas, encogió las piernas muy juntas, tragado por toneladas de pánico decidió aferrarse a los brazos del asiento y esponjado de susto avivó la expresión de un atormentado. A punto de perder las riendas del cerebro, inhabitual para su carácter, en el más enloquecedor repique de palpitaciones, la enorme lengua del campanario bucal tañó el Sansón descompuesto. -¡Quieto pájaro volador! En el fondo tenía la sensación de que su fuerza no ayudaría en nada a la estabilidad del avión. A pesar de eso, cubierto de sudor resultándole difícil respirar afirmó que de esta manera él sostenía al pajarraco metálico en el aire. Domesticado el avión la cabina avanzaba llena de destellos solares. Bien cerca, resguardada de montañas serpenteó la metrópolis envuelta en fajas de nubes, mojada por la lluvia preparaba un montón de sorpresas. A lo lejos, volaban golondrinas expulsadas de sus nidos, resucitaban la alegría del verano. En manager llevando consigo los planes que gestaba en su alma, le regocijaba anunciarlos en presencia de nosotros, los cuales consistían su fuente de orgullo. Ya el avión en plataforma entornó los ojos claros donde titilaba una chispa de codicia. No comprendo cómo sucedió, abandonado al poder de la palabra, a fin de urdir una red de conmiseración, especificó sufrir fuertes dolores en sus codos, lo cual le placía mucho. Aspirando profundo recostó el dorso al espaldar y escrutó el techo, ahogado en un miedo incontenible, desplegó sus manos en garras de halcón llanero sobre el mueble. Durante ese período de distensión autenticó el epíteto de su pequeñez, contradecía su sagaz actitud autoritaria: hábil, caprichoso, ambicioso, despiadado al entrar en juego intereses monetarios. Lloviznaba en el instante que la aeronave tocó pista en el aeropuerto internacional de México. Esta vez de aspecto demacrado seguido de una expiración de alivio, encomendado a la santa virgen de Guadalupe solicitó un vaso de agua. A los pocos minutos, sin ningún impase evacuamos la terminal aérea y manteniendo el ritmo de trabajo volamos rumbo al sitio de concentración. El empresario a punto de sufrir otro extraño colapso nervioso enfocaba y desenfocaba el parco andar el conductor del microbús, los pelos de la nuca estaban erizados alrededor del cuello de la camisa. Puestos los pies en tierra, Machado echó una ojeada a la fachada del hospedaje y me dirigió una mirada de entendimiento mientras yo seguía al grupo hacía adentro. Detenida la acción en el comedor del hotel La Reforma, no sólo una, sino, dos veces admiré el decorado del recibidor: el espacio lo llenaba una sinfonía de jarrones chinos elegantes de buena factura, repletos de orquídeas colombianas, abullonadas poltronas romanas daban una nota de confort a la austeridad de la recepción, ocupaba un vacío pesada cortina floreada que cubría amplio ventanal, para mi infinita sorpresa, a bastante altura en la parte despejada que conducía hasta el ascensor, y…bueno, sobresaliente cuadro The Little Deer, El Pequeño Siervo de la sufrida pintora Frida Kahlo remató la sobria decoración, el cual es una alegoría tan rica en símbolos e iconografía que a menudo expertos le dedican cursos enteros de interpretación; tampoco faltó el camarero que con revestimiento de clase llevó el equipaje a las habitaciones. Apenas dos horas después, rodeados de comensales y acelerado y eficaz servicio de meseros, Machado consideró conveniente pernoctar esa jornada en la ciudad, primero que llegar a Tijuana, desvanecido en argumentos personales, miró el reloj y de inmediato partió del lugar, primero advirtió conservar la disciplina y que tenía infinidad de diligencias que concretar. En el curso del viaje, sin verlo ni suponerlo desencadenó la alternativa de admirar la capital. Terminada de inocular la inyección diaria del método del empresario, yo en lugar de descansar, mundanizado de mundo me despedí de mis compañeros de aventura, aprovechando que aún estaba presentable hacía el centro, implicado en esta trama y atraído por los mariachis busqué la plaza Garibaldi. Propenso a cierta delgadez roedora, de esquina en esquina, pregunté a rogados paisanos dónde saludar a Santo El Enmascarado de Plata. Alguien que poseía acento insolente sugirió recorrer el paseo La Reforma, tendría la posibilidad de encontrar a famosos artistas entre otros destacó a Tony Aguilar, Mario Moreno Cantinflas, Lorena Velásquez, Pedro Armendáris, Chanoc, Lucha Villa, Capulina, Borola y otros más. Cuando las alabanzas de esos personajes llegaban a raudales eran otros tiempos. Yo atragantado de revistas amarillentas de comics y del celuloide, una violenta agitación nerviosa acordonó mi alma. Por fin, traspiraba a contados metros de mis héroes de papel, sentía la necesidad de verlos enseguida. Por lo demás sólo eran simples sombras, seres con quienes mantenía una relación aparente de fantasías. A la faz del cielo y de la tierra, consagrados en la fama latía la intensión de manifestarles infinita admiración. Finalizado el reforzamiento de emociones avancé jactancioso en calles atestadas de manitos, andando de prisa, arrastré botas media caña sobre el empedrado y estrené vestido de blanco relumbrante; remedio que endulza la amargura del espíritu. Mariachis en las esquinas inflaban y encogían abultados pechos, acoplados de pródigas bocas fluían canciones añorantes, sollozantes y despechadas; sin vaciar el sentido que encierran retumbaban cautivantes. Hoy, o más bien ayer, o en la noche, me inundó la mente de recuerdos familiares que drenó el sentimiento; dotado de fuerza viva el canto de cada ranchera activó el resorte sentimental. Acreedoras a todos los insultos porque parece estrujar el corazón, las tensas cuerdas de guitarrones de profunda resonancia mezclaba el entusiasmo sin tener en cuenta las dimensiones de la debilidad. No importa en qué lugar te encuentres la nostalgia te sorprenderá, corrosiva no respeta tiempo ni espacio. Lleno de turbación y curiosidad, viendo que valía la pena dilaté la cuita de tocar el pedal y regresar a la residencia. Entre gente cuya existencia yo ni quiera sospechaba, cediendo el paso a los peatones apenas andaba, conforme caminaba secaba la frente con pañuelo ya mugriento por el sudor del día, estaba demasiado empapado para absorber los vestigios de orfandad. Justo en el instante que el sol pareció reposar, tocado por el refilón de Santo Tomás, surgió el antifaz de El Enmascarado de Plata publicado en periódicos de la fecha, sobrevino de golpe todo aquello, acaso, remendado de incredulidad también observé que, destacaban el estreno en el teatro La Blanquita de la película La Generala, abajo, la fotografía de la protagonista, María Félix. Y yo, yo, secuencié seducido por sus llameantes ojos de pantera indomable: distendida no escudriñó causas, acusadora no analizó coincidencias, comunicativa sin dar de ella a unos enamorados su real amor. Un chal fino de seda violeta adornaba el cuello de divina artista, avanzaba en exigua animación sin avanzar. Y lo mejor, en un descarado optimismo puedo afirmar que, reconoció mi mirada de admiración rendido a su belleza, voluptuosa desplegaba la estampa de una devoradora de hombres que reveló continuar la meditación de excelso pensamiento. El fino rostro enmarcado por ondulante cabellera azabache, al venir del mundo de las estrellas allí moraron duendes enamorados atrapados en un universo de significado esotérico, empecinados en embriagarse con el aroma seductor de polifacética actriz, condenada a un destino trágico, aceptó lo bueno junto a lo malo. La deserción en masa de admiradores la llevaron a ser aficionada a la violencia, finalizada la función cinematográfica, fomentaba la ilusión de seguir actuando en la memoria del cineasta. A la no existencia de una presión sentimental, alejando culpas adoptó ese estilo de rutina, desbastada por el cincel de los años, renunció medir las consecuencias que acarreaban. Una vez allí, bajo la mirada atenta de ella, asaltado por la cola agresiva del morbo no desvié la concentración de eximía belleza, añadiendo su nombre tuve la sensación de respirar su aliento. Pese a las sanciones morales y espirituales de mi conciencia, abstraído en una gravedad austera pensé que las emociones me atascarían el cerebro, surtieron sueños tibios de amor platónico, por decirlo así, inmensa tristeza fluyó del imposible, cayó directa al corazón, promovió el culto de jamás olvidarla, sin saber por qué, reside visible en la mente, animado con el mismo fuego de vivir, mordí mis labios en heroica resistencia. En resumidas cuentas, víctima de otros destrozos mentales menos reparables, apaleé a la voluntad para exorcizar el demonio de la idolatría al voltear la espalda en busca del Enmascarado de Plata. El ataque frontal contra la ociosidad provocó que, entablado de carraspeos nerviosos alejé engatusadoras divagaciones. El sol que huía a los responsos cristianos ilustró sepultar su infierno en la oscuridad del firmamento, a la par, el viento elevó columnas de polvo harinoso. Finalizado el recorrido de dos o tres manzanas, cedido el puesto a la vagancia desemboqué en la plaza La Alameda, sitio demasiado concurrido. Y en remolinos de notas musicales, concentrado en una canción tocaba anacrónico grupo de rock, integrado por cuatro jóvenes imitaban a los ídolos de Liverpool, Los Beatles. Las baterías de aquellas voces desgarradas alteraban la esencia del país de mariachis, reclutados en atuendos usados hasta el límite del desecho, intercalados encima de una tarina de madera, anglosajones ojos arrojaban fuego contenido, similares a los de un demonio drogado, en la línea de esos cabellos alborotados prevalecía la caspa; desgreñados, extraviados en el ritmo, la marihuana y el alcohol, trasponían el borde del histerismo. A raíz de que comprender es un acto de fe, por eso de la percepción del sonido, fui conquistado por las notas musicales, no entendía nada pero sonaba chévere. Sopesando su verdadero aspecto para finalizar la función, el vocalista principal lanzó estrepitoso alarido, por orden de Satanás sus dedos apretaron la tráquea, antepuso el estado de ánimo de una mente obtusa, pintó una ligada circunstancia en que un hombre desfallece verse a sí mismo. El sujeto repitió el gesto en patética enajenación de estados alterados, prendido a un micrófono oxidado matizó que sufría una descarga de mil voltios. A modo de locura, enceguecido de protagonismo despedazó la guitarra contra el piso para calentar la sangre del público, englobado entre estruendosos aplausos, cuanta más histeria deriva mejor la diversión. En actitud bobalicona sonreían los fanáticos de poesía muda, atrapados en coraza de trivialidades sordas. En cualquier caso, pintó los síntomas degenerativos de la música. En esa tarde no negaba lo que parece el principio central del comercio de México D.F. Y activado el tráfico vehicular por escasos centímetros casi me atropella un automóvil; resucitado de entre los muertos melómanos activé la búsqueda, crispado en un tesón de insistencia reagrupé dos encopetados restaurantes, El Tenampa y Los Comerciales, plagados de turistas extranjeros, artistas, escritores, críticos de cine y periodistas. Por un sabroso interés el segundo captó la atención, disponía de vasta terraza repleta de mesas, construían un atractivo laberinto gastronómico, reinaba incrédula algarabilla total. Abarcando el espacio, mozos de camisa blanca debajo de negras chaquetas almidonadas y corbatín rojo, atendían en patines adaptados a las ceremonias cinematográficas de Hollywood. Los comensales desmedían leer novedoso periódico en el acto de abrir la carpeta del menú, del tamaño de un diario, contagiaba sustancial seducción estar allí, flotaba el aroma sensitivo de platos exquisitos. Transeúntes de expresiones vacías mordisqueaban el cebo volátil y caían igual que moscas en la trampa, por cierto motivo, por otro, o por ambos, imaginé saborear exquisitos manjares sin el menor consuelo de probarlos, ardía de hambre apoyado a un muro, transpirante y sediento respiraba alucinaciones vulnerado por la seducción etérea. A punto de toparme con un terrible dilema, volcado contra el timón roto del bolsillo no tripulaba dinero, tal, más sonaba música diferente a la nacional. Al compás de un vals de Strauss, precintados de asombrosa rapidez los comensales arrellanados relamían cada platillo. A prueba la capacidad de observación me di cuenta que eximidos de la lentitud, propulsados los meseros apartaban el servicio, remplazándolo por cilíndricos recipientes coronados por espumas de cerveza. Yo graduado en el oficio de aguantar hambre vagaba en un mundo superior al mío, a una velocidad de tortuga ingresé a los baños, buscaba un lugar al menos para mitigar la sed. Nota tras nota musical, babeando, y tal vez conmocionado recorrí angosto pasillo sin ponerme en evidencia, despedido por el apetito arrastraba pies de barro, de paso en paso tropecé oblicua pared de mármol que bifurcaba dos entradas. A la derecha el servicio masculino, reguardaba el acceso gigantesca estatua griega de un hombre desnudo, réplica exacta del David de Miguel Ángel, esculpida en ónix, dormían abroqueladas las pasiones del escultor, anatomía arrogante de violenta altivez, robusta y frágil, borraba el miembro ancha hoja de parra plástica, ponía el toque de suspenso a predilecto lugar. Las damas cruzaban con la respiración entrecortada, sus voces sonoras golpeaban las paredes; expertas en materia de instintos prohibidos estallaban en coros de risitas maliciosas. Al otro lado, la esfinge de espigada mujer desnuda; ambas estatuas capaces de ejercer un influjo afrodisiaco sobre el sexo contrario. La escultura femenina, conmemorada por los poetas mexicanos, los críticos de arte siempre la elogiaron, poseedora de los contornos más bellos, protocolizada en páginas del amor ofrecía brazos abiertos. Expuesta a los ojos hipnotizaba la plenitud de voluptuosos pechos partidos por la mitad, a la débil luz del ambiente incitaba disfrutar el reino de Afrodita, rebosante de energía fundía la impresión que la cinceló el propio Praxiteles. Animada por aquella revelación del mármol exponía lozanía de lirio. Mediante el uso de las manos acaricié esos senos, escapado del poder de celibato escaneé la gélides lunar en esa sensual cárcel de cristal. Al mismo segundo, afirmado en una inercia amontoné un festín de fantasías eróticas, haciéndose brasas mi piel vibró rebosante de vapores. Tuve, que, contagiado de ansias sin final cerrar los párpados acompasados de largos suspiros. Por tratarse de algo fuera de lo corriente, el guardián de aspecto depravado sugirió acelerar la marcha; mientras salía de mis labios una débil sucesión de madrazos y rescatado de tal excitación llegué a un espacio repleto de espejos y orinales; desagües obturados por la andrajosidad de tantos turistas, arrojaban sobre el drenaje colillas de cigarrillos y chicles. Y enseguida, al bajar la vista encontré una serie de grifos de mariposas cromadas. Saciada la sed caminé en dirección opuesta de escultural estatua, graduando los impulsos mundanos fijé la vista al techo, cogido del Ave María evité de nuevo esculcar a la diosa de piedra, nada del mundo me desviaría de la salida. A la imperiosa exigencia de las hormonas, avivada la líbido mi mano quiso tocarla, disecado en una especie de acólito voluntarioso pugné por no reincidir, enfrentado a duelos de fogosidad retorcí espirales de retorcijones que revolcaban los testículos, resuelto a confesarme elegí la mejor opción y apresuré la retirada hecho un ovillo de palpitaciones. Las cortinas blancas adornadas con lazos amarillos, ideadas para darle el toque elegante a comercial recinto, atrapaban las moscas atraídas por el olor de comida árabe. Yo bañado en la sensación de profanar el pulcro establecimiento, los comensales alzaban la cara y murmuraban; eran voces conjuntadas, silenciosas y joviales, hablando del prójimo y del cielo ocupaban el salón; mordisqueándome con sus pestañas me enfocaron en una especie de animal raro. Delante de ellos con gran esfuerzo, dejando caer de modo pesado las botas mediacaña, sobre ese piso de mármol, espantado por la emboscada evacué el lugar. Al son del Zorva El Griego provoqué una pausa cautelosa destinada a paladear el efecto que producía la masa de gente refinada: llenaban el orificio de sus almas de vanidades, desdeñados en apariencias fugaces, chispeaban rebosantes de placeres, sonreían jocosos calibrándome, conscientes de su superioridad económica. A esa hora acababa de ingresar Frank Sinatra en compañía de la actriz italiana Sofía Loren, creí que estaba soñando, lo peor es que no estaba soñando, ellos estaban allí, rebosantes de fama, de dinero y reconocimiento. Al efecto del nerviosismo sentía que el pecho me ardía que, las llamas me devoraban por dentro intentando salir del cuerpo y sintiéndome casi en una unidad de cuidados intensivos, me sostenía con dificultad sobre los pies adoloridos. A medida que los veía, ajeno a sus riquezas atraje una intranquila calma profunda, ellos me impusieron buscar esta clase de calma. Más exaltados que nunca, hablaban dentro de la serenidad del manantial de mis ojos, irradiaron estrambóticos rasgos del lujo de intensa esplendidez, sobre todo, relucían el orgullo y la presunción. Enterradas en sitio seguro otras apreciaciones mi ambición sólo consistía en abandonar el lugar, derrumbado en los sótanos de mis zapatos escudriñé ventanas presas en robustos marcos de madera antigua. Precisa, despedazando un pedazo del alma en un pedazo de mi cuerpo, a mansalva relinchó el aullido estrepitoso de una sirena de emergencia del negocio. Infartado, cerca al vestíbulo adecué en la mente un incendio, un robo, un atentado terrorista, en tal circunstancia, estreché en mis mejillas la sombra del terror. Capaz todavía de acelerar tantos los pasos igual que el corazón, retrocedí unos pasos y evité ponerme en las de Villadiego, eso sí, el latido crecía cada vez más fuerte. Más de lo habitual, embadurnado por el cieno de pánico esto afloró demencial y absurdo. Creyendo que estamos todos aterrados que, de mi parte sentida la presencia de la parca roté el cuello, asombroso, los sibaritas tenían fijas sus retinas a la entrada del baño, cristalizados de curiosidad hilvanaban risitas picarescas, de un brinco, absuelto de complejos no vacilé unirme a jocosos burgueses. En incomparable autodisección sicológica detecté que desapareció el olor a menticol, olí en mis ropas sus finas fragancias casi que de milagro, a decir verdad, vagaba en un pozo de riquezas. A causa de su índole, ignoraba qué sucedía, por qué no huyeron en una estampida, todo por el contrario, reían intrigantes a la espera que surgiera del portal su fábula, mancharse al entrar en contacto con ella. Así que, enmarcados en profunda contemplación, deduje, jugaban a las adivinanzas basados en el cuento de Las mil y una noches. Aficionados al arte de lo inesperado, mi ignorancia obligó a no suponer nada en cierta sumisión exagerada. Entonces, empantanado de torpeza aguardé igual que ellos, el chime no era una excepción a mi gran afición a la curiosidad. Pararon los suspiros, mi palenquera intuición también sondeó esa referencia, preñado con aleteos de impaciencia me roían las entrañas, apenas acordes a mis caprichos, ¡increíble! Y todo en honor a la literatura, faroleó una atractiva mujer suiza echando atrás los dorados cabellos rizados, tongoneaba caderas de estatua romana adicionada a piernas largas, al percatarse de estar asediada por la jauría de morbosos, evidenció algunos segundos estar conmovida; mientras la vasta concurrencia la acechaba, advirtió violenta aglutinación nerviosa apoderarse de sus facciones, incapaz de reaccionar desplegó asustadizas ojeadas al entorno aferrada a la cartera Gucci, intervenida belleza europea telegrafió desvanecida en el ambiente. Debajo de sus cejas depiladas destellaban dos ojos verdes navegando en mejillas ruborizadas; hundida en el iris de golosos clientes que les arrancó risitas de niños, exaltados de picardía entre sonoros tintineos de cucharas de plata exclamaron en inglés. -¡He raised the fig leaf! -¡Alzó la hoja de parra! Ahí la opinión de dichos comensales parecía la correcta. Ella consciente de que la observaban ocupó otra mesa en la terraza, poco a poco en un estado de alteración encendió un cigarrillo: idéntico a la propulsión de un cohete y desmenuzada por los nervios expulsó voluta bocanada de humo azul, contemplando algo más allá divagó meditativa. En sus modales, en sus gustos, en sus preferencias removía los hombros, negándose a sucumbir ante la broma mexicana, vestía blusa y falda fucsia de boleros, restándole importancia al sarcasmo extrajo de su bolso la revista pornográfica Pent-House. Respetado, admirado, querido, interpuesto en la carátula cruzado de piernas sonreía Epson Donarante do Nascimento, El rey Pelé desnudo, pasada la final del campeonato mundial de fútbol 1968: cubría sus partes nobles un balón autografiado que exponía la etiqueta del fabricante. La europea agrupada en una respiración cocinó pupilas brillantes, mordiéndose los labios resolvió ojearla delante de ellos. Yo siguiendo el ondular palpitante de vasto pecho de la dama, indagué a un mesero qué sucedía, aposentado en la mollera de Moctezuma y marcando pausas aclaró: -La hoja de parra de la escultura masculina tiene sensible sistema electrónico, si alguien eleva la hojuela enseguida activa una alarma, llenos de picardía incontrolable, los comensales afianzados en sus asientos, salpicados de humor listos a devorar con afilados comentarios a quien tuvo la morbosidad de alzarla. Existen apabullantes anécdotas, reconocidos personajes vivieron en carne propia el satírico juego único en el mundo, incluido Andrés Berlusconi, futuro presidente de Italia, colega de los protagonistas gobernantes de Saló, película pervertida de Pier Paolo Pasolini. Los presentes retornaron a la rutina tras largo murmullo, crea o no lo crea, soy testigo de singular chanza pastusa. A la final, mi presencia representó la esencia de los opuestos del lugar, si miro hacia atrás quizá estoy exagerando. Entre eso y la preocupación de ir al hotel, si mi memoria no me falla recuerdo, sopesé la posibilidad de encontrar a los personajes faranduleros, asumida la segunda opción, mediante un acto de arrogancia evacué el restaurante. Afuera volvieron a sonar las trompetas, intercaladas con el vasto cambio de horas inflamaron de sonidos a redondas nubecillas, avanzaban muy altas. La búsqueda convertida en una obsesión que me atenazaba, advertí, de pronto, desmontando certidumbres llegué a las escalas del teatro La Blanquita, atraído por nutrida multitud de fanáticos. A la acción emocionante de estar allí, aventado por un tirón en las entrañas a codazos integré el pesado hervidero humano, cuaresmado de veneración quería contemplar a la diva. Pasando de un lado a otro una turba de periodistas merodeaba la entrada principal, cambiaban de lugar comentando algo entre ellos, denotando interés y nada más. Ya antes de pensar la siguiente frase, retorcí un impulso súbito de romper el cordón de seguridad, sin la voluntad de Dios no confío en las coincidencias,-deduje para mí. En primera línea al menos alimentaría el sacramento del chisme, trazado en el programa de las actitudes, lancé raspantes miradas a todos lados y de vez en cuando bostecé, reí, polemicé, suspiré y en algún modo, pendiente del reloj, de la cartera, a la zaga de la actriz que traería el frenesí; mujer mexicana que sabía lo que quería y estaba dispuesta a llegar hasta donde hiciera falta para lograrlo. Yo a la cabeza de un montón de fanáticos, instalado en la sombra de larga espera chasqueó la vedette con media hora de retraso, estremeciendo el universo descendió de clásica limusina oscura, aparte de esto, surgía el relámpago diamantino del cine mexicano. Envuelta en redoblados truenos de aplausos, separada de su sensibilidad por delicada capa de casimir inglés extendió el despliegue de movimientos, escoltada de Agustín Lara, el flaco de oro acomodándose la caja dental, precipitado hacia la enorme desesperanza acababa de regresar a la capital, preso en la celda de su debilidad integró una excursión a la ciudad de Jerusalén, arrodillado ante el santo sepulcro de Jesucristo le preguntó, ¿cómo conservar el amor de febril dama?, recorriendo el huerto de Getsemaní no evangelizó respuesta de esa lucha estéril que carecía de salida. Desde hacía muchos días, desde hacía muchos meses, tal vez años, avejentado por los desvelos al no saber dónde ni con quién dormía su amada. Aquí y sólo aquí hundía la razón en despechos que sembraron altercados y amarguras. A fin de no saludar al público andaba pálido y cabizbajo, el corazón al latir con una resonancia ahogada, escondía el sonido del piano en su pecho. Sabía que el despecho era un elemento catalizador para sus inspiraciones románticas, congelado por el agobio abultó la cicatriz del cachete izquierdo que de un tajo le cruzaba la cara desde la comisura de la boca hasta el nacimiento de la oreja, convertida en un infierno de sufrimiento le daba el toque de tragedia al demacrado aspecto. Tenidas en cuentas sus composiciones y mimetizado en marioneta de los sentimientos, María Félix alteró su pentagrama musical. La charra mexicana desgajaba cabellera rubia que velaba su rostro angelical, enmarcó la fotografía de leona indomable, atrapada en vestido azul eléctrico y crepé de Cristian Dior, emanaba el aroma de su perfume preferido Joy de Jean Patau, aromatizó el olor a sudor de gente humilde que la aclamaba, nada de machetes y pistolas al cinto, ni sombreros, tampoco charreteras de balas terciadas en sensuales pechos y espaldas. Tan quieta, tan bella, tan poblada de recuerdos y de hombres, aligeró el andar elegante la hechizadora vedette, aristocrática, imponente y eterna, saludó a los fans, sin modificar su elegancia firmó autógrafos y en esta actitud irradiaba felicidad, capaz de fornicar dentro de susurros de rosas talladas con sus propias espinas y fingir amor. Salida del libreto, a kilómetros de pensar en las connotaciones metafóricas de lo iba hacer, sostenida en la punta de sus zapatillas besó la frente a un espectador. Toda la noche, toda aquella noche roí brutal envidia por la suerte de ese afortunado. No fue mucho después cuando, adherido a carnoso beso me declaré su incondicional esclavo, al menos, en mi delirio palpé el toque de la suave rosa de sus labios en la testera; puesto en acción en mi interior un lobo feroz y sobrecogido de admiración anhelé que me mirara, quizás, intercambiar sonrisas para que manoseara el contacto de mi alma y en la tempestad de Agustín Lara recibir su sentencia de muerte a través del fuego de sus ojos destellantes. El sujeto escogido, de aspecto campechano anticipó el desmayo sobre el asfalto, acuñó la impresión que lo fulminó un disparo, espantado su espíritu vagaba en las estrellas. La estrella del celuloide manipuló provocadoras devueltas en resonantes taconazos, sacudía la cabeza al constatar la predispuesta exaltación masculina, al desnudar ardientes curiosidades el alboroto iba en acenso. Entretanto, bajo el suelo, por medio de aire comprimido el metro subterráneo rodaba traqueteando hacia suburbios pobres de la ciudad. En otro cuento, tras dejar atrás unos cuantos transeúntes más, atrincherado y plantado en el andén dirección norte del teatro, alguien la examinaba con suma atención desde la sucursal del City Bank. El eterno viajante usaba chompa negra, mascaba chicle con lentos movimientos de mandíbulas varoniles, debajo del brazo sostenía una caja de flores. El papel asignado en esta novela estaba por comenzar, a la vez, el aroma a café recién tostado envolvía el entorno y provocó disfrutar un buen café colombiano. A la final tomó una decisión y volteó hacia la izquierda dirigiéndose a un pretil aislado. El apéndice de este episodio consiste que, discriminado por sutil ausencia, ella activó una razón de sonreír viendo la envoltura del regalo. A millas de alturas reconocía esos lentes oscuros de aviador, su manera de transitar, incluso su pestañear, desde allí él le sonreía, dueños de ocultos deleites secretearon consumar una terrible traición. Ahora, sin antecedentes penales resonaron los bronces de la catedral, lanzó un mensaje de recogimiento. La actriz llegó a la marmórea escalinata de ascenso, denotó que alfombrados peldaños la obligaban a andar solemne, conquistadora, invasora de corazones, tal vez, regodeándose en la excitación que le producía suponer que los hombres la imaginaban desnuda, conservó cierto aplomo adusto. A una palpitación mi corazón casi estalla en una galería de suspiros al alejarse de escala en escala. Delante de mis ojos, en cuidados intensivos de la doctora corazón el compositor rodó encadenado a ella, adherido a ella, de igual manera ficticia caminaba encadenado a él. A portas de una madurez insatisfecha en sus canciones exteriorizó demencial apego emocional por la actriz; fueron chispazos de fuego abrazador que en esporádicas ocasiones encendió la pasión de hermosa Mesalina. Arriba, uno encima del otro, sobre la entrada fastuosa del teatro, sugestivos par de anuncios de neón resaltaba la premier, al centro, haciéndole calle de honor los guardianes militares codeándose la veían de soslayo, contribuían en buena medida a acompañar un éxito incomparable. Aquella silueta femenina secuenció invariable bajo el cielo estrellado en una proyección cinematográfica. No existe nada más fácil que describir cualquier situación en una novela de corte surrealista. Y adentro giraba un mundo de interesantes aventuras que protagonizó, a la derecha, gracias a la reverencia de la imaginación observé cómodo salón adecuado para tal homenaje, atestado de sillas vestidas, mesas cubiertas de manteles rojos, cargadas de ramos de hojas verdes, botellas de licores, telegramas, regalos y postales de todas partes del planeta. El conjunto transmitía la impresión de un corredor florido. No hace falta decir que, constituido en algo más que una coincidencia, amanerado mesero llevando bandeja plateada le ofreció a la diva una copa de coñac, a su estilo aristocrático debilitada su voluntad de no beber la sujetó. Los invitados hacían difícil hablar al tiempo, resonaban pegajosas y blandas las voces, más que evidente la espaciosa sala registró repleta de asistentes y de alegría. Ella descalzándose los guantes negros inspeccionó la montaña de suvenires, al tener uno en las manos expuso sus flaquezas, eso sí, añadió todos los defectos que tenía que, reconocía o imaginaba tener que, constituían una lista extensa. Tres suspiros después de asumir el papel de narrador, sometida al juego de las sorpresas evidenció que no titubeaba, examinó el contenido de sobrios paquetes embriagada de recuerdos, de su naturaleza elevada, de su vanidad etérea. Luego de un silencio de segunda mano, de aquel arrume de postales seleccionó la del rey Faruk de Egipto. En animación lenta entregada a la lejana alegría de ser su huésped en el Cairo la acarició, quién sabe por qué ahogada de conjeturas procedió a rasgarla, caminó varios pasos en círculo, bajo la luz de la bombilla más cercana, en una especie de asombro decidió leerla. En esas, llevó el índice a los labios y colgada al péndulo del faraón levantó su delicada nariz estremeciéndose de risa. Si adivinara qué le produjo tanta risita no lo dudaría en decírselo señor lector, perdón, adiviné, el monarca propuso por una noche de pasión cederle la diadema de Nefertari, reina del antiguo Egipto. A prudente distancia, empalmado en cavilaciones la atisbaba el eterno enamorado. El flaco de oro seguía acomodándose la caja dental sin pronunciar palabras, ya estaba enfermo de amor depresivo. A pesar del protocolo, equidistante de los vestidores fluyó agitado movimiento de fanáticos, del tumulto brotó repentino llamado de atención. El presentador Alfredo Ruiz del Río, a todo pulmón pregonó la presencia del licenciado Cristian Zapata, Presidente de la República junto a encopetados ministros. A pesar de que sus labios sonreían no mostró preferencia hacia ninguno de ellos, alrededor de ella concentró los años de un casquete de un nevado cincelado por el glacial silencio. El mandatario hombre hábil en los negocios de Estado, en el pasado encabezó delicadas misiones diplomáticas, sintiéndose un pez en el agua en los entretelones de la política nacional e internacional; capaz de ver corruptos entre corruptos, político de carácter, ajeno a los comentarios que despertaba, lucía peinado engominado. A vuelo de pájaro sus allegados hacían chistes al misticismo de su seriedad. La saludó demasiado efusivo besándole la mejilla, a la instantánea, aglomerado de ilusiones el estadista vagó transportado a otras dimensiones. Eso sí, La generala, exponente de la moda de su cartera Garbo forrada en fino carey extrajo un Marlboro extralargo, frente a tales burócratas lo aprisionó entre sus labios de coral. El más anciano quien no podía tragar entero ni entender ni explicar ni cambiar el carácter, integraba el grupo de ministros, apresurado bregó encenderlo. Caballero distinguido en la flor plena del otoño, amoldado a las reglas de la cortesía, algo miope chaqueó el encendedor Zippo. Todo esto sucedió en dos espabiladas, desplegadas en doble abanico las pestañas, María Félix destelló la mirada, atravesada por lumbre del fuego reveló abrir dos ventanillas, anillada de glamour pegó el cigarro a la llama, dejándolo escapar a una esquina de la boca aspiró. Para obtener alguna etérea satisfacción, dirigiéndose hacia el otro extremo, propulsó una bocanada de humo azul sobre valiosos detalles, parrafeados de complacencias y versos. En ese recinto, en ese sitio, recaída en un estado de plenitud, gesticulando las manos y asaetada de autoridad su voz aterciopelada que ablandaba el acero afirmó: -¡Yo prometo todo, eso sí, sólo doy lo que quiero, a quien quiero, y cuando quiero, a lo mero macho, ándale manito! -implicado en la advertencia el cigarrillo elevaba suaves torbellinos. En una religiosa jovialidad conversaron, turnados los ministros demostraron amabilidad ante La Diosa Arrodillada, o mejor, La Mujer Sin Alma; su silueta alta y erecta, la fresca delicadeza de su piel, el azul del crepé, la vibración de su vigor transmitía la inocultable radiación de la pasión, oportunidad que el político aprovechó para explicarle el negocio de las fundaciones sin ánimo de lucro que de manera enfática rechazó. Al otro lado de las mesas, Agustín retorcía las manos apartado de la tertulia evasora de impuestos, inspirado e inspirador estrujaba un amor ardiente y celoso, esta actitud no le proporcionó medio alguno para examinar la dimensión del engaño, gota a gota dejaba que la aflicción cayera sobre él, antes de escuchar ese terrible para qué servía tal sufrimiento. Sólo existía una cosa que el compositor sí sabía, a la hora de explicaciones no sospechó que dicha actriz aquilató un valioso talismán de peligro, entregado al barniz del resentido por numerosas despedidas, asociado a las oraciones no esquivó el latigazo de la infidelidad, vibraba detrás de sus sienes enquistado en la desesperación. Los dos estremecieron cientos de hondos incidentes que nunca naufragaron con los años, afectó de algún modo los aspectos de sus vidas. Él sentía que el vacío que le dejaba la María Félix lo llenaba de cólera, sin embargo, la cólera caía por el fondo, donde ya no estaba el estómago. A pasos lentos, erigiéndose en tema central de este episodio, sacudió la impresión de un desahuciado que va a someterse a riesgosa operación quirúrgica, fumaba con aire de ausente y cabizbajo penetró la majestuosa sala principal. Tenía los dedos demasiados largos, parecían que los dedos fueran una ventana que daba al espíritu o algo así. Por eso cuando ejecutaba el piano el tono de su voz significaba que dejaría al aire sus lágrimas de impotencia. En cierta manera, mimetizado de manso cordero consiguió dominarse, percibía que la inspiración le recomendaba la tristeza, fundido en el transcendentalismo en el cual vivía, muy despacio posó sus caderas, sumado el perfil de mandíbula puntiaguda en una silla reservada a la pareja de enamorados. Lejos de calcular el diferencial de la tensión, no quería olvidar, en esa forma de amar el instante corría interminable. A la rompecorazones ajetreada de felicidad su acostumbrado mal genio pintó no importarle un rábano. Por si eso no fuera suficiente, tasajeado en la admiración el público de pie desgajó atronador aplauso. Espejismo del reconocimiento. Entró La Mujer de Todos, triunfal, lenta, sonreía, enviaba besos de complacencia, sostenía en sus manos un ramo de flores amarillas y rojas que llameaban más allá del sol. Agarrados de las solapas de sus chaquetas la escoltó el señor Presidente y el séquito de ministros, añadió una pomposidad que incomodó al compositor que vivía de hinojos, aquel escenario propagaba un hervidero de voces. A destajos lo anterior para el cantautor proyectó un desengaño y un molesto disgusto, custodio de sus demonios de mediodía evadía la bancarrota sentimental. Una vez en el pasillo, sin modificar la expresión de su rostro, razonando y barajando la hipótesis de que sólo hay dos sentimientos, el amor y el odio, la diosa provocó el reencuentro. Mientras la observaba venir hacia él suspiró, para disipar la tensión que estaba creciendo en su interior en relación directa a los celos. Empezaba a creer que en ese sitio él sobraba. El rubor de cascarrabias de inmediato le aplicó la reversa y los severos ángulos y planos de su cara se desplazaron, y ya no fueron ni joviales ni severos. En lugar de puyar el burro, le convenía sacar el mayor provecho posible a tal espectáculo. En el fondo pese que convivían más distantes, ella tomó la iniciativa de sentarse a su lado, al besarle la mejilla le proporcionó una fingida alegría, o una rogada esperanza. Imaginando la sombra de otra sombra de la diva, desde pozos depresivos le dedicó sus mejores sentimientos y quizás los mejores versos, esforzándose más allá de normal inspiración. Sin recuperar la paz en su espíritu resistía con dolor la ingenuidad de querer morir a su lado, dentro de la circulación material del amor le suplicó una tregua de ternura. A la carta, tal ovación hacia la pareja brilló conmovedora rompiendo la bruma del mutismo, aquella postal la consideran los expertos mejor que la atracción del estreno cinematográfico, él reconocía la horrible tensión entre no ser amado y ser ignorado. Así sucedió, arropándole el espíritu una sábana fría y nublada, al contacto de sus besos el corazón palpitaba hecho cenizas. Algo animado, sintiéndose en su elemento en aquel ambiente, clavado en sombrero de copa y albornoz desabrochado, alojaba el tormento y agudas mortificaciones, constituía inmensa cueva de angustias. Tan buena en todos los sentidos, la actriz lo atisbaba con ojos donde acopló la culpa de tantos desmanes y sus pupilas húmedas brillaban bajo cejas arqueadas, contrastaban con la boca que trazaban líneas sugeridoras de picardía; ellos sin poesías, y sin recatos, protagonizaron grotescos escándalos. Apartándolos a un lado predominaron los escándalos, sea cual fuere el desenlace de esta tragicomedia, serían los últimos días juntos. Y cuando la última nota de la música ambiental tembló, el alboroto terminó en inesperado silencio. Alfredo Ruiz el maestro de ceremonia ocupó el vacío del aire, imperativa su tonalidad grave y en sus modales hervía el eficaz presentador de televisión, acompañado de dos hermosas modelos, custodio del periodismo veraz restregó el motivo del acto. En simultánea ampliaron la estampa de La Valentina sobre la pantalla, aplausos, ovaciones, silbidos revueltos en zumbidos estridentes. La actriz inclinó leve reverencia al público, cerca de controlar su personalidad ambivalente, transformó característica arrogancia en humildad. Por contraste a los vanos aplausos, el tironeante murmullo seco quedó remplazado por la banda sonora del largometraje, interpretada por la filarmónica de México desde el fondo de la recámara, caídos en un voto de mutismo los espectadores optaron la seriedad y la sonrisa burguesa que requería la trascendencia del instante, gozaban del progreso y la felicidad. Preparados a no pestañear, las luces retrocedieron consumiéndose dentro la oscuridad. Al estar el recinto zambullido en un guante negro, quedé impedido de narrarle el argumento cinematográfico. Desde luego, su exmarido tenía algún significado para ella. Encabezando la emigración de fanáticos decliné detallar el episodio. Ya lanzado a la subasta del tiempo deambulé entre estudiantes, turistas, vagabundos ataviados con zarapes descoloridos y borrachos, desensillado del esplendor de briosa mexicana que no cesó de repetir. -¡Yo prometo todo, eso sí, sólo doy lo que quiero, a quien quiero, y cuando quiero, a lo mero macho, ándale manito! Si quiere anotarlo resoplé en la plaza Garibaldi, embargado de ocio leía destellantes avisos comerciales. Ubicados en el centro del área, empeñados y motivados a elevarlos, aprendices de mariachis inflaban globos de escasa intensidad, provincianos ambiciosos de fama y fortuna, rumbo a las nubes, anémicos pliegues de papel revelaban estar al borde del colapso. Enemistadas con el silencio nocturno ecos de trompetas sonaban por doquier, iban y venían músicos en todas direcciones, derrochaban entusiasta simpatía. Alejado del afán en mundano ciclo aticé a profanar la emblemática Catedral Metropolitana, situada en la plaza El Sócalo y sacar provecho de la efímera suerte de pernoctar en la capital de México; tenía razones de encontrar un poco de sosiego, clamar al Creador por la familia y por la fortaleza para afrontar incógnitas del mañana. Un velo luminoso de nubes rascaban las faldas del volcán Popocatépetl al compás del llanto lunar. Al igual que un ángel descarriado vagué delante de lujosos restaurantes y bares en concurrida plaza, atrajo mi interés el grill & bar llamado California, sitio donde Agustín conoció a María Félix, sin pausa hablaron y brindaron rebosantes de simpatía. El negocio administrado por dos hermanos, tañían voces discordes y suaves. El más joven atendía a clientes con la percepción de un brujo encantado, enmascarado en un rostro querúbico de entusiasmo arrebatador, tropezando mi presencia mondó sonrisa de confianza, alumbrado por antorchas encendidas, asomado a la puerta capté su jovialidad; de estrambóticas cejas oscuras y boca movediza no emitió palabras, en tales circunstancias anhelé entablar cualquier conversación, y entonces, entonces, empezó a ser descortés e ingresó para atender un borracho de aspecto extranjero, quiero señalar una cosa, ni siquiera contestó mi saludo. Acto seguido, dando esquinazo al destino experimenté una pesadez compulsiva, sonó una campanilla que me hizo girar la cabeza, amén del hedor pesado de alcantarillas advertí, nutridos racimos de peregrinos congregados a lo largo de escalones del templo; rodeado de caras desconocidas capté la impresión que cualquier cosa estaba por suceder. En respuesta a eso, en una sólida bocanada de viento penetré esas puertas sin vigilancia forradas en hierro, adentro, meneaban las cabezas fieles devotos arrodillados en sordos siseos, provenían de labios procurando contener el sonido de la boca. Predispuesta la agitación de plegarias ascendían a través de sus manos, puesto el lenguaje corporal en movimiento irradiaron un ambiente de sumisión, acodados en el espaldar de sillas delanteras. ¿Qué pasó enseguida? Sacristanes cubiertos por capuchones grises encendían velas del altar, engañoso manto de criaturas inocentes disfrazadas con pieles de ovejas en puja de sensacionalismo católico. Los perfiles preclaros transmitían un antídoto de fe misteriosa y pagana. Dada su antigua tradición disolvían sus oraciones dentro de espacios vacíos, acampados en un mundo que late bajo la concavidad del universo. Al cabo de un rato doblé las rodillas sobre mullido oratorio, arrepentido por las culpas que evocan los pecados, no calculo cuántos minutos oré, buscaba el consuelo espiritual que tanto necesito, tras la senda de la redención opté alejar el pecado de mi existencia, desbordándolo en el remanso de penumbrosos ángulos del santuario, turno preciso donde retoqué mi fe a Jehová. Cada vez que oraba pensaba en una cosa diferente, me sentía incómodo, igual que un fantasma que reconforta y atormenta a la vez. Y por fin dispuesto a enterrar el pasado percibí extraña serenidad reconciliado con la vida, a la lumbre de cirios bajo la enmienda disuelta en contornos ilusorios. La llama eterna del Creador ardía en el altar principal, relatando los milagros recibidos otros peregrinos, con devoción daban gracias al Señor. Luego de una larga meditación enderecé el cuerpo en la muda esterilidad de mis penas narradas. Dentro de esas paredes, menos afligido presté atención a la grandiosidad de la bóveda eclesiástica, tal vez por la voluntad de Dios tres veces rumié ¿cuántos ladrillos soportan el techo? Sin responder la pregunta escuché rasantes pisadas que merodeaban el confesionario; todavía en esa indecisión que precede cualquier encuentro con un desconocido, revuelto en oraciones emergió del rincón uno de mis ídolos de papel, conocedor de la doctrina de Cristo, devoto de La Virgen de Guadalupe. A través de golpes demoledores destruía la crueldad de malhechores, extraña silueta que a simple vista parecía gozar de excelente paz, además de esto me provocó una sensación penosa e indescriptible. Él aspiraba a sus anchas el aroma denso del incienso del templo, destellaban a través de orificios dos ojos en llamas. Pero al pasar por la comedia de la tinta antes de que la visión de la realidad llegara hasta él, ceñido al muro procuraba que otros devotos no detectaran su presencia, luego, esculcó de reojo la penumbra al ritmo de música sacra. En conjunción a su creador tenía alma, vivía de manera plena en el cuerpo, en sus sentidos, en sus deseos y dirigía el mecanismo, el mecanismo del cuerpo con su voluntad luchadora que, el raquítico dibujante le otorgaba una fuerza de carácter colosal. Aún en silencio pero con la confianza de estar solos, volcándole la máscara no verifiqué si rezaba contento o de mal humor, arrancado de un sueño olimpiaba delante nada menos que Santo El Enmascarado de Plata. Casi que a propósito el destino inyectó otro episodio inimaginable. Frente del misterio en condición pura asocié al dios de mi adolescencia. En tal época, su afición de cazador de hombres malos me causó un estado de fulgor escéptico, cargado de invención y fantasías, protagonizó aventuras en que prefería el heroísmo a la razón, de algún modo homérico. En las contorciones posibles no temía que lo sorprendiera cualquier enemigo, función de aplicar llaves de lucha libre indescifrables, enigmático y sigiloso, consagrado a perseguir delincuentes, vampiros, seres de ultratumba, inclusive en una oportunidad viajó hasta la luna a exterminar millares de marcianos invasores. Cualquier madrugada mientras releía una historieta, me distraía cada dos por tres minutos, imaginando a otros leyendo las mismas palabras que yo. Eso me inundó de ira palenquera, detenida la dinámica de la lectura…empuñé una pena inmensa ese diciembre que tiré varias revistas al caneca de la basura. Por sus dimensiones irreales, por ella misma y por la sombra que proyectaba profané a mi héroe de reputación mundial, sin soportar la separación divagué sonrojado en la negación largos meses incapaz de leer otro comic. Este múltiple drama ya jamás, jamás sería olvidado, creyendo que pisoteaba mis sentimientos evadí mirarlo a los ojos, de modo misterioso coagulé enorme peso en mi corazón. Ahora, él vigilaba ahí, sin oírlo, sin conocer su rostro, capaz de trasladarse a la velocidad del rayo a donde surgiesen problemas policíacos y de ultratumba, con su cuerpo ágil y vibrante erguía una cobra antes de atacar. A penas diez metros de allí, las llamas borrosas de cirios lo obligaban a pestañar para ajustar el efecto claroscuro que provocaba el fuego contra mi inmóvil sombra. Sin llegar a desarrollar su intuición citadina, sembrado de dignidad dirigió la palabra invitándome a salir. Entretanto, allá, encima del altar principal, apartándose el cabello de la frente, convencido de alcanzar la salvación del alma el sacerdote oficiaba La santa misa, a sus espaldas, abnegado de fe otro religioso abría el santo sagrario, seguro de que allí habita El Creador sacó la hermosa custodia hecha en oro sólido, la fantasía más importante del mundo católico, invoca la presencia vivificadora del Todopoderoso. El hecho, la realidad, la historia, atestiguan una aguda interpretación del hombre, al sentir en el cosmos la nostalgia de Dios, encontrándolo en la augusta transfiguración de oraciones que buscan los pasos del Altísimo. El clérigo de corte medieval poseía espesa barba, destapó el desagüe del acato besándola, en gesto de súplica y en absoluta sumisión la elevó a Jehová. En su ambiente etiquetado de santidad la puso en la repisa marmórea del altar, sin verse llevado a pensar en átomos y pasar de allí a la teoría de Charles Darwin, transformado por completo, dobló el cuello frente el oculto simbolismo que encierra esta escolástica forma vinculada a otras, por último, impulsado al cielo penetró a la sacristía. Yo dando la espalda al altar reconocí el cántico litúrgico que descendía desde el coro. A la par santiguándonos abandonamos aquel tabernáculo del Señor. Una vez afuera, coincidimos descender con metódica lentitud las escalinatas, sumidos en locos torbellinos de franjas de nieblas desprendidas de la meseta Iztlazihuatl, mujer dormida. A lo lejos con redoblado fragor fanfarreó el tronar de trompetas de mariachis, fraguó melódico eco brutal a lo ancho de la metrópolis. Las notas musicales que nos perseguían daban en orejas cerradas, de tal modo que, debido al desorden de mis ideas sin ningún sentido práctico y estratégico disparé certera pregunta, destinada a esclarecer el hermetismo de volátil personalidad que ocultaba la máscara de plata. Ahí campaneó el extravío espiritual y el capricho del hombre, servía para acaudalar sus mayores ambiciones terrenales, o contradictorios, confiaba sus flaquezas al disfraz. -¿Por qué usas máscara? Él sintió un subidón cuando su nivel de adrenalina aumentó a cierto punto, cuya actitud conllevó a imaginar que mi interlocutor encajonó bestial patada en el estómago. Primer golpe contundente. Enturbió toda la alegría de la serenidad de su pensamiento tan sencilla interrogación, quizás por eso, su cara de luna llena refulgía con aire de poca suficiencia. Infectado de virus propagandístico, aquel interrogante invadió por completo su procesador mental, lejos de comprender los cómos, y lejos de comprender los por qué. Sobre él pesaban dos fuerzas de energías debatiéndose consigo mismo: la realidad y la fantasía. Apenas daba más crédito a la excitación que a la claridad, opuesto a ponerles resistencia, si, si, si, instigadoras de guerras internas en conmociones profundas del alma. Rendido al demonio de las máscaras clavó en mí sus ojos oblicuos, llevando en la sangre su propia doctrina untó de marcialidad el aspecto de verdugo de Medioevo; de todos modos, crecido contra toda razón temía las consecuencias de sus raquíticos argumentos. Sobre este punto, el santo de mi devoción retorció el temple fuerte y brioso de una bestia que olfatea el peligro, a causa de admitir que encogía tendido fraude. Esto y más, de pie, divinizado a las puertas del fanatismo, desfalco de poca monta existencial legalizado en terquedad, tan convincente que inspiró la apasionante afición de sus lectores. Capaz de despertar y blandir la espada de la justicia, así que, mal que bien, dicha quijotada irreal no tenía esperanzas de volverla realidad, encima de su plateaba cabeza chispeaba la llama del papel quemado. A continuación, observé en sus ojos un extraño y penetrante brillo que me hizo estremecer; a cada segundo, recreábase en la contemplación de su propia caricatura, especuló ser la primera caricatura sería canonizada en nombre de sus fanáticos. A la larga, adolecía de una búsqueda inapta que lo condujera a los dominios espirituales y sujetar el hilo del raciocinio, traer a colación el precepto humano y desenredar el retazo de tela encogido de la existencia. Sería inútil negar, ilusionado por loable apariencia, servía de guía en sus pasos tras el remordimiento de engañarse a sí mismo y a otros, si y no, deslustró la belleza de almas predestinadas a que alguien la influencie, en este caso, los medios de comunicación; cargados de chauvinismo embozalan patético caso del súperhombre, teniendo de fondo la vaga oscuridad de nuestra desolada conciencia. El enmascarado poseído por el ingenio bizantino, retenía el trinar de su espíritu encantado, centrado en el anhelo de Zarathustra percibió en ello una especie de redención para él y movió la cabeza en diferentes direcciones, para dar pasto a la idolatría reveló no comprender ninguna oscilación de su yo. Individuo fantasma reacio a morir, expuso la punta de la lengua y descoció ronco contrataque: -¡Todos los humanos usamos máscaras! La incontenible intensidad del instante lo condujo a especular igual que cualquier hombre, mandándome a medir la vigorosa diversión social corrosiva en este tipo de lencería que, encasilla al humano a no despertar de la añoranza; poseedor de habilidades egoístas teñidas de reflejos amenazadores hacia el prójimo, dedicado a reciclar imágenes peregrinas que morirán en el olvido. -¿Qué oculta el enmascarado debajo de la máscara? Buena pregunta. -¡Todo hombre potencializa sabiduría y busca la comodidad!-afirmé al interlocutor. ¿Era posible que no me oyera porqué la máscara cubría sus orejas? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que me oía! Yo tocado por una flecha divina que me producía placer, en esta oportunidad, parodié las lluvias de los llanos que vienen y van. Buscando el efecto de la luz aclaré al Enmascarado de Plata mi punto de vista: -En lo que a mí concierne las máscaras mimetizan hechizos que conducen a los demonios. A lo sumo, ahí concurren en tropel de ánimas asustadas, el orgullo, la vanidad y la soberbia, cepas de bondad, aspavientos de justicia y rebosantes de lujos ocultamos viejas cicatrices. Si llevamos el soplo de la vida, a sabiendas que la vida está compuesta de sufrimientos y sacrificios, mas no de héroes de papel que veneramos por encima de nosotros mismos, impregnados un poco de su personalidad caemos engañados en la ecuación de un ciego. Viviendo las fantasías, el dolor, inclusive, somatizar la frustración de otros a través de historietas o canciones; son copias originales ya escritas o cantadas. Sin pedir permiso atosigan el corazón de amarguras, derraman la hiel sobre el dulce de nuestras almas, por ejemplo: obedientes a las inspiraciones del dolor vemos el universo colmado de resentimientos, allí dentro está la vanidad que nunca muere; extraviados del bello paraíso vagamos en agujeros negros, canalizamos la perdición en tortuosos caminos, eso sucede a diario; desconsolados de la naturaleza del hombre, incorporamos el odio contra uno mismo, repetidas veces flota en nuestros pensamientos, propulsan evidencias que zozobran en corrientes desconocidas. Esas máscaras no son las nuestras, les pertenecen a otros individuos, refugiado en el yo presente hay que desprenderse de esta pandemia social. A la final, en el espíritu reside la auténtica esencia del hombre. A todos nos consta que el destino otorga de manera nítida los trofeos que merecemos de acuerdo a los esfuerzos. Lo que tú piensas encierra muchas verdades, vulgares o sabias, mentiras o ilusiones sublimes; en definitiva, esas máscaras ocultan defectos, faltas, debilidades y el miedo, inclusive la idea de realidad. Las cuales justificamos al desconocer la grandeza de nuestras almas, renuentes a la buena intención de no asimilar las culpas, recurrimos a la peor de las máscaras, ¡el suicidio! Hay más, Dios cansado de vernos utilizar carnavales de máscaras, magnánimo, envía la máscara eterna de la muerte, bendición de la condensación eterna imposible de esquivar, donde ocasa la noche, la soberbia, la vanidad, la codicia y las injusticias. Sin máscaras el devenir pinta en los humanos una tortura anoréxica. El santo lleno de complejos de superioridad descargó el trasero encima del andén, untado de luz mortecina de faroles coloniales alumbraban el ambiente. A la vez, unísona fanfarria de mariachis empapó la plaza en una loca ranchera ruidosa. Claro que le daba miedo el olvido en la tierra, en fin, nunca tuvo la ocasión de pensar en eso, ya que el miedo al olvido es otra cosa, también, el miedo de dejar atrás algunas huellas de heroísmo…resulta más extraño. Resulta una auténtica suposición decir que, en su mente dibujó la silueta de un hombre sin máscara cruzar avenidas, frecuentar viejos amigos, a la familia, de raíz cortar la prolongación del personaje. Él está sentado bajo la luz de un farol, delante de la catedral. Al otro extremo un grupo de mariachis bien vestidos esperaba la presencia de cualquier cliente. El conjunto arquitectónico convirtió en trasfondo el sitio iluminado por la luna. Y no dejando de encontrase en esta película, El Enmascarado de Plata siempre que releía los cráteres lunares presentía algo negativo, ya aprendida la lección de memoria cada frase, incluyendo las de su creador y viendo la cara de la luna, avizoró desvanecer el temporal de caricaturesca existencia. A través del serpentín de la bruma y disuelto en series de contornos ficticios proyectó la fisonomía de un actor olvidado, tan remoto en el recuerdo combatía contra la máscara. Existe una verdad irrefutable, el lenguaje de las máscaras mata pero no resucita, puesto que por alguna extraordinaria recompensa, todo lo que usa la raza humana son máscaras, incluidas las tendencias de la moda, las cirugías estéticas, la música, la política, el arte, la religión y la codicia ¿qué significan esas máscaras en el reino de Dios? ¡Nada! Claro está, la desnudez del espíritu para resistir la realidad, trae más calamidades a la espera del justo juicio de Dios; sólo Dios, sabe a ciencia cierta que cada pecado contiene la gracia del perdón, el resto, son manipulaciones de la iglesia católica. Frente a tal hipótesis del perdón, albergado en la máscara de la codicia el capitalista pretende respirar el aroma del Creador. Sin entrañas, ni piedad, bebe de la copa sagrada del alma del desposeído, confía calmar el dedo acusador de la autocomplacencia interior escritas con metáforas elocuentes, negado a reprimir la visión de que somos los genios refractarios del mimetismo. Nos quedamos sentados largo rato y para dar paso a secretas deliberaciones enderezó el cuerpo, lejos de regatear dejó escapar una bocanada de vapor del antifaz y me contempló otro rato. En resumidas cuentas, reacio a entender de manera cabal ingirió este monólogo, aquella vez, desatada la conciencia del arrepentido tuve miedo de equivocarme, no obstante, ni toda su intuición, ni toda su astucia deductiva previeron ¿qué haría? Yo siendo poseedor de tanta alteridad que no me importaba cómo actuaba, despacio metí los dedos en el bolsillo del pantalón, mirándolo por debajo del puente de las cejas saqué sin taras, las hojas arrugadas de historietas, recordatorio perturbador de caricaturas reproducían enajenados sueños. No cabe la menor duda que trenzado de franqueza las deposité en sus manos también enmascaradas, perdón quise decir enguantadas, al contacto, relampagueó su fisonomía intranquila, a la espera de un paraíso sin alma, aliciente de lo imposible sin un rostro. Atenido a las promesas de San Miguel arcángel sentí que olía a perfume de Federico Nietzsche, tan bueno para nada lo escaneé, nada leí detrás del color plateado de su máscara. El tiempo de mi interés pasaba de otro modo, a ver sí esta luna tenía cueva paseé la vista sobre el firmamento, cargando con la invocación de vivos y muertos en lo alto viajaba. Nadie conoce igual que ella los llanos, las montañas, los mares, las virtudes y los venenos de la naturaleza en sus tres reinos, ni la manera de usarlos ni prevenirlos. No sin que yo tuviera culpa, doliéndome los males ajenos y olvidando los propios frené la lengua. El santo no esquivó el discernimiento de este analfabeta, héroe zalamero de un espejismo que quiso borrar las estrellas del cielo. Sólo después de un minuto, atraído por inesperada circunstancia volteé la óptica hacia él, sin utilizar una gota de oxígeno tropecé algo inimaginable, recopiló el máximo toque de excitación en esta jornada, acorde a la música flotaba el rostro descubierto de Santo, El Enmascarado de Plata. A escasa distancia agonizaba la chispa de una sombra serena, sostenía en sus manos enguantadas la máscara, agregado a la imperturbable seriedad de misticismo tropical. El viento la columpiaba a los lados, caído en una especie de sopor desconectado de su personalidad caricaturesca, parado en adoquines desgastados por las pisadas de peregrinos. A grandes pasos encontré refugio en un rincón, el más oscuro y exhalé, nos miramos eternos segundos, rígidos, incapaces de pensar. Desde la oscuridad sin fondo alumbraba media cara de la luna entre nubarrones de tormenta; dado el sorpresivo gesto deduje que aspiró desprenderse de mosquetero sello, rodeado de una bruma en espiral y despojado de esa cárcel que lo aprisionaba. Transparente, ingrávido, aquel semblante destelló más alegre, más amistoso, más terrenal reveló que su reputación no garantizaría el respeto por su mundo ideal, basado en un alto nivel de moral. Cualquier cosa que le pareciera a ello, aparte de librar a la humanidad del crimen carecía de todo género de consideraciones de realidad. En constante superchería, intentó adoptar el comportamiento de un ciudadano normal controlado por su voluntad. Ahora, lo que en modo alguno estaba previsto, ni que jamás ocurriese, el efímero sueño quedó quebrantado al volver a colocarse el trapo. Renuente a extraviarse un sólo segundo en la calle de los perdidos, apartado de buenas intenciones también renunció a la rectificación. Esa vez, disminuyó el riesgo de contarme sus maquillados trucos de luchador, con la frialdad del acero extrajo del pantalón otra máscara. Bajo perpendicular luz de la luna, pasados por alto la descripción de otros detalles, él asentado en una inercia de bronce atenuó las palpitaciones de paloma asustada. No sin malicia santona, corroído de impotencia aspiró leer a través de mis ojos los pensamientos; tratándose de un encuentro casual, antes de despedirnos en repetidas ocasiones entrecruzamos varios abrazos. Tendido en la necesidad absoluta de ausentarse con acento descolorido afirmó: -Guárdala algún día la tendrás que usar. En aquel gesto, vi la máscara tan majestuosa igual que un par de reinas en una mano de póker. No obligado a decir nada más estuve a punto de expresarle otras cosas que dejé en el tintero, las cuales consistían en que todo resultó una farsa, qué pensará en la humanidad, quería que la observara, él tenía que observarla lo mejor que pudiera, ya que seguía en deuda con la humanidad y sólo podía pagar evaporándose del comercio, además, estaba en deuda con aquellos que engañó y con todos aquellos que todavía no lo fueron, de alguna manera eso era cierto, pero no era eso algo preciso. Y acolchado de admiración sonreí en una porción creciente de miedo, en fin, él no cambiaría ni con el cambio del cielo. El silencio mortal entre los dos me incomodaba, así que, sin raíz profunda en sus pies volteó la espalda y entró a la iglesia. Un segundo antes de alcanzar la entrada, clavé la vista en sus espaldas con un asombro complicado unido a una terrible conmoción. Él lo sabía todo…todo lo que podía saber de su personaje. Yo no siendo el mejor modelo de estoico heroísmo de historietas, bofeteado por el hechizo vespertino la expedición belicosa de recriminación sucumbió. Menos feliz que ayer esbocé en los surcos de la cara malhumorada resignación. Y pasó lo de siempre con los analfabetas, antecedido del yo actual lo ventilado me causó un revoleteo mental, calentadas a fuego lento no entiendo en dónde herví freudianas reflexiones: empeñado en convencer, empeñado en enredar, desprendido del formalismo las aventé también para usted señor lector, en fin, entiendo que así es la libertad del arte. Para que años más adelante asimismo fuera bastante irónico el asunto, temeroso del sagrado hermetismo de la máscara la guardé en la relojera del pantalón, la cual unida al tiempo tenía una expresión de condescendencia y de recogido envueltos en demencia. Me hizo falta un suspiro para percatarme que también reía. Ya contra el paredón del interrogatorio me interné en uno de esos estrechos pasajes en forma de zeta del centro, molesto conmigo mismo al no concluir la entrevista con Santo El Enmascarado de Plata. Los zapatos reproducían chasquidos desolados en dirección a la residencia. En aquella precisa pisada, alumbraban súbitas explosiones de fuegos artificiales, cada vez más arriba, exaltación de ánimo que genera el fuego esparcido en bombas de colores sobre el cielo, a pesar del fulgor intermitente existe algo allá arriba que lo apaga. Y tras de concluir que, además de todo gastaba las suelas de los zapatos durante ocioso deambular, entonces, opté la línea recta para alcanzar el hospedaje, compadecido de mi cansancio interrumpí la prisa diagonal al lujoso hotel denominado La Patria, edificación blanca de entrada rotatoria, de balcones ornamentados alineados en fila perpendicular contra el suelo. Sin motivos ni consecuencias, bañada de luz la figura de alta categoría social de un huésped recorría el rededor, soterrada en ella confluía una llama muda, demasiado lejos para distinguir la persona que a solas hablaba, su sombra parecía hablarle a otra persona, enredada en suaves bandadas de humo azuloso. El individuo expeliendo humor de perro fumaba, tironeado a la congruencia captó mi curiosidad. En tenaz sobresalto dudé, hasta evalué la misma cara y el mismo cuerpo, tuve dificultad para reconocerlo, sin tomarlo tal cual, transpuesto desde Cartagena madrugó el pasado, haciéndolo inconfundible, tan igual, tan exactamente igual afilió a Luis Núñez, compositor de melodías alegres y fáciles, extrovertido, un tanto pedante y entretenido, hombre de mundo, guiaba los actos del soñador despierto, director de la orquesta Los Caribes. En su casa de La Ajedrecista trabajé de ayudante de albañilería, obtenida la referencia descarté la casualidad sin la voluntad de Dios. Ambos llegamos al mismo lugar procedentes de circunstancias tan diferentes; aficionado a polemizar los verdaderos orígenes de la salsa, considerado el primer Fruco de ritmo tropical, seudónimo que los amigos enristraron por sobresalir de su boca un diente, ídem al muñeco de la propaganda de salsa de Tomate Fruco de remota época. Él lleno de anécdotas divertidas, de sucesos extraordinarios, repleto de frescura, radiante de vida, porque tenía esa gracia de autodidacta que nunca pisó un conservatorio musical, menos mal, generó el espíritu de inquieto músico. Frente a ese albergue, dueño de una fuerza melódica imponente, respiraba atascado en sacoleva escocesa, impregnado de niebla lo aguardaba reluciente automóvil. A su ritmo de andar arrojó al piso la colilla y con la punta del mocasín blanco aplastó de un pisón el tizón; expelía un aspecto supersticioso por aquella capa de bruma que lo envolvía, sin dejar de menear la cabeza chascó los dedos dirigiéndose al vehículo. En seguida, en condiciones de apremio recurrí a pronunciar su nombre. De la mano del reloj detuvo los pasos y salido de la catalepsia del afán, siendo acumulador de perfiles me escudriñó con incisiva perplejidad, tal vez le produjo gran esfuerzo identificar a un adolecente enquistado en un adulto. Apuesto que el señor Núñez no puso en duda que yo me encontraba en una situación de indocumentado en tránsito hacia los Estados Unidos. A medida que me miraba fue desapareciendo esta conjetura y agregó una sonrisa reposada. Ya en posesión de mi cara, vacío de emoción le costó digerir la sorpresa, a su vez, pareció aumentar en su rostro la gestación de cierta idea musical para convencer a una audiencia predispuesta, algo lógico dada la experiencia vivida del artista. Lejos de sentirme incómodo esperé que me reconociera, sacudida la ferretería del pasado, paralelos labios delgados pronunciaron. -¡Pambelé! A través de haces de luces de una bombilla cercana, fecundo de indulgencia me examinó sin entusiasmo, seguía siendo un músico precavido. Yo consumido de impaciencia le estreché la diestra, sobre el pentagrama de su vigilancia canté el motivo de mi presencia. Si no recuerdo mal, arreglándose la solapa del saco la consideró justo premio de la persistencia…por decirlo así, mediante un forcejeo mental aumentó la confianza. En contradanza el ciclo tomó distinto rumbo, la plática transcurrió alegre, evocamos anécdotas de Cartagena, dos paisanos en tierras lejanas, afrontamos azteca impacto cultural, haciendo un esfuerzo por dominarme no esperaba nada de impensable entrevista. Por lo visto, limpiándose los dientes con un palillo de fósforo evitó tratarme con guantes blancos. ¿Drama o premonición? Flotaban en el aire espíritus muertos de chimeneas de fábricas, empañando el ambiente llevaban consigo el frío de la muerte. El compositor en confiado aplomo propuso que lo acompañara a un sitio exclusivo: sabía distinguir la gente mala de la buena. Al exponer la propuesta denotó imperturbable seriedad. Sin abrir el paracaídas para aterrizar en tal invitación quedé boquiabierto, tambaleé en el filo de un exceso de incredulidad, por más vueltas que le di al asunto dudé discutirla debido a la vestimenta. Antes de contestar expulsó una carcajada y Núñez solfeó. -La vanidad convertida en trapos es superable. En el sentido más metafórico de la palabra, expuestas las huellas de tan dolorosa pobreza recurrí a miles de excusas. Cuando, en efecto, rodeándome con el brazo izquierdo los hombros insistió en jovial proposición. A cambio, me exigió discreción, entonces, esperé que llegara la sensación de la rumba y conmovido por el entusiasmo del interlocutor abordé el automóvil. Eso sí, en cuento colocamos el culo en el asiento trasero, propenso al ensueño el chofer encendió el motor, arrugaba chaqueta gruesa subida hasta el cuello para protegerse del frío, embebido en facciones indígenas, devoradas por espesa cabellera que imponía el carácter. Detrás del timón casi encogido miró a derecha e izquierda antes de pisar el acelerador. Perforando el túnel de la noche salimos despedidos del lugar. Ahora a media máquina, atascados en congestionado tráfico vehicular, el músico propagaba el ritmo de la impaciencia en su pie izquierdo mirándose la punta del zapato, luego, estrujó el corazón con notas musicales y vocalizó. -En mi viejo San Juan, cuantos sueños forjé, en mis noche de infancia… bis. No tengo nada qué analizar de la anterior escena. ¡Tristísimos eventos están por sobrevenir que más adelante van a servir de cometarios! Arrastrado a las sombras mi piel peregrinó más ennegrecida al apagarse la luz del techo, alimenté la conjetura de que el conductor esperó transportar alto ejecutivo bancario en lujosa limusina negra, jamás cruzó por su mente un palenquero que vestía ropas baratas. El repentino favor de mí siempre contraria suerte me hizo sonreír al evocar el confort de la limusina blanca de Ramiro Machado. Todas estas consideraciones danzaban en mi cabeza, las cuales son pálidos fragmentos de nuestras sueltas aventuras, por nada del mundo suprimiré inolvidables recuerdos. Y efecto de cazar sueños de gloria invoqué la presencia de Morfeo remasterizando esa perla musical. El hecho de estar allí me preocupaba mucho, algo preciso, antes de viajar, intuía que los hilos principales y más gruesos del destino que unían ante mí a los mecenas debía consérvalos, en última instancia desconocía las sorpresas y secretos del futuro. Alejado de otras escenas complementarias el auto detuvo la velocidad, en esas, sacudí la cabeza para expulsar el sueño, neurona por neurona, tardé algunos segundos en alinear los pensamientos. Esto me llevaría de manera inevitable a divisar la portada blanca de campestre mansión estilo neoclásica de tres plantas, situada en la periferia de la metrópolis; bordeada por altos muros de pinos, transmitían sus jardines oscuros inmensa nostalgia, una amplia franja de piedras blancas hacía resaltar el carreteable que conducía hasta la puerta de la residencia, arriba, fulguraba el aviso, Bienvenidos a los siete mares. Quizá, debido a tantas cosas que ocurrió esa jornada, emplumé el nerviosismo que siente un pájaro al ponerle la mano encima. Más de lo que creía posible, tapizada de plantas trepadoras la maciza verja permanecía cerrada. Mirando el anuncio no dudé en preguntar al paisano en qué lugar escampaba. Ahora estaba ausente, riñó en una triste tendencia por entenderme, relativo a los invariables principios del mutismo evadió contestar. Algo retardado, cumpliendo instrucciones acudió un guardia, resuelto a entrar en suposiciones, recalentaba uniforme azul de paño, tocándose la visera del kepis identificó a Luis Núñez y activó a control remoto la reja. Muy rezagados del convite proseguimos la senda, añejas estatuas sin nariz ni brazos contemplaron la velocidad del automóvil, detuvo el recorrido en angosta rotonda atestadas de vehículos diplomáticos y oficiales, en la mitad brotaba imponente pileta luminosa. Por razones buenas y malas satisfechos de pertenecer a un mundo de quimeras muy despacio descendimos. Una vez fuera, avanzando entre rígidas formas la limusina emprendió la retirada. Otros autos llegaron de modo paulatino mientras nosotros extendimos el paso hacia la puerta principal acompañado del mayordomo, individuo de aspecto aristocrático ya entrado en edad. Yo sin creer o sin querer creer lo que veía, excedidos de contracciones de regocijo en las espaldas penetramos al interior. Creo que serían las diez de la noche cuando llegamos donde no hacíamos ninguna falta. Tampoco a nadie le importaba si llegábamos o no. A los pocos pasos el mayordomo despareció igual que una sombra a través de corredor que daba a la servidumbre, trasmitía a la tela otra sombra en movimiento. En la vaga media luz del pasillo, basado en un conjunto de fenómenos consideré inevitable que afrontaría algo inédito para mí. De repente, el estruendo de trompetas cayó sobre nosotros, enchufado a griteríos de entusiastas mariachis. Y, por absurdo e inverosímil que fuera todo, discutiendo en la mente pugné por serenar el eufórico impacto que me produjo una timidez particular. Esto…esto sucedió en seguida, pisando las pisadas de Luis atravesé poco a poco el hall central, sintiendo el fatalismo que contenían esas paredes no moderé las emociones, de un suspiro a otro el corazón latía desaforado. Allí, cuando la voluntad lo permitió, convencido por mi gusto ansié libar un trago de tequila, acorde a mis afinidades fiesteras. Al salir del corredor apareció inmenso salón repleto de excéntricos personajes faranduleros, más héroes de caricaturas incluido Santo El Enmascarado de Plata, políticos, empresarios, reinas, príncipes y reyes. Sea o no sea ésta la verdadera escena el espacio reproducía el arca de Noé. Más suelto que nunca, asomaba la corona en la mescolanza el gran Faruk, rey de Egipto, el mismo que quería coronar a La Generala, guardaba en la cara sus intemperancias y cambios de genio; hasta el sosiego, dueño de voluntades mandó a elaborar un traje con extraordinaria exquisitez al estilo faraónico. El cual consistía en una capa bordada en hilos de plata, corona de diamantes y pechera en oro momposino, aferrado a ellas más que a nada. A la mexicana, despampanantes conejitas playboy guiadas por Hugh Hefner, a quien envidio más que a James Bond, el agente 007. El segundo sólo tiene licencia para matar espías y criminales, mientras que el primero tiene licencia para amar y enloquecer de pasión a las modelos más voluptuosas del universo. Más agradable a la vista, ellas recorrían el área ofreciendo licor y pasabocas, tras lo cual la represión de tocarlas ascendía a la severidad. En medio del caos, erizados de lujuria fuimos interrumpidos por otro refinado sirviente que nos condujo hasta el estudio. A causa de la claustrofobia y en un vacilante paso hacia adelante, atrasado del libreto antes de ingresar puntué a punto de sufrir un síncope, a su vez, embutida de manera violenta en los instrumentos cesó la música. A prueba de entusiasmo los invitados aplaudieron. El asistente delgaducho y encorvado entreabrió enorme puerta que daba a la biblioteca, sus dos hojas de madera gruesa ostentaban dos cabezas de dragones, sobre las que golpeaban aldabas de cobre, al principio presentí que ingresaría al purgatorio intelectual de un demonio. Al andar de manera lenta no sabía que pensar o sentir, adentro, basado en las más genuinas raíces del concepto de pájaros de mal agüero interrumpimos el beso apasionado de Agustín Lara, amigo entrañable del compositor colombiano, abrazado a la ternura consoladora de María Félix. Pillados a sus ritmos pélvicos en incómoda intimidad. Por lo demás, de tan aturdidora e inocultable postal romántica que a veces sucedía en público, tornóse esporádica y clandestina de meses atrás, sin perder por eso el tinte de pasión y de entrega mutua. Bien que ésta resultase moderada por un plácido fingir que tenía algo de beatitud complaciente. A esas alturas empezaba a sentir el cansancio. Cerca de una lámpara vertical encendida, renuente a sumar estrujando la nariz caté trazos de marihuana, preciso, al percibir ese bálsamo, la pareja faltándole las fuerzas para continuar aquella comedia infernal activaron efusivo saludo. Los amigos en un abrir y cerrar de ojos compartieron abrazos, bohemios obnubilados por la comodidad material, en sí, proseguía el festejo del estreno cinematográfico. Queda poco por explicar antes de seguir adelante. Y de por sentado que, colado en esta película estreché la mano suave de la actriz, sin aparente motivo ni finalidad, cedido a la inspiración metabolicé los impulsos de un poeta transportado al nirvana, unos tres segundos después, descendí de rodillas prisionero en sus aladas pestañas negras. La Generala enfundada ahora en una casaca roja de botones dorados más guantes amarillos, el cabello suelto rodeándole la angelical fisonomía, además, portento cuello incrustado en encaje negro y ceñido al talle un cordón plateado rematado con bellotas blancas. No cabe dudas, en íntimo trato todo cantó romántico, en busca de un niño extraviado la diva escolarizó cariñosa, acentuada en fingido afecto acariciaba la mejilla de Lara, amontonaba inocultable cicatriz. A lo mejor, establecía su incumbencia en toreados sentimientos del cantautor, matrimoniados en la música esotérica de salubres besos lamía la epidermis marcada de Agustín, segura de no ser fastidiosa, restauraba el corazón astillado del músico por recurrentes desaires. El compositor, a sus años resultaba peligroso enamorarse de esa manera, no desistía del propósito que ayer albergaba, de una u otra forma, propenso a desmoronarse en los espíritus burlones del futuro, planeaba revivir la luna de miel del primer matrimonio en Acapulco. Separado de cualquier tipo de injerencia en los asuntos personales de ellos aprecié, engalanaba el estudio un caos de jarrones cargados de flores de variados colores y especies, a media luz impregnaban de fuerte fragancia el ambiente, macizo armario repleto de libros dominaba el entorno, elaborado con roble morado ocultaba las paredes. Al calor de la chimenea, pareciendo esforzarse a su lado posaba una diosa, dueña de una esbeltez encantadora. Y si alguna vez sentí curiosidad esta pareja me la hizo alborotar: lleno de contracción, lleno de entrega aspiré de la diva, el aroma de su perfume embriagador. Y muy alegres y hasta felices, supuse yo. Elegido el aburrimiento de la eternidad con un drama menos entretenido del que imaginó la pareja, volvieron a abrazarse esbozando sonrisas de angelitos consentidos, reflejándose en el espejo efímero de sus ojos cerrados eyaculaban prolongados suspiros, embriagados de dicha etérea, frotaban sus narices muy cariñosos entrelazando el aliento; fustigaban acortar la insoluble distancia a que debían mantenerse, convocados en la pasión mitigaban sus angustias y sus miedos. Un mural de tamaño natural del desierto del Sahara de Diego Rivera pintor mexicano, gran exponente del muralismo mejicano, cuyo arte dependía en su mayor parte de un vocabulario nacido de la mezcla entre Gauguin y la escultura Maya y Azteca. En dicha pintura aparecían ruinas de pirámides aztecas y la ciudad del Cairo, servía de fondo a los protagonistas del idilio. El cantautor en aletargado instante sí juró desposar su amor, su eterno amor, el indetenible amor, en sí, el mismo amor, en su creativo cerebro estallaban melodías comprimidas dedicadas a la vedette, pegadas a su mente en lampazos que lo aturdían en cada palpitación, destinado a explotar esas penas brutales sobre la punta de una ambición sentimental. Desde el infierno de la desesperación matizó un agudo tributo a la caducidad del tiempo, allí, sin piano ni palabras, sólo con un triste tararear, reuniendo los afectos del alma proclamó un cerco ardiente a la polinización de la noche. El dúo en discordia, orquestada por la sinfonía del viento quería flotar desprendida del mundo. Yo parado en un pedazo del universo eso duplicó irreal, susceptible de morbosas interpretaciones filmé a los actores del idilio. El músico ignorante de las trampas del amor creyó estar poseído por mutable mujer, la oía cantar en su góndola alma, avisadora le devolvía la paz a su abultada cicatriz. Luis Núñez bien acicalado, distraído por su entusiasmo, pensaba más en la cumbia colombiana y en la fiesta, la cual retumbaba en toda la mansión. Frente de aquel inmenso mural que años más tarde quedó sepultado bajo pintura de brocha gorda, los novios arrancados por una de esas fuerzas irresistibles abandonaron el sofá. Lara empapado de amor, mucho más amor de lo que creía posible, de cara a su más notable flaqueza, queriendo que sólo lo quisiera a él le insinuó a La Mujer de Todos saludar el grupo de admiradores. Luego de otro beso en la cicatriz, endiosados en literal reconciliación salieron cogidos de manos. Otra vez juntos sonreían, en postura de enanos los escoltamos, mis zapatos de suela de caucho rechinaban al pisar el pulcro mármol rosado, chillidos espantosos que por fortuna no atrajeron la atención de los asistentes, el perfil de los enamorados y la postura les otorgaba la precisión de una postal. Y exaltados de entusiasmo enfocaron la pareja reconciliada, aquellos invitados condenados en impecables vestidos, excedidos de excentricidades usaban pieles de armiño, finos calzados de cocodrilo, botas de culebra cascabel y joyas fantásticas, pegadas en el alma amortiguan el choque y la rudeza de las adversidades. El salón decorado a la moda antigua pintado de azul aguado. Dentro de un ejercicio de autoidolatría, intercambiaban tarjetas de presentación los actores famosos del siglo, los héroes de caricaturas y también Santo, El Enmascarado de Plata. Y a continuación, sonó la música que reanudó el agasajo, bailaban en todos los salones, mis alarmas internas saltaron, vaciado ante el derroche de lujos y pompa simbolicé a un ceniciento, rociado de pobreza en un lugar cundido de placeres y maravillas, inseguro, muy despacio siguiendo el espíritu de la melodía y resignado me adapté a las limitaciones. Sitio donde ninguno parecía igual, pero ninguno de los presentes era igual a otro, estamos aquí ni siquiera seremos recordados, dado que los humanos mueren por el sólo hecho de ser siempre iguales, no por ser recordados nunca, mueren también olvidados. Nadie de ellos conocía mi nombre e irradiado por círculos luminosos de visiones, creando la ilusión del agua en movimiento miré una sombría atracción que no descifré. A medida que pasaban las rancheras, aquel burgués espectáculo teatral representaba un abanico de peligro y fascinaciones, carrusel de un universo de opulencia, hasta donde me permitió el método de acertar anhelé en un sentimiento de piedad, apareciera el hada que encantó a la cenicienta. Ingenuo ejercicio mental para preparar a mi cerebro a una meditación más serena. La súbita efusión de vida me llevó a observar hasta donde a su antojo llega la vanidad humana. El fondo del recinto intercalaba el instantáneo acceso a la nostalgia por los trajes elegantes, apartado de las alarmas del sueño olí banquetes exquisitos y caros, transcurría la medianoche sobre la mitad del mundo, en todos lados manaba el licor; intervenidos de jolgorio bailaban unos con sus parejas, algunos danzaban solos, otros recién divorciados cantaban al bailar, repetían figuras de ajedrez sin peones, yo enmarqué un peón sin ninguna insignia; remansado de tentaciones persistí exaltado al estar cerca de artistas, políticos, empresarios, reyes, superhéroes; asertivo en el futuro sería una de mis jactancias usuales. Metido en este festejo, explotó el llamado apremiante del Pulmón de Acero, Pedro Vargas, tenor de Guanajuato nacido en Chiquinquirá, Colombia, aficionado a degustar lenguas de guacamayas en salsa caribeña disque para aclarar la voz. Ávido de protagonismo mandó a silenciar a los mariachis, bocelado de brocados negros a lo charro mexicano y en la armonía del lento movimiento dijo: -¡El que quiera ser buen charro, poco plato y menos jarro! A cada paso reproducía un tintineo de metales despojado de usual arrogancia, yendo al centro del salón hilillos de sudor chorreaban del cabello, también prisionero vitalicio de La Generala. Sin ni siquiera idea de persuasión, propuso a su rival de patio cantar a dúo una canción a María Félix. Quienes coincidían en las mismas esperanzas que los consumían, devaluados del afecto de la vedette querían desahogar del pecho las penas, dosis escéptica para la amargura de enamorados no correspondidos, lacerados por un dolor enquistado muy adentro, mortifica lastimando el corazón, devaneando la agonía en embriones de cristales rotos. Ellos jugando el todo por el todo, con la temeridad que sólo poseen los inseguros, atados a la cadena de celos aquella propuesta reprodujo más bien un pacto tácito a causa de elegida desventura. A veces el respecto por uno mismo nos impulsa hacer cosas que no deberíamos hacer, tatuado por una elipsis de arrogancia explosiva Agustín aceptó el reto sin reticencia, presto a relatar el génesis del idilio, le proporcionó sensación de vivo goce en una torpe obediencia. En una especie de fantasmagórica acústica, varios sirvientes introdujeron un piano de cola que plantaron cerca de ellos. Lejos de resistirse, en cómodo entreacto el despliegue de personajes aglomerado alrededor, conformó abejas aproximándose a un pastel de miel, distantes de conocer los entresijos de apasionante novela. Traspasado de fragancias el aire circulaba cargado de ciertas cosas opresivas. Más de una vez, indiferente ante el ambiente inhalé el humor de La pantera indomable y lo resbalé a través de mi garganta. Ella apagó la sonrisa y permaneció seria frente a una cosa seria, poco a poco echó la rubia cabellera hacia atrás, espolvoreó algunos falsos atributos de humildad, arrasada por los tormentos de su belleza exhibía los encantos de armoniosas curvas. Para que Dios no juzgara ni castigara sus faltas, volcada a la caridad distinguió a este pobre chambaculero, epíteto de fatal mujer que me estrelló a la realidad del lugar, mucho más próximos roció el sarampión de acrecentar el abismo que nos separaba: ella una reina, yo un ceniciento. De aquí para allá, de allá para acá, pululaban poderosos personajes, todos agotados de risible comedia guardamos silencio. Tranquilo el cantautor tecleó el piano, desde la derecha del salón el ángulo de su perfil y la postura le otorgaba la precisión de un pentagrama, tomó un trago de una copa casi vacía y elevó los ojos a su amigo Luis Núñez, integró la tripleta de ruiseñores, alumbrados por lámparas en forma de arañas colgadas del techo. Yo apenas respiraba, me quedé quieto, sin abrir la boca. En respuestas a las miradas expectantes, real o simulado, exorcizados los demonios de la celotipia el trío afinó impares gargantas. Núñez poseído por el pánico escénico bebió tres largos tragos de aguardiente antioqueño; tomada la temperatura entonaron hermosas estrofas de nuestro folclor colombiano, Huri, harem del sultán, bambuco de autor desconocido adaptándola a ranchera. Quisiera ser el aire, que llena el ancho espacio, quisiera ser el huerto, que esparce suave olor, quisiera ser la nube, de nieve y de topacio, quisiera tener cánticos de dulce trovador. Y así mi triste vida, pasara lisonjera, cambiando mis dolores, por férvida pasión, sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera, quitarme la vida por darte el corazón. Se alientan tus amores, efímeros tesoros, jamás amada mía, tu orgullo he de saciar, quisiera darte perlas vestidas en mi lloro, yo puedo con mi lira, tus horas endulzar. Y así mi triste vida, pasara lisonjera, cambiando mis dolores, por férvida pasión, sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera, quitarme la vida por darte el corazón. Asómate a la reja, hermosa amada mía, levanta la persiana y escucha mi canción, que es hora del arrullo, que ya comienza el día, y ya los campanarios, anuncian la oración. Y así mi triste vida, pasara lisonjera, cambiando mis dolores, por férvida pasión, sultán siendo querido, de Hurí tan hechicera, quitarme la vida por darte el corazón. Qué cosa más extraordinaria que sublimados en viva luz de fragor, abrieron ceremonial eufonía en el armónico equilibrio de bohemias almas. Resplandecía el áurea radiante liberador de desengaños amorosos, tristezas y alegrías a las que ponían a juguetear. Yo, sin adormecer la intriga de estar cerca de bella dama que siempre tenía la última palabra. El bambuco sin interrupción calentó un inusitado recorrido espiritual de remembranzas colombianas. En cuanto finalizó la interpretación de rencauchada pieza musical desgajamos atronador aplauso. Agustín desplegó una mueca torcida de complacencia, levantó la frente adornada por un bucle sedoso de su cabellera plateada, mirando todo de reojo delineó el extraño aspecto de cisne sentimental. Pasó más de un minuto en aquel estado de extrema ternura en presencia de cientos de ojos que lo observaban. Detrás del piano, antes de ponerse de pie, frunció los párpados para ver sólo la horripilante verdad, reconciliado al público recaudó algo inaudito, temblorosos dedos seguían hundidos en los dientes blancos del instrumento, dientes que cantan a la alegría y a la tristeza, contrasentidos del arte. La Diosa Coronada de Agustín, creadora y dueña soberana de su terquedad desapareció similar al escapista Harry Houdini. Esto es lo que llaman la jerarquía de necesidades sentimentales. En el agitado centro de su propio huracán, viendo que la curiosidad iluminaba el iris de los presentes, entrechocando los pómulos ajados perpetuó derramar palpitaciones dolientes. La lluvia goteaba al otro lado de una ventana abierta. Sintiendo que el exceso de rabia le quemaba toda la sangre y depositándosele por fin en la garganta, una espesa saliva agridulce y al tragarla experimentó un escalofrío al pensar lo que significaba la ausencia de su inspiración. Inmóvil en el aire, la explosión de la ausencia lo derribó, golpeó pensativo las teclas del piano, velado por un vaho de impotencia que sugería vagas vacilaciones. Acto seguido, bebió un trago, trataba de equilibrar las emociones, luego, volviéndose al público sin levantarse muy encorvado, de su pecho traqueó quejumbrosos sonidos mecánicos, anticipó que las cuerdas del piano jugaban a desatarse detenido el latido del corazón. El reloj campaneó la una de la madrugada, espabiló en sus vistas tenaz crispación tal que me preparé a verle llorar. Aparte de tantos sentimientos encontrados, sentí que la intensidad de la pena ajena me oprimía y me sofocaba. En contrapeso desbordé la intención de consolar al compositor apabullado, tan creativo y acongojado al extremo que derramó lágrimas. Aquel llanto diseñó activar toda la amargura del compositor, en la línea de fuego del desamor partió despertando desolados ecos. La soledad del mármol magnificó el retumbar de sus pisadas, a tal desenvoltura que, muy molesto convocó a los sirvientes. Apresado en una sombra de venganza, retumbó horrorízima su voz inquiriendo si ellos sabían el paradero de su amada. A escasa distancia respiraba el mayordomo anciano, detrás, una docena de empleados bien elegantes con vestidos de lino negro y sus manos en los bolsillos; cantándoles las tablas de multiplicar encendió un cigarrillo, sus ojos endiablados despedían centellas. Al no obtener respuesta alguna descansó en sus hombros el mutismo de leales sirvientes. A flor de piel la impotencia por no poder controlar a La Mujer de Todos de nuevo escurrió su sombra encima del piano. En simultánea, aventada una espiral de humo del tabaco envolvía a los dos apoyado en las puntas de sus zapatos. Más abatido que cualquier enamorado, entregado al rencor reventó doble fealdad inservible para el adiós; aunado a estas transgresiones de faldas y avergonzado de su dolor aguardó en vano un consuelo con ansiedad evidente. Entretanto, succionando sus Marlboros los invitados alinearon alejarse despacio, no sin antes, en indiscreto rumor de comentarios sentenciaron el final del romance. Dicho esto, transformado en un horrible monstruo deforme el compositor descargó sobre ellos el enojo de su fracaso e inquirió: -¡Partida de gotereros, a la calle, no hay cama pa’ tanta gente! Acabó tan pronto que nadie tuvo tiempo de reaccionar. En dos segundos largó a todos los fiesteros. El camino hacia el desamor discurre en descenso y cualquiera que lo sufra le conviene olvidar bastante rápido, acordarse de llevar en la espalda la cruz del desengaño y acostumbrase a la idea de que cuando llegue otro amor, si es que llega, esperar otra fuerte desilusión. Dando unos pasitos adelante, saboteado por la desventura y dominado por tremendas pasiones que lo agitaban, en esas, escuchó pisadas aceleradas que provenían de penumbroso pasillo. Una irrealidad sentimental fluía cernida en toda el área. Agustín juagado en lágrimas aspiró el aroma de su ilusión acorralado en el círculo de la infidelidad, sólo obedecía a la luz tenue de vitrales góticos de la mansión neoclásica. Justo detrás de él, encadenado a las sombras surgió Santo, El Enmascarado de Plata, convertido en una repetición de sí mismo tomó la precaución de apretarse la máscara, su dental modulación reproducía el silbido del escape de una tetera, jadeante, predicó la enconada persecución que desarrolló para desenmascarar el abusivo que raptó a La Diosa Coronada de México, sin duda él también tuvo miedo de saberlo. Volví a oír su voz, esta vez más lejos, ni tímido ni indiferente, compaginó su identidad enigmática. -La secuestró el aviador. Ignorando sus hábitos observé al polifacético Howard Hughes recostado a las paredes del salón, aproximándose a la sagacidad de un detective en asecho, sonreía sin aflojar las mandíbulas. Una vez allí evoqué a ese individuo que merodeaba el teatro La Blanquita, enquistado en un peregrino que demanda posada, desprendía de sus atuendos el aroma de las estrellas en una dicha disonante. A Santo en el espacio que separa el pelo de las cejas le nació una arruga horizontal, más manoseado que el dólar acertó aclarar: -Avisté a los traidores escapar en un Ferrari rojo a toda velocidad, -continuó, rascándose la espalada y el abdomen, similar a un mico atacado por abejas africanas- Tuve que arrogarme sobre un matorral de pringamoza para líbrame de una muerte segura. Y, eso por extraño que parezca estaba ocurriendo de verdad. Arrancados del piso poco a poco los amigos prolongaron los pasos, sólo quedamos el cornudo, Luis y yo, El ceniciento. En la abertura del estudio un agonizante sollozo estalló de su garganta, absorbido en sí mismo incapaz de odiar, tampoco a perder el recuerdo de lo que lo aliviaría a olvidar, condenado al precipicio para odiar u amar hay que estar vivo. En un impulso destructivo, empuñó una copa vacía, al tratar de exprimirle sangre aparentó que vagaba muerto; desprovisto de la vitalidad de un loco rabioso, dejándose tocar por la tentativa del suicidio rasgó los dientes del piano, rechinantes notas diseminaron un frío fatal, holgaron la inmensidad del cuadro descrito: tan ciego, tan estúpido, tan masoquista no comprendió la complejidad de los sentimientos de una mujer. Recapitulo las ideas, afligido por la brutalidad de su prisa convenció al cartagenero que lo secundara en descabellada aventura. A diferencias de muchos, supo que en alguna parte de ella debía estar alguna lógica, de la cual no podía dudar. Pero dudando de su capacidad de dudar, estancó los ojos extraviados en dos ojeras de ónix, ahí estremecía encriptada la sombra del obsesionado, preparaba marejadas del espíritu amenazaron desatarse. Estaba insoportable, cada segundo peor que el anterior. Ya que su instinto no lo engañaba indicó tajante decisión a los empleados. Muy preciso llamó al conductor apodado Resorte, cómico de la época, tenía algo de infantil y de imbécil en su actitud, artista de infinidad de emociones que estaban a punto de aflorar. Allí arriba, disparado por la ley del alcohol, dando tumbos de borracho, acuartillado a lo charro mejicano bebía licor de inmensa botella en forma de tetero, ajeno a lo que sucedía descendió a través de la escalera antiincendios. El cantautor encuellándolo de la camisa lo mandó a preparar la camioneta Dodge de platón, divorciado de cualquier trazo de urbanidad le vociferó la parrandera misión. Más tarde, lanzado de reportero gravé los detalles para no alterar nada, esto ocurrió en segundos. Diligentes los sirvientes subieron el piano al vehículo, más una caja de tequila. Para mí pasmosa incredulidad me exigió ascender al palpitante escenario de tristeza, frente a las premoniciones, aseguro que la originalidad me asombró. Dejando un reguero de humo aceleró el chofer, dentro de una transferencia automática de perplejidad profanó el desdoblamiento de La noche de ronda. Yo negado a pelear contra el itinerario de la jornada, por lo menos tuve la oportunidad de amenazar al itinerario con un puño, en acción defensiva, pensé ya puesto el carro en marcha. Sonsacado de la rutina boxística estaba preocupado acerca del medio para volver a la ciudad. Kilómetros más delante de Cuernavaca, ciudad de la eterna primavera, prendido al derecho de contar las estrellas, veía el estertor de un compositor caído coronado por ellas que abolió mi papel de ceniciento. Las montañas asomadas en el horizonte parecían pegadas a una pared oscilante de luceros: serena, silenciosa la bóveda del cielo lucía el esplendor de su ropaje nocturno. Proclive a inventariar contabilicé mis zapatos completos, el cantautor trajo consigo una caja de tequila, no sé cómo rompí el cordón umbilical del alcohol al no consentir beber. Destinado el licor a sofocar el fulgor sin orillas del despecho ellos brindaron. El tequila en lugar de ayudarle a olvidar, lo conducía a un recordatorio mudo y constante de María Félix. Aquellos baladíes cantos recobraron fuerzas, emparejados elevaban voces y copas, copas llenas hasta los bordes de amargura. Cuanto más cantaba, más compasión sentía de sí mismo, sin librarse de aquella sensación de frustración. En dirección hacia el océano pacifico, rauda e idéntica a una lechuza de ojos brillantes la camioneta rompía el vientre de la oscuridad. Agustín licenciado del siquiatra tocaba el piano, remangado hasta los codos gesticuló de perfil y por fin sonreía, preparó de antemano para él un gesto, una palabra, algo que aliviara la pena o que la hiciera comprensible. Yo a causa de eso sentía hacia él una curiosa amistad y familiaridad, además, muy simple, porque estaba allí por causalidad y porque de modo absurdo, sin motivo me invitó a subir al vehículo. El cielo estrellado lo hizo reconocer que ningún hombre domaría a La Pantera; aquí, ayer, hoy, mañana, perdidos en la carretera que conduce a Acapulco, fuimos alcanzados por una tempestad de estrellas confundidas, no obstante, empozado de luces desenterró del piano un burujo que siempre me será familiar. A la cabeza del desenfreno y embotado de licor la brisa lo despeinó. Yo estancado en un éxtasis mudo avivé los sentidos por el aroma de marihuana. Hecho para nosotros también para nuestros antepasados, a medida que avanzaba el vehículo, bello, encantador, retrocedía el soberbio resplandor de templos de los dioses aztecas. Suelta la espoleta de la granada de la adicción disminuyó el ritmo del canto y explotó: -Traída de La Sierra Nevada de Santa Marta, la mona. The golden grass, la mejor del hemisferio, la inmortalizaré en soberbia canción titulada María Bonita. Aparte de nosotros, otros carros iban a toda velocidad rumbo al mar. El compositor afirmado en su tragedia tendió la mano para recibir otro trago del paisano, la niebla conjugó a cuajarse en la autopista. En comparación a los sueños, asimismo imprimimos sombras bohemias. Desde todos los puntos cardinales, unido a ella por cuatro cuerda invisible e irresistible, el pianista encendió relajante cigarro de hierba bendita, a punta de humo le devolvía la vida a esas notas musicales expirantes, renacían empinándolas a las alturas. El caso es que sucedía eso, requemado en mis debilidades saltó el interruptor del aliento, por más que no quisiera gateé a olfatear, parodié a cual perro faldero obediente. Esa vez, demasiado claro, demasiado abrupto corrí enchúfame a la alucinación para navegar en una nebulosa de estupidez, ruta de escape de alcances metafísicos, emperatriz de barata amargura de la inspiración. Y hasta hoy guardé todo esto en una especie de secreto notarial. Una brisa helada socavó mi resistencia, implicado en una misma historia tracé mi precipitación hacia la tumba: regueros de posesión que mi memoria alojó en brechas reprimidas, y yo, por más que me tapara los oídos, seguía oyendo esas canciones a través de mis manos. Ya ansioso, ansioso de quien anhela calmar la ansiedad que parece ser un mal universal, tirado en el camino de mi propio deseo consideré importante cambiar de actitud. Sin pretender, supongo que anclado en tentativa irracional de justificación sentí la ductilidad del alma. El compositor demacrado de repente su rostro y el timbre lúgubre de su voz conmovía, el contacto de sus dedos huesudos con el piano entornó significativo, retenían sus pensamientos y sus angustias. En un reconocimiento de la fatalidad presentí el avenimiento de un suicidio. ¿Acaso podía esperar algo distinto? En cuanto a mí suerte que, también estaba mezclada en ello, apenas me preocupaba, extraño estado de espíritu el mío. Y envilecido por el humo activé el mecanismo obsesivo y enseguida me hundí al coro, cual tres tristes beodos, un trio de idiotas cada vez más tristes al cantar, no obstante, yo cantaba lejísimo de entrar a la categoría de gigante musical. Jugando a la ronda, bien entusiasta descorché otra botella y bebí. A los pocos minutos, sintiendo abrirse bajo mis pies una enorme insondabilidad que siempre me aterroriza y temblándome las rodillas aspiré hierba colombiana, para colmo de males, el resorte del mecanismo de la prudencia reventó. Aquella noche después de varios toques de la hierba medicinal, admiré en un ventanuco de cielo empañados a Dios y el diablo, turbas de sombras enracimadas de santos y demonios bailaban detrás de ellos. Lucifer de perversidad infernal y vengativa, acarrea desde la creación del hombre en sus alas, innumerables males sin producir ningún bien, orgulloso de mí accionó leyes ocultas a punto de hablarme. Jehová de humor peregrino a cambio volteó la espalda, sospecho que hizo lo mismo con su hijo Jesucristo. Me encontraba lejos de la patria, en un país extranjero, supeditado a los recursos del empresario boxístico. Antes que llegara otro peaje, apoyado al piano sobrecogido parpadeé para borrar esa clarividencia de medianoche. Hasta cierto punto, envuelto por el humo infernal de la marimba, pulsación a pulsación no percibí por dónde descargué tal revelación. Juez y verdugo juntos, cotejando la luz y la oscuridad sin equivocación rastreaban el rumbo de mis pisadas. Para colmo, ya respiraba en la misma onda de ellos. A lo malo, muy a lo malo la adicción me anegó, partiendo del centro de la voluntad idéntica a una presencia física, no dando largas, lanzado a la guerra de sufrir apelé a irónicos motivos para prolongar el festejo. A veces el ondeo de mi mano al cantar destempló enjugar y disolver aquellas lágrimas de Agustín Lara, quien cada vez más distante de México D.F., tenía el Cristo de espaldas, amoldó en su corazón el desamor y la creatividad musical. Los ojos estaban nublados de recuerdos, inmerso en una agonía de miedo y desesperanza, puestos a funcionar los mecanismos de la aprensión sacudía el piano. Y quizá porque ya no le importaba tanto, opuesto a la revancha entonaba el relato de su desventura, tal euforia desenlazó una serenata que más bien establece indudable mentira de piedra, María Bonita, la cantó con una arrogancia desesperada. Miles de melómanos juraron que la dedicó a La Generala, torbellinos de periodistas continúan equivocados. En contadas ocasiones, descifrando el sentido del plural lo vi aislarse de sus pensamientos, conectado al piano sollozando en las penumbras, mostró la dramática tensión entre objeto y sujeto, combinación onírica de amor y el desamor. Adversarias corrientes magnéticas que atraen y repelen a los enamorados. No cabe la menor duda que fumado el cigarro entró en éxtasis. Encima, indiferentes las nubes dibujaban doble sensación, melancolía y turbación, confluyeron a plasmar el don del consuelo de su angustiada existencia. Así lo deduje de acuerdo a la impresión me produjo el ambiente. Al advertir en él cierto mal humor, bajé el tono en mi alegría, de lo contrario me desbordo de modo incontrolable. En estas palabras reconozco que divorciados del suburbio unimos nuestras gaseosas divagaciones. A la distancia emergió algo inexplicable, desde densos nubarrones fulguró impactante faro de luz; en zigzag eludía fenómenos celestes, ¡ay mi madre!, colgada del cielo volaba esa fantasía peligrosa, presentí un espectro errante de extraterrestres mundos, o resucitó el dragón del humo condensado en cíclope que venía devorarme. Absoluta subjetividad no atribuida a mi subconsciente alucinado. Sin conceder tregua el destello anegó nuestras cabezas de terror, en esta encrucijada, pisoteando el miedo distinguí, trazaba una danza bruja en acrobáticas piruetas. Señor lector no interprete que el fenómeno fuera un efecto del alucinógeno; revuelta la lengua en el estómago vimos surcar un monomotor de exhibiciones aéreas, sin exagerar, pasó raspando nuestros cabellos de manera temeraria. A mi lado Luis Núñez, seguía sentado tras el piano Agustín, más o menos, contraídos en una expresión de zombis, expusimos labios abiertos de asombro. Más negativo que el apóstol Pedro, Resorte, el conductor, también bastante alterado detuvo la aceleración, dicho aeroplano taladró la oscuridad profunda del espacio convergido en una estrella fugaz. En un indeciso temor y asustado de nuevo brindé, sea cual fuere la razón, recurrí a este sofisma para restaurar la confusión de las neuronas. Esto traduce, una determinación inexorable del riguroso desprecio a la realidad. Uno tras de otro, resbalamos tragos a través de la garganta salpicados de rocío. La exaltación de los sentidos me llevó a pensar que tal hecho era una ilusión de la noche, o la osadía de un demonio errante de la segunda guerra mundial. En esas, por muy alto que volaran mis fantasías, de manera aparatosa resonó el bramido amenazador del motor. A medida que giraba a la izquierda, nosotros viramos hacia el sur y nos rastreó el chorro de luz. Y lo que vimos helo la sangre, jamás imaginamos que las cosas llegarían a tal extremo que, constituyó la auténtica e insoportable tragedia final. Colgado del infinito y viendo el mundo patas arriba cada vez que hacía tirabuzones al monomotor fanfarroneaba el aviador, de esa forma perseguía el objetivo de la totalidad que es el individuo, en otro estadio, el individuo no necesita para nada la totalidad. A simple vista surcó la oscuridad demasiado rasante, tan rasante que apreciamos la cabellera rubia de María Félix, también el perfil del piloto, por los accesorios de vuelo propagó la impresión de que existía otro tipo enmascarado. Hacia las tres de la madrugada, por si eso no fuera suficiente, para alborotar la impaciencia melancólica del instante, El flaco de oro removió el embuchado, sin vacilar, bebía a raudales sorbos a pico de botella: transferido a la miseria sentimental e impedido de escalar las nubes para rescatar a su esquiva estrella fugaz, por desgracia, adepto al dolor también fumaba acelerado. Aparecieron dos líneas rojas en las cuevas de su nariz, más gotas de sudor en la frente, ella teniendo que ver con su inminente éxito y subida a la gloria. Yo contemplé dos escenarios. El de un aviador que raptó a la actriz para pasearla a través de un ambiente sideral, contemplar el universo desde alturas inimaginables. Quizá quería más que eso, posterior a las nubes, libre de las garras de la gravedad hablar a los luceros en la búsquela de un paisaje celestial, al estar allí cosechar girasoles del jardín de Dios, además, vagar en las conjunciones galácticas. Capaz de inspirar a otros hombres, palpar el movimiento seductor de la noche, en pos de ilusiones fallidas encontrar el consuelo de los ángeles. Más comunicativa, más relajada, más liberada dentro de sucesiones de aventuras románticas desenfrenadas, a voluntad, eligió el testamento estético que siempre anheló, volar alejada de ataduras conyugales, adelantada al devenir justificó el ilimitado alcance de su soledad, confundida en la galaxia expansiva de tantos amores fugaces. El otro escenario, la trágica imagen de un músico de huesos blandos, flaco, de nervios trémulos, encorvado que usaba dentadura postiza, caracortada, sin sangre, sin músculos, ni aeroplano, soportaba el peso hiriente de la monotonía de un cielo encapotado, sentado detrás del piano sólo afinó recordarle a la vedette la ciudad de Acapulco, bebiendo en la copa de la amargura la veía enjuagar estrellitas en aguas del mar. Distante de elaborar cosa distinta, edificó un teatro de brutal dramatismo que expresaba la desventura… -Si una mujer es capaz de inspirar amor a un hombre, debe ser capaz de inspirarlo en otros. Amar o ser amado no significa un suicidio, sino, el verdadero suicidio sucede cuando el enamorado sólo cree que esa persona es la única que podrá amar por siempre pese del desamor. La naturaleza estratégica de este pensamiento no despejó la confusión. En la misma posición juntó los pies temblorosos de fiebre y ansiedad, alojado en un vacío asfixiante recorría el infernal ardí del camino de la autoliquidación. Luego, un silencio, la tregua de quien recorre el espinoso sendero supremo de la creatividad, estaciona la felicidad y la amargura de artistas que granizan su legado de arte. En el desenlace de los hechos, aquellos atormentados por pasiones amorosas, descubren la necrofilia poética, dibujan desde la nada la ansiedad. Ya activos los circuitos de los sentidos, esclavizan de manera póstuma sus corazones, conexión necesaria de sentimientos. Al parecer, hacen palpables las huellas de su desilusión, y ofrecen a la humanidad exquisitos versos de paraísos amargos llenos de añoranzas, llenos de desconsuelo, llenos de insaciables anhelos. No tan subliminales, amaestran la marcha de sus obsesiones en máscaras dolorosas. Dado que todo es un ciclo que tiene final, el flaco de oro a medida que el torrente de composiciones lo inundaba, la mayor parte eran incoherentes. No significaba que no pudiera elaborar unos versos despechados, más bien, sucedía que su cerebro estaba acuchillado, y un cerebro herido es incapaz coordinar ideas. A los dos minutos, cada cual concentrado en su propio trance existencial, cada cual obsesionado por su propia obsesión, cada cual preso de grandes torturas, cantamos locos y ampulosos a María Bonita, cada vez que descendía el aeroplano, a su paso la jungla de nubes absorbía a los amantes. Todo aquel esfuerzo desperdiciado porque ellos no escuchaban. Ya enterado de la terrible traición, el músico de vez en cuando, tornaba la vista al cielo, parecía arrastrar y conducir con sus ojos las lágrimas de él a la consideración de Dios y de su infinita misericordia. Y así entonando, el novio ultrajado, desprendido del féretro desencadenó boleros enlutados que imprimían la traición. Al vocalizar suspiraba con tristeza deslizándose a la inmensidad del fango que atravesaba. Encima de nuestras cabezas, relámpagos rasgaban el nublado, en ese desarmonioso mismo instante, adiestrado de profesionalismo rasgó sus vestiduras, en vano, derramó lágrimas de ternura, aquellos dientes blancos del piano vertían tormento, puesto que extasiadas melodías herían el valle. Agustín Lara sometido a un electroshock sentimental, regateó silenciar los violentos latidos del corazón pulsando con histeria las teclas; de modo simultáneo el tono de su voz daba escalofrío, corroído de dolor evocó la inmensidad de sentimientos de un poeta enceguecido por el sufrimiento, atrapado en inmensa transición entre la esperanza y el desconsuelo. A partir de aquellas dramáticas melodías y unas letras salidas de sus entrañas, imprimían ese sinsabor adolorido de quien posee el desamor. O a lo mejor era el desamor quien lo poseía. Luis Núñez decorado de solidaridad y puesto escena posó la mano sobre su hombro, anhelaba trasmitirle la caricia mustia del ánimo, en tenaz insistencia de exonerarlo de esa humillación que no merecía. Lejos de la gente, hasta cerca de Acapulco, aferrado al piano, encogido, escalofriado, en una especie de barrido sentimental anhelaba proseguir con la mudanza hacia el océano pacifico, vastedad de aguas intranquilas. Y a veces, en acecho, yo, escuchaba la maniobra infalible de sus palabras, más clamorosas que una denuncia. El flaco de oro modificó la actitud, en señal de disgusto selló de manera violenta los dientes del piano, tenía los párpados inflamados, los ojos algo salientes y muy cerrados, parecían no observar nada de lo que sucedía a su alrededor. En su rostro, la cortada desde el labio hasta la oreja precisaba los sentimientos que le impulsaban. De acuerdo a su situación rumió frases sueltas peinándose los cabellos, descartado en las transacciones románticas de La Mujer de Todos postergó acomodarse la caja dental, sin duda, también conjuró la pujanza del deseo. Ellos evadidos del presente insistieron que los acompañara a la ciudad de Acapulco. El caso es que, clavado en el poste de mi voluntad deseché la oferta cantinera, resolví no romper la porcelana de mis sueños al superar la demanda etílica, convenía elegir, ascendente la rumba o el boxeo, llamado a la recesión fiestera, bien alegué que continuaran el itinerario. Mientras estrechaba sus manos dándole la despedida, el marco estilístico del amanecer saltaba próximo a colgarse del cortinaje del firmamento, también, interpuse que, esa fecha el empresario programó el viaje a Tijuana. Al compás de música despechada, más excedida de drama terminó la épica aventura, yo, destazado por la desolación de Agustín Lara, encontré una réplica ajustada a la esencia concreta de todo lo anterior. Exclusivos, el mundo interior y exterior choca dentro del hombre, adaptados al sentimiento del individuo, inducen a la conciencia de la presunción, atrapada en la marea del alma, donde circula la inescrutable ley espiritual que carece de punto de llegada. El compositor, al yo poner los pies en tierra una puñalada de dolor y nostalgia lo atravesó, muy descompuesto reprodujo que recibió un golpe físico, después volvió a girar hasta quedar frente al piano. Unido a un deseo, intenso, apasionado, impuesto por la idea del regreso, presentí algo que por lo menos podría suceder. Es posible que existía una combinación de presentimientos que conduce, a un inusitado esfuerzo del subconsciente, para que a efecto del alcohol, el individuo finalice en la intoxicación del desenfreno o algo así por el estilo, no sé, pero esa mañana, pese de embriagarme no terminé en el desenfreno, por ende no detuve la filmación de esta película. Y no siendo un acto de simbolismo de buena voluntad, desvanecido el conjuro etílico caminé entre la neblina del sitio, cerniéndose en mi piel una especie de rara condensación rociada, sin saber bien porqué, detesté la atmósfera contaminada del lugar. Desde la superficie dormida del pasto brillaban millones de ojos dorados, vi en ellos al universo con todos los colores nuevos. Así, de buenas a primera, seguido de un gran borrón tabernero, al parecer causal, volado de justificación me acomodé el zarape sicodélico del conductor, lo demás no importaba, pisando el suelo le saqué regocijo campesino, no demasiada húmeda temblaba en la ruana algo agrietado, de una media vuelta les di las espaldas a los viajeros. El dúo insistió que volviera el escenario de la tristeza, no porque les importara un bledo mi suerte en aquellos momentos, sino porque al quedar solos muy pronto la estúpida comedia terminaría. Ellos, pertenecientes al ancho mundo cantaban en la espiral del sentimentalismo, tomando sorbos de tequila no renunciaron a la desilusión, fatigados y soñadores, roían la virtud de entonar la más desoladora ranchera: -Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme, y aunque yo no lo quisiera voy a morirme de amor, cantaré por todo el mundo mi dolor y mi tristeza…bis. A nivel artístico, la canción fue interpretada con fragor de carácter despechado. Puesto en el lugar que me correspondía, siempre detrás de una inexpresiva máscara de estupidez, muy consciente estuve temeroso dejar escapar la oportunidad de fiesta y me alejé pisando semillas de trigo que jamás germinaron, al sonarme los mocos el vehículo partió raudo y veloz, incrementó la velocidad en dirección a su destino, vencidos a las pretensiones de vaciar del pecho al mar sus románticas angustias, allá, bañarse sin sosiego en un brusco florecer del espíritu, en cualquier caso daba igual. La camioneta alejándose arrastró consigo boleros ofrecidos al sufrimiento. Poco a poco esas notas musicales huían detrás de ellos; guste o no, persiguen con mayor encono a los desdichados de amor. El intérprete a pesar de carecer de posibilidades, no perdió las esperanzas de reconquistar el amor de La Generala, a medida que elaboraba composiciones que repetían su desgracia, era un sobreviviente a todos los cataclismos, a todos los derrumbes sentimentales, la obstinación de Agustín Lara, en cosas de amor, una vez despertada, ni siquiera parecía a la de un guerrero samurái, más bien era idéntica al agua que fluía y daba un rodeo alrededor de los obstáculos: o los atravesaba o por debajo buscaba el lugar de descanso de su espíritu. No teniendo el deseo de ser sino lo que era, sólo quería soñar con el retorno de La Mujer de Todos. Por eso, para los propietarios del bar & grill California, su presencia se convirtió permanente, casi en liturgia, entró a formar parte del inventario del negocio: todas las mañanas, a las nueve en punto, tomaba asiento en la mesa más alejada, pedía una botella de Tequila, exponía una mirada severa, pálido, con la cicatriz rojiza que le atravesaba la mejilla, luego, pensativo, fijaba la vista a la entrada, a la espera que apareciera La pantera, cosa que jamás sucedió, sin hacer caso al paso de los calendarios. Y sabiendo que a veces el amar resulta ingrato, bastante enfermo, de regreso a la mansión en las afueras de México D.F., tumbado en la cama, despierto y reducido a un amargo penar, a escasos meses sobrevino la pesadumbre y murió leyendo un breviario de paz que lo ayudó a la buena emigración de su alma. Dentro del orden de dichos sucesos relaté la impresión que guardo de lacónica despedida. Horada a la propia naturaleza imperó la dureza del desengaño, embrollo que el destino depara. En esas condiciones, sin avisar surge el consuelo en madrugadas amargas de intrincadas configuraciones, en simultánea, acuden a borbollones soluciones absurdas. A la luz del sol, el estómago en aquel sector reproducía una masa estremecida y enferma de cólicos de caballos. Estaba perdido, estaba tan lejos de la capital. Aquel anhelo de pertenecer a cualquier lugar me ayudó a calmar. Y antecedió largo rato hasta que apareció un autobús desbaratado, propagaba el estrépito de una caja de cubiertos. A la colombiana, inspirado en la guerra del centavo el conductor abrió el acero de la puerta. Sin correr el riesgo de pudrirse, infringida la discreción varios pasajeros asomados a las ventanillas me calibraron. A prueba de chismes, huyendo de sarcástico brillo de sus ojos subí sin ocultar la añoranza, fuera cual fuere las consecuencias, ignoré lo que tenía que enfrentar a la vuelta de la montaña. Hasta cierto punto me acojo a lo que recuerdo, en fin, ésta es la continuación de la historia. Más de una vez, arrancó muy brusco el vehículo que me hizo tambalear, pese a las sacudidas de golpe recobré el equilibrio agarrado a dos sillas. En medio de todo y de todos, algo furioso ocupé el asiento trasero, frente a la situación, sentía un ramalazo que me recorría la sangre; debía ser por la falta de licor, pensé. Entre el estrepito chatarroso, también aturdido por la sonoridad de rancheras de parlantes a todo volumen, y abarrotado de furia referencié al chofer; ganándose el pan de cada día exponía un hombro caído a la izquierda, remachó el aspecto que adelantaría incontables carros durante el trayecto. En fatal naturalidad divisé la lejanía, a impulsos irresistibles de insomnio conté caballos en matorrales montados por campesinos rebeldes, galopaban lentos y en mugrientas ropas remendaban la pobreza. El guía, sin perder su pétrea expresión, encabezó la caravana el comandante Ernesto Che Guevara, oriundo de Argentina, ¿sucedió, ayer, anteayer, u hoy? Bueno, qué importa, y quién sabe dónde. El médico guerrillero reacomodó su negra boina vasta, no, él no comía cuento de esos cocinados del consumismo general. Esto sí que era auténtica personalidad, el calor pesaba sobre sus hombros, propenso a soñar con revoluciones sociales, terminaron enredadas en la maleza, ruidosas ideas que asesinó la represión militar, crítico del sistema capitalista abogaba a favor del socialismo, contento consigo mismo su insolencia la atusó de poblada barba. Para ser un guerrillero que hacía autostop, chupando enorme puro a lo Winston Churchill, calaba ojos claros en los cuales ardía el fuego de la esperanza. A fin de cuentas, fue lo único que sobrevivió en la memoria popular y el inconsciente colectivo. Otra chupada, otra chupada más al tiempo que, en esas pendientes agrestes espueleó a la bestia asido a las riendas, recorría esta región en que moran y cohabitan los dioses Aztecas, interesado en investigar el efecto de Emiliano Zapata, templo propicio para los goces platónicos de una revolución. Jamás olvidó que en la cáscara de la nuez está contenido del árbol, años, semanas, días, dedicado al culto de la igualdad pregonó la equidad de una sociedad más justa; dispuesto a descifrar el remoto dolor de la muerte, suministró la rúbrica de su alma a la ilusión que renaciera otra Latinoamérica y bregó despertar a los sobrevivientes que nos mantenemos resignados, teñidos de relaciones consumistas. A sabiendas de las funciones definidas de la medusa publicitaria, la medusa de la Era moderna. En fin que, entrara la revolución socialista y El cóndor pasa en América Latina. Baste decir que allá, vapuleado por la resaca no tenía la menor sospecha a qué población llegaría, el compañero de asiento que exponía cataratas en los ojos, masticando tabaco interrumpió la vívida ensoñación mental, campesino corpulento de pómulos huesudos y arrugas marcadas. No sólo tranquilo, sino hasta casi contento, inmerso en alas de sombrero mexicano, expulsado del vestuario granizó una serie de preguntas, algunas estúpidas, insistió que vine a cosechar en su país; sin timidez montado en sólida seriedad montañera, desgreñada barba de búfalo evitó que apareciera en su mentón la luz del sol, pasándose el tabaco al costado izquierdo, sostenía una botella de tequila, ambos estamos en la parte posterior del bus. El barullo era ensordecedor, la ranchera a todo volumen, el tropel de latas, voces que cuchicheaban; desprovisto de cualquier intención de ofenderlo alegué. -El campeonato mundial de boxeo. …sucedió una de esas mañanas frías de verano. Al impulso del camión, despojado de ilusiones atronó torbellinos de carcajadas, estremeciendo los hombros automatizó rebuznar. Al cruzar un apiñamiento de cabañas, trepando las colinas pudo ser Taxco, población dedicada a la minería. Aparte de la ausencia del hollín y polvo de carbón, arengando a los pasajeros agregó el ingenio procaz del borracho y anotó. -Negrito acaso te la fumaste verde, estás pasado de locura, vives a base de alcohol ¡anímate! negrito, bebe un chorrito de mezcalito y en la borrachera serás campeón de boxeo, eso sí, desde hoy te corono campeón de los borrachos. ¡Ja, ja, ja! atrasados del chiste ellos contagiados de risas canjearon burlarse de mí. Por si eso fuera poco, todas las cabezas voltearon hacia este negro y sus impuros iris oscuros chispeaban de regocijos. A todo esto, tentado a ripostar retuve desbastadores oprobios, qué importaría, si repetían la misma carcajada, la misma. A fin de amedrentarlos cuajé en las mejillas el peligro de una seriedad grave, sofrenando el disgusto no respondí a tal broma. Esto hice en aquella ocasión, mirándolos con ojos espantados me pregunté qué sobrevendría sí armo el despelote… allí de pie con los puños cerrados me comí el impulso, aunque mi impresión fue más bien que el comido era yo. A raíz de eso lamenté no ser el beneficiario involuntario de quedar libre por completo de los vapores del tequila. En contravía pasaban los kilómetros. Tan encima del anterior sarcasmo, el jornalero me concedió el privilegio de sostener el envase, mientras el corazón se resistía a romper el juramento de no beber extrajo una copa de remendada mochila. Una extraña energía me obligó estar quieto, frente de mí, sostenido en trapisonda de Baco la llenó de licor, enseguida, al nivel máximo insistió que bebiera, traspuesto hasta el límite del guayabo anidé náuseas. Esto tenía bastante que ver en lo personal, no debía admitir semejante imprudencia. A fuerzas de fantasmas etílicos encogí el galillo, en el estómago, en la expresión, en la mente, trencé un boicot de rechazo que no funcionó. En lugar de no voltear la hoja, sin acariciar la claridad meridiana encesté la apabullante oscuridad, de tanta insistencia e inducido a evitable pesadilla corrí la ventana. A lo mejor, trastornado a tal punto el sistema de propósitos que a través de los síntomas más conocidos de la degeneración beoda, ingresaría al agujero negro de esas lagunas mentales. Quizá fue aprensión mía, empero, engañado por una razón constante acepté brindar en la ruleta rusa del borracho, remedio que endulza las culpas. Por supuesto me puse feliz al beber, de espaldas al sol somaticé en la garganta punzante quemazón que conozco de sobra; señalado por la brújula del alcohol aflojé la marcha de la voluntad, ni por un segundo, preso de creciente euforia registré luces de colores en los autos que transitaban el sector. Excedido de mezcalito percibí que el vecino canalizó borrarse del ambiente, lejos de una buena causa, carretera de vacíos que elegí recorrer, repleto de pesadillas construí el funeral de la realidad, escribía mi propio personaje sobre una trama de suplicios, en onírica especie de balneario de sombras sin alguna clase de tranquilidad. Hoy, ninguna de estas dos perspectivas me resulta deseable: torpe o chiflado. Y no dudé todavía un instante donde la autopista torcía hacia La capital, pasando depósitos de maderas, talleres, montones de carbón y viviendas de obreros, dentro del bus salté en un pie, conectado a la fuerza misteriosa del agua emulé un ave zancuda, reía, y canté alegres paseos vallenatos. En una sumisión desquiciante de cara al alcohol, de nuevo estalló un trueno oscuro, enturbió el manantial cristalino del consciente, en pocas palabras, no recuerdo nada más. Ciento por ciento injustificado por el hecho vergonzante de tal embriaguez, detrás de cortinas de la habitación del hotel escondía mi ociosidad, el cuarto estaba húmedo. El mezcalito provocó una jaqueca insoportable, al despertar di un salto que por poco me estrello contra el techo. En esta novela, revelado el tremendo cataclismo del guayabo oriné más miedo que en otras borracheras. Yo bien cerca a la ventana principal, donde unas botellas oscuras de cerveza absorbían el sol desinfectante de mediodía que rodaba por el cielo, fatigado por la autoridad del trasnocho y tambaleante, apoyado del armario bregué permanecer de pie. El escozor del licor aplicaba su ley en abominable resaca, prolongada en vómitos regados sobre una alfombra oriental. Al cruzar por la garganta agrietaba más la expectoración, quedando igual que una cascara vacía, ahí dentro, erizado de escalofríos escudriñé el aposento destilando sudor frío. De mal en peor, penaba en ese primer amanecer lejos de Venezuela, medio incorporado en estado paranoico hablaba solo. Tenía muy mal sabor en la boca, estampé en varias paredes la sombra de un zombi que esparce su bilis viscosa, apenas eché un vistazo penetrado de reproche con un desaliento extraño. A una velocidad lenta, escapado del campo de concentración del alcohol bebí litros de agua, dando un paso para una tentativa de restauración practiqué atronadoras gárgaras; más a menudo que cualquier mortal me cambié de ropa, pese a la situación tenía que conservar la apariencia de hombre ordenado y mostrar que en cualquier situación es posible conservar la dignidad. Si hay resaca, ésta todavía más, oculta el desaliento. Después, semincorporado el espíritu al pecho abandoné la alcoba, daba igual que sintiera algo de gripa, hasta el arrepentimiento escapó de mi consciencia, al descender la escalera el portero desde abajo midió el malestar algo asombrado. Fuera del alcance del espejo de esa recepción, no sabía si seguir bajando o volver a la alcoba, escalón por escalón miré lo que no me importaba, eso es, lo que no me importaba, a la vez, la observadora y perspicaz malicia volvió a mis ojos. A corta distancia, ya centrado en el confesionario de las pupilas de Ramiro Machado permanecí inmóvil, abarcaba el espacio sentado al borde de un sofá oscuro, entrevistaba a un gringo diagonal del vestíbulo, de inexpresivos ojos zarcos que cambiaban de color, denotaba líneas del carácter grabadas en su expresión facial, acomodó las del cañón del colorado, capaz de ver tras la curva de la carretera y más allá de las curvas, veteó regular estatura de aspecto atlético y tañía lengua de bronce bajo la nariz de pajarraco texano, su nombre William Quechua. Afuera, refulgía la tristeza helada del sol a través del ventanal, la tarde corría sobre la faz del planeta. Apagada la demencia amagué ocultar aquel desazón. Otras personas merodeaban el sector, otras, miraban cómo el número encima del ascensor cambiaba del piso. Cuando parpadeó el uno, la gente pasó a la izquierda. Las puertas quedaron abiertas y una densa y comprimida muchedumbre empezó a salir a raudales mientras los que esperaban trataban de entrar a empujones. Eso sí, en cuanto captó mi presencia, atraído el uno al otro a esa realidad, el manager iracundo me exigió empacar las maletas de inmediato, metiéndome en cintura, en cintura, en cintura, sí…!qué diablos!, gesticuló brusco y chispearon sus iris de brujo blanco. Más a fondo, zambullido en la cólera reiteró que disponíamos de escasos minutos para emprender el viaje. Arrancado del sillón el furor tiñó de rojo las mejillas, aumentó la histeria, esto no me dio tiempo de reaccionar; frotándose las manos descargó el rayo de su jerga encima de mi semblante trasnochado, sin acentuar pausas barboteó echar fuego a través de la boca. El sudor humedeció mis axilas, enraizados los pies equivocados me retenían contra mi voluntad de huir al estrecho de Bering. El empresario descascarado de intriga tosió un poco, es curioso, ahora que lo pienso, él más que nadie, fue tan estricto en dar consejos o de expresar crítica a tal comportamiento. A veces me inquietaban, más de una vez, en escuetas palabras me aclaró incidentes bochornosos que protagonicé durante la embriaguez, enceguecido de ira pronosticó: -¡Sucumbirás en tú pestilente conducta de exhibirte en público! La impresión de tales reprimendas casi me impulsa a huir hacia la puerta. Cual lugar para figurar en la picota pública, derretido en la lluvia vertical de insultos yo sufría ofusca cauterización, me sentí vencido, sin voluntad para nada; sus angostas pisadas arrancaban sonidos agudos de mi corazón, portador de reclamos aireados dializó inculcarme buenos modales, puestos los puntos sobre las ies el llamado de atención lo prolongó, acomodado a su estilo de decirlo enumeró: -Tú peor que cualquier loco, deambulaste en la plaza Garibaldi junto a veteranos mariachis. En una completa batahola sustrajiste la escultura de la mujer desnuda del restaurante Los Comerciales, traspuesto en una tromba de insultos te opusiste a que la rescatara el administrador. Por si no lo recuerdas, inflado de ira armaste infernal pelea callejera de mil demonios. Y es que hay más, en medio de la gresca aplicaste el rigor dialéctico a la policía mexicana. Teniendo en cuenta los hechos, restregaste el genocidio que cometió contra los estudiantes de La Universidad Autónoma de México. La cual apoyada por grupos paramilitares, masacraron centenares de alumnos en la plaza Tlatelolco. Una, dos y tres veces, coincidiste en preguntar por los desaparecidos, y que liberaran a los universitarios detenidos. Dando todo por supuesto, los oficiales ofendidos te pusieron en buen reguardo; agravaste tu estado judicial al repartir por mayor y al detal hostiles ponzoñas dirigidas a la autoridad federal. En el transcurso de esa laguna mental, no veía dónde me encontraba ni sabía a dónde me dirigía. Presumo que, rumbo al calabozo, aquellos agentes estrenaban gorras de viseras altas, abrigos verdes y botas claveteadas de cuero, enarbolaban macanas que concordaban con el uniforme. Bajo el efecto de ciertas vaguedades, soy el portavoz de desenfrenos vergonzosos, a riesgo de equivocarme. El hecho de etiquetar un monstruo moral, sofoca mi voz repleta de verdades que acusa al sistema, a la sociedad. Fantasías y realidades que expongo al estar en estado paranoico, las conservo en particular sentido de embrollo me brinda protección. Dentro de todo eso y nada de todo eso, mi irresistible debilidad me hizo reconocer, predestinado a la fama atraigo el interés de los curiosos. Y sin que interviniese nada que pudiera ser una hipótesis, ya bajo llave el alegato belicoso del empresario, sólo para no dejar en el aire tan profunda reflexión, procedí a revisar el bolsillo derecho del pantalón. Dentro de otro bolsillo adicional, traspasado de emoción toqué la máscara. La reina de todas las máscaras, la más importante, la máscara de la egosatisfación, terreno abonado para mentes obsesivas, reúne todas las cualidades deseables, deducibles y seductoras, símbolos de quimeras y de peores amenazas. Olvidadas las evidencias que duelen, que sangran, que avergüenzan, esgrimí atractivo argumento reconciliado a una de tantas máscaras, el arrepentimiento. Una vez allí, empacado en falso aroma de conmiseración, perfumada con mis propias mentiras, pasado un minuto, el empresario en una excursión de acato la aprobó camuflada en bendecida disculpa. De pie, junto a la recepción, excedido de sadismo prosiguió en los residuos del testimonio. -Preocupado por no tener noticias tuyas, atacado de suposiciones recurrí a las influencias de Darwin Frometa, individuo de unos cuarenta años, sus facciones, de una rigidez que denotaban cansancio, embajador de Venezuela acreditado en México. Luego de insistentes contactos telefónicos de alto nivel burocrático, por fin te localizó en los calabozos del Museo de la policía capitalina, y…bueno, ya sabes, el común denominador de algunos militares, pagué fuerte suma de dinero al comandante para abolir los cargos: irrespeto a la autoridad, calumnia, rebelión, insurrección, hurto agravado, más el escándalo sexual al pretender amar a la estatua y daños en propiedad ajena. A rastras te traje hasta aquí en condiciones deplorables. El traje de mariachi que usaste agolpa una pieza reducida a piltrafa, en varias ocasiones, mezclabas lo sagrado con lo profano, enloquecido gritabas: -¡Los huesos de nuestros muertos piden descanso en sus tumbas, nosotros los vivos a vivir bebiendo ron Tres Esquinas! A la espera del siglo XXI, camino a la mitad del precipicio, concentrado en otros sucesos delaté más asombro que arrepentimiento. Yo, digno de lástima, dormí infinidad de ocasiones atrapado en la red diabólica de la borrachera, sin afecto y sin ocupación quise ampararme en el sosiego de payasadas, racimos inocultables de atolondrada personalidad, tapizada por cortinas de humo, en apetito voraz que busca cosas fantásticas. Casi críptico, en estos asuntos, fue entonces cuando, hasta la lotería misericordiosa del guayabo contribuyó que acogiera la consigna del manager. Lastrado de conjeturas apenas disponía del espacio justo para empacar tres mudas de ropa. Poco antes de las 4:00 p.m., agotado el repertorio de reminiscencias personales ellos aguardaron inquietos, de modo no menos expectante, tras lo cual volví a la alcoba. Al otro lado de la calle existía una iglesia gótica de piedras oscuras por la lluvia. Un cuarto de hora después, yo estaba agotado, sólo quería dormir, por si fuera poco, la mente me gritaba: menuda sarta de estupideces hiciste, ¿verdad?, y maletas en mano, sin mirar a la izquierda ni a la derecha descendí las gradas, les supliqué con los ojos postergaran la emigración para el día siguiente. De modo que no hacía escasas horas encontré las maneras más hirientes de prolongar la eutanasia del alcoholismo, por supuesto, no sabía nada de tal enfermedad. Antes de que la resaca saliera expulsada del cuerpo, peleaba contra la irracionalidad de esfumarme y prolongar la rumba, para joder la vida, para ver, para pelear, o mamar tequila, -pensé-. En dicha diatriba sonó la bocina de un automóvil, retardado del horario apareció El Trapecio Díaz, sin dejar de pasear las pupilas desparramadas lucía calzones bombachos, agregaba verrugas alrededor del mentón, los párpados inferiores arrugados reforzaban la risa, muy alegre, convergido en lo concreto indicó abordar el vehículo, apenas espabilaba, él aconsejado por la vanidad creía que así llamaba la atención. Bien apresurados salimos del hotel, la calle estaba tranquila, casi sin tráfico, provistos de valijas propagamos breve pausa bajo el parasol, destilaban las nubes chorros de llovizna. A distancia de encontrar un lugar adecuado en la vida, sombríos pensamientos bullían en la oscuridad de mi cerebro. Acomodado el equipaje ocupamos el coche, para huir de tan lamentables sucesos, teníamos adelante cientos de kilómetros de carretera por recorrer. La aparente calma censó alterada por otras preguntas escudriñadoras del venezolano. Al escuchar las interrogaciones permanecí sentado y lo contemplé, su sonrisa socarrona desapareció de modo gradual, muy gradual, de su rostro, a la postre, sólo me quedé mirándole, una pura y absoluta seriedad que estaba demasiada concentrada en sumas y restas de dinero para impórtale un rábano mi aspecto palenquero. Y redoblada de agresividad surgió la irritación interna que congeló mi lengua, propenso a la gazmoñería no vomité ninguna respuesta. Los compañeros de aventura disiparon caras adustas e indiferentes al problema, apagado el ruido de sus voces verifiqué en ellos sonrisas artificiales. Puesta en marcha la aerovan Ford, el viento entraba resonante a través de la ventanilla, soplos de fantasmas telegrafiaron el trinar de trompetas de mariachis, elegían la melodía entusiasta hacia el subconsciente. Transcurría la hora del crepúsculo, empezaba una noche espesa sin fin, durante este periplo desparramé estrepitosos ronquidos en brazos de Morfeo, desconectado del consciente, esperanzado que allí encontraría un remanso de contacto con la obediencia, enchuspado en la sábana modificada de mis enemigas justificaciones. Eso ocurría cuando nadie podía olvidar. Socavado el tiempo atenuó su condena disuelto en horas. En aquel lugar respiraba ese aire de provincia que precede a cualquier forma de trasteo, antes, dedicado a la proliferación de guerras de pesadillas, el peritaje de revelaciones clarividentes naufragó al intervenir la luz del mediodía. Entre la ilusión y la verdad parpadeé asustado, agrandada por la resaca la cabeza no la resistía. Frente al vehículo, el gringo a fuerzas de repeticiones fumando empañaba el panorámico, quizá escarbaba en su sombra los indicios de pasadas reencarnaciones, o tal vez, buscaba felicidad detrás del cigarrillo. En una especie de sonambulismo, iba adonde lo enviaba su respiración, frenaba donde veía un papel, por sólo necedad lo alzaba del suelo y lo leía, sin entender el español, encuadernado de ira lo apretaba con los garfios de sus dedos y lo guardaba listo a traducirlo en noches de insomnios. Tijuana, también llamada La esquina de México, ciudad bastante familiar para el sobrino del Tío Sam, aficionado al whisky, al escupir volaba una saliva amarillenta. Yo a la sombra, disuelto en un tedio inenarrable elucubré ideas tontas dentro del auto, negado a darles consistencias ahogué las conjeturas y resolví incorporarme. A desgana casi de un suspiro bajé tembloroso. El mar desprovisto de obstáculos a la distancia oleaba, hambrientas gaviotas pescaban borradas del cielo al zambullirse en aguas celestes, carecían de la exquisita brillantes de La Ajedrecista. Yo tenía pesadez y dolor de cabeza, acercándome cada vez más a la orilla desplegué docenas de pasos, más allá de una ambición escupí catarro de borracho, sumido en el estupor del guayabo existencial, con todas mis penas y mis alegrías entré a la residencia, en busca de comida accedí a la discreta antesala, correlativo a las circunstancias, el empresario sentado en una bulliciosa área del vestíbulo leía el periódico. Gracias a un fenómeno mágico de utilidades llegaría hasta el final de tan lucrante negocio, acababa de inspeccionar un gimnasio para nuestros entrenamientos, cuya fofa humanidad respondía a los gemidos descontrolados de su voraz apetito, calado de anteojos bifocales acentuó la estampa de un erudito del boxeo, al notar mi presencia, entre nubes de rechazo endureció los músculos del rostro, estableció visible fastidio manteniendo el lente en la prensa. Por aquello de abrir y cerrar los ojos reafirmó las gafas con el índice derecho, en cierta inmovilidad de cera preservó expresión militar. A cada segundo resonaba el traqueteo de platos del salón contiguo, varios meseros retiraban la losa del comedor. Mientas me acercaba, suspiré para aliviar la tensión en relación directa a mi comportamiento, empezaba a creer que lo mío ya era un caso perdido. Sintiendo lo que solía sentir cuando la embarraba, untado de sudor etílico lo saludé temeroso de reglamentario regaño, entonces, la intensidad de un soplo de mar provocó un enfriamiento de sus neuronas y dictó sentencia absolutoria. En cuanto cerró el periódico alzó la vista, esta vez, destructor del relato irrumpió un sirviente afeminado, trajo exquisito jugo de papaya, inmiscuido en esta historia lo descargó con refinado amaneramiento en una mesa auxiliar, casi sin inclinar la columna. El manager escrutándome el túnel del pensamiento invitó a tomar asiento, luego, despacio llevó el vaso a la boca, bebiendo sorbos dulces puso en mis oídos repentino aviso, su partida inminente hacia Los Ángeles, terminado el jugo reclamó la presencia del gringo, estaba algo retirado del sitio, toda su patética vida permanecía pendiente del tiempo, en contraste con la inmediatez del venezolano, consultaba en la recepción un monumental reloj que daba las horas de todas las capitales del hemisferio, cuyas manecillas giraban en sentido contrario a los relojes tradicionales, William Quechua omegisado de tic tac tic tac tic tac…a toda prisa atendió el llamado. A pedido del empresario convocó el resto de deportistas, más bien, origen de los desastres económicos que acarrea la desconcentración deportiva, procedió a apalearnos de consejos víspera de su abrupta ausencia, relacionó eslogan claves de disciplina para el éxito profesional. Entre el vestíbulo y la recepción, sentado en un sillón de piel de iguana, restregándose nervioso las manos, demandó acoger al pie de la letra las instrucciones del entrenador, además, hizo especial énfasis en resistirnos a tentaciones mundanas. Dado el interés de no botar al cesto de la basura costosa inversión, patentizó escenas parecidas a otras ocasiones. Ahora plantado en la mitad del grupo me recordó los escándalos reprochables. Al embargarme la ya conocida sensación de estar fuera de lugar, esparció el alboroto regando chispas a través de los ojos para dar un carácter sentencioso a específicas sugerencias. A mi sentir, la tendencia de su método me producía escamas. Ya carente de ánimo para alegar, traspiré clavado al piso preso de temor en aquel riguroso llamado de atención. A raíz de mi conducta impertinente sin encontrar una solución, la estrategia funcionó hasta cierto punto. Ramiro lejos de la posibilidad de campeonato mundial llegara en corto espacio, fincó sus esperanzas al futuro. Ante la revelación de evidente pesimismo su densa adiposidad envolvía el área. Él por el sólo hecho de estar allí, enjabonado de franqueza me exigió compostura si quería condensar el sueño de campeón mundial, en palabras cargadas de ansias de triunfo, describió cifras abultadas de dinero si conseguíamos el objetivo. La presión agobiante que ejercía sólo sería un buen recuerdo, por lo tanto, constituía importante razón de vivir, de trabajar, de aceptar el sacrificio, esto sirvió para desplegar la tensión, el temporal demoró cinco minutos. Y ese fue el comienzo de una nueva etapa boxística. Puestos bajo tutela del gringo el resto de pugilistas abultó serenidad de espíritus ofendidos, la palidez encajó con la falta de entusiasmo en sus fisonomías, esencia de la condición de individuos que dudan de innatas capacidades, es más, secuestrados en posibles quimeras, abarquillaron sonrisa huérfana de alegría, teniendo la virtud de experimentar las más desconsoladoras transformaciones, cotejaron cabezas agachadas y el corazón apagado. El boxeo, sin duda, nos puso a cada uno en el sitio preciso, resulta que, en el fondo, el boxeo más adelante nos pondría en polos opuestos. Durante ese período poco a poco surgió también en mí la ambición de conquistar el campeonato mundial, algo que ni el oráculo de los brujos de Palenque logró predecir. Y pincelado de la barahúnda de recomendaciones me atrincheré en los pliegues del compromiso, sumido en rivalidades triviales acepté el sermón dispuesto a cambiar y esperar mejor circunstancia para renacer. A lo largo de la historia, estropeado de reprimendas toleré en mis carnes los disturbios de rebelión chambaculera. En fin, ato otros recuerdos, Ramiro con etcétera feroz requirió el equipaje, ni de buena gana, ni de mala gana llegó el mismo mesero afeminado, repujó en la cara resolución aburrida al instante que dobló el espinazo dado el peso de las maletas, consciente de su deber lanzó un suspiro afligido en la nariz del manager. No excepto de acostumbrada elegancia, este gesto lo incomodó, ya que olió en pleno el vaho agrio de su aliento, aunque disimulando bastante, retorcido de repugnancia trasteó el desagrado a la calle. A medida que pasaba la repugnancia, barajando suposiciones abordó el automóvil, otra vez, saciado del mismo primor que lo caracterizó, que yo sepa, suspiró tranquilo de cumplir parte del proyecto. Cabe destacar, de una u otra forma, atajó grandes inconvenientes basado en esa actitud autoritaria. A pesar de esas reprimendas que me daban ganas de vomitar, agrupados en la puerta del taxi aclaró a Quechua que, arrancaba una crucial etapa en nuestras vidas. A riesgo de ser reiterativo enfatizó, preparar el cuerpo y el espíritu maltratados por la pobreza a partir de entrenamientos diarios, convencido de que los tiempos prósperos tenían que llegar. Dentro del vehículo, recuperó el aliento asentado en su terreno, interpuso la impronta de brujo blanco, fijó sus ojos en este negro, quería exorcizar el demonio fiestero alojado en mi alma. Y siempre será un placer estar a la orilla del mar, oler la salinidad del océano, pescar por las tardes. De manera que esos son unos de los placeres que puedo encontrar en la mar. La cercanía de una playa para empezar el día llena el espíritu, pero jamás podré tener el mismo cariño por un lugar que no es mío. Tijuana población que tanto caminé y tantas dificultades sorteé, sin derecho a la sombra de mi cuerpo, sin existencia positiva, de boxeador, de cocinero y de pela papas, fueron unos meses que me marcaron hasta hoy. Ausente el apoderado y engendrado en una ciudad desconocida, sensible a ese ambiente de veleros lujosos, campanadas de la iglesia al amanecer, durante la tarde, el mar en vez de descender, las olas subían espesas y mellaban las rocas del muelle, gaviotas esparcían graznidos penetrantes deslizándose en corrientes de aire apacible, allá, precipitados rebaños de nubes cenizas viajaban arreadas por el viento, dibujaban ovejas saltarinas en un océano azul que huían del lobo feroz. Nosotros, en persecución continua aferrados a las reglas del entrenador transitaron meses, reducido a la nada volvía sobre mis pasos en horas de tedio. En este lugar sucedían cosas que no llevaban a suceder, si de verdad ocurrían nadie las creía, expulsado al blanco del objetivo disparé una deducción acusativa de mis estériles actos, concurriendo a diario a la resurrección del sol sembré el generoso sueño de triunfar, en sí, puse en práctica una fantasía imposible, ¿cómo la iba a materializar? Sólo Dios lo sabía. Al final lo que cuenta son los hechos, muchas veces soporté la burla trémula de compañeros sin coraje. Acogimos en dos oportunidades la visita relámpago de Ramiro. El gringo atento a cualquier conato de indisciplina dirigía el grupo y el trámite de visas norteamericanas. Esto otorgó una emoción mayor que la licuada al ganar el primer combate en Caracas, etapa capaz de coordinar mis pensamientos; entregado a una esperanza, en una confianza ilimitada años más adelante procreé la gloria. Inspirado en cierta pasión de odio a la pobreza y a la presión del instructor, compartíamos el ardor del entrenamiento, conté cada minuto con el socaire de un reloj de arena que cuenta los granos del tiempo, ajustado a un mundo sin trancaderas que bosquejó detenerse. Yo no era nada, yo no era nadie, yo no era conocido. En una curva ascendente, muy ostensible, incrementado el ritmo de trabajo me esforcé en captar las aspiraciones del venezolano, en todo caso, activé un espacio mental inactivo. Huérfano de ambiciones, cuando aparecían fantasmas derrotistas, necesité de sus sinceras palabras de ánimo de manera constante, espejismo creado por una añoranza y un vacío de anhelos, resistí la escases desprovisto de la familia, lejos de mi país, liando las cosas experimenté algo idéntico al desarraigo. Pese de esta tremenda y tan inoportuna condición, preocupado de cometer reiteradas imprudencias renuncié a cualquier desliz, el inventario de transparencia aumentó basado en disciplina, obediencia y sacrificio. Dicho sea de paso, desgranado en recuerdos anhelaba que esto acabara para abrazar a los míos. Sin darme cuenta siguiera, revisando legados africanos en sueños recorría el barrio de Chambacú contaminado de aguas pestilentes, divisé la inmensidad del basurero donde dormía mi madre . Y por resultas de todo, de vuelta al presente, fuera del deterioro del ayer y, yo acostumbrado a la impotencia ante los desaciertos del protagonista, bajo el acompañamiento del rumor del mar, devanándose los sesos agrupaba remotas vivencias, semicurado de espantos arremolinó una expiración de alivio. Esa noche, a las once, recuperado de su miseria espiritual advertí la prolongada pausa en que cayó, la mano izquierda extendida fuera del zapato solía cuajar estremecimientos. Añadido en el pasado ojeó la base del castillo San Felipe, enormes muros de arcilla fundida por nuestros ancestros, lleva a especular la presencia de ánimas en penas, escapadas de las mazmorras eslabonaron un murmullo de acusaciones. El verdugo invisible del relato aguijoneó su efímera paz, haló las poleas cerebrales y estrechó el paréntesis mental, agrupadas en miles de anécdotas cerró: -En este zapato dormía un mendigo apodado El Siete Cabezas, ése era un poeta sin casi medios de subsistencia y sin cobijo, y de vez en cuando frente al cerro de La popa, sacaba una pequeña libreta de apuntes, cuyo verdadero nombre era Carlos Sarabia, oriundo de Magangué, Bolívar. Provisto de sabiduría vivió descalzo, manifestó que las limosnas no alcanzaban para ensuciar tal lujo. Pendiente del arribo del cartero murió descalzo, echando peste a los transeúntes, caminaba receloso puyando el aire con su bastón. A la larga, renuente de exponer el padecimiento a la sociedad, purificado por las lluvias retozó paz beática y casto de corazón, si le preguntaban el porqué de singular remoquete, sonreía melancólico al sol y a la vida; sin desenlazar la repuesta encarnó virulenta sátira del dinero. Los olores narcóticos del ambiente de alguna forma perturbaron la serenidad de Cervantes. La noche de luna inducía al consumo de una pereza soñadora. Desde el otro lado, destelló a sus espaldas la luz de una claraboya del castillo, y sobre cenizas de su pretérito presente adicionó: -De cara al santuario de Poseidón entablé estrecha amistad con un anciano pescador, abuelo harapiento de origen norteamericano, llamado Ernest Hemingway, privado de ilusiones fumaba pipa, acumuló largos cabellos blancos y resecos pegados a su frente sudorosa, velaban el azul de sus ojos y las mejillas roídas por el viento marino, de piel erosionada por años expuesta al sol. Aquella vez, sin una buena oferta para escribir la segunda parte de El viejo y El mar, venía cada tarde a desenterrar los recuerdos. Al narrar aglomeró un nudo de espinas en la garganta, ante algo que no comprendía algunas veces lloraba. En el cambio extraordinario que ocurrió años atrás a su suerte, ajustando cuentas con su pasado narró en hilos de palabras lo que vivió en Cuba, protagonizó una aventura análoga a la que yo sostuve en El Banco, Magdalena, así que, puestos los nervios en tensión intercambiamos experiencias. A mi sábalo lo pescó un loco, y al pez espada de mi amigo lo devoraron los tiburones. Sufría al recrear hostil episodio. Respecto al nodo de la novela, recordando el ayer luchó con callosas manos ensangrentadas hasta asesinar la presa. Entregado a la suerte de un jugador desafortunado, cientos de escualos devoraron en altamar la pesca. Aparte de todo esto, acusándose a sí mismo de tal pérdida por lo que me describió el escritor, reposaba sentado en un tronco de roble en la playa. Durante infinidad de días por obediencia a un dogma, esgrimiendo corvo cuchillo corría al encuentro de enemigos que conocía, adentrándose al océano acuchillaba a las olas, lo hacía con una bravata de autómata. Hasta cabía suponer que resignado a repetir dicho desafío profería obscenos juramentos y gritaba. -¡Vengan estúpidos, acérquense a la playa para hacerlos filetes, tiburones carroñeros! Y tras largos oleajes le quemaban sus retinas bandadas fluorescentes de peces voladores; saltaban de ola en ola, morían al darles las espaldas. Lanzado en una cólera tumultuosa insistía. -¡Desaparecieron, desaparecieron, desaparecieron! A propósito, agregando vulgaridades reanudaba el diálogo que sostenía con la mar. Finalizado el monólogo remojaba alargados dedos y huesudos pies, desde allí escudriñaba el inmenso horizonte, equidistante de fuertes olas reverenció locuaces secretos a los peces. Más esa infame fisonomía de alcohólico, enrollando una cuerda deshilada rezaba alabanzas, sumido hasta el cuello de pesares, silueta harapienta de insistente pecador en el ocaso, sofocado por su propia desesperanza. En las espumas volvía el coraje, a intervalos irregulares improvisó una intriga llena de duplicidad, sobre todo, optó la postura de un místico lobo de mar que respondía a la voz cavernosa del océano. Capaz de todo, rodeado de profundo silencio tomó puñados de arena y los arrojaba contra la cara del sol. El anciano bañado en sudor, con aquel fluctuante torrencial de lluvia de cenizas sembraba los sonidos del mar que convergían a consolarlo, manchado de goterones de polvo resonó intensos suspiros de evocaciones, torturadora la evocación lo perseguía sin cesar, ¡oh lector!, criatura que partía llevándose consigo su peso sombrío, sombrío peso que acentúa el peso de la vida, bajo el cual gemía inclinado, trasportaba la vela rota de la esperanza. Un efecto malo de la mala pesca, no estaba en actitud de consagrar toda su existencia a un oficio estéril, imbuido en un delirio sin nombre, nublada mañana provocaría violenta reacción y de nuevo retaría la violencia del océano pacífico. No exento de pasiones terrenales, inspirado en una indiferencia sombría, labró en su alma amplia generosidad ignorada por otros pescadores. Los dos, atrapados en nuestras preocupaciones, forzados a contemplar el cielo y el mar, analizamos cuán golpes propicia el destino, deducciones que amarizaron insuficientes para ayudarle a olvidar: inexpresivo, calculador, amurallado de flaquezas por sendas partes. En el delirio de su ingenuidad, de sus miserias y angustias, endosó un salmo a la supervivencia de él mismo, condenado a vivir en particular infierno y no preguntar el por qué. Padecía de cortadas profundas en aquellas manos rudas, junto a la playa expuso las palmas para que yo las viera en carne viva. Al ocultarse el viejo sol a tientas usó su sombrero el prófugo de la muerte; viendo pescar al sepulturero de la comarca le declaró tenaz desprecio. La asociación de ideas lo hacía pensar que la vida tenía mal sabor, cobijado por una existencia de la cual nada queda le lanzó una mirada de desavenencia. A propósito de su situación, descalzándose las abarcas tres puntá que le regalé, así provocó, él mismo, el preludio inatajable de su final. Tal fue la causa de tenebrosa melancolía en que cayó sumido el pescador que, atraídas al azar cayeron semanas y nunca certifiqué verlo. Conforme pasan las estaciones el mundo juega en constante evolución, desviado del camino desempeñé labores de botón en el hotel Alaska, propiedad del señor Ignacio Huiza Robles, empresario boxístico. También de mesero, inclusive de cocinero y de pela papas trabajaba sólo por la comida, lo mismo que el resto de pugilistas, enganchados en esclavisante oficio sobrevivimos. Ramiro birló girar el dinero de nuestra manutención, desatado el óxido del hambre no topamos mejor antioxidante. Y para revivir este tremendo episodio recuerdo, introducido en el trote matutino de lluvioso amanecer, filmé al viejo adentrase en un bote a las furiosas olas del mar, lleno de pura fe católica, precipitado a la insidiosa desesperanza alzó la súplica al cielo, acompañado de todas las penas de su existencia rezó un Padre Nuestro. No sobra anotar, la pena es una emoción de potencia atómica, más la desesperanza que anula todo, no advierten dónde estás. A través de turbulentas aguas pareció observar sus vidas pasadas, encerrado en la doctrina del pescador resistía las embestidas de la marea. A punto de naufragar la embarcación, aspiraba pescar el invisible pez espada que lo perseguía hasta en los sueños, corriendo el riesgo de protagonizar La crónica de un suicido anunciado desenredaba la traílla. Esta vez no dudó al sentir el pez que templó la línea, dejaba vagar sus dedos ensangrentados sobre la cuerda, a lo lejos, desde la playa resonaban por encima del mar gritos de pescadores instándole regresar. Una copiosa lluvia empañaba la visión, quizás el acto que voy a narrar resulte complicado. De nuevo el aullido frenético del huracán rasgó las aguas y el escritor colapsó devorado por dentelladas de olas gigantescas. A la par, aquella vasta concurrencia retrocedió de un impulso hasta pegarse a las paredes cercanas; de allí hasta los cerros llegó, la más indecible aprensión expuesta en sus apariencias. El nuevo actor de este reparto, no importaba, no, que el pensamiento lo tuviera medio adolorido, empapado de pesimismo, similar a la sangre que empapa una sábana blanca. Desde la cima de un camino pedregoso donde estaba la cabaña del anciano, en intrigante avatar acudió a toda carrera Manolín, el joven que lo ayudaba a harrear la remendada vela del optimismo, inmundicia que aplastaba su cuerpo vigoroso. Próximo a llegar al escenario, ahí mismo, de singular manera dobló el espinazo para descargarla junto a sus pies descalzos, sumido en un pozo de desdichas. Y animado en la batalla contra los espíritus de la neblina, o sea, contra el mundo y contra sus miedos, apartado de su entusiasmo habitual, asumió la pesadilla de El viejo y El mar. El camino a la cabaña que fue una relación directa con el puerto, permanecía lóbrego a causa de la bruma. Por delante del muchacho, la huella retrillada del difunto, atrás seguía el mar embravecido y en sus ojos reflejaba el sendero del mañana. Ante la lluvia, preocupado en darle cristiana sepultura, merodeó horas enteras cerca de embarcaciones pesqueras. En los sucesivos soplos del viento, desbaratadas las posibilidades de rescatar el cadáver, el latigazo del dolor le azotó en pleno el rostro, sólo quedaba el camino contrario, seguir los pasos de su maestro. Al ser casi un sparring en manos del anciano que lo guiaba en cada gesto, lo cual no quitó el papel de sparring que escuchaba sus tediosas aventuras de pescador. La brisa revolvía el cabello descolorido por el sol, sintiendo que moría algo dentro de su yo, recogió la vela del suelo y de nuevo la colocó sobre el hombro. Tal vez extraviado del norte, remendado en la misma piel del anciano, necesitaría largo período de relajación para desafiar a los leones marinos. A pasos lentos plasmó andar en filosos bordes de tenebroso acantilado, empozó en su místico corazón sentimiento de piedad hacia ese amigo con quien compartió fragosas aventuras. Su vista cayó al océano, cuyas olas, seguían agitadas, apelotado en la sombra de un peregrino del mar, arrastrando los pies subió escabrosa colina, transportó el peso de la tristeza sin llorar, inyectado de juventud, más no del espíritu guerrero del pescador aficionado al béisbol. El resto del cuento finaliza así: retorciéndose la tromba del tornado contra el cielo, su furia tempestuosa cesó de manera inexplicable. El graznido de gaviotas negras apechugó fantasmal, desencadenó el temor de otra tormenta tropical. Y eso sí, a causa del suceso deambulé largo rato en la playa, obligado a olvidar fijé que en mi mente sólo tendría espacio para el boxeo, revestido de disciplina y de esquemático orden, truncado más adelante. A menudos los integrantes del paseo nos alegramos por algún jocoso apunte. Más de una vez, derretido en la nieve disciplinaria renuncié visitar burdeles, durante las horas moribundas del sol de los venados practiqué caminatas sin rumbo y sin destino. De boca en boca, instalado en bromas de mal gusto superé explosivas intrigas del grupo, burlas mordaces que pagué con la misma moneda. Consumido el sexto mes todo estaba en regla para nuestro éxodo a San Francisco, mejor dicho, teníamos las visas de trabajo para ingresar a Los Estados Unidos. Por el efecto de larga estancia organizamos combates entre nosotros, añadimos peleas de exhibición frente a boxeadores locales, el entrenador aprovechó la estadía para depurar en algo mi estilo boxístico. Compensó el esfuerzo y el sacrificio, correspondía a la economía de la provisionalidad; estrechado por perspectivas del futuro suprimí la acción del libertinaje, perjudicial en este género de deporte. En horas tope de soleada tarde apareció el gringo, trajo consigo las visas, recuperada la confianza vía telefónica llamó a Ramiro, delante del recibidor de la recepción del hotel, entarimado de eficiencia notificó la novedad. Por otro lado, nosotros tragándonos la saliva a prisa renació la moral. A través de surtida sensibilidad lo persuadió de que volviera lo más pronto posible. El norteamericano mantenía la mano metida en el bolsillo del pantalón, separado del escritorio propulsó acento histérico, por enésima vez detalló los estragos dada la falta de efectivo. Infló grandes adjetivos para hacerse entender. Agotadas las reservas de argumentos, disparando chispas amenazadoras por los ojos azules colgó. Está visto que, dentro del marco de aparente locura él tenía la razón, algo primordial en relación al propósito mismo. Además, de una razón poderosísima que no lo hacía desestimar sus percepciones, excedido de ira encendió un cigarrillo Lucky Strike, errando a través del humo propaló rumores de afujías económicas, hasta que echó a andar sosteniéndose sobre sus pies pequeñitos, fiándose en que los eventos evolucionaran a nuestro favor. Ya estaba por demás cansado y aburrido del oficio de pela papas, de suerte, la incontenible intensidad de superación me mantuvo de pela papas que, hasta el mismísimo hábito de San Francisco de Asís me calzaba igual que un guante. Al gringote, similar a un pez piña, erizado de coraje le aparecieron bultos en su mandíbula, señalándonos con el índice tembloroso y tilde whiskera alertó: -Yo no soy más que un colaborador, no desperdicien esta oportunidad. Me importa un bledo lo que ustedes hagan de aquí en adelante. Y resultó preso en la desesperación adecuó ojos desorbitados, titilaban nitroglicerina de arrebato, dando vueltas desactivó el enojó llenando de aire tabacalero los pulmones. Paralelo, o simultáneo, o de cualquier forma entró a la habitación exaltado quitándose la camisa. Todo esto, lo de la iliquidez, las visas, lo de hoy, qué diablos sé yo…vinculados a la escena plantamos la imagen verídica del desaliento, deseosos de hundirnos en la tierra al compás de nuestra respiración, en todo caso, faltaron fuerzas y resolución para librarnos de tal anhelo. Al barajar hipótesis y clasificándolas, precedido de siniestro sonido repicó el aparato telefónico, adoptando actitud reflexiva retrocedimos. Allá de pie, indigestada de admiradores la recepcionista contestó, olía a un perfume fino y muy fresco, de flores de altar, al mover sus muslos suaves ceñidos a la falda transparente, yo quemando empaquetaduras cardíacas sofrené los brincos del corazón, familiarizada en una creciente simpatía arqueó sus cejas pelirrojas. Para ponernos una vez más a la expectativa, requirió la presencia del sobrino del Tío Sam. A zancadas largas corrí a avisarle, suelta la resistencia obstinada golpeé la puerta, de inmediato, casi amenazador abrió, ahora reveló estallar en mil pedazos. En un par de palabras lo puse al tanto del aviso, abastecido de la información atendió el teléfono, palpándose el mentón mermó las revoluciones, viendo el sol sanguinario del atardecer, caía dormido en remolinos de olas azules del mar. Y en aquel explosivo ajedrez de amenazas, bombeado desde Caracas apagaron el curso principal de incendiarias objeciones, al cambiar de posición farfulló algunas excusas. Metido en la horma del zapato retrocedió un buen metro, tocado de buenas noticias colgó. Muy despacio metió las manos debajo del cinturón echando bombas de alegría sobre las mejillas, esparció más miel a sus labios y agregó. -Voy al banco a reclamar un giro, Ramiro llega en quince días. Nuestros gritos de júbilo rebotaban en las paredes, aumentaron de manera continua el volumen, descosimos las barrigas a punto de vibrantes carcajadas, nosotros, arrastrados por el deber, recobramos el sano juicio y cada cual a sus labores hoteleras. Quedan algunas notas de mi cuaderno de diario personal que, muy probable pertenezcan a mis desaparecidas reflexiones de esta situación, donde las cosas resultaban mejor, trabaja más de pela papas, de cocinero e iba alargando mi estadía. Esto cualquiera en el mundo lo puede entender; saboreando la emoción de esperar llegó el apoderado acompañado de Tabaquito Sáenz, no obstante, las graves preocupaciones que embargaban el ánimo del grupo, no porque uno pertenezca a otra clase social lo tiene que tratar la gente con la distancia que crean el don, el don Ramiro, el don usted... A fin de demostrar su compromiso empresarial, don Ramiro Machado saludó a don Ignacio Huiza, propietario del hotel, rodeados de estructura rectangular que semejaba una maqueta muy espaciosa, enchapada en coral marino, detrás de las cosas que no están en ellas mismas expresó una deuda de gratitud. Anochecía, en las faldas de lomas cercanas, donde apenas crecía la maleza, sin llegar a ninguna parte las luciérnagas encendían sus cabezas. El promotor venezolano de mente alerta, avivado en la certidumbre de la superioridad, reivindicó una ciega antipatía que estuve a punto de lanzarle tres madrazos. Pese a la tensión del ambiente, llevó su mano gorda al bolsillo del gabán y sacó un puro, dotado de poderes sobrenaturales sujetó una luciérnaga y prendió el tabaco, hecho esto, arrojó la llama de ésta sobre la gran sombra de la noche, aquel acento patriota daba forma a las palabras enroscadas con el humo que empujaba el aire nocturno. Ellos apoderados de todo el espacio de la conversación, transferidos de caballerosidad cuadraron cuentas, precedido de jovial estrechón de manos. No transcurrió mucho tiempo antes que apoderado del puesto de mando el empresario, hizo un horrible esfuerzo por sonreír. No muy contentos que digamos, descargando millones de voltios nos reunimos en su entorno, éste, desde luego, esgrimió dificultades financieras que atravesaba, a ver, ¿en qué clase de solución tardía pensamos? No adivinó, cautivados de comprensión acatamos sus austeras excusas, un cuarto o media hora demoró el intercambio de reclamos. Superado el percance entrelazó emotivo abrazo al séquito de boxeadores. A fin de no producir una pausa vacía, ahogándose con el humo confirmó la emigración para el amanecer. A la búsqueda de convertir nuestras dudas en fe extrajo un fajo de dólares del portafolio. Él sabía que eso bastaba para sentirnos satisfechos, yendo al grano recomendó adquirir elementos necesarios. Bueno, creo que cualquiera comprenderá las dobles y triples razones que lo llevaron a efectuar tal desprendimiento, tenía un orden lógico de prioridades, igual que todo aquello que está motivado por muy diversas y hasta enfrentadas razones económicas que el bolsillo no entiende, o sea, ¡diablos!, otra vez el empresario preso en sus contradicciones. Alrededor existían escasas tiendas, esa noche compramos comidas ligeras, en un par de negocios vendían ropas, obtuvimos artículos de inmediata utilidad, a precios de contrabando logramos descuentos favorables, por primera vez compré ropa bien hecha y conjuntada, pantalones bota campana de terlenka, camisas hawaianas, pañuelos de cuellos que enroscaban de moda. El capitalista controlado por la máscara del avaro delegó a Tabaquito administrar la inversión, exponía un aspecto relamido, evidente que reía para sus adentros cuando recibió el fajo de billetes verdes. El apoderado negándose a medir la hemorragia de su bolsillo, permaneció, por allí, rondando, esperando las vueltas, antes, estricto en sus normas y reglas, puso de presente tantos gastos. Sitiado por la oscuridad el sol activó su interruptor de luz, asqueado de leyes acomodadas del hombre alumbró las injusticias, equitativo derrama rayos para todos, los pintó en jirones de nubes teñidas de rosado. El aire estaba claro, respirable, era agradable de ver después de una ventisca que levantaba nubes de arena. Llegado el instante de partir, renovado el vestuario y reforzado el autoestima, estamos listos para los deberes temporales del viaje. En una de esas calles que rodeaban el hotel existía un edifico en plena construcción, dispuestos a esforzarse más, varios obreros nativos hablaban alto y fuerte. Tres fornidos albañiles, de pómulos salientes, cubiertos de argamasa respingaban narices chatas. Hacía un rato, resguardados en cascos anaranjados y overoles caquis, comprometidos a entregar la obra en horas de la tarde golpeando los palustres repitieron: -¡Cumpliremos la meta! Esas son las paradojas del trabajo, dos oficios distintos en busca de un objetivo. Entonces, bien que mal, suprimido de las playas de Tijuana advertí tal reto. Llenos de lógica y de buen sentido, elegidos a escribir en la eternidad de las piedras nuestros nombres invadimos el autobús, la comitiva pinceló un oasis de cordialidad, ocasión que significó la unión del grupo. Asimismo, los suspiros escribían reminiscencias a nuestros familiares, instancias encadenadas encerraron buen augurio, coherentes a los planes del entrenador y del manager. Recluido en la insistencia pretendía vestirnos de héroes, convencido de recoger productiva cosecha en esta siembra del boxeo. Tan pronto tomamos asiento delineamos el signo de la santa cruz empapados de convicción, lanzamos al vuelo precavido optimismo dirigido a los ángeles, el correo santo no está en la obligación de transferir peticiones de buenas intenciones o equívocas, a veces en el cielo desaparecen sin penas ni gloria. Gracias a los corredores de apuestas del reino celestial, cabalgaban en las puertas del firmamento figuras confusas de jinetes gaseosos entre las nubes, tarascada de luminosidad mezcló una prestidigitación del viento. A la voluntad de Dios trasmitía señales ocultas, indicaron la pesca de algo extraordinario. Más bien que otras conjeturas, resumió no poner sobre los hombros carga demasiado pesada imposible de sobrellevar, para no permitir que el espíritu vagara disperso en objetivos dispersos. En la parábola del fracaso el devenir no augura nada benévolo. A decir verdad, inservible para la redención alcancé el éxito, hoy ya no tiene sentido, en la punta de un obelisco de triunfos lo consideré un perfecto acierto, desde allí naufragué en la catástrofe, condición alterada por un destino rígido. A centímetros de evitar el abismo donde subsisto, impostado en espeso vendaval de locuras, yo perseguía a la locura, a su vez, la locura me encontró, consecuencias, soy un manojo de agresividad sin atisbar el alivio a mis penas; desgranando colores de gloria adopté a mi alma máscaras mundanas. Seguro de que tenía algún sentido la aventura o algo más de sacrificio, no estaba en busca de fortuna. Lo único que deseaba, lo único que hacía seguir adelante, era la idea de una esperanza obstinada de ayudar a la familia, cualquier clase de ayuda. No podría justificar esa esperanza sin ni siquiera intentarlo. Me limité a hacer caso omiso de cualquier cosa lógica que me dijera lo contrario. Pero, aun así, la inclinación natural del episodio generó dudas en el empresario, dado el pavor que por equis o abecedario motivo desertara a otros rumbos, atraído por la utopía del sueño americano, adopta la esclavitud merecida del capitalismo: opresiva maniobra económica del sistema, depredador de culturas dentro de tinieblas espesas. Sobre todo y contra todo, disfrazada de malevolencia enfrentaría la discriminación racial, política perversa que optaron algunos grupos de europeos. No obstante, perseguía el sueño palanquero. De regreso al pasado, infinidad de veces, urgido de ventas de cigarros en el suburbio de Bocagrande, al alba y al atardecer, experimenté la gangrena del racismo en Cartagena de Indias. Aquí, cuando la mayoría de boxeadores criollos estaban próximos al retiro, yo apenas venía, presionado por el ángel tutelar me impuso andar con alas de acero si quería apropiarme de mi propia ilusión...puesto a prueba me repetía. -¡Tengo un sueño que despierto por las mañanas, ser campeón mundial! ¡Qué proceso, qué proceso de padre y señor mío atravesar la frontera norteamericana! Desde una rama de avellano inclinado hacia el viandante graznaba un Martín pescador, en su vocabulario trinó en claro repicar, ¡a la orden! A la altura del árbol fiscalizó la minuciosa pesquisa policial, no sé por qué, arrancado del auto maduré el afán de mirarlo; criatura de armónica belleza no requiere visa para pescar de país en país, rumbo a otra nación alzó el vuelo cediendo su lugar a otro Martín pescador. Trazando círculos perfectos escudriñó engorroso cateo, sin prejuicios chauvinistas tomó una corriente de aire veloz que lo conduciría al río que transporta la vida, acumula secretos, diluvios de secretos, incluso, el secreto invisible de la muerte. En las periferias de la metrópolis su vasta extensión expele una energía modernista, enciende toda clase de antojos a los extranjeros, enclave perfecto de citadinos, altos edificios agrupados rascan las costillas del cielo con sus puntas cuadradas. Al mismo tiempo que hacía su aparición la música de Elvis Presley, cantante y actor norteamericano, mejor dicho, el Rey del rock and roll o simplemente el Rey, sus melodías sucedió al vals, los boleros, las rancheras, las baladas, cuyas canciones varias generaciones en el mundo la bailaron, y las cantaron desgañitados. Y engranados en el alto volumen vehicular aparcamos frente al hotel George, inmueble de cinco plantas, plagado de ventanas en hierro forjado. Machado tan diferente a la cínica dureza que exhibía delante de nosotros, al aproximarse a la recepción, expuso una sonrisa de oreja a oreja, enseñado a los negocios regateó un convenio promisorio al administrador, ciudadano de rasposo acento australiano, invernaba desagradable faz templada, todos los domingos, obligado a rezar no santiguaba pliegues o arrugas de ninguna clase. Digamos que en una maniobra rápida ocupamos varias habitaciones, el portero mirándonos delineaba una especie de gánster acorde al vestuario y el sombrero inclinado sobre los ojos. Yo sentado en una silla en medio del aposento sombrío examiné el entorno: una cama sencilla, tres clavos en la pared, dos bombillas hacían brillar el mosaico roto del piso, mi equipaje en un extremo, colgaba una pintura barata detrás de la puerta, pegado a la pared un escaparate de madera, en un ángulo del cuarto trenzados de repeticiones el almanaque y el espejo, dándole cierto tono de guerra e integrados en una reacción de odio, revestía el baño una red de caricaturas del conejo Bugs Bunny acosado por Elmer El gruñón. Los tres juntos le dimos un aspecto de transitoriedad al recinto, recreamos la paradoja de la agresividad en un cuarto que olía a trifulcas. En un juramento de silencio fumé pensando en los míos, sin más ni más vigilante me acosaba el pasado, medía el ritmo del tiempo de este contaminado universo. Excedido en mi observación aprecié, suspendido entre el techo y el piso un vidrio aislaba el ruido de la avenida, afuera, afanada transitaba heterogénea población teñida por la llamarada rojiza del atardecer, más bien, constituía una regla que proporciona la civilización, en el ilimitado desenvolvimiento de la oferta y la demandada. Una masa obrera de angelinos forcejeaban a la entrada de una bolsa de empleo, infiltrados en las llagas del desempleo, los teóricos del pesimismo lo consideran la lucha por vivir, la angustiosa lucha por el pan, por el techo, por la pensión; encima de altos edificios refulgían avisos de bancos imperialistas, abajo, circulaba el tránsito de peatones, atacados por estridentes sonidos de perifoneo que emitía una propaganda de reconocido dentífrico. No asomada la malicia indígena a los ojos, inexperto en distinguir la estirpe de emigrantes y de nacionales, lo peor es que me sentí impulsado a reírme de mi ignorancia, del mundo, tan mezquino, tan extravagante. En la resolución de un enigma, el ambiente afloró dudoso comportamiento sexual de hombres y mujeres, indiferentes a la moral vagaban individuos perfumados vestidos de féminas fatales, no en balde, convergía una metrópolis de bizarro libertinaje. A mi juicio, en aquella época, era fácil detectar la diferencia abismal con nuestras ciudades. A las cinco de la tarde, el manager convocó una breve reunión en el salón de conferencias, el cambio de ritmo le sentó bien al grupo, ¡claro!, no faltó las reiteradas recomendaciones traídas desde Venezuela, luego, instalados en un ámbito de cordialidad partimos hacia el gimnasio Olimpie Minska. A la final, para abreviar, me alteré contra la rebelión del oído, al escuchar el anuncio del norteamericano, acostumbrado a tales trajines comandó las acciones en esta torre de Babel, de acuerdo a los planes que estableció el empresario; intercaló español e inglés, a modo de sonajero y con una franqueza creada por el whisky advirtió: -¡Allí entrenó Sugar Ray Robinson, el mejor pugilista de la historia mundial del boxeo! Aquel matiz de voz está en la cadena de mis recuerdos. El gringo tributario de conjeturas canalizó expresión de vivo interés represada en sus pómulos. Yo, lejos de introducir una deducción afirmativa desnudé la incredulidad, basado en la prudencia rehusé a digerir tal novedad, a menos de estar equivocado. A la espera de las penas que debía sufrir para alcanzar la suerte y divididas mis opiniones deposité perdigones de júbilo en el corazón. El grupo sometido a los caprichos del guía, a expensas de resultados estuvo condescendiente y generoso, fermentó el aprecio en esa oportunidad disuelto en la disciplina. El dato desconcertó en algo a Tabaquito, aquel caribeño afro protegía el refugio sano de sus consejos, quien de su jocoso humor aprovechó para dar esta puntada: -Pambe, estamos a metros de estrechar la derecha mortífera de Sugar. Esto fue lo primero y lo último que le escuché decir en esa jornada, más que nunca su maracucha voz sonó tranquila y musical, experto en dar sugerencias, cual vela sin viento recogía la experiencia en los cabellos apretados y esponjosos. A lo santo católico, aureolado de astucia albergó la bondad del maestro, frente a los conflictos de consciencia era bastante persuasivo, ¡cuánto lo extraño!, encima de todo, intercambiamos opiniones, tristezas, afujías y alegrías, rumbo al escollo más difícil de sortear, la adicción a los alucinógenos, guiño que me hacía el destino, acumularía dificultades de todo orden camino al precipicio. Allá donde los hombres usan ropas femeninas y las mujeres usan ropas masculinas, el bus prendido a la cinta sin fin del asfalto continuó el recorrido, tentados a escribir una historia imborrable. Si bien es cierto que nunca faltan sorpresas cuando uno está de viaje en país extraño, también sucede que en la tristeza le salga al cruce alguna aventura. A la vuelta de la esquina, en mitad de la manzana, ahí estaba, a cincuenta metros el edificio, y mientras descendía del autobús, entrechocado a modo de péndulo, dentro de mis ojos negros golpeó la puerta en acero del gimnasio. El grupo precedido de un desprendimiento de imaginación abordó una estrecha escalera mecánica, giraba sobre sí misma en una sucesión de tramos mezquinos que descendía a un sótano iluminado, asimismo, paredes blancas soportaban huellas de manos sucias, nombres de estrellas cinematográficas, fechas, versos de canciones populares grabadas con pintalabios. En forma de destino, la necesidad de entrenar de manera continua no daba espacio en atardarse en derrotas, o sigues, o renuncias del todo, cuando ya ni un poco de fuerzas le queda al boxeador para encarar el combate. Mezclados el pasado, el presente y las ilusiones, retumbaban desparpajos de boxeadores, irrigaban el sonido de calderos viejos arrojados al piso, por sí sólo, zumbaba el intenso ajetreo de una jornada de entrenamientos. A la derecha, lejos de la aglomeración de deportistas, superado el acceso respiramos infusiones sudorosas de boxeo, sin hacer ningún comentario, acabamos de penetrar la despensa boxística donde practicaban pugilistas de diferentes nacionalidades. En aquel sitio, donde la sombra del sambag fundía en negro la del boxeador resultó grato gravitar y oler el ambiente del lugar que persiste presente. A cada segundo, entrenadores impartían órdenes tiránicas a amateur y profesionales pugilistas, empeñados en forjarles pericia, vigor, y garantías de autonomía arriba del cuadrilátero, segregando sudor de amplias cavidades olvidados de sí mismos sin importar el esfuerzo. Los gritos frenéticos de entusiasmo rebotaban en sórdida resonancia, revueltos de una especie de exaltación feroz, ofendidos por la pobreza, a la caza de un golpe de suerte, conseguir la posibilidad de una pelea por el título mundial, la cual significaba un viraje decisivo en sus vidas, el ocaso o la gloria. Ellos, en un poster reflejo de resistencia, esfuerzo que amedrantaba lo real, ligados a un público delirante, envueltos en llamas ardientes de auténticos gladiadores, enseñaron el camino que en justa proporción yo recorrería. Un destello de confusión fue perceptible en nuestros ojos cuando apareció un cubano de nombre Fulgencio Moncada, asmático de siniestro aspecto, a causa de sufrir letal cortada en la ingle hablaba entrecortado con hipo, estéril de emotividad y de ojos cafés hundidos, vestía camisa de dril plisado y atusaba bigotes bien cuidados, para saludar tendía la mano a manera de bendición. Tras perder fuerte suma de dólares en uno de sus pupilos, renunció al lucrante oficio de empresario boxístico, reducido en sus capacidades administraba esas instalaciones. Casi a la sugerencia de la urbanidad de Carreño, desviado de esquemáticas ocupaciones procedió a saludarnos, orgulloso de gerenciar algo perfecto. A pesar de ser muy larga la tarea a seguir, Quechua sin irse por las ramas especificó en pocas palabras el plan de trabajo. Aparte de ellos, afianzado a la pretina del pantalón revisé lo que ocurría alrededor: aprisionado de insólita emoción coincidí que mis energías las orientaría a un propósito, entrenar, listo a capitalizar cualquier oportunidad de conquistar el título mundial. Y en constante ataque de incontinencia verbal ingresaron a la oficina, pisando otro camino el grupo recorrió la inmensa instalación, no importaba andar despacio, apreciándola en sus dimensiones reales. Situados a la izquierda serpentearon asientos vacíos, por cierto, inducidos a una disciplina fanática acomodamos nuestros traseros a la espera del benefactor. De verdad, no teníamos indicios claros de que estamos esperando, pero no éramos tan ingenuos para considerar al menos la posibilidad de estar cerca del éxito. Y ante dicha reflexión, libre de los ritos del protocolo cursó algo increíble, personas borrosas descendían apresuradas la escalera mecánica, erradicado del reposo repicaba el tam-tam-tam del acero, desde arriba llegaba el rumor de incontrolable alboroto. A plena marcha heterogéneo pelotón de periodistas entrevistaba a una estrella del jet set internacional a quien le apremiaba el reloj, él siempre de afán quería tenerlo todo de inmediato, algo sarcástico le encantaba la idea de estar próximo a la inmortalidad. Nosotros, eslabonando el presente con el pasado aguardamos en apartada área. A éste, porque nunca le faltó cierta dosis de caballerosidad y otra mucha mayor de humildad, le brillaban las pupilas con el fulgor de la abundancia, basado en mentiras apaciguaba la suspicacia de reporteros. Muy atento para tales cosas, encabezó el descenso nada más ni menos, Sugar Ray Robinson, el que se comió la vida a golpes. El pugilista peleó en casi todas las categorías boxísticas, a poco menos de quince pasos de distancia, sostenido de despampanante rubia recluida en ropa de seda china, estilizaba la perfección de pronunciadas curvas, a todas luces, a medida que avanzaba desparramó caracolada cabellera dorada, espigada de ojos esmeraldas presagiaron el regreso de la primavera, exonerada de castigo divino usaba guantes blancos, esparcía el aroma de atrapador perfume de ciprés. A través de un escote de corazón disparaba el ensueño erótico, a fin a su mediana alcurnia, alérgica al boxeo expresó indiferencia hacia los hombres que venimos de la pobreza, convencidos de arañar la fortuna. Una nube de corresponsales los asedió, interesados en medir el provecho del retiro profesional, situados frente al amarillismo registraron fotografías. Y teniendo unos rounds en la cabeza que, a veces lo hacía escuchar una campana imaginaria, procedente del fondo, dando trompicones un barbudo boxeador enano, al levantarse del piso endureció la expresión de su rostro. Al notar nuestra presencia previendo un cataclismo de preguntas, realzado por la barba negra aclaró que, la visita de Sugar giró convertida en un fenómeno anual, cada año durante esas fechas emergía su presencia en el gimnasio, para animar a los deportistas de narices chatas, tradición que respetó hasta la hora de su muerte. Para mostrar cuánto era su humildad, asistía a inhalar los últimos olores del boxeo, a engañar a sus miradas y sus oídos en aquel oasis de sacrificios cuyo legado continúa vigente, a la par, corría en su sangre el origen de la profesión elegida. Siendo uno de los nuestros ajustó gafas oscuras sobre el puente nasal, humedeció los labios, tenía ganas de pensar, o tal vez, de no pensar, eso sí, seguro que los años fogosos de juventud terminan asentándose en la memoria. Y cómo estaba de revitalizada la vieja gloria que venció el almanaque. La lente redonda reflejó pugilistas jadeantes en combate, consagrado a la grata labor avizoró el tinglado, tirándonos un puñado de buenas intenciones teñido de entusiasmo y cordialidad sentenció: -¡Sufrir es vivir! Aquel que reniega de su profesión el destino no debería premiarlo. Transitaba en la orilla opuesta a la pobreza. A continuación, posó la mano derecha en la cadera de la rubia y argumentó. -Sigan una senda fija que ningún problema borrascoso los desvíe de sus metas, ya que una gran fe es necesaria, en cada pelea tiene que sacarse de adentro, cueste lo que cueste, porque el boxeo es un callejón sin salida para el cobarde. Frente personajes políticos que deseaban afiliarlo a su bando, de periodistas que ansiaban escribir su biografía, de músicos que le dedicaban canciones, de antiguos camaradas que le pedían dinero, y de nosotros, en extraño silencio multitudinario besó a la vedette posesionada de él: situación equivalente comprobé al conquistar el campeonato mundial. A partir tal vez de cierta perplejidad, o de una perplejidad que contenía muchos presentimientos, incapaces de correr salieron presurosos de la oficina los amigos para darle la bienvenida. Y sucedió lo que debía suceder, renovado el sentido de amistad, el campeón saludó por igual a cada colega, lento y ponderoso, empapaban sus mejillas gotas de sudor, traspiraba el camino que recorrió, del cual mantenía un concepto preciso. A medida que avanzaba resonó los ecos de su trillada trayectoria. Yo dado a las angustias existenciales y puesto en alarma total el sistema nervioso contemplé a la leyenda, parecía inteligente, encantador, voluntarioso, temerario similar a un esclavo que rompe las cadenas de la esclavitud. Avanzó los cinco pasos que me separaban de él y no tardó en acercarse a mí, al menos eso esperaba, muy juntos, pendiente a los crujidos del estómago contuve la respiración, más histórico que un tanque de guerra procedió a extender la diestra vigorosa, movilizadas las ideas de las pasiones deportivas, el gigante pastoreó delante del David palenquero. Pasaron boxísticos destellos de revelaciones, recuperado el sentido correspondí su saludo, no mucho más alto que yo, propenso a la efusividad metí la mano dentro de su mano, y la de él en la mía, debido al contacto, percibí en la mente la claridad de un anhelo largo tiempo aplazado. Rodeado de la sensación del presente y la existencia, dando libre curso al fuego de una alegría interior, alegría profunda de sueños posibles que me trasmitió, los divisé realizables por la maravilla del surrealismo, entregados los dos a una finalidad concreta. No sé cómo llamar tal fenómeno, tal vez fue una alucinación sensorial, enseguida, encendido de llameantes ilusiones retrocedí soltándole la diestra, tocado por los más poderosos poderes de los sentidos, distinguí la temible gloria cacarear demasiado cerca y algo más que no supe interpretar, cómo decirlo, ahí recibí esta revelación, la mayor revelación de mi existencia. A mi lado, Tabaquito jadeó, de su garganta salió un sonido ventrílocuo, denotó que quería hablar por mí. Yo deseoso que dicha fantasía terminara en realidad, sudé a chorros delante de esa sombra atiborrado de complejos, y es que la corona que uno labra es la que usa. Indiferente a todo, ajeno a todos, accedió echarme la trompadita de la buena suerte sobre la mandíbula. Siendo todo un resplandor de sus triunfos, reacomodó su chaqueta de piel de tigre, dando la impresión de no sólo tener fortaleza, sino, que le fuese ajena la idea misma de flaquezas u obsesiones. De modo que, un cuarto de hora después de agotada la dosis de regocijo, sujetó el brazo a la beldad, de pura coincidencia, erguido en toda su estatura partió en medio de quienes destacaban sus proezas deportivas. Ninguno llevó en la consciencia su propio amor ni su verdadero objetivo, entrenados a un juego sin finalidad. A Sugar Ray Robinson, cada soplo de brisa le devolvía el infierno de la soledad pese a las irradiaciones prismáticas del dinero, en plena contraposición de esconderse y desaparecer, muy cansado de tantos elogios, puesto que la fama satura el espíritu lo condujo más allá de los excesos. Por desgracia eso me sucedió, abrumado por la frustración en las borracheras quise arrojar el alma lejos de mí. La disparidad de mi vida de lustrabotas brilló diferente con la actual. Conforme a tal consideración, desde luego cambió del cielo a la tierra, más y más, vivía en el atrio de intrigas de boxeadores, de periodistas, expuesto a las calumnias, aspiraban verme consumir en las llamas intranquilas del agravio. En aquella lejana época, acorde a la ambición que sentía, pinchado por la pobreza acentué los entrenamientos, pero en calidad de asalariado el dinero escaseaba, entonces, tocó recurrir a los amigos, cuando uno llega a necesitar préstamos de ese tamañito, casi limosna, es que no puede aguantar más, la bancarrota. Debía dinero por todas partes, sobre todo, a los compañeros de aventura, y santiguando el hambre evoco algo interesante. Cuesta creerlo, cualquier tarde resopló el pugilista cubano Mantequilla Nápoles, saciado de indiscutibles triunfos desató gran algarabía. De aquí a la eternidad, detectó la ausencia del sparring de turno, ni su mal humor, ni su beligerancia, ni su cólera, ni a mí, ni a nadie más nos perjudicaría, sólo a él, trasportado por la intolerancia aventó mi nombre, no sin mirarme a mí con expresión aireada. Yo no sabía qué buscaba, desconocía qué perseguía demostrar. En la intensidad de su salvaje personalidad, por delante de mi llegó el ruido de sus pasos, bañado en sudor y cansado de obligado confinamiento calentaba los músculos en un espacio escaso de iluminación. A modo de burla soltó una carcajada burlona, bajo el aire sofocante me propuso reemplazar al deportista remiso, a cambio, recibiría tres dólares por asalto. En tal situación económica, sin impedir el temor abrí la alcancía del estómago y del corazón, sometido a tal nivel de subsistencia, late en diversos ritmos del hambre. A partir de eso la oferta merecía ser tomada en consideración, de espíritu a espíritu revelé dramática interrogación. -Eh, qué estás diciendo, ¿tres dólares? Y en esa ocasión, ¿Por qué cojones iba a exponer que me dieran una golpiza? Bueno por dólares, pensé. Cuando podía seguir entrenando sin arriesgarme a una severa paliza. Era equivalente de imaginar que esa posible tunda dijera por sí misma más de Mantequilla Nápoles del boxeador que era yo o de lo que fuera en futuro. Dentro de un proceso evolutivo de aprendizaje, al que le importa poco las vidas individuales, presentí que expulsó una inocentada en tal ofuscación. A vuelo de pájaro la oferta rebotó cerca de mí, por uno u otro motivo perforó mi razón. Dueño de nada, desprovisto de sentido común mordí el anzuelo, elección que contradecía el raciocinio. No obstante, a pesar de los miedos, colmado de tanta necesidad vaticiné, desencadenaría rayos y truenos de rankeados guantes. En tales condiciones, antecedido a la conjetura el resto de fajadores suspendió el entrenamiento, atraído por lo que acontecería encima del cuadrilátero, producto de que él combatía en la categoría Welter. Más que nunca sentí pavor, así ocurrió, yo practicaba en la categoría Welter Junior, lo cual no impidió la iniciativa. Abandonado a mi suerte nos colocamos guantes y cabezotes, al empezar reunir las fuerzas en los puños, persignándome evidencié la concentración de sangre erizar la piel. En medio de toda esa piafante virilidad, esforzado en parecer sereno esperé que rezara sus oraciones; expuesto al frio de la muerte sonó la campana que inauguró el fogueo, aquellos gritos de mirones agobiaban desiguales. El administrador quien abultaba pecho que sobresalía a sus pasos, de manera socarrona bordó la felicidad apoyado a una pared, inducido a circunstancias de envidia anheló verme tendido en la lona, sin concesiones maquinó guiños insinuándole que me despedazara. Para disminuir la tensión, el primer asalto transcurrió de estudio, el temor no me congeló la sangre, resulta grato decirlo, dispuesto a lo peor me adapté a lo imprevisto. El cubano poseído de la imaginación más perversa sus ojos semejaban dos puñales negros, que, embalados de superioridad no pestañeaban. Aquí, el principio de la simetría boxística hacía posible la evaluación de flotar en el teatro de fuerzas cuadriculadas, esto conducía a tantear el esfuerzo del antagonista sin dejar ver las preocupaciones, eso tenía la ventaja de comprobar su estado físico, detectada alguna falencia corporal, en consecuencia, atacar sin dar ninguna un respiro al contendor. En tal sentido, poniéndole seriedad al asunto mi centellazo rotó oculto y reprimido, listo a desencadenarlo aumenté aire de insolencia. Teníamos grandes semejanzas, él adaptado a las precauciones, tendía a eludir el jab y el recto con facilidad, daba toques de picardía a su estilo isleño. Al promediar el quinto asalto acuciamos enconado intercambio de golpes, cuerpo a cuerpo, ambos asimilamos contundentes trompadas. Yo lo quería así y así me gustaba, de tal manera, aquel infighting le sumó dramatismo de extremo al entrenamiento; por esas fuerzas del alma amenazaron romperse las costuras de nuestros guantes. A pasos de bestias cansadas repicó el timbre, el cual abortó la furia y obligó recomponer los cabezotes, degollado el round concluyó el fogueo. A raíz de este apretado final, palpitaba un secreto de vergüenza en él por no masacrar a su contendor. Experto en peritaje boxístico calibré a un atleta desconcertado, aferrado a una justificación exponía la lengua ensangrentada, por lo que me limité a observar, mitigada la rudeza del entrenamiento revolvía el oxígeno algo contrariado. Tras el fracaso, decidido a reivindicarse en otro entrenamiento le falló su impetuosa técnica compositiva, salida en falso de su plan de preparación. Yo estaba dichoso al pensar que pudo suceder lo contrario y recibir una golpiza. Más a la imagen de un excelente campeón, sin exagerar filtró la perfección sobre el ring, al menos así lo creí en ese instante; quitándose los guantes con cólera me saludó y descendió del cuadrilátero. A un costado del camarín, golpeándole la sangre sus ojos a causa de la ira y traspasado de un desorden emocional, encasquetó en su cabeza afeitada una gorra de marinero, advertía la inscripción descolorida, Cuba libre. El episodio significó para mí un gallardete en el ascenso a la cumbre, atizado por el lenguaje soez del manager, vibraba en un eco de agitación que invadía mis genes. Frente a él, vigilándome con suspicacia, esperanzado en seguir el plan trazado, con los óvulos oculares brotados de brujo blanco, digamos, que en el acoso de un empresario por cuidar su inversión. Manquilla luego de pagar lo acordado, repetimos el entrenamiento incontables ocasiones, sumado India Rey López, boxeador de Puerto Rico, de alguna manera reparada las consecuencias de subir al ring, compensó la remuneración económica. A reventones de músculos amplié religiosos trucos del boxeo, suscitarían evitar hostilidades inútiles, aproveché las indicaciones del entrenador norteamericano y de Tabaquito Sáenz, dando gritos de apoyo también me inoculó el sacrificio, forjándome en una carrera prodigiosa. En real forma de influencia mediática, perfilado en una categoría distinta propicié granjearme el respeto y la simpatía del grupo: continuo, útil, preciso, rodaba el fruto de la disciplina, vestigios de valores convencionales, cosas ahora opuestas a mi personalidad. Allí en un período bastante largo, a un paso irrevocable tras otros cumplidas las exigencias del cuerpo técnico acomodé el monstruo de la superación, esto trajo consigo en definitiva el delirio del campeonato mundial, mediante la fe acrecenté la confianza, y en esa estancia disputé tres aguerridas peleas, en el Olimpie Auditórium, San José California, desafié a los boxeadores Enrique Jana, Rodolfo González, y Jorge Rodríguez, en las cuales salí ganador por nocaut técnico. Ramiro y Tabaquito regresaron a Venezuela, superadas las expectativas, tomaron la precaución de insistir en no interrumpir el ascenso al estrellato. Envuelto en sombras de nubes oscuras transcurrió un día lluvioso, al fin llegaba el invierno en San Francisco, después de largo verano estableció que, las estaciones no fueron creadas para el hombre, sino que el hombre fue creado para las estaciones. Superado el mal que produce la indisciplina, empeñado de desenvolver un redentor en las redes del pensamiento, omití hacer lo que hacía por hacerle compañía a la curiosidad. Esa pluviosa noche vagaba en el barrio chino hechizado por el manto de luces artificiales, rehuido hasta de mis consejos rondé saciar el ocio palenquero. Aquí y sólo aquí, invulnerable a los contratiempos babeaba simpatía a transeúntes, cual compae menejo observé avisos luminosos que desataban fenomenales dragones, consagrados a alimentar fantasías, pegados a oscuras paredes corrían hacia la azotea del edificio, calcaban huellas palmípedas sobre vidrios, desaparecían en ascenso a devorar las estrellas. Esto sin venir al cuento, sustraído y extraño, en una metrópolis compleja con vida propia, callejón arriba avanzaba una danza oriental, algunos exhibían máscaras de payasos, de largos picos de pájaros y ojos muertos, de leones y de tigres moribundos y la máscara de la peste, establece una relación entre el hombre y el infierno de las enfermedades. Más a la cruda realidad de aquel suburbio anduve silencioso, atraído a la escena llegué al pie de inimaginable cáliz multicolor, frente tal cosa el resplandor hizo trizas mis conjeturas, no tenía el más remoto concepto de lo que promocionaba. Al cabo de unos segundos de destellos azufrados, sumergido en violenta reactivación procedió a desgajarse contra mí; agrupó abominables bramidos engendrados por pantanosos fantasmas espaciales, disputándose los colores esas criaturas al estrellarse en el suelo propagó una sorda resonancia de ultratumba. Bajo la impresión de que el cielo estrellado junto a las galaxias venían aplastarme, sin quitarme los zapatos emprendí desaforada carrera, juro por mi madre, jamás registré infernal clase de aviso publicitario. Apuesto mil a uno que usted tampoco. A unos cien metros, agarrado a un poste estipulé que trifásica luz bastaría para alumbrar a todo San Basilio de Palenque. Estas clases de avisos publicitarios tienen la función de sensibilizar e incentivar la compra del producto que promociona, en mayor grado actúa La medusa de la sociedad consumista, convertida en un arma de hipnotismo masivo. Aparte de esas reglas del consumo global, recuperado de violenta estampida, viendo la restauración de esas luces de neón, advertí la promoción de un coctel oriental. ¡Ojo!, esa noche no estaba bebido, respiraba sobrio igual que un cirujano. A mi pesar, experimenté que algunos rastros luminosos de esa propaganda seguían regresando a mí, y reagrupados los nervios proseguí la ronda, rodeado de edificaciones antiguas, peatones, y de aguerridos policías, omitían que yo existiese. Esta vez con mayor afluencia, ciudadanos asiáticos salían de almacenes cargados de paquetes bajo la llovizna para tomar un taxi, otros, a pasear perros pese a la inclemencia del clima, por otro lado, agentes alejaban mendigos que pretendían calentarse en las cafeterías entumecidos por el frío. Estacionada al costado derecho una radiopatrulla obstruía el tránsito de centenares de carros, exponía débiles luces de emergencia, daban exigua animación al ambiente. Eché otro vistazo y deslizándome a una transversal desierta tropecé esbelta mujer pelinegra, bregaba despinchar el auto asediada por la niebla vespertina, permanecía agachada para mejorar la visión. En urgida justificación de salir de allí y llegar ilesa al hogar; delgada y de grandes ojos rasgados sostenía un cigarro en la boca, hundía en la sombra el resto del vestido, analizado el espacio me acerqué. Adentro del Toyota dormía acurrucado un niño en posición de embrión, él inocente de todo, pobre angelito dormido. A raíz de todos los indicios, ella de rasgos orientales captó mis pisadas, nunca le tuvo miedo a nada, lo mejor, es que me di cuenta que tenía bastante miedo. Temiendo que algo malo le iba a ocurrir, desenvainó la cruceta de acero y peló actitud defensiva, temporizó tintes de animosidad que complementó con el disfraz de severa palidez frente a un desconocido; movido por la solidaridad, a puñados, daba igual socorrerla o irme, y con deseos echarle una mano, bordeando el carro pretendí mostrar mi caballerosidad, ni perfecto ni claro hablé en chapuceado inglés, expliqué que sólo quería ayudarla. A buena hora bajo la presión del susto, dejó escapar un aliento a chicles de menta que no ocultó su pavor. La luz de alta pantalla alumbraba su mejilla izquierda, añadió otro carácter perturbador a su expresión; de una nobleza a toda prueba sumé estar tranquilo. No por voluntad mía, intervalo a intervalo desentumecía los dedos con exquisita sensualidad, aislada de viva simpatía estiró una pierna flexionada hacia adelante. En unas palabras, para desarrollar el proceso de conocernos, borrada la zozobra del semblante repuso. -¿Where are you from? O sea. ¿De dónde eres tú? ¿Que qué? Introducido en el mercado negro del inmigrante manifesté colombiano. Ella carente de la perspectiva de un cubista, procesada la respuesta su óptica la clavó en mis erizadas pestañas y descargó un suspiro de alivio; echada un metro hacia atrás diluyó el gesto trágico ante palanquera intromisión. Al máximo, desolada e incrédula especuló que yo procedía de Haití, digna de veneración insistió su temor al vudú. De repente, el fulgor de un relámpago la hizo pestañear, más el ronquido del trueno le sobresaltó obligándole a persignarse. Igual, de un momento a otro al volver la calma tocó ayudarla, superado el paradójico rechazo, saqué pecho y maniobré herramientas y aligeré el desmonte y el remplazo del repuesto, listo para echarlo a rodar quería convencerla que existen caballeros, a pesar de estar anegada de confusión y estremecimiento. Y así, no tardé en entregarme a su íntima fragancia, a juzgar por su advenimiento amplificó en mi pecho inefables aullidos de admiración a la belleza japonesa. Un suspiro bastó para disparar miles de flechas el dios del amor que atravesaron el corazón, no comprendía cómo sabía tan bien todo sin siquiera pensarlo. Allá bien lejos, hecho jirones flaqueé hipnotizado delante de esa visión rasgada. La dama gozaba de cierto aire rebosante de fatal feminidad. Quitándole la espoleta a la granada de la pasión, la sangre explotó en destellos habituales de libertinaje, cual un Don Juan mendigué por estrecharla en mis brazos, donde la fidelidad resulta escasa y abundan las promesas. A fuerza de gratitud sacó de la guantera dos billetes de cinco dólares y los depositó en mi mano derecha, emanando su perfume hechizador propuso conducirme hasta el hotel. De modo que sin la voluntad de los dioses chinos, dotada de una pasión difícil de domar me rosó su piel suave, transmitió la intensidad de entrañable jovialidad, menos paciente que un elefante vació la semilla de una chica descomplicada, en suma, exudaba una áurea invisible de erotismo. Sin persuadirme bendije la oferta, espere señor lector, la mejor secuencia está por estallar, adiestrada a las sorpresas manifestó hablar español, así, el asunto fluyó menos complicado. En un arrebato incontenible poco frecuente abordé el automóvil en busca de un destino inexorable en una ciudad libertina, transcurrió un recorrido de preguntas y respuestas ¿quién sabe a culpa de qué existan casualidades que nos emparejan con otra persona? Anulada la ascética de la indagación no importaba su nombre, en resumen lo que importaba era reposar en privados pechos. Unas treinta cuadras después, acompañado de todos los desatinos de mi existencia y alejado de mí propio yo llegamos, hablaba con esa sensualidad de actriz porno, una sensualidad que paraba los pelos por dentro y por fuera y me alejaba de mi castidad. De esta manera pactó recogerme el otro día en horas vespertinas. Aprobada la validez de nuestro encuentro aceleró emulsionada de fogosidad, igual que yo, reanudó el deseo de unirnos a la orgía fumigados de alergia sexual, embriagados en la dulzura de probar nuestras carnes. A fin de cuentas, nunca sabré si aquello fue sólo fruto puro de la pasión, del más grande, extraño y puro impulso de Cupido, o si no ayudó también un poquito, al menos, el hecho de ser aquella una época de hagamos el amor no la guerra. Pero lo cierto es que aquella platónica, no muy consciente y circunstancial ilusión iba a funcionar escasas horas. En aquel ahora, dispuesta a comernos la manzana del paraíso terrenal cumplió la cita acordada. La entrega de pérfidos besos de labios desarrolló sin retraso apoderarse del celibato, liberada de prejuicios sociales conducía un Cadillac Flectwood rosado modelo 1954, servía de marco de otra dimensión del planeta, preparada a conocer los pecados ajenos, hermosa, encantadora, personificó la belleza mitológica de una hada recién emergida del mar. Buscando mi beneplácito ventiló ropas trasparentes y sombrero blanco. A esto puede llamársele progresión geométrica de la pasión. Así las cosas, la montaña venía a Mahoma pero nunca imaginé que la montaña acompañaría al negro palenquero. Por lo cual de aquí en adelante, esbozó una emoción que moría por arrogarse a mis brazos. En aras de verbosidad inoportuna la trama arrancó, esto produjo que el pulso latiera en las sienes de modo alborotado, para dar expansión a mi estado libidinoso, en la indecisión de un bostezo besé el capullo de ajustados labios, acentraron la suavidad de geranios, qué bendición besar así; de manera voluptuosa encomendada a la ardiente efusión ella correspondió, medicina que endulzó mi soledad y en una acción directa su diestra enguantada palpó mis genitales, tremenda resultó la nena, sobre las reacciones provocadas replicó más explosiva de lo que imaginé. Yo todavía sintiendo su mano andándome la bragueta, cara a cara aceleró cogida a la palanca de cambios, reflejados en el panorámico del automóvil los astros emprendieron su carrera en el firmamento. Sólo por demostrar su versatilidad al volante dirigió el vehículo quién sabe adónde. Al no poder darme cuenta de la raíz de esta locura, atento a las tentaciones retrocedí a partes de mi antiguo mundo. A marcha rauda, lo que algunos llaman marcha de crucero, pisado el acelerador a fondo, me henchí de excusas a medida que el convertible ahuyentaba el aire; época en que no admitía parangón la juventud, al hacerse la noche más profunda no dudé del beneficio femenino en sonidos de estrellas. Enfermos de lujuria, narrándonos triviales anécdotas de género análogo, dimos media docena de vueltas por avenidas principales, surgían luces de neón en cualquier esquina de edificios que engrandecían la ciudad, ¡oh, qué paseo inolvidable!-agregué-. Tal vez era cuestión de trayectos, de barrios distinguidos, era difícil demostrarlo, salvo en horas del día, desprendida del poder del motor estacionó en un garaje de acogedora mansión tipo oriental. Ya en sus dominios terrenales, ascendimos peldaños de cristales, destellaban luces al pisarlos. Ejecutada una de mis inspecciones anatómicas verifiqué de soslayo la presa de turno, finalizado el control de calidad, con la imaginación desbordante de imaginación erótica ingresé a una recámara lujosa, antecedía el umbral una piel de león arrojada al piso, estética de safari, más estúpida epidemia de pieles colgadas en paredes. Provocaban el paroxismo estatuas oxidadas de ojos vivaces del siglo XVIII, iluminadas por el brillo de una lágrima en mejillas. Más preciso por aquel tiempo, yo sopado de intriga solía practicar el inventario de las cosas; casi sin sentido ante el gozo que produce la curiosidad, observé encima de barroca chimenea encendida larga galería de ángeles Hindúes lloraban por este hogar, ángeles tal vez ya olvidados. Una variada colección de pipas finas y máscaras de hechiceros africanos perduraban en una vitrina antigua, pertenencias de cornudos exesposos, mujer experta en burlar la sagacidad masculina, mediante un esfuerzo mental deduje. El recinto persistía amoblado de chécheres de cinco matrimonios; el último marido atiborró con su loción los vacíos del caserón de dos niveles, emanaba la confesión doliente de su impotencia. A la guadaña de execrable adversaria nadie jugó a resistirla, privados de los sentidos, menos del olfato detectaron tal infidelidad. Pese a ello, similar de quien está a punto de ahogarse en el aire encerrado, cargado de perfumes, de una habitación, al contagio de las costumbres de aquellos exmaridos, revuelto en hojarascas y penetrado de intrigas protagonicé este capítulo impredecible. Puesto en alto el deseo de la carne, cargada de discreción envió al niño a descansar en casa del padre. Nosotros mismos anhelamos esta soledad, claro está que, la soledad por su condición también desaparece, constituye uno de los ciclo de la vida, lo cual es temporal que conduce al encanto de un desamor. No vacilante ni corroído por la duda deduje, rodeados de llamas libidinosas estamos solos, ambos ausentes, ambos alborotados, sin prisa ni cuidados olvidamos que existíamos. La dama atando cabos, colocando a un lado los cinco hombres que yo no conocía y al otro hombre, o sea yo, comparando al último con los cinco, era imposible negar que éramos seis seres diferentes. Todos mis rasgos de dureza y solidez sexual eran recursos protectores, interiores, no exteriores. De los anteriores maridos tenía nada o poco de temer, próximo a yo estar en ella y ella en mí. Pero ante los decretos del destino debía esperar algunos minutos. Ella sin prestar oídos a mis ulteriores reflexiones, desentonada del ambiente erótico volvió a reclamar su protagonismo e irguió gallarda postura, enseguida, pasó al bar, conectada a la recurrente sensación de familiaridad preparó sendos tragos de whisky que olía a ron Tres Esquinas. Nadie le disputó el derecho a dominar de una ojeada el salón, de acuerdo a una escala progresiva de pasión, engreída de temeraria osadía evitó dar rodeos. Sólo siendo espejos de su magnificencia, los dioses africanos contrarios al celibato aceleraron el rodaje de este video. Sin la menor turbación metida en el fregadero libidinoso me entregó el vaso, a todo tren, distribuí desde la mano hasta el pene un terrible calambre llanero, idéntico al que produce un corrientazo de alto voltaje, esa prisa, ese frenesí, esa locura la manifestó al danzar con margaritas y mariposas de papel en los cabellos, ariscos y rizados, llevaba una máscara de teatro kabuki, un corpiño escotado de satín le llegaba por debajo del ombligo. Apenas esto comenzó, destapado el remedio del sexo mis ojos troquelaron extasiados. Alineada hacia la derecha ejercitó diabólico movimiento prestidigitador, al son de la música floreció de sus ropas María Bonita, contaminadora del mundo y de infelices humanos, mariacachafa norteamericana cosechada en cultivos hidropónicos, sustancia que transforma lo real en mágico, siempre incompleta, inquilina inexacta de espejismos, todas las veces falsa, me veía a mí mismo reflejado en ella. Tras ese contoneo pélvico sentí algo de sosiego viendo de cerca la distracción que iluminaba mi mundo, afectado por la abstinencia marimbera de meses, por más que evité su humo, su humo en algún instante terminaría por atraparme, no lo dude, dividido entre la lascivia y el humo esto ocurrió. La cuestión es que, preso en ella acabé complaciéndome pese a la resistencia de no fumarla, incorporada a mi sangre desde la adolescencia, inequívoco, rotundo, nítido, en la geografía del humo me abalancé encima de la anfitriona. De regreso a la chimenea hizo girar su cuerpo amarillo por debajo de mí, elevada en olas de prevención decidió ponerse de pie, levantando mucho las cejas promulgó la fórmula para entregarse a la pasión. Excursionista de dimensiones abstractas me exigió aspirar la hierba, tantear mil bocanadas que resolverían la ecuación oriental. Por unos segundos ignoré si veía o evocaba, sabía cómo decir ¡no!, empero, el aroma de transición me sacudió el cuerpo igual que una alegría. Más que un pretexto para fumar, empujado por un enemigo interno sin extrañeza ni pavor asentí penetrar el vientre del caballo gaseoso, indiferente, al espionaje de Dios y de Satanás. Al tratarse de una locura incontenible ni siquiera sabía cómo llamar a la mujer. Ya desde antes abandoné la nave de la sobriedad y encendí el cacho de marimba, entre dos infinitos, la vida y la muerte, caí en una ansiedad más intensa de consumir que las narradas: sucedió cualquier anochecer en que un arrebol pintó el infierno sobre el cielo, viajaba aborregado empujado por la rebelión del viento. Más o menos, más bien más que menos, el peso del humo la puso de nuevo a bailar, avezada en lides de humo jaló una cuerda invisible para desaparecer de puertas, en puertas, y más puertas, adornada de claveles jugaba conmigo. Ocultando siniestras intenciones adoptó posturas sugerentes de exóticos placeres, de repente, resonó la música marcial de héroes caídos en guerra, sentí la sensación que apretaba mi mente de consignas militares. Bajo conmoción alucinante irrumpió desnuda para la curiosidad, o el morbo, o la perdición, expuso al aire senos programáticos, prostibularios y hermosos, acortó la cuerda que tendía el puente entre nuestros espíritus, por supuesto, desertó el alma y la abracé. Sin esmerarnos por precauciones higiénicas rodamos en un tapete persa estampado de brasas vivas. Sonora, profunda, rotó una energía que impedía sacar el Aladino volador en la alfombra mágica. A poca distancia de la chimenea, el cuerpo cumpliría su deber erótico por instintos; encendida la munición genética revolví sus cabellos, y ejercido el don de la promiscuidad, antojada de una hipérbole orgásmica conjugó la pujanza del deseo. Durante esta alucinación, despampanante mujer la veía de todas las formas, pelirroja, rubia, morena, alta, baja, regordeta, esbeltas parecían sacadas de un paquete de sorpresa. Ya admitido en sus dóciles piernas por ser tantas en una sola, vino el viento en mi ayuda, traía electrizante disonancia de chicharras, los suspiros, los suspiros, los suspiros… hicieron emerger palabras de fuego, reducidos a un puño de carne robustecimos el jadeo. Más temible que perro alborotado desaté el apuro de un adolescente, al compás de marchas marciales empujaba contra la vagina mi órgano sintiendo el cuello de su matriz. La música provenía de clásico equipo de sonido Motorola que repicaba órdenes de batalla. Yo incluido en la cesta de reparto del humo, fluía transportado en dimensiones abstractas, temeroso de tantos espejos abandoné las máscaras en la tierra sin agacharme a recogerlas, desde atrás, cuando caen solas la galería de éstas son más someras en el pozo del olvido. El humo pobló todo el espacio, le infundió a toda esa masa de materia etérea las formas de sus fantasías y creó una extraña imagen que iba camino al nirvana. En aquel introspectivo trance, los animales corrían semejantes a los cangrejos de mar, al avanzar a las montañas agregaban berridos y llantos, no sé explicar, cómo llegué a inmunda cueva donde los duendes reavivaban la oscuridad. Más acá, velos de niebla desabollados desenvolvían y envolvíanse por sí solos, expulsaban cenicienta claridad y humo lanoso, así propiciaban a la humanidad, en vez de la convicción, la duda, en vez de la claridad, la confusión, en vez del diseño, el caos, en vez de la paz… quién sabe qué, ¿guerra? ¡Eso sí que no! Mediante la infancia y la juventud del universo, sin destruir la armonía mental traspasé una pérgola, derramaba cascadas de estrellas negras, engendradas por la marimba de alguna manera me encontraba ligado a ellas. Cubierto de espesa pelambrera me tendí al suelo, no estaba seguro de atinar lo que buscaba, y si lo encontraba, no sabía lo que vería, y así ocurrió. Rodeado de lirios negros de muerte, avisté un cielo cuajado de nubes espectrales, al mismo instante, emigraba en aquella atmósfera tenebrosa mi inocencia infantil perdida, enredado en situaciones no esperadas, esparcí suspiros de resignación ante la puerta de lo desconocido, dentro de un destino imprevisto acepté disfrutar el personaje en tan conmovedor lugar. A las puertas de la oscuridad, rumbo a la música metálica en relativa calma la alfombra recobró la memoria de elevarse, absorbida por rayos flamígeros aportaban olas de ritmos estridentes. Dotado de capacidad de beber y de comerme el tiempo algo me ocurría, a punto de reventar la piel no entorpecí en mí el proceso de un gusano de seda que abandona el capullo, mucho antes de lo que pensaba, cabeceando de un lado a otro resucité convertido en el piloto de la alfombra, sin manual de instrucciones. Obra de la insatisfacción generalizada del cerebro pegué el rostro a la alfombra llameante sin quemarme, abajo, observé góndolas repletas de ánimas en pena arrojadas a la catarata incandescente de la falla geológica de San Andrés, animada por una fuerza cósmica bifurcó elevados picos, la superficie desplegó electrizantes oleajes…indomables y violentos congregó la mezcla de los anillos del infierno. No pasada inadvertida las represalias del humo, al espabilar sufrí la ilusión que todo parecía moverse similar a una informe masa carnosa. Sin vislumbrar otro mundo que el abismo de luz del planeta, arrancado del cuadrilátero continué comprimido en un éxtasis gaseoso, volaba camino a una noche eterna, nada me faltaba, desterrado del terror y reconciliado con la paz, atravesé brumas impenetrables color de acero. La habitual bruma durante el trance siempre terminó convertida en lluvia oxidada, esto debió acabar allí. Acá y allá, a diferencia de lo real, cual arroyo que manase de altas montañas la alfombra aterrizó, sobre césped marchito impregnó el sonido de una papaya aplastada. Activado el dispositivo de urgencia acerté ponerme de pie, impulso frustrado al palpar unos tensos muslos que apretaban mis caderas. La nipona insolvente de mesura posaba sus labios en los míos, a punta de lengua transformó la oscuridad en fulgor, coronaba mi pene abusando de su ventajosa posición. Adornada por una pluma de pavo real entre las nalgas el semblante detonó esquizofrenia, ninguna ley prohibía saciarnos a través de la pasión desenfrenada del sexo en urgentes fantasías, menos yo. Salpicada por zardas de perlas de sudor, residía en ello, espasmos eléctricos que la complacían. Indomables, ambos moviendo las pelvis revolcamos los demonios mundanos. En el horizonte menudeaban relámpagos y truenos, la ventana veía evolucionar la noche. La japonesa loca de excitación, mordiéndose los hombros desató escandaloso galopeo, tanqueaba las alforjas de orgasmos incendiarios de pasiones. Frente a un conjunto de debilidades sucedió, fondeada en un frenesí orgiástico empadronó una fábrica instantánea de lujuria. En definitiva, perdido el celibato y atrapado en consistencia arácnida tampoco intenté quedarme rezagado ante tanta exigencia. A lo último, no quedaba capacidad vital sino para continuar sin desmayo; exprimidos en los opúsculos de nuestra paranoia sexual, a leguas de sentirnos escandalizados ni culpables de esta chifladura, cada vez que movía mi falo gemía jadeante enjuagada de sudor, escuchaba su voz, escuchaba la mía, temiendo lo peor sentía que le destrozaba el alma. Similar a un torbellino psicodélico, programada por el bordado mágico del artesano árabe, la alfombra celestina en llamas nos abarcó sin ninguna pausa. La mujer mediante un acto cariñoso que resultó fatal preparó algo aterrador, lo cual no pude prever ni respondería; acariciándome deslizó irresistibles manitas en mi pecho, al tenor del jadear sujetó el cuello, concentrada en lo que planeó ejecutar. Me puse algo nervioso, pensando que iba hacer me prometí aguantar sin queja ni parte de dolor, aún no la conocía bien. A la final, ¿a mí qué me importaba? Esa posición, provocada para una penetración más profunda, aumentó su aire de chica fatal, firme en un propósito de no ceder enderezó una sonrisa que parecía al revés, denotó una pelea de espíritus. Respiró profundo y enriqueció el oxígeno sanguíneo. Entre los millones de habitantes anónimos de San Francisco, reanudado el galope me apretó el pescuezo, invocando plegarias orientales. Sentada en su trono erótico descargó rituales de sus ancestros, considerado una víctima excelente para la clase de placer que me aguardaba aplicó la hipoxia erótica: consiste en fatigoso viaje al deleite, traspasa mitos metafísicos que existen, donde funden el oro con las piedras, en un black-out, -apagón cerebral-, estimula el tormento bajo el éxtasis duradero. En todas partes de la habitación, alrededor de las paredes y el techo, movíanse en revuelta confusión extrañas y místicas siluetas a la espera de mi alma. Bien arrastrado hacia la orilla del mar de la muerte carecía de otra alternativa, disfrutaba un dolor demasiado vivido, también el recuerdo concurría al agujero negro del olvido. Lanzándome al abismo aquellos brazos cargados de sangre descendían rígidos, las manos convertidas en garras de águila querían desgarrar la existencia. Lejos de modificar principios suicidas abdiqué mi machismo de machocabrío, poco a poco me hundía más en la oscuridad, preso de placenteras torturas demandé más sufrimiento. Las lentas palpitaciones, enviadas por los sicarios del sexo emitían tormentas de resplandores zodiacales tras la frente, pudriéndome en la trastienda del espíritu volvíanse cenizos. Inmune al pecado, yo no establecía de dónde ella sacaba fuerzas, brindó la impresión que en cada apretón producía hechizos. Los destellos al pasar de largo diseñaron senderos que conducían a la liberación. En la senda del no retorno, poseída de un sadismo letal aplicó la máxima potencia del purgatorio. Encomendado a la fría razón no importaba. Mas si esto pasa con la muerte, empacado en un equipaje de veinticuatro años rechacé la prudencia, arrastré un castigo que endulzaba el corazón pese que corría el riesgo de morir. Entretanto, enfundado de espectador el amanecer brotó en el entrecejo, divina providencia que llaman los esotéricos el tercer ojo, destelló una abertura luminosa que iluminó la cueva sombría de las angustias, persiguiendo lo que alcanzaba con el ojo del cerebro, embutido en abominable catalepsia adquirí un descoyuntamiento total que anticipó mi defunción, próximo de abordar la barca de Aqueronte. Dimensión donde coincidimos y no la desciframos, junta la ebriedad salvaje del instinto animal del hombre, más el espíritu puro. A modo de latigazos, trozos de corteza del cuerpo convulsionaban, también el pene rebotaba en la caverna húmeda del útero, pronto íbamos alcanzar la explosión del éxtasis, la abundancia del desenfreno, el arrastre de cenizas sofocadas, próximo a la última embestida de mi unicornio, sus piernas sobre mi parecían dos leños tendidos uno al lado del otro acerrados por mi pene. Hermosa postal. Situación real, la conocí y ella me conoció, la hacía feliz y ella me iba a asesinar. A raíz de una extraña sugestión que me proponía la presencia ilimitada de su alma cerré los ojos y me hice el muerto para ella, encima de la alfombra, afuera, la luna estaba llena, las colinas altas, la tierra, negra, negra, negra. El contacto de su lengua me hacía evocar imágenes en que hay un jardín con malezas cubierto de espinas donde serpientes venenosas desempeñan el papel más importante, el pecado original, sí, el placer culpable. ¡Oh, Dios, pero es terrible bueno estar así! Bajo el olor de una calidad piel joven, tener ese largo aparato erecto para meterlo y sacarlo, ¡Oh, Dios! Quiero morir así, copular por noches enteras igual que los batracios. En esos ataques pélvicos, propio de una esquizofrénica de su respiración ascendían aletazos inconfundibles de un águila castigada. Esta vez, con toda intención, arrastrando el roce de la piel invocamos cadenas de espíritus privilegiados; mil veces más transformadas en sombras palpitaban nuestras almas. Yo cargado de orgasmos aprobé la ignominia de consumirme en la carne, entre más apretaba sentía que asfixiaba más mi corazón. Ya encerrado en un círculo de montañas que, ni siquiera me dejaba franco el camino a la muerte, pendiente de animaciones invisibles e indestructibles en la contradicción de invitar, victimizado encontré un ideal, cerré el grifo de la resistencia saturado de placentera agonía. Excedida de rito sacudía el derriere en indecible aprensión de orgasmos; sin desperdiciar una gota de miel de su boca agoté toda la energía, tomando de sus agresivas manos el castigo lo asumía en estado de trance; yo yacía y no respiraba, al subir y bajar acrecentó la sudoración. En todo caso empecé a ver un túnel, luminoso y solitario: el mío, en el que transcurrió mi infancia, mi juventud, toda la vida. A la par, constituíamos un manojo de serosidad, el movimiento lo repetía intoxicada de lujuria a full color, paralizada la circulación de la sangre mi piel adquirió tintes de lividez. Sin premeditarlo mucho, deseosa de una transmisión telepática para sentir lo que yo sentía, describía absorbente arcoíris sacándome el espíritu al besarme, exacta a una enredadera trenzó las raíces de su espíritu sobre mis caderas. A pesar del peligro estaba dispuesto a complacerla pasara lo que pasara, igual que mis manías, dejé escapar el galopar que desboca la locura de la pasión, fuera cual fuere el propósito, renuncié al valor santo de la vida para atravesar el umbral de la muerte. Puesto que no podía detener aquello, perdido en la obsesión del sexo sobrevenía el cataclismo de traspasar la cima del infierno entre violentas contracciones vaginales; dándole cuerda al corazón las palpitaciones pulsaban lentas, alejado de oraciones fabriqué mi ofrenda al delirio, y a la orgía maquinal del desenfreno. A la vista de millones de estrellas, envuelto de la cabeza a los pies descalzos en una mortaja toqué aguas turbias, descendía en un vacío paulatino que me sumergía; viendo la luz de la infancia comprendí que moría envejecido de manera retrospectiva, yéndome hacia alguna parte desconocida yo obedecía, en medio de tanta opacidad, junté las tinieblas y el ensueño sobre arenas movedizas que serviría de doble mortaja, paraje exótico para mi muerte sin el menor tormento. Libre del alma eterna, en la propina del placer contrabandeaba efectos bastante excitantes. Contrario a los fines supremos del Creador, traían de los contornos faunos negros música de coral, cual heroica estatua me ciñeron judía corona de espinas, unos repicaban clarines, otros rasgaban arpas, la exageración de mis méritos terrenales atrajo la atención de estos seres para darme la bienvenida, conocedores de todo, de la muerte, de la vida, o de algo por el estilo, quizás hasta sobre las dos cosas por el estilo, y poco acerca de cualquier otra cosa, contribuyó a las dudas de la razón. A la espera de un adiós final abajo, pisé una capa de hielo que hizo penetrar el frío en los surcos de mis espaldas, en tan plácida terquedad figuró lo inesperado. La amazonas oriental impotente para contener la furia de la naturaleza, poniendo un suspiro de colchón rodó desvanecida en la alfombra mágica, arañándose el cuello mermó el ritmo lascivo entre gruñidos, pareció caer al abismo de una fosa oscura, no existía una explicación por qué interrumpió el suplicio y el placentero goce de la lujuria. Más tangibles y más hechizantes que cualquier encantamiento, yo veía libélulas de siete alas matizadas, estrellándose entre sí, explotaban multiplicando bombas de fuegos pirotécnicos en la masa cerebral, bajo su poder, encerró a la comitiva de pensamientos al cortar el contacto de las neuronas con el oxígeno, mirando al techo, en la constante de perderlos, rodeado de nubes incendiarias amortigüé la más honda desilusión. Ahora me tocaba sobreponerme del trance mitológico. Perfilado a la inequívoca felicidad no comprobé del todo la hipoxia sexual, apagado el aparato de rayos X cerebral, las imágenes volaron en la niebla de la mente. Hoy al cerrar los párpados centella el video, bla, bla, bla, existen antojos rarísimos de ciertos humanos que no entiendo, lo sé, eso sí, sufro al recrear retrotraídas escenas. Perdida de vista tal fantasía renuncié ver a través del tercer ojo, la hipoxia terminó diluida, emuló el hielo sobre arenas del desierto. El ensayo salió descarriado del riel invitante. Durante muchos años no supe cómo describir estas visiones, inclusive, tuve miedo de estar chiflado. Frente a la chimenea llameante, derretida la ley de castidad me incorporé tratando de ordenar todo en la cabeza, revuelto el anaquel del cerebro dominé a duras penas las extremidades por la tempestad sexual, excedido de eyaculaciones me mantenía en una nebulosa de laxitud. Sin ser por eso deslumbrante, alejada de inagotables maravillas retorcía las manos, a causa de la malversación de orgasmos, o lo que sea, convulsionaba retorciéndose en sí misma similar a un sacacorchos, al unísono, propagó el pataleo de un perro envenenado, sellados todos los trámites del estaxis estiraba el cuello, reveló que no le cabía el espíritu en el furor de las carnes, ahora mismo, revolcó muecas con los atisbos espantosos que esto implica. Saliendo de su boca el ruido de una locomotora, reanimó el color ausente de sus labios, y almendrados ojos espabilaban fuera de órbita. Para su propia desesperación, encorvando el cuello quedó zambullida en la marea del orgasmo; propietaria de inhóspita fogosidad el ornato de su belleza oriental volvió la mirada hacia mí, sometida en una especie de princesa frígida. El viento galopaba en copas de árboles, deseoso de entrar y presenciar el estado de Yoko Ono Koso, así solía llamarse. En un desapego del miedo procuré ayudarla, deduje que requería la presencia urgente de un médico. Yo de modo no menos espantado cerré las pestañas para reprimir el desaliento. Y claro, no soy Christiaan Barnard para realizar un diagnóstico clínico, de manera que recurrí a los instintos, auspiciado por el rechinar de dientes concluí que sufría un ataque epiléptico. A estas alturas de la vida, propicio a captar las sensaciones del temor proferí vocabulario insultante a diestra y siniestra, y ya que estoy ahí, traspuesto en la velocidad del rayo jalé una esquina del tapete, entre aullidos de perros y marchas militares, ejecuté la precaución de introducirlo en la boca para evitar auto lastimarse. De hecho, bien asustado, encima de ella con manos entorpecidas por los nervios apreté sus mandíbulas, luego, poseído de la rapidez de la urgencia pisé la cocina. Transformado el sueño en horrible pesadilla el tiempo pareció encogerse. En escasos segundos, prestado a mis tentativas bebí un vaso de agua, en aquel berenjenal tumbé ollas y platos, ante el inesperado tropel me incliné, heredero de los poderes síquicos de mi abuela Julia Cassiani froté sus cabellos con el líquido bautismal, dominando lo invisible atiné apaciguarla un poco. Nada más, nada menos, impedido de aligerarle la conciencia chirriaban sus dientes retrotraídos, tras lo cual, jubilado de ese rompecabezas me vestí muy atemorizado, acumulaba en mi cabeza todas las calamidades por venir. Expuesto a un gran escándalo en país lejano, gradual retornó la normalidad. Ella por simple inercia, sentada en el tapete, cruzada de piernas, tenía el cuello ladeado y las manos entrelazadas sobre el regazo, huyendo del diluvio orgásmico deslizó con hosca pasividad la diestra sobre la alfombra, conservaba la etiqueta del precio de compra, transcurrió breve lapso convergida en un manojo de sentimientos confusos, sumergida en la nada, el temor, la desilusión, la incertidumbre, calándose el sombrero unido a cintas rojas detonó la lengua sofocada. -¿Qué me sucedió? A pesar de que sabía que no serviría de nada, qué incomodidad narrarle el incidente, más sereno de lo que debía esperar de mí, tumbado boca arriba en abullonado sofá, complicado en los tormentos de las conjeturas encendí un Marlboro, varias bocanadas de humo azul choqué al ventanal, espanté sombras engendradas por la luna, temblequeaban pegadas a los barrotes. Y sobre todo, di el primer paso para una tentativa de restauración al referir dichos hechos excedido en destalles. A su vez, sintiéndose culpable del fenómeno y respecto a sí misma miró penetrante. En una plenitud de oscuras emociones, desde algún sitio del corazón un chorro de agua calmó su ansiedad. Después de una larga exposición preñada de embarazosos datos le resultó imposible sostener el diálogo. A sólo dos metros del bar requirió más agua fresca que le prodigaría el consuelo en su pecho; de todos modos, esmerado por cuidarla la ayudé a ponerse de pie, desvanecido el sadismo de la carne, agrupó sus pecas en una sonrisa nerviosa. Ante mi cigarrillo humeante al mover la cabeza tintineaban aretes de fantasía, tapados por cabellera negra desordenada sobre los hombros, fingió no saber quién le hablaba ni de qué le hablaba, bebió sosteniendo el vaso con las dos extremidades. Hasta que escudriñándome de nuevo malgastó mirada asustada, emborrascada de tragedias enlazó algo que me apretó la garganta. -¡No soy epiléptica! Si no padecía dicha enfermedad especulé, violentas marejadas de orgasmos voluptuosos la derribaron del potro palenquero, de lo contrario, estuve a una pulsación de ser absorbido por la esponja insondable del placer en intensidad desapacible que conduce a la muerte. Al ir y al venir de sus pasos, comiéndose una manzana verde extraída del refrigerador, más de lo preciso, matizó el tipo de mujer amante de aventuras. De manera que es todavía uno de los placeres milenarios que pude encontrar en San Francisco, ella diluida en la sangre me proporcionó conocer la extraña manía oriental. El cual consiste en cebar a un monstruo de masoquismo…gimotea glotonería en degenerativa sensación entre él y el yo. Truncado aquel rito no descargué el gran secreto de la dimensión del éxtasis sin oxígeno en el cerebro. Ya encadenado el desastre estalló la alarma de emergencia de una ambulancia, clamor desatinado la condujo a sujetar un kimono transparente, temerosa del catecismo de mis preguntas evolucionó usarla, caída bajo su poder reacomodó el sombrero negro, titubeó un rato, cerca de un estuche de guitarra atisbó la alfombra, algo bullía allí debajo, qué caray, dando vueltas rápidas amagué evacuar el recinto. O sea, expulsado de la hipoxia llegó el momento de deshacerme de ella. El ruido de mis pasos la hizo reaccionar, reforzada en la insistencia regresó a prisa desde el extremo opuesto, junto a la puerta procuré detenerme también, muy a tiempo para escucharla. A sabiendas que traía consigo la muerte, de rodillas redobló tambores de locuras y propuso recorrer avenidas a esas horas de la madrugada. Cual más adicto, sabíamos el uno del otro qué nos hacía felices, anticipada a mí manía propuso fumar la hierba de la mítica y selvática California, destinada a desafiar a los dragones titánicos de humo. Durante el resto de mi miserable vida, la convertí en infinita y mortal zozobra, vencido, no obstante, no vencido, revoletea sobre mi cabeza el sumario de reglamentarias desgracias. Y dando otro paso en falso, pegado del humo acaté el capricho de esa dama, congratulado de ruegos plañideros contuve el afán de partir. Para rematar palpé en ella un no sé qué que me atraía, convencido de que ocultaba algo y sabía ocultarlo, forzada a callar por algunas razones. Pasamos a la sala, el aire permanecía impregnado por la fragancia Channel número cinco…el inconfundible que usaba Yoko, luego, al garaje, transcurría el invierno, listos a eso de andar por las calles bajo la lluvia, a primeras horas de la madrugada, semejante a una de esas películas europeas que nos están restregando por las narices en los teatros. A diferencia de nosotros, haríamos el recorrido en full automóvil. De nuevo encendí otro cigarrillo, expulsé una gran bocanada de humo y, con aquella la inimitable terquedad. Quizás en ese momento, encaramado en los andamios del imprudente cuajé la ocurrencia de conducir, contento de hacer de una locura un goce sujeté las llaves del Cadilla. A no ser que el espíritu malo interviene tiro las llaves, entretanto, revuelto en las faldas de esa japonesa no sabía qué resolver. Permita que me ría, nunca tomé un curso de conducción. Nadie en la ciudad necesitaba estar enterado de esto; desvanecida la moción de censura el temor pasó a segundo plano, consciente de las consecuencias de dicha acción, descuartizado por el rigor de la estupidez apelé a mi malicia chambaculera y manos a la cabrilla. La anfitriona complacida en sus apetencias abrió el garaje al accionar el sistema eléctrico, volviéndola a mirar aspiré el olor del automóvil, al compás del chirrido metálico del portón, el espíritu bueno me dijo: -Tú no sabes manejar, tú no entiendes de señales de tránsito. Echada de menos tal advertencia, con una determinación pavorosa ocupé el puesto de mando. Yoho Ono Koso sentada a mi derecha captó la impericia del conductor. Ahí, sometidas al desgate de aguaceros yacían dispersas sobre la ciudad, la moral, religiones, filosofías, donde a través de las estaciones el humano ama, trabaja y llora, también supe que ése sí es, por fin, el lugar adecuado del hombre, donde rota la monotonía del destino. Los dos respiramos a la par, ella imprimió un dulce coqueteo meditativo, tatuada de liberación femenina no le importó mi chambonearía al timón. El carro automático dotado de innumerables controles hacía imposible hablar de prudencia. Cual si fuera un emigrante de mí mismo acogí de Yoko, breves indicaciones y encendí la máquina. Primero descapoté el dragón metálico, yéndoseme el resuello pisoteé el acelerador, aquel auto arrancó de manera brusca, fomentado de paciencia asimilé otras instrucciones complementarias. A plena marcha, rescatada del papel de profesora sugirió recorrer avenidas periféricas, aparte de esta sugerencia, a fuertes aceleradas cada cambio automático era una decisión que no era mi decisión, sin necesidad de mirar hacía adelante sentía el viejo mundo pasar por debajo del automóvil, untado de tanta simpatía solté increíble sensación de libertad, en calidad de conductor amoldé la potencia del vértigo que repiten practicantes de deportes extremos, sumados, quienes conducen motocicletas Harley Davidson. Graduado de experto del volante conducía con la mano derecha y exponía la izquierda contra el viento, invertido el cielo viajaba estrellado; remontado desde el abismo de la pobreza airé camisa desabrochada, análogo a los modelos que posan en revistas faranduleras, el exhosto tenía un dispositivo singular, hacía gargajear estridencia en cada aceleración, espejo de buses de servicio público bogotanos. Menos discretos, reconciliados a la música de The Beatles a todo timbal, guitarra sobre guitarra anhelé escucharla hasta la consumación de los siglos. Lanzado el auto subió una inclinación pronunciada, insinuándonos entre el tráfico adelanté motos, carros, y ciclistas. Aceitado de docilidad el engranaje automático funcionó a la perfección. Aquel motor roncaba poderoso, a velocidad de vértigo el velocímetro indicó trescientos kilómetros por hora, a su paso, estremecía fantasmagóricos girones de vapor, escapaban de ductos subterráneos de fábricas, disolviéndose en el ambiente ocupado por una calma fúnebre. Llevado por mi propio impulso hacia un sentido fijo de la ignorancia a la experiencia, cumpliendo la voluntad de María Bonita releímos el premiado estreno cinematográfico, Lo que el humo se llevó, perdón, Lo que el viento se llevó, en carteles desvaídos a la intemperie, preludio de mi desgracia. Enganchadas en prolongadas curvas las llantas chirriaban escandalosas, capaz de acelerar el amor y el odio la adrenalina drenó acumulada en el corazón, latía con más fuerza al tomar los giros cerrados. Todo resultaba fantástico, extraño, e incluso malo. Para terminar, embaucado de autonomía templé grata destreza al volante, la arisca cabellera negra perfiló una cola de caballo alborotada, bofeteada por el viento su fatal belleza la vigilaba la sombra. Después del ataque orgásmico fumaba del tan ansiado cigarrillo de marihuana, convertida en otra sombra transfería a mi boca el dragón de humo con sus labios, cerca del oído murmuró, Cupido nos visitó. En arrebatos de saltos apasionados, exigía arriesgadas promesas de amor de mi ronca garganta. Incapaz de toda reflexión razonable, transido de emoción manejaba con la mano izquierda, abrazándola con la derecha sin reducir la velocidad. Por lo tanto, decapitado de chifladura me producía un delirio particular, pasar del burro al dúctil convertible abrazado a una mujer oriental. Sólo los campanarios elevaban su torre en medio de tanta locura, palomas que padecían de insomnio replegaron el alboroto rumbo a las montañas. De manera que, apenas comenzaron a salir palabras de mis labios, sin cobrar una indemnización apreciable, juré por la eternidad reconstruir el universo de esa japonesa. Porque de cualquier modo, columpiado en el trapecio del sentimentalismo con dotes de redentor propuse fecha de matrimonio. Ella muy confidente de Maquiavelo siguió el juego, producto de mis intenciones proteccionistas, tuve la esperanza que tal sentimiento fuera correspondido. A millas de distancia de esa posibilidad, reconciliada con la infidelidad que llevaba dentro de sí permaneció callada, sin prestar atención a las avenidas, consultando el reloj disimuló su oriental belleza. A la vez, afloró una relajación en sus facciones, ambos nos dábamos las caras y nos besamos. Prendida a ese recorrido describió los fracasos matrimoniales, con una tristeza que rompía el corazón, previo a recibir tremendo desengaño de ese entonces, sin malignidad en su voz afirmó: -Soy una mujer distinta por entregar a los amantes en esa potencia abominable, olvidada de mi propia carne disfrutar el vórtice orgiástico, sujeta de pescuezo en pescuezo; acaudalar el placer de la hipoxia cerebral. Ya antes de terminar esta frase estaba un poco confundido. En su interior parloteó de nuevo el lenguaje de la pasión, envestida de belleza desmesurada digna de venerarla aseguré conservar esta aventura por siempre, claro está, si primero no me mataba. Para adelantar algo del conyugicidio sugirió repetir la tortura, a pesar de lo que eso significa, acariciar las fantasías de un moribundo, convulsionar en mí mismo, debatiéndome contra la muerte. Vaya desviación de mis objetivos, hecho pedazos asesinar el animal heráldico de mi esquizofrenia, descargar el punto del terror y el placer; dentro de coordenadas de espanto desenterrar el espeluznante haraquiri orgásmico de una civilización remota. A diferencia de las sirenas de los carros de bomberos, exacto donde están las conexiones principales del tranvía zumbó bien lejos la sirena de una patrulla policial, en mi retrovisor, el centelleo de sus luces daba vueltas. La chica presa de los nervios recomendó detener el vehículo en una transversal oscura que ningún vehículo transitaba, maduró el verdadero laboratorio de la astucia. Mas sin que ella lo supiese, tejía tan bien las mentiras que rechazó las cosas complicadas. En una vuelta en U tras la persecución de asaltadores de supermercado, dos patrullas convergieron a intervalos de segundos, querían atraparlos con las manos en la masa, los policías posaron heroicos y serios, miraban hacia fuera, y sus ojos duros en el rostro militar bien abiertos, lo suficiente para creerles detrás del panorámico. ¿Y ahora qué sigue? Bueno…La concentración la mantuve alerta, al estar quietos noté cansancio en las pupilas, incapaz de saber qué cosas Dios me preparaba, emití pequeños eructos, cuestión del aparato digestivo. Yoko enderezó el sombrero, basada en la secuencia completa de sus percepciones propuso algo de prudencia, ejecutada tal estrategia exigió ocupar el puesto del conductor, pura cuestión de instinto femenino. Quizá un par de minutos pasaron, silenciosa, una radio patrulla nos sorprendió por la retaguardia, muy nerviosos contuvimos ligera sonrisa de complicidad; confieso que oré: Dios mío no permitas los abusos policíacos. Justo cerca de un alto muro antiguo de ladrillos mohosos, ratones peludos a pulso lo treparon hasta el tejado. A propósito, para que los vieran, mostrando enérgica eficiencia militar dos agentes carirredondos descendieron, sin la menor vacilación avanzaron, espabilaban pares de ojos azules fatigados, iluminaban los kepis el resplandor oxidado de bombillas. Más de prisa, la pelinegra con la apetencia de un tornado abalanzó su boca en mis labios, un poco chiflada activó cierto enlace alborotador. Yo en posición sumisa zozobraba aplastado bajo una boca expansiva. No por casualidad, interrumpió la enardecida succión el chorro de luz de una linterna que alumbró el vehículo, buscaban alguna evidencia comprometedora de droga. Debo confesar que estaba aturdido al estar en una situación complicada. El más joven aficionado a las novelas policiacas y maquillado de deducciones feroces, requirió la licencia de conducción y los documentos del Cadillac a Yoko. Esto simboliza el procedimiento normal en todo el mundo, diciendo cosas habituales ni los miró y parco los devolvió. Junto a la puerta me examinó con interés desbordado e indagó mi nacionalidad y mi profesión, puesta la mano en su arma de dotación advirtió ser un fustigador de mentes cerradas entrenado para abrirlas y leer en el interior las mentiras. En una reacción lógica, invadido de pánico elevé la vista, susceptible a las mutaciones de comportamiento, rompí la bruma del silencio al responder aquel interrogatorio, el no hacerlo, constituye el más grave inconveniente de los inmigrantes, y cuando sucede sucede, de milagro la pesquisa frenó en seco. A través del radioteléfono alertaron a las patrullas del sector concurrir a un edificio abandonado en la calle Van Ness Avenue, cinco delincuentes resistían acorralados a sangre y fuego, detectaron parqueado el Nissan blanco en que huyeron potenciales sospechosos. Aviso alarmante que los sacó de tal empeño, el policía levantando la afilada y triste nariz decidió darle cuerda a su reloj, carecían de tiempo para evacuar ambos asuntos, atrapados por una psicosis de guerra acataron la consigna y ansiosos de entrar en acción, el automóvil oficial partió haciendo zumbar la sirena. Archivada la pesquisa disminuí las palpitaciones por no revelar los pensamientos al agente destapador de cráneos. Yo tenía la boca tan seca que, estaba seguro de no poder hablar aunque quisiera hacerlo. La inocencia reflejada en el rostro de ella me excitó de modo perverso, dada la estreches del candor y la culpa. En cuestión de minutos atravesamos el puente Golden Gate. Lejos de renuncia a la socarronería, dispuesta a aceptar lo imprevisto aparcó más arriba de las colinas, a la orilla de un lago que dominaba un vasto paisaje gracias al declive hacia el poniente del océano, a nuestras espaldas el bosque, millones de sauces frondosos, lugar de citas de enamorados, elegido con un tino admirable, remanso propicio para desprender ilusiones y suspiros. Al fin, desahogado conmigo mismo aumentó la sensación de tranquilidad. A la vista, escapado del mar surgía San Francisco ensotanado de neblina, más allá, sembrada de trincheras y alambradas la isla de Alcatraz batida por el oleaje, proyectaba una apariencia fantasmal en medio de la niebla y las nubes bajas, cuyos escombros carcelarios parecían perderse en el silencio infinito. Incorporado a las nubes el tiempo pasó en los relojes, tiempo universal en que incineramos hierba californiana. Acogidos en nuestros signos zodiacales en órbita nos palpamos y nos acariciamos a través del muro de humo. Ese amanecer al contemplar las flores recién abiertas discernimos en la palabra, arte de antaño que practicaban las parejas, primero que apareciera el cine los lectores volaban en sus fantasías. Hoy somos enanos sin zancos, hastiados de comer la manzana del séptimo arte, en todas las formas, cortó nuestra imaginación, también nuestros libretos. En aquella remota loma existen senderos de piedras que conducen quién sabe dónde, si uno no sabe a dónde va, cualquier camino te regresará de nuevo allí. Ambos respiramos atrapados en la red de lo erótico, sueños que contorsionan pesadillas. La luna moría en el ocaso de la noche, corrida la cortina oscura brilló amarillento el sol, amanecía, las aves apiñadas en copas de pinos entonaban sus fervientes trinos. Entre círculos lentos de claves emergían de incandescentes tumbas los espíritus muertos de las chimeneas, funden el consumo que corre desenfrenado en caballos apocalípticos. A estas alturas del final, rompen las defensas del planeta pese que somos conscientes de suicida deterioro. Luego de pensar en lo sucedió, en todo lo que podía pasar y por fin sintiendo que tenía un propósito, trasladado a cualquier lugar del mundo, la responsabilidad está de por medio. De alguna manera eché fuerza a mi fuerza interior, rediseñada la razón froté las manos de la japonesa, manos de locuras juntas, sin un plan alternativo besé sus párpados cerrados. Cerrados juntan en la memoria, el mar, paisajes, celebraciones, o la sonrisa de una cara adorable, tal vez ya muerta. Ninguno de los dos sabía muy bien cómo despedirse, a la espera de un ruego del viento insinué irnos, runruneaba el follaje del bosque. Para exponer la actitud de un semental, al extremo de mis antojos, ya añoraba lo que horas antes afronté y propuse visitarla en la noche. La amiga rodeada de rayos primaticos traspasó el cedazo de la alucinación, a cualquier parte la expulsó de un soplo mediante un apuro mental, acaparadores de instintos salvajes contradecían su sonrisa dogmática. Tras lo cual, evocando culpas secretas, estreché en los brazos a escurridiza serpiente que me envenenó con mi propio veneno, epopeya de rústicos titanes que esparcían semillas de promiscuidad en caminos lascivos. Tal para cual, conocedores de mieles en rondas lujuriosas, capaces de aceptar el infierno a cambio de placeres mundanos, residía en nosotros pasiones babilónicas nacidas de la amarga tierra, manjar adecuado para viles demonios irracionales, ahorcados en la profunda arrogancia del pecado. La jornada fluyó su habitual y agitado curso, ninguno del grupo advirtió la ausencia, ahora no tenía más remedio que seguir encantado, al no ser arcángel obvié extirpar la ilusión sexual, al encuentro de la noche que avanzaba manoseé la vil filosofía, ¡yo me mando!, que renuncié modificar. Llegada la hora deseada que propició la pasión y apagado el entrenamiento puse pies en polvorosas pendiente a la cita, dentro del clímax mismo del erotismo caliente y el visible, ponía en peligro la salvación del alma. En la estrecha superficie de la calle calculé cuántos minutos emplearía para estar en tal residencia, de la manera prevista abordé el tranvía que subía despacio rumbo a escarnecer el cuerpo, a la opuesta simetría de lo cóncavo y convexo, acoplados engendran un contrasentido, indican los límites más lejanos de nuestros mundos, donde nace la sublime voluntad en fogonazos al interior de las neuronas. De aquel placer milenario, muchas cosas que yo, de fogosa mujer, no entendía, y que jamás serían fáciles de comprender ni aún para los más eruditos. Otras cosas no podía armonizarlas, debido que en ese éxtasis sentía algo al mismo instante de ser y no ser, que no siendo vida, menos era ausencia de la vida. Mi sensación era de una experiencia nueva, distintas a todas las demás, de la cual sólo a medias puedo comprender la excitación por lo desconocido, cuya excitación física pulveriza hasta el alma. ¡Y qué excitación! En pie de guerra recuerdo el jardín de su vivienda tupido de flores, expelían fragancia afrodisiaca engañosa. Sin tratar de disimular llegué muy excitado, pensando que mi muerte sería un hecho solitario aterricé una breve pausa. Ya que mi último capítulo estaba señalado, encendido de pasión ascendí las escalinatas del portal, traspuesto al límite saciar el cadalso de ascenso al placer, frente a una noche cargada de presagios y estrellas. Oía el furioso latir de su corazón, de manera que, a ritmo de marchas militares la belleza samurái trajo el aporte esclarecedor del sexo, con todo su contenido enseñó peregrinaciones a ígneos universos en vestigios homoplásticos de humo, exhumación que concebía una torre de Babel, caídos en la versión oriental de pájaros al vuelo de reventar piedra sobre piedra e interpretar el lenguaje autodestructivo del imperio de los sentidos. También esto era un efecto colateral de la adicción a la fornicación. Pagado el susto por adelantado llevaba puesta la muda dominguera, pantalón caqui y una camisa a cuadro manga corta, me sequé la cara con la manga y sonreí. Luego, subordinado a lo irresistible oprimí el timbre, ni por un instante llamé la atención de aristocrática vecindad. Allá, sobre un cerro, la copa de un eucalipto recortaba la cara de la luna. Acogido a los beneficios del aprendiz revolqué en la mente episodios inconcebibles, a sabiendas de lo que estaba a punto de ver, el misterio de aquello que faltó explorar de los excesos, bajo la tentación del haraquiri en manos de una nipona. Sin rumiar más reflexiones esperé preso en resistente camisa de fuerza próximo a desatar la bestia sexual. Quizá transcurría el minuto que completa la hora, y esa hora no llegaba para que abriera la puerta. Entre suspiros agitados metí la mano en el bolsillo de la camisa, saqué un cigarrillo y lo colgué de los labios y de inmediato lo encendí. Expulsada la primera bocanada de humo, me limité a dar varios giros sobre mis pisadas, carente de respuesta la impaciencia tomó el mando del índice e insistí, saltaron apremiantes minutos, sólo rondaba abominable silencio amenazante, pensando nada tropecé un consuelo, la bombilla del cuarto principal permanecía encendida. En suspenso, mi propia incredulidad provocó acelerado temblor, bañado de turbación pronuncié su nombre. -¡Yoko! No escuché respuesta sumido en cierta intriga próxima a confirmarse. Por desgracia, lo que me brindaría alegría pasó a destilar amargura, trapeados algunos segundos, un individuo mechudo de aspecto roquero que lucía guitarra terciada al cuello, peinado y de patillas al estilo Elvis Presley, king de rock and roll. Además de prolongar su pedantería, asomado al balcón deportó ojos extenuados, usaba ruana boyacense, por darse el gusto de ser el segundo, patentizó en su mezquino rostro el fuego del sol y las llamas del erotismo. Cuando cada cual trató de esconder sus temores de cornudos, pues no queríamos demostrar que ambos merodeamos una intimidad que no nos pertenecía, convertidos en allanadores de moradas ajenas. El advenedizo apremiado por una sensación de culpa optimizó tonito de androide, enredado en algo que yo no esperaba, alertó que la japonesa salió a pasear el perro y no sabía adónde. Entre una rabia irresistible anhelé que Zeus le arrojara un rayo al rey del rock and roll, aparte de esto, Elvis en son de ironía explotó municiones de carcajadas y de un portazo cerró aquella puerta del balcón. Cuanto más lo escuchaba, sentía más el impulso salvaje de darle una golpiza, pero algo me decía que no debía mostrar la rabia que sentía. Y sólo faltando una chispa para explorar, experto en relojería un pajarito cú cú me secreteó que él mentía, la mujer cosmopolita reposaba allí, junto a él, hombre en que residía la monstruosidad del placer carnal, muy complaciente cumplía la locura desafiando el trágico axioma en brazos de la muerte. En el extremo opuesto de la razón, yo mismo quería darme de patadas por no llegar antes; a contra luz del bombillo podía adivinar que ellos hechos una sinfonía de jadeos compartían milenaria adicción. Los odiaba porque me odiaba a mí mismo. Hice una pausa, aquella claridad iluminada surgía de nuevo en el cerebro. Podía verla. ¿Pero cómo expresarla? ¿Cómo decirla? ¿Cómo moldearla y hacerla tangible? El placer resulta bastante fugaz en sí. Y sin entender los motivos de mi disgusto quise destruir esa felicidad que aspiré en manos de ella. Y claro, él tripulando la alfombra voladora del abusivo arruinó exquisito festín, para estar a gusto quitaría las prendas que yo bien conocía, detrás de esa ventana que deja ver sus sombras, ella desnuda, fluía lascivia de ese cuerpo amarillo, prenda por prenda, similar a una bailarina de la danza de los siete velos o algo por el estilo. Aunque no tenía pensado ir a ninguna parte en particular, mis pasos me llevaron a hacer círculos frente a esa puerta, exhibía una expresión de enajenación en el rostro mientras maquinaba alguna locura. Al poco rato, despojado del derecho adquirido me sentí huérfano, abandonado, lanzado a la siniestra melancolía de la separación, sorpresa y desilusión dominaban el corazón. Entonces, bajo la acción de una fuerza maléfica resucitó el ángel negro alojado en mí. Ajenos a mi angustia existencial, no sólo respiraban juntos, también introdujeron circunstancias aberrantes, rizando el rizo de voces cantaban los amantes en la alcoba, ellos hacían eso, los muy canallas entrelazaban el estado de sus espíritus, el humo corría un velo misterioso en los vidrios, tendido adrede para estar a merced de un disfraz avisado. A su salud, me reía, me reía, me reía casi frenético, ahora, a menos de milímetros, a casi nada, percibí la herencia esquizofrénica de siglos de los Cervantes en la cabeza, cedido a los cortocircuitos de la demencia no reprimí la sorpresa ni oculté el disgusto. Y lo malo no fue eso, los celos no tardaron en acumularse en las venas, pero la locura está allí, agazapada en las neuronas, por los siglos de los siglos venida de España. Lleno de condones sin usar, colando las furias acumuladas en la sangre no aguanté más; causándome gran beneplácito y poseído de arrebato lancé guijarros a la puertaventana del balcón, próximo a romper las cuerdas bucales, desaté el torrente de gestos obscenos y obscenidades colombianas en honor a la nueva pareja, espejismos rabiosos que adopté en vulgar máscara, cataclismo de la impotencia ante lo irremediable. Y de paso de pura casualidad surgió la policía, expuesto a que me abriera un expediente, nadie me buscaría otro destino que me aliviase el recuerdo incesante de Yoho y el fantasma de Elvis, similar a un tumor crónico invadiendo mi pecho y la memoria. Al requerimiento de la autoridad, teñido de cólera insulté a los agentes del condado, ay, llegó a sofocar el escándalo verdulero. Más que meterme en líos, parece que me equivoqué, repartí trompadas a diestra y siniestra a cinco patrulleros invertidos, qué rasgos, qué coincidencia, qué diferencia de carácter tenían en contraste de un hombre normal. Está vez llegué demasiado lejos y la masa de personas desbordaba hasta las aceras ya llenas. De la nada aterrizó otro grupo de apoyo de verdaderos hombres, el cual apaleándome sin consideraciones me introdujo a la radio patrulla, repleto de contusiones y excoriaciones, asumí la detención igual que una victoria personal. El hecho de ser aporreado basta para explicar tales marcas; vía a la comandancia del Distrito policial, asesorado por palpitación de animal salvaje, estrangulé en las manos regocijo por provocar palenquero ataque de celos, para caución judicial. En un estado de trifulca total finalizó la descabellada pelotera, referencia que trajo el infortunio. Una y otra vez traté de forzar las esposas que estaban dañadas, a la final, no logré romperlas. Tratando de pensar que hacer hasta que, congelados los desmanes entendí las antenas del alma que detectaron la presencia de Morfeo, de igual a igual ejercité la maravillosa profesión de dormir. Al mismo tiempo, pronunciaba frases, sueltas y mezcladas formaban un tumultuoso rompecabezas en movimiento, aferradas a la paranoia, donde no poseía nada más que a mí mismo y a mi locura, y ¿cómo podían desprenderse ambas cosas?, pero, ¿dónde estaba yo mismo? Siendo el mismo de antes y teniendo que regresar a la antigua vida, resoplaba el fuelle de mi corazón roto, contra la imprecisión del futuro expulsé marejadas del espíritu que provocaron infinidad de pesadillas. Ni, ¿qué falta me hacían falta los consuelos? Cuando estuve en el banquillo de los acusados: cuando conocí las acusaciones que flotaban alrededor de mi cabeza, cuando vi al jurado que requería que yo claudicara frente a la posible injusticia. A pesar de tantas evidencias, todo lo consideré de algún modo calumnias; cuántos documentos firmé en la audiencia preliminar a las once de la mañana, no lo sé, extinguidos los cargos obtuve la libertad, ajustado a las reglas del juego el gringo pagó onerosa fianza. Una semana después aún, desde el amanecer hasta el anochecer, desencadené un drama que me hacía agachar la cabeza para retener la impulsividad, enamorado así o asá absorbía la más extravagante desventura sentimental, devuelto en cosas prestadas del ayer cruzaba la avenida del desengañado, le añadió un nuevo toque de dolor, cual loco suelto, más obsesivo que otras veces espiaba el domicilio, atendía impulsos de locura y a los impulsos pasionales, fastidiado y aburrido, dispuesto a darles soberana golpiza al intruso, armado de un garrote ponía en peligro la estabilidad del suburbio, mediante fantasmadas y ciego de amor, afiancé ojos de topo que cava en la oscuridad. A propósito de este asunto, entre sombras y sombras que ingresaban y salían de dicha mansión, cruzó sin extraviarse un segundo en los peldaños de los pasos perdidos un ciudadano inglés llamado John Lennon, usaba gafas oscuras algo trotskyanas, de andar jorobado, nada lo detuvo hasta atravesar la entrada y antes de cerrar la puerta colgó este aviso: -Vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se practica a plena luz del día. Eso lo presencié yo, con mis propios ojos, nada menos que por orden del destino. A raíz de tal hecho, puedo afirmar, por primera y última vez en la vida, trabada la lengua al revés y al derecho sólo me lamía las heridas, estimuló el pecado pero me contenía de timbrar o llamarla. A la par que esa desilusión huía en los almanaques, dominé la injusta autocompasión y ajusté la piñonería del entendimiento. Cuanto más no le respondía a mi yo desobediente que insistía en buscarla, despojado de asfixiante aventura para bien o para mal logré la liberación, seguro que sí me conduciría a la emoción de la muerte. La verdad jamás está en ambas partes, acostumbrado a otro estilo de vida de manera sorpresiva arribó Ramiro, su anatómica gabardina laminó vieja por el maltrato del viaje, quien en cuerpo y alma le obsesionó el orden. Desde una perspectiva empresarial convocó perentoria reunión del grupo, penetrado de misantropía ratificó el éxodo a Nueva York. En una creciente actitud de manager revisando papeles, aplastado en amplio sillón improvisó profiláctico discurso allanando nuestras mentes, contaminado de autoridad fruncía el entrecejo. A última hora conoció el precedente de Yoho a través del gringo, perdió los estribos cuando Quechua no le pudo dar más detalles. A juagar por el tono de voz no dejaría una piedra sin mover, por si esto fuera poco, socarrándome la piel preguntó si en realidad ocurrió. A la final, a lo habitual volvemos. Cediendo hasta el fin a todas sus presiones y sopesando los pros y los contras de este incidente, en términos literales manifesté: -¡Sí! A causa de su alto tono de voz, a veces era más fácil focalizar al promotor boxístico con los oídos que con los ojos. Yo asustado de mi propia respuesta, presentí excitar la ferocidad de su impaciencia, tal vez, también pensé en no escuchar sus reproches. De aquí, el venezolano acostumbrado a tirar piedras a tejados ajenos, estuve pendiente a que reaccionara. Ramiro dichoso de por sí y ante sí, próximo a rodar al abismo de sus insultos, esperé la censura torturado por el recelo. Él consciente de mi debilidad o de mi locura sólo guardó silencio, sin gesticular, sin responder, desestimó el génesis del altercado, entonces sí, rayó la absolución bebiendo un trago de whisky, sólo faltó que el genio maligno retorciera el aliento de sus malas pulgas, sin cesar de mover las piernas entregado a la severidad. Extraña actitud que conservo en la memoria, ungido de su carácter flemático apenas nos entendíamos, integrado a mi naturaleza alegué. -Aquello que aconteció fue una tontería, casi más rápido que los impulsos tenemos esos minutos de frenesí, incapaces de guiar las emociones caemos en fangales de los celos, en definitiva, un colapso de pequeñez. Tan pegado de ellos, profanamos el libre albedrío de la pareja, existe la posibilidad que lleguemos a la tumba sin mejorar dicha conducta; tarde para hacer cambios, peleamos solos en nubes de suposiciones, viendo el desastre de perder el control de la situación, abocados a la imperfección humana. En tanto que, contraído en la impotencia proyecta al individuo a la ingobernabilidad, desfavorecido del amor y ebrio de ignorancia deshonra a la compañera que desecha la aparente superioridad natural que, olvida la dependencia mutua. No sólo por su sexto sentido y su matriz de inagotable misterio, la mujer vive de contradecir, y necesita las contradicciones, acosada por terrible antagonista, la belleza. Aplica el castigo del desprecio arrojando al sujeto a presenciar la agonía de cisnes enamorados en un lago revuelto. No sé si tengo razón en lo que decía, empero, el nerviosismo agudizó mis dotes analíticos, esta vez la exaltación subió de punto; disfrazado y no disfrazado, ningún atrevido amagó lanzar la primera piedra. Para colmo de males, impedido de retroceder el tiempo, ya que no fabrico el tiempo, jamás olvidaré la dama que inspiró esta réplica, ni el cantante usurpador de mi eutanasia sentimental en la cual divago, entre la fuerza de la reflexión y la fuerza de los instintos. En resumen, debido acaso al estado de ánimo no permití dudas. Creo que por culpa de estas reflexiones floreció la paranoia: la paranoia me inducía a no creerme y a defenderme, aunque es muy posible que todo esto fuera un delirio. En tal caso, prolífico de palabras el venezolano halagó el cometario, al que siguió un supersticioso silencio. Por lo demás…por lo demás, por ahora obtenida la donación del arrepentimiento, sustentado en la moral prosiguió el jalón de orejas. El vuelo planilló previsto para ese fin de semana, integrado a las presiones económicas esgrimió la fortuna gastada durante tal estadía. Su propósito principal era incomodar a la comitiva al mencionar una referencia de esta índole. A fin de cuentas, muy agradecido destaco su reputación de empresario honesto, algunos periodistas apelaron a elementos destructivos para dañar nuestra amistad. A todo esto, unidos en una relación empresario y boxeador, parapeto detrás del cual nació la pasión de conquistar el campeonato mundial. A fuerza de filosofía popular, en el sumario de advertencias insistió en la restregada disciplina, lavando el cerebro me dirigió un vistazo. El hecho de que empinara el codo le ofendía, también le molestaba la falta de concentración. Él suponía que era sincero cuando me recalcaba esas cosas de las cuales yo no podía negar, lo que más le molestaba era el momento de pagar. Cierto también es que nuestra lealtad fue limpia y total, aquí hay que reconocer que, movidos de un lado para otro igual que peones de ajedrez, el resto del grupo atracó expresiones espirituales. Trapecio Díaz, llevaba par de guantes colgados del cuello, listo a reanudar el entrenamiento. El manager sintiendo la sensación de optimismo típica del instante, de improvisto desocupó el sofá, recogió el ligero equipaje, acomodándose los mocasines moderó el discurso desparacitador, para dar paso a cierta jovialidad descargó los dedos abiertos en mi hombro derecho, metido en la horma del zapato acaté el misal de recriminaciones que requería. Él matizado de éxito no consentía a nadie en absoluto, a continuación, insinuó alistar nuestras maletas. Cerrado el expediente de reconvenciones giró sobre sus talones en una acción retardada, echando mano al portafolio acudió al hotel The St. Regis San Francisco, cinco estrellas. Paso a paso, regando semillas de déficit financiero exhalaba olor a licor que, anuló el aroma fino de su loción Zaratustra. Yo entre cara y sello, suspendido en las nubes comprendí el significado de tales recomendaciones. En un afán de no estar rezagados, aterrizamos en el aeropuerto John F Kennedy, cargado de valijas baratas conservaba un feroz instinto de competencia, de todas maneras, lo que hice o dejé de hacer no ahorraría los regaños del empresario. La estrecha escalera eléctrica de acero deslustrado, rotaba sobre sí misma en una sucesión de tramos acelerados. Requete desconfiados, tomamos las precauciones posibles para evitar el extravío de cualquier paquete. Introducidos algunos cambios en el itinerario sólo faltaba abandonar la terminal aérea. A cada día, empeñado en no romper más el molde ajustado de las piezas del mosaico del apoderado, oculté el espíritu contradictorio al activar el dispositivo de docilidad. Y alargando la docilidad, susurrándole a mi cuerpo al vestirme, al rostro reflejado en el espejo, horas tras horas acogí a regañadientes las reglas establecidas, bienintencionadas contribuyeron a mejorar nuestra relación profesional. Y en un incesante viajar de un lugar a otro tuve la sensación de viajar en el tiempo, al pasado y al futuro a la vez; no obstante, todo seguía igual, siguiendo el aristocrático ejemplo de Ramiro, cruzamos bien erguidos el umbral de varias puertas giratorias. En lugar de salir nos condujo al centro de un inmenso salón y digan lo que digan, debajo de aquel techo sudaba un sombrero vueltiao de equilibrio inestable, a causa de que siempre tengo todo confuso en la cabeza, apenas advertía el movimiento de los párpados. Allá donde desviaba la mirada topaba pasajeros afanados por abordar los respectivos vuelos. Siendo uno más entre los millones de turistas anónimos que hacemos tránsito y respiramos de modo efímeros la estadía en dicho aeropuerto, desorientado al principio, pero poco a poco entendí, acababa de pisar la capital del mundo, Nueva York, epifanía del capitalismo salvaje, contiene el imán de perverso encanto. Llegados de lejos al interior del tumulto de emigrantes fluía algo extraño, bien al fondo, repitiendo su pasión para ellos mismos, procedente del África una tribu de pigmeos, salmodiaba jubilosos cantos primitivos, entonados a la tristeza fértil de retirados jardines del Kilimanjaro. El reloj marcó el mediodía, odio tener que decirlo, los hombres, separados entre sí y de verdad están separados entre sí en el tiempo y en el espacio, fruto de una psicosis colectiva ríen sin gestos, cuya múltiples causas no están aclaradas, contrario al raciocinio, rondó una tensión en aquel acelerado desplazamiento, dicho sea de paso, tuve la sensación de estar en un sueño vivido en otras vidas, si, en toda su magnificencia, evocación escogida del santoral del cerebro. Un hecho especial puedo contar, ignorante de muchas cosas preferí estar cerca de Ramiro, sin influencias buscaba a alguien en la masa de viajeros, rascándose la barbilla esparció irritabilidad contagiosa, unido al afán consideró oportuno descender a la planta baja, quizás por efecto de la multitud prescindió del grupo para echar un vistazo. Padre de este proyecto insistió esperarlo a la entrada de la librería The Bock. Siempre autoritario, siempre de prisa, siempre de viaje pasó el portafolio al entrenador gringo, método de curar el mal síquico que lo afligía. Ante tal gesto de confianza éste sufrió una contributiva clase de shock; todos echados en la tostadora de la espera degustamos varios café, viendo que tardaba en regresar, no conseguí apartar la idea de la preocupación. Llegado el instante de hacer algo, yo estaba a punto de quedar daltónico del todo por el alto tráfico de emigrantes, y todo lo contrario de daltónico para el empresario que traía consigo sus diversas rabietas. Al expandir la óptica a lejana escalera apareció Ramiro en compañía de Pedro Aguilera, venezolano, acogía en cuarentonas facciones seriedad imperturbable, alto y de saludable aspecto, anudaba pañoleta de seda en su cuello, dados unos pasos despedía olor de loción petrolera, contraía risa despojada del estrés citadino. El caso es que, obligado a reconocer la elocuencia de particular hombre en un derroche de cortesía lo saludé, propietario de la estación de gasolina 21 de enero donde yo trabajaba, nunca estuvo encadenado a tributarios bienes con lasos de responsabilidad por estar siempre de vacaciones, sensitivo y desprevenido, vine a conocerlo en ese estrechón de manos. Ésta fue una emoción que en seguida sentí, roído de gratitud me produjo grata satisfacción. A punto de ocurrir nada terrible, movidos por un espíritu de regocijo desertamos del aeropuerto, hacia la una de la tarde, recorríamos esas calles del capitalismo salvaje; enturbiaba el paisaje montañas de quietas nubes grisáceas, allá, sobresalía independiente y colonizadora la estatua de La Libertad, francmasónica guardiana de caminos, de mares y de la justicia. A través del vidrio del auto bendije a Las torres gemelas, empañadas por las barbas de una ligera llovizna. Que conste, temeroso de decir algo inoportuno comprendí, lo que ellos conversaban estaba vedado para mí. En un discreto segundo plano, chamuscado de inferioridad financiera resolví contemplar el entorno, a pocos kilómetros, traqueteando sobre los adoquines estacionó el microbús a la entrada pálida de remodelado edificio, espacio irregular dada la distribución de su interior y demasiadas ventanas, denominado hotel Mónaco, pertenecía a un caraqueño de nombre Jairo Gutiérrez, de voz estertórea, ostentó autoridad la cual realzaba su elegancia, demasiado astuto para engañarlo, requería de cinco mucamas para arreglar los dormitorios. De modo que nadie puede negar el instinto de competencia que existe entre los millonarios. Gracias al dinero Machado, a lo verdadero Judas alejó a otros empresarios y durante mi carrera boxística hizo el agosto. A la manera de empleados públicos en día de posesión, consumada la respectiva presentación e instalar al grupo de boxeadores aquellos empresarios emigraron. Ramiro insatisfecho de tantas promesas de cambio advirtió que estuviéramos listos a primera horas de la mañana. A la expectativa de dicha petición, otorgado el valor del pasatiempo advertí en el ambiente un olor a flores tenue y viciado, más bien, el aroma marchito de margaritas. El propietario adoptó una niña huérfana oriunda de Nicaragua que le gustaba cantar. La esposa, Esther procedente de Cuba, peinaba una cabellera por debajo de la cintura, infló jersey y chaqueta a cuadros; manchada de aquella virtud de pintar repitió que, el recordar la isla le debilitaba la mente, razón por la cual pasaba horas pintando balseros a un costado del vestíbulo. Cuyos óleos removían reminiscencias náufragas, a ambos lados le daba el toque de distinción a la antesala. Al finalizar cada frase, ultrajada por el tedio en su fonética la voz tenía un timbre musical, esparcía pasmosa ternura. A diez cuadras de distancia, sueltos de la presión atmosférica imponentes rascacielos surcaban el firmamento de un amanecer brumoso, sin tener que mover una pestaña calibré la ruidosa majestuosidad metropolitana, durante cinco minutos por lo menos, embutido en la ventana de la habitación. Causando el siguiente impacto, desenganchada de alcantarillas fluía nauseabunda estela de olor agrio que daba repugnancia, al extremo izquierdo, densos remolinos de espíritus muertos de chimeneas, trazaban alrededor de Las torres gemelas muecas de dolor universal, etérea premonición materializada más adelante. A esa altura del viaje despiertos todos los posibles, para llegar donde debía llegar deseché leer la prensa, excepto la primera página de periódicos neoyorquinos en la alcoba, hasta entonces tenía tiempo suficiente para fisgonear, a tientas bajé tres escaleras y gané la calle ajeno a los peligros de la gran manzana, en todo caso, redoblé la evidencia de mi indisciplina, acción de insolente rebeldía presencié la muestra de cosas deprimentes. Señor lector, esta vez no narraré la anécdota que hará morir de risa a toda la humanidad; sin resortes de ninguna clase no le otorgue a los hechos malas interpretaciones. Camino a tal sitio, desechada la prudencia proseguí en un revoleo mental entre amontonados peatones, a ese trote, atravesé diagonales, transversales, salté baches en las calles y sudoroso pisé el tenebroso Bronx. Faltaban escasos minutos para que amaneciera por completo. En dirección contraria cruzó una pandilla callejera armada denominada Los Apaches por sus vestimentas indígenas, discutían la propuesta del Tío Sam de encarar el papel de mercenarios, ni más ni menos, sin compasión aplicar el corte de franela en la guerra de Vietnam, rechazados por la empresa reclutadora de las FARC de Colombia, enquistada en pleno centro de Manhattan. En términos periodísticos, me impresionó la indigencia encarnada en un sinnúmero de individuos, escribían el fracaso en la mirada, decenas de mendigos sentados ocupaban andenes, recostados a ruinosos y relucientes edificios, hipotéticos antagonistas, alojados en amplios abrigos mugrientos, dentro de sus costumbres, de impresiones, centrado en ellos mismos, plantados allí esperando sólo Dios sabía qué, destacaban ojos redondos y enrojecidos, agarrotados por el frío hacían trueques de crack. Bajo la epidemia de la niebla de Nueva York, sin sometimiento estricto de lo que observé, atrapados por el humo sus leucémicos gestos contenían la embobada resignación, carentes de esperanzas para recuperar el uso de sus facultades. En telúrico pedestal son propiedad del sistema, esfuma cualquier posibilidad de redención, pisotea su dignidad y estigmatizados la sociedad los cataloga individuos desechables. Más que estigmatizados, propagan un desordenado organismo celular, cuyo protoplasma rebosa un agitado cáncer social. Así sobreviven los habitantes del castillo de la miseria, patíbulo que legitiman anónimas almas en la penumbra, navegan en insalvables recuerdos, siguen sus sombras con singular insolencia, en una procesión de limosnas sin consolación, aislados del altar capitalista que decreta el instinto urbano de conservación. Ninguno de ellos estaba interesado de mi presencia, al instante, a mansalva alguien me sujetó del brazo y me lanzó a un lado, contra la pared, al escurrirme caí de rodillas en tierra. En parte colérico, en parte sumiso, advertí a un individuo negro de dos metros de estatura, tenía varios apodos, el terrible, el perseguidor, el implacable, frente a mi cara vomitó torrentes de palabras agresivas, señalándome de advenedizo exigió con voz timbrante desalojar el lugar. A esas, expuso una navaja automática que le brillaba en cada ojo, qué susto de padre y señor mío, sentí al notar el progreso del acero hacia mi garganta. Por fin, el alba resultó más providente de lo que el destino concibió, aquel agresor huyó al escuchar una patrulla motorizada que pasó sin detenerse, activaron sus motores con ligeros toques del acelerador. A fin de cuentas, superé una prueba de agresividad y de fuego, dado al afecto que guardo hacia mis compañeros de infortunio, a tal estado que divagué sobre ellos. Los adictos aprovechan lo fácil, esto en un hábito común en la mayoría de los residentes de las calles; diseñan una herencia trágica del capitalismo, elimina los excesos de la desdicha evocando la distribución del trabajo que no sirve para neutralizar los dardos de la calamidad, instrumento de la agonía y de sometimiento. La filosofía está destinada de antemano a especular de las vivencias, siendo a la vez cuna de su destierro, hoy extinguida pese a tan ilusa esperanza de un mundo disque libre lleno de mezquindades, ponen el cordel encordado de la indigencia, acto que encomia la diferencia. Dado que todo repercute en todo, cuando el descontento espiritual los carcome desde el interior, los mendigos a metros aprecian la riqueza. Cualquier palabra de este discurso impresionaría al mismo Platón, supongo que mis conocimientos presumen adaptados a recitar apreciaciones sencillas y profundas; contrarias a las teorías furibundas de prósperos economistas, ocultan la peste de la codiciosa que no para de mortificar al consumidor. De regreso al hospedaje, a cada paso que daba en esas calles pobladas de transeúntes, el fardo de reflexiones caía al suelo. Dejada atrás la zona de los tormentos asomé las narices en el hotel, el ambiente estaba tranquilo, desmontada la media mañana estimé conveniente saciar el hambre, mejor dicho, antes pasé directo a la habitación. Al poco rato, ya acicalado a la entrada del comedor perdí el apetito, porque capté que iba ser víctima de jugoso chismorreo de parte del grupo. Al compás de sus respiraciones, acechaba indignado el empresario. -¡Pambelé esto es absurdo! Exclamó apoyando la mano sobre la mesa, un anillo de diamantes y rubíes brilló ante los presente, continuó. -Acaso quieres hacer tus propios planes detrás de esa máscara de estupidez. El manager, incapaz de adquirir el sentido de la relatividad, indispensable para entender a sus empleados, rojo de cólera deletreó ese fastidio de quien respeta la puntualidad. En un movimiento lento que esperaba que nadie notara, rebosante de clase y autoridad alzó su envergadura mofletuda fumando una pipa. Por si acaso a Dios le importaba el asunto invoqué su presencia para que me ayudara. Dado que en este caso, las sensaciones sólo hora y media antes, me parecían remotas y caducas, de las que no pensaría más porque desde esos instantes todo empezaría de nuevo. A la defensiva repeliendo aspectos nimios, sudé atemorizado vigilado por la comitiva, sino acude en mi socorro el propietario del hotel establezco que respiraba frente a una conspiración. Al reconocer mi famélica expresión de hambre, rozagante en condiciones jocosas distrajo a los inquisidores. Más fogoso que de costumbre insistió que pasara a desayunar, adicto a autoalabarse de reconocido sazón llanero, recurrió a su ingenio para sacarle una mueca de sonrisa a Ramiro. Yo preñado de prejuicios profesionales, sin expresión alguna traspasé la entrada del comedor, transcurrieron quince minutos de tensión. Del promotor boxístico, sentado en la mesa capté la hostilidad de sus mensajes, sumado el grupo que me tuvo en el banquillo durante la comida. Tras el desenlace inevitable de la digestión, a medio derretir estamos listos a conocer el Madison Square Garden, templo épico del boxeo mundial, oportuno, aquel anuncio tonificó los ánimos de la comitiva, sea cual fuere el significado de esa inspección me propulsó el más soñador de la delegación. Así rodaban las cosas, a una seña de Trapecio Díaz repleto de incógnitas aceleré la partida. Estirado hacia atrás el andar del manager reventó más lento, instado en esa urgencia de quien desvirtúa los beneficios del tiempo. La cadena de sacrificios personales merece un consumo de análisis. En calidad de pugilista, de tan ascendente carrera boxística y controversial que aconteció hasta después de la adolescencia, tornóse difícil y complicada desde las primeras horas de la juventud, sin perder por eso el deseo de superación, bien que ésta resultase ya moderada por el compás de la espera que tenía algo de misterio. Y, en efecto, la viveza de mi imaginación, sumada la natural tendencia que despierta el hambre y el carácter palenquero a considerarlo todo, las ideas lo mismo que los sentimientos de un modo absoluto, categóricos, no tardaron en lanzarme a la geografía de las aspiraciones eternas, junto a las complacencias personales antes de alcanzar el campeonato mundial. Aquel llamado de atención vino en ayuda de este último efecto. En busca de una gloria personal, para disminuir la tensión troquelados de obediencia abordamos dos taxis, acumulando en la memoria edificios sobre edificios nos dirigimos a la mole de concreto, al ritmo del tráfico estalló en la calle el aspecto de gente impulsada por asuntos urgentes, según las características personales, en estado de vigilancia social, venimos al mundo con todos los defectos posibles. A la reducción de los riesgos de perseguir el sueño americano, abolida la barrera de campesino extendí suma curiosidad al confirmar la existencia de rascacielos, retorcidos y estremecidos brillaban vidrios cuya coloración constataba con el toque grisáceo del cielo, una irrealidad de magia giratoria cernía las mudas estructuras. En aquella oportunidad, las carreteras serpenteaban un mar de concreto. A escasos metros, luchando por la subsistencia anhelé tocar cualquiera de esos rascacielos hechizadores, de modo singular, importé una nostalgia al invocar las polvorientas trochas de San Basilio de Palenque, tornándose en tenaz pensamiento. No a salvo de otras conjeturas, repleto de angustia existencial, transitamos veloz avenida que arrancó a otra concurrida autopista inclinaba hacia el oeste, de sol a sol esto sucedió a principio de primavera. Yo mientras combatía contra el fantasma de Palenque, Ramiro empecinado en revisar cuentas, personificó el rostro decoroso de cierto militar retirado, estaba en posesión de la infalible contabilidad, presentía la llegada del apetecido campeonato, de la noche a la mañana aplicó un consejo de su amigo Aguilera. -¡Las altruistas decisiones conllevan a los hombres a la ruina! Ahora comprendo el significado de regalar el dinero, contrarresta las leyes estáticas del tacaño. En un breve lapso pasó revista a los contables documentos. Arriba, cada vez más claro, el cielo abría sus encías de nubes para mondar los dientes del sol, distendió la estola litúrgica de la claridad. A las pocas manzanas rondamos rustica pileta de dragones por cuyas fauces emanaban agua roja de tintes azules, bañaba un enorme sol de jade bilioso que lo hacía rotar, la primavera flotaba en el ambiente, bandadas de pájaros concurrían a saciar la sed, alrededor, unas cuantas violetas alzaban rostros purpúreos entre el verde. En busca de alicientes por construir el futuro suceden hechos impredecibles, próximos a llegar al coliseo surgió algo inesperado, puñados de policías de tránsito desviaban el tráfico vehicular a diferentes rutas. Traspuesta al límite del fanatismo, agolpada muchedumbre merodeaba las instalaciones del Madison Square Garden. A escasos centímetros el conductor interrogó a un agente gordinflón de patillas y bigotes teñidos en pantalones anchos qué sucedía. Igual que un centinela inexpresivo de tumba bajo la brillante luz del sol, incorporado al repicar de pitos y luces giratorias explicó en inglés el motivo de tal medida señalando una franja estrecha de escape. Sin oportunidad de escuchar de nuevo la indicación, el conductor dudó en acatar la orden autoritaria, tal reacción me asombró, algo propio de cualquier persona. Existía una excelente razón tras esta inoportuna complicación. Taponado el objetivo sudé abracado por la intriga, a nivel de la ignorancia no interpreté la respuesta, estúpida situación la mía. Abierta la inundación de la tontería, mi curiosidad chocó supeditada a la traducción del guía; ahondados en la penumbra traspasamos angosto túnel de alto tráfico vehicular sucio y húmedo. No porque no lo desease, sino porque deseaba saber, despojados de luz lancé la interrogación. El chofer aceleró el vehículo en busca del sol, achacándose carácter agrio de ojos de lechuza por el resplandor pontificó: -¡Transcurre la convención del Partido Demócrata! Claro que, anegado de beatitud explicó político evento, atado a moscas de tormenta duraría tres días, cada sílaba la asentía grave o meneaba la cabeza. Entorpecida la expedición el empresario sujetó un motivo de consuelo, visitar el mítico Gleasons Gym, ubicado debajo del puente de Brooklyn , no lejos de allí, donde entrenaban afamados pugilistas, incluido Mohamed Ali, el “más grande” y unos de los tantos campeones que pasaron por este emblemático sitio del boxeo, donde hoy hombre y mujeres continúan entrenando y boxeando con pasión. El manager trazado a cordel, empastó un personaje comprometido con su oficio, obstinado en la búsqueda de la perfección impartió la premisa de girar hacia el sitio sin tono opresivo. El sentimiento de impotencia ante tal situación no le provocó ni siquiera cólera, ataviado de ropa costosa rehusaba sus largas orejas de brujo blanco, incluidas las cejas acarició la barbilla frente al vidrio empañado, muy apropiado para aguzas pupilas. Movidos por la impaciencia, a toda costa urgía escapar de esa trampa del itinerario. El venezolano consciente de lo que perseguía planeó algo inalcanzable. Ramiro cambió de pronto de pensamiento y su rostro adoptó una expresión lejana para afirmar: -El sujeto untado de astucia, la intrepidez significa una religión de ambiciones, suerte, dinero e imaginación. Y su sueño termina hecho realidad. En simultánea, centelló sobre brotados ojos pensativos los rascacielos neoyorquinos. Y otros autos empezaron a tomar la misma ruta, a los pocos segundos, diluidos en los rayos del sol tanteamos veloz avenida libre de tráfico, excelente alternativa para eludir el caos vehicular de Nueva York, el taxi estacionó diagonal a una edificación descolorida por la lluvia. En pleno estado de vigilia, casi arman un escándalo de mil demonios, desenchufados de la gente de clase, apenas Don King ecualizaba sus primeros pininos de empresario boxístico, junto a Jabir Herbert Muhammad, exgerente de la leyenda del boxeo, individuo mediano de estatura practicante del Islán. El gestor deportivo remiso a franciscanas ambiciones bufoneaba flamante y esplendido conjunto inglés y ampulosa manera de hablar. A medida que aprendía el negocio le crecía la barriga, recuperado de paperas envolvía el cráneo con eléctrico peinado. De cualquier modo, desorientado de la edad recurría a pintarse las canas. Rodaban comentarios en las calles que ofendidos apoderados acordaron propinarle una severa golpiza, dada la necedad de sonsacar a sus boxeadores, bajo un verdadero diluvio de palabras prometía el oro y el moro. En ese lugar, en cualquier instante, mochila terciada al cuerpo repleta de dólares ofrecía el servicio de manager, postal de caciques politiqueros en nuestro país el día de elecciones. Al igual que la luz del día que da paso a la noche, traspasado de meticulosidad que precede al chantaje conquistó el oído de algunos incautos. De cara al público, pujó conforme a sus juicios para sacar adelante su mayor joya deportiva, Mike Tyson. El promotor norteamericano a la zaga de ensanchar los horizontes boxísticos enfocó a la delegación. Ramiro ni parco ni perezoso interpuso su temible obesidad, transformada en una metáfora, con los pulgares afianzado a la pretina practicó una felina agilidad que ocultaba, destellando en los ojos algo fantasmagórico obstruyó que saludara a la comitiva. El ambiente de premeditación que llevaba consigo le precedía siempre, la disciplina, envolviéndonos, no dejaba a nadie hablarnos de nuevas ofertas laborales. ¡Qué forma de ganarse la vida! Y echándose el abrigo por encima de los hombros contuvo el grupo. En lo que respeta a mí, el azar me tropezaba indiferente. Inclinados a los celos profesionales no intercambiaron palabras, atado a una cuerda de intriga prevaleció el mutismo, de alguna manera excitó el interés de conocer diferente apoderado: -Más vale malo conocido que bueno por conocer. Estuve tentado decir al resto de pugilistas, pero mejor me mordí la lengua, eso me ayudó a hacer lo que debía. Cerca de la puerta principal, pasando delante de nuestras narices, el escurridizo norteamericano evitó escupir la rabia, retorcido de impotencia en la punta de la cólera partió, mientras nos miraba expuso sonrisita ventrílocua. Después, uno tras otros de la mano del dios de la victoria el séquito de fajadores traspasó la entrada. Yo jugado al papel de manager del manager cuadré una pelea entre esos dos apoderados, disputándose el manejo de mis derechos deportivos, asistido por El Realismo Vivo proyecté darle un toque real a tal combate. En dirección al centro del recinto, martirizado por algún escrúpulo de gratitud poco a poco desinflé fantásticos globos, entonces, por el momento eliminé cualquier posibilidad de buscar alterno empresario. Al cierre de este capítulo, en redondo giraba la tempestad de tal aventura, recogida en un acordeón de dudas volvió la calma, el perímetro plagado de bullicios de pugilistas ofrecía tentadora distracción. Pese a todo esto, endurecido por el hábito de pelear admiré aquel lugar que le hablaba a mi alma: vociferaban entrenadores que describían círculos cortos alrededor de boxeadores, golpes, codazos, insultos, rabia de torrentes enseñaban el vigor y la ferocidad que retenían en sus músculos, de esa manera, gesticulaban labios rígidos y pómulos abultados, similar a los nudillos de un puño cerrado, escondiendo el miedo sus ojos fatigados ardían de coraje, la franela adhería a la piel del deportista estampaba una estampilla pegada a la carrera. Para dar paso a toda esa energía acumulada, encima del ring fogueaban dos púgiles afrodescendientes, uno de ellos arrojó cuatro palabras que tazaron la desesperanza, desconcentración que aprovechó el contrincante para fulminarlo; aturrullado de martilleos explotó el recto de izquierda en la nariz de su sparring. En un santiamén, confinado dentro del toldo del sueño agolpó la sangre en los dientes, de un modo aparatoso, pataleaba en la severa desolación del cuadrilátero. Ah, sí…cuando un poco más tarde, de repente alguien abrió el portón estrepitoso del camarín, a causa del chirrido retomé la conciencia. Después de meses de entrenar de manera incesante para fortalecer el aguijonazo, arracimado en floración secreta surgió un pugilista grueso, contraía el dorso desnudo, su tronco de robusto aspecto repelía un vigor extraordinario, cubierto por una bata amarilla trotaba en las puntillas de zapatillas blancas escoltado de corpulentos guardas espaldas. A pesar de la dificultad que atravesaba por resistirse a prestar el servicio militar, dueño de un coraje intrépido saludó, pasando de un lado al otro elevó el puño derecho, armado de potentes guantes encendía un fulgor ávido. A lo cual campante aceleró el ritmo de su rutina de preparación, deseoso de la inmortalidad ejercitaba tres horas los músculos antes de atender periodistas y admiradores, imposible no reconocerlo, subía al ring la fortaleza de Muhammad Ali, saludable y tostado, ajeno a la represalia del Tío Sam rechazó la guerra de Vietnam, precedido de abultados aplausos realizaba los ejercicios, consolidó una encarnación de la voluntad. No me acuerdo que nadie me dijera que no podía tocarlo, sólo recuerdo que me di cuenta que estaba al alcance de la mano. Yo entre la multitud, rotando en dirección contraria a las manecillas del reloj, aproveché el desorden para saludar a la superestrella del boxeo mundial. Al contrario de lo que pensé, adivinó la intención de que eso anhelaba, remansado en su respiración mis nervios tiraban de todos mis músculos, tendió el brazo y en una especie de inercia rozó mi mejilla, de repente, sentí que esto me volvía al revés. Con una audacia taimada e impregnado de celos el entrenador, Angelo Dundee de inmediato evitó que tocara al campeón, quien encarnó Godzilla y Superman en una sola persona según el periodista Ferdie Pacheco de Cuba. El más notable motivador y gestor de proezas de todos los tiempos, acompañó desde el rincón toda la legendaria campaña de Muhammad Alí. El instructor impidió que lo allanara de preguntas, sobre el aparente knock-out de Sonny Liston el 25 de mayo de 1965, unos de los polémicos combates y extravagante del mundo del boxeo. “¿Alguien vio el golpe?”. Preguntaban los decanos del periodismo pugilístico. Tras la pelea, hablaban del famoso “golpe fantasma” o “golpe ancla”, denominación de aquel puñetazo que tumbó a Liston. Ali gesticulando y gritando repetía: -“¡Levántate y pelea, cabrón!”, A todas luces, nada hasta la fecha logró causar tanta excitación en mí que tal encuentro, diríase que estuve a punto de levitar de tanto júbilo. La reconfortante proximidad a otros grandes boxeadores hacía que me sintiera más deseoso de emularlo, algunos cerca, otros lejos, otros a mi lado, enfrente, todos fundidos en la catedral del boxeo registramos el entrenamiento. Contra mi voluntad, separado del mundo subrayé la expresión en cada jab que lanzó con destreza. Ali al igual de sorprendente trocaba el grito salvaje en guerra: -¡Vuelo como mariposa pero pico como una abeja! Llegaron a mi estas palabras cual venidas de algún dios africano. En cortos asaltos, a despecho de lo que cualquiera pudiera decir, yo imitándolo soltaba los puños, goteando en silencio tenebrosas letanías; nada más que un cuarto de hora, o tal vez a lo sumo media hora, no sentí ningún otro deseo que el de mirarlo, analizarlo, plegado en postura violenta, aguardaba, y descargaba el implacable aguijonazo. Bueno, igual que siempre, en vez de manager tenía un dictador, probándome de nuevo lo complejo que suelen ser las relaciones humanas, cómo lamento no retratar el final del entrenamiento. El promotor deportivo desbordante de autoridad aprovechó la ocasión para concretar algunas compras en La quinta avenida de New York que, desenvuelve el derrame de inagotable catarata de frigia vanidad. No quise contrariarlo, más que nada, el entorno, digamos, me hizo comprender, ser un advenedizo en aquel lugar. Algo queda claro, inaccesible a todo mi razonamiento recorrí La quinta avenida, la más importante vía de New York. Es también el corazón de uno de los principales distritos comerciales de los Estados Unidos, la ubicación de algunos de los espacios comerciales más caros del mundo y la residencia de muchas tiendas y boutiques exclusivas. Nacidos de la lujuria igual que todos, la existencia de los famosos en el territorio del Tío Sam parecía estar llena de placeres y renunciando a parpadear la clase burguesa insufrible fluía con aire de paciencia y romanticismo. Y de forma menos juiciosa escudriñé las vitrinas sin posibilidad de regatear nada, atestadas de cursilería vital, esclavo de la escasez dormía muy lejos de soñar alimentar el harén de Idi Amín, y dormir en brazos de sus mil mujeres. A kilómetros de contrastar la prohibición y la privación, farfullé frases sin ilación mirando al cielo y la tierra, conducido por el benévolo soplo de Dios a través de tantas riquezas, percibí la dolorosa perspicacia de la pobreza. El gestor boxístico procediendo con su inflexible autoridad de siempre, corto de palabras ordenó esperarlo a la entrada de la catedral de San Patricio, de estilo neogótico transversal a los edificios cuadrangulares del Rockefeller Center. A falta de algo mejor, el tutor solía adquirir elegantes chaquetas deportivas durante los viajes, sólo tuvo que caminar un corto trayecto para llegar a su tienda preferida, Paco Rabanne, al avanzar instaló la pasividad animal de un mendigo. A sabiendas de lo tonto que resulta esperar, acogimos la sugerencia confiados en los ciclos del dinero. El grupo echó a andar en pleno centro de Manhattan; atenidos a que, tanto más narro el sueño termina hecho realidad, así, pregonamos erradicar la pobreza, más bien, esparcidos aquí y allá aullaba el ruido de automóviles. Observando sin que nos observaran, obligados a sustituirnos por otros anónimos, mentiras de nosotros mismos, vivíamos emociones calenturientas enfundados en trajes baratos. Aplicando el catecismo del oficio al manejar, los conductores de limusinas y dueños del timón reverdecían frialdad, demostrativos, sonrientes, tenían el corazón más acumulativo de secretos, eso Sigmund Freud lo denominó el gesto del aprendizaje del engreimiento. El hecho de que sea evidente, dominando el estrés colocaban la visión fija e insistían rodar los coches, a prueba de obediencia absoluta, mentes que sólo registran señales de tránsito más el zumbar de motores. No importaba cuánto larga fuera la cola, absorbida por un potente aspirador la congestión vehicular no desaparecía, empujada de manera interminable desde el fondo. En grado más o menos intenso, en situaciones más o menos frecuentes, partía el afán para que los feligreses ingresaran y salieran del templo, a todas estas, en cualquier tienda de ventas de bebidas compré un paquete de cigarrillos, puesta en acción una gama de cualidades que apenas empezaba a aprovechar, fumando estudié el agite del entorno, bancos, tiendas, joyerías, policías, carros, transeúntes…intempestivo, algo atípico muy de la provincia palenquera desataría lo inconcebible...repentino, el flujo automovilístico hormigueó estancarse, reveló la suma urgencia del asunto, al instante, aparecieron detalles que aparcaron tan incongruentes y reales. A la distancia, desesperados neoyorquinos erizaban los pelos de la nuca, digamos hacia adelante corrían despavoridos, pisándose los talones perseguían excavar algún escondrijo, bajo los efectos de la conmoción, robándole el colorido a La gran manzana fulguraba la base psicológica del citadino. Aparte de correr cada uno por su lado los otros boxeadores, cuál más varado que el otro, contándole todo lo que voy a narrar, me pellizqué tres veces para confirmar lo que sobrevenía. Echada a rodar la película, abarrotados en las aceras infinidad de individuos buscaron protección, en dicha estampida mujeres despavoridas huían embozaladas de terror sin zapatillas, similar apremio sentían hombres, vendedores ambulantes, desempleados, agregándole cohetes a sus exaltadas almas, asaltados de pánico los empleados cerraban puertas de almacenes. Los policías consumidos de aversión no sabían qué acontecía, por la proximidad, por la intriga del peligro, los perros de oligarcas rompían el lazo de respingados amos, los vehículos conformaron obstáculos para alcanzar cualquier calzada, todos estribados en suposiciones gratuitas, el bollo apenas visible en el costado norte de La gran avenida. En general, peatones agitaban las manos y gritaban, en un arranque de impotencia guardaespaldas arrojaban a sus patrones al asfalto para protegerlos de lo desconocido, al mismo tiempo, volaba el clamor de un pánico colectivo, suponían el bombazo exterminador de un ataque terrorista. A medida que avanzaba sonaban disparos al aire que morían en el vacío del bullicio. Una reina octogenaria europea rodó de jetas y babeó el pavimento, también magnates, reyes, princesas, cabe clasificar, desfilaba el jet set internacional asidas del brazo de sus parejas, incluidos políticos de nuestro país. Frente a los rascacielos percibían el ramalazo frío que les recorría la medula espinal, habituados a la mesura el susto no cabía en sus gelatinosas carnes. El suelo templó un poco, los citadinos pálidos del susto, antes que los arrastrara el demonio por los pelos, hipnotizados por la cadencia del miedo ignoraron el porqué de tal hecatombe. Casi La quinta avenida transformada en un infierno y recrudecido el asunto, todo significó una maniobra engañosa para sobrevivir, ¿y qué hace el dinero en momentos de apremio?...nada. Oyendo lo que no oían los demás y viendo lo que nadie veía, continuaba en pleno apogeo la confusión. El grueso de la masa absorta en la revolución del martirio permanecía en estado de shock, extraviada del censo electoral ni siquiera respiraban, desprendida del capitalismo buscaba la protección del poder soviético. Y todo ello daba la sensación de que eso sólo Supermán lo podía sofocar. Revotando contra la pared, el tropel circundante pasó al campanario del templo, anulando alaridos repicaron las campanas, transferidos a la reducción del tiempo, supuró del cielo un chorro de luz que alumbró Greenwich manicomio. En la caída de la tarde, no oscurecía, mejor que no oscureciera para no perder ningún detalle, el reloj señaló la cinco y cinco, hora preferida por los ídolos para exhibir ostentosas compras, eso sí, sustituyendo a los dioses envían mensaje cifrado a sus emigrantes riquezas, dando el toque alegre de emergente aristocracia, radiantes, satisfechos, labran porte faraónico. El modo de balancearse indicó la cercanía a la felicidad, de una manera u otra, claro está, reciben más de Dios o de Satanás de lo que merecen; sería bueno verlos en la miseria, ¿no te parece? Cuanto más los detallaba, más postizo parecía todo, además de prolongar mi frustración. Sin necesidad de testigos que me defendieran, destemplado de sátiras apenas soporté su presencia. Elegido ese escenario por el azar y cagado de risa a reventar filmé los móviles del suceso. En una geometría completa rebuznaron los genios de encarnizada intriga, a la vista, una burra palenquera en calor de orejas alertadas, desprovista de aperos, circulaba a todo galope, sufría una persecución incesante. Detrás, a unos tres metros de distancia, alebrestado la asediaba tremendo burro negro, ancho de lomo, exhibía la tentativa de aparearse. Después de un breve desfile sobre la alfombra roja hasta unirse a miles de simpatizantes, removido de la convención del Partido Demócrata, transportaba la bandera norteamericana, sin gastarse los sesos, soberano del partido tenía la crin adornada de claveles, interponía cascos pintados de azul y rojo. La postal me produjo una impresión indefinible por lo retirado que está San Basilio de Palenque. No dando cuartel a lo absurdo, rescatado el sofisma del caballo de Troya, en este caso, jugó un papel importante la burra de palenque. Experto en hacer fechorías, en pleno apogeo del Congreso Demócrata, descendió de un furgón que transportaba valores el grupo de saboteadores: Ronald Reagan, George Bush, Richard Nixon, Henry Kissinguer, Condoleezza Rice, del Partido Republicano, empeñados en pasear la burrita alborotada, ¿qué cabría de esperar de políticos así?, ¿acaso semejante acto era plagio de nuestra provincia? En una sátira, de principio a fin, comprometidos a desencantar a la democracia, recurrieron a instancias del futuro para crear el waterburro; inmutable en su perfección copiaron el watergate, tronco principal de la putrefacción política norteamericana. Allá en el Madison Square Garden, casi al equivalente de dar rienda suelta al fanatismo, a pasos de rey español el burro aperado estrenaba montura de plata cubierta por la bandera gringa, camino a su trono sobre el entarimado rebuznaba, ovacionado por nutrida concentración de demócratas que presenciaban el desfile Real. A modo de pasarela en la alfombra roja saludaban a la multitud delirante, Lindón Johnson, Bill Clinton, Jimmy Carter, Edward Kennedy, Barack Obama, Gerard Ford. Y puesto que el asno estaba bastante inquieto, ja, ja, ja, alborotado, corcoveando, en arremetidas directas, decisivas, revelando dientes oscuros infringió patadas, rebuznos, pedos que corrompieron el aire más sacudidas de cola que rezumbaban. A la voz de discursos demagogos, apostó a desertar de engallada convención política, hecho que causó conmoción en todo el auditorio. La prolongación de los corcoveos parecía ser la única forma de expresar su excitación, acto para contiendas sexuales olfateó las feromonas en multicolor ambiente, transportadas por alas del viento al recinto con embriagadora ternura de la burra apodada La Ahuyamera, oriunda de Palenque pertenecía al circo colombiano de los Hermanos Ayala, realizaba exclusiva gira de presentaciones en territorio norteamericano, la robaron esos burócratas en la madrugada. Dotada de una cualidad particular que consistía en aullar a la luna llena feliz e indocumentada. Imagen viva puesta a vuelo de pájaro, recrea la castellana dimensión inédita en New York, aviva la imaginación de afuera hacia adentro, por el choque de dentro hacia afuera de la fantasía, exige de parte del lector alguna interpretación. No tuve más tiempo de pensar en que hacer al verlos entregados a la reproducción, ante la puerta abierta de un gran edificio de ladrillos carente de todo rasgo distintivo bregaron copular. La burra le correspondía con rebuznos, sumadas explosivas patadas que estrelló en la quijada del macho, en aparente desprecio propinaba mordiscos y furiosos corcoveos. Y qué acción, y qué acción, parecida a una de esas películas de dibujos animados. Jamás Nostradamus sospechó tal espectáculo montañero en pleno corazón de la civilización mundial, sucedió en Manhattan. El cual no consistía una amenaza para mí. Los demócratas desconsolados anhelaron retener el emblema politiquero. Más que nada por asociación de ideas regresaron en sus gustos, en sus políticas, en sus preferencias, a la concentración sin el asno negro y sin el lazo, haciéndoles caer en cuenta que la persecución encerraba un mal augurio. Si la vida del Quijote de la Mancha está llena a reventar de aventuras, la mía le pisa los talones. Mis recetores internos continuaban alertados en espera del final del espectáculo montañero. Pasados algunos segundos, la referencia del desenlace del caos burrero emergió, sin invocar propósitos de enmienda, rompiendo vidrios irrumpieron a exclusivas boutiques, marchitando orquídeas colombianas explotaron municiones de pedos nauseabundos, kilos de cagajones, letales coz por doquier, maniquíes desbaratados rodaron en finas alfombras; constituyó el discordante pisoteo de etiquetas y portafolios, circulaban en estrechos círculos, empolvados de polvos carísimos en total confusión desertaron de tienda en tienda. Sin perjudicar a los demás, sin dañar al prójimo, aparte del inevitable desorden atropellaron vitrinas costosísimas, dirigidos por la brújula de sus orejas evolutivas ganaron la calle. Espere lo mejor, la burra rellenó el barniz de distinción usando peluca rubia en la cabeza, adicionó al lomo trajes Cristian Dior, alrededor del pescuezo collares de perlas asiáticas, perfumada de loción Cristina Herrera, enredadas a sus cascos medias de seda Richi. De alguna manera, más cómico, el burro la perseguía calzando finos zapatos italianos y rebuznaba, añadía al lomo una chaqueta Pierre Cardín de la última colección de verano, puestas las gafas de playa, en sus orejas guindaban corbatas de seda chinas, en resumen, encarnaron una obra perfecta del surrealismo palenquero. Por cierto, la pollina pateaba de manera brutal la quijada del macho, una y otra vez provocaron cierres prematuros de locales comerciales, de un parpadear a otro, irrumpieron en la boutique Paco Rabanne, donde Ramiro Machado embellecía su obesa estampa. Él sólo quería incitarse a nada que no fuese el goce de estrenar vestuario, no siendo fiel al espíritu desafiante de sus antepasados franceses y recuperado de sus facultades narcisistas excavó protección en el baño, en los asustados ojos predominó el drama, el horror, el suspenso, revelaron más que las palabras, sin apaciguar el aturdimiento que lo torturaba, integró el provinciano cortometraje. Al cabo de un rato ropa en mano salió, por la imponente amplitud del escándalo avistó la congestionada avenida. La estampida parecía dirigirse a la sede de Las Naciones Unidas, de tal forma que, adheridos a la persecución los cuadrúpedos encaramados encima de lujosas limusinas defecaron, además, son Hollywood cosas que sucedieron en torno de los asnos. Puestos al máximo en alerta roja aquellos policías obraron de acuerdo a los tratados internacionales de no agredir a los animales, mucho menos al burro. Y lo que era peor, tiraban colecciones de sogas sin enlazar tales pescuezos, bajo el efecto de vientos burocráticos cometían las idioteces más increíbles. Un oficial cubierto en sudor de trote amanerado, encabezó el destacamento de sheriffs que enarbolaban macanas, atrapados en un remolino de conjeturas exponían furia irónica. Más allá corrían detectives, en la reminiscencia de una pesadilla desenfundaron pistolas automáticas, ¡oh, no, oh Dios mío!, apostados detrás de carros posponían la decisión de disparar, a la par de esos inconvenientes de última hora, sonaban pitos metálicos más toda clase de ruidos, en fin, diciéndolo de mejor forma, de exportación o de importación los burros desaguaron inatajables. Los rostros de algunos turistas acuden ahora a la memoria y con ellos algunos hechos que creí olvidados. Pasando por generaciones venidas de Europa, los peregrinos en inagotable manantial de perplejidad observaban a la entrada del templo, sus voces convergían en murmullos engarrotados de pánico, los murmullos siguieron extendiéndose. A nuestras espaldas, el cántico litúrgico brotaba desde el sagrario, englobado en el olor agridulce del incienso, sensible al eco de los milagros hacía temblar el corazón. Más propio de pecadores, arrodillados en oración devotos asistían a la santa misa. Frente de marmóreo altar predicaba el sacerdote que vestía túnica de visos fucsia, ceñía estola marrón bordada con hilos de oro y plata. Dadas las diferentes religiones que existen en el planeta por las cuales trasegó antes de convertirse al catolicismo, adquirió una personalidad patológica de muchas personalidades, fiel opositor a llevar a cabo filmaciones cinematográficas al interior de gótica catedral, su sermón enardecido, tenía la impronta de provenir fuera del tiempo, donde exhortó, cineasta irrespeto a Dios debía erradicarse de las iglesias. Durante esos minutos más de tres veces tuve que contener mi arrojo al aproximarse los protagonistas de tanto alboroto. El frío sol empezaba a ocultarse cuando todo seguía igual. No sé por qué, arrastrado por los hechos narrados atendí una orden caprichosa del cerebro, puesto que no la sabía. A medida que ponía orden a mis pensamientos, transcurrieron milésimas de segundo, el ruido de motores y pitos fluían mezclados a los jadeantes rebuznos. A raíz de mi carácter aventurero, sin regatear ninguna acción me llené de coraje, lo cual constituyó un desacierto, nutrido de alguno de los grandes héroes de papel, inmiscuidos en mi organismo decidí volcarme a la riesgosa persecución al no volar el valeroso Supermán yanqui. Reclutado en sus ideales desorbité satisfacer los impulsos de mi corazón, sustituir al Supermán Negro, incomparable vaquero de La Tamaca que no sabía contar más allá de diez, menos conocer la ficción de un planeta llamado Krypton. Al evocar esto, el amargo sabor de la bilis subió a la garganta por recordar la plática que sostuvo con el Diablo. Sea lo que fuere, anhelaba vestirme de gloria en Gringolandia, tenía el deseo especial de experimentar la fama, si aparecía en la portada del New Time. A partir de un deseo de desaprobar a la razón, sin vacilar electricé actuar a la velocidad del relámpago, suplantar a ese héroe borracho carente de elementos adecuados: un lazo resistente, alforjas carga de ron y de luna, activan el tsunami de mi esquizofrenia, arrojado a la aventura alquilé la presteza del viento. Al ritmo de la situación real crucé la calzada convencido de atajar la desbocada carrera cuadrúpeda. Allí frente a todos asumí el reto, dicho sea de paso, plagié a los burócratas de Colombia al posesionarse en alto cargo de responsabilidad. A prudente distancia abrí los brazos, rezados tres Padres Nuestros más tres Aves Marías, grité el repertorio de letanías que germinan del cerebro enloquecido, hasta rasgar las amígdalas. A todo esto, dentro de un hormiguero humano continuó el desorden. En lo que respeta al fin del mundo, el ansiado apareo contradecía la consumación de los siglos; dando tropiezos y resbalones los burros al verme y sintonizar riadas incontrolables de retahílas agraviosas, desviaron los rebuznos hacia la acera opuesta, esto, redujo de modo obtenible la posibilidad de romper el cascaron del anonimato. Por aquí o por allá o por más allá en un incesante galopar internacional, el inesperado cruce materializó lo absurdo, por desagradable que sean, confeccionaron los hechos que narraré a través de esta historia. Me embargó la ya reiterativa sensación de estar fuera de lugar, exponía una expresión de seriedad adusta. En una miasma de excrementos de burros y olores fétidos, puesto que nada es sí ni no del todo, en pleno arrebato la pareja reanudó montañera estampida. Eso sí, esto no podía faltar, amotinaron una cabalgata de traseros pedorros. Aquellos compañeros huyeron mezclados en el enjambre de gente aturdida; decenas de expresiones rígidas rezaban ocultas en lujosos coches, otras vigilantes y expectantes, suplicantes muecas publicaron una pétrea gravedad que ni siquiera un ataque nuclear alteraría. Y qué vaina, me quedé sin grito ni voz, siquiera en la jungla de cemento de Manhattan. Eso no importaba, dominado por la pulcritud del orden insistí, esta vez, no imaginé cómo acabaría tamaño despelote, contenido en centurias de discriminación racial, en un santiamén salté encima de vehículos. El caso es que, para abreviar, recrudecido el disparate sólo razoné atajarlos, en cuestión de contrastes, los burros traspasaron el umbral de la catedral de San Patricio. Pensando que fueran mensajeros del apocalipsis los neoyorquinos exclamaron: -¡Oh Dios mío! ¡No puede estar ocurriendo! -¡Oh my Good! ¡This can not be happening! En la gravedad menos grave aterricé a destiempo para evitar lo electrizante. Llegados del bosque de los asnos no alinearon nada antinatural. En los ambiciosos negocios repicaban los teléfonos, nadie atendía electrónicos aparatos, los citadinos, en tumultuosos centelleos de piernas corrían sin saber a dónde ir. Bueno, será mejor que aguarde a ver qué ocurre. La mayoría fijó sacrílegos ojos a las puertas del templo. Después de un toque esas miradas, sintiéndome el eje central de la solución del problema propulsé movimientos aerodinámicos, de acuerdo con la ley de la prisa pasé al interior, propenso a campesinas alegorías recordé a la pequeña hernita de Palenque, serviría de adorno al pesebre de la catedral-deduje. Cuando, gracias a la voluntad de su naturaleza, al margen de la moral, reavivando la fragua del apareo, echados a correr, correr y correr, ya resultaba imposible detenerlos. Los mamíferos herejes alentaron el frenesí de estos creyentes, transcurría el trascendental rito de la consagración. Ante el choque de todo en sus mentes, los acólitos perfilaron estatuas humanas, rezaban contenidos en devotas oraciones, calcaban santos erigidos sobre marmóreos altares. A punto de llorar, a punto de reír al notar el tropel, abotagado de fe el octogenario sacerdote destacaba tupido bigote, de escasos cabellos plateados, dulcificaban su esplendor otoñal, de prominente nariz torcida a la derecha otorgaba cierto toque de astucia a su fisonomía, al cantar el rostro respiraba beatitud, tan serio exponía frivolidad patriarcal que abarcaba el recinto, sus plegarias campaneaban concentradas en ese fragmento de la homilía. Todas las tardes, atraía la veneración de montones de acólitos, escoltado por dos sacristanes que elevaban la casulla, por alguna razón, desde allí, la presencia de dichos burros si pareció perturbarle, propenso a la malicia los iris siguieron la presencia de pedorros intrusos. A la espera que evacuaran del santuario, en vano esperó que así fuera. El clérigo elevó la hostia despojado de premura. La hostia a veces, da más contentamiento al alma que mil oraciones, en ocasiones da paso a la limosna del perdón de Dios a quienes los deseos terrenales condujeron a la perdición. En un despiste de cosecha propia, sin darse cuenta, estaba obligado a parar la ceremonia en cualquier instante, por lo tanto, asaltado de premoniciones funestas, también asqueado por la animalada que agotó la paciencia ecuménica, ardiendo de rabia surcó la frente una arruga iracunda, transfiguró en sus rasgos el espanto y la cólera. Puestos detrás de él, rechonchos sacristanes imploraban de rodillas. Hay que comprender que los cuadrúpedos deben tener alguna clase de sentimientos; deseoso de culminar la persecución el asno pisaba los cascos a su novia, eso, sumado a los sucesos, hizo estremecer la profundidad de sus súplicas. El cura acudió a la rígida moral que encarna el sacerdocio, vertida a la incomodidad de la conciencia imploró: -¡Dios todo poderoso, el mundo está loco! En el completo silencio total del chismoso, engarzados en una maniática lucha en pos de ver más, los feligreses movían sus córneas con espantosa velocidad, adelante, registraron todo el reino animal venía a su encuentro; incapaces de mover un dedo parecían contraer sus sonrisas, a la vez, descuajaron el semblante dado el espectáculo. Las bestias a pleno galope rebuznaban en círculos a través de resonantes lozas. El sacerdote un pecador que no sabía dónde encontrar el cielo ni aunque estuviera tumbado boca arriba en campo abierto, devuelto a su ira bajó los brazos, negado a creerlo acarició la emblemática piedra de ara. Lejos de estar en ayuno, deglutido el nudo que tenía en la garganta y oliendo el humo del incienso optó bendecirse, puesto que sus múltiples personalidades estaban disociadas, llamearon relámpagos en sus ojos y de sus rodillas brotó el trueno al doblarlas. Siempre basaba sus predicas que la religión contenía a Dios, las oraciones las súplicas, el cerebro el pensamiento, el niño al hombre, el ojo contenía punto que, abarca millas sin ver que el mal sólo es vanidad. Sin pasión y sin placer, acomodándose la estola engendró un espíritu suspendido detrás de ese altar, oficiando el mismo ritual todos los días le sobresalía enorme quiste del cuello, proyectó transportar un puño cerrado que amenazaba rasgarle la garganta. El grupo de feligreses muy excitado observaba aquellas sucesiones de patadas, dándole mucha importancia cuando sucedía el apareo, pero sabiendo de antemano, porque era evidente, cómo terminaría; quizá corriendo de culo y dadas las condiciones, germinó lo que craneó el burro demócrata. A los treinta segundos de otra vuelta de los burros, próximo a erguirse cobró un aspecto más lastimero el semblante huesudo del religioso. En aquel instante, seguidos al pie de las vocales ascendían en dúo los rebuznos. El sacerdote abarcado de impotencia estremeció la cabeza, lleno de ira bíblica apenas contuvo una maldición, de manera involuntaria sorbió con avidez el vino, cediendo a una manía adquirida en instantes de tensión, mantuvo el licor durante un par de segundos antes de tragarlo. Bebió más con el mismo movimiento robótico y luego meneó la cabeza porque, no podía correr, sólo podía ver, sólo podía tragar, sin la menor vacilación, gangrenado por el celibato jugó a tragarse los pecados. A pocos pasos de distancia, traspuesto al límite de su resistencia ecuménica filmó el energúmeno contraste de los cuadrúpedos frente al altar mayor. En simultánea, el órgano al compás de gregoriana tonada abracó el espacio, fluyó una salmodia ofrendada a los agonizantes. La burra resignada moderó la intensidad del galope, lanzó letales dentelladas al burro que apodaron los demócratas Culo de Lápiz, dada la estreches de sus ancas. La Ahuyamera desperdigó patadas sucesivas que chantó en la quijada del pretendiente, ni un segundo recabó tregua de ternura, hasta la saciedad prodigaban los rebuznos. A lo mejor, siempre fuera de tiempo y lugar, alertada por la suma urgencia del asunto, la policía apuntó sus revólveres debajo del pórtico de la catedral, un minuto nada más, convocados a través de megáfonos de la Asociación Protectoras de Animales bajaron las armas, por consiguiente, proporcionaron el certificado de copulación. Tres agentes que apretaban el kepis bajo el brazo exponían cabezas de balas, razonables en su buen juicio evitaron interrumpir el mandato divino, creced y multiplicaos, consigna celestial que rueda desde el génesis, la cual personalizamos en costumbre, cebados en la carne, estremecemos la irremediable reverencia al placer, al ritmo del universo surge el gen de conservar la especie. El burro sin invención ni fantasías conocedor de lides sexuales desencadenó el réquiem lujurioso, de la piel caía el sudor en gotas lustrosas que parecía aceite quemado, esparcía el olor acre que borraba el fino aroma de incienso, instalado en el ámbito de receptiva irrealidad, en esa avidez agropecuaria propia de los animales reactivó la munición cargada de lascivia, de un lado a otro, ante el asomo de cansancio de la fémina, revestido de resoplos ajustó el contacto, apelando al resto de energía que conservaba, posó las manos en las caderas de esquiva pollina; uno encima del otro, afianzado en una pose violenta, sosteniéndose apenas sobre sus cascos traseros ardía en el infierno libidinoso, tras desenfundar su métrico pene negro y duro, pistoneó un ademán hacia atrás, embriagado de líbido empujó para adelante. Dicha acción recibió un silencio expectante por lo que sucedería. Aquellos feligreses no tenían ni la remota idea que esto fuese así. Ambos rebuznaban, equidistante del confesionario encontró la precisión de un cirujano plástico e introdujo su falo en la vagina, cargada de genes la hembra acertó realizar un recular retráctil, hecho esto, el macho volvió a empujar hacia adelante con firmeza el pene; emitiendo ruidos de genitales en acción por todas partes, luego ruidos más fuertes y repetidos, empezó el saca y mete, el mete y saca sin el menor interés que no fuera satisfacer el instinto sexual. Casi un poco avergonzado de mí, recaído en la complacencia asentí el pecado de beber un trago de vino de consagrar, porque en mi cabeza daban vueltas múltiples dudas; descargas de dudas seguidas paralizaron mis extremidades. Por lo demás, lista la liberación extática del sexo, temblándoles las carnes la pareja copuló frente del sagrado altar. Igual que usted, supongo, rescató alguna interpretación exotérica de alcance metafísico. Más o menos al momento, rodeados de humo proveniente de incensarios en llamas al costado del sagrario, los santos desde lo alto contrajeron el pecho y fijaron su bondad a los animales sacrílegos. Y en una repentina reanimación de todo, todo presagiaba distancia, dentro el revés del tiempo galopante el instante onduló encogerse. En parte, aquel gravado hasta hoy no músculo descifrar. De pura coincidencia, lo juro, alejado de fatigas ajenas me limité a absorber tal retrato. El soplo ardiente de sus vidas cobró presencia en esos ásperos hechos que, revolvieron sentimientos encontrados; los cuales a su vez refuerza la sugestión del ciclo liberador sexual de cualquier especie para garantizar su descendencia. La cabeza me daba vueltas por todo lo que veía. En esa catedral, en ese minuto, frente al altar de piedras en el centro del presbiterio y más visible a los fieles, aglomerados los cortocircuitos del cerebro gravaron dichosa pareja en litúrgico apogeo de placer. En esas, la cera derretida del espermatozoide pringó el piso, detalló la genealogía de muchos herederos. A petición de todos los santos, el asno renovó silvestres bríos, a pesar de su eyaculación oceánica frotó el cuello contra el lomo de su compañera, reveló ejecutar algún tipo de caricia ritual, en contrastes simétricos, fuera de control de nuevo embistió y la coronó; acoplados en reducida flanja, la burra consciente de pesada carga que soportaba describió círculos estrechos, expandía mandíbulas anchas que dibujaban dos abrazaderas, los ojos bien abierto casi muertos. Apostaría que con ese gesto amortiguó la explosión eléctrica del orgasmo, rutina clara de secuencias inventariadas del apareamiento. Rodeados de una tensión subyacente, bosquejaron robots grises uno encima del otro, disfrutaban ese remanso de lascivia antes de retornar a labores de carga. Eso no es todo, los cascos resonaban en disonante descoordinación, casi al compás de insustituible música sacra en católico templo, a la par, ondulaba en el ambiente aquel olor acre a sudor agrio, copularon, sin detenerse para plegar obligatoria reverencia ante el santo sagrario que ejecutamos los creyentes. Sin tener elección, reventado de admiración el clérigo explayó la bendición al matrimonio consumado en saltos arrebatados. Enseguida, dándole un vuelco el corazón mezcló el cielo y el infierno y cayó desmayado. La bóveda del templo conservaba hasta ese suspiro la misma grandeza silenciosa y desangelada que todos podemos constatar a cualquier hora. Destruida la magia erótica, avanzó el tropel de cascos que por fin despertó a los feligreses. A partir de una autosugestión, referidos a conceptos más drásticos ardían en cólera, en grados diversos, licenciados para juzgar repicaron blasfemias, juramentos, alaridos. La sensación de indignación contribuyó a dividir a los testigos nupciales, unos a favor, otros en contra. Tarde que temprano, sordo a los clamores del auditorio me llené de arrojo, a pesar de estar en tierra ajena apelé a un agudo guapirrido e infringí estruendosa palmada en las ancas de Culo de Lápiz. Al dejar de ser un espectador pasivo del escándalo que, exigía la intervención de un espectador que adivinara las intenciones de estos asnos, con tal de restablecer el orden al interior de la catedral tuve que actuar. Lejos de analizar reparos morales, el burro respondiendo a una serie de músculos supernumerarios, desencadenó letales patadas que casi me alcanzan, por bregar a interrumpir la cosa más natural del universo: el fenómeno de la reproducción. Si estoy en lo cierto, desentoné con los mandatos divinos. El conjunto de observadores empezó a retroceder al ver que todo seguía lo mismo. Ligados el uno al otro, cuerpo e instintos, proyectó que la pareja de asnos estaba siendo atacada por los espíritus incontrolables de la lujuria. Al ser testigos de una intimidad que no nos pertenecía, metros más adelante, el semental temblequeó la nuca, donde acumulaba el vigor impetuoso de una locomotora, cuan entrecortado resoplaban sus pulmones. La maniobra anterior no bastó para disuadir el alborotamiento, así que, tomé aire y repetí la operación, esto indicó que los mamíferos acordaron repetir el apareamiento. No recuerdo cómo volqué de manera accidental un cirio encendido, demasiado fuerte resonó el metal en la laja del piso desnudo del altar. Al cabo de centésimas de segundos, gotas de cera incandescentes salpicaron las patas de blasfemos amantes. Puesto que mi presencia allí obedecía al deseo de ser protagonista más al de imponer el orden, contemplaba los semblantes que me miraban. Teniendo el mismo Dios, consecuencia de las quemaduras procedieron a separarse, el burro corcoveó y rebuznó muy intransigente, el cual no tenía malignidad, tan sólo una forma de protesta, untado por un rayo de luz que atravesaba el vitral enmohecido de la última cena. A través de la misma senda que guiaron sus cascos fueron directo a la pileta bautismal ubicada en el transepto norte, para saciar la sed. Al pie del pulpito principal la pareja merodeó el núcleo central de sus dominios, de milagro, en guardia el fuego de la pasión lo apaciguó el fuego del cirio sagrado. Yo en tal condición más calcinado de malicia supuse otra estampida, para interrumpirla sólo necesitaba acortar un poquito la distancia, en afán disuasivo no corrí ningún riesgo, si bien perdí el tiempo, tampoco salí corriendo y sujeté la oreja de Culo de Lápiz. Bastante ducho de manejar estos animales lo jalé a la izquierda, renuente a obedecer en simultánea advertí la aproximación de tres agentes que enlazaron a la burra. A su falta de pericia reiteraron el fulgor de astucia policiaca, manera oficial de afirmar la incompetencia, desprovistos de cortesía en autoritario tono militar gritaron: -¡Negro burrero! ¿Quién se cree usted para irrespetar la catedral de San Patricio? Esa pregunta que, la consideré la apertura de un expediente momentáneo, si la respondía, ya que no con una negativa absoluta, por lo menos con una negativa inquietud relativa, sería una prueba para todas las demás preguntas que seguían en sucesión cartesiana. Rebajado a tal condición, toda esa retahíla de insultos fue diluida al compás de tal ofensa. Por contrastes, no entendí por qué el universo conspiró para anular mi protagonismo, puesto que la fama es una sustancia volátil, además de un estado de excepción, sus emanaciones a veces terminan en arma de doble filo contra el sujeto destacado. Sin poder decir una obscenidad a causa de mi impresión, en el fondo, deseándolo o no, desvanecida por completo la escaramuza, el temor me absorbió eternos segundos, mirándonos frente a frente pensé cosas que deben ser digeridas por la mente. Los súperpolicías del Tío Sam que, parecieron ser disparados desde una catapulta renacentista, ya tenían elaborada la versión oficial de los hechos para la prensa. Quizá con razón, situada en el gran esquema de las clasificaciones sociológicas, debatiéndose consiga misma la vanidad empalaga a la ley. En fin, los policías, presuntuosos, merced a sólo sus criterios, achispados de autoridad exigieron a gritos tendidos devolver el asno democrático. A causa de suposiciones inconscientes, propenso a estas antipatías personales las frases emitidas contenían el don de anular la voluntad, en el acto, allanado de obediencia dudé eternos segundos en cumplir la exigencia. Más real de lo yo soy, varios sacristanes auxiliaron al patriarca que yacía desmayado, detrás de él residía la tentadora pedofilia. Ofrecido al réquiem póstumos de convulsiones, en un aspaviento lo introdujeron a la sacristía, donde abunda la hipocresía religiosa. Otros curiosos llegaron de modo paulatino a nuestro alrededor, estos clavaron las vistas sobre mí, tan cargadas de acusación que sentí el toque de un hierro al rojo vivo. Teniendo en cuenta que la contradicción es el primer principio de los chismosos, al avanzar un paso, nada más, resolví no echar a perder la estadía en New York. Modificadas las condiciones del incidente, de tal modo que, temí desafiar a la autoridad del Tío Sam. De nada serviría discutir, dado que el testimonio público ante el tribunal tampoco serviría de alegato. Así que, eché andar rumbo a la salida, al menos, destelló a través del tragaluz el últimos rayo solar del día. Más que una convalidación de la impotencia, encogí los hombros envuelto en fastidiosa rabia…inflada de orgullo dentro de mí. A esto que no tenían de qué darme las gracias, dos guardias montados en sobrios caballos árabes bloquearon la entrada. El efecto de una redada de humo el incienso les otorgó inmenso aspecto; en esta oportunidad carecía de opciones, tentado a mentarles la madre, montar a Culo de Lápiz, a todo galope partir sólo Dios sabía adónde. En aquel mismo instante, materializado en la mente el odio, cual genio enfurecido entregué el asno bien mansito a pesar de su agresividad sexual. Yo involucrado en esta película sin manosear el reconocimiento, esquivé calcular la cantidad de periodistas y camarógrafos que irrumpieron en tropel, tornaron a estrellarse entre sí, preparados a registrar la primicia mundial, tal vez, escucharon en diferente formato el sucedo burrero de boca de la autoridad que, desenvuelta sobre sí misma propugna la alternativa de la suposición. Pegados al anverso y al reverso de más de esta novela, omitidos cien detalles del suceso gané la avenida obstinado en dilatar mi frustración, a escasos metros, otros curiosos de ávida expectación conspiraban espulgar el episodio, tras lo cual, una nube pasajera integrada por miembros del Partido Demócrata allanó el recinto, dispuestos a atenuar el rigor de la vergüenza, todos vestían holgados conjuntos a rayas rojas, blancas y azules, parecían más bien enfundados en la bandera norteamericana. A todas luces, diezmados por la carrera recuperaron el emblemático animal, nombre que significa muchas cosas: Culo de Lápiz. El dirigente político Bill Clinton, sacó la bandera del Partido Demócrata, acariciándole el lomo puntuó frases de endulzantes chasquidos en la Lewinsky, perdón, en la lengua. -Chitooo burrito, sooo burrito, chitooo burrito... Dentro del futuro estadista habitaba una reputación que le garantizaría respeto, obediencia, poder y un elevado nivel de comodidad, cualquier cosa que le apeteciera, aparte de la oportunidad de experimentar una relación oral en la oficina oval de La Casa Blanca. En aquella vez, rodeado por un torbellino de porristas que encabezaba una becaria bastante parecida a Mónica Lewinsky, muy cerca de ella, sacudido por cierto ataque de risa picarona cubrió al burro remiso de ambiciones politiqueras que, cambió los aplausos de pomposa convención por una burra. Lyndon Johnson y Gerard Ford colocaron los moños rojiazules en su crin anciana, también los aperos. Éste asintió aire de reprobación y profirió rebuznos descomunales; causante de tantos daños parodió carcajadas sardónicas, legado de cinco largas vocales, imprimió en vidrios temblores espantosos, donde goterones de lluvias azotan con látigos de lágrimas. Transferida toda su indignación al entorno produjo la imagen del inútil, exorcizado del instinto lujurioso levantó adormecidos párpados, a punto de volver a perder el control enfocó la estatua de La libertad, erguida sobre el mar desafía la prueba del tiempo. Demacrado y con aire de no tener edad, mordiendo el freno amortiguó el alborotamiento. Bajo un cielo encapotado de nubes negras, bien apresurado hacia la continuación de la convención demócrata, el grupo de dirigentes palanqueado por estrategia compositiva, atravesó La quinta avenida rumbo al Madison Square Garden. La cofradía de políticos dibujó sobre el asfalto un bordado de sombras avasalladas y silenciosas, adheridas a una historia real que aconteció en pleno centro de Nueva York. Pasaron las décadas, algunos periodistas afirman ver a la burra salir del santuario el domingo de ramos acompañada de su pollino. En el extremo opuesto de un desdoblamiento de personalidad, sin apartar la vista de la multitud, envuelto en finos perfumes, regando bendiciones la cabalga William Paifoe, peinado y maquillado, cuya expresión delata un condenado a la crucifixión que ya intuye lo que sucede después de su ajusticiamiento. El actor interpreta el personaje de Jesucristo hacia el calvario paseándose en la concurrida avenida. Eso no está ni bien ni mal, estorbándole la mesura, unida a las tentaciones mundanas, atribuyen intensiones sagaces al pecado que reside allí, poseído de fe cristiana no atina apearse del asno y regatear el precio, de un par de zapatos floor-Shane para cambiar sus rusticas sandalias en una de esas elitistas boutiques de marcas. El saldo de esta contradicción que dejaría tal acontecimiento, plasmaría algo divertido, trágico, simbólico, satírico, originaría titulares destacados en la prensa sensacionalista mundial. -¡Jesucristo de compra en Manhattan! Las puertas de la catedral de San Patricio destiñen selladas para aclarar procreada ilusión, al cerrarlas expulsó una espiral de humo desde el interior. De verdad ¿cómo pudo pasar todo eso? Estaba tan perplejo que olvidé estar en New York. No, mejor dicho, en La quinta avenida de New York. Al fin, andando despacio cavilé cansado en paseante bulevar, lejos de tranquilizarme deposité en el pecho tremendo fuelle de respiración, suficiente para provocar tifones en pleno centro de la civilización consumista. Cuadro a cuadro, mentiras tras mentiras, o lo que sea, la curia permanece hermética al respecto, pese a que no quiere admitirlo, elude sensata aclaración referente al incidente, acogida en la ley del silencio oculta pringosa tempestad. Para resumir el misterio de la burrita palenquera, transeúntes aprecian descargar de un furgón toneladas de heno cada dos meses, antes de introducirlo a la basílica, justo al amanecer, hiriéndole la luz en sus ojos un sacristán de aspecto medieval inspecciona el rededor. Al no ver moros en la costa, emite la premura de almacenar el alimento de la burra auyamera. Vaya, vaya, vaya, coleccionista de carros antiguos, contrasta el anciano sacerdote, sale del garaje en un porche modelo 1966 enganchado al tumor del cuello. A su antojo acelera afondo para atravesar el congestionado puente de Brooklyn, rumbo quién sabe adónde. Más a causa de mi alteración recogí la cabeza calva de roído maniquí, sin molestar a Dios rodaba en trozos. Desde luego, tuve la impresión de alcanzarme a mí mismo, siendo una parodia de mi otro Yo, pidiéndole que hablara, exponía rostro serio con un resplandor de cal alrededor que de una u otra forma, infestada de los tenebrosos miedos de la mente, escondía la sonrisa dentro del acrílico. A pesar del muñeco que no tenía marca de fábrica, descascarado y desarraigado por siempre de lujosas vitrinas, daba tumbos en los escombros del desorden en que circuló el terror. Arriba, paseaban papelitos de regalos entre nubes para luego abatirse contra los rascacielos: retazos que evidencian la mezquindad de naturaleza humana, relaciona los escozores atribuidos a la vanidad; cobertor de sueños, frustraciones que, intercala el efecto apasionado del ego. A lo largo de cierto período, acrecentó la diferencia en la dialéctica de la creación. El vendaval de la comitiva me rodeó, a una cuadra de los hechos, dispuesta a que le contara los detalles de todo lo sucedido. El empresario permanecía al otro lado de la avenida, ya que odiaba la ropa pasada de moda, no alcanzó a comprar nada. Un tanto desconcertado refrescó el susto revisando los destrozos de lascivos burros. Yo a lo futbolista, después de mirar alrededor, asegurándome que nadie estuviera cerca, con el pretexto de reciclar los desechos me ahorré las molestias, tras vigorosa patada lancé el pedazo de muñeco a una caneca de basura, fuera quien fuera, fustigué despertarlo de cautivante rigidez, ni pensé en algún segundo en su dolor, mucho menos que años más adelante hacia lo mismo conmigo mismo. Al caer adentro produjo inesperado sonido macabro, reblandeció el lamento de un agonizante. El fuego de paja de la juventud brindó un sustituto espiritual, cortinaje ocasional tejidos por ilusiones atascadas, reservó a los contradictores una puerta desconocida, allí entré para fundir mis ilusiones con ilusiones de aguerridos boxeadores. Resultaba extraño, pensaba en noches de insomnios, el empresario que tanto me ayudaba, tenía que permanecer por siempre igual que el secreto de la fórmula de La Coca-Cola. Sólo podía aprender de su comportamiento y de su ejemplo. Y pasaron tres jornadas, a la salida del hotel, rodeados de todos los orgullos de la civilización, los pedazos del pavimento levantados parecían mostrar una tumba abierta, de su interior emanaba el vaho fétido de alcantarillas, seguía fruyendo y tropezando consigo mismo, lento e incesante. Acaso en cuestión de cuadras, atraídos por un objetico concreto: conmigo, con el verdadero yo, con éste yo, más rápido que nunca bendije la entrada del Madison Square Garden, pabellón deportivo multiusos que engendraba perezosas sombras sobre el piso, nivelaban un cielo azul enmudecido, allá, en el horizonte denso nubarrón grisáceo jugó a condensarse, abajo, ondeaba el sol de mediodía, proyectó una linterna encendida. Apenas empezaba a observar monumental edificación cuando, convertidas en un artículo de fe del hombre, tañían las campanas de la catedral de San Patricio encarceladas en el viento, recuerdo dieciséis campaneos, de repente, repicaron enloquecidas. Para evitar la ruina total de mis esperanzas conformó irónico poema en este contraste de sinsabores; sonidos que aumentó de manera continua el volumen, impulsado por el creciente viento. Yo en la danza del Getsemaní busqué la clave de enigmáticos campanazos, no obstante, interpreté cuan indolente resuena el destino que me conduciría a una terrible felicidad de connotaciones inimaginables. ¿Qué misterioso presentimiento? Más intrigado que otra cosa atascado en interrogantes reconocí la estructura de concreto, hierro, cristales, aquilató el hermetismo de la curiosidad del mundo deportivo, destinado al deleite del público configuró la caja de pandora que encierra el sacrificio, además, desentierra la luz de lo imposible, sólo suben al cuadrilátero grandes boxeadores del planeta, también, cuna de conciertos musicales de consagradas orquestas y cantantes, a la postre, parodia remunerativa y transitoria del reconocimiento. A través de laberintos de la miseria, permanecía reducido a esperar un golpe de suerte. El escenario, para dejar de ser pobre desplegó delante de mi la alfombra de un cadalso. A la caza del fantasma del campeonato tan esquivo para Colombia, eludí enterrar posibilidades al concebir los impulsos enraizados de entrar, luego, otra vez, dándole rienda suelta a la exagerada tención de meterme allí a la velocidad de un cometa, Ramiro Machado en cuyo cerebro refrigeró la ilusión de cuajar un campeón mundial, gallardo, sin apremio puso la mano en mi hombro, duro de carácter e insaciable de ambiciones me trasmitió un efecto de calma, apaciguó itinerante ligereza, lo cual a veces, constituye un desatino. Contrarrestada la urgencia sintió la necesidad de dejar escuchar la voz de su experiencia: -¡No cuenta para nada ir adelante si el individuo no sabe lo que busca! Y es que yo no quería dar crédito a esa voz ni reconocer en ella el grito de mi conciencia a causa de tanta terquedad. De vuelta a la primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, restaurado en la frase me pasó de una cazuela a otra. A las doce del día, la indiscutible máxima pintó que la ignorancia enseña una experiencia dolosa, colmada de lágrimas desconcierta en un abismo sin fondo. Mis ojos, todo pupilas, transformó a la mole de cemento en una esbelta amiga. Todos juntos, atizados por un espíritu despierto vimos el coliseo neoyorquino, dando él mismo la impresión de ser una caja de dudas. Listos para captar las huellas de grandes boxeadores, tapizados de paciencia dimos vuelta a la rotonda, eso sí, al revés y al derecho, en cada esquina detallamos columnas, ventanilla, y puertas. A través de un recorderis del apoderado, palpé lo imposible en una especie de inercia. Esta vez no dudé que la apariencia engañosa de algunos semblantes, sin ninguna gracia, obedientes a toda, a toda clase de taras mis compañeros extendían sobre el rostro un papel cubierto de signos, idénticos a caballos asustados retrocedieron frente los escalones, y en el tiempo que no es tiempo en temeraria osadía traspasamos el alucinante umbral del escenario deportivo. Estructura perfecta encierra el magnetismo de triunfos y derrotas, el lugar tironeó un aroma que encantó a mi alma, jamás logré deducir por qué me sorprendió tanto. Años más adelante disputé una pelea por título mundial ante Miguel Montilla, oriundo de República Dominicana. En tan inmenso coliseo subí más allá de la tierra, de las nubes parpadeé, bueno, en esa oportunidad, efecto de vívidos colores de la estructura repleta de graderías. A medida que el grupo avanzaba, pisamos pilas de residuos de la convención demócrata. A la derecha pendía en la salida de emergencia la fotografía de George McGovem, candidato que ungió los delegados de esa colectividad, poseídos de poder político, disque representan el estandarte de la democracia. Una voz trapeada sacudió la calma del ambiente, pertenecía a un empleado de mejillas caídas y barbas descuidadas, apoyado en desflecada escoba que adoptó de báculo de su vejez, para inspirar algo de respeto tosió, añadiendo una feroz mirada escupió la plazoleta central. Sin una buena causa asistido de su propósito avanzó, bajo el peso de sus años mostró todos los dientes, lleno de intrigas no emitía ninguna palabra, quien cansado de barrer reacomodó gruesos anteojos. El taxista que servía de guía, abierto a las conjeturas del boxeo intercedió asociándonos al deporte. El anciano amontonado en sus zapatos drenó quietud mineral, de forma imprevista giró en redondo y nos quedó mirando. A fin de no despertar ninguna clase de confianza, oculto bajo un manto de senilidad mantuvo prudente distancia. El tiempo por transcurrir podía ser brevísimo, el cual aproveché al máximo, desplegado el radar provinciano admiré la concavidad del óvalo decorado, no buscaba respuestas, sólo amontoné palabras que me sirvieron de antídoto contra la curiosidad. A buen análisis, mediante riguroso inventario evoqué cantantes, memorables partidos de baloncesto de la NBA, en especial, la disputa de campeonatos mundiales de boxeo. Debido a una especie de embotado asombro respiraba en su corazón, llegué a la conclusión inesperada, convenía acomodar el calendario y las oportunidades. Sustituida la divagación pulsé el interruptor de conquistar el mundo, qué misión tan difícil. A costa del riesgo, encajé ese reto al superar duros combates, conectado al tema en cuestión, llevaría mis centellazos a lejanos países, exigido, convencido de que escalaría la cumbre. El estado de agitación mermó, acompasado de hondas pulsaciones. Y por precaución el barrendero señaló la puerta de salida, así no más, repitió el tic de rotar en redondo. Ahí, en el macrocosmos deportivo de unos destinos cruzados por el interés individual, echándole miradas obedecimos muy conmovidos. El manager colocó su enorme portafolio bajo el brazo a la altura del pecho y nada lo detuvo hasta traspasar la puerta; alejándonos de la meca del boxeo mundial, los escalones de la entrada brillaban recién lavados, a sólo unos pasos de allí, un jardinero podaba dalias de frondoso jardín, en algunos sitios saltamos charcos de agua. El gestor deportivo mojó sus finos mocasines marrones, despeñado en sus peros y moviéndose extrajo del maletín la agenda ejecutiva. Más autoritario y más exigente revisó varias notas, en simultánea, apasionado de la puntualidad adecuó el pulso de su sangre. Finalizado los síntomas de esa euforia organizativa, desacostumbrado a las confidencias insinuó la posibilidad de portar interesante noticia a la mañana siguiente. Por derivación de inevitable advertencia, aquellas palabras aglutinaron una reacción demasiado excesiva. Ante una situación tan desconocida, sentí temblar el planeta bajo mis pies y cerré unos segundos las pestañas: entre sí, distintos motivos excitó el optimismo del grupo. Machado en lugar de mandarnos de paseo a Disney Word a saludar al ratón Mickey, expidió la premisa de partir hacia la posada. Ya el alba perfilaba tenue claridad en enormes rascacielos que inundan el puro inmundo centro de Manhattan, el paisaje anquilosa la reducción del universo, moles de cemento manchadas de gamas opacas pasaban entre desgarrones de nubes cobrizas contaminadas. El itinerario indicó que la peregrinación llegó a su final, atravesando el vestíbulo de improviso asomó las narices Ramiro, anegado de nostalgia y excedido de silencio anunció el retorno. En fin, pensé en el regreso con muy pocas ganas. Entre varias recaídas cultivamos una amistad franca, del timbo al tambo acogí parte de talladoras recomendaciones. A partir de ellas en algunas ocasiones aminoré el ritmo del desenfreno. Al igual que mis compañeros especulé en qué consistiría la sorpresa postergada. A eso de las ocho de la mañana, doblada la página mental desterré la conjetura y me dediqué a contemplar la ciudad sin héroes de papel, reunión de cualidades súper poderosas, defienden a la humanidad acosada por alienígenas de remotas galaxias. El apoderado efectuó ininterrumpidas llamadas a prestantes empresarios deportivos; sentados en el estrado de la espera terció encontrar rivales para su cuerda de boxeadores, detrás de amplio escritorio tomó ocasionales notas en su agenda, cuando, agotado el tiempo y el dinero, amenazó congelarse la ilusión de un campeón. Y para colmo de tanto monopolio, responsable de dirigir el grupo activó influencias claves en el deporte de las orejas de coliflor. A juzgar por el impulso de una impaciencia nerviosas, y, atenido a la fe católica mantuve las esperanzas de que tarde o temprano tañaría la campana del combate anhelado, en esa época, aparecía renqueado por la Asociación Mundial de Boxeo, al fin, mordía la posibilidad de disputar el título mundial, llena de sorpresas, constituiría un cambio de la pobreza al paraíso, consecuencias, referido a la tragedia de tenerlo y la tragedia de no tenerlo padezco el síndrome pambelero de ser mejor rico que pobre. A la mañana siguiente, fustigados por la iliquidez ocupamos el avión, Quechua viajó a México, encomendado a la tarea de descubrir nuevos prospectos boxísticos. Ni tímido ni indiferente, dadas las circunstancias pesqué la suerte de ocupar asiento al lado del benefactor, a la zaga de mi guía sin escuchar buenas noticias. Al impulso de la brisa exterior, raudo el cielo oscuro corría a través de las ventanillas del Jumbo 747, revolvía sus colores y sus formas. En lo personal, emparedado de intriga quería sonsacarle el secreto inyectándole mi entusiasmo con más vigor que inteligencia. Él adherido a la unidad de un objetico en común, encabezó el destino colectivo del grupo, acaudalado de paciencia su buen humor llamó la atención, anticipándose torpedeó. -Pronto tendrás trascendental pelea, desconozco el nombre del rival; si ganas obtendrás el derecho a desafiar a Nicolino Loche, campeón mundial,-explicó con sombría calma, continuó-. Tú enchufado en un arco iris saturado de colores, vuelas, vuelas, vuelas...y estallas...en la gloria. -¡Sí! ¡Sí! jefe-le contesté arrebatado, viendo en su semblante que la avaricia y la codicia reñían una cruda batalla en su espíritu. A mis labios acudieron palabras de gratitud a tropel mientras yo percibía oleadas de emociones, cuyas exigencias empequeñecieron todo los demás. Durante una eternidad desagüé que faltaba mucha agua por tragar. Y al abrigo de la cabina aérea, preservado en la locura y el individualismo temblaba ahogado en la excitación, al llevar a cabo el proyecto en la mente antes de que el destino conllevara a realizarlo, humm, humm, no sabía qué hacer, besarlo, abrasarlo, saltar por el pasillo. Afuera, el universo reunía su energía en relámpagos sobre tapetes de nubes negras. Y que, muy a mi estilo, transferido a la cordura renuncié a todas las anteriores. Sin conocer el nombre del próximo contrincante, me iba a mantener inquieto y confuso el resto del trayecto. Ramiro de forma más bien paternal estrechó mis manos, saturado en bocanadas de loción francesa, resignado aprendí a sopórtalas; sintiendo en su interior una satisfacción personal describió, las influencias que movió para concretar grandiosa oportunidad, cara a cara, exigió no arrojar al cesto de la basura singular ocasión de abolir la pobreza, continuó, en relación con el campeonato doblar el folio de la miseria, disfrutar el reconocimiento, la fama y comodidades que brinda el dinero. No cabe duda, de él me sorprendía la veneración a la riqueza, pregonó hasta el cansancio que cruza en un errante misterio. Yo empresario de mi pobreza en forma competente, almorzaba lejos de ese mantel optimistas, dentro del radio de observación del futuro dicha fortuna la veía distante de alcanzarla. En plenitud de mi juventud, recogido en trapos baratos invoqué la dimensión estrafalaria de la miseria en la cual subsistía, en circunstancias que nadie imaginaría jamás. A lo largo del viaje comprendí que, desbordadas las fuerza de la penuria el cebo sonó tentador para no permitir que escapara. Ahora que lo pienso, temiéndole a la ascensión sudé muy asustado frente al cuero del tigre, provisto de malicia eché al congelador tal evento hasta que el anuncio sumara materializado, enseguida sí creería en milagros. Más que un punto de referencia removí el rotundo fracaso del compadre Bernardo Caraballo, a nadie le interesa si cuesta abajo enterró su porvenir. Y, sí el fracaso significa algo, es una corroboración para apoyar bien el pie frente al próximo paso a dar. El de notar de estar tan cerca al simple abracadabra que, salpicado por el temor al desastre personal, fundamentado en sucesos reales, generé un sueño mediante el sacrificio de inobjetable preparación, así, apreté la audacia del destino, también esmerilé conjeturas de tangibles adversidades. El interlocutor reclinó el espaldar del asiento, de inmediato entrelazó las manos sobre la barriga, próximo a ingresar al reino de Morfeo sus vidriosos ojos hibernaron cerrados, plegadas facciones develaban expresión de pensamiento profundo. A esa hora, abastecido de ambiciones económicas no abdicó a la ductilidad del soñador, si, fue curioso, replegado en él mismo evitó aferrarse a los brazos del sillón tapizado, estampó la indiferencia de un soñador solemne, emanaba algo sano y poderoso, por obra y gracia del espíritu santo apagó el temor a volar. A toda costa, empollaba la gallinita de los huevos de oro en sus formas posibles, propulsor de riquezas que conserva, en ocasiones precisas tenía la capacidad de sugerir e inventar una realidad superior a nuestras necesidades, a la que podíamos ver convirtiéndola en punto de referencia. A diferencia de otras personas, no esbozó otra evidencia que la de un individuo altivo para combustionar el papel de un ganador. Así son las cosas, quién sabe qué pudo suceder si permanezco en Cartagena, ya que por mi lado, todo era contradictorio, si, también veía un panorama bien desquiciado. Y al dejar de tanto pensar me dejé llevar por la prudencia, consideré importante no interrumpir su desdoblamiento. A esa edad, en esas condiciones, desvanecido en suspiros baldíos mi propósito sólo lo reduje en ayudar a la familia. En vano le escudriñaba el cerebro tratando de ver que planeaba, sellada la hemorragia de reflexiones llegó el cansancio. La tripulación operó la cobertura establecida para tal trayecto, bostezando a ratos la azafata de maliciosas pupilas, sombreadas por largas pestañas empujaba el carrito atestado de licor, ¡porque diablos!, envenenado por la manzana del amor estuve a un suspiro de abordarla. De milagro renovó el carreteo propulsada por la mano de Dios en dirección contraria, al margen de cualquier galantería un turista italiano requirió la bebida. Esa vez, acorralado por el coraje de la incertidumbre soslayé el peligro, de pura voluntad, renuncié a la posición desventajosa de competir contra un rival inmortal, el alcohol, sin flaquear recordé los sinsabores relatados. En dicho ambiente caramboleaban frases en inglés, ensambladas de reminiscencias filtraron alusiones lejanas. A los pocos segundos, preparado en idéntica posición del empresario caí a las fauces oscuras del sueño, expansión relajada en la oscuridad que divide el alma eterna. Quizá las obras de una vida anterior devolvían al espíritu a la orilla de la inconsciencia, y el miedo a la realidad personal. Al caer la tranquilidad en dicho recinto desarrollé un sueño profundo, estampé la mansedumbre de un angelito dormido que interrumpió las palabras de Machado, preñado de prisa alertó que cronometramos próximos a aterrizar. Mas tan pronto escuché su voz, para trasmitir cierto letargo prolongué un gimiente esfuerzo, al mismo tiempo espernanqué los párpados, novedad interesante que espantó el sueño. Esa fue la parte que nunca me gustó, dejar de viajar. Más intrigado que antes, muy despacio evacué la aeronave. El grupo tomó la escalera y al descender cristalizamos el regreso. El manager, a través de pasillos respondía preguntas a los periodistas, a la vez daba instrucciones precisas a la comitiva, de ir directo a la pensión de doña Bruna. En resumidas frases improvisó una reunión pasado el meridiano, para no fiarse de suposiciones gratuitas la convocó en el gimnasio. Excedido de tono exigió a Arturo Cochero llevarlo a su apartamento, de inmediato conducirme hasta la residencia. Después de dieciséis meses de partir hacia México y Los Estados Unidos, desde el pie del cerro avisté la casa sin líneas entre la bruma que caía en pliegues, representante legal de la invasión el conjunto estaba invariable, estático el reflejo de la pobreza permanecía allí. Dando por seguro que llegaría, digamos que son unas diez cuadras en ascenso, sumado varios callejones. Aparte de los atracadores que en ellos pululaban…ese lugar rebosaba de inseguridad, de temor, de modo de huir de lo común y de lo corriente. No viendo ningún avance del sector inicié la trepada, pisando el mismo barro, más o menos, más bien más que menos, deteniéndome en cada esquina me dirigía a una presencia visible apuntalada en el abismo de la loma, transcurría la madrugada y llovía a raudales. El ruido sobre los tejados difería miles de tonos. De puro milagro sorteados tantos obstáculos, atado a una ilusión escalé la cuesta resbalosa. A escasa distancia del camino ladraban los perros, parecían repetirse por los ecos de la noche, estuve a pique de darles garrotazos. A mitad de la meta, expuesto a este peligro regué oprobios por la entereza cristiana de llegar. El piso estaba resbaloso, referido a tierra soporté fuertes caídas, tan igual a mi sombra que recrudecía la impotencia de la penuria, esto sucedía bajo la realidad de las sombras. Y yo el protagonista, precedido de causas removía el barro de mis zapatos viejos que nunca dejaron de crujir. Indudable, recaído en aquel abatimiento refresqué el colapso de la pobreza, hacía palpable las huellas de la necesidad. Sin preocuparme de tantos atracadores tomé aire en un andén rodeado de neblinas molestas. No ocurría nada. Bueno eso es un decir. En realidad, percibí la sensación de llegar al lugar del mundo más vinculado a mis sentimientos, mis hijos, mi esposa. Dicho esto, al paso de esas adversidades alegué que no compré un simple detalle a los niños, tenía suficientes motivos para añadir esta preocupación, aislado del placer de regalar. No sé si por la perspectiva de calmar el hambre, un gato parduzco olfateó la trajinada maleta, conducido al objeto húmedo ondulaba la cola, costilludo y ronroneante repetía los vestigios reales de la escasez. No menos absolutos que la verdad, ellos buscarían entusiasmados en el equipaje qué les traje de La quinta avenida de New York -que decepción- ni siquiera un dulce. Me sentí vencido, ruin, un miserable, sin voluntad para nada procedí a reanudar el recorrido. Sobre los regalos a esas horas, cosa que, de todos modos, ya era imposible resolver, así el asunto, removí al menos la esperanza de besarlos, abrazar a Carlina, mujer capaz de sacrificar todo por mí. Aquí en apelación a la sentencia mezquina de la pobreza, previó de ingresar a la morada debía excavar la excusa perfecta para justificar la carencia de suvenires, pintando una promesa azul evitaría cualquier alusión del viaje. La negrura de la noche exponía una similitud a la del olvido, mierda, qué tremendo olvido. Ya que ni el millonario más optimista escapa a la tristeza, angustia, locura, tampoco el desconcierto que es el pan diario del hombre, enfrentado a esos pretextos introduje la llave, ahí entré; en las tinieblas dormía abrazada a los niños en la cama nupcial, derretidos en la nieve del sueño, acorchados de larga ausencia no tenían idea de mi regreso, por inercia, avivada mi impaciencia procuré no hacer ningún ruido, las descoloridas cortinas que dividían el dormitorio de la sala colgaban recogidas, apenas solté la maleta explayé sentimientos admirables. Una repentina inspiración me hizo parar en seco. Y a fin de sentir el alivio de una intermediación agitada, besé los gordozuelos piececitos a cada hijo, uno de mis placeres más significativos de la vida, mascullándoles palabras cariñosas, hábito que desperdicié desde meses atrás. Algo es tan imposible casi siempre, amontoné en el corazón mil emociones para no despertarlos, en esas, contra el espíritu de Morfeo regué un suspiro sobre el aliento de Carlina. Al sentirme en su aliento allí escuchó mi voz, menos lejana, entredormida viró su cabellera y pestañó levantando la cabeza, gesto que obligó taparle la boca. A la misma visión sorpresiva del acto articuló palabras a través de sus labios cerrados; tras ese último acto brotó un corto silencio, atribuyéndole la inesperada revelación a un sueño reconoció la fortaleza de mi mano derecha, el olor inconfundible de mi piel. Minada su resistencia posé mi vida sobre su boca, apagado el estruendo de la sorpresa esa caricia fluyó tentadora. En esa madrugada, infiltrado, atrapado en la jaula de la lujuria, desempaqué del pantalón el derroche del regalo carnal, desatado el deseo de nada sirvió pronunciada excitación. Paralelo al crujir de la cama, atrajimos la atención de los bellos durmientes. Para ser preciso, inoportuna la metástasis sanguínea madrugó a infectarlos de energía, más bien dicho, desorientados despertaron infantil regocijo, ninguno de ellos estaba para pensar y menos suponer la carencia de presentes. Debajo de un estímulo que les decía que los amaba, enloquecidos de alegría hacían tirabuzones, volteretas, gozando una felicidad sin transfiguración, rodaban de aquí para allá, de allá para acá, besos, abrazos, de tanto peso de nuevo mullía el camastro. El recuerdo de aquella escena en horas de soledad todavía surge con su imponente realidad. A mi pesar, inmiscuidos en mis brazos los evidencié más grandes, crecieron desmontados de mis costumbres, sonreían desdentados y aprensivos no bregué sepáralos. Todo lo contrario me aferré más a ellos. Sí, claro, asediados por el perfume invernal de octubre, dándole el maquillaje transitorio al reencuentro llegaron sucesiones de campanadas de iglesias distantes. Sea cual fuere el motivo interrumpió el jolgorio José Luis, el hijo mayor reclamó alimento, hambriento chiquillo precioso, cebado de cariño no ajusté destrozarle el corazón acorde a la ausencia de regalos. Carlina lo cargó cubriéndose un seno desnudo con el camisón desgarrado, procuró disimular el enfado y volteó a la cocina. Y muy disgustada, hasta brava, diría yo, sensible a un instinto de proteger preparó aguachento biberón de diez onzas, llena de hostilidad, hablando hasta por los codos alimentó al infante. Dada a seguir la vertiginosa fluidez de los sentimientos, a través de sarcástica sonrisita otorgó escasa tregua, cada vez más intensa, alumbrados por una bombillo fijo a la pared, difundía su indecisa luz a través de bullicioso ambiente. Acaso para incomodarme, a vuelo de palomas preguntó qué les traje de recuerdo, a punto de huir, hecha en mil pedazos el alma deseché mencionar algunas aquilladas -nada- respondí. Eso sí, ni jactancioso ni fabulador aclaré, traía algo mejor que cualquier baratija; cabía suponer que le agradaría tal logro, a millas de todo poder de convicción procedí a contar la buena nueva, mirando un cuadro de san Basilio de Palenque que pareció observarme también. Ella a fuerza de penosos términos mencionó la penuria del presente, dejó sólo en pie el problema moral con que batallaba mi consciencia, alejada de mi regocijo no comprendió la magnitud del asunto. Pensando en el bien de los dos y de los niños, revelada contra mí suerte insistió en aliviar tantas necesidades del hogar. Esto es bastante triste, separada de la estufa esbozó apabullantes argumentos de pobreza que temía oír, para engendrar un mejor bienestar sugirió emplearme de portero o de vigilante nocturno. De pie, aferrada a trapos viejos señaló la habitación, sentada en la palabra de un pobre pescador, resumió que, todo iba de mal en peor. Dueña de una rigidez a toda prueba estiró un paréntesis de calma al preparar el tinto. Yo oía el tropel de la sangre en las venas. Ella con el rabillo del ojo requisó el entorno mezclando la picardía y la rabia, clásica actitud de una esposa enojada. Pese de que me negaba a escuchar, asomándose al comedor derramó los obstáculos sorteados durante mi ausencia. Ofensas tras ofensas, tallada en dos expresiones no cesó también de suministrar indirectas. Y vino lo que temía, crispada en gestos de tempestad me puso de patitas en la calle. A juego con mi estado de ánimo circuló su voz sorda e inquieta. -¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate! Justo antes de amanecer repitió tanto esa palabra que su significado voló a la Patagonia. Yo al ser el Alfa y Omega de los problemas, además, enviado al precipito del destierro, introdujo tremenda cuña en justificado alegato. De regreso a la cocina, apretando los dientes rompió el dique de sus lágrimas, muchas, muchísimas lágrimas, sin afanes ni ociosidad movía temblorosa la cabeza. En aquel teatro del hogar, guardé silencio bordado de ceniciento, viendo una inmensa ventana en el porvenir no quería recordarle mi presencia, bueno, ahora ya ni eso. Ella, por su parte, tenía una idolatría enfermiza, de la que nunca existirá ejemplo; algo de afecto maternal, una especie de culto protector, no sé qué veneración sin sumisión, me alababa y me humillaba a un tiempo mismo. La negra me reñía, me acariciaba, me amenazaba, estaba orgullosa de mi, tenía celos de mi ausencia, a veces hacíame referirle mis menores pensamientos, consideraba suyos mis proyectos personales, gozaba con mis triunfos, lloraba por mis derrotas, aplaudía mis acciones, a pesar que para otros les parecían censurables, y creo era capaz de poner manos en fuego, antes de conceder de que soy un mortal sujeto a error y susceptible a derrotas. En fin, para decirlo de una vez, por encarnar una pasión insatisfecha que iba a cualquier lado aproveché algunas viejas mañas, creadas a voluntad, especulé que el disgusto quedaría pulverizado al abrazarla, ¿qué demonios quería demostrar?, sin distinguir nada entre tantas marrullas, perfilé el colapso de enanismo parado bajo la sombra de una moneda pequeña. Es más, en muchas ocasiones me extirpé el corazón en la mano afirmando que la amaba, esto sucedió las veces que discutíamos. Ahí, llevando en mis venas su espíritu acogí el miedo de perderla, sea cual fuere su reacción, la abracé por la espalda en cortejo amoroso. Resuelto a morir de amor jurándole numerosas promesas, de par en par abierta la puerta del arrebato mordisqué el cuello, encarné un vampiro ardiente ávido de sexo. La mujer convertida en una abeja reina en esta clase de insinuación vertía el café. Al tiempo que yo pasaba una mano por la cadera el aroma rozó el olfato deshaciéndose en el aire. Entre el tenso silencio que imperaba en la sala por fin le apeteció corresponderme; después de atravesar el valle de lágrimas, magnetizada de cariño activó progresiva simpatía. Para completar, descifrados los mensajes lascivos implantó un codazo suave sobre mi estómago, refiriéndose a la presencia de los niños. En el intervalo menos indicado, afanada en desterrar mis demonios alborotados descargó el infante, para manifestar la fidelidad fanática de Penélope, el abanico de sus dedos acariciaron las mejillas ofreciéndome lozanos labios, subestimada la insistencia metió los dedos en mi boca y agregó pícara sonrisa, mordiéndose el labio inferior pareció sucumbir a mi sagacidad, así sucedían las cosas, mirándonos a los ojos alquiló cara de aprobación. ¿Un goteo de adrenalina? Por supuesto, precedido de fuerte dolor el líbido encontró fogoso cauce, insinuaciones que deslizaron en secretos. Impuesta la sentencia que usted deseé, obligada a aportar kilos de moral, dándole un vuelco al coqueteo postergó la copulación para otra ocasión. De modo que, en sentido sensual, su vientre plano trianguló encendido y anhelante. Asociado a dicha promesa crecía la clara estrella del sol, venía a sus dominios en busca de entradas y salidas misteriosas, éstas ahora estaban ofrecidas en el preciso lindero del día. Menos mal, reinsertado en la calma encogí los hombros, puesto que el cuerpo a veces toma sus propias decisiones, apaciguado el latido de mi corazón brincaba alojado en los testículos. Y al final, recostado en una mecedora bebí la infusión, cualquiera que fueran mis deseos y debilidades en la imaginación metabolicé lo que ocurriría en ese instante de intimidad. Cuál asfixiante rutina la acuné en otra alevosa adicción, el sexo desbocado. Impresiones directa de recalentados humanos, por lo menos es la pasión. De ahí que, devorado por el cansancio y el erotismo el sueño me cerró los párpados. No creo que fuese por jugar al gato y el ratón, en secuencia de ataque, giraba bastante avanzado el sol de las tinieblas. A cuenta de una posible buena noticia, invadí el gimnasio pasado el meridiano, el promotor deportivo citando detalles explicaba el santoral boxístico, ya que en el boxeo no existe la piedad. Abocado al eterno ritmo de trabajo apartó la vista invitándome a participar de la reunión, con el propósito de dar a todo un sentido exacto, describió a Tabaquito Sáenz el plan de entrenamiento para preparar el combate anunciado. Al no estar permitidas las contemplaciones, endurecido por la obstinación exigió la colaboración que yo requiriera. Y, junto a mí, acosado de sus consejos imploró suspender el alcohol, el cual generaría las cadenas que hoy arrastro, también mandó a Trapecio Díaz que le trajera un vaso de agua. El manager erigido en profeta de mi éxito escaramuzó un silencio inusitado, tentado a salvarme de las aguas de la miseria y del infortunio adecuó el abrevadero del triunfo e insistió. -¡Vale más morir con los guantes puestos que, vivir en la ignominia del fracaso, lo atestiguan peleas arregladas! Y por mucho que me irritase tantos consejos, una vez más, abierto el tubo de comunicación ratificó que la pelea sería en sesenta días. Esto implicaría disciplina, sacrificio, suprema castidad, expulsar el miedo de los puños enmohecidos debido a la aventura norteamericana, tiempo en que maltrataba mi cuerpo sin sufrir, convencido de alojar en mi alma un dios, idea demente creada por mi propia divinidad. Y a falta de disciplina, ajustado a unas normas convenidas de tiempo atrás, terminaron convertidas en reglas inquebrantables de cumplir, siendo impregnado por el positivismo más optimista. Hacia el siguiente paso, todo computó dirigido a evitar la pesadilla de la derrota, más que un propósito, eludir el abismo de la frustración. Yo, al descender el nivel de adrenalina, conocedor de la reputación de tacaño del empresario, luego de beber el agua me figuró tocarle el bolsillo. Al encender un tabaco abordé a Machado, amigo de aireadas discusiones y dificultades. En el término de la distancia, revestido de mansa paloma solicité un préstamo, esto no hacía sino desanimarme más, advertido de tal escasez lanzó una bocanada de humo azul, de hecho, capaz de oponerse a sus propias decisiones, obtuvo de sí mismo la autorización de conceder el dinero. Al cabo de un rato, apenas terminó el entrenamiento pisé el centro de Caracas. A toda prisa compré unas cuantas baratijas que a los míos llenaría de felicidad, no obstante, expulsé el estrépito de regocijo a la salida de surtidas cacharrerías, dictado más por el nerviosismo que por la abundancia. A estas alturas del siglo veo claro que la luz del día que conoce todo lo referente a la vanidad, también observó que yo, en creciente intensidad pisé los restos del narciso. En parte por la necesidad urgente de ganar, y en parte también por salir de la miseria, aposté todo a esa posibilidad y admití que esto no recreaba un juego. El caso es que, en acuartelamiento de primer grado asumí el compromiso sin omitir detalles. A medida que pasaron los entrenamientos aumentaba la ferocidad, Tabaquito aportó su talento que incidió en determinante pelea. Dentro o fuera del cuerpo, suturada la indisciplina esquivé la rumba, apartado de esa anticuada farsa apetecí extinguir la pobreza. Más oyendo que viendo acaté sugerencias de reconocidos boxeadores patriotas. Para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más, resultó imposible monopolizar todos los sentimientos, a la larga, propietario de un ego introspectivo acumulé ajenas experiencias. En una lenta expulsión de la inseguridad, agolpé una responsabilidad que autenticó aplastarme, apenas obtuve el excelente estado físico, aligeré tal peso al explotar las ovaciones, extinguido el fogueo contra el sparring Luis Zúñiga, colombiano, radicado en Caracas. A prueba de odios, dominado el efluvio pesimista de varios cronistas deportivos, de alguna manera, incitaron a conquistar el objeto perseguido, el campeonato mundial. Entregada mi inteligencia al boxeo e incineradas las hojas del almanaque llegó la hora crucial. A promocionada velada boxística concurrieron incontables aficionados que iban y venían, bajo la luz mortecina del coliseo revoleteaban millones de insectos. En cuanto a los locutores, rosaban sus labios el micrófono, exonerados del optimismo polemizaban sobre el futuro de mi carrera boxística. Muchas de esas conclusiones fueron extraídas de hipótesis injustas, arrastrado a la verdad –deduje-, solo jamás cristalizaría el propósito de esta ilusión. Nunca antes, controladas las dificultades de todo orden preparaba instaurar una vida digna para la familia. Igual que muchos otros, destinado a grandes cosas prometí que así sucedería. Llevado por el impulso de una corazonada subí de un salto al ring, tenidas en cuentas algunas críticas deportivas, quería refutar con mis trompadas los apuntes periodísticos y poner mis puños en un lugar visible sobre el estante boxístico: ellos describían mi lentitud en la lona, traspasando los límites de la agresión, hiriéndome con mayor crueldad al afirmar que, carecía de agallas para llegar a la cumbre, sin porvenir en las narices chatas, a la espera de una tumba ignorada. Dadas las circunstancias, precedido de profesionalismo desguarnecí terroristas conjeturaras mal intencionadas. Añado, transcurrido cada combate, por su cuenta quedaron embaucados ellos mismos, bebieron de su propio vómito, léalo así. Y ahora llegamos a lo mejor. Lejos de imaginarlo, el público concurriría al nacimiento de una estrella. A menos de treinta metros, exorbitante o desmedido el rival retorcía el cuello, preso de un torbellino de violentas emociones. Yo libre de complejos vigilé el arribo del contrincante. Dentro de ese instante no tardamos en confirmar la convicción de que la experiencia mutua jugaba a reflejarse en la del otro, de que sea lo que sea lo que uno pensaba el contendor lo adivinaba. Así de explícita resultaba mi imaginación y agarrado a las cuerda subió el rival, Julio El Guacharaco Viera. Afín a una víbora erguida torcía el gesto, mientras andaba quiso sobrepasarme en altura. Cinco o seis segundos, esmerado en lucirla arrió impecable bata roja acomodándosela, pintó el clásico pugilista desmedido de seguridad. En nuestra esquina, cambiando impresiones en voz baja ajustamos ciertos detalles, esquivar en lo posible su estilo de fajador neto. En la incolora capa de aire, trayendo consigo sus diversas pasiones, azotadas por el badajo sonó la campana. Resulta preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, indecisa entre el susto y la expectativa, la frustración acechó peligrosa en ambas esquinas. Tan pronto escuchó el gong, el entrenador salido de la ropa me recomendó prudencia. En primera fila, revuelto por la ambición el manager enmarcó el arte de esperar. Una y otra vez, moró en el ambiente una sensación de ruleta rusa. De nuevo, revivido de manera momentánea por una ilusión, la cólera allanó al contendor que propuso un semblante fiero. Yo asaltado por una sensación de mal augurio proyectado hacia adelante, acometí potentes golpes a su defensa impenetrable que no cedía. Por el instante debía contentarme que le pegaba a la muralla china, pendiente de inquietante contendor me convencí que martillaron inútiles. Sin el menor de rastro de flaqueza, enconado y revestido de coraje pasaron los asaltos y visé patente del entrenador para desarrollar la estrategia a mi antojo, esencia simple de un hombre en busca de su gloria. Señor lector no lo dude, danzaba dentro del cuadrilátero, símil a un entrechocar de bolas de billar, infringí rectos de derecha e izquierda y retrocedía, curvos de derecha e izquierda en sucesiones, enseñé el ímpetu de infalible boxeador alegado del montón, quizás insuperable, dado a las más atrevidas piruetas me mostré ágil, de un lado a otro, entremezclamos nuestros alientos en los intercambios de golpes cuerpo a cuerpo. A la vez, la mente de Guacharaco giraba que veía fantasmas revoletear sobre las paredes. Era la clase de boxeador que me gustaba encarar, al verlo en ese estado. Desde el punto de vista deportivo, práctico y positivista encarné un espíritu diestro en sus exigencias, iluminado por la imperiosa urgencia de ganar, medio loco de alegría, en mi interior fustigué una bestia sedienta de aplausos. Hacía una noche calidad donde explotaba la fanaticada emocionada cada vez que asestaba contundente jab. Crea o no lo crea, adopté la postura de un coloso, Guacharaco no quería estar rezagado, y éste, en instantes, disparó en sus ripostas piedras mortíferas, a través del aire sus golpes emitían revoloteos de alas de guacharaca enjaulada. A causa de vibrante contienda parpadeé ante furibundos embates, enfocando una sombra distorsionada. Aquí y allá los fanáticos reclamaban un nocaut. En la senda de la redención, gracias a mis muchas habilidades cepillé una medida drástica. Plegado contra las cuerdas recurrí a un uppercut en la región hepática, y él, que estaba sujeto a su suerte, retrocedió con ojos espantados; privado poco a poco de sus fuerzas relajó los músculos apagándose la cólera, chorreando la vida a través de los poros su vitalidad desapareció. En efecto, tenía descarriladas y encanutadas las piernas, ausente y aislado sin plegarias, acosado de malos presagios. Más que nunca, de la esquina resonaron los oprobios de Ramiro, cruel método que me transmutó en La Centella Negra, víctima de empresaria presión arrugué el entrecejo, trasteé pasos laterales y salté sobre la fiera herida. El contrincante adolecía de mimetismo, machacándole la nariz propiné seguidillas de rectos destructores, con clara determinación y angustia. Él bien calado de coraje abultó la frente brillante de sudor, el resto, chupado en las cuerdas retrocedió estremeciéndose, mas, pringó de sal a la fanaticada al remacharle un derechazo en esa parte en que el cura le derramó el agua bautismal. Al llegar a ese punto pegó la cara a las cuerdas, sin duda, pendía en la pendiente de un abismo, para regocijo de muchos, el tijeraso de un volado de izquierda cortó el hilo de su aliento. Las manos enguantadas del contendor anidaron en la lona, no sin cierta exclamación del público saltó el protector bucal lejos del ring, y ese hecho vino en ayuda del comienzo del final. Él aproximó la aproximación de un zombi, por fiero que fuera abalanzándose hacia mí sucumbió, desplegó con los brazos abiertos una cruz en la jaula del cuadrilátero. Por lo demás, a pesar de estar destrozado no claudicó en desbandada su fe de carbonero, guerrero de mil batallas volvió a ponerse de pie; convergiendo de un cementerio y huyendo de sí mismo no cayó el hacha del verdugo en su cuello. Dentro el esquema boxístico, en ese segundo que lo iba a masacrar, por desgracia sonó la campana que anunció la conclusión de la contienda. A fin de aumentar mi ego nocivo gané por decisión unánime de los jueces. Sobre ese cuerpo en ruina empecé a edificar la inmortalidad del remoquete de ¡Pambelé! Muy por encima de las tormentas de la vida terrenal, así reconstruyo impactante episodio. A la importancia de que me importara tanto, separado de la incertidumbre asalté las esperanzas, encaminadas a un devenir mejor. El abrazo populacho de Tabaquito me fundió contra su pecho, Ramiro, en la misma condición que lo favorecía a él también me favorecía a mí, no resistió la euforia. El depurador de este negro sonreía, gritaba, al imaginar que la compensación económica acababa de pasar por arriba de su cabeza profirió aullidos de lobo satisfecho. Los dos nos miramos a los ojos y nos abrazamos y cual héroe de guerra me izó sobre las cuerdas, envuelto en bata blanca empapada de sudor. El público aplaudía a rabiar, proporcionó tantas alegrías que no enjuago palabras para expresarlas. Más abajo, tentado por el frenesí de la victoria, don Manuel no peinó preparado para ametrallantés emociones, sólo atinó a sollozar en una esquina del cuadrilátero, apenas lograba contener la emoción del triunfo, padeciendo de victimismo sujetaba la ponchera magullada de aluminio. ¡Pensar que estaba allí! Al compás del tambor del corazón sonreí frente a su desolación, para sorpresa de ambos, bajo el poder de la conmoción reaccioné. Sintiéndome demasiado mejor de lo que me atreví aceptar, acogido a los beneficios del triunfo, en la trayectoria de mi campo visual replegó indicios alegres, yo sin saber que pie extender primero, desgranado de sentimientos corrí a abrasarlo. Dado que en los momentos de alegrías es mejor no remover el pasado, y felices del mundo lloramos juntos, de hecho, espanté las pulgas del abandono de padre irresponsable. Tras lo cual, protegidos de piedad sanguínea arrancamos al viento un abrazo electrizante que perdura por siempre...gracias padre...q.e.p.d... Cuando al fin pisé la alcoba, Carlina cumplió su palabra en borrascosa explosión de sensualidad, saltándome las caricias innecesarias cultivé esa maravillosa noche su cuerpo; pese que en la actualidad es una maraña circulatoria de agravios, no conseguí el empleo que sugirió, continué en la rutina de tanqueada tras tanqueada en la gasolinera del barrio 23 de enero, futuro bastión político del coronel Hugo Chávez Frías. Al ritmo de las necesidades entrenaba ajustado a un plan establecido que no debía alterar, una y otra vez, una y otra vez de nuevo Ramiro viajó a Nueva York, acumulaba sobre su cabeza el objetivo visible, la pelea de campeonato mundial. Mas a éstas el dios del sufrimiento puede infringirnos daños en cualquier lugar en el mundo, cierta madrugada un tenebroso huracán azotó la ciudad, dotado de apetito feroz resoplaba bramidos salvajes. En un espiral de tirabuzón absorbía lo que encontró a su paso. Resulta paradójico, paralelo a una infinidad de súplicas que repetíamos y en las que pensamos, fuera del alcance de nuestros conjuros desentejó las casas, ¡qué más infierno!, el escudo contra la lluvia voló a miles de kilómetros junto a naciones de cucarachas; entreverado de lluvia y truenos transcurrió desolador ciclón para los residentes del barrio Gramoven; el hecho de tanta fuerza destructora basta para explicar la magnitud del mismo. Al igual que el resto de vecinos, cegado por las más tétricas tinieblas que tenían peso, un peso que agotaba, a nuestros ritmos cardiacos actuamos con actitud de agonía desesperada; para qué, para qué en medio del espanto y la desgracia. Por fin, aterrizaron los bomberos, martillándoles dolor de tripa constataron aquel sembrado de escombros; ruinas que servían de fondo. El registro de mis calamidades, abierto en esta página narra que a un paso de la locura, casi semidesnudo no logré salvar ningún enser del hogar. Las chicharras´por cualquier misteriosa recompensa a servicio de la desesperanza, emitían chirridos siniestros que invocaban más invierno. El sol mañanero desplomó pesadas sombras de nubes, impregnadas de grave serenidad, componía en torno del cerro un marco tétrico. La oleada de angustia y frustración que irrumpió tan a flor de piel fue tal que, sólo los compañeros de tragedia comprendieron el agobio de tal situación, respondía de manera directa a nuestras necesidades. El olvido de todo sentimiento de alegría, o ni siquiera razonable me condujo a saborear el sinsabor de un náufrago. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué podía hacer yo? Echando peste lancé al universo espumarajos de rabia. Sólo para ver las proporciones de aquella catástrofe, recapacitaba en un banco de madera, de muy mal humor arrullaba a José Luis, bajo un pedazo plástico negro, trasquilado por el aguacero delineé una enorme foca parida que correaba agua por su piel. A la vez una cortina de viento rizaba el plástico, yo alejado de otros damnificados, soportando el fardo de la desgracia sostenía los impulsos del entusiasmo. A juzgar por los hechos detallados, relativo a inflexibles principios proyectó la filiación de un asunto que pinta los acontecimientos y las circunstancias. Alrededor ni las aves trinaban. Viéndose reflejado en sí mismo, desarmado el barrio a través de la pendiente, esparcidas las tejas de diferentes colores, hacían pensar en casas volcadas de un pesebre de pobres. Era una representación pintada de la impotencia que posee la capacidad de engañarnos con una falsa sensación de derrota. Transcurrió un cuarto de hora, al ver varios aludes rodaban cuesta abajo de súbito vino la salvación. A lo lejos, tronó cierto acento familiar vociferar mi apodo. Dadas las condiciones, empapado de amargura miré el pie del cerro, dando trompicones tras una estatua de la Virgen de La Dolorosa, Tabaquito empuñaba la prensa, El Nacional de Caracas. A causa del barrizal en condiciones dramáticas resbalaba, ascendía enlodado hasta el afro tropical, emuló un nido de comején. Fue claro que, yo con la mente nublada, el sexto sentido lo puse a funcionar a plena capacidad, fuera lo que fuere en medio de tal calamidad otra cosa no podía ser peor. No me moví, en esto, por lo menos, agotada la intriga no comprendí qué lo traía a la fatalidad natural del desastre, lloviznaba. Una vez sentado a mi lado abrió la prensa prodiga de buenas noticias, apiñados en la intemperie bregué prestar a mis gestos una lánguida sonrisa y leí. -¡Machado firmó el contrato para que Pambelé dispute el campeonato Mundial! O si lo prefiere usted, a partir de allí en adelante cesó la horrible noche, esa mañana el sol escupió los rayos debajo de nubes llorosas. Dentro del compás de la constante trayectoria de la pobreza, estaba supeditado a la prostitución definitiva del oficio de boxeador, en cada paso en dirección al ascenso seguía el anterior, y con un comienzo en un extremo y un final en el otro, uno, dos, tres, hasta que llegué tan lejos no sería nada malo que brotaran unas lágrimas, payaso o no apresurado las enjuagué. En ese instante no hacía más que confrontar mi situación, para tratar de levantarme de los escombros; ahora sin vivienda ni palabras, rumbo hacia el consuelo del sacrificio, pisando piedra tras piedra engullí el privilegio de protocolaria noticia, tras lo cual, revivido de las ruinas apenas si adobé a creerlo. Al mal tiempo, buena cara, ante lo cual, disipada la tristeza amagué lanzar por el aire al heredero; rociado de entusiasmo suele ocurrir en estas circunstancias. A punto de disolver estas reflexiones consideré que respiraba dentro de las posibilidades de ser campeón, donde si existían las probabilidades de ser campeón, gracias a la reverencia de las probabilidades obtuve el método para acertar. Quizá, provisto de suerte el anunció sonó grandioso y memorable, conseguido el objetivo pensé: -Ocurren hechos que hacen analizar que hay cosas en el mundo, en la vida, acerca de las cuales ignoramos el para qué, reír llorando. Apoyado en la hipótesis del lanzamiento sentí súbitas aspiraciones de tazar el mejor, dispuesto a no desaguar esa oportunidad por el escusado. Carlina muy devota y aficionada a la soledad, en una mezcla de distanciamiento y de plena atención, apareció embarazada de Rubén Darío, sonándole los mocos a Yelissa, al cruzar la puerta sin puerta propagó creciente nerviosismo, empapada por la amarga prueba del vendaval, estuvo perpleja al escuchar la buena nueva, preguntándose, qué sobrevendría. En lo tocante a la familia, condenada a luchar contra mis pasiones sublevadas, avanzó cautelosa y barrió el agua con una escoba desflecada, Y por eso de la correlación existente entre el oficio y el carácter calmó la polvorienta impaciencia, ya que a veces en dicha pobreza daba muestras de estar feliz. Nosotros a medida que ella barría, desalojamos copioso reparto de optimismo de ganancias, de compinchazgo, de contradicciones, esto, en el fondo, iba a ser otra tragedia peor. El resumen de tan profundas emociones fue, reunimos el entusiasmo de feroz alegría frente a tal desafío y a los escombros donde celebramos. Postergado el día del juicio final voló el sinfín del veloz tiempo, aguanté de manera paciente la espera, que, además no demoró mucho, el manager solucionó el problema de vivienda. Entregado a un delirio sin nombre apenas logré dormir la noche víspera del trasteo, en concordancia al uso, el menaje de olas tiznadas y trapos terminó empaquetado en cajas de cartón. Y hasta con alegría, haciendo nacer nuevas ansias y deseos, pasamos a cocinar en una estancia más adecuada, transcurría la época de ser o no ser, que siendo vida, conformó la ausencia de bienestar. Y qué ausencia, sólo una mecedora mecía el soplo del ventilador en la sala, el apartamento disponía de tres cuartos, celebramos la mudanza de un modo casi religioso. Por si misma, a la total entrega cristiana, Carlina de tendencia claustrofóbica leía la santa biblia en las madrugadas, bregaba enseñarme nada menos que la esencia del Creador, en especial, los evangelios de la pobreza, razón clara de su compromiso, cuyas oraciones también avivó la rebelión de mis aspiraciones. Cualquier tarde me citó el cuerpo técnico encabezado por el depurador Ramiro Machado, elaboró el plan de trabajo. No podía trasnochar, ni bailar, tampoco beber. Pese a esto la tentación estaba allí cuando algo del mundo exterior me la hacía despertar. Eso me ayudó a tomar nota de lo que debía hacer y no hacer. En conexión al sentido de la vista, pensando en rigurosas reglas tamboreé los dedos encima del escritorio de empresario, sobre el dorso del dios Atlas amotiné huellas sudorosas en pulcro vidrio. Yo no quería ser una víctima inocente de Cupido, al ver la realidad, no serviría de nada, de nada, a falta de otra cosa que realizar, regado de cariño profería hondos suspiros cerca a Martha, la secretaria, joven y bonita. A todas estas, deslumbró al séquito de boxeadores adherido a coqueta belleza; elegida madrina del grupo movía el trasero provocativo, trazaba una estela meteórica de erotismo. Ella espigada y de ojos verdes, muy entendida en el deporte de las narices chatas, dando vueltas alrededor del salón, en abierta opinión abogó por el éxito de esta aventura. Cada mañana antes de abrir la oficina, a su manera, fiel amante de la zarzuela, cantando olía la abundancia de girasoles de un jarrón que traje de Cartagena. Ganada la fama de picaflor, el estudio de ese gesto me indicó algo que más adelante comprobé. A lo largo de esta larguísima historia, en ocasiones yo le bailaba indiferente, tan bien acentuada la indiferencia sólo serviría para encubrir su condenada intensión. O sea que, no terminé de recordar cuando, el teléfono de la oficina repicó cinco veces y luego otra cinco veces, sin que acudiera a contestar, al décimo timbrazo, contestó, dada a los saludos convencionales con los periodistas negó nuestra presencia. Yo apenas si acertaba creer que vivía tal episodio, sentado en el tribunal de aspirante a la corona mundial de Welter Junior. La tentación a flor de piel, antojada de conocer el aliento del próximo campeón concedió una tregua de gloria, cualquier tarde, hacinados en el baño de la oficina sacudimos el aplomo adusto del sexo. Cuesta creerlo, apoyado en la libertina licencia para amar y adaptado a su música revolqué a un perro faldero, por el goce de aquel encuentro fortuito. A ver si recuerdo bien, después de colgar el teléfono, en un conflicto de miradas, direccionó la sinfonía de postizas pestañas hacia este cimarrón; dueña de mi voluntad le enviaba besos, luego, pasó a su escritorio. Más actualizada del mundo de ese entonces, habituada a revisar correspondencia, sobre la piel horadó el fuego de la pasión, cómo decirlo, sobrevolaban mariposas zarzueleras dignas de contarlas en sus cabellos, y, corría por mi sangre el bullarengue del tambor. A partir de un sentido que daría excelentes resultados en la práctica, adquirimos específicos antecedentes boxísticos del contrincante, acomodándolos a nuestros gustos respectivos. Consumidos tres meses de estricta disciplina volamos a Buenos Aires, la capital mundial del Tango. Tenido en cuenta, pagado el sudor por adelantado viajé sobrio gobernado en la ínsula del modernismo, adquirí ropa elegante que escogió la secretaria. A la entrada del avión ajusté el dogal de la corbata; más indiscreto que de costumbre, en la catedral del obsesionado estuve pendiente de bellas azafatas. A veces somos ciegos, parece que nos cuesta más ser visto que ver, pensamos que alguien nos vio ya nos quiere para la cama. En la realidad sucede otra cosa, ¿será que somos torpes por ciegos?, y esa fue otra razón para que, atizado a ordenar mis ideas atajé esa sexual amenaza silenciosa. A cada palpitación, amaestrado de no permitir que zozobrara el sueño del campeonato, goteaba dentro del cerebro las premisas del empresario. Resulta cierto que la pasividad puede granjearnos dependencias, volvernos pusilánimes. También es cierto que evita quebraderos de cabezas, Así las cosas, al obrar sin más razón que subir al ring no me traería problemas, además, yo viendo a mi yo visible, y, desenvuelto el genio freudiano, percibí la impresión de que me observaba a mí mismo, sin comprender lo que significaría ser un campeón del mundo. El resto del plan de trabajo merecía desarrollarse en la capital mundial del Tango, consistía analizar otras vibrantes peleas del intocable Nicolino Loche. Yo sin malicia personal o bajeza de espíritu, teniendo en cuenta que soporté un rígido entrenamiento, nunca faltaron las orgias de parábolas del manager, igual que el ángel de la guarda evitó desprenderse un segundo de mis espaldas. Ya, en el aeropuerto el promotor boxístico medió en la rueda de prensa, fueron tres minutos de preguntas y respuestas y de anuncios optimistas, traspasaron las fronteras del país austral, disipándose en la pasividad del calendario, sin que fuese de suma atención radiaron en Colombia, quizás necesitaba cosificarme para el periodismo nacional destara tal combate. A compás del pesimismo nadie apostó un peso por una posible victoria. La prensa colombiana argumentó, adolecía de técnica explosiva de excelente boxeador. Detrás de la augusta transfiguración del humo, otra vez, en la enorme caldera de la crítica hirvieron el paquete chileno de Cartagena, mal que bien, carecían de sabiduría para saber cocinar la estigmatización. En una erupción incontenible de rebeldía sin causas, apestado de autosuficiencia y poseído de egocentrismo preparé el escape. Cualquier tarde, salido del fondo de alma armé mi propia trampa: arrebato de quien ama el peligro de seguro perecerá en él, afirman las sagradas escrituras. Apropiado de la autosuficiencia que afea al hombre, puse a prueba la endemoniada astucia, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos apreté el paso rumbo a un sitio bohemio de nombre Caminito, embriaga de música a los turistas en el barrio de La Bombonera. Y a mí, me prodigó las mayores tentaciones, revuelto de aburrimiento resolví conocerlo: plazuela especial de diversiones en masas, agrupa variedad de imágenes, casas de colores vivos, ventanas de vidrios opacos, avisos, calles estrechas empedradas. A través de avenidas tropecé el oleaje de bonaerenses, blancos sin levadura de alegría en la piel, exponían una tropelía de consejeros conciliadores. Cada tres o cuatro metros miraba alrededor tanta gente blanca, en sí, yo desaté una mosca en leche. Y, en verdad en verdad os digo, trajinaba el olor de maría bonita en un lado u otro que engolfó el ambiente. A ratos, iluminado por el sol del atardecer transcurría el invierno; siendo el mismo, ajustado a una chaqueta negra de cuero aparecí en aquel pasaje atestado de bares, restaurantes que doraban churrascos a la entrada de los negocios, en todas partes, sentados en cafeterías argentinos degustaban el renombrado mate, de aspectos agraciados enmarcado por la opulencia de sus cabellos. Acorde a mi escasa prudencia, en afinidad al peligro desportillé una alegría grande producto de mi terquedad, sin duda alguna, en vano traté de espantar el temporal desastre que cultivó algo inverosímil. Olvidado el asunto de porqué estaba en la tierra de Juan Domingo Perón, expresidente de La República Argentina. Uno a uno y algo más, fijándome en pequeños detalles husmeaba por todas partes. En precipitado estertor de montañero posé detrás de figuras de cartón gauchesca, sobresalía mi cabeza negra y sonriente exhibí pálida mueca de felicidad, relampagueó el flash y tanguera postal la conservo, ningún medio impreso decidió publicar la postal que permanece inédita. Desde algún sitio más allá del bulevar iluminado, un extraño hombre hundido en las tinieblas me calibraba, recogía el abrigo oscuro cruzado bajo el brazo, y éste, movía la cabeza en una especie de tic nervioso. Claro que en esos instantes, alimentado de nuestra misma astucia, y compenetrado en especulativa profesión del boxeo, la mente y sus atisbantes ojos no jugaban, dicho sea de paso, lo evadí sin quitarle la vista. Ya casi al final de la cuadra me asaltó una corazonada, consagrado a su misión catalizó un espía del campeón reinante, por tanto, rebosante de intriga lo descifré concluida la velada boxística. ¿Cómo, pero cómo? Movidos por un pensamiento secreto, temperamos algunos metros distantes el uno del otro. Increíble, agitados por un extraño capricho, a veces la conciencia anula las reglas. A causa, de manera precisa, de su divisibilidad, borré la disciplina y alertado divisé en una terraza bailadores de tango, la puerta de una taberna permanecía abierta de par en par, escapaba el ruido de milongas que me comunicó sus hechizos, temeroso de que me alejase el placer de la rumba me allanó de sugerencias que invitó a disfrutarla. Aquella imagen pasa a través de la mente, similar a una realidad lejana demasiado presente, tan presente; exhibiendo la sonrisa de fin de semana ascendí larguísima escalera, y un extenso tren de dudas desfilaba por mi mente, ¿qué hago aquí? ¿debo regresar al hotel? ¿a quién le importa? En tales condiciones, reclutado por el compás de una pianola traspasé el umbral de un establecimiento repleto de gente llamado La Havanna: allí todos reían, ahí todos cantaban, ahí todos brindaban. El bar ocupaba un lado del edificio en toda su longitud, su mobiliario consistía en pequeñas mesas cubiertas con manteles a cuadros verdes y rojos, sillas de maderas lacadas de barniz, abrigaba el salón un estante repleto de copas volutas y botellas de licor tras una larga barra cromada, empotrado en bocas de cuatro ninfas de mármol. Qué melodías, qué fugitivos los minutos de fiesta, qué escasos los temas musicales cambiados. Así pues, sólo me quedaba la posibilidad de aplicar el refrán. A la tierra que llegareis hacer lo que viereis. Sin prestar oídos a mis objeciones, de pie, enfrentado con el peligro tarareé tangos desesperados que caían revoleteando. Poco después, antes de dar por concluida la visita a dicha taberna, encomendado a las ánimas del purgatorio dudé tocar la silueta tentadora de enormes sifones espumosos, tan reiterativo, la mediación del sonido propagaba el olor a licor y el humo de cigarrillo. A fin de buscar compañía, en seductor ambiente saludé al barman llamado Chepe, mozo de ojos azules y bigotes de puntas engomadas, unido a su sombra aplomó increíble refinamiento, por lo tanto, abarcando el espacio manipulaba los envases con cierta destreza que nunca vi. A pesar del ambiente intentaba reaccionar. Ésta parecía ser una de las veces en que, apenas me sentí libre de la disciplina despertaron dentro de mí los diablos en carne y huesos. Así pasaron algunos minutos y de nuevo volví a recrearme contemplado a los visitantes. Fieles a sus costumbres, paisanos que pasaban junto a este negro ni siquiera esbozaron un saludo. Al mismísimo instante, a través del entusiasmo la gente siempre saca dinero para comprar trago. El recinto semioscuro bosquejó atestado de entusiastas tangueros, aquí las penas adquieren protagonismo, chorreando penas en cada corazón, conformó un reducto de bohemios. Al estilo de vaquero norteamericano, ocupé asiento en la barra estimulado para infringir mi advertencia, desde el cual veía la pista de baile, en todo caso, invadí el tabernáculo de Carlos Gardel lleno de promesas nostálgicas. A modo de respuesta, preservada en una cápsula de cristal la rueda del alcoholismo alboroza giró, aportó dudosos derechos; una vez aquí, asomado al desastre debí renegar de galácticas consecuencias, ahora bien, llámelo torpeza, premeditación, derribar el emblema de la constancia, lo que quieras, decidí soltarme de la órbita terráquea. Tan parecido a un fantasma, ciñéndose el abrigo caló de súbito el individuo novelesco de unos cuarenta años. Ajando por dentro y por fuera un perfil judaico ocupó una mesa en el ángulo más alejado y solicitó servicio. Y por mucho que me irritase su modo de actuar, acabé por decidirme a guardar silencio. Tras todo aquel movimiento sigiloso, entablados en un reconocimiento recíproco, sumada una mezcla de desconfianza y plena atención me hizo pensar, fue enviado allí a espiar mis movimientos. En vista de la extraordinaria afluencia de público de repente la música sucumbió. A raíz que la música surge de la música. La música engendra música que engendra música que engendra música, y acorde al silencio saltó a la tarima un acordeonista, encargado del show principal posó una silla de tijera de madera sobre la tarima tapizada de alfombra azul, vestido de gaucho llevaba el sombrero negro ladeado a un lado. Muy receloso de involuntaria prepotencia guardó en su pantalón el reloj, listo a salir de su apatía habitual colocó en las rodillas el bandoneón, pequeña acordeón dotado de escasas teclas. A menos de quince metros de distancia, descarnando luces sicodélicas surgió una pareja de bailadores, esponjaban trajes adecuados para imprimir en la retina esa danza erótica, la mujer espinó una rosa roja en el adorno estilizado de elegante moño de cabellos negros. A su izquierda, un caballero de cara desganada perforaba sombrero cordobés, refrescaba nariz aguileña y mentón alargado. Apagaron las luces y del techo fluyó un chorro descolorido de luz esplendida. Al advertir la ley de gravedad, ceñidos coincidieron bailar la melodía; estereotipados en una parodia de ellos mismos, entrelazaron relevantes cuerpos escrutándose los ojos, vanagloriados consigo mismo, imitando los andares segados del pavo real, aligeraron movimientos picarescos y rápidos, plasmaron una expresión de pasión y sentimiento, en gratificación física agitaron sombras en la cima profunda de otras sombras, atragantadas en un tugurio de erotismo. Una delgada línea de sombra resaltó el pase de la toalla, el cuatro por ocho, y complicados filigranas, matizaron el llamativo cortejo de dos animales en celo. No es que fuese buen observador, pero, viajé admirado por la agilidad y la destreza de repentinos virajes viriles, desprovistos de cualquier pretensión obscena, distendían músculos tornándose elásticas siluetas, ahora, las sombras envenenadas de ritmo seguían sus pasos. Yendo y viniendo, conservando cierto aplomo adusto, el parejo diluía la veneración hacia la dama. Ellos oblicuos y amarados, poetizaron la gentileza aristocrática por la ofrenda melódica del bandoneón. A la larga, siendo el mundo una broma gigantesca y permanente, en parte porque pasan los años, los lustros, y la flor de la solidaridad humana ya no retoña, tiene muerto el corazón. A esta frase, testigo de una cultura decadente consumía un cigarrillo, esta vez, el sujeto misterioso, mediante sus trucos detectivescos y aprovechándose del espectáculo, de acuerdo a nuestro estado de ánimo, logró que aceptara el diálogo del personaje, ¿chileno?, ¿uruguayo?, ¿argentino?, ¿de dónde procedía? Después de su triste tararear sin ritmo ni palabras. No, más bien argentino por los rasgos europeos. Ya roto el hielo, sin halagos ni lamentos hipócritas la conversación fluyó a baja voz. A medida que pasaba dicha tertulia, inflado de cursilería relució su respectiva flaqueza, eso apenas me inmutó, de todas las formas, quería conocer la estrategia que desarrollaría durante la contienda, en fin, de milagro no hice nacer en mi la vanidad perniciosa…Ya que, jamás hago comentario a persona alguna, menos a un desconocido,-señalé-. Él medio vuelto de espaldas, oyendo este chorro de advertencia evidenció notada inestabilidad. En el devenir habitual del espionaje, comiéndome con sus ojos desconfiados, inquisitivos y escrutadores acumuló telegráficos interrogantes. Los elementos de la escena convergían hacia un momento catastrófico. A pases vivos, el retrato de enérgicos bailadores me excitó. Y de manera peculiar de quien está extraviado en un sueño, el raro efecto de un capricho que ni siquiera era consciente de sentir me volvió extrovertido, opuesto a la realidad, catalicé el antojo que esa lustrosa pista de baile me pertenecía. Esto me llevaría, de una forma inevitable a destemplar el violín del alma y no resistí más. A ver, perdonado el pecado del bohemio, iluso de mí, en una ciudad preparada para el libertinaje, compadecido de mí mismo resolví brindar. Una vez consumado el hecho y roto el destino aquel espía me disparó una mirada experta. A punta de arrebatos de envolventes brindis contante y sonante invitó al desorden, en real propensión hacia el peligro, análogo a un placer irradió actitud conservadora, a esa actitud conservadora sumó, emboscado en mudez mitológica una faz inquietante, la nariz encorvada, el mentón pronunciado, arrugaba pómulos abultados, lo cual recordaba a un ave rapaz. Más allá de cualquiera reflexión ninguna señal roja me detuvo. Perdido los estribos, a boca de jarros chocamos enormes envases rebosantes de cervezas, no sé cómo la embriaguez resolvió colarse a zancadas que, al retorcer el cerebro colapsó la sensatez. El extraño reía entre los dientes, sus ojos zarcos brillaban triunfantes, ponía una copa de whisky en el fondo del vaso, enseguida, a modo de explosivo vertía espumosa bebida a cada instante e instigaba. -¡Negrito bébete el submarino amarillo Che! Muy deseoso de honrar más y más en conciencia la quebrantada disciplina, y, por resultas de todo esto, un súbito entonado entusiasmo me cortó el aliento. El espía al mirarme denotó que percibía la materialización del entusiasmo, sólo viendo la expresión de mi rostro, en persecución de lo que más necesitaba saber, preguntarme lo que más le interesaba saber le divertía. Luego de ingerir una docena de sifones, en mi pecho brotó el hormigueo que precedía mis ataques de locuras. Frente a una tentación irresistible, partícipe de una fase de aquel despelote y escapado de la cordura decidí formar parte del espectáculo. Al ponerme de pie vibró el armario, donde nadie me conocía bebí incontables jarrados de cerveza Quilmes, zurcido de ebriedad descorché este capítulo. Soy aquel excampeón mundial del que infinidad de veces usted escucha tantos comentarios, buenos y malos, más malos que buenos, nadie, digo, es capaz de entender los tormentos de incertidumbre que sufro en carne propia. Y de regreso a la odisea, dando traspiés no combatí el exceso de licor, después de atravesar un oscuro pasillo me apoderé de la pista de baile. Eso sí, fuera de control desplacé el parejo despojándole su sombrero, más que de frente, derretido de pinguosidad me lo encasqueté, de aquí para allá, de allá para aquí referencié pupilas desgastadas efecto del estado de alicoramiento. Aparte que todo eso es cosa mía, esculqué los ojos asombrados a la bailarina. A toda prisa, desentendido de hostil ambiente extendí la diestra, sin vacilar la posé en sus sensuales caderas. Así pues, puestas las manos a la obra, exhortándola a danzar reverberó el alcohol a través de las venas, poseído de confusionismo palenquero adquirí una exudación que me tornó maleable. Lejos de hacer ninguna pausa, atrapado en una maraña de payasadas colisioné rosarios de torpes movimientos; tragando abundante saliva la zarandeaba sin garbo. Tal era la emoción que, aniquiladas las funciones de la cordura ejecuté el paso del palomo enamorado, sumada la congoja del elegido. Sí, yo gozaba, por otro lado, acaecía un sacrilegio a la sensualidad del tango. La incontenible intensidad del tango, estrellándose de una pared a otra sonaba a todo timbal. Pese al recuerdo de grandes metidas de pata por el alcohol, dando forma a mi locura recurrí al pretexto de agradar al bailar salsa. No conforme, a la búsqueda de nuestra verdadera identidad, gracias a mi destreza caribeña sin la voluntad de Dios bailé cumbia colombiana. Yo estaba entre argentinos y no acababa de comprenderlo, hundido en la borrachera y en la vida, también desprotegido de contradictorios impulsos de mi alma, veía animaciones instalado en un remolino de abucheos. Ellos, impacientes por actuar plasmaron a buitres ante un cadáver, recuas de espectadores no cedieron, parados en el borde en que el mundo deja de moverse lanzaron infinidad de objetos, incluidos zapatos voladores. Y con decisión, empalizado de gritos renuncié a emprender la retirada, por encima de estéril ebriedad sujeté la mano de la danzarina, sus dedos finos y delgados apretaron fuerte mi mano en señal de vivísimo deseo de bailar. Esto es increíble, ajeno a la idea misma de lastimarla, acción del jalón de mano, imprimió un larguísimo giro, amplificó a una bailarina de salsa barranquillera; haciendo trizas todas mis conjeturas sucedió lo inevitable. La mujer rotó sobre puntiagudas zapatillas, antepuso la ilusión de un trompo-saratango, entregada al viento desató el moño de cabellos negros, parecía tan adolorida, tan confundida, tan muerta, eh, ya sé cómo describir la secuencia, rodó de manera aparatosa dislocándose el tobillo y cayó en brazos de un bebedor gordinflón, tumbada boca arriba acaudaló la rigidez de una persona fallecida, y a esto tengo que añadir que me olvidé de entrar con el pie derecho al bar. Y llegaron las cosas a tal extremo, por variados motivos fueron suficientes para armar trincada rechifla que, en un abrir y cerrar de ojos rugió cierta tempestad en efervescencia contra mí que hizo detener hasta la razón. A su antojo, el grupo de bohemios arqueando las cejas me miraba, y, al tiempo me despellejaba, sin apartar el cigarrillo de la boca archivaron el garbo europeo. Otra cosa era evidente, sucios con el betún de profanar su música no superaron el desaire, entretanto, asfixiante el descontrol marchó irreversible, hasta tal punto que licenciada en derecho oleó la censura. Yo rodeado de amenazas estiré el segundo para ocultarme detrás del intérprete, lejos de capitular amortigüé las constelaciones de sus ofensas. En todo caso, atemorizado cuán ligero presdigitador conjugué un borroso ademán, bien acelerado, restregué sobre el rostro una bendición de rodillas dominado por la borrachera. Pese a la difícil situación en que me encontraba, animado por discutir fabriqué el arrojó de ponerme de pie e inspirado por la gente de mi clase lancé los dardos de la ira. A la no tan tierna edad de veintisiete años, reportado en altoparlante de diez mil cosas les callé la boca al eructarles el repertorio de criptónitos oprobios, adentrándome a segundos en tales ripostas, cedido al conflicto tenía cuerda para rato. O sea, todo indicó que, en las emociones de ira el alcance significa más que la profundidad de las mismas. Aparte de la sensación del desquite, sin discernimiento ni cordura, esquivé el faquirismo de sus obscenidades. La vaina estaba jodida aquí. Obligado a defenderme de esos agravios australes, paralelo o en simultánea, eran desenlaces histéricos de ignominias que iban y venían; dadas las proporciones, ensanchó un clímax de hostilidad inimaginable, sea quienes fueran, imposible de pasar por alto tales insultos. Y en esa gritería, más que nunca recrudecí los agravios en tierras foráneas renovado en un caudal fluido, lástima que el cinco a cero sucedió años más adelante, de lo contrario, rompo las cuerdas bucales restregándoles en sus narices. -¡Argentina, Colombia tú papá! Esto pasaba de castaño a oscuro, pero alguien encendió las luces del bar cargado de nicotina. Entre la ficción y la verdad, estableció la oportunidad de vernos las caras. Hecho esto, el pródigo acordeonista recontrasustado homologó el síntoma de irritación asediado de parte y parte, colocó sus codos sobre la concertina. Aunque no por culpa mía, más bien por culpa de los otros, él confundido sin saber qué hacer al escuchar tantas saetas envenenadas, amordazado de pánico no corrió la cremallera de su boca. A veces asustado miraba el rededor. De repente, sólo que muy despacio, estimulada por el alboroto la bailarina recobró el conocimiento, a prueba de decencia sin pensarlo echó a volar. Eso sucedió en pocos segundos, transcurría el rifirrafe colombo argentino, a toda velocidad crecía la semilla de la locura en nuestros cerebros. Obvio, en esos instantes, semejante escándalo alteró el ritmo vegetativo de la ciudad. En acción represiva, denunciado el desorden a las autoridades, el ejército regular cercó el área y todas las posibles rutas de escape custodiadas. En atención a quienes querían saber qué diablos sucedía adentro, ¡cuánta gente estaba en los andenes aledaños!, al frente las patrullas tenían las luces encendidas, atrás, varias furgonetas de televisión lista a trasmitir el insuceso. Y al unísono los choferes activaron los sonidos de sirenas. Igual que hormigas aguerridas, irrumpieron metralletas en mano decenas de soldados, militares de ojos bizantinos derrochaban acusación, antipáticos y tan bien ataviados que respiraban sonoros. De veras esto me impresionó. Aquel tropel de botas castrenses instó a los ofendidos a reactivar petardos de agresividad. El furibundo puñado de borrachos quiso pulverizarme acentuando su parecido a máscaras endemoniadas, estaban ofendidos en su honor por un advenedizo palenquero. Yo nunca imaginé que nos iba a pasar, porque esa noche el grupo de bochinchero carecía de tolerancia. Yo también carecía de tolerancia, y todo estaba a punto de explotar. Allí sentí el absurdo, la asfixiante imposibilidad de no leer los pensamientos a los presentes y entenderlos, en una existencia donde nunca será lo que parece ser, lo cierto, yo con esperanza de culpable sólo quería escapar. Durante tal tensión, me costó creer que, proveniente del camerino voló pecuecudo zapato a través del aire al estilo del ex presidente George Bush en Irak. En un acto de simbolismo político retrocedí un paso para esquivar el zapatazo. Mas, de inmediato, abstraído de cuanto le rodeaba golpeó el entrecejo del músico, viendo pajaritos atrofió el escrúpulo de su conciencia. Aplicada la ley cuarenta y ocho de Murphy versículo tres, salió lastimado el que no encendía velas en este entierro. De aquel cabello rubio manó un hilillo de sangre, su vientre perezoso estrujó el bandoneón, enviado al purgatorio esparció notas de réquiem encima del entarimado, para ir a la casa de Morfeo soltó la dentadura postiza. Esto conllevó a que, licenciado de la milonga cruzó los brazos sobre el instrumento musical, medio sonreía su cara avejentada. En vista de que nadie acudió prestarle los primeros auxilios. Yo aconsejado por la astuta solidaridad, rasgando el mecanismo de la prudencia bregué socorrerlo. A una señal de comandante del pelotón, infantil desatención la aprovecharon los soldados para someterme. Dentro del arte de la torpeza precipité monumental error, a portas de enfrentar un interrogatorio político no tenía posibilidad de pelear, de la cabeza a los pies comprendí que la fiesta llegó a su final, consecuencias de bochornosos actos. Allá, sentado en la barra, movía la cabeza con enfática complacencia el sujeto novelesco, escanciaba el sifón coronado de espuma, seguía el despelote del bochinche en su mente de un lado a otro. Ya convertido en objetivo especial de los militares, tampoco quería ser el objetivo especial de ninguno de esos asesinos. El hecho de verlos me produjo un oleaje eléctrico a través del cuerpo, esto constituía la impresión de que me quedaba poco tiempo de vida, de que el final estaba muy cerca, esto último me pareció lo más próximo a la realidad. Bajo una sensación de muerte inminente, culpable de ser como soy apelé al sentido común. No sé por qué, forzado a anticiparme a sus leyes turbias frené la lengua, ya que presentí desde ese intervalo estar condenado a desaparecer en el fondo del río de La plata. En medio de un destello de luz, al tiempo que aquellas botas rechinaban sobre el piso de madera, sus mentes pensaban en los desmanes de la tortura. Un guardia fornido arrojó el cigarrillo al piso, mal encarado encorvó el tronco y me colocó las esposas; maniático militar de la dictadura experto en torturar a civiles indefensos, capaz de entregar a su madre al verdugo, pintó el atropello de militares masoquistas del régimen castrista. El reducimiento orquestó en la informalidad del momento. Y de tantas dificultades que ya mencioné, no hay nada peor que el atropello incontestable, después de arrojarme al piso me maltrataron sin ninguna consideración, surgió otra bastante complicada. A falta de macanas, asediado de tantas metralletas, junto al músico desmayado pataleé indefenso, fuera de la categoría de sapo y encogido frente a los soldados y otros oficiales faltándome el aliento, análogo a una iguana atada a una vara de roble; empalado en esas condiciones impidieron que corriera y levantara la mano en favor de los que sufrían el yugo del aparato represivo, a cambio, les restregué injurias con voz derramada sin mover las extremidades. Tras varias miradas hacia mi sonreían de manera malévola. Yo tenía la impresión de ser un muñeco de madera, de ocultar locuras dentro de locuras que, llevan a un enigma siquiátrico imposible de resolver. Ahora por ser extranjero, me repelía la idea de estar en esas circunstancias, aturdido ante una vívida amenaza sensorial dilaté las pupilas, por esta razón otorgué el ramal de un moribundo, lo cierto, reclamé auxilio inmovilizado, monotemático, supliqué que no fueran a cometer otro innecesario crimen. En contrastes, el capitán del pelotón creyó capturar al esquizofrénico escapado de un manicomio que anunció la televisión. A la postre, aplacada la cólera me levantaron del entarimado; ofuscado, enceguecido, no dudé un instante en alegar cuanto llegara a la lengua para obtener la libertad, al pie de la letra, aspiré que mi nombre no apareciera en sus estadísticas sanguinarias, movido a través de los hilos invisibles de mis instintos de conservación e impulsado por la desesperación, funcionaba a plena capacidad el séptimo sentido. Bajo un pánico histérico consideré sus fechorías, en ese episodio crucial no tardé en confirmar la convicción de que la experiencia de uno está reflejada en las de otros militares, de que sea lo que sea lo que diga un uniformado los otros lo entenderán. A la final me sentí feliz que creyeran que estaba loco, adiestrados en la clandestinidad ningún oficial me dirigió la palabra, haciéndose más tempestuosos y osados, mil muertes, mil excesos, tenían pintados en sus rostros el registro de vidas inocentes. Los rasgos eran cosas espeluznantes. En fin, yo alejaba arrojado al reino de los desventurados, ¡diablos!, si no fuera por esto estaría muerto. Al otro lado, a la izquierda, solidaria sonó y quiso redimirme la inigualable melodía tanguera titulada Cambalache, del cantautor argentino Enrique Santos Discépolo, interpretada por Carlos Gardel. Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! en el quinientos seis y en el dos mil también; que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafáos, contentos y amargaos, valores y dublé. Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente ya no hay quien lo niegue, vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos. ¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón! Mezclaos con Stavisky van don Bosco y la Mignon, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín. Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida, y herida por un sable sin remache ves llorar la Biblia contra un calefón. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao... Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. Siglo veinte, cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil. ¡Dale nomás, dale que va, que allá en el horno te vamo a encontrar! ¡No pienses más, tirate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao! Si es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de las minas, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley. Enrique Santos Discépolo Cambalache en Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay se refiere a una prendería y/o trueque; un lugar de compraventa de enseres usados. Cualquiera que posea un mínimo de imaginación comprendió esta película, película digna de retroceder a través de transcrito relato. Buenos Aires, época de dictadura militar, el bar La Havanna, el tapizado de muros, sillas patas arriba, la silueta de bebedores alebrestados, los bailarines, el espía, el músico, la bailarina desmayada, el comandante del pelotón, el comando antidisturbios, y el tango Cambalache. Antes de salir, deseché evaluar los daños del establecimiento, lleno de asombro comprobé que la rutina de esos melómanos pareció no alterarse, al brindar reían de manera radiantes, otros, en mi opinión, medio serviles aplaudían la eficacia militar. Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, sintiendo temblores convulsivos en mis labios, repicaban pisadas de botas de plomo fundidas en la oscuridad, los uniformados exhibían insignias bordadas de laurel y dos sables cruzados. La noche avanzaba mientras yo cumplía el rito del silencio pero sin librarme de esa sensación de muerte, por lo cual, ataviado de pesimismo, no ajeno a la desdicha corrí el riesgo de encarnar un niño de La noche de los lápices. Cuando me di cuenta que mi embriaguez parecía disipada en gran parte, presentí el infortunio de imaginar a doña Ceferina, encabezar una protesta de las madres de La plaza de mayo. Esa vez, bajo aquel cielo todo oscuro, la sombra de cierta sentencia de ejecución cruzó la mente, enfrentado a una situación real y no la que deseaba, mi mirada desorbitada que contenía la muerte, avistó en la calle el revestimiento tenebroso de tangues de guerra; también provocó el pánico de curiosos. Equidistante, escuché amenazas del grupo de bochincheros que obligó a recordarles la puta...que los parió. Todo el recinto brillaba con una luz que eliminaba todas las sombras, salvo las proyectadas por los protagonistas. A la espera de una respuesta menos entusiasta por parte de un miembro del 88º. Regimiento de guardias antidisturbios, atarzanado del cuello por un soldado de aspecto agrio tragué saliva, está claro, la rabia me reseca la garganta. Sin disparar el flash del iris agolpé la foto de necios beodos al introducirme a la patrulla policial. Este es el papel de chiflado que encarno protocolizado en las páginas de un cuaderno escolar. A portas de un juicio castrense, oyendo el incesante repiqueteo de la lluvia sobre el techo recobré el sano juicio. Una sirena de emergencia ululó en la guarnición militar, la cual me indicó que respiraba en el lugar equivocado. Hoy recuerdo, devuelto en el sosiego del error pagué carísimo importuno desliz, el campeonato mundial. Para no dudarlo, preso del más terrible espanto medité detenido cuarentaiocho horas en ese calabozo hediendo a orines, amasando qué aquilada inventar para justificar tal ausencia. La intensidad de una mirada la fijé sobre la reja de hierro, sentado en un rincón permanecía atrincherado en el armario del futuro. El asunto estaba bastante complicado. Mediante la interacción de pautas del destino, el régimen militar, heredero de un pasado inquisidor alertó a la delegación colombovenezolana. Ramiro de inmediato contactó al manager del contrincante, Tito Lectoure, austral siempre bien acicalado de mejillas pálidas. Faltaban sólo ocho jornadas para subir al cuadrilátero. Adecuado a sus pinceladas económicas sobornó fichas notables del ajedrez castrense. No era que no tuviera miedo. Claro que lo tenía al no estar seguro de dichos actos. Y de pronto expiré en uno de esos arrebatos nerviosos que produce la preocupación, mientras la mente hacía acrobacias de suposiciones, sentía dentro del cerebro un sonido sordo. A medida que cambiaba de posición, cascabeleaba enfrascado en divagaciones palenqueras. Un estruendo metálico obligó voltear la vista a la reja que sacudió hasta las arenas de los muros del calabozo. Una sombra verde apareció en la puerta de movimiento horizontal, además de la indecible aprensión que la insana apariencia de militar torturador, para quien la vida y la muerte era un juego de cara y sello, en cuyo corazón tenía cuerdas que podían tocarse sin despertar emoción, sí, vigilaba la máquina de mi locura un coronel de nombre Jorge Rafael Videla, próximo de ser ascendido a general, caminaba iluminado por farolas mohosas, oficial de edad madura y cabellos plateados. A derecha e izquierda, un alto y estrecho enrejado daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de series de calabozos repletos de presos, permanecían en la más negra y tenebrosa de las listas de una derecha poderosa que desaparecía a cualquier opositor político, aquellos calabozos producían un efecto de purgatorio. Todo esto lo observé de modo confuso y no sin esfuerzo, dado que mi condición física cambió por la borrachera durante el sueño. Estaba acostado cuan largo soy sobre el piso sucio, al notar la presencia del comandante, abandonado a mi suerte condensé el frío en diluvios de aflicción. Él tomado de dos barrotes azotó el hierro con su bota derecha de montar, escoltado de un piquete de militares de menor rango, distribuía el chaleco ladeado, adaptado a las más arrogantes posturas estrenaba abrigo azul adornado de medallas y trenzas de oro, a modo de llama de alcohol le llegaba a las pantorrillas. Un sable y una cartuchera colgaban de la cintura, atados al pecho transcendían arreos negros de cuero. Entre resignado, buena y mala gente, mejor dicho, entreverado de todo un poco, pensando en una mariposa extraviada fumaba delgada pipa. Aparte de nuestra trágica suerte, algo me separaba de ese futuro general. Ajeno a los derechos humanos modificaba las condiciones del recluso por una ferocidad brutal. Y tocado por una frialdad extrema sacó su revólver de dotación. Procedimiento nada ortodoxo. Al detener el chaqueteo de sus pasos, asimilé en las entrañas lacerante descarda de un millón de voltios, ¡santa pacha! rodaba un instante peligroso, puesto que la mayoría de embrollos los superé sin denotada dificultad, entrado en mí mismo barajé que llegó la pena de muerte, las piernas apenas me aguataban; expeliendo burlas los guardianes exhibían fusil en las espaldas, uno de ellos quitó el candado. El oficial dentro de la celda me lanzó una mirada de reconocimiento nada complicada, luego, procedió a describir que Las islas Malvinas le pertenecía a La República de Argentina. Menos mal, sofocado el discurso diplomático en pro del régimen el coronel colocó la pistola en la mitad de sus fascistas cejas. A la manera de Mussolini, pareció encantarlo su propia alocución, disfrazado de carnero destacó. -¡Las almas pierden su fortaleza al estar encerradas! Su rostro irradió la sensación que oraba frente un ídolo de piedra, prosiguió. -¡Ni siquiera te considero un peligro para la sociedad, más bien, oscureces la oscuridad! No tenía la capacidad de oponerme a sus apreciaciones, y ahora mismo sigo viéndolo. Allí, el rastro de la defunción brillaba sin luz propia, a lo que cualquier sentenciado podía ver. El oficial al mando, graduado en la academia militar superior de West Point, y condecorado con la Cruz de Diamante al Heroico valor del combate, antes de limpiar su cerebro del testimonio de tantos inocentes, atormentado por injustas muertes el apetito sanguinario lo redujo a devolverme la libertad; siendo la sombra de mi luz, al modificar en nada la situación de ese entonces, dando vueltas alrededor del calabozo, presumió la espontaneidad de cierto hombre que rema en un lago tranquilo. Esa fue una de las primeras cosas buenas que hizo durante su carrera militar. Él deparado por extensiones de poder político, y desincronizado el aplomo del militar el brazo derecho me estrelló contra sus arreos de cuero, de modo grotesco estremeció mi guayabo. Tras los fantasmas que venían a su encuentro, frotándose las manos al estilo de Poncio Pilatos...al compás ar giró en los rígidos talones. Una vez arrojado al abrigo azul consultó un enorme reloj de pulso que usaba, ¡Maldita sea, la reunión oficiales! ¡He de irme corriendo!, detonó. A medida que hablaba más en serio, responsable de mantener el orden público impartió el desalojo. Lo que más encadenó mi atención fue que, al caminar las piernas de su pantalón describían una curva y más arriba continuaban cascadas de curvas. Un soldado que entreabría de sus labios sonrisa de piedra me condujo a desolado lugar apropiado para la liberación carente de testigos. Nunca antes sucedió algo parecido, y nunca más sucedería, sucedió uno de esos errores que cometemos una vez en la vida. Al cabo de cinco horas por lo menos, harto de oler comida para prisioneros, activé el mecanismo de disculpas en el hotel Panamericano para saludar al benefactor, situado frente al obelisco y el teatro Colón. Esta vez resultó menos locuaz, pasó un largo rato antes de que hablara. Dentro de su habitual reserva, de pura cólera, en hostil semblante engatilló otra pena de muerte, acompañado de Tito Lectoure, en cuyos rasgos pálidos ostentó regularidad mineral, dado el caso, juntos pusieron sobre la mesa sus intereses económicos. El promotor argentino excedido de estelar regocijo estimó que yo carecía de días para recuperar el estado físico. La ropa sucia me daba un aspecto peor que un pordiosero y lo miré de arriba a abajo, esperando aparentar más confianza que la que sentía. A consecuencia de esto, por mi culpa, existía la posibilidad de construir el triunfo encima de los escombros de un expresidiario, ventaja que aprovechó al máximo el contrincante. El resto del diálogo giró sobre aplazar el combate no tuvo nada de extraordinario, sólo al considerar el asunto a fondo, resultó muy serio y difícil. El gaucho después de adularme, sin riesgo de postergar la contienda ratificó el compromiso, en realidad, no existía motivos para hacerlo. Por consiguiente, confirmada la voracidad fenicia de acaudalar, el porteño volvió a sus negocios de finanzas, prevalecía en el cargo de gerente de reconocida firma comisionista. El efecto singular de tal determinación, más la premura consiguiente terminó en algo reiterativo. Y al estar a solas, amortigüé interminable retahíla de obesidades provenientes de la boca alcantarillada del manager, vociferó brusco y manoteó frente de mi cara. Luego, furioso, gesticulaba sin dejar de mirar el horizonte de quién parece esperar algo de bien lejos. A cada paso alrededor del salón, renovado de ímpetu destempló la lucha del ángel y el demonio. Y cuanto más insultos lanzaba más me sentía culpable. En esa andanada de insultos la mente revivió la imagen de recluso dentro del calabozo, ya que me sentí atrapado por tantas ofensas. A raíz que yo buscaba en aquel entonces el campeonato mundial, víctima del libertinaje a las puertas del éxito, deslicé el presente deportivo en aguas turbias. Y a fin a una parodia, ahí sentado al borde de un sofá Versace de última colección, jubilado del vigor por el más amargo remordimiento que apretaba el corazón preferí callar, práctica que hice a menudo. Jamás pensé cualquier fecha tenía que reconocer, enrejado en la cuna sepulcral del autismo, donde el destierro me proporcionaba un afán oprimido hasta comprender que el juego terminó volvía a hablar, y los pensamientos construían intenciones sagaces de manipulación. El paso de los entrenamientos acelerados estaría aquejado por una traicionera sombra, una sombra que debía eliminar, el pasado. Mientras estudiaba el estilo boxístico de este argentino apodado El intocable, apenas a medias pulsé acondicionar el estado físico. Una semana más adelante, recobrada esa determinación y ese espíritu de competencia agregué a la comitiva algo de entusiasmo y emotividad. Una vez más sobre el cuadrilátero, acomodado en la esquina esperé que surgiera del camerino el rival de memorables proezas deportivas. Por separado, entre luces y palmadas los fanáticos cantaban. -Toda esta noche, minga de yirar, si hay pelea Loche en el Luna Park...bis, tango de Chico Navarro. Los periodistas destilaban ramales eslabonados de información a través de micrófonos, más lo que observaban. Yo esclavo de una ambición vegetaba preso en las paredes del coliseo Luna Park de Buenos Aires. Destruida la magia del tiempo que no admite pausas, terminó la zozobra del martirio que dio paso a la urgencia del éxito, a nadie mejor que a mí correspondía estar a la expectativa, en definitiva, quebrantado el ayuno boxístico espinó la oportunidad buscada, conquistar el campeonato mundial. Ya desde antes de llevarse las graderías, enardecido el público lo vitoreaba, a la par, cientos de fotógrafos echaban sobre el cuadrilátero el resto de flashes. Instantáneo a los registros fotográficos, El intocable Nicolino Looche traspasado por electrizante corriente de ovación, delineó veloz viento paseándose en la cima de una montaña, aliado a sus gestas recorrió el cuadrilátero. La aclamación explotó ensordecedora, en ring side aplaudía el personaje novelesco, junto al coronel Jorge Rafael Videla, sumado el pugilista Carlos Monzón, campeón indiscutible de los pesos medianos, abrazado a la vanidad satisfecha de la sensual Susana Giménez, congruente a la teoría de que el alma pertenece a los placeres, lo cierto es que sobrexcitó un blusón largo, de aspecto seductor certificó el domicilio de una voluptuosa, comunicativa y arrebatadora espinó la villa de recreo del deportista, atrayendo la atención aplaudía atosigada de pulseras anchas de oro para animar al gaucho, el desenfreno de su glamur mundano parecía envenenar la cara con una mezquina coquetería . Al mismo instante que pasaba la efervescencia El Intocable palpó la ventaja de su localidad. Justo, por encima del nivel de las cuerdas, emergí de un pozo de aire en súbito sobresalto al ser requerido por el referee de nombre Joe Cortez, individuo saludable, sufría prematura calvicie, vivía de favores y prebendas, experto en dirigir trascendentales retos de campeonatos mundiales. En un ambiente hostil, palpándonos los guantes fraguó las instrucciones ajustadas al reglamento de boxeo. Para bien del mendocino, intimidante la gritería resonaba en las tribunas. Ramiro cuya naturaleza firme de su mirada hablaba por él, aquilató inseguridad, muy preocupado permaneció adosado a la esquina, una y otra vez ajustándose el pantalón impartía recomendaciones precisas al carismático Tabaquito, denotaba gesto vago en que reveló impaciencia. Después de acarrear tantos insultos y culpas del empresario, ¿qué importaba otro exceso de agravios?, atraídos el uno al otro a este oficio, yo estaba repleto de conocimiento y destreza, requisitos especiales para ser campeón mundial. A mis espaldas resonaba el embate del público, saltándome cosas innecesarias del relato supuse que éramos los únicos foráneos. Ya eliminados los resabios juré sudar la gota gorda, inclusive, reventar para pulsear alguna posibilidad de victoria. Eso sí que sí, fiándome a la buena suerte pasé el guante sobre el cabello ensortijado, tic involuntario que me desahoga en estados apremiantes. La incertidumbre, el nerviosismo, el temor, la desilusión, generan el secuestrador apacible de nuestros sueños, casi real, retorcida vagaba la misteriosa conexión que dirige la eventualidad del destino. En relación con esto conviene señalar, nadie podía reprimir la renovada esperanza de triunfo que traería la redención económica. A mi vez endurecido en demasía opté clavarle mis ojos sobre sus ojos. Si éste era el responsable de tal algarabía, me apeteció averiguar lo que soportaba. Así le advertí un odio demente en el fondo de mis retinas, en esta forma lo sentencié en cualquier caso. En el transcurso de las acciones, palpé algo preocupante que evidencié de manera constante al herrar ráfagas de cuatro y de cinco curvos de izquierda y derecha, sin definición, o con definición, allí si creí en la agilidad del mendocino. Frente a tal cuestión conforme a su experiencia personal meneaba la cabeza excusándose del desparpajo técnico, producía un efecto de impotencia. No cabe ninguna duda, representó un genio del cuadrilátero. La agilidad, la astucia, no sobra decir, ambas virtudes eran inaptas del campeón, inclusive en esos intercambios de fragor boxístico, protegido por su embrujo no lo tropezaba mi jab. Yo no encontraba el aldabonazo que abriera la puerta del triunfo monstruosamente lejano. Y puesto que la voluntad está regida por la razón surgió de ella la obsesión de lo imposible, sobrepuesta en el cielo nubló un enigma imposible de resolver. Él, opuesto a mi aliento, latiéndole con fuerza el corazón destilaba en su nariz el sudor, el movimiento de cintura hiló tejiendo lo invisible; emboscado en un silencio, su sombra agazapada y movediza producía confusión, inseguridad. Si no fuera por eso me asaltó la facilidad de golpear la espalda de la leyenda argentina. A pesar de todo, y por absurdo que fuese, enganchado a una racha de frustración, lancé inútiles rectos de izquierda que repelieron exorcizar al intocable, poseía reflejos veloces y mucha fuerza en proporción con su peso. Yo a tronantes cogía trompadas del contendor, cada vez más fuerte, cada vez más rápido, no daba señales de ceder; recuerdo que de pe a pa veía en sus sediciosas mejillas destellos de plata, por lo cual, respiré lento para asegurar que la vista no me engañara. Y seguí así atragantado de coraje listo a preparar la riposta. Momento a momento, aflictivo el cuerpo técnico en los descansos me empacó drásticas estrategias, espoleó la pobreza en la cual subsistía, debajo de la máscara generosa del compañerismo. Y yo, desecho, pulverizado por el dolor casi absorbía todos los golpes del mendocino. El manager me contemplaba con una actitud firme, excitada, con la cual parecía, no tanto calarme para revisar las instrucciones que recibía, sino, hasta donde allanaban mi cerebro. Salido de sus ropas también acuñó resentirme, degradándome al rango de palenquero tetra h.p… referido a un insólito grado de vigor, capaz de llevar a cabo una hazaña, resolví enderezar el rumbo del pleito. A la suma del conflicto, saqué una varita mágica debajo de la manga, rescatado de la inacción invoqué efectivo conjuro aprendido de nuestros ancestros, metido donde lo invocan aporta un severo toque esotérico, infringidas todas las garantías celestiales fustigó a las ánimas de mis antepasados, obligándolos a ejecutar hechicera ilegalidad. -¡La derecha te saluda, mi izquierda te despide y cuando el perro desaté el nudo te harás visible… trac, trac, trac, te irás para atrás! Esto lo daría a la pelea un matiz de ocultismo. ¿Era una locura en pensar en cosas así en semejantes momentos? En fin, recurrí a tal mantra recopilado en el libro de Las Ánimas. A medida que pasaban los asaltos, cien veces mastiqué que el rival cacareaba magia blanca para evadir mis agónicos centellazos. Unos suspiros después, intercedido su conjuro por el mío quedó visible, tocable. Arreglado el problema de visibilidad apliqué el primer uppercut en la mandíbula con la precisión de un leñador, poco antes de la infinita misericordia de Dios aflojó los brazos, costaba trabajo creer que fuera el mismo boxeador, quien cambió mi triste pesimismo en una sonrisa. Muy parecido a un gallo desplumado recobró la conciencia de su ser, además, legitimó que la tierra boqueó abierta dispuesta a tragárselo. El público internado en la oscuridad rescató el silencio, absorbió ensordecedor bullicio en la profundidad de afiebradas gargantas. A punto de caramelo pinceló servir de pedestal a mis ilusiones, exorcizado no del todo, lo cual es frecuente en asuntos de hechizos, levanté otra vez los guantes para aniquilar al contendor, desenlace que interrumpió el inesperado corte de energía eléctrica, desvaneció nuestros impulsos replegándonos a las respectivas esquinas. En tal circunstancia, zambullido en la oscuridad no veía nada al límite del cansancio. Paralelo a ese incidente corrían pasos apresurados en esos corredores, pese a esto, muchos espectadores desgranaban risitas sarcásticas. Al reunir el fulgor del raciocinio, el hiriente chorro de luz de una linterna me cegó dejando reflejos de cristales en las pupilas, eso no logré pasarlo por alto. Partidario de ripostar lancé huracanadas de obscenidades al propietario del artefacto que me confundió con un ladrón de gallinas. El variado acarreo de madrazos alebrestó a las graderías dormidas, resultado de una conspiración verdulera, padecí en carne propia fisiológica agresión verbal, grajeándome la antipatía de los che, desprovistos de cultura replicaron los argentinos, a un lado y a otro, esgrimieron idénticas vulgaridades. De manera inevitable, enhebrado en infinidad de cables irrumpió el fluido eléctrico. Tras la suspensión forzada del combate por el premeditado apagón, en una fregadera de tempestuosos demonios reiniciamos la pelea, cabe anotar, acercándonos al sepulcro de pie soportamos el quinceavo asalto, metiendo el resuello en cavernosos pulmones apagamos el arrojo. Y por más incoherente que fuera la decisión, apoyados en verdades finitas insistía el grupo de colaboradores que gané la contienda, lo cual estaba muy bien. Al igual que dicho rival nuestro futuro dependía del fallo arbitral. El hecho mismo del entusiasmo hizo que, aglomerado en una sola emoción también especulé que conquisté el título mundial, sólo desde un punto de vista parcial anticipamos la liturgia de la gloria, primero que concretar el cuento de hadas. Dentro de los límites del análisis perfecto, vencidos los pronósticos adversos realicé esquiva proeza fuera del país. En un ataque global de revanchismo casi saco de un bolsillo secreto de la pantaloneta, la máscara que me regaló El enmascarado de plata, por la sensación de alcanzar a aquello que temí toda la vida, a aquello de lo que más feliz me haría, así el éxito colonizó a la mente borrando los recuerdos de la pobreza; colgado de una revancha anunciada merecía usarla, actitud que alteraría el orden del boxeo, ilusión engañadora de mi rapidez mental, la prensa destacaría. -¡El boxeador enmascarado de Colombia ganó el campeonato mundial! Ningún medio de comunicación nacional envió un reportero registrar el acontecimiento, fuera de toda lógica el argumento concordaba, por otra parte, llegar a Cartagena y aprovechar esta coyuntura, convocar urgente rueda de prensa, también a magnánimos dirigentes deportivos, apersonado del desquite despojarme la máscara del rostro, hasta más no poder restregarles, el negro que suspendieron flameaba el nuevo campeón mundial de Welter Junior, e indigestado de orgullo pasarles por sus narices el título ganado en el exilio deportivo, de paso, arderían de rabia, ajenos de valorar letales condiciones técnicas. Es probable que elegido por el individualista autodominio, en un estadio de esclavitud de la razón, ésta indicó no protagonizar tal novela, ya que el triunfalismo es traicionero, eso sí, es más traicionero que el destino, al dejarnos llevar por todas las locuras del subconsciente. Llegada la hora de la verdad, el anuncio del animador anestesió la progresiva fantasía, de manera instantánea, puesto en marcha el rastreador visual estuve pendiente del fallo ataviado de ávida expectación, vilipendiado por los abucheos australes, calmaron el papel de los derrotados agrupados en medrosos oprobios. Al sufrir la violenta reactivación del público, menos ruidoso que el oro pisé el centro del ring, reinaron dos segundos de silencio abrumador, luego, el referee tomó la mano derecha del intocable y lo declaró vencedor. A raya, frente a ese montón de bochincheros troquelé un hombre derrotado. Este cuadro de parcialidad halagó a los fanáticos locales, muy frenéticos, o qué sé yo… drenaron el tesoro de la victoria, compensación de árbitros que vieron diferente contienda, examinan el mundo del boxeo desde la coyuntura del nocaut, allí para ganar el retador foráneo tenía que matar a su contrincante. De inmediato, la piel flamígera de Nicolino Locche brilló encendida, ni el mismo sustentó creer el laudo arbitral, brincaba, blandía el puño, o mejor dicho, imprimió jubilosa vivacidad. En lo que mí respecta, a través de las rejillas de mis pestañas con ojos de sicario asesiné a los jueces. A paso de tortuga traspasé un portal de repudio patológico, hay más, amañado fallo desencadenó la tragedia en la delegación sitiada por hostil afición. Camino al camarín, sin pasar inadvertido, preso del más terrible espanto rehusé huir a la Patagonia, aquel no era el lugar ni el instante. De principio a fin aquel estado histérico de la victoria amplió el proceso de idolatría. El intocable salió en hombros triunfante de discutible resultado, sacudía el rayo ineludible del orgullo en el porte de su estatura, propio de su virtuoso temperamento y carácter. El reloj pintó y dibujó imparable marcha, la abstinencia de celebrar onduló aplazada. Está claro que existió juego sucio, esto dejaba bastantes cosas en que pensar. A todo esto, adoptando expresión alterada invadimos el camerino, una vez más, inconmensurable la derrota pesa sobre las espaldas. A la altura de los acontecimientos, arrancado del sueño de campeón enfrenté la culpabilidad del fracaso. No obstante, arrastrando el calvario crucé la agonía de tal irresponsabilidad. Y de modo lento, mirándome al espejo recreé pasajes del combate donde cociné sentenciar la contienda. Es preciso entender que, aplastado por un sonambulismo trágico lloré de rodillas, bajo la sombra profunda solidaria del grupo de trabajo. Al margen de mi inserción al derrotismo, indagué a mi traspasada conciencia el porqué del extravío de la razón, el dios de ella no respondió. A su turno, cernidas las tinieblas alrededor del espíritu certifiqué un descenso a los infiernos, así esperé catapultas insultantes de empresario por dilapidar tamaña posibilidad. Bueno, no es que le faltase razón en muchas cosas que reclamaba y sentía, pero su inconsecuencia en algunas de ellas lo sacaba de quicio. Una parte de mi cerebro ardía en deseos de decirle, por lo menos, una disculpa por lo sucedido. Contra mi voluntad me estremecí al posar su pesada mano encima del hombro; sin más ni más, a pleno pulmón increpó insultos contra los jueces, también su irritación en sus ojos de brujo blanco enseguida desapareció; extinguida la espiral de ignominias la emprendió conmigo al afirmar: -¡Aquí sólo valen los resultados no las excusas gran pendejo! Ya metido en mi cabeza procedió a usar toda su franqueza para destacar la cantidad de dinero invertido y la gravedad de estar en la banca rota. Algo jadeante, revuelto de coraje tumbó el trasero en crujiente silla, brillaba en acalorada atmósfera el resplandor de una bombilla del techo. Dentro del ciclo de las transmutaciones retrató que ordenaba su incansable máquina de trabajo, tenía atento los oídos al ruido molecular del icopor del cielo raso; cansado de oírlo mermó la imprevisible cólera, simboliza la fragilidad humana. Tranquilizado un poco advirtió. -¡Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesivos, al irlos dejando atrás buscar otra pelea por título mundial! No me hizo muy feliz la idea de esperar, esto pareció que me envolvieran en burocracia y arrojado al cuarto de San Alejo. Y hacía otras angustias, absorbido en ese oasis de luz adopté la posición fetal soñando en la revancha, ya que, cualquiera que posea un grado de empatía comprenderá la amargura por la cual atravesaba. La obstinación del grupo una vez apagada más no extinguida del todo con rígidas zancadas evacuamos el coliseo. Al parecer este viaje no iba a ser igual que los otros, llegar y salir del aeropuerto. Para evitar la crítica de la prensa venezolana, lástima que el avión no atravesó El triángulo de las Bermudas, lugar de desapariciones o cualquier sitio de esos. Así que…hundidos en andrajosa cueva del mutismo aterrizamos en Caracas. Pasados los almanaques, pensé que moriría recordando y esperando otra nueva oportunidad, quemado el pan en la boca del horno seguían tronando las velas del fracaso en algunos medios de comunicación. De todas las formas, resistido el destino a nuestros propósitos me carcomía la insidiosa pobreza, al no poder evitar pensar en tal frustración, aplicando maldiciones palenqueras vociferé a espaldas de Carlina. El rigor de la conciencia sugirió, huérfano de justificación sólo quería estar arrullado entre sus brazos, envueltos en tinieblas desaguar el sinsabor del descalabro, y, supurar la tristeza al ser acariciado durante horas para escapar de estacadas consecuencias. Si, por supuesto, enmudecida abrió su corazón lleno de suaves algodones, lloró con la fuerza del mar adherida a mi particular sombra, prueba del amor que juró hacia este hombre desordenado que debe asimismo la desgracia y culpa a la escoba de la suciedad. A la larga yo no tenía nada que decir, don Manuel estaba de visita, conmocionados fundimos conmovedor abrazo. Y la negrura de mi mente nos cubrió igual que un manto, escuchando el rozar jadeante del viento estremecía las tejas de zinc oxidadas. A raíz del infortunio pretendí darle puntapié a todo lo obtenido, mis esperanzas, llegaban a su fin. Conformándome y animándome, basado en que todo sucede y vuelve a suceder y cada vez significa menos transcurrieron los meses, afronté situaciones económicas penosas, lo mismo, siempre lo mismo, el ajedrez boxístico de los Welter Junior permaneció estancado. De esta manera, cerradas las puertas mentales disipé mis sueños de campeonato, diezmado por el conflicto de conciencia andaba de iglesia en iglesia, oía la misa de rodillas para derramar el agua amarga de la culpa y mitigar la desventura. Más o menos, despojado de fantasías ajeno a mi voluntad del cono sur soplaron buenas noticias; Nicolino Locche aprobó el reto de Peppermint Frazer, panameño, excompañero de habitación que endosó de inmediato una radiante sorpresa. Dejado de lado el pesimismo, mis deseos precedieron la impetuosa carrera hacia el campeonato. Y en la disolución de lo opuesto a esto, al ser derribado por la novedad evoqué, competimos en varias oportunidades en calidad de fogueo; mientras fingía concentración en dicho trabajo, me enteré a través de la radio de un automóvil que tranqueaba. Resuelto el obstáculo abandoné la estación de gasolina, a cualquier hora del día llamé a Ramiro Machado, hombre seguro del presente afirmó. -¡El pasado claudica en el ahora! Si bien es cierto que carezco de esa capacidad de motivar al motivador. El manager rescatado de la inacción inevitable primicia lo motivó a entrar en acción, a medias, guardó razones profesionales para esperar el desenlace de la contienda. Apenas era creíble…casi era cosa de imaginar. De mil modos, tomado cuerpo el clímax del sufrimiento presentí la llegada inminente de mejores tiempos, ya que el camino del éxito estuvo escrito en frases que curaron mis males. El desafío fue programado en ciudad de Panamá. Tal vez mejor que ningún otro, rumié seguro que el amigo enfrentaría a un desmarañado boxeador a causa del combate frente a mí. No tanto por culpa del recuerdo festejé, sino, por los adelantos técnicos de Frazer. Durante el transcurso de mi reinado alteré el curso de varios colegas, cursada la orden de aniquilamiento reversé la violencia en implacable diversión. A la tesis de matar o morir, desprovisto de algún atisbo de piedad, quienes me enfrentaron pocos volvieron a subir al ring. Más allá de la dimensión del temor, balaustrados bajo la marea de la frustración, carecieron de coraje para superar el infortunio de la pérdida. A favor del sinónimo de jubilación, desalentados sus espíritus prefirieron el retiro. No vi entonces lo que ahora advierto de manera clara, dado al conocimiento matemático del boxeo, el cuerpo técnico abstuvo de pronosticar el resultado del combate. Peppermint conocedor de conjuros y de oráculos, coleccionista de estampas de santos, amante a la lectura de tiras cómicas, menos que más amplió sus horizontes intelectuales. En ocasiones desmigajaba la melancolía observando una fotografía de los suyos en la pensión de la señora Bruna, iba y venía del gimnasio silboteando murgas panameñas. Exactos, todos lo consideramos justo aspirante a la corona mundial de trajinada categoría. Tras unos preparativos bastantes optimistas, recibimos la buena nueva a través de la radio Nacional de Caracas, trasmitió la velada boxística. El retador aprovechó la ocasión para ganar el campeonato, muy pragmático por experiencias que iban más allá de las propias, ante las cuales sabía que sería pionero de su decoroso destino, a buena hora selló un adiós a la pobreza aclarando su siniestro imperio, contiene el negro metrónomo de necesidades. Muy al fondo, en sus fecundas neuronas vuelan visiones sorprendentes de superhéroes, cuántos obstáculos sorteó a través de escabrosa senda hasta coronar la cima. El intocable estaba madurito, el panameño cosechó la ventaja, un amague de golpe de inmediato caía redondito a la lona. Expresada esta conclusión, el argentino peleó aporreado por la golpiza que le propiné; apreciándolo en dimensiones reales le causé contundentes daños. No planeando en colgar los guantes el triunfo de Frazer fabricó la llave que abriría el candado de ese propósito de ser campeón mundial. Aparte de pensar sin cesar en mi viejo amigo, nuevo monarca de los Welter Junior, relativo a los invariables principios de la realidad, encarné un monumento de emoción estática, sobre la extraña alucinación del futuro avizoré otra nueva ocasión de disputar el título mundial, claro está, dependía del promotor, de su capital dependía mi futuro deportivo. A través del desarrollo del pleito, Tabaquito, mordía sus dedos, despeinaba el afro, expiraba alivio al terminar cada round, en posición defensiva mitigó a la distancia el arrojo del antiguo discípulo, también, esquivó de modo literal rectos del mendocino. En general, persuadido por su alumno que llegó lejísimos, de acuerdo a la evolución del combate contraía gestos de dolor en corajudos intercambios de golpes. La naturaleza radical de esa disciplina del manager volvió a ser excesiva, dando prioridad a una posible contienda frente al nuevo campeón de las ciento cuarenta libras, arriado de compromisos bancarios enfiló la artillería a tal propósito. A los pocos días, dotado de una capacidad de cálculo concretó el compromiso deportivo. Captada la diferencia entre el perder y el ganar y ganar y perder sin ser capaz de mostrar la diferencia a los demás, de allí también deduje: -¡Es mejor ser rico que pobre! Yo requería un esfuerzo de mi voluntad para traducir mis pensamientos desordenados en disciplina, aparte de la sensación de desquite, cautivo de anhelos personales desatendí obligaciones conyugales; también alejado de triviales elementos distractores, llámese trago, rumba, marihuana. En direcciones cambiantes sonaba una campana de advertencia dentro de la cabeza. A expensas del reloj el factor esencial del hoy, imperdonable goteaba el tiempo. El cálculo de la astucia de antiguos contrincantes me llevaron a recordar que cumpliría veintiocho años, por consiguiente, desvanecida la cara de niño malcriado que nunca supera la desilusión de una frustración, acogí singular imposición del brujo blanco, Ramiro Machado. Cualquier madrugada de un viernes trece de septiembre, consumada crucial entrevista telefónica con el mentalista Urie Geller, sincronizó desde Israel la relojería de mi locura. Llegado a este punto la respuesta resulta obvia, buscamos la híbrida rendija que condujera al misterio del triunfo. Él sugirió replegar fotos del rival por doquier, detrás de puertas, en el reloj de muñeca, fundir en un plato la silueta del panameño derivado en la lona, ante lo cual, comiendo saborear tal premonición, el mismo chauvinismo en la cuchara, bordarlo en tendidos de camas, estamparlo en servilletas, rollos de papel higiénico, manteles, incluida la billetera, molestaba asaltada por la fotografía del campeón. El promotor deportivo apoyado en conjuros de la bruja Regina Once salpicó las paredes del gimnasio de afiches. En una vocación de sacrificio no lo consideré innecesario. El entusiasmo de nuevo germinó, a la final, entrené preso en hipocondriaca red obsesionante de retratos. La tendencia de sembrar mis ambiciones las contraje en un hábito, no renunciar a la ruta que esmerado cultivé. Es fácil juzgar que suene vulgar y ridículo, empero, tomé el reto en serio. Una tarde presencié inesperada extravagancia, el gimnasio exhibía gigantesco mosaico de mi fotografía de campeón mundial, medio metido medio salido en tercera dimensión; sujeta a retoques, tenía la inexpresiva rigidez de ojos de una estatua. Dicha imagen me produjo una fiera alegría en el corazón, desde luego, ante inesperada exposición de optimismo, temeroso de los sucesos precisé: -¡Quien busca con excesivo afán la gloria atrae la burla! La expresión del rostro de manera misteriosa cambió cuando espabile. Vagando entre el pesimismo y la firme esperanza, serena, jubilosa, respiré bajo su inacción. Tenida en cuenta la imbricación entre la realidad y la ficción, preñado de augurios y regocijado, en aquel póster alzaba el cinturón de las ciento cuarenta libras. A no dudarlo, rodeado de comentarios vertí en el iris un relámpago de compromiso. Bien, más vale no hablar de esto, ya que al hablar de esto atrae la mala suerte. Pese a tanta discreción, necesito decirlo, sin tregua intervino el alto concepto de invención de Ramiro, perseguía seguro el campeonato, poseía los recursos económicos para palearlo, tan dedicado que, mandó a desgarrar los afiches del contendor, basado en fríos principios espiritistas indicó incinéralos en horas de la madrugada, para ello exigió mi participación. Rodeados de reliquias familiares, sobre el piso elaboramos con las fotos en llamas el tetragrámaton, pentagrama cabalístico por excelencia. Otorgada la aprobación de los dioses africanos mediante un relámpago seguido de un trueno retumbante, machacamos en un mortero las cenizas, cerca de la antesala del amanecer propagamos una danza exotérica; agitamos cascabeles de armadillos al ejecutar este sinuoso procedimiento, en dirección a Panamá, disfrazados de hechiceros cantamos. -¡Águila harpía muerta, águila harpía noqueada, águila arpía desplumada, soy yo, y no tú, el que tiene el derecho al campeonato! A los que integran esta clase de ritos no les interesa el tiempo ni la distancia a quién va dirigido el maleficio, detrás del invocado están millones de demonios, él es el paradero de ellos, del mismo modo que es el punto de partida de otros hechizos. Apenas analizada su naturaleza que resulta una incertidumbre total, de regreso a la casa repetí el rito, esfumé las fotos del contendor siendo remplazadas por las del campeón mundial, insistió el brujo blanco, haitiana táctica debilitaría el espíritu guerrero del panameño, socavándolo sin intuir la menor sospecha, amansaría su desarrollado ímpetu demoniaco. A riesgo de perderlo todo, el apoderado boxístico orientó mis ilusiones en una trama de artimañas. Poco a poco me convirtió en la pieza más preciada de sus intereses económicos, a lo cual, resignado al sarcasmo arrastré una inversión metafísica que funcionaría. Lejos de exceptuar su ambición, conservando el rescoldo del culto me obligó a memorizar determinante mantra: -¡Yo soy el Campeón Mundial! En una especie de pueril asombro, reforzadas las defensas metafísicas orbité en Geller premoniciones, pronto la epidemia de fotografías quedó atrás, al viajar a ciudad de Panamá en medio de la realidad onírica del optimismo, en este caso, eslabonó un enlace soberbio de coincidencias. Y de puro milagro apareció en escena el periodismo nacional, atraída por la pelea de Argentina sólo aterrizó la cadena radial Caracol. Esto sucedió, y no otra cosa, iluminados de curiosidad en un entrenamiento previo a la disputa, poseídos del sentido de deuda informativa, asomaron acosadores micrófonos los reporteros, Edgar Perea Arias acompañado de Juan Gossaín. En cierta situación, no muy clara, más que temida, la prensa deportiva nacional me condenó al patíbulo del fracaso, aplicó sus propios criterios boxísticos decadentes, saciada de malos augurios dispensó una que otra rendija de esperanza de lograr lo imposible. En suma, después de emigrar en la miseria hacia Venezuela, desbarrancados de admiración vieron tronar centellazos demoledores que resintieron al sparring Kike Correll, oriundo de Puerto Rico. Tan luego, sin concederme un instante de reposo y urgido por un instinto de subsistencia me lancé al rubicón, sabía que estaba en el lugar indicado, el lugar donde tenía que estar, a nombre de Colombia. En medio de todo este trajín, caído en la tentación del revanchismo quería asolar el país arrancado de nuestro territorio, a falta del cómo, despojar la corona a su hijo natal en El gimnasio nuevo de Panamá, consciente de la ventaja sicológica que me proporcionaba un hombre ya rezado. La verdad es que, moldeé a mi gusto ocho días de preparación para la hora definitiva. A riesgo de que tache usted incoherente mi narración, fuera del libreto, por una fracción de segundos protagonicé la siguiente película, incluido el diálogo. A menos de cinco metros, sucedió algo inesperado, en cierto intervalo de reposo el olor a whisky del bar del hotel Astoria acarició las narices, más las vísceras del libertinaje, frente al presente benigno sentí enraizada vacilación. Esto no es todo, ya identificado el peligro antepuse las perspectivas de éxito que arrinconó la tentación. El juego de las condiciones del destino puso a mi alcance en la recepción la estampa de San Judas Tadeo, santo patrono de las causas imposibles. Al igual que cualquier curioso, adecuado en la creencia católica forcé un encuentro interesante; propietario de elegancia espiritual merodeaba un sacerdote de nombre Jorge Mario Bergoglio, de origen argentino, hincha del equipo de futbol San Lorenzo de Almagro, sumergido en sotana franciscana al abórdalo me aclaró que, el veintiocho de octubre devotos festejan el día del santo. Ese instante vespertino, ni aquí ni en aquella iglesia, ni en ese templo ni en ese santuario oré, dotado de un carácter difícil de domar lo hice dentro del espíritu encomendado al santo mencionado. La noche previa a la contienda respiraba preocupado ante crucial pelea, y, no, no importaba que, el pensamiento lo tuviera medio confundido, luego, empapado de fe y arrodillado junto al lecho en el relente de la madrugada acaricié los guantes santiamén veces, esto ocurría cuando estaba ansioso, vencido por el desvelo los utilicé de almohada. A simple vista la disputa sería bastante reñida, preguntándome, cómo doblegar la áspera resistencia del rival. Allí mismo, sin dilación ni mermas, en terca vigilia recordé que años atrás intercambiamos nuestras mañas boxísticas, vibrantes anécdotas del pasado me estremecieron, ya que la sombra de cada reflexión poseían apenas, la suficiente profundidad para ser analizadas por mi intelecto. El efecto de mi egoísta costumbre de polarizar me llevó a no divagar en ellas, lejos de merecerlas. Afuera, dimanaba apacible la luz plateada de la luna, oculta secretos del universo, de ella en esos minutos de escepticismo, aprendí la naturaleza engañosa del destino, siendo implacable y justo. A fin de cuentas, concedido este corto período de vida en cada instante veo las claras imágenes de mi ocaso, esculpe una larga amargura inconfesable que quema lo indecible. El resplandor enceguecedor que surge de oriente asaetó los edificios de ciudad de Panamá, envueltos en una corriente apacible de aire. Distanciada del hotel, dos columnas de humo desprendidas de chimeneas de un trasatlántico dibujó el eterno rezo de espíritus muertos de fábricas, sombras pasajeras que borró la brisa, secuenciales trazaron historias apócrifas. A pesar de lo fugaz, apoyado en reflexiones espaciosas concluí que salieron a saludarme, sea que toda situación con que nos topamos despiertan ecos diferentes de un individuo a otro, y la presión que una situación puede ejercer sobre nosotros, quise decir, campeón y retador, cada uno vivía en una elección solitaria. A lo mejor, el deporte relativo a los variables principios de la suerte, el humo planteó un obstáculo que resolvería dentro del rectángulo, preludio de dos almas que lucharían sin otorgar ventajas. Frente a ello, en el fondo de mi organismo bullía un sentimiento difuso, el cual impedía concentrarme en lo que tenía que hacer aquella noche. Más inquieto que los malos encuentros del pasado, de cara a lo inatajable brotaron algunas posibilidades; temeraria absolución del destino atraería cambiantes aplicaciones, y más fuerte que la tempestad, embriagó el corazón de esperanzas. Un sostenido soplo desvaneció el juego del humo, depositario de secretos el mensaje amarizó consumido. Esa mañana a eso de las once, en fila india apareció el equipo de trabajo, al margen del insomnio esparció cordialidad. Y no tengo otra cosa que decirle, encajado en triunfal esquema proclamó la primicia de ganar, sin suponer que dentro de mí habitaba un enemigo oculto que ya venía en camino. Apenas sí acertamos a no aprobar más entrevista, pese a las múltiples dificultades técnicas de última hora, aferrados a la pantalla repasamos dos peleas del panameño, dado que de pronto homologara cambiar de táctica. Tabaquito impartía donde detener la proyección. Ramiro todo un genio en planificar el ascenso boxístico, basado en repugnantes palabrotas despertó el enorme talento que golpeaba encerrado en los puños. Un breve refrigerio, con más determinación que prisa husmé por todas partes hasta encontrar los guantes, y, después, al avanzar despacio concurrió un estremecimiento nervioso. Sin encaramiento ni displicencia, dentro del caos más apurado y aislados del periodismo traspusimos el vestíbulo, dispuestos a que el espejismo del campeonato no desapareciera. Yo ajeno a la opinión pesimista de la prensa, secuestrado por la comitiva descargué una calma profunda, gracias a inusual fenómeno numérico de dinero manifesté: -¿Será esta la vencida? Y, cuando llegó la hora de la verdad, estrenando cultura panameña derramé por los poros el monstruo del necesitado, montado en tantas esferas maravillosas de la fantasía que tiene su propósito y su propósito…soñar; tenga en cuenta que estamos hablando de 1972. Ya sobre el cuadrilátero incomodaba el tropel ensordecedor de ardiente gritería, a través de la columna vertebral el nacionalismo subió exacto al mercurio de un termómetro. Y el caso es que por culpa de mis aprensiones, en calor y ornado de persecución encaré al adversario. Tabaquito masajeaba mis hombros, terapéuticas manos ejecutaban movimientos que sólo ellas pelearon realizar, restablecían fuerzas ya olvidadas. El aceite brasilero que utilizaba era proveído por una colonia de pescadores del Amazonas, daba vigor y reflejos a los músculos, también lo usaban los jugadores de futbol en la selección carioca. Casi demasiado fugaz para ser visto lo extraía de un envase en forma de duende. Justo a tiempo, ungido mi corazón elevé el ancla de los sueños hacia el dios Katapul, guardián del templo de los brujos sonreía en las alturas, descoció cortinas de nubes que dieron espacio a que sus ángeles vieran la velada. Puesto el pan encima del horno retumbaba el bullicio de fanáticos. El efecto colateral de la tribuna, la normalidad visual, más el despliegue de militares llenó de solemnidad la ceremonia preliminar. A causa de un tirón en las entrañas comprendí el riesgo de romper el cántaro y derramar la leche, en resumen, esto activó mis receptores internos que continuaban alertados. Más veloz que el viento, revuelta en metálicos resplandores contrariando sus rimas sonó la campana. El movimiento integrado de los músculos ayudó a concentrar todas mis fuerzas en los puños. Y a lo que vinimos, a pelear, ambos lastrados de confianza. El primer round radió de estudio, Peppermint en una especie de frenética autonomía, desde el segundo asalto arreando puños de derecha e izquierda inclinó la balanza a su favor; aspirando aire caliente asimilé aborrecible golpiza, lacrimógenas trompadas me nublaron los ojos. El santo grial del público aplaudía, ni muy amistosas ni muy nuevas estallaban las graderías, entonces, me encuentro acorralado y soy testigo de algo que entendía, de parte del monarca sin avisos, no atiné evitar los jabs, volados de izquierda y de derecha. A las primeras de cambio por fortuna no tenían la contundencia para que yo doblara las bisagras de mis rodillas. Atizada de presentimientos favorables la muchedumbre saltaba excitada, convencida de poseer un excelente campeón. El silencio mortal del cuerpo técnico me sobrecogió, bajo la presión subyacente del sofoco, acantonado en mis suspiros resistí destructores embates. El panameño afianzado del combate recurría a su artillería pesada, demoledor, sin equivocarse de destinatario me teledirigía cada trompada. En tal desesperación especulé que la vida seguía burlándose de mí. El empresario venezolano justificó reanimarme telegrafiando psíquicos oprobios; enredado en la confusión nada encendía a La Centella Negra. A la espera que llegara esa sensación que encendía a La Centella Negra pero no llegaba. Yo saturado de moretones y hematomas me adecuó en su saco de entrenamiento, a merced de inapelable crudeza profesional, acentuó el rigor de inobjetable campeón mundial. Bueno, peor aún, encomendado a Changó indicó que el hechizo no funcionó. Eso explica por qué él nunca fallaba cada golpe que lanzaba. Y cada vez más, cada vez más seguía olvidado de Katapul. Al borde de la tumba, abrigado por el manto invernal ineficaz de sacar mis mejores golpes, urgía encontrar una expectativa. Trasladado en una especie de rotundo fracaso, al emprender el panameño de nuevo la iniciativa, en simultánea, hacía saltar de mi cara ennegrecida gotas encendidas de sudor. Puesta en duda la lealtad de mis puños, avanzó el conflicto, promediaba el sexto asalto, el segmento de complicada disputa no me favorecía en nada, corriendo tras la liebre apunté la contienda a su favor. En esta instancia, el campeón experto en dominar lo invisible tomó posición, mediante el método del bombazo lanzaba el jab entallándolo frente a mi nariz chata, a base de potencia anidó el enfático discurso de sólidos puños, diseñaron la rudeza brutal de su rechazo a la derrota, contagiado de enjundia fotocopió practicar conmigo. El resultado parecía resuelto, en tal situación, nadie negoció consolar la asonada en la esquina patriota, de Ramiro Machado reprimida su bestia interior, el episodio de alguna manera acalló los insultos, yo embutido en sus corneas no reaccionaba tallado de impotencia, cuyos lacerantes madrazos perseguían envenenar el alma con misiles de obscenidades. Edgar Perea, no cesaba de trasmitir, Juan Gossaín, atragantado de impotencia tomaba notas de inobjetable lección de boxeo. En el estado físico que me encontraba, carecía de trasmisión en las piernas, gracias a Dios sonó la campaña con el tañido de esquina rota indicó el final de round. Ya que si no podía encontrar la distancia precisa para ripostar al menos si podía descansar. Aprisionado en ataduras de la impotencia tomé asiento, a la vista de todos sentía la cabeza embobada. Bañados en sudor concurrió el grupo de colaboradores. Fuera de su piel los fanáticos esparcían términos desobligantes. El promotor venezolano no sólo embestía furioso, también delineó aspecto sombrío, esponjado de rabia sacudió el balde encendiendo las sienes contra el equipo, montado en cólera los tiznó de insultos. Pues esa vez, hecho un cisco entubó voltajes de adrenalina al conjunto de empleados que, presurosos y automatizados hicieron su trabajo. Yo acostumbrado a luchar contra la adversidad coincidí en escupir, je, je, je, despedí sólo burbujas de saliva seca. Tabaquito colocó el protector bucal, instante que aprovechó el desbocado manager para drenar la ofensa más dolorosa que recibí en toda mi vida, de súbito aquel agravio cambió el color del cielo, despertó el odio y a La Centella Negra. -¡Anoche me acosté con doña Ceferina! Sin dar siquiera muestra de respeto escogió cruel método para activar mi furia, acogido a los beneficios de su papel de benefactor. Yo me enojaba por todo, revueltos los intestinos me puso en la rampa de la chifladura, estuve a punto de bajar del ring para romperle las esclusas de sus dientes, propinarle avalanchas de trompadas, a fuerza de repeticiones regarle el agrio perfume de la revancha, enseñarle que no tenía ningún derecho de maltratar a sus protegidos de inicua manera. A instancias de su sensatez, Tabaquito, impidió la secuencia palenquera, mi adusta expresión no destelló hospitalaria, no obstante, en una plegaria articulada retraté en el contendor la obesidad del apoderado. Para mi gran asombro, circuló en mis venas la carcoma rabiosa de un negro ofendido; destapado el tapón de la cordura revoleteaba el honor, desde luego, tocado de locura antepuse el bando del incontrolable, distinguí la nota musical del triángulo esquizofrénico, antorchado en una llama exterminadora de sueños ajenos me abalancé hacia el campeón mundial. A la hora imprevista, ni el rey de las narices chatas quedó igual ni el hombre fue el mismo. Al notar la viga de concreto que le venía de punta elevó la guardia para retomar su ritmo demoledor. A lo máximo, yo dopado de cólera desencadené la tormenta, cuerpo a cuerpo, frente a frente y cabezas agachadas, intercambios violentos de uppert y de uppercut, rectos y cruzados de parte y parte. En veredicto condenatorio madrugaron las fuerzas cuadriculas. A raíz de mi avidez agropecuaria lo grueso de la tempestad de puños estaba por caer sobre él, empero, insensible al ambiente hostil, en pleno rendimiento gesté andanadas de trompadas, llevando la iniciativa propiné letal gancho de derecha al hígado, privadas las lombrices y la solitaria dobló el tronco, del chiquero roto de la boca brotó el protector bucal, primero blanqueó en el borde de los labios negros, aglutinado en sus escombros desparramó hecho añicos encima de la lona toda su fortaleza. No sé cómo, escondido en el túnel del triunfo fabriqué su temporal de invierno. A partir de tal demostración de poderío, sin apelación asumí proporciones sanguinarias de verdugo. En las tribunas, veteados de incredulidad los espectadores no escondían el estupor, mucho menos mis acompañantes. El veneno que absorbí del venezolano originó el efecto esperado, más agresivo que cualquier mortal, me engrandecí indigestado por esas parrafadas de vituperios que, ensañados gestó indomable violencia. Resuelta a mi favor por el instante la contienda, correspondiente a la situación de una vida nueva que me creaba, me propuse sostener la iniciativa del combate. Y despierto el ardor belicoso busqué la esquina neutral, dando un paso adelante el árbitro llevó a cabo el conteo de protección al monarca avasallado. Ahora que lo pienso, rastreé su mole de carne destruida con la precisión de una antena exploradora, bajo el soberbio esqueleto del gimnasio nuevo de Panamá. Allá, caído del catre del triunfalismo vibró enmudecido el respetable público. Escasos colombianos estallaron de alegría. Para colmo de su infortunio, amontoné en la sangre la hemoglobina de guerra. Retorcido el reloj de arena el campeón activó los motores del alma y volvió a ponerse de pie, catalizado por los aplausos debatiéndose contra el rígido destino, revivió para negarle la victoria y llenarlo de temor. Pese a todo, en mermado estado físico retornó a la contienda, ¿cómo volver a imaginar su figura por dolorosa que parezca?, amalgamado de rudeza mis rayos infrarrojos escanearon su desgaste corporal, revestido en fanfarria de inseguridad, delineó una estopa apagada. Listo a enviarlo a los guantes de Morfeo, convertido en su inesperado aliado el gong indicó que finalizó el séptimo asalto. Los siguientes rounds contabilizaron de trámite, agazapado, encorvado hacia adelante, semejante a un leopardo próximo a brincar encima del contendor tejía el golpe de gracia sin desespero. Entre tantas vueltas que da la vida, renovada la llama del optimismo sincronicé versado boxeador, alegado del ataúd resurgí más suelto, ¡ah, pero qué bien!, ¡usted no lo imagina! Unido a la constelación de la felicidad albergué la confianza de sepultar la pobreza. Ante el silencio del público, disipado el afán los asaltos mimetizaron parejos. Ambos llenos de sufrimientos esencial, yo por el deseo de noquearlo, y él, por no dejarse noquear. A portas de su desastre personal, exento de tregua llegó el décimo round, atizado de calidad técnica rompí las esclusas del panameño. Él inconsciente de su destino no soportó contundentes andanadas de jab más uppercut. Expuesto a la necesidad de llevar el tren del combate asesté un recto demoledor que denominé El quita sueños, dada la fulminante rapidez de matizado centellazo: justo explotó en la matriz del mentón que lo estremeció en convulsiones de descargas eléctricas, acrisoló el foco cegador del sol en sus devastados ojos. Las sombras de espectadores desinflados flamearon sobre las paredes, tocaron el techo y cayeron a la lona igual que el campeón. Un sentimiento de alegría me apretaba el alma, entretanto, desenvuelto en un sentido opuesto al que él imprimía cayó sobre el ring, amontonado en respetable masa de carne temblorosa. A juzgar por los hechos detallados, vestido de pesadas tinieblas vencí la clepsidra fatal del tiempo, increíble, en sólo segundos atenacé la hazaña. Ahí tendido pataleaba el excampeón mundial, establecida la diferencia técnica convulsionaba tan elogiada corona, caído inspiró ver afanada mosca atrapada en una red de telaraña viscosa. Ante la presencia del carácter de la calamidad, clavó al cielo incierta mirada agonizante. El pedestal de mi gloria roncaba indefenso, contemplé una visión que sublimicé más allá de mi alcance; cuan plegaria de pecador suplicando elevé los brazos, grandioso e irreducible recorrí el cuadrilátero, al avanzar me admiré de acuchillar de manera contundente el fracaso. A la luz de los flashes tenté en la oscuridad y encontré la riqueza, bordado de ondas de victoria dicté el desalojo de la miseria del hogar. Y renuncié a todo para lograr el objetivo. Ésa es la clase de sacrificios que nunca pude hacer para evitar la tragedia y creo imposible que otra persona pueda hacerlo por mí. Monotemáticos cantando cumbia colombiana conformamos internacional mosaico carnavalesco, allí reinaba esa mescolanza que no distingue clases sociales, surge cuando a base de sacrificios el individuo alcanza el triunfo. Invadido el cuadrilátero por el equipo de colaboradores lloré, lloré, y lloré, acción de los sentimientos encontrados...detrás de filas de palabras mi lengua tartamudeó pegada, emuló a la ruina compulsiva que yacía tendida, camino a aprender una nueva lengua, la del dinero, el reconocimiento. Y desde esa perspectiva, rebosantes de nacionalismo salían de todas partes eufóricos compatriotas; dándolo por sentado, yo, anhelaba leer en el libro de mi propio yo qué significaba el éxito. El entrenador me izó paseándome a través del ring, viajaba en una estopa de sueños cubierto por el tricolor nacional, no sabía si era yo, o era otro, renaciendo en esta nueva apariencia creí encarnar un legendario héroe de guerra, sólo faltó el follaje de laurel antes de adoptar la forma terrenal, lejos de pensar que más adelante sería ungido en el emperador indiscutible de esta categoría del boxeo mundial. De vez en cuando me decía -¡caramba que alboroto!-, eso me venía muy bien. Puesto que el ideal platónico de felicidad está vinculado con la concepción del alma, contorsioné los ojos para verme a mí mismo, fuera del yo interior, el alma sugirió enfocar al fondo del coliseo inmensa águila tricolor. Medio humana, medio divina, sobresalía del conjunto el ave preferida de Napoleón. En incontrolable euforia, desplegaba majestuosas alas brincando en repletas graderías, dirigiéndome electrizante mirada orgullosa, increíble, desfogaba el inconfundible Cole, magno emblema vociferante del caribe, colombiano que postuló cristalizarse en escenarios deportivos del hemisferio, ganándose el corazón de cada compatriota. El detectar ese vínculo romántico que une a los colombianos significó, deslumbrante visión del futuro vino a ofrecer su entusiasmo, hecha realidad la grandiosa aventura chilló: -Tú eres el pionero que demostró, lejos del país también ganamos, rompiste un paradigma nacional. Rodeado de cientos de miles de paisanos trinó: -Amigo, en cualquier profesión, abrazado a una cruz de madera proponte una meta, y seguro la alcanzarás si pisas la senda del presente. A propósito de esas frases, existieron y existen aguerridos deportistas, artistas, escritores que rechazó la industria editorial, siguiendo mis pasos triunfaron desechados por aquellos que deciden el futuro de la cultura nacional. Ellos regaron semillas de nuestra idiosincrasia en la geografía universal, algunos enseñaron el mejor de los trofeos, la gratitud por la patria que los vio nacer. El águila Cole, producto de mi atormentada y frágil imaginación incursionó en todas mis defensas. Finalizado el combate frente a Wilfrido Benítez, recolectó el rigor mortis del rey derrocado. El pendón de tricolor plumaje acentuó opaco, su espíritu moría y su alma recubierta por doce campanadas nostálgicas, incluidos, los cantos de gallos anunciaron la media noche, a decir verdad, su carácter, su raro cantar, su belleza singular desparecieron; algunos sostienen que estuvo media hora, otros calculan que toda la madrugada, sentado en las gradas de piedra del coliseo Hiram Bithorn Stadium de San Juan, Puerto Rico. Transformado por completo lloró penetrado de frustración. Retrato que era posible evitar, debo recordar, soy persona susceptible de perder, más adelante sabrán el cómo y por qué. ¡Cole! Hoy sepultado en las ruinas de estos zapatos viejos te imploro, próximo a enterrar mi cadáver posas tus garras encima del ataúd abrigado por el pabellón nacional, trajeado de águila colombiana, exijo prudencia antes de desplegar tus enormes alas, extiende sobre los presentes tu visión desafiante y silbas el himno nacional. Alisándote con tus manos las plumas del buche, optas un criterio rasero para destacar tantas humillaciones a las que fui sometido, provenían de detractores desilusionados frente a la vida, sacan buen partido de lo poco que tienen para mostrar. Entre el bocadear de sollozos, elogias El Último Cimarrón y te quitas tus alas, bésalas, introdúcelas dentro del féretro, liberado del castigo terrenal servirán de bálsamo a mi alma. La burocracia de la muerte, emplumado de arcángel perdonado me conducirá al coro celestial, dejo aquí miles de espinas de mi espíritu flagelado, ecos de reconocida desgracia, satisfecho de catar la prueba que el destino brindó, lo tuve todo, renuncié a todo, jamás rechacé el dolor, lo único que endulzó este sufrimiento, el recuerdo de resonantes victorias deportivas, esgrimí a manera de reserva contra enconados contradictores, sólo Dios tuvo piedad de mi estéril comportamiento. Ignorando los ocultos propósitos de terrible vivencia me asustan los trinos del ruiseñor, jamás rechacé el cáliz amargo, bajo la influencia del espíritu del mal lo bebí, busqué la amistad con pordioseros para dar salida a sublimes homenajes que recibí. Desde la cima de una loma en la vereda de Manzanares, municipio de Manizales, abatido de rodillas ante la inexorable cruz de madera en mítica plegaria supliqué: -¡Calma, Alma, Calma! Pero por ser todo ojos, por poder mirar al tiempo a varias partes, puedo ver que cien mil ojos me ven acostado en estás rígidas botas de miserias. Contrario a los reconocimientos que logré, gozo de un prestigio casi irónico. Y avasallado de individualismo, sujeto al error y al escarmiento ignoré las razones de las sinrazones. Debido a series de errores, sumido en tañidos de campanas atravieso la soledad, atribuida a la decadencia me revuelco en cenizas, cada jornada minado por la desesperanza busco mi propia honra. Si la pérdida del contacto con la realidad terrestre me llevó a pensar que el Himalaya es un cerro infinito y el océano Atlántico una gota de llanto, será necesario que soporte todos mis absurdos. No adaptado a las exigencias de la verdad, reducido en un cien por ciento remuevo la gloria en triunfos olvidados, tal vez, algo tranquilo escucho rezar al niño que anida en mi alma. A través de la pena que me advierte dónde estoy, entendí que al relacionar la existencia, aquello que me vuelve sensibles, no lo son. Y origen de la relación entre el ser y la apariencia, cada vez más lejana, no rezo, no ayuno, no pienso en Dios. Ocupado en disfrutar el placer surge la dialéctica de tantas obsesiones. La cresta del éxito…tiene su propósito y su propósito…en ocasiones resulta devastador. Dado que soy demasiado proclive a la divagación retomo el hilo narrativo. Ya en su esquina, dos médicos reanimaron a mi amigo vitalicio, a contraluz volteó la cabeza y escupió sangre entre chirriar de dientes. A la altura de mis cejas, desviado del norte asimiló el devenir del olvido, acercándose más al punto de calma, destelló el casto resplandor de una estrella que cae al ocaso, arrancada por una mano que no vio, preguntándose quién la arrancó del cielo. Incapaz de cosa alguna, buscaba mis ojos con los suyos, al mirarnos, y al notar el pudor del excampeón deduje que gozaba de buena salud. Ahora, señor lector póngase el esmoquin para asistir a la ceremonia de coronación que, abrió la puerta de par en par del éxito. Allí, en esa senda, no cabía sino seguir adelante. Fruto de un delirio de grandeza, reacio a detener la gloria ajusté en la cintura la faja de los Welter Junior, en torno de la cual construiría la trama de mi desgracia, resultó imposible detenerla. En esta instancia, embargado por aquel síndrome de estar en el lugar indicado, reía en mi fuero interior, así lo sentía, próximo a cumplir veintiocho años, lleno de infinitas posibilidades palpé el grabado del trofeo, el hecho de percibir aquilatadas vibraciones me integró al club exclusivo de campeones mundiales; gracias a las indulgencias de los dioses africanos, vencidos todos los obstáculos de las coincidencias, juagado en sudor contemplé el alto relieve, presentida la llegada del apetecido dinero lo calqué en la memoria que, no pasaba de una simple conjetura, bastante tonta por lo demás, sin embargo, recostado en las cuerdas tasé en él un lago refrescante. El ring hervía en torbellinos de lenguas. El poder estar allí, acometido de respeto estreché la mano del perdedor, ahogado por el torrente del canal boxístico exponía expresión grave, escrutadora y reflexiva, por si esto fuera poco, no dominaba la idea de la pérdida. Fotos, declaraciones exclusivas para Colombia. Yo exhibía el ondulante tricolor nacional. Ramiro Machado desde ring side que agotó la reserva de vituperios durante el combate me observaba, remansado de dignidad no cabía de la felicidad en sus anchas ropas, de un brinco incorporó la obesidad al cuadrilátero. De una u otra forma superó afujías económicas, altibajos de mi carrera deportiva, de cientos de desaciertos, más espinosos malentendidos. Exaltados de júbilo por la intensidad de aquel episodio nos abrazamos, sucumbí en su espiral ascendente de optimismo, inundado de dicha bolivariana anotó. -¡Nadie es profeta en su tierra! Reconozco que sin su apoyo jamás narraría esta novela, hoy embolaría zapatos en Cartagena más acá de mis ambiciones, siempre me examinó con puntadas de planificación. El cinturón pasó la noche velado por fina llovizna. El tropel de compatriotas retumbó en cada rincón del hotel, enorgullecido del logro acepté brindar rodeado de la comitiva. Así lo hice, embozalado de entereza prometí guardar excelente compostura, juramento que jamás cumplí. Sin entrar en más detalles, recopilador de cuanto trago me ofrecían resulté embriagado y repartiendo los demonios. A través de la cadena radial Caracol reclamé el estado de Panamá para Colombia. Ante la belicosa escena, Tabaquito dando paso a una sonrisa de chimpancé me arrebató el micrófono. Más estricto que nunca, para la reparación de la cordura el séquito me encerró en la habitación, lo que sólo fue otra ininterrumpida historia de privaciones. En tales condiciones, este escándalo de jubilosa madrugada hasta hoy atufó en secreto. A medida que estabilizaba las emociones, acomodado en los zapatos no avizoré posibilidad de escapar. Bajo rejas la ilusión de rumba desenfrenada tomé el trofeo, valía de una estratificación deportiva, cual una joya, cual una cuchara, cual un talismán lo acaricié. El torbellino de ufanía que me sorprendió en una inequívoca felicidad fue interrumpido cuando, alguien arrojó por debajo de la puerta el diario de esa jornada. La avenida Bella Vista que circunda el mar, contiene la mayor parte de los rascacielos, estaba muy serena bajo las luces callejeras, después del frenesí en la calle del hotel El Waldorf Astoria de Panamá por el campeonato. Yo aficionado a leer el periódico es poco decir, de inmediato, vencidos mis internos impulsos de egolatría, tuve la ocasión de repasar mi historial en La Prensa, publicación panameña de gran circulación. En seguida reparé en ella, inconfundible, yo en primera plana elevaba los puños de triunfador. Ajeno a la voluntad, empollando piel de gallina leí el titular: -¡Pambelé destronó a Frazer! Al cabo de una décima de segundos o al cabo de una fracción de tiempo más infinitesimal, incluido en el baile de los campeones, escuché un soplo de mi propia alma; conocía todo, sabía todo de ese yo oculto en el corazón, de fe, de perseverancia. A simple vista, esa noche parecía también gozar de total felicidad. Transcurridas las estaciones, cundido de absolutos, de locuras, nunca volví a ser el de antes, y era ésta una locura que jamás logré controlar, por lo menos, de algún modo debió ser menospreciada. Hoy hundido en este quebradero de cabezas, cuyas causas son conocidas recuerdo que, sin desprecio alguno fui excluido de aquel festejo de triunfo. A unos metros del balcón que permanecía abierto, de nuevo en el borde de la cama donde estuve sentado, hasta la rabia por el encierro escapó de mí, y con la inmovilidad de un ciego caí en la trayectoria del sueño. Y en el término de la madrugada, chantada la máscara de monarca de las ciento cuarenta libras, presentí la sensación que inobjetable reinado despertaría un largo sufrimiento, sin saber la hora, ni el día, tampoco la clase de tormento que destinaría el futuro, el cual robaría hasta mi propia dignidad. Yo que no hacía veinticuatro horas a nadie le interesaba mi existencia, marcado por la fiebre torturadora del éxito, con los desencantos, las esperanzas, las dificultades que suceden, me desaparecieron del mundo para nacer de nuevo en esa habitación, concebido en un ídolo de multitudes, en una la leyenda deportiva, Campeón Mundial de los Welter Junior. A la manera musical, los nudillos de Ramiro azotaron la puerta del aposento, éste habló de riquezas y demandó urgencia y abrió. Acto seguido, consideró prudente interrumpir el encierro, untado de miel de nuevo me abrazó. El aspecto de rey de las narices chatas entapizó cientos de cosas, proeza de pocos mortales. El empresario advirtió la presencia telefónica del doctor Misael Pastrana Borrero, Presidente de la República, quien limpio de excusas religiosas insistió elogiar épica epopeya deportiva en nombre de los colombianos, llevaba largo rato esperando en la línea. Acorde a su trascendencia impalpable, no capoteé otra opción que atenderlo, pasado un suspiro de reflexión bajo dichas circunstancias alcé la bocina, trinaba desde alguna parte la cumbia de Los corraleros de Majagual, Festival en Guararé...a la larga, yo tenía que escucharlo. Él no podía advertir mi sonrisa, yo si sabía de su sonrisa involuntaria en su semblante, denotaba otros avatares de su biografía. Y en aras de no resultar descortés, busqué una pared para ver dónde apoyarme al sintonizar tal vozarrón. Saciado de especulaciones no calculé que significaba ser el primer campeón de boxeo mundial de Colombia, mediante sucesiones de frases del manual de los demagogos pontificó: -¡Pambelé amigo mío!, ¡amigo de siempre!, ¡amigo del alma!, el país enloquecido festeja tu hazaña deportiva, explotan fuegos artificiales, bailes, fandangos, ocurre un revoltijo total. El ministerio de salud reportó más de mil personas infartadas, tres mil desmayos. Digamos que de improvisto renunció al esfuerzo y revertió a su modulación habitual. -En honor a tu seudónimo bautizaron a más de cinco mil chinos recién nacidos, ordena lo que quieras, poseo las facultades para materializar cualquier capricho, por muy difícil que sea. Su majestad, de ante mano solicito me informe la hora, y la fecha de tu próxima defensa del campeonato. Mensaje suficiente para colmar de ofrendas mis manos. No sé por qué, reacio de comprender a los políticos, son capaces de ofrecer arrancase una costilla a cambio de un voto. En medio de aquel círculo de personas cultas, al estrepito de sus fiestas tunantescas me desvié del camino, pronto, adaptado al estuche de la pobreza brinqué al estrato oligárquico, en este caso, mala elección. De vuelta al hilo narrativo, sonó hermoso oír el principal discurseador adueñarse de tamboreante galardón, recurrió a la retórica pedante y rígida, habló, habló, y habló, detrás de sus maquiavélicas palabras ofreció, ofreció, y ofreció...rezado el rosario de promesas serruchó persuadirme a desempeñar el cargo de Gobernador del Departamento de Bolívar. Sin que él lo pretendiese, condecorado de sudor mi pecho, al fin dio oportunidad de intervenir. Ya siendo, uno de aquellos héroes que sobreviven en canciones, cuál uno de ellos, devorado por la fiebre de campeonato agradecí curativas dadivas. La obesidad panzuda de Ramiro sólo gravaba, asentía abriendo sus ojos austeros, heredero de la alquimia boxística no comprendía nada. Al tiempo que me dejaba caer en la cama, zanjado en un rotundo ¡no! desperdicié burocrático encargo presidencial. Algo melodramático, encallado en las afujías de mi corregimiento atiné a solicitar acueducto y luz para San Basilio de Palenque. Servicios que El Estado tiene la obligación de proporcionar a la población. Hecha esta insignificante petición, El mandatario desaguó otro incontenible caudal de elogios, y por cierto, taponada la compuerta de letras invitó a la comitiva visitar el solio de Bolívar. Y luego…bueno, ¿qué alegría logré sentir? Inimaginable. Aparte de eso, revueltos los parásitos recurrí a santiguarme, repercusión de inesperada llamada de alto nivel aristocrático. Adquirido el punto de orientación hacia otro mundo, respiraba en el corazón de ese mundo, y ese mundo que estaba lejos de mi alcance tenía sentido. Después, retirado de la visión del empresario, despojado de la bata de campeón caminé a la ventana, ya que no podía pensar al menos podía creer, acabada de recibir la primera adulación de ese universo exclusivo, dándole la debida importancia, recordé la noche que viajé desposeído a la capital de Venezuela, en la pobreza absoluta adecué una caja de jabón Fab de equipaje. El Presidente de los colombianos improvisó poner a mi disposición la nación. Antes de darle las gracias a Dios el manager en tono apremiante exigió empacar, dicho esto, camisa por camisa, pantalón por pantalón, gozando de mi dicha ordené la humilde maleta imitación cuero. De lo mucho que eché de menos y de lo que ansiaba volver a ver, dejado a un lado el equipo de pugilista, disponíamos del espacio justo para abordar el vuelo rumbo Barranquilla, imprescindible sorpresa del planificador, obrando de manera anticipada canceló los tiquetes destino a la ciudad de Caracas. Una vez establecida la ruta a seguir, empalagados del postre del triunfo puyamos el burro; ignoro en qué descuido modificó el itinerario, debo admitir que tal anunció me excitó muchísimo, dándome cuenta de lo que esto significaba, quería escuchar más elogios de dicha hazaña, dado que no podía renunciar a mi vocación vanidosa. Si excluyó algunas entrevistas paso a que, embarullado bajo un oleaje de súbito sentimiento me ericé de felicidad secreta. A medida que avanzamos el tropel de la delegación desbordó un mar de exaltación. A la entrada del jet de Avianca retumbaron avalanchas de aplausos de los viajeros, fraguados en porciones de sinceridad. En estas condiciones, arrasada por la epidemia de Pambelé la tripulación invitó a la cabina de mando. Y ahí en las alturas convertidas en pedestal veía el mundo a mis pies bajo un cielo infinito. No es de extrañarse que parado en el panorama de la exploración, el capitán me concedió el placer de tripular la aeronave. A raíz de la nitidez profunda, dirigiendo de continuo la mirada a un punto del horizonte, vibraban desfallecientes los rayos solares, delineaban los caminos hacia la noche. La activación del piloto automático hizo manejable el aluvión del frenesí al empuñar el timón, atenuado el vértigo y remunerado de palpitaciones agitadas profané los nimbos de los santos, más cristalinos fantasmas vaporosos arrastrándose a nivel del océano. No sólo una vez, sino en diferentes vuelos sustenté la prueba de piloto experto. A merced de los dioses del viento, compenetrado a la serpiente del ahora disfruté prestada experiencia, próximo a nuestro arribo cedí el mando al piloto recién ascendido a capitán, aviador de manos tranquilas atiborradas de anillos de oro, recamado de negro y kepis con ribetes dorados, esto lo consideré excelente elección. Al pasar cerca de espigada azafata de ruana roja, cargado de motivos en reserva enrollé en el brazo la bata de campeón, lista para esgrimirla a nuestro arribo. Entretanto, el alboroto fiestero sucedía a la misma hora en Colombia, donde existen personas oprimidas y desposeídas de sus derechos. La indumentaria elegida me sentaba bastante bien, pantalón bota campana, camisa floreada, gorro de papa Noel, en realidad, la ropa no importaba gran cosa. Y en aquel instante de aterrizar, me aterrizó un brote de emoción que no creí capaz de contener. Desde las profundidades del espíritu, cursada una orden de captura contra ella, interpuse una tención egocéntrica que encadenó a la emoción. Próximos a salir del avión, sin que fuese su obligación, recurrí solicitar a los pasajeros me permitieran encabezar la evacuación, y esto trajo otro frenesí, agregando los términos más zalameros la aprobaron ¡carajo! lo sugirió el campeón mundial. En una tentación irresistible la espigada azafata manipuló la escotilla. Una vez afuera, aspirando profundo sentí que ese instante mágico lo repetiría infinidad de veces, también percibí el rigor terapéutico del éxito. En un par de pestañeos tuve tiempo para pensar que a esto, no faltaba sólo algo de reconocimiento, sino también algo de odio. En cuanto al Realismo Vivo de esta bienvenida, vigorizada la doctrina de un tic tac de iluminación, aduladores reporteros dispararon flashes de cámaras fotográficas, frente a mi propia nueva verdad, carnavalesca Barranquilla terciaba allí. No vacilé más de una fracción de minuto antes de iniciar el descenso, contra el destino de lustrar zapatos, rodeado de toda la gloria terrenal, bajé las escaleras con aterradora lentitud, sintiendo la vitalidad, la vitalidad regalada, humillada y maldecida más adelante, quemándome toda la sangre. Al unísono aullaban carros de bomberos asignados para la ocasión. Así, aquel domingo por la tarde cerrada la primera rueda de prensa en Colombia, la ficción superó la realidad. A la medida justa del fenómeno triunfalista, una histeria colectiva encajaba en toda la masa, histeria que iba propagándose en todo el territorio nacional. Esto es el encanto supremo de los fanáticos, a través del lenguaje del frenesí vino el saludo del frenesí, son cosas que ocurren de vez en cuando, allí de pie, en medio de retumbante aclamación de admiradores. A fin de redondear el jolgorio, sucesivos ecos de voladores rompieron los oídos de las vírgenes. Edgar Perea, pisando mis telones radió. -¡Negro divino!...No me importa donde vayas, ni lo que hagas, siempre seré tu amigo. El cual, dueño de singular pedantería irradió su ponderada hipocresía, poseía tanto mimetismo que sólo le importaba untarme de mi fama, lo peor es que me di cuenta demasiado tarde. A consecuencia de eso, arrepentido evoco el jolgorio de inacabables bacanales de orgias etílicas y rumba de tal amistad, brindándonos caudales de simpatía. Al final a personas ajenas refería nuestras faenas fiesteras con lujos de detalles, bien debería reírme del capítulo del arrepentimiento, estoy seguro, el periodista en cualquier lugar ríe de mi desgracia, refugiado en la máscara del oportunismo, donde también esconde sus pecados. A su paso entre la multitud, reuniendo su gritería en un micrófono contagió de algarabía colectiva a la muchedumbre, voces anónimas de este planeta que viajan sin rumbo. El reportero de peculiar expresión, entre riente, rabiosa y burlona, nunca abandonó su rostro. Y enzarzado en una guerra rehusada de elogios su mirada brillaba, acoplado a la comedia inútil de la vida mantenía activado el suiche del protagonismo. Sin hacer ruidos esquivó los hechos trágicos que yo, viéndolos venir no hice nada por evitarlos, acaso por un secreto motivo, cada vez más aferrado al hombro de mi chaqueta, no encontré oración para separarlo en el transcurso del campeonato. Barranquilla, aeropuerto Ernesto Cortissoz 4:00 p.m…cosechando reconocimientos trabajadores vitorearon, ¡Pambelé! !Pambelé! ! Pambelé! Despierta cierta simpatía lógica, enseñaban titulares de diarios nacionales. En primera página y a ocho columnas el periódico El Heraldo publicó la foto dramática del nocaut técnico, concedida la licencia para celebrar la victoria, el rival yacía en la lona cerca de mis zapatillas, a la espera del conteo del réferi, movía los ojos fuera de orbitas en actitud moribunda. El hecho de conquistar el título mundial, quién lo creyera, adulado a coros recibí el saludo de autoridades municipales y departamentales, para suministrar ficción y realidad sucedió algo inusual. Dispuestas a ejecutar cualquier deseo pusieron en mis manos la llave de La Puerta de Oro de Colombia, Barranquilla, de algún modo orilló el contraste de un acto ceremonial, en sus discursos, hilaron elocuencias demasiado fantásticas para el pabellón de mis oídos. Aquello duro escasos minutos. Sintiéndose a la distancia de mis brazos alabaron la proeza palenquera, en cierta manía empalagosa, marcaban reverencial pausa en cada palabra. Luego, dando traspiés, subieron a la plataforma del carro de bomberos, ávidos de untarse de gloria ajena. La sirena aulló a través de principales avenidas, enardecida y volcada la multitud aglomerada a los lados me saludaba, el polvo de las calles volaba a montones en torbellinos, temblaban sombras de árboles y edificios, amenazados por serpentinas, y confetis invadimos al vetusto estadio municipal Romelio Martínez. Puesta la bata de monarca de las ciento cuarenta libras, convertido en un ídolo, al ingresar extendí mis brazos en actitud de saludo que abarcaron todo el coliseo, postal que satisface los criterios de semejanza perfecta del arribo de un emperador a su reino, así aplicaba estas facultades recién aprendidas. A causa del lento despliegue no alcancé puntear el saque de honor del partido de futbol, jugaban Atlético Junior versus Deportivo Cali. Consecuencias. Aquella encerrona de directivos y autoridades aprobó ejecutarlo en el segundo tiempo. La atención general me hizo recordar las travesuras de niño pueblerino, y encaramados en la carroza victoriosa, llegaba hasta nosotros el alma intacta del pueblo, el respetable en un tsunami de enloquecimiento colectivo aplaudió a rabiar de pie, al choque de Santamaría bienvenida sobresaltó el rugido de un león rabioso. Por supuesto, tenía que seguir la marcha a pie, abocado a la popularidad recorrí la pista atlética, paso a paso desprendía el aroma de la fama, la gente pasaba delante de mis ojos en cámara lenta. Jubiloso, aislado, orgulloso, cauterizando heridas volé entre las nubes, hecho un boceto de rebeldía quemé estatutos boxísticos por los cuales me suspendieron. A partir de ahí, cautivo en la mudez desentrañé la profunda lógica del arribismo. El efecto de alguna falla conlleva a quien te aplaude termina siendo el verdugo en los abismos eternos. Gracias a mi otro ser inextricable, en una especie de reconocimiento de una satisfacción igual a la mía propia, mi alma alcanzó a secretear, -por fin tengo oportunidad de hablarte-, refiriéndose al espectáculo que organizaron en nuestro honor. Fuera de mi cuerpo, quitándose el sombrero reía a mandíbula tendida de alarmante simpatía, con expresión especulativa observó este ir y venir de aplausos que, en el fondo momificó mi personalidad. Además de los detalles necesarios de una bienvenida, porque existe la justificación que son necesarios, hay otros detalles, por no tener ninguna otra cosa que mirar, me sentía dichoso al pensar que pudo suceder lo contrario. Nada más para ver si yo daba la talla, en esa época, troquelado por el encantamiento del venezolano, alquimista del boxeo me fundió en el hombre más importante del país. Eso quiere decir, por fantástica que sea la meta, por difíciles que sean las condiciones, siempre está un hombre que preste oído que aporte lo necesario. El recibimiento eslabonó espontáneo, conforme a la voluntad de Dios ocurrió algo que nadie previó. A riesgo de ser expulsado del escenario deportivo, vivaracho jovenzuelo de nombre Estewin Quesada, de catorce abriles en carrera felina maltrató la grama del estadio, alumbrado por los soles periodísticos del mañana me entregó la bandera del Atlético Junior. A esta acción, explotó otro chaparrón de aplausos, a tiempo parcial, resonando botas de gitano acuatizó el tiburón, mascota del equipo local. Más hambriento que nunca aventó coletazos alrededor del campeón, abriendo la boca arguyó devorarme. En famélicas repeticiones de lo mismo relucía aleta azulosa. A reventar la algarabía currambera retumbaba, el eco del respetado fluía en el ambiente, igual que un recuerdo. ¡Ah!...el viento ahuyentó nubes cargadas de lluvia, análogas a perros bravos tras un rebaño de ovejas. Indiferente viaja la luna lesbiana de octubre. En la medida de lo posible, saciado de saber que invadí hasta los más apartados rincones del país evacué el estadio, lo cual sin duda supuse un gran alivio. Puesto que lo real está oculto en algún sitio, al volver en mí eso provocó cierta soledad anunciada, ya con todos los secretos abiertos por eso de la fama, dado que nadie conoce nuestra perspectiva interna, por muy ridículo que parezca, tocado con el gorro de papa Noel la luz del invierno me terminó de despertar. A escasos pasos de las escalinatas del hotel El Prado, viendo sonreír a un ciego que parecía ver los colores del sol, descubrí que el trofeo de campeón mundial desapareció, cómo, cuándo, dónde, quién. Y cuando anuncié el hurto, moviéndose en revuelta confusión alrededor del edificio, la policía llevó a cabo minuciosa pesquisa pericial, sin impedimento alguno, hicieron allanamientos, arrestos, cierre de la ciudad, del aeropuerto, esta vez el alcalde decretó el toque de queda, abrigó la posibilidad de encontrar el trofeo deportico. Una parte de la investigación estuvo en relación con la forma y la dirección de esa persecución, obviada la consulta a los espiritistas, el intenso operativo concluyó en la residencia del periodista Efraín Guerrero, apalancado en un renacimiento moral de esta ciudad tenía la gigantesca torre del premio, revelando fantásticos pormenores argumentó: -Oye Pambelé lo guardé para protegerlo de los ladrones. En una constante oleada de patrullaje y aplicadas las precauciones debidas por El ejército nacional pernotamos en Barranquilla; después de semejante revuelo policial, forzados por la miedosa hambre cenamos en el restaurante Los Charrúas, propiedad de Edgar Perea, ¡hay que darse gusto! encendido de glotonería azuzaba el anfitrión. Eso de por sí ya resultaba bastante incómodo, antes de que éste las cogiera al vuelo comimos y partimos de inmediato. Dado al olvido y al mito, sólo en la habitación reproduje un árbol sin hojas, llevado por el impulso de la sangre invoqué a doña Ceferina rodeada de la familia hilvanando camándulas, expuesta a las brasas de secular arrebol que subastó el misterio del anochecer. Al despuntar la mañana, encaravanados en multicolor fila de carros camino a Cartagena entré en pánico, por el asedio de tantos artefactos de periodistas: grabadoras, micrófonos, cámaras fotográficas y televisión, en fin, el relato continúa. A la orilla de la carretera, fomentados de informaciones previas, multitudinario puñado de aficionados aguardaba en Bayunca, municipio limítrofe a La Ajedrecista, ambiente ocupado por el interés turístico. En esa ocasión, acompañado de Fabio Pobeda, Julio Guerrero Caraballo, Juan Gossaín y Edgar Perea, todos ellos estaban resfriados. En un abrir y cerrar de ojos, un antojo irreprimible cruzó mi mente y me eché hacia adelante en la silla, aproveché un breve y nada típico silencio, luego, atirantado saqué la cabeza del automóvil para preguntar que esperaban. A escasos metros, contestó un anciano apoyado a macizo bastón, vendía copos de algodón dulce enterrados en el báculo de madera y coloreó. -¡A Pambelé nuestro campeón! Sobre el firmamento, aderezadas de vapores ácidos galopaban moños de nubes rosadas, daban más iluminación a las montañas. El resultado de la respuesta fue que hice algo que no sabía que podía hacer. Por el curso de los hechos descendí de tal vehículo, inspirado en un concepto bárbaro de heroísmo, detrás de la linterna de voluntaria soberbia, opté la pose de boxeador y pregoné a los cuatro vientos. -¡Soy Pambelé! ¡El campeón Mundial! ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Todos estrangulados de la risa, mofaron carcajadas profundas que rebotaban de sus pechos catarrosos. Qué espectáculo lastimoso. Junto a una venta de tomates, con las manos embutidas en bolsillos de sus pantalones dos borrachos vestidos de vaqueros americanos cantaron. -Si tú eres Pambelé nosotros somos dos borrachos y un destino, ¡la cantina! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Todos de nuevo jorobados de risas estiraban la boca hasta las orejas, caídos en tal error expusieron los vestigios de un desafío insensato. Algunos estaban disfrazados de marimonda de carnaval. El sarcasmo progreso y echados a reír en mis barbas ramifiqué actitud de desprecio y riposté. -¡Parranda de…hp! Eso me quitó un peso de encima pero vino otro peso más pesado. Ellos guarnecidos de ofensas resucitaron la confusión de Troya, enardecida la chusma enfiló lincharme, llovieron municiones de insultos, piedras, huevos podridos, tomates, ni mis ruegos ni la bata de campeón, ni razones de vecinos comprensivos detuvieron el vendaval de guijarros. Llegadas las agresiones a tal extremo que, a la velocidad de sus agravios taladré refugio en el coche, ¿hice bien o hice mal?, je, je, je, ya oí de usted señor lector su respuesta, y bueno… inexpertos para sofocar el ataque, en una tromba de nervios huimos. Resuelta esta situación sin consecuencias adversas llegamos. Más caballero, con mucho, que los demás acompañantes, y gracias al título, ansioso de protagonismo recorrí La Heroica, hacia el fondo, sobre el cual fondo sobresalía el cerro de La popa, de pie, encima del carro de bomberos contemplaba los efectos del logro deportivo. Junto con los deseos de ver a viejos amigos, gozando el fruto de mi trabajo agité sin descanso las manos para contestar tributarios saludos. Dueño de un discernimiento profundo recordaba la época en que hacía de lustrabotas, lo cual me erizó la piel al asociar incontrolable gentío en avenidas y en azoteas, zumbaron sirenas de barcos, ambulancias, antirrobos, fábricas, y veleros, casi me atrevo afirmar que, atrapé a los aficionados con el trasmallo palenquero del éxito, pronto, las playas quedaron desoladas, bañistas, turistas, vendedores ambulantes no resistieron la tentación de participar de negroide acontecimiento. Yo sin pensamientos ni preocupaciones echaba raíces en todas partes, complacido por un lado y alarmado por otro, mis sentidos vieron la diferencia social al atravesar la avenida San Martín, conduce al suburbio de Bocagrande. Muchos oligarcas chismoseaban asomados en los balcones, saturados de leer el tumulto aplaudían, lanzaron confetis a un negro, alud de voladores estallaron, papel higiénico de todos los colores y para diferentes climas, sacados del baño y lanzado a modo de serpentinas. No podía faltar el invitado especial del desfile, disparado del océano procedió el estruendo de cañonazos al embestir las olas esos espolones. La clase aristocracia opulenta de influencias políticas no permitía que un cimarrón viviera en exclusivo sector. Esa gente que lo hace todo, el deporte a acuaplano, alpinismo, volar en aviones acrobáticos, buceo en altamar, jugar a lo paleontólogo, ésos tiene una desfachatez a prueba de decencia. Y, por caprichos que no logro explicar, respecto a la ingeniosidad de romper tal esquema discriminatorio, asustado de dormir en la pobreza cometí grave error, indiferente de toda forma social reté el apartheid, al hacerlo, convertí la vanidad en una gregaria de la riqueza, la peor enemiga de nuestra vida espiritual, inatajable, sin mirar atrás invadí el corral de blancos, tan distinto al corral de negros. La influencia del dinero propició mi desarraigo del barrio Chambacú. Y también sabía, con absoluta certeza que, deseaba aprender nueva manera de vivir, paladear exquisitos manjares, diferenciar el bouquet del moscatel helado y el champaña de larga maduración. Por fin, en la tierra prometida cortar ataduras de la penuria, compensar el esfuerzo físico echando manos a los halagos floridos, sobre todo, no recordar la pesadilla retrospectiva de la miseria, dentro del topográfico mapa del círculo oligárquico. Lejos de predecir el futuro, puesta en entredicho la salud mental, al andar de boca en boca estrenaría la decadencia, señalado por ellos. A pesar de mis temores personales no hacía caso a razón alguna, agobiado por el sufrimiento y la estigmatización perdería hasta el sombrero, incluida mi dignidad. El registro visual del pasado de la ciudad me promocionó una nueva motivación para arraigarme de nuevo en la ciudad de adopción. De todos modos fue difícil pernoctar aquí, a causa de tener a la familia en Caracas. A partir de eso, separado del alma descendí de carro de bomberos, casi me derriba súbito enjambre de fanáticos a la entrada del hotel Caribe. Más de rápida que una abeja intervino la policía. Yo sin hacer caso a la cinta de seguridad, atraído por el olor a menticol localicé a mis seres queridos, expulsado el abrojo abracé a mi madre y a los hermanos, respiraba hondo y nervioso, demasiado evidente obré tan de prisa que de inmediato me separé de ellos, mis bhother colegiaban bastante jóvenes, por otro lado, el sol bañaba a la multitud bulliciosa. Medio enloquecido por escuchar toda la tarde esa histeria ingresé al recinto, algo cansado caí desvanecido con pesada resonancia sobre cómodo sillón diagonal a biselado espejo que, ofertó la impresión de no poseer fondo. Y en esa posición, entornando los párpados noté que no me reflejaba, cual una veloz película, encantado por el espíritu de recuerdos vivificantes calqué un vampiro. Más asustado que cualquier mortal, reforzado de oraciones permanecí estático, mudo, de repente, lo único que retraté el destello de sombras fugaces. A expensas del estrés, el fenómeno aconteció en el vasto vestíbulo del hotel. Desandado el camino andado estaba en condiciones de apreciar su pompa y su solemnidad: paredes esmaltadas de diferentes colores, cortinas de damasco, flores de diferentes especies, cuadros de Alejandro Obregón en paredes. En aquel instante creí tener seguro el futuro. Abarrotado de reporteros el periodista Fabio Pobeda condujo la rueda de prensa. A mis anchas, muy saturado de entrevistas exigí desocupar el espacio. Ramiro y Tabaquito imploraron guardar la calma, sugirieron que me adaptaría a sus opresivas impertinencias. Al fin, elegante mesero me ofreció un vaso de agua, de pie de prisa bebí el líquido, sofocada la sed pasé a la ventana. Estaba allí, intacto, bordado de amarillo impresiona el castillo de san Felipe, donde existen torres sin campanarios, fortaleza de piedras intercaladas que afianza el sacrifico de esclavos, torturados día a día por la luz solar y latigazos del capataz. Pese a la represión clamaron la libertad, voz acallada por la barbarie española, armados de coraje prefirieron pelear y acogerse a la protección de los palenques. En este contexto, incapaz de detectar la línea de la acción y la reacción, relaciones en contraste que versan combinarse, cosa que deduje a medida que pasaban las entrevistas; salvo que, jamás espulgué el secreto de evadir a la prensa, tras de larga medición de fuerzas internas me volví adicto al protagonismo. Tan medio cerca y muy cerca, excepto por el acompañamiento nada sincero de policías, concurrimos al salón de prensa, llenos de motivos aguardaban reporteros en interminable desfile de cámaras. Al cabo de un par de segundos, esputaron preguntas acuciosas de doble sentido, esforzados por absorber mi mente. A continuación, estudiando de memoria todas sus cualidades resistí tanta tensión, activadas las barrera psicológica inventé respuestas contundentes. No sofocado el santo impulso del sarcasmo fluyeron jergas caribeñas, justo a tiempo, mi lengua bípeda supo donde atacar, haciéndoles captar la entereza de un aguerrido gladiador que, trabajaría de manera ardua para desvirtuar el rumor de ser un campeón de papel. Ellos lo insinuaron en incongruentes interrogantes. En mitad del reportaje, la montonera atrajo la atención de un hombre a la puerta del salón, el individuo asomó la cabeza hasta mostrar toda su fisonomía, acorde a las diferencias, en calidad de pilar del boxeo cartagenero fastidió el incógnito visitante que en ofensivo fogonazo mereció mi rechazo, interfirió mi satisfacción en medio de periodistas, unos de pie, otros sentados, inmóviles o cambiantes de posturas. Apenas podía creerlo. El pedazo de hombre lucía una barba póstuma, esto dio lugar que, tuviera ganas de retorcerle el pescuezo, de nombre Remberto Rosales Ríos, Secretario General de la liga boxística de Bolívar, puesto en evidencia, provocó en mí un enojo creciente. La insoportable sed de venganza barrió toda consideración, tejidos todos los enlaces del concepto, me creí la corona de la selección natural, y rememoré que, él me negó insignificante certificado, especificara la condición de boxeador profesional, esa mañana, burlándose de mi desgracia me hizo derramar lágrimas de frustración. ÉL no sin mirarme a mí con expresión airada, le rogué que lo requería para viajar a Venezuela y continuar la carrera deportiva, ¡humillado, qué trago amargo engullí! El reclamo rozó su espíritu mezquino, consideré el instante preciso para hacer relucir la ironía. Equivalente a una excitación de ira contenida, ahogado en la polvorera del pasado, no sólo me dediqué a examinarlo de pies a cabeza, también el rugido de mi espíritu resentido descargó arsenales de obscenidades, al unisonó, adquirían velocidad y reprimenda. -Lárgate de aquí, le grité, maldito canalla. Fijada la cuestión en términos de revancha, la maniobra violenta exorcizó contundente; reclamos hirientes taladraron el oído del advenedizo, cual indigno servidor del boxeo regional no apostó un centavo por mi futuro deportivo y de otros boxeadores. Digamos, en el patíbulo, Rosales evadió reaccionar a la agresión verbal, destacó en espantados ojos la impresión que, resucitó de entre los muertos su verdugo en persona, la expresión chapoteó desfasada y resignada. El caso es que, sobrellevó el apremio indeseado de la dolencia de la vergüenza, palabra por palabra absorbió de manera violenta cada oprobio. Son las ironías del destino, por unanimidad los reporteros aprobaron tal exigencia, convenciéndolo evacuar el salón. A placer, señalándole la salida lancé el desafiante epíteto. -¡Cerdo! Coño de tu m... Y así gritándole, bebió un trago de su aguado chocolate, atacado por periodistas que alebrestó en mi contra, fruto del insuceso boxístico que protagonicé ante Chico Gonzales. Bajo la sensación misma de impotencia frente a una presión irresistible emigró, sin fanfarria y solitario. Incluido este episodio, protagonicé el colmo de la desproporción y del ridículo. En cuanto al directivo, nadie corrió a consolarlo, Juan Gossaín que elogió mis actuaciones apuntó. ¡Viejo Pambe que, espléndido estado de euforia aventaste!... Alargando el suspenso preguntó. -A propósito viejo Pambe, ¿cuál es el estado ideal del hombre? Volando a la región donde nada existe respondí: -¡El encoñamiento! ¡Ja, ja, ja! la audiencia roció carcajadas que pareció el bramido de una tempestad cercana. Doscientas veces me pregunté ¿por qué reían?, la cólera me hacía vibrar las fibras del cuerpo, echadas a un lado las dudas, a través de los dientes apretados articulé. -¿Quién desea hacer otra pregunta? Estirando una guayabera azul empapada de sudor, por segunda oportunidad brotó la voz de trapo de Gossaín, advertí en sus ojos punzantes chispas de suspicacia, por primera vez, estuve cerca de gritarle que esto no es asunto de risas. No siendo el instante de detalles ni consejos, sin quitarme el gorro de papa Noel escupí el piso. A propósito, el calor lamió de manera ávida mis mejillas sudorosas, más cansado de lo que no estuve nunca escuché. -¿Qué opinas de Mao Tse Tung? El frío recorrió las espaldas en una sensación de fuego que pincharon las pantorrillas, desenganchado de la historia universal, sólo dije una torpeza con tono significativo. -¡Me suena, me suena, me suena, desconozco quién será, eso sí, me lo suben al ring, de una yo sí lo sueno! ¡Ja, ja, ja! en ambos ojos reía el grupo deschavetado de carcajadas, lo cual me convenció que sólo sabía leer páginas judiciales de los periódicos, mejor dicho, ignoraba que sucedía en la política internacional. Al ocultar lo que pensaba, despreciaría a quienquiera que no me admirase. Yo ya sentía la incitación a que adoraran al héroe, por eso, empuñé los puños para mantener la calma, un temblor nervioso en el tono de voz atenuó el coraje de la riposta, empujado por la rabia eché mano a esta sarcástica puya. -Ayyy, qué risitasss, si ustedes dicen las mismas impertinencias que yo, al realizar preguntar estúpidas que no vienen al caso. Etcétera, etcétera, etcétera…alrededor todo chocó y tronó. El cuestionamiento produjo reacciones adversas y favorables entre los presentes, divididas las opiniones, predominó el bando de mis fanáticos nacionalistas, y sus encumbrados elogios los aventaron con prodigalidad. Finalizado el alegato entre cuñas del mismo palo el acto finalizó en cerrado aplauso. En segundo plano Remberto, llevando dentro de la cabeza el desparpajo a todas partes, en cualquier ocasión para enmendar el error propuso a las autoridades municipales, cambiar el busto de La India Catalina y remplazarlo por el mío desnudo. A la hora tal, en el día tal, en el lugar tal, escogió el nombre del monumento, Pambelé, El último Cimarrón. Pese a las diferencias meses más adelante reanudamos el vínculo de amistad. Ya conocidas las mañas y torpezas del medio, siempre cuesta y duele sentir el egoísmo a la vuelta de la esquina, las grandes envidias y la mediocridad resulta el elemento general. Esto está en mejores individuos, y eso no da tranquilidad, porque no hay manera de hacer comprender que sólo ven con sus ojos y conciben la riqueza de manera única en su sentido material. Así que todo cuesta. Alma adentro, pensando en pensamientos ya pensados bostecé extenuado y cerré las pestañas, envuelto en ellos descargué en el cerebro el acoso irresistible del sueño. El contraespionaje del ministerio de la inteligencia actuó en el entrenador, emparejados en la mente Tabaquito intervino, situado a escasa distancia alegó el cansancio de la delegación, aquel anuncio originó echarse encima la indignación de algunos periodistas. Al dar por concluida la rueda de prensa, recordó consolidar los preparativos para la visita al palacio de San Carlos, eficaz combinación de astucia, acabada de hacer una de las suyas me guiñó el ojo. El empresario, mediante un acto de disculpa hacia la prensa que resultó genial, hizo olvidar de golpe la polémica. Todo, todo funcionaba a la perfección, apresados por el submarino del ajetreo ocupamos las habitaciones. El gestor boxístico sin la arrogancia de ayer, encerrado en su reino de riquezas, en lugar de reposar decidió revisar abultadas cuentas, indudable, prefería el orden, jamás consintió el ocio. Atado al tiempo punteó el mes de noviembre, etapa propicia de lluvias, circulaban arrullos matutinos, acentuaron huellas del invierno en remolinos de mágicos secretos del destino, al estrellase contra sauces llorones. O sea que ya muertos de risas, desayunamos alojados en el hotel Intercontinental de la ciudad de Bogotá, atención especial de la presidencia. El promotor deportivo pendiente de sus negocios viajó a Caracas, transcurría la época del frente nacional. Yo entregado a la adulación del pueblo no faltó el paseo embriagador del carro de bomberos a través de avenidas principales, al promediar la tarde, sin esos aguaceros de san Pedro pateé el saque de honor en el estadio Nemesio Camacho El campín, de todas las graderías aplaudía a rabiar el público de pie, apreciaba el clásico de Santafé versus Millonarios. Tan buena para nada, de veras, de veras, persistió encumbrada revista militar, sobrevolaron aviones de guerra, alineada la revista aérea desplegó en letras de humo el seudónimo ¡Pambelé!, dueña del gran cielo rubricó la constancia de tal proeza. El gobierno de turno no escatimó detalles preferenciales. ¿Y cómo ocurrían tantas cosas a la vez?, me pregunté. En una de esas oportunidades que sólo llegan una vez en la vida, fui acogido por atenciones de reconocidas empresas deseaban congraciarse, convertido en un fenómeno de marketing ofrecieron contratos publicitarios de gaseosas, perfumes, zapatos deportivos, líneas aéreas, editoriales, cremas y cuchillas de afeitar y cervezas. A raíz de que todos somos circunstancias; ensañado en la tarea de la autodestrucción, sostuve una sonrisa de modo tan atractivo, tan amistosa, dulce y listo para la diversión, acepté posar sujetando una botella de cerveza, abajo del aviso anunciaba: -¡Todo héroe merece una Pótter! Caía la tarde, suave y fría, bordeada de nubecillas sonrosada, a la vista, el santuario del cerro de Monserrate, abajo, el río San Francisco, enterrado en las alcantarillas arrastraba su propia muerte. Y pensar que, no daba abasto para cumplir desveladores compromisos, salvo que, aparecían payasadas de Tabaquito, encaró el hombre indicado durante esa corta vida deportiva. Y tras esta conclusión, estiramos el paso a la peluquería, encadenada a la rueda de la epopeya una nube de reporteros en posición disparó diluvios de flashes; tomándome la medida registraron el mínimo movimiento, para luego en mi desgracia reírse de mí, eso sucedió. Hoy el mundo me parece un inmenso montón de ruinas, donde mi espíritu solitario, desterrado, vaga por entre paredes ahumadas sin revoque, gime sin cesar, a causa de errores personales que acarrearon el desastre. Al avanzar, qué clasificada sorpresa resultó en la recepción, sobre mesas de manteles a cuadros permanecían finísimos regalos. Todo el grupo, yo más que ninguno quedé anonadado, al ver empaquetado un ajuar de implementos personales, vestidos Everfit, corbatas surtidas, camisas Arrow, finos zapatos marca corona de charol, cortesía de fabricantes destinada a la delegación, ¿acaso no?, ¿no?, ¿eh? …apostillamos una luna de miel a la colombiana, en fin, era mejor que ver televisión. Y al buen tiempo también buena cara, abultando el pecho atravesamos el vestíbulo, policías uniformados contenían a la turba de fanáticos, estaban mosca acorde al incidente del trofeo, muy lentos o muy rápidos, sus sagaces ojos espabilaban, clavados en la seguridad de los invitados al palacio presidencial. Algo no estuvo bien, excedidos de autoridad imponían el orden, levantado en voz de polvo, un coronel mal encarado, radió consignas militares a través del altoparlante de una patrulla. Uno, dos, tres, cuatro pasos y abracadabra, perfumamos el automóvil blindado enviado de presidencia, vehículo reservado a grandes personalidades del mundo, detrás del vidrio oscuro sentí el efecto de estrenar gafas nuevas, adentro de ese coche áureo oleaba el fastidioso frío de gato encerrado, de acuerdo a la realidad, escoltados por motocicletas de alto cilindraje que conducían oficiales del ejército, abrían paso con sus sirenas y con el rugido de motores, también en esa instancia, la vehemencia sugería colosales fantasías. Moviéndose a la vez entre el follaje verde de la policía uniformada corría la caravana de periodistas, más el frenético desplazamiento de bogotanos. A la vuelta de la esquina, enracimado de preguntas entrelacé los dedos, camino a la tierra de la servidumbre busqué el equilibrio de patéticas atenciones, al menos por esa jornada consideré prudente conservar el aplomo. A pesar de la mesura, sacudí del archivo musical una vieja melodía, llamada La Paloma Guarumera, tan sin ritmo al tema vallenato. De golpe, ese instante, Tabaquito me palmoteó el muslo y soltó carcajadas, echando chispas de tretas indicó. -¡Pilas!... Pellízcate chico, estamos frente a La presidencia de tu país ¡chico! No amanecí para sutilezas, removí el carácter y le exigí compostura. Sin derecho a la sombra de mi cuerpo, brillaba el arcoíris sobre la plaza de armas, instruido por métodos heroicos y acosado por pertinaz llovizna el ágil regimiento de guardias desempolvó maniobras militares antes de resonar las culatas de sus rifles encima del adoquín, uniformados de azul prusiano y rojo sangre, figuraban militares de mayor o menor graduación, al estilo colonial respiraban rígidos, aferrados a vetustos fusiles, mudos y sombríos. A ojo de buen cubero, acomodado el caldo de cultivo de populismo, fresco alechugó el semblante del doctor Misael Pastrana Borrero, Presidente de La República, jorobado por el pesado abrigo inglés gris, por el placer, por el poder, o por las licitaciones preajudicadas su masivo rostro sonreía, pintado desde hacía décadas de todas esas nubes azules del Partido Conservador delató alta objetividad, acompañado en pleno por ministros del despacho. Robándole al erario público su tiempo de trabajo, el personal administrativo fisgoneaba en las ventanas atento a los actos protocolarios. Yo dando apenas crédito a lo que ocurría, el motor alado del espíritu concentró la sangre en la cabeza, eso me causó cierta sensación de alerta que vibró paralizante. El mandatario movió la derecha en son de saludo militar, ya cansado por el peso y la presión de una clase política insaciable encogió la enigmática sonrisa, preso de mil contradicciones terminó adicto a las auto condecoraciones, adornaba el pecho reluciente colección de medallas, sumada La banda presidencial, vendedor de sueños que algo interior lo asustaba, teniendo todo y ningún deseo la caligrafía del semblante delineó su buen humor, en marcial actitud no afianzó nada de heroísmo, gracias a su tesón forma parte del tesoro político del país. Una vez agotada la inspección militar minados de expectación ocupamos un salón alumbrado por gigantesca lámpara de bacará prendida del techo, untaba un tono pálido al ambiente. Estaba ansioso. Estoy emocionado, caído poco a poco en total olvido, estaré pendiente de que algún Presidente de La Republica me devuelva el pasado, y ese es mi mayor anhelo. A fin a la ocasión, desvanecidas las diferencias y las pasiones que confecciona el devenir estrechamos nuestras manos y un efusivo abrazo al estilo musulmán. El aire residía cargado de amén entusiasmo, superado el protocolo pasamos al despacho presidencial, tapizado de oblongos tejidos azules barnizados, donde dialogamos sin riesgo de ser oídos. Transversal al escritorio, un asta derramaba el pabellón nacional, pendían de paredes pinturas del maestro Obregón. A la manera de empleado público, devoto de la jurisprudencia y coleccionista de dragas, Hugo Escobar Sierra, Ministro de Justicia, esparcía sonrisitas delatando nerviosismo, los subalternos sólo lo veían de tarde en tarde, el cual jamás conocieron en persona. A solas con el doctor Misael, burgués idealista, divorciado de gustos procedí a regalar el par de guantes que noquearon a Peppermint Frazer, sentados en el borde de abullonado sofá de cuero de lagarto. Previo a la entrega en bandeja de plata estampé un beso atronador. Y todo por nada, o por poco, menos que nada, huérfano de invaluable reliquia deportiva aullé sin obtener onerosa compensación. En un ámbito de receptividad todo encintó en real ceremonia que ningún periodista registró. De nuevo dentro de donde sí hay posibilidades, donde siempre existirán las posibilidades; yo alejado del mundo y de sus aflicciones diarias, envenenado de ambición de honores embaulé el aliento en anhelos nostálgicos, también las emociones encontradas. El Presidente medio aristocrático, medio citadino, conocedor de cómo manejar al pueblo, encarnó el político comprometido, ratificó la promesa del acueducto y la luz de mi caserío, sumada una visita de mentiritas a ¡San Basilio de Palenque! Yo, desprovisto de toda intención politiquera, aproveché la oportunidad para solicitar algo adicional, gimnasio cubierto en Cartagena que llevara mi nombre, también hospital y colegio de bachillerato para el corregimiento, ¿cuál sería su decisión? Yo aporreado por motivos ignorados el desencanto amorató mi rostro. Él ejecutivo a su estilo, descuajó con voz obispal carecer de una partida presupuestal que solventara tal petición, eso sí, juró por la hostia consagrada incluir a la población en un programa especial de salud y de educación. Nada o muy poco consiguieron mis más implorantes palabras. A fin de cuentas, relevado de esas aspiraciones admití el compromiso, sin atreverme a insistir la redención del Palenque finalizó incompleta. A su turno, agitado por necesidades más altas irrumpió a modo de Pedro por su casa el delfín presidencial, el chino Andrés, utilizó uno de los pasillos secretos de palacio al girar una estantería repleta de libros, desemboca en la iglesia del Voto Nacional, ubicada al costado occidental del parque de Los mártires, construidos para proteger al Presidente en caso de golpe de Estado. Si añadimos los años hacia el pasado tenemos, diagonal a largas cortinas doradas, electrizó muecas bruscas en su afeitada cara angelical, rodeada de largas melenas e inferido en gafas oscuras Ray-Ban de aviador, a veces detrás de aquellas cortinas, lo oía y lo veía todo. De las aguas mansas de la abundancia, procedente de familia armónica que tendía a lo absoluto, en una especie de polizón, sin la aquiescencia del gobernante aportó inesperada sorpresa a la entrevista: fumador de cigarrillos y de otras cosas prohibidas que más adelante compartimos, acaudalan el instrumento del surrealismo, enredados en discusiones de secretos, secretos engendraban otros secretos, compromisos, malos hábitos hasta acabar rendidos, viajamos en los remansos del humo, cuanto más exploramos el humo, cuanto más visitamos la dimensión de los nomos, tanto más parecíamos fundir nuestras visiones, hasta convertirlas en una imagen interrelacionada. Ojala hoy yo pudiera decir los mismo respecto a su discreta rehabilitación en Miami, a tiempo, hizo acopio de voluntad y abdicó protagonizar el papel denigrante de hijo del humo. Obvio, necesitado de la totalidad existencial transitaba largos senderos de ensueños, usaba siniestra capa del uniforme de la guardia presidencial, dejaba ver chaqueta desflecada de cuero en la cual resplandecía el símbolo de la paz, quien desconoce de saber cuán amargo es carecer del pan de cada día y sufrir hambre, lucía jean americano, calzaba tenis Adidas hediondos a pecueca goda. De un modo u de otro, predispuesto a las confidencias atestiguó un carácter cambiante, fiel exponente de la teoría de los autosatisfechos, cleptómano de ideales ajenos, perdido en un convoy de motocicletas Harley Davidson correteó carreteras infernales del país, camuflado de hippie predicó en conferencias itinerantes, Las conmociones profundas del alma, admirador de Winston Churchill, dotado de aparente velo de amor y de paz, luego con las décadas, al ocupar el solio de Bolívar concibió el nobel sueño de paz y felicidad. El Presidente consumió breve pausa, complacido por un lado y alarmado por otro no expuso reparo a la presencia de Andresito, por el contrario, aprovechó tal coyuntura: ambos, contaminados de clorofila no dudó en presentarnos, incluido en este reparto, requirió la presencia de Javier Castaño, empleado de mediana estatura y escurridizo, fotógrafo oficial de palacio. En mitad de aquel salón, conmigo, con el verdadero yo, junto al mandatario, y con éste desconocido Andresito, realzados por el brillo del flash, quedamos congelados en la lente de la cámara fotográfica. A partir de tenaz encuentro afiancé firme amistad con el núcleo presidencial, en especial, el delfín y este humilde palenquero, quien pareció que me esperaba en la cima del triunfo. No echando de lado a mi ángel de la guarda, censado dentro del tránsito de neuronas alcancé distinguirlo, en una visita relámpago que hice a Cartagena, resonaba su motocicleta encima de las murallas, frecuentó sucio y desgreñado el café La Bastilla, bar de billares contiguo al club Cartagena. Bernardo Caraballo me aclaró, tratarse del hijo de influyente político cachaco. De vuelta a la escena, consciente del puente elevadizo de humo que nos unía estrechamos las manos. Luego de verter el catecismo del padre Astete, en un gesto de paternalismo proporcionó el dinero para gasolina y secretas golosinas. Cabe anotar, atendiendo una solicitud expresa del gobernante, estampé el autógrafo sobre la primera página del periódico El Tiempo, resaltaba el titular en ocho columnas. -¡Pambelé Campeón Mundial! En aquel episodio tenía que pararme para pensar. Arrancada la última palabra el estadista poniéndose de pie invitó a los periodistas que empuñaban libretas de apuntes. Yo en un estado mental contemplativo, ligado a estas confidencias y encantado de intercambiar frases decidí imitarlo. A efecto de pura y total cordura de una perfecta capacidad profesional, juntos sellamos una amistad que alteró mi comportamiento, igual que siempre, parecido a una trama especial de películas, los camarógrafos prepararon cámaras y registraron fotos inéditas para la posteridad. Elevado a la condición de mítico, el mejor, el que echan de menos, entre una fuerza irresistible, los empleados coincidieron aplaudir. Luis Carlos Galán, Ministro de Educación, el funcionario más joven del gabinete, trajo en un estuche de terciopelo La Cruz de Boyacá, máxima distinción honorífica del Estado colombiano. Más sereno que el resto de invitados el estadista la tomó, en un alarde de magnanimidad me condecoró. En aquel instante, sentí un rayo de alegría que recorrió la piel, proporcionó insospechada elevación a la existencia, lejos de temer que, allá arriba pidan cuenta de nuestras acciones de aquí abajo, más fotos y aplausos. A la mayor o menor proporción, desprendido del protocolo descongelé el derecho de tutearlo, junto al pabellón nacional, revestido de humor esponjé actitud amenazante, ahora, al promediar la tarde, coloqué mi desbastadora derecha cerca de su mandíbula izquierda. En añadiduras a su trabajo extraordinario, teatrero de lides políticas, contrajo expresiva mueca de dolor, siquiera, rebosante de confianza jugué a lo boxeador, humor pastranista, reímos empapados de jovialidad, a raíz de una sugestión colectiva aquello lo consideró divertido. A esta edad estoy retoñado de agradecimiento, de viril personalidad conservo la impresión fuerte de su carácter. Entre diversas ocasiones, extinguido el sumario de la conversación, deseosos de satisfacer el apetito y con arrobado deleite, el anfitrión invitó a compartir manteles, donde quizás están los residuos de alguna licitación asignada a dedo. Menguado el ritmo y el volumen de la respiración, irrumpimos en un salón oval de dimensiones virreinal. A causa de no parar la rotación involuntaria de la emoción, afanado y algo más, cediendo a mi protagonismo tomé asiento, más bien deseaba partir. La comitiva y tales ministros intercambiaron opiniones estadísticas del Dane. Andresito de atributos de San Bartolomé, imploró autógrafos para viejos amigos de andanzas, uno exclusivo, dedicado al museo hippie del barrio La Perseverancia. El mí en vez del yo estaba a cinco niveles sobre mí, sin soltar tenedores hablamos del cielo y del mar. A diferencia de otras atenciones, el agasajo delineó un extraordinario banquete familiar, degustamos el plato preferido de políticos y abogados, ¡róbalo en salsa criolla! Bastó, sólo media hora para retirar junturas de lozas sucias, incrustados en trajes blancos, amanerados meseros las sustituyeron por copas de oporto frío, inmunes a las congestiones de Bogotá brindamos. El ambiente contenía un reto silencioso, al probar el vino estuve a punto de empuñar la locura, subido a la cima de un trampolín circundó algo el cerebro, muy consciente, reconciliado con mi otra personalidad desarrollé cantarle la tabla al señor Presidente, capaz de adivinar a lejos las iniciativas de sus contradictores. A modo de discreción, transformado en abogado del diablo, asocié que los seguidores del general Rojas Pinillas agolpaban cicatrices sensibles por el robo de la elección presidencial, reprochable fraude perpetró el gobierno del entonces presidente doctor Carlos Lleras Restrepo, parcializado a su favor lo condujo hasta el solio de Bolívar. Excitados sus adormecidos instintos marrulleros embaucó la voluntad popular, en todo caso, ciego de poder alimentó la malignidad del egoísmo, acentuó así el advenimiento total de la corrupción. Nadie sabe adónde, ni en la bola de cristal más transparente el pueblo divisó a los estupradores de urnas electorales. La tempestad que el general Rojas Pinilla arengó hecho un cadáver político, denunció en radical alocución el clarísimo chocorazo, adecuado para reclamar la Presidencia, adquirió fosforencia de cartel de neón que blanqueó los colores de la Anapo. Para sostener esta hipótesis tendría que emplearme a fondo, requebrada la insolencia y en una sacudida igual a la fiebre porcina refrigeré el comentario. Un desliz de estos, alteraría la armonía del instante, no lo dude, vapuleado por altos funcionarios decretarían el exilio político señalándome enemigo del gobierno. El peso precoz del homenaje me hizo balancear hacia la prudencia, lleno de lógica y de buen sentido rechacé hartar más licor. Sin ganancias etílicas, disminuí las revoluciones en el purgatorio del silencio, sometido en una áurea de abstinencia. Llevando La Cruz de Boyacá en el pecho llegó el instante de abandonar el palacio presidencial. El doctor Pastrana debido a la dinámica de su personalidad, detalló innumerables recomendaciones, lo cual me ligó de estrecha manera a aquel hombre. Todo indicó, al llegar a sus oídos hechos aislados de mi conducta, pregonó lo mejor para este negro terco. Sopesada la opción de no lanzar la primera piedra, con absoluto rigor, muy obediente a la medusa de la publicidad destacó y celebró mis victorias, preso en las cadenas del triunfo, aplaudía a la derecha del televisor cada vez que vencía al rival de turno, bastante confiado de no generar controversias, sazonado de nacionalismo lo removía dándole suma trascendencia, manifestación de excelente compatriota, jamás dudé de su sinceridad, en sí, quiso ser un jardinero preocupado en cuidar una flor que germinó de los cimientos de la pobreza. A ver, nada de todo esto es exacto de lo que quiero decir, debo confesar que yo mismo no sé qué quise vivir, cuando atesoré el sueño más agradable que cualquier deportista quisiera guardar, el reconocimiento, por lo tanto, no iba a detenerme en escrúpulos sociales. Esto dio lugar a que, infiltrado en la clase política emprendí informal diálogo con Andresito, sostenía una copia del libro Los inacabables del poder, ahora con melena de cabellos detrás de las orejas, formaban un halo alrededor de su perfil. Una vez frente a frente, mariposas amarillas revolaron en nuestras cabezas, unidos por un extraño coctel de coincidencias personales. A la expectativa del relativismo de la realidad, dándomelas de súper ídolo o qué sé yo, sumé en la procesión del tiempo en qué consistía mi papel. Ser un producto político. Cada día más alejado de la cruel verdad por la adición, el delfín avivado por lo admisible sería otro oportunista que le madrugó a mi infortunio. Al volvernos predecible el uno hacia el otro, pasando de una cosa a otra igual que político al improvisar un discurso, guiados por la exaltación de muchos antojos, al recorrer el jardín tupido de astromelias del palacio de San Carlos intercambiamos teléfonos, y al compás de nuestros pasos me presentó a Aníbal Turbay, su escudero en batallas de maizena, me dedicó su habitual sonrisa altanera, percibía a su alrededor demonios que lo acosaban. Origen del exagerado consumo de cocaína, antes de morir soportó cinco operaciones reconstructivas del tabique nasal. Durante esa humeante conversación ofreció acompañarnos, debajo de móviles complejos, el delfín presidencial contó que acababa de aterrizar del concierto de Woodstock celebrado en Nueva York. Tendido el puente de amistad, poco a poco desmitificamos las diferencias sociales, y no tardamos en conocer el territorio secreto que conocíamos, el humo, donde encontramos nuestras pasiones reunidas en un solo espacio, mezquino e indiferente diseca la voluntad, ocultos en etérea turbulencia sentimos florecer la fascinación de la desobediencia, embestidos por la flema de Satanás. No salvos de las tormentas obsesivas de nuestras almas volteamos la espalda al palacio de San Carlos, el grupo estuvo cortés ante la presencia del nuevo parcero. El delfín pastranista advertía una sonrisa burlona, así que, mal que bien, no renuncié a la expectativa marimbera por la pronta afinidad que excluyó la prosapia. Pese a todo, estaba encantado con estos dos amigos. Teniendo halagüeñas perspectivas de cara al futuro todos regresamos al hotel Intercontinental, la fotografía de campeón mundial ocupaba la fachada del edificio. Más fuerte que nunca, repicaba desbordante bulla sin amague de pararse. A medida que avanzamos surgió la turba de fanáticos, por otro lado, olvidados de sus obligaciones ejecutivas, estrujándose en el lobby principal, presidentes de fábricas que enviaron los suvenires, perseguían una entrevista en privado con Antonio Cervantes Reyes, Kid Pambelé, dispuestos a concretar un contrato publicitario, o de cualquier cosa que brote de su imaginación. Qué populares sucesos acontecían, más visibles, contabilicé decenas de gerentes, quizá algo así, exigía invertir tiempo, analizar cada propuesta. Demasiado predecible, de menos en menos en menos que un esfuerzo intelectual nombré de modo provisional a Tabaquito de secretario privado, bonito cargo para descrestar. Ya antes de anunciar el encargo, poniendo en mí una mirada penetrante asumió el papel sin ningún decreto tampoco juramento. A la edad de veintiocho años en que la excitación es demasiado peligrosa, libre del compromiso aproveché la procesión de industriales y escapé, disfrazado de lobo impaciente salí disparado a través de tenebroso pasillo del primer piso que daba a la cocina en compañía del delfín, nuestro destino, el bar El Diplomático, centro de consumo camuflado de la alta sociedad de esa época, o mejor, el parque de los hippies, localizado en el suburbio de Chapinero, quizá mejor, ir a desmembrar las neuronas a partir del humo en una taberna llamada La Teja Corrida cerca a la plaza de toros La Santamaría. Ambos, ubicados en orillas opuestas, apoyado en verdades finitas retrocedí ante serias dificultades que me causa la rumba, si, si, si, de milagro sofrené la estampida...con amarga satisfacción extendí disculpas a Andresito no poder acompañarlo, a pesar que ese instante la comunicación del humo nos unía. Echada a un lado la obsesión aberrante de consumir, retorcido de tentación retorné a la habitación. No sobra destacar que al paso de aquel reinado fui declarado por Coldeportes deportista del año en cuatro oportunidades, asistí a dichas ceremonias en mis sanos cabales. Y que, a mi manera, indiferente a las festividades descarté, integrar el jurado del reinado nacional de la belleza en Cartagena, también renuncié encabezar la batalla de flores en los carnavales de Barranquilla, sobrevenían duras peleas, en honor a una hipotética mortificación. En uno de esos arrebatos de populismo horas más tarde a través de la televisión el señor Presidente restregó el compromiso de dotar de agua y luz a San Basilio de Palenque. En ojos de todos, expuesto al viento de mil comentarios y conjeturas, recurriendo a sus habituales métodos deductivos, inductivos, analíticos, esquemáticos, dio la impresión que pronunciaba un juramento. Y cómo a fuerza de voluntad contuve lágrimas de regocijo. Para satisfacer sus propias retinas, vinculadas a la escena del monitor, él, en su mano derecha mostraba los guantes, sirvieron de centro de la alocución, oyéndose y no acababa. Por instigación del teleprompter extendió el comentario del motivo de la visita a palacio, llenando el oído del televidente tejió legiones de elogios en nombre del primer campeón mundial de boxeo. En toda su extensión, evaporado el repertorio peló los dientes, y buenas noches queridos compatriotas, amén, amén, amén, echándose la bendición cerró su intervención presidencial. ¡Uf! –exclamé eufórico. No sonó mal, viajaba en la boca de los coterráneos, pese a lo grande del país. Por más vueltas que le di al asunto moldeé un mundo inconexo de realidad, en el instante mismo, desprovisto de prisa el tiempo viajaba inmóvil, Tabaquito, comentó asombrado el protagonismo pastranista. Más que un tísico, dominado por cierto ataque de tos, alrededor del peinado afro relucían destellos plateados. Al poco rato, tocándose el mentón remedó al gobernante, para irradiar el brillo del poder desdobló actitud teatral, puesta la sonrisa de una lagartija en sus cachetes soltó la voz y advirtió: -¡El delfín anda tras tus pasos! Y despacio, la fuerza persuasiva del discurso desapareció. A través de la ventana viaja un manto de estrellas, yo diría que de doble moral, cubría el cielo nocturno de Bogotá. El interés momentáneo que me mantuvo cerca de la retrospección política perdió su tono electorero y sufrió la recaída de toda buena intención. Para no incurrir en soberbia, recostado en la pared escuché tal exhortación, a fin de ir directo al grano, limpio de artimañas demagogas recopilé el deleite de oler el mito del poder. A partir de ese entonces, destronada la discreción quise entonar la canción del niño dichoso de Presidencia, inmiscuido yo en su existencia, y él en la mía. Más o menos compartimos las diferentes soberanías de nuestras alucinaciones. No dando tregua a la bestia del desenfreno, reducido al ideal idílico de nuevo millonario, generé una euforia inconsciente que empañó mi alma. Puesto en práctica cualquier disparate, de manera paralela para martirio mío, tapando las dudas que me asaltaban construí lo irremediable. Quizá de ese mundo quimérico nacieron las raíces de mi inquietante delirio, aconsejado por mi hada madrina acaricié el espejismo de estar cerca del gobierno. Frente al poderoso Estado me impidió husmear por entero la tragedia que rondaba, mixturado con la oligarquía colombiana. Una tarde de domingo que no siempre resulta tranquila, expuesto a los retadores aprobé el desafío del puertorriqueño Josué Márquez. Fuera del cuadrilátero poseía voz de huracán, tal disputa, congregó los trazos de duro combate. Justo en el coliseo Roberto Clementes de San Juan, Puerto Rico consulté el manual de evadir. A mi voluntad, porque estaba destinado a ser el mejor Walter Junior, absorto en un horizonte de cansancio esquivé letales jabs, delataban el coraje de un boxeador. A cuál más aguerrido, esmerado en arrebatarme el campeonato, parecía impulsado por una doble alma. Digno de admiración, plagado de ambiciones tenía hambre de triunfo, intervenía en esta historia sin rehuir. A punta de coraje e intercambio de puñetazos gané en apretada decisión. La presencia de Andrés nunca faltó en las peleas, concertada la defensa frente a Nicolino Loche, el cuerpo técnico incorporó a Fidel Mendoza, médico cirujano oriundo de Turbaco, Bolívar, y Emiliano Villa, boxeador profesional, de manera respectiva, en calidad de médico del grupo y sparring de cabecera, esto sucedió en Maracaibo. El magnífico entusiasmo y el inspirado fervor de competencia, me condujo a vivir un acaudalado individualismo, lo peor del caso era que cosido de riquezas la prepotencia dominó mi voluntad, a través de fuerzas monstruosas de alternativas mundanas. A todo esto, al irse debilitando la fortaleza espiritual, no comprendía de qué manera tanta energía comunicativa de optimismo, me trasmitía la afición de Colombia y Venezuela. Machado enconado de malicia permaneció pendiente de mis movimientos, iluminado por un presentimiento quería evitar la sensación de fracaso que produce la derrota. A causa de tacaña costumbre, llevaba extenso registro de entregas y préstamos de nuestro contrato, para confirmar así el estado de cuenta. Yo no estaba en condiciones de darme cuenta de lo que ocurría en la parte financiera. Ya que semejante análisis requería de un contador de confianza que jamás intenté contratar. A la espera del resultado final por lo visto, continúa esta historia. Para asumir las responsabilidades que me aguardaban, imaginé la fe que tenían en mí los compatriotas en cada desafío, e instalados en la antesala del combate, de parte y parte, detonamos declaraciones de nocaut al promediar el combate. A cuál más presagiara esto parecía fútil. Poco después, embotada de indirectas la guerra sicológica cesó; puesto en marcha el lema de escribir y pensar, desenrollándose la cinta de los teletipos internacionales, trasmitían el aconteciendo boxístico. Deseando algo para lo cual no encontraba nombre, al otro lado, Carlos Monzón alentaba al mendocino, dando la impresión de alentar a una estatua, sucedía en el coliseo La maestranza César Girón de Maracay, Venezuela. Más que consejos, aplicándole una reverenda paliza aligeré su retiro de los cuadriláteros, despiadado y sanguinario. Camino al martirio más bárbaro, más horrible, más espantoso…A fin de que ni viera, ni oyera, ni oliera lo que le esperaba, corté la ceja del intocable infringiéndole contúndete jab. A penas iniciaba el noveno asalto, el ring traspuso horroroso escenario de carnicería, la herida al contacto visual de carnes abiertas, manaba la sangre a borbollones, salpicó a los aficionados de primera fila. Expuesta de manera nítida al alcance de letales rectos, comprobado tremendo estrago sólo aporreé la lesión. Al formar parte de mi profesión, sobrado de técnica apliqué la violencia sin corazón. El séquito de la esquina contraria, planeó una solución decorosa, el entrenador Paco Bermúdez, individuo de poca envergadura, éste vestía pantalón blanco y una camisa azul de cuello levantado, a los súbitos impulsos de la desesperación no resistió el peso de Malvinas masacre. Echando mano a la llave que abriría el candado de ese propósito, sensible a la abominable canecería, apeló a una oportuna norma del boxeo, desgranado de dolor acertó tirar la toalla ensangrentada al empezar el doceavo round, rendición incondicional que materializó el triunfo. El intocable Loche, exhalaba notas de la derrota, en acumulados ecos sonaba el cansancio. A la postre, imágenes indelebles en la mente de amantes del deporte de las narices chatas; algunos cronistas deportivos calificaron la pelea, en una de las más sangrientas de la época. Estaba tan masacrado que dolía verlo. Echada a rodar la derrota, ardí de gozo al apreciar tal rendición, incapaz de ocultar mi gozo en su esquina abracé al rival. Me miró desde esa lejanía que habitan quienes están ausentes en sí mismo. Y su orgullo, su rebelión subieron a las alturas, corrió hacia el juez central, ocurriera lo que ocurriera, demandó la restitución de la contienda, sollozaba, gritó peor que res en matadero; reaccionó con la casta que un profesional ama su profesión. Así amplió el crepúsculo del adiós al boxeo, haciéndole la lucha a lo imposible que casi nunca lo es. Yo negado a la piedad, lacré las aspiraciones de coronarse de nuevo campeón mundial. Teniendo en cuenta las ganancias, moviéndome entre los efluvios del dinero, incrédulo e indiscreto derroché parte del capital en juguetes costosos: compraba libros por metros ignorando el contenido, acuarelas de pintores anónimos, esculturas envejecidas por originales, motos de alto cilindraje, carros de colección, sin faltar a la verdad, abastecía las necesidades de la familia en Cartagena. Previo a las dificultades actuales, andaba integrado en la naturaleza del despilfarro, y éste me condujo a todo un suplicio. Al impulso de coreados elogios, espulgando contrincantes acogí el reto de Benny Huertas, puertorriqueño con cara de muy poco amigos, esto sucedió en la ciudad de Cali. Yo empinado para mirar al cielo reconocía los contornos de la idolatría, para ajustar al máximo el volumen de la egolatría, fundado en lo que veía el público con los ojos de la cara, ganaba en amplitud a medida que pasaban los combates. El apremio de triunfar no daba espera, expedido el dogma de vencer, obtuve rotunda victoria a través de fulminante nocaut, turbado por la impiedad, sólo demoró el episodio cuarenta y cinco segundos. En cuanto a la crueldad encima del ring, envilecido de riquezas centré mis energías, sometido en una especie de fascinación, ascendió a la vista el desafío que exigió a gritos tendidos la provocadora afición panameña ¡La revancha de Peppermint!, tituló la prensa del istmo embriagada de venganza. Esta vez con mayor intensidad, ensartado de autoestima destrocé el saco de entrenamiento. No dada, en fin, tregua, en ocasiones, flaqueaba Emiliano Villa abarrotado de calambres y contusiones, desgarradas sus entrañas lo reemplazaba otro sparring. En definitiva, regados de abundancia mis padres colgaron la cruz pesada de inmensa ponchera repleta de frutas. Siendo el común denominador, plagado de cariño proporcioné bienestar económico a la familia. A la luz crepuscular del atardecer la televisión describió que el general Omar Torrijos, cabeza visible del régimen militar, expidió el decreto que Frazer fundiera metalúrgica preparación en el batallón guardia presidencial, El Fuerte Cimarrón. Ya no sólo en sus asuntos íntimos, denotó también en público, total fanatismo hacia esta disciplina deportiva. Sin variar el discurso nacionalista, golpeó la retina de sus compatriotas mediante símbolos y frases de cajón. Pese que tales alocuciones sólo eran guerras de nervios, estas puyas trabajaban mejor que casi cualquier otra de la oposición; hombre de cabellos negros muy cortos, usaba sombrero de campaña, dándole una imagen altiva, sus brillantes ojos negros y sus atractivos rasgos impulsaban de inmediato a todo el mundo a llamarlo mi general en cuanto lo conocían, intrépido rey vestido de militar, testimonio de una dictadura revestida de populismo, mentía de manera indecorosa, similar a la del coronel Hugo Chávez Frías, Presidente de Venezuela. Dada su embestidura firmó la ley de recuperar la corona mundial, pan que todos los pájaros volaban a picar, consigna secreta de aguerridos boxeadores. Atados los cabos del compromiso, desde que pisé ciudad de Panamá amortigüé agresiones verbales, físicas y escritas, vertían notas estridentes desgastadas, devueltas por la misma ligereza de mis obscenas respuestas. Basado en el deber no renuncié a pelear allí. A falta de otra cosa que sudar, desenterrado del camerino subí al cuadrante, en la esquina sorteaba proyectiles de fanáticos, al propio tiempo los sentía demasiado cerca, El gimnasio nuevo Panamá conjugó a punto de colapsar. Ramiro Machado, vestía chaqueta azul cruzada de botones dorados apartaba a los periodistas, Carlos Eleta, manager de Peppermint instigaba al público, el general Omar Torrijos consultaba en cada segundo el reloj, exhibía en ring side facciones bonachonas de militar próximo a jubilarse, a cuenta de qué, temblándole las rodillas le ofreció al pueblo el demonio de la victoria, dispuesto a integrarse a las fiestas populares si volvía el campeonato al istmo. Los jueces en primera fila intercambiaron opiniones, vallado por cuatro cuerdas invitaba el cuadrilátero, locutores trasmitían, cámaras de televisión paneaban el ambiente, vendedores recorrían las graderías, policías uniformados apostados en puntos estratégicos, estas son secuencias de una velada boxística. De entrada sólo bastó veloz bendición para templar mis nervios de alambre. Y por cuenta del patrocinador, cerveza Corona, la campana sonó a funeral. Y sin más estudios, ni más ceremonia con increíble rapidez, recordándole mi presencia respiré profundo y en calidad de predador calibré a la presa. A cuenta de excelente técnica, encerrado en inviolable círculo de gloria lucí demoledor, contundente, banquete boxístico que añoran amantes del boxeo. A todo tren, desenrollé un repertorio de variables nunca desplegadas en anteriores peleas. Existen videos para coleccionar. A partir del tercer asalto, el adversario arrasado por la tempestad de los puños, no amortiguó la lluvia de andanadas de jab, rectos, uppercut, curvos de izquierda y derecha, de tal modo que, obstinado en redimirse de su decadencia bregó permanecer de pie, ignoró qué precepto de la preparación quebrantó, en cuyo caso, esta vez con mayor virulencia, y descuajado besó la lona más profunda cortada en el borde exterior del ojo derecho. Peppermint cedido a la idea de tumbarme junto con él, sujetó mi pierna derecha, puesto en evidencia el desgate físico, gateaba en cuatro patas, un poco grogui energizó la imagen de un gato envenenado, concluido el conteo de protección, recostado a las cuerdas retornó al pleito. No lo ponga en duda, a eso del quinto round después de varias caídas, estremeciendo oleadas de escalofríos desplazó movimientos de autómata. La trágica luz mercurial caía fría en su rostro ensangrentado y consagrado a la derrota, desde diferentes ángulos expuso movimientos demasiados torpes. A la sazón, asombrándose de la conjunción de estrellas, consecuencias de brutales golpes, arrastrado por chorros de suspiros que procedían de atestadas graderías, no dejando de causarle cierto deleite. Allá arriba, en las graderías, desencadenado el inminente nocaut mi águila enloquecido batía sus alas, El Cole, multiplicaba un bautismo chistoso, un bautizo suspicaz a los asistentes, abanicaba cosquillas a las narices panameñas con sus plumas, peregrinos aleteos llegaron al territorio nacional. Yo sabía que, al menos en el ring, si fui sanguinario, ahíto de sangre apreté las acciones, todo lo cual bastó para ganarse soberbia paliza, en calidad de árbitro y boxeador dicté no prolongar la agonía; certera acuarela de rectos al finalizar el quinto asalto apagó la murga del general Omar Torrijos. A sabiendas que un disgusto de pérdida lo ensuciaba de rabia, derogué la ley que impartió a Peppermint, ganar, ganar, o ganar, costara lo que costara. El dictador expuesto a la irascibilidad del respetable al no ganar su protegido fingió guardar la calma, lleno de sensibilidad ante este fracaso ajustó fugaz destello a su nublada mirada, atollado en el fango de la ira azotó contra el suelo la bota militar, franqueadas las esclusas del canal disparó el camuflaje envenenado de méritos. A la salida en compás ar retó. -¡Paja de peso para que desafíes a Roberto Mano de Piedra Duran, y apuesto a su favor un millón de dólares! Por todas partes. Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Ambos sabíamos lo que significaban. Detrás de escuetas palabras deduje tratarse de pataleos de ahogado. El motivo de la fiesta quedó sepultado alrededor de porciones de peros. El dictador ya de pie, secándose en el pantalón del camuflado la humedad de las manos, decidió abrirse paso por la abarrotada salida, antes, armado de aquella experiencia militar sacudió de nuevo sus botas deshaciendo el polvo de la derrota, y, escoltado de oficiales de alto rango olvidó cargar los despojos de su pupilo, sin pensarlo, impartió la orden de desmantelar el campo de concentración de Peppermint. A pesar de nuestra rivalidad deportiva sobre el cuadrilátero, inseminé en las venas el ímpetu de la nobleza y me acerqué a darle un saludo al colega, descontento de sí mismo mantenía la cabeza gacha en señal de frustración, desventura del vencido, llevándose el único trofeo, la resignación. Castillos de flashes registraron memorable nocaut. Él de cualquier forma aborrecía la derrota, luego de mirarnos un instante, entrecruzamos soberbio abrazo de aprecio, en tal condición, somaticé las escamas del infortunio en su piel, acongojado por el contraste entre lo que veía y sentía atiné a susurrarle. -¡Siempre seré tu amigo! Bien adentro del extraño juego dialéctico de la pérdida, de los ojos extenuados brotaron lágrimas, más que real, desahuciado de sus fuerzas regó el alma rota y solitaria, a través de confuso horizonte divisó su pasado glorioso. En la categórica confirmación de la victoria, trastornados por completo, entregados a la parcela del carnaval apabullaba el jolgorio de colombianos, empolvados de maizena clamaban: ¡Pambelé! ¡Pambelé! ¡Pambelé!...interrumpían la continuidad del festejo al pedir la hora y la fecha del próximo combate. Más que a los demás retadores que enfrente, diríase que en aquel remolino de trompadas lo despojé de su capacidad de combate, eso lo llevaría, de manera inevitable, a los pocos meses colgar los guantes. No obstante, dándose aliento él mismo tejió inédita leyenda en el deporte panameño. Señor lector por si no lo vistes, yo dominador imperial de la categoría, cabalgaba impetuoso, alado en un correo de buenas noticias escritas para mi país. A leguas de distancia espolvoreaba el nacionalismo, haciendo repicar la campana perseguía la inmortalidad, absoluto y fundido en una amalgama de locura colectiva que sembré en cada compatriota. En la que pringa una página borrosa que ratifica lo escrito en La sagrada biblia: El espíritu es fuerte, pero la carne es débil. Esta frase es nuestro consuelo e inundado de asco pronto la aclararé. Y para encriptar hasta el último resto de esta historia en su mente, le proporciono el siguiente episodio. Considerado por la crónica mundial el mejor boxeador de la época libra por libra disfruté largas vacaciones en La Ajedrecista, los bancos enviaban tarjetas de crédito a diestra y siniestra. Yo inconsciente de que iba por el mal camino me indujeron al festín de despilfarro, más engreído que cualquier mortal, gocé el privilegio de ser el primer latinoamericano de recibir tal distinción, al tiempo que, aberrado a los homenajes participé en calidad de taurómaco de honor, a la corrida de inauguración de la monumental plaza de toros de Cartagena, en compañía del doctor Pastrana Borrero, Presidente de la República a bordo, casi abolido por mi protagonismo, evento que organizó el señor Juancho Arango, Alcalde de la ciudad, hombre de estirpe usurera, chapuceaba una mezcolanza de tres lenguas. La urbe crecía en forma demencial, tan similar a la situación actual. Sin aceptar traba alguna, siervo de la clase política, de tajo, truncó la invasión de terrenos aledaños a la metrópolis. A pesar de ser una responsabilidad insoportable, convertidos en una colonia de ganadores ninguno esquivó tal invitación, ubicados en el palco presidencial, acompañado de Rodrigo El Rocky Valdés, Prudencio y Ricardo Cardona, Alfonso Pérez y Clemente Rojas, medallistas olímpicos, vidas zurcidas de remiendos rodeadas de oligarcas muy poderosos, escuchaban el sonido negro de nuestros corazones. Yo en medio de la presión atmosférica y el ambiente taurino, emanaba la satisfacción de llevar a cabo algo inimaginable, la sola idea me puso la piel de gallina. Más bulliciosa que nunca, aturdía la algarabía de las tribunas a reventar. A eso de las tres de la tarde terminó la parte más aburrida, desplumados los discursos de rigor el presidente de la corrida a lo español, me concedió el honor de impartir la señal al trompetista sonara el clarín triunfal de la feria, de fondo, repicaba un tambor de falsa guerra, provocó el paroxismo de descarnada celebración de castigo y muerte. El entorno de inmediato cambió en la plaza, surtidor de la barbarie taurina pisó la arena Juan Antonio Galán, matador ibérico, crecido en las costas del mediterráneo, estabilizó cabello bien peinado, parecía fea su malagueña cara huesuda recién afeitada, seguido de sicaria cuadrilla de banderilleros que transpiraba vileza, enchispados en trajes de luces, atracción fulgurante, escoltada de caballos chapetones cabalgados por picadores. El mí de ellos no les permitía el lujo de reír, porque a su acomodo les gusta ser segundones, aspirando a sus anchas el aire saludaban al público los rejoneadores. El matador español sobre toda la forma de ejecutar el arte taurino, haciendo alarde de elegancia, a pasos anchos y cortos estiró caminadito de reina en pasarela. En la mano derecha tenía una esclavina de cintas negras, no sin razón frente al palco presidencial me arrojó la montera. A mucha, mucha honra, viviendo de la crueldad me brindó cinco majos ejemplares de la ganadería Vista Hermosa. La estela de entusiasmo en dimensiones extras me transfería la simpatía, de modo paralelo, prendido del angelito de la fiesta brava iba de tertulia en tertulia, hecho una caricia besaba a los niños, calzando botas crujientes de cabra abrazaba a las madres, perdonaba a los que no me perdonaban, abrazaba a los que no me abrazaban. A la par no lograba reprimir la sonrisa de oreja a oreja, abonado de ganancias y descompuesto bebía manzanilla, lanzaba las botas vacías por doquier. Ellos celebraban sin levantar ronchas, bajé el volumen de mi euforia al anunciar el pregonero el último novillo de la faena. El arrebol dibujó monstruos incandescentes que no aterrorizaban a nadie. Salpicado de sangre el respetable aplaudía embelesado de jolgorio; de cara a la flagrante evidencia que caía el telón del homenaje, hincado en raras ideas desafié la ira del cielo. Ya parecía instalado en el nirvana, y, arrebatado por el protagonismo ofrecí otros cinco ejemplares. Juancho Arango, mucho más codicioso que de costumbre susurró en mi oído sordo. -Tienes que visitar el siquiatra que estás de atar ¿acaso no sabes sumar bobo pendejo? En sus ojos de párpados enrojecidos ardió una especie de consejero económico, sin que él no estuviera tan lejos que pudiera oírlo, sumido en el trance de la amistad me refrescó el compromiso de presidir, el agasajo anual que ofrecía en mi nombre el club de Pesca de Cartagena, anclado en el Fuerte San Sebastián del Pastelillo. Lleno de confianza y de viveza al mismo tiempo, en tremenda puja insistió que le cediera en calidad de préstamo el valor de los miuras para colocarlo al interés, en fin, gracias a la suerte o al instinto, detrás del burladero de la terquedad dediqué un toro mas no le presté el dinero. Aquel era el mejor momento de mi vida, ¡maldita sea!, y lo iba aprovechar hasta el final. Y por tratarse de una cuestión de tanta envergadura el ofrecimiento del vacuno que, mis camaradas pusieron el grito en el cielo y a toda prisa tomaron las de Villadiego. El Rocky Valdés, encabezó la estampida concentrado en acrobacias monetarias, el pantalón y la camisa que usaba no podían ocultar la tendencia obesa de su cuerpo. En otra dirección, acogido en una alegría desenfrenada escuché a través de sonido interno, ¡El rey de Cartagena de Indias, Pambelé, donó a la festividad el siguiente toro! Esto sonó idéntico a la voz de un muñeco ventrículo. A raíz de la precaución calmada de la riqueza, nadie me disputo el título adquirido por mi fantasía. Y yo rumbo a los ángeles. Quizá, incluso, manipulable de modo artificial, en redondo la audiencia estalló una algarabía jubilosa que, a punta de palmas reclamó que transitara la arena. Ahora, yo llevando gafas de sol estuve de pie al lado del señor Presidente un minuto. Al continuar la ovación, mi corazón de imán de inmediato pegó los pies en el ruedo. El público, dentro de realidades inútiles me seguía con ojos de estrellas de cinco puntas, invadido de sentimientos atasqué el uso de la palabra, que conste que, abotagado de estupidez que hoy traduzco en ruina, tocaba la puerta del purgatorio que me aguardaba. Al abrir el toril, a la cabeza de una nube de polvo resolló amenazante animal apodado El Demagogo, dotado de rostro hiriente, capaz de perforar a la distancia agujeros en el capote del presupuesto nacional, resoplaba y escarbaba el polvo. Bien plantado sin definir el color de las mejillas Galán, no lograba abrir bien el ojo derecho por el fuerte coletazo de una de sus víctimas, en la parte delantera de su traje de luces las manchas de sangre le llegaban a las rodillas. En la más completa claridad enfrentó el toro media casta, dominado por una especie de sed sanguinaria ejecutó, verónicas, chiquilinas, pambelinas, majagualinas y llegó la estocada mortal. En otro escenario, dado que la religión católica puso de moda el conclave, reunida en una encerrona la junta otorgó rabo y dos orejas. Empezaba a oscurecer y anegado de aplausos el público exigía ¡otro!, ¡otro!, ¡otro! Mezclados entre la multitud los dos fuimos sacados en hombros de la monumental plaza. Y no es que pueda hablar de una gran corrida tratándose de toros: no es más que un miura asesinado por el torero y el gentío festejando. Sin esfuerzo aparente, oxidado de utopías en esas condiciones, fuimos conducidos al club de pesca para el remate de corrida, también desarrollar un desfile de yates en toda la bahía. Antepuesta la acción de un viaje en el tiempo, al pasado. De modo impreciso llegué a vislumbrar la posibilidad estar cerca del poder político. La indulgencia de este impulso me contaminó de todas esas fantasías, de todos los éxtasis y de todas las exageraciones de ese círculo elitista. Ya experto en esas clases de atenciones, El Presidente Pastrana Borrero me permitió bajar lo palanca eléctrica que encendió la alegría de mi pueblo, de allí pasamos a la inauguración del coliseo cubierto El Campín, obra majestuosa de la ingeniería nacional. El estadio estaba a tope poblado de estudiantes, conocido el pálpito de estar en el lugar indicado, fornicaba dentro de mis oídos el abigarrado placer de tantos aplausos. Debajo de móviles populistas, el Doctor Pastrana me cedió el honor de cortar la cinta amarilla de acceso al escenario deportivo, cada vez más involucrado en la clase política ajusté la perfecta decantación de sueños irrealizables. A partir de eso, cascabeleaba el final del período del gobierno de turno, asaeteado de invitaciones participé en importantes inauguraciones de obras públicas, tonándose en restregada rutina. A fuerza de voluntad descarté portar la llama olímpica en la apertura del puente sobre el río Magdalena, empujado por una mano que no advertí, cedí tamaño encargo a Víctor Mora, flameante campeón de la maratón de San Silvestre. Si decía, o hacía lo que debía de seguro nadie me pone atención. Cualquier sábado, en privado, un senador del Partido Liberal, descendiente de turcos, mientras sus ojos –fríos, rapaces y discretos – miraban sin expresión a derecha e izquierda, sorbía grandes tragos de whisky, trataba de hablar despacio, poniendo esa pertinacia en los propósitos que produce la borrachera, expuso de ante mano del plan de algunos barranquilleros descontentos, lanzar lluvias de tomates podridos al señor Presidente, si llegaba a invocar el nombre de Laureano Gómez, político del partido Conservador, llamado El hombre tempestad por generar la violencia partidista desde 1946. La obra fue dedicada a su memoria mediante acuerdo político en plenaria del Congreso de la República. El grupo de inconformes, exigía el reconocimiento al doctor Alfonso López Pumarejo, expresidente militante del partido liberal. Aquel anochecer de abril, a medida que ponía orden a su capacidad de manipulación, de manera menos protocolaría y más llana, el Mandatario ratificó que la estructura llevaría el nombre de acuerdo al decreto del ministerio de Obras públicas. En pocas palabras, los ingenuos saboteadores no descifraron el mensaje anómalo y suspicaz. A través de una veloz rotación de aguardiente, atrapados dentro del sofisma engañoso aplaudieron a rabiar sin advertir el paquete pastranista. Esto indicó que la gubernamental trama perfeccionó el embuchado, sencillo, el Presidente esperó la ocasión para sacar a relucir sus dotes de orador grecomarrullero. En Colombia jamás llegó a desencadenarse un fenómeno popular de inabarcable dimensión, la industria de televisores tomó imprevisto auge extraordinario, trabajaba día y noche, a fin de surtir una red extensa de almacenes para cubrir la demanda de aficionados, deseaban mirar la justa deportiva. Por solicitud expresa del señor Presidente Pastrana, Ramiro Machado, organizó una defensa del campeonato frente a Carlos María Jiménez, pugilista argentino, en la ciudad de Bogotá, allí, en la cumbre, sólo cabía seguir adelante. A la par de estos sucesos, nunca me dejó de sorprender la cantidad de fanáticos que al conocer del evento boxístico, eran conscientes de que iban a presenciar otro nocaut. Tras de subir al cuadrilátero a toda prisa en medio de estruendosa ovación, observé rodeados de personas aristocráticas al doctor Misael Pastrana y sus ministros en ring side, añadieron pomposidad a la velada de las narices chatas, intuí, su aprecio transmitía una especie de embeleso y buen agüero. Uno más y otro menos de la extensa lista de aspirantes a la corona cayó, dicho y hecho, asediado de eslabonados elogios ofrecí un repertorio de renovada conjugación de trompadas, fulminó al rioplatense en el cuarto asalto. Los críticos deportivos de influyentes periódicos enfilaron comentarios previos al desafío de Lion Furuyama, boxeador nipón de grandes pergaminos; unos en pro y otros en contra, atrincherados de envidia afirmaron, carecía de condiciones técnicas para retener el cinturón de campeón ante el nuevo reto. Bueno; no importaba lo que creían tener contra mí. Sólo sé que si me juzgaban no estaba todo perdido. Y picado de soberbia acudí al tesón de la disciplina para sellarles la boca. El verdadero corazón de mi depurada técnica, consistía en que, la inteligencia humana es bastante ingeniosa, entonces, ajustado a los avances de la cibernética, el cuerpo técnico me transformó en trituradora máquina de propinar golpes precisos en Venezuela. A la menor cosa que hiciera o dejara de hacer, atizado de celos profesionales no dieron margen a ningún error. Al fin y al cabo, el periodismo debía atenerse al desenlace de atractiva pelea. Reacio a desperdiciar un segundo sembró sus anclas el tiempo, sin tregua me abandoné a los rigurosos entrenamientos, armados de viejas mañas aguardamos con el cuidado de quién cuida un tesoro. Para intentar sentirnos mejor, dándole el toque de misterio a la prensa, obviamos declaraciones triunfalistas, tendientes a patentizar la ley del hermetismo. El repiqueteo de la campana del gimnasio nuevo de Panamá aventó otra defensa del título mundial, hoy enfermo y cansado puedo asegurar, afronté la disputa más difícil de todo el campeonato. En los primeros intercambios, capoteé las embestidas de fortificado samurái disfrazado de boxeador, rebosante de ímpetu pretendió conquistar el trono, así fiel al espíritu desafiante de sus antepasados orientales, cuyo lema era, ¡muero encima del ring!, golpe contra golpe, afianzado en idóneas ansias de éxito, estalló su plan de trabajo frente a mis narices. A la final, asimiló las mejores combinaciones de mi repertorio boxístico, a la prevención y a la defensiva lidié a un toro aguerrido, vinculado a la supervivencia, escondiendo la cabeza en sus hombros siempre embestía hacia delante. A diferencias de otros fajadores, ilustró la perfecta imagen de una tortuga ninja de lanzar trompadas, avanzaba a idéntico ritmo, impulsado con similar agilidad de la caricatura cinematográfica. A las últimas de cambio, comparado con los estragos de una explosión terminó con los ojos cerrados e inyectados en sangre, el dolor de toda su vida apareció en ellos y pareció llenar todo el cuadrilátero; cuanto más embestía, bueno, cada vez estaba más inflamado, boxeaba tan ciego que no me veía al golpearlo, saturado de hematomas en pómulos y párpados. Muy atento del rival, promedió el último asalto, por primera y única vez, sentí algo que nunca me ocurrió antes. El tercer hombre sobre el ring observaba desde una esquina neutral, proyectó una ágil silueta delgada contra el débil resplandor de la lona. El factor importante de cierta urgencia de acabar el combate provocó al reajustar el motor del cuerpo, un paralizante calambre que taladró mi espalda, instaló en la base del cráneo inmensa presión, y aquel tirón muscular causó un vértigo prolongado. Llegó en el preciso instante que reacomodaba la artillería pesada, confieso que casi doblo las rodillas, en tal apuro, despeñado en cualquier alternativa no discutí cavar mi propia sepultura, hasta un punto muy peligroso, jugándome la vida mi corazón le ganó a la violencia del japonés. En la descolorida lona sostuve titánico esfuerzo por estar de pie, episodio en que el nipón encarnó la emboscada de una bestia furiosa. A través de sus puños drenó el ímpetu de un cataclismo, mejor dicho, en tugurios de uppercut bregó desbaratarme. Sobre la misma tela, a la defensiva, sepultado en avalancha de trompadas, derrengado y tiesa mi pierna izquierda finalizó el round quinceavo. Yo sin necesidad de aplauso alguno, respiraba recluido en el ánfora del cansancio, absuelto de asistir a mi propio funeral sin levantar siquiera los ojos del piso, camino a la esquina me obligué a pronunciar el repertorio de oprobios impronunciables. Luego sentado, Tabaquito me quitó los guantes descocidos, expuestos mis puños en vez de manos delataron dos cabezas de terneros cebú, inflamadas y adoloridas por certeros rectos que asesté a Furuyama, por recomendación del cuerpo técnico tuve que sumergirlas en dos baldes llenos de hielo, echado de espaldas, con las manos en los cubos, consiente e inconsciente parecía ocultar alguna deformidad. Quizá con mucha razón, esterilizada la hemorragia de conjeturas de aficionados, el escalpelo del conjunto de árbitros me declaró vencedor de tan aguerrida contienda. Arrastrado a la victoria cayeron cascadas de elogios, incontenible proseguía inigualable proeza boxística. En una fiel continuidad al precepto del cuerpo técnico, vacunado contra el cansancio aceleré rigurosos entrenamientos, en represalia a los comentarios de insatisfechos periodistas, blindado de esa envestidura repeler de manera drástica hordas adversas de críticas. El hecho de que seguía la racha ganadora, el acatamiento incondicional a los prejuicios admitidos del pasado elaboró el venenoso desquite. A solicitud del mismísimo campeón mundial, el empresario programó estelar combate en Cartagena de Indias frente a Chang Kil Lee, oriental que no le faltaba carácter, su piel expelía un brillo amarillento de aspecto febril, fue objeto de gran cantidad de publicidad que destacaban sus condiciones técnicas, bien pudieron servir para una modelo de catálogo. Así las cosas, removido de Corea trotaba por la ciudad hasta casi incinerar las suelas de sus tenis Nike. La exageración de agraviantes excentricidades, me llevan a pensar, por qué, nunca supe por qué, jamás sabré el por qué, quise tomar revancha de directivos de la liga de boxeo de Bolívar que me sancionó. A la caza anticipada de un gran entusiasmo infectado de un virus que chupa los más nobles sentimientos del alma, terminé siendo un vampiro de homenaje…y ahí estaba yo, envuelto en un manto azul de visos plateados, más conocido por Pambelé crecía junto a la ensordecedora ovación del público, queriéndome morir en la apoteosis de mi dicha, pisoteando sus leyes irrumpí en la monumental plaza de toros de La Heroica, superior que el estilo Hollywood. El acontecimiento me otorgaba el aire imperial de algún antepasado africano, de pie, encima de una carroza mitológica inspirada en El Hombre Tortuga, tirada por doce mujeres ataviadas con guayuco exponían al viento senos voluptuosos y desnudos. Devuelto al pasado recuerdo, cañonazos de confetis y serpentinas empapelaron el aérea urbana, desde el cerro de La Popa, siete gigantescas bocanadas de fuegos pirotécnicos iluminó el paisaje, dicho recorrido fue amenizado por mariachis y cimarrones vestidos de esclavos repicaban campanas de libertad. Mis increpaciones llegaban con más fuerza a todos los extremos del escenario. El público aplaudía enloquecido y coreaba: -¡Pambelé! ¡Pambelé! Pambelé! Ya sincronizado con el recuerdo para remasterizar esta película, al apretar el play tenemos, cuanto más gritaban, similar a música llegaba a mis odios ¿Sabes? En realidad no logro ubicar en que traba me soñé esta película. A todo esto hay que añadir, desvanecida la repulsión y las pasiones que provocan el resentimiento, disfrazado a lo Domingo Benkos Bioho, rompí simbólicas cadenas de papel periódico atadas a las manos. En esta lucha brutal de intereses, no existe nadie que haya convertido a sí mismo en una fortaleza. ¿Pudo el imperio español descuidar la defensa de su fortaleza? Señor lector la respuesta la dejo a su consideración. A los diez minutos de empezar la marcha, vanidoso y desmedido propósito revivió el yudo de los españoles. Yo lejos de oír las trompetas del juicio final, vivía una euforia inconmensurable, de bienaventurada locura, atorada en los estrechos dominios de la razón. A pesar de todo eso, desmantelada la tempestad de campante desfile pisé el cuadrilátero, para ser profeta en mi tierra, sudé la gota gorda mañanas, tardes, noches, durante semanas, encargado de misiones somníferas apliqué a Chang la inyección del sueño al promediar el quinto asalto. Nada impedía obrar con la mayor tranquilidad en aquella época, porque los resultados hablaban por si solos, y entre tan venerable compañía de periodistas viajó la comitiva a Tokio, Japón. Los colombianos zambullidos en extraños vericuetos del tiempo madrugaron a presenciar tal contienda, ensamblados en un hábito perenne de estar atentos de cada desafío, presenciaron la derrota de Shinichi Kadota, nipón de ímpetu desbocado. A ritmo de música J-pop, dando rienda sueltas a las tribulaciones, disputamos ocho arduos asaltos, en los cuales, besó la lona el mismo número de veces. El cuerpo pegado a las cuerdas, me miraba, moviendo los labios parecía decirme: -¡Negro hp! Esto me causaba una ira incontrolable. Sin darse cuenta en dónde estaba, trinando de coraje y cargando la desesperación, al levantarse propagaba respiración de buey cansado. El fatal guía de su destino cronometró aquella fatalidad anunciada. A raíz de tanto soportar golpes, en nuestra esquina nadie daba explicación exacta de dónde sacaba fuerzas para estar de pie. Al estar eso a lo que llaman la jerarquía de necesidad pronta de nocaut, tratando de ver las caras de los colaboradores de Kadota, agudo en mis sarcasmos a Tabaquito le manifesté: -¡Pilas! No lo pierdas de vista, sospecho que bajo el ring tienen una cosecha de quince asiáticos y proceden a remplazarlo por otro en cada asalto. En concebida tempestad rota de uppercut y jab exageré el dominio del reto. El cuadrilátero lleno del rumor de su respiración, de la voluptuosa histeria de músculos en acción, más del olor de la carne y de sangre del contendor pintó una masacre. El coreano tiznado de ruina tembló y retrocedió al asimilar dos rectos a la barbilla, cayó desmayado sangrando a través de los oídos, la boca y la nariz, entornó los ojos de un modo agónico. Sobre la lona brindó el aspecto de edificio demolido, sin conexiones a la vida, de urgencia en ambulancia fue traslado directo al hospital Krat Brack. Convertida la ciudad de Caracas en el paraíso de un obsesionado hasta tal punto que, aliviada decantación de sueños la traduje en bienestar, de modo, debe suponer el cambio de residencia en la capital venezolana: obtuve sobria mansión en la zona exclusiva de Lago Tranquilo, purificado de aire puro disfruté un vecindario bien cuidado, caminé por calles en sombras y oía el reposado repicar de campanas, rindiendo culto a la moda exhibía trajes comprados en el extranjero, sin dudas lo más indicado. Y apareció el principal enemigo de nuestra fortaleza moral. La historia de promiscuidad iba del encuentro fortuito, algo que en mi opinión no era sino un mero desfogue de tantas energías acumuladas, hasta que bien abierto el paracaídas del adulterio metí el pie en el estribo de la abominable infidelidad de los sentimientos, placentero drama terrenal de un alma perturbada, degradada por la amarga cáscara de la masculinidad que guiaba mi ceguera. Frente a un exceso de debilidad que más de una vez tuve que lamentar, concentrado en una potencia sin objetivo busqué desaguarla. En mayor o menor grado para tener reservas de entretenimiento, conocí a glamorosa mujer que me consideró un príncipe azul, por vía telepática, si usted lo cree, deshuesada la timidez escruté su nombre, Amelia Bastardo, q.e.p.d., retrocediendo unos metros, admiré en su piel el bronceado mediterráneo, arrebatada del mar peinaba cabellera rubia y de ojos color miel, de manera clara y evidente, albergó el genio de regia Amazonas condescendiente, a falta de defectos e inconvenientes prodigaba ternura. Al principio, antes del big bang del Sí, basado en la restauración de los sentidos, pincelé en ella el paisaje de una vida calmada, concluí, llenaría mis máximas exigencias. La abordé en surtida tienda de lencería, no siendo un acontecimiento histórico, disecado de pasión me causó la impresión de tener el dispositivo de una persona íntegra. Y avanzó con pasos elegantes hacia otros estantes, así que decidí acercarme, ella no sabía lo que era verse deseada por un hombre de verdad, agradezco a la suerte que jamás lo supo porque en realidad no la deseaba sino que empecé a amarla de verdad. Junto a un maniquí vestido de chef, impaciente por saludarla alteré el ritmo de sus compras, también de su vida. En cuanto pude, aparcado en destellante sonrisa pulsé el clip del corazón, avancé tres o cuatros trancos, sin la más mínima desviación propicié la oportunidad de presentarme y estrechar su mano. A poco menos de un metro al sentir su piel, torturado y saturado por impactante belleza, sudaba derretido de deseos y amor. Y guiándola a través del amplio almacén, derrotado por Cupido no sistematicé que, juntos marcharíamos a límites inexorables: contemporizado regalo misterioso del destino. Desde el principio tabuló romántica, asida a caprichos en estado de embarazo de su exnovio, Víctor Capriles, músico de profesión, además de eso, admiraba las películas norteamericanas, no coincidimos en este punto, evadido de Hollywood, mi afición hacia las cintas mexicanas derivó intacto. Ella no acta para los excesos detestó las bebidas alcohólicas, requeridos de afecto formalizamos la relación a los pocos meses, perseguía un mundo más ancho, quizá, no lo sabía, hasta descubrirlo, feliz en la travesía de la concepción nació el primer hijo adoptivo, Tony Antonio. Acabada de hacer una de las mías, eran varias las dificultades tenía que sortear, ya que en forma aislada no estaba en condiciones anímicas de amar sólo a Amelia. A ambas las quería por igual, sobre todo por Carlina, controlaba mis andanzas, controlaba cada palabra, cada gesto de su cara. Ya era media noche, acababa de llegar a casa, sentía una presión en el corazón, sin duda causada por los dos amores, Carlina y yo, ambos estamos de pie en la sala, la entrada de acceso al balcón está abierta, las cortinas de encajes permanecían quietas. Ella con abrigo de invierno, arreglándose el cuello masticó esta infidelidad, tan quieta, ardía de rabia por dentro poblada de recuerdos, apenas dominó lágrimas de resignación. Echando mano a la puerta del dormitorio, desnudó la torsión de esposa engañada y volteó el rabo, sobrada de dignidad perfiló agilidad de animal herido, necesario o conveniente manifestó la prolongación mecánica de la impotencia. Dando por averiguado lo que quería averiguar, tal desplante lo consideré un ensayo del poder económico. A la luz del sol convivía con dos mujeres, acogido a la oscuridad amé sucesivas damas. A pesar de la incertidumbre que provoca el inicio de un nuevo gobierno, instalado el mandato claro del doctor Alfonso López Michelsen, Presidente de la República, el destacado músico vallenato Rafael Escalona, desempeñaba el cargo diplomático de cónsul en Colón, Panamá, compositor vallenato de cutis suave, al silbar consumía labios desgastados y de pausado hablar. A una intercepción interesante cuando lo visité en su apartamento allá en dicho consulado, revestido de particular intriga le imploré una composición musical dedicada a este campeón, adaptado a la improvisación manifestó: -Ayombe guepaje Pambe, la inspiración vallenata cerró el surtidor de canciones. Dicho esto, puso cara de circunstancias, engranado a sus palabras ritmó: -El paseo vallenato López es el pollo, sonaría mejor si llevara tu seudónimo. Muy despacio juntó las yemas de sus dedos y miró la línea costera del istmo, considerando esta insinuación. Conectado a los satélites de la razón sé que todo esto, no tiene absoluta importancia, eso sí, sé qué quiero demostrar. De regreso al relato, usted me juzgará de iluso, eliminados los trámites burocráticos, en cuatro oportunidades departí por invitación de compositor, en brazos de la cantante de moda de esplendida época, Claudia de Las cruces. Dentro del caos de mi mente está registrada en la colección de mis conquistas, cómo decirlo, bueno, dispuesto a atravesar con ella las puertas del infierno, provocó varios desordenes en mi existencia. Y lo que es más importante, ligada a exótica belleza silvestre, voluptuosa de cabellos negros ondulados, reía a través de labios de rojo perturbador, pintaba la sangre de un higo recién cortado, de esbelta pose expelía la insinuación, hastiada de ofrendas florales de admiradores que no prometían nada, aprobó mi tentadora propuesta de pasar un fin de semana en Panamá. Ese tranquilo emplazamiento que atraía a los turistas fue escogido por el maestro Escalona, debido a su proximidad con una de las zonas más hermosas de todo Colón. El punto más álgido llegó cuando, tumbados en playas paradisiacas tostamos la piel a cuenta del erario público, el contacto mórbido de artista traviesa resultó imposible de olvidar, sólo bastaba dirigirle un pensamiento erógeno para caer de espaldas en la cama estrujándose los senos. De forma masiva en nombre de la pasión sin cesar el fuego lascívico, claudiqué el eterno sueño de atrapar una estrella de la farándula nacional. Mil pecados, mil excesos, mil promesas, realizamos, esto, aconteció cualquier diciembre vísperas a la fecha de mis cumpleaños. Tratando de pasar inadvertidos, frecuentamos lujosos restaurantes, boutiques de marcas, frágil criatura loca de atar. La filmación de estas escenas siguió en discotecas, bares, recorridos por el malecón, visitamos una tienda de ventas de máscaras llamada La miscelánea, donde adquirió la máscara anónima de pirata cibernauta, de allí a hacer de todo y a descansar. Una vez escondida la oscuridad un polvo muy fino fluía entre los rayos del sol, mediante un tirón de cuello apoyé la testuz en la cabecera de la cama Luis XV, transcurría inolvidable mañana del veintitrés de diciembre. En respuesta al imán de su coquetería, exprimiéndose de pasión resplandeció una de sus facetas dramaeróticas, delante la cual interpreté a míster John F Kennedy, expresidente de Los Estados Unidos. Tras de esta consideración, apremiado por una sensación de dicha, sin llegar a concretarse en felicidad sólo recurrí a aplaudirla, alojada en un altar de mi alma, coincidimos en la senda que tomamos, remolcando nuestro carruaje de amor. Bien allá, impulsados por el creciente viento, enredados en la bruma yates surcaban la ensenada, hendían largas olas gruesas, a toda prisa, diestros marinos izaban las velas, también, atravesaron relámpagos de gaviotas una niebla cernida a baja altura, a esa hora, construido en acero y concreto el muelle estaba semipoblado. Si allí estaba, ni que estuviera de mal humor, fuera adonde fuera, convertida en amplia sonrisa, la actriz cepillaba sus dientes recién blanqueados en el baño, expuesta a los elementos, endosó el toque de refinada personalidad. Una vez más, mendigo auténtico de bajas pasiones, desprovisto de voluntad suspiraba brindado al descanso, a tantos placeres nuevos, en reposado lujo que me enorgullecía. El rumor tierno de romántica canción que entonaba endulzó mis oídos, expresó la tentación que la amara, de repente, atrincherada detrás de la puerta, antecedida de picardía asomó una sensual pierna con ligeros negros, explorando su capacidad de seducción la encogía y la estiraba: colombina de carne provocativa para este león voraz. Echada a rodar la silueta de su desnudes en el amanecer de un día psíquico, cuando un ligero parpadeo estremece todo el cuerpo, enseguida, surge un choque de neuronas indefinido, envía la sangre desde el corazón a los testículos, entonces, en cierta medida, demasiado propenso a las emociones cultivé repentina erección. Hecha una serie de cosas seductoras, coincidió menear en forma de saludo la mano derecha enguantada, lo cual la animó más a salir de su escondite. El espacio que ocupamos era enorme y no faltan los muebles finos. La mujer incorporada a la acción del ambiente iluminó el aposento, ¡extraordinaria!, súper exquisita en completa fusión tongoneaba en persona Marilyn Monroe. Hasta tal instancia histriónica llegó, interesada en emular a la polifacética vedette suicida irradió la sensualidad californiana, el glamour, perversa, distinguida, manipuló su cautivador efecto para este negro desquiciado y cantó: -Happy birthday to you míster Pambelé…. A favor de la egolatría, actora de su propia vida, encuadernó modulación gatubela para el onomástico. Comparando el negro de Palenque con el gringo, concibió el paneo del expresidente Kennedy que conoció el mundo. Llena un poco de santa locura, descarriló excitación sumisa en dicha tonada, con la debida proporción, presionada por burbujas lascivas evocó el video de John Kennedy y Marilyn Monroe en La Casa Blanca. Un tongoneo más tarde me hace morir de calambre llanero. De inenarrable desorden sexual expliqué el más halagador que disfruté, aquel lenguaje corporal proporcionó una excusa para amarla, divinidad que invadía el conjunto catatónico del alma. Hoy, arruinado, anciano, retengo vivo en la mente el regalo víspera de navidad, puesto que todo tiene sus reglas, juntos, prometí la inviolabilidad de mi juramento de guardar el secreto. El tener que pasar de la inmovilidad a la acción, henchido por el alto voltaje de una corriente vital y con sonrisa eléctrica arranqué de cuajo el vestido blanco, seguido de un ruidoso rhaann, la ropa desprendió inmaculadas mareas de aromas. Más ahora tengo, al menos, el consuelo que, desvanecido en el presente acaricié redondos senos desnudos de pezones erectos, preparando el terreno para otra copulación más profunda. Hacía dentro revolví mi boca con sus labios suaves de geranios rojos, dispuestos a morirnos mil veces, reemprendimos la expansión del ahogo hasta agotar el aliento. Cuando la música gemía a las espaldas, encendidos en reacciones de éxtasis, empedramos un barniz de fuego sobre el rostro sudoroso del cristal de la ventana. El ramillete de conquistas alcanza dimensiones incalculables, sumadas esposas de políticos, altas ejecutivas bancarias, reconocidas empresarias, reinas de bellezas, también tiernas jovencitas de la sociedad cartagenera. La selecta elección del momento, confeccionó una colcha de retazos remendada de infidelidad y tragedia. A consecuencia de lo narrado, estables hogares optaron desintegrase por desenfrenada carrera sexual, empalmó el derroche de energía que me impuso la caricatura de un hombre repulsivo. Algunos oligarcas ofendidos fraguarían maléfica celada destinada a encontrar el talón aquilino del palenquero. Tardé largo período en darme cuenta que soy adicto al sexo, intervenido por frecuencias lascivias practiqué la ginecología popular. A cambio de la renuncia y frustración, me pareció que en semejante asunto, no existía campo para simpatías o antipatías de los ofendidos, en todo caso, salieron a relucir sus respectivas flaquezas. A decir verdad, dejando aparte esa anticuada farsa de pinocho, la controversial pelea frente al nene Wilfredo Benítez, especuladores esparcieron rumores que, las apuestas fluctuaban tres a uno a mi favor, poco susceptible de análisis esa ventaja me abracó de confianza, más o menos significaba, tal circunstancia me ofrecía una protección bastante triunfalista, similar a las escuetas electorales, sólo quería más puntos a mi favor. Fuera de este favoritismo, aquella experiencia me enseñó, nada mina con más rapidez que subestimar al adversario. A la larga, emprendedor del sano juicio me movía más tranquilo, más despacio, más seguro, el plan de trabajo para el reto pedaleó la trayectoria del anterior. En lo paralelo, entre la promiscuidad y la moral hay un punto de equilibrio perfecto que establece el yin y el yang, cuando el masculino y el femenino estaban equilibrado para la armonía del planeta, ensalzado por la prensa mundial aterrizamos en San Juan de Puerto Rico. Tras de ajustar algunos detalles, carente de prudencia en la rueda de prensa intimidé al contrincante a través de conceptos difamatorios, sin un gran objetivo provocó el florecimiento del resquemor en la afición boricua. A varios kilómetros del centro, en otro brusco cambio emocional, llevado por la extraordinaria expansión de rencor, ripostó el padre de Wilfrido de nombre Ezequiel en el hipódromo Camarero. Hombre áspero, altanero, inescrupuloso, individuo de esos que le resulta un placer odiar. Yo a precio abusivo, acababa de adquirir un informe diario de los purasangres que iban correr, al girar el cuello para recorrer el hipódromo con la mirada, descubrí que abriéndose paso entre la multitud desenfundó un revolver, casi en seguida advertí la amenaza del sujeto. Sin ser ya maduro ni tampoco anciano, dispuesto a todo haciendo un disparo al aire sembró el terror y la confusión. A menos de diez metro, acercándose portaba un abrigo de lana donde escondía el revólver, partiendo de la premisa de que todos somos unos mal nacidos, enronquecido por el catarro pregonó: -¡Pedazo de negro burrero te voy a quemar el culo! El público recurrió a tenderse al suelo. En cuanto a mí, una capa de hielo surcó la piel. La primera reacción de la fuerza de orden público fue abalanzarse sobre el agresor, reducido el desadaptado otros policías llamaron a la calma: ¡Tranquilos! ¡Tranquilos! ¡Tranquilos! ¡El peligro ya pasó! Y allí terminó la cuestión, esposado, la ira de este individuo era palpable y con ojos violentos lo condujeron a una radio patrulla ubicada a las afueras del escenario deportivo. Los teletipos de las agencias de noticias no dieron espera, de inmediato lanzaron la chiva a través del mundo. Al menos el agresor me puso entre las cuerdas. En términos de acertijos, la lluvia a la vez hacía repicar la caja de pandora sobre el techo. Nuestra delegación, equidistantes del público abandonó calada de temor las instalaciones bajo estrictas medidas de seguridad, a cada paso respiramos unos junto al otro, aquel incidente produjo una estela de inseguridad que nos distrajo. De las jornadas que sucedieron al atentado criminal, confiados y complacidos, ignoramos que el cuerpo técnico del boricua tejió preconcebido plan similar al caballo de Troya. Y así conscientes de las conclusiones que llegamos, esas conjeturas de otro atentado eran muy corrosivas de sospechas, de quien tiene la intención de sospechar, a tal punto que, al contrario de lo que sucede cuando uno está a sus anchas, acortados los días nadie tenía autorización para visitarnos. A consecuencia de la intervención del infierno, desprendidos de todo y de todos, en desacuerdo con nuestras aspiraciones y desanillado el círculo del pleito, sucumbí por decisión dividida frente a un joven de escasos diecinueve años, apodado La biblia del Boxeo. Él apenas percibía algo en sí mismo como propio, el carácter, cortó de tajo mi racha de triunfos. Restando credibilidad a los comentarios de periodistas de que negocié el campeonato para beneficiar a unos cuantos apostadores, al justificar la derrota a través de las entrevistas alegué que, ingerí un almuerzo pesado horas previas de subir al cuadrilátero. Hoy cansado de mentir diré la verdad. A pesar que a primera vista me resultaba poco menos imposible de escapar hacia el libertinaje, despuntó algo extradeportivo, en este caso, repercutió en la condición física. Quedaba una débil posibilidad de romper el cepo disciplinario, y está llegó hasta el hotel. El mecenas deportivo en constante aumento de su fortuna deseoso de renovar su vestuario salió de compras, al doblar la esquina cedió la estricta marcación hombro a hombro. A causa del incidente demandó juicio y concentración, conforme a su empeño renuncié alterar importante pauta, de una u otra forma braseaba contra la corriente de instintos sexuales. A eso de las 8:00 a.m., engullido el desayuno resolví descansar. Y esto, a esa tropa que no lograba liberarse de la obsesión de estar pendiente de mí, yo impedido de pensar en otras cosas repasé las tácticas del enfrentamiento, tarea que no debía preocuparme. Más a menudo que el resto del grupo, repleto de privilegios ocupaba la suite presidencial: repujados de cedro la bordeaban más el cortinaje de telas escocesas, suntuosidades esplendorosas hilaban un embellecimiento sobrecargado, iluminada por la luz biliosa del sol que filtraba limpios cristales. Seguro de acrecentar el record y precario de sueño encendí el televisor, prisionero de temporal regla que impartió el manager. Hasta donde soy capaz de pensar, contemplé acostado en acojinado lecho dibujos animados del pájaro loco, especialista en burlas despertó jocosidad increíble. Dando tiempo al tiempo, endurecí las mandíbulas en un largo bostezo, sólo interesado en observar explosivas bromas. Apenas si llegaba ser la rutina de un holgazán sobrado de comodidades, metiendo el pico donde no debiera sonó el aristocrático timbre del dormitorio. De vuelta a la cruda realidad dudé del sonido, pareció indicar que provenía del monitor, para colmo, al estar sintonizado en la onda de los dibujos animados nada me perturbaba, punto establecido de manera definitiva. Excluida cualquier idea de peligro de mi parte, inocente de estar sentenciado por una trampa boricua seguí atento al pájaro loco, avanzó el entretenimiento que interrumpió de nuevo las campanadas del timbrazo, vacilando, buscando, analizando, caí en cuenta, el sistema de seguridad del hotel no anunció ninguna visita. Dada la insistencia tuve la intuición de tratarse de Andresito, el delfín presidencial, mi gran amigo. Después de calzar las babuchas de lana boyacense, trastornado de soledad accioné el pomo de la puerta, ¡santa pacha!, viéndonos mutuamente abulté en mis pupilas la inestimable voluptuosidad de despampanante colombiana, sonreía, sonreía de oreja a oreja, acostumbrada al sofocar incendios eróticos preguntó: -¿Alguien reportó un juego? A través del vestido ajustado a sus curvas trasmitía lujuria reprimida, torpedeó ojos azules impuros, mirando hacia cualquier lado salvo a ella, insinuó la saña de una mujer prepago, de nombre Paula Liliana Uribe, oriunda de Medellín, asequible a toda mentira su voz sonaba demasiado paisa. A propósito de esto recordé de Shakespeare la frase, Quien es tan firme nadie lo puede seducir, empero, eso resultó sólo palabras, enfermo de cualquier impresión femenina, y exaltado de lascivia no esquivé lanzarme al abismo del suicida. Similar a una madre consoladora, atisbando hacia el interior, encantadora de clientes resabiados esgrimió del bolso una cigarrera de nácar morado. Indeciso, en la entrada, sentía un nudo en la garganta que por poco me asfixia, más rápido esta vez, me recordó viejas conquistas al cruzarse en mi camino. Calculó bien la hora, el lugar también, la hora mala, no, la hora está bien, despreocupado de consecuencias advertí que descendió de la cuna de Venus. En ese mismo gesto siendo un enigma solicitó la presencia del delfín presidencial, treta gitana para ganar mi confianza. ¡Diablos!, el yo promiscuo me susurró, ¿Qué te pasa?, no es más que otra amiguita de Andrés, o cuando mucho una puta extraordinaria al gratín, de modo, ¿Por qué no la disfrutas? Él muy canalla sí que tenía ganas y de inmediato lo complací, yerta la raíz de placer, aquella rigidez del hierro que encontré bajo mi mano al palpar el pantalón me obligó cruzar la sala para beber un trago de agua que necesitaba de modo urgente, luego, devorado de ingenuidad la invité seguir y que aguardara el arribo de Andresito. Sincero no mentí, amable tampoco dije la verdad, ella también lo sabía, escapada de su mano lanzó la boina verde de guerra a la cama, justo en mitad de la suite, emanando perfume embriagador amagó mesarse la rubia cabellera, al sentarse hundió abullonado diván de felpa, esforzada por hacerme brincar encima de ella entrecruzó las piernas, dejando ver el bikini recién depilado, encendió el cigarrillo descalzándose las zapatillas de charol, de golpe brilló la seda negra de medias en sus pies, ataviada de mandarinos encajes transparente suspiraba fantástica; experta en aplicar la potencia de la destrucción de Dalila guardó silencio transportada en la maldad, conspiraba exprimir las fuerzas tragándose mi aliento, satisfecha, lanzarme a la ruleta de los Filisteos, perdón, a la ruleta rusa del boxeo. Ni ¿qué falta me hicieran sus consuelos? Cuando ya extraviada mi compostura la tentación acordonó la garganta. Ahora de pie, ofreció una sonrisa misteriosa en los labios, de repente, delante de un inmenso espejo inspeccionó el aposento, cerniéndose a su alrededor cierta condensación de lujuria que reabsorbía la piel. A costa de menores a mayores riesgos, trasformada en mortaja la examiné dispuesto a condenarme en apetecible carnes bronceadas. A través de delicados ademanes expelía una fragancia afrodisiaca, más una palpable ternura capaz de ahuyentar la contrición. Listo a infringir la castidad vacilé contados tic tac, tomó una manzana de la ensaladera, brindó sus labios a la fruta y la mordió de manera incitante, camina hacia adelante, mira la cama, mueve los labios, luego, echa un vistazo a la tele, estamos solos, el pájaro loco ríe, picotea el poste, de nuevo ríe, todo transcurre tan evidente e inevitable, en fin, consciente de nada más, Paula pulverizó mi voluntad, encomendado a las ánimas del purgatorio no resistí otro suspiro. Esto, a mí yo lo sorprendió, desde entonces no encuentro una oportunidad para recobrarme de esta sorpresa. Al fin sucedió lo que siempre sucede, ablandado en una esponja saboreé el cosquilleo de saliva dulce, flechado en la entereza de poseerla corrí a su encuentro, dispuesto a saciar la felicidad del placer irracional, la arrinconé contra una mesa medialuna aposentada en la sala donde atendía a periodistas, adornada con florero repleto de violetas, hacia la izquierda rodó el conjunto en la alfombra roja hecho añicos. En una sensación de suave locura, de temor y de alegría al lograr su objetivo, doblada sobre sí misma su perfil sonreía irónico, eso no es todo, la tempestad sexual debido al acoso físico trascendía retumbante, la respiración, la madera, repicaban en la pared forrada con papel de colgadura, tenía una serpiente estampada, la infernal boca abierta exponía la lengua bípeda de glebas tentadoras, una o dos veces ordené que me envenenara la diosa de la pasión. Muy dichoso, ofrendado a la lujuria generosa me complació, latiendo humo, al mismo ritmo levanté la falda, de arriba abajo, de abajo arriba acaricié largos muslos llenos, traspasada la tenue línea que separa la cordura de la locura mis dedos ganchudos rasgaron la tanga brasilera, puesta a tiro palpé el pubis hasta llegar a los labios del sexo. Sin restricciones el enajenamiento fluía así mismo, medio abalanzado encima de ella introduje el falo y recrudecí movimientos pélvicos, paralelos, ocupados de nuestra juventud nos miramos de costado, arracimados leíamos nuestras impurezas. Decididos a algo respecto a algo, el coito acaeció asentado en el jadeo de acuerdos mundanos. Ahora cara a cara clavó puntiagudas uñas en las espaldas, asaltada por el almíbar de absorberme más en caliente vagina. La ferocidad de voraz pasión acabó con la importancia del pájaro loco, hasta aquí todo marcha a las mil maravillas. Y a esto tengo que añadir lo peor, tenía entre mis brazos una bribona que envió el manager del contendor, practicó la táctica homérica del obsequio del caballo de Troya. A la consideración de Afrodita, encajada en una penitencia hindú exigía más, parecíamos hechos de la misma sustancia, cambiando de sitio, en un abrazo desesperado, sosteniéndola de las nalgas pasamos a la cama, presos en un delirio de éxtasis, abarqué sus senos de pezones erectos con ambas manos. Sigue, sigue, más fuerte, serrucha, serrucha, clava, clava, carpintero, carpintero, más adentro o me volveré loca, imploraba, al mismo instante yo sentía en el pene sus contracciones uterinas, similar a una mano desesperada que sujeta un jabón en un balde lleno de agua. Dueños de aquella lascivia indiscriminada la complacía, al preludiar el advenimiento de nuestro orgasmo, reconociendo la morbidez de atosigantes senos cumplió su cometido. Sin que nadie pudiera contenerme descargué la volcánica energía acumulada al interior de sus carnes, asaltado por una sensación de mal augurio, sentía en los testículos un tumor que palpitaba, preparado para ser entregado al boricua terminé exhausto viendo pitufos multicolores. Y atenuado el desenfreno sexual evoqué la frase de las sagradas escrituras: El espíritu es fuerte, pero la carne es débil. Por lo tanto, predestinado al martirio destrocé tres meses de entrenamientos, salvoconducto del rival para despojarme del título mundial. Ayunos, promesas, misas, rosarios, trisagios, responsos, todo fue en vano. Manchado de goterones de sudor abrigué la posibilidad de remediarlo, casi de manera instantánea, desvanecida la loba esteparia y el pájaro loco del aposento apelé a la comida. La profusa eyaculación oscureció mis ojos y diezmado en calorías bajé al restaurante, lleno de indecisión solicité dos churrascos argentinos, mordía y engullía a la vez encarnado en un buitre hambriento. Para corroborar el vaticinio de Dalila, la prepago paisa robó el vigor del alma. A portas del compromiso prefería pelear con ella en la cama, a cambio de dar y recibir trompadas arriba del tinglado. Bien sé que, correspondiendo a la ingrata desobediencia de la juventud, concebí otro episodio dramático de mi carrera deportiva. Un deje de lamentos acompañó esa lista de desaciertos, susceptible al error, antes de sonar la campana del último asalto en el aire olí el fracaso. El séquito de colaboradores jamás conoció esta verdad de puño, sumido en una profunda preocupación aposté a la experiencia. A mala hora, aumentó el cruel martirio aquella dama que aplaudía en las graderías, junto a los boricuas que le pagaron para seducirme, mediantes falsos ademanes aplomó la más entusiasta, dicen por allí, -no hay peor cuña que más apriete que la del mismo palo- Orlada de gracia expandió el esplendor de su audacia, encargada de la misión fácil, no imposible, neutralizar la detonación de mis centellazos, embrujado si lo prefiere así señor lector. Más allá, el cóndor colombiano plegó las alas recogidas, delató la acción de protegerse del frío, expulsado de la gloria del triunfo, unido a sus convicciones y preocupaciones. Pasados quince round los jueces eligieron el ganador. El radar así también apodaban al retador, de rodillas secreteaba plegarias al Creador, bendecido por ráfagas de suerte, el juvenil boxeador acogió aquel veredicto ¡Ganó el nene Wilfrido Benítez! Yo un poco arrepentido, no me agradaba la idea de estar rodeado de gente hostil, las reacciones de nuestra delegación fueron lentas, delatado el acoso del periodismo declaré que me fascinó su infalible temeridad, sumado su arrojo. El autodenominado "Biblia del Boxeo", encarnó a un mago defensivo que afirmaba estar entrenado para la lucha, contra quienes en caja así, golpear con eficacia y tenía una natural "inteligente" dirigiéndolo qué hacer y cuándo hacerlo: recapitulando, aquí presento las consecuencias de fatal error. Es posible que esto formara parte del proceso de envejecer, asimilado el golpe renegué durante muchas horas, asaltado por el escrúpulo del amor propio veía el cóndor, fuese por uno u otro motivo agüé los ojos sacudido en series de molestias indeseables. Enviado del cielo el apoderado posó su gordota mano en mi hombro, percibí en ella un temblor sagrado. Rescatado del fondo del mar el noble gesto mitigó la culpa, por si esto fuera poco, mostró amistosa forma de darme ánimo. Además, al quedar algunas migajas del pundonor deportivo, oyendo el ruido de los huesos resolví dormir, prolongación de la noche donde el hombre emigra sin vestigios de vida, ahora vacía sin la presencia de la compatriota, persistía en mis manos el tacto brioso de torneados muslos. A cuenta de esas pasiones destructoras, mi espalda agolpaba los rasguños de la fiera antioqueña, digamos, a medias no aprendí la lección, mostrándome digno, entregado al fracaso temperé una pena moral guiado por el desenfreno de los instintos sexuales, concordó al cabecear el descarrilamiento del tren palenquero. Y de todos modos, predominó la misma tristeza lúgubre en la comitiva que apestaba a destrucción, por encima incluso de la quinta dimensión, confié en la palabra del apoderado del ganador de otorgar la revancha. Machado nunca firmó el compromiso, apropósito, contrario nuestros planes de conquistar de nuevo el campeonato. Wilfrido Benítez fue incluido en el Salón Mundial de la Fama del Boxeo en 1993 y el Salón Internacional de la Fama del Boxeo en 1996, después de una estelar carrera deportiva, retirado del boxeo profesional murió enfermo de Sida. A la larga, el siglo absorbería la derrota, ahora, más que nada, me preocupaba la inexplicable demora para emigrar hacia Venezuela, empacadas las maletas restaban miles de kilómetros por recorrer y llegar al hogar. Ya en Caracas, embaulamos radioactiva atmósfera derrotista, influenciado por Ramiro, temeroso de que tomara otros rumbos me trabajó en condiciones de sicosis, basado en una especie de intoxicación de riquezas decía: -En corazón contento no entren las penas. Pasado un período de distención retornó a mis músculos la fogosidad del gladiador. A estas alturas, preocupado por la incertidumbre del futuro, invertí fuertes cantidades de dinero para adquirir propiedades en los suburbios exclusivos de Bocagrande y Castillo Grande, oficinas en el edifico La Matuna en Cartagena, dicha acumulación de bienes materiales otorgó interesante prestigio social, ah, sí, también condominios suntuosos en Caracas, agregado el apartamento del edifico El Nautilus, imponente construcción franqueada por majestuosas edificaciones. La panorámica domina el amplio horizonte de la mar, más busetas de servicio público, de más a más, compré un camión a mi padre, hombre menos dispuesto en el mundo a juzgarme, eso sí, a través de mil excusas evadió cubrir el compromiso financiero del pago del crédito, vislumbrado por otro plano de la comprensión tuve que redimirlo del crédito hipotecario de la vivienda que escrituré a nombre de mi madre. En el mismo punto que siempre convergía por hacerle compañía al ocio, el viejo salía a trabajar y pasaba toda la jornada dedicado a especificar mis haberes a muchos comerciantes en la plaza de mercado de Bazurto, jamás el vehículo aportó un centavo de utilidad. En la natural relación de padre e hijos protagonizamos aireadas discusiones, en fin, ayudaba a mi progenitor. No después de una docena de análisis, impuesta por una rutina diaria procuré lo mejor para los míos, de cierta manera, en medio de tanta riquezas, no atiné a apresar entre las manos el sueño ni la realidad, al tiempo, puesto a redoblar el tambor de niño bueno armonicé sacarlos del mundo de la escases. Estaba claro que planillado por la inescrutable ley cósmica que no deja de funcionar, cargaba la salvación y la desgracia sobre los hombros. El desacierto en proporciones inaguantables de tragedia acrecentó la adversidad, atestiguado por la ruina espiritual, económica y moral en la cual subsisto. Para redondear el testimonio temí el rechazo del racismo, el motivo, la negramenta al vender sartales de pescado dentro del corral de blancos suscitaba comentarios desobligantes,. En virtud al carácter, lejos de renunciar a la bufonería, derribado el fetiche no esparcí el olor a menticol, empapado con finas lociones francesas perfumé el distinguido sector de Bocagrande. Minuto a minuto, sometido a un espionaje estricto, dados a la animadversión algunos escudados en las sombras prepararon algo maligno, monstruoso y destructor, a costa de la salud mental de un deportista. Ayer, hoy, y mañana, testifica la envidia de una sociedad en decadencia. La conspiración sin ninguna clase de liturgia enterró mi alma, de seguro para décadas venideras el sentido burgués entregará a los nacionales una historia remendada. El mundo, por su parte, no me castigaba de manera alguna, antes parecía premiar mi desordenada vida con el continúo agasajo que me ofrecían en clubes, salones de empresas más paseos en yates. Y dentro de un constante crecer y menguar de la luna, ella produce en unos humanos el misterio de la aflicción del alma. Yo prisionero de este raro fenómeno, sacudo en este zapato viejo las angustias de las perturbadoras angustias, medio muerto en vida, azotado por mi enfermedad mental, sobrellevo el trastorno mental desde esos reconocimientos que abrían nuevos deleites. A cuenta de ellos plasmo un sarcasmo para la leyenda del boxeo mundial, fundiendo la noche en otra noche zozobro en el agujero luminoso de la gloria del pasado, a diario sufro las consecuencias del severo disfavor. Ya ignorado de alguna manera, lamiendo esos espejos del ayer me producen bellos sueños. Y pobre de mí, acosado de humillaciones navego en la vergüenza mortificante, a estribor, no veo la salida de este mar infernal de ofensas, aniquilado, a mi juicio, sin esperar el regreso de nadie estoy condenado a morir desairado sin humillarme. No tengo por qué rendirle cuenta a nadie, en realidad, no constituye que moriré embalsamado en un mártir de los placeres, si no, en una víctima de los narcotraficantes, atraídos por el dinero fácil, a expensas de millones de almas somos reducidos a cenizas. El espíritu purificó el cuerpo la jornada que la Asociación Mundial de Boxeo despojó del título a Wilfredo Benítez, embutido en su traje de ego y renuente a la revancha. El ente boxístico rector de esta disciplina, celoso en cuestión de dinero decretó atractiva contienda con el argentino Carlos María Jiménez en Caracas, aquel aparente milagro desmitificó la espera de apetecible pelea. Siendo una consecuencia de este anuncio, obligada a reconocer la brillantez de mi trayectoria deportiva, la sociedad cartagenera organizó un homenaje en mi honor. Entre la indignación y sorpresa, quizás tantos cumplidos hipócritas me inmunizaron contra la sutileza de mal intencionados comentarios, en sí, no comía cuento de nadie. Desde el mismo origen hasta el final inevitable, analizado esto llegué al convencimiento que el nacer para hacer esto es igual que nacer para carpintero o zapatero, no exento de denigrantes apreciaciones, resultó una evidencia básica que proporciona un escueto cuadro fugaz de toda la existencia que jamás podría expresarse. Más allá del suburbio de Bocagrande, tostado por el sol cartagenero, tomé aliento al disminuir la velocidad del primer Mercedes Benz convertible importado al país. Y con su respectivo efecto, sintonicé tal información a través del radio digital del vehículo. A pleno medio día el sol bañaba piedras porosas de las murallas, en cada bloque de piedra es perceptible la sangre de un esclavo sacrificado por la barbarie española. Picando a la vez frutas tiradas en el suelo trinaba una maría mulata glotona, revestida del manto de la noche voló a las líneas telefónicas, sin sed y sin hambre de vivir en la ciudad, está obligada a cantar allí, daba la deforestación de los bosques aledaños. No obstante de mi escaso abolengo, conviene saber de antemano, patenticé el proceso de inmortalidad que me transformó en el rey de La Ajedrecista, también cabe destacar, ¿sabe usted, quién era el único ciudadano autorizado para estacionar el automóvil en la plaza de Los Coches? Sí señor, adivinó, nada más ni menos, el campeón mundial. Ya admitido en la oligarquía, confiado en la protección divina asistí al agasajo, gracias a la productiva gratitud de muchos conciudadanos saludé a los directivos del club, zumbaba en las orejas la subienda rumbera de un viernes cultural. Esa vez, proveído de abundantes riquezas acogí el juego del nuevo rico, los oferentes en repetidas ocasiones manifestaron sus elogios al invitado. Allí de nuevo ardorosos de proselitismo, tal ceremonia la presidió el gobernador y el alcalde del período, sin temor a subir de peso finos pasabocas cayeron disueltos en mi paladar, a medias, embarazado por elogiosos discursos que el viento arrastró a la inmensidad del mar. Sin exclusión, estudié cada fisonomía de elocuentes aduladores, así mascullan el placer de la lengua, por igual, adentro todos tenían miedo de todos y de todo, adoptado a una solemnidad desoladora me bastó callar, comparando al uno con el otro discurso sospeché que durarían toda la noche, socializó una especie de lunáticos leguleyos, sin dejar de espabilar, sopesé fértiles zalamerías destinadas a cultivar a la perla negra del boxeo. Yo casi siempre, árbitro de la tendencia de la moda masculina del instante, atraía las miradas de hermosas mujeres, menos fogoso que de costumbre patenticé el más elegante de la recepción, por supuesto, lo exigía la etiqueta del club Cartagena, la escena discurría entre voces y gesticulantes invitados, similar a una película de argumento ya conocido. Igual que infringir un mordisco a traición, don Manuel al llegar a la entrada, psicoseado de cometer tonta imprudencia dada la pompa rehusó ingresar. Hasta que…por fin las trompetas de la orquesta de Lucho Bermúdez inundaron el salón, notas musicales que más adelante resplandecerían el himno de mi locura. El clima del recinto bien decorado fluyó agradable, armoniosos relucían sus cándidos detalles, transmitían la prostitución de la opulencia. A modo de arco al fondo, enaltecieron en orlas doradas el seudónimo de Kid Pambelé, también fundido en utensilios plateados de mesa. Puesto a prueba, entregado sin voluntad a los elogios en perseverante simpatía, impuso cierta atención a la que fue imposible sustraerme. Un conserje de aspecto enfermizo, desde diversos ángulos vigilaba que ningún asistente sustrajera nada, hacía lo posible en ejecutar órdenes del gobernador luego de instalar la recepción. De pura coincidencia sonaba el inmortal vallenato La Custodia de Badillo del maestro Rafael Escalona. En ese lugar de esparcimiento la estricta vigilancia me inspiró un revoleteo mental, a turnos, mujeres galantes prisioneras de joyas y finas telas recorrían el recinto, de buen humor distinguí muchas que bramaron de placer en mis brazos. Hoy eso es lo que me hace falta, los contubernios apasionados, tan distantes que los borró el almanaque. Ellas dispuestas a ser felices reían dentro de la memoria, coposos cabellos rubios sueltos hasta los hombros enmarcaban simétricos perfiles, bastaron para acelerar el latido de las venas en las sienes de mi cabeza, unidos a través de una amistad clandestina fueron mis intimas, lanzándome a través del mal camino. A la final, no sólo les expresaba dulces palabras, sino que además las insultaba en medio de convulsiones emocionales. Tanto más de esto que, limitado a obedecer a la ley del adulterio coleccioné prendas íntimas de cada conquista, con auténtica satisfacción, cansado de ser un instrumento sexual las sepulté debajo del castillo de San Felipe, esto de alguna manera conflicto el espíritu, sin cálculo de riesgo aposté el precio de mi devoción hacia ellas. En un estado de absoluta vulnerabilidad, de un punto de vista simbólico, esa noche, acogido a olvidadas enseñanzas escolares procuré no beber, beneficio que compensa cosas agradables, hasta el límite que borradas las influencias malinas estiré porte aristocrático. Ahora recuerdo que cedido a tal juego sin finalidad, le propuse al raciocinio no especular sobre el papel que justifiqué protagonizar. La mente, lo mismo que mis ojos, maduraron la adaptación en medio de ese ambiente oligárquico. De manera tan imperceptible, avanzada la fiesta consideré prudente tomar un poco de aire puro, convenía practicarlo hastiado del humo de cigarros. Y creyendo que éste agasajo sería el comienzo glorioso de una interesante integración social, además, la ocasión para conocerlos mejor, de hecho, cualquier gesto, no resulta fácil para los que venimos de abajo, empero, cada uno proyecta el sentido de dignidad donde puede. Ya que si no podía creer en tanta amabilidad al menos podía toser, entonces, sustenté leve tos, a saber qué dando ínfulas de superioridad me zambullí en colonial balcón rebosantes de matas trepadoras. A modo de pasatiempo, colgada de la pared permanecía una pajarera llena de aves exóticas, regocijaban la vista y el oído a los socios, en par columnas romanas meditaban perfiles de mármol con facciones faraónicas. Leyendo sin duda lo que pensaba, por voluntad del Altísimo, malgastados siete suspiros cincelé el atrevimiento de proponer a los anfitriones esculpir el mío en otro pilar, o mejor, a la entrada del club. En esta extraña oportunidad, desbordado el muro de la discreción cancelé tal capricho. Durante unos minutos intenté distraerme, la luna llena descendía al mar bañando a las olas distantes de luz plateada. Noche especial de navegación, del oriente estallaban vientos violentos que elevó poco a poco el manto de estrellas, el viento soplaba por ahí, por ahí también iba mi aliento; en perfecta calma resolví regresar a la reunión, camino a un vestíbulo auxiliar, guiado por una charla siniestra detuve el tranco, llegaba de estrecho corredor sombrío, cosa que valía la pena espiar. Por instinto, reteniendo la respiración, mis manos cayeron, pesadas, a los costados, estuve inmóvil, para escuchar; desechada la concepción del almanaque no recuerdo datos exactos, sin equivocaciones comprobé que, siluetas en la sombra hablaban del mismo sujeto, afirmaron, insinuaciones que traspasaban el borde de la difamación. Esto me causó un gran impacto, sentí una salvaje oleada de aprensión que me endurecía el pecho y hacía brotar sudor en las palmas de mis manos. Una vez reconocidas las voces establecí la identidad de dos personajes escopetados y ofendidos cartageneros, abogado y político, tocados con sombreros blancos recién estrenados: exactos de ideas originales acerca de cualquier tema, allí, tratándose de algo fuera de lo legal, atragantados de inquina gesticulaban pliegues de indignación intratable, sus cejas contraídas infundían aspecto terrible. Uno al otro explicó su calamidad domestica que generó mi intromisión de Casanova, tal vez, impotentes sexuales me envidiaban, empecinados en arruinar la salud mental de un hombre, parecían encendidos en una llamarada de odio triunfal, estrechándose las manos sentenciaron. -¡Sin medir consecuencias vamos a descubrir el talón de Aquiles de Pambelé! Ellos moviéndose en toda una vida de privilegios, revelaron tener amigos en laboratorios químicos, capaces de liofilizar una pócima de cocaína de excelsa pureza, u otros elementos alucinógenos, concibieran el efecto que desmitificara el reinado del mejor Welter Junior del boxeo mundial. Fluía algo en el ambiente que sobrepasaba mi comprensión, áridos, crueles, reían entretenidos para percatarse de mi presencia. A veces saber el peligro proporciona ventajas, en este caso, esperé el desenlace de este episodio, en dicha encrucijada, evoqué varias razones para remediarlo. Dándose las buenas noches, envilecidos por la obstinación exhortaron que el plan debería ejecutarse a la mayor brevedad posible. Un frío asombro heló la sangre, en aquel homenaje convenía no perpetrar una de mis atrevidas conquistas, adicto a esos delicados manjares que seducía en lechos suaves, donde todos los sentidos concurrían al festín de la carne mientras el yo todavía tenía hambre. El apurado trance por el que pasaba disparó el catalizador del sigilo, al dar unos pasos adelante, acentuado el carácter eterno de la lucha corroboré las caras de conspiradores enemigos. Yo ubicado en bando opuesto tonifiqué un escalofrío al rubricar el infortunio que arrojaría la celotipia emboscada, nada compensaría la pérdida de letal atentado alucinógeno. La intensidad de todo este revuelo mental provocó que, abotagado de preocupación imaginé, qué horrible sería verme en la ruina, bendecido por la locura sufriría los dolores del hambre, sumada la angustia de la incertidumbre, qué horrible resultaría contarlo. El demonio de la compasión me enseñó en el subconsciente todos los detalles del suplicio. Me quedé un poco pasmado, además, aterrorizado ante cicuta amenaza buscaba una respuesta, sólo amontoné suposiciones, sirvieron para estar alerta en otros agasajos; embetunado en la condición de superhombre supuse que nada liposuccionaría afectarme. No hace falta que le describa el nivel social de los asistentes, luego, gobernado por sentimientos fúnebres retorné a la reunión frotándome las manos, hecha mi propia evaluación psicológica, cargando y descargando suspiros apenas me atreví a paladear una copa de champaña. Al ritmo del porro Carmen de Bolívar, creyendo que lo peor pasó, anché el pecho para aspirar bocanadas de aire, terminada la bebida gracias y buenas noches manifesté a los anfitriones. Y en repetida ovación de aplausos evacué el club de piso de mármol, reproducía los cuadros blanco y negro de un tablero de ajedrez, componían un juego maldito, de un juego donde ellos escogieron las reglas. Las paredes estaban esmaltadas de estuco veneciano, el resto del conjunto denotaba exquisito gusto. Y cómo cada amenaza cambia dadas las circunstancias, retirado de allí, anulé la tentación de prolongar el festejo, transportado en la misma suerte consciente del peligro, ya que cojo avisado no muere en guerra, dice el refrán popular. Acaso, ¿si cumplirían su propósito? En aquel apremiante período, enseñado a considerar el peligro, a medida que pasaban los días y las noches no aparecía la sombra de alguna conspiración, eso sí, blindado de conjeturas mejor deseché atractivas invitaciones. Al cabo de una semana, restablecida la regla de la calma espinó el proceso de emigrar a Venezuela, a escasos sesenta calendarios intentaría recobrar el campeonato mundial. Ya libre de la paranoia, cualquier mañana soleada al realizar un trote de lobo vagabundo en las playas de Bocagrande, próximo a llegar al hotel Caribe, forrado de mi majestuosa indumentaria de atleta consagrado piropeé a dos hermosas jóvenes de rara dulzura, hice lo imposible por impresionarlas con mi seducción personal. Ellas en hilo dental, empapadas de aceite de coco querían derretirse sobre la arena, caídas del harén de un príncipe árabe. Tenían bocas suaves, pechos voluptuosos y hoyuelos juguetones en las mejillas al sonreír. A sabiendas que las mujeres manejan el mundo, porque Dios les puso el poder de persuasión entre las piernas, instaladas en el molino de la mentira aseguraron proceder de Ontario, Canadá, practicantes de equitación bajo techo mintieron hasta en sus apellidos. A medida que les untaba abundante aceite en sus provocativas curvas, barnizadas de rumor endemoniado me propusieron visitarlas en la suite del hotel El Dorado, preferible a la caída del sol. Tomada la cuestión en serio, oyendo mi respiración contenida acepté, roído por el temporal de hambre carnívora, demasiado tarde para evadirse el alma me preguntó: -¿Qué daño te infringirán?- Nada, respondí. Ese espíritu que de algún modo no era bueno me hizo creer que aquella ocasión no era más que otra ocasión para que el placer de la carne recopilara en unas pocas sentencias que serviría de estrella orientadora a los humanos que gozamos de ello. Analizada tal consulta de repente recordé, la grandeza a veces lleva a los excesos destructivos, ¡adelante diablillo, haz eso! decía el diablejo del inconsciente. En una pugna contra la severa regla de claustro impuesta por el empresario, perfumado hasta los dientes arribé encarcelado de manera literal en pos de satisfacer una carnicería sexual, en pocas palabras, a ejecutar toda una orquesta de seducción y encanto, sólo pensaba en tal objetivo, renovado el apasionamiento repetiría otra internacional aventura lasciva. Excluida toda idea de peligro de mi mente, ellas alterando la tonalidad del ahora construyeron falsas identidades, tardaría algunas horas en saberlo. No sólo deseaba placer sino algo de compañía, echando de menos la presencia de mis dos esposas de Venezuela. Y en este estado de ánimo pisoteada la disciplina pregunté por Helga Russell, con cierta especial dignidad, distraje la espera palpándome los bolsillos del pantalón, desconociendo la fatalidad del instante estrujé un paquete de cigarrillo que sobrevivía a mi voracidad de fumador. Un minuto más tarde, autorizado por la recepcionista avancé a la habitación 1166, destinado a promocionar mi virilidad de macho cabrío. Para mí al ser un mero pasatiempo aspiraba expulsar el éxtasis eléctrico del orgasmo. Ya en el piso once, pasos más adelante, dejé atrás un rellano, están las habitaciones de huéspedes, aficionado a observar, a portas de oprimir el timbre, brotó desde el dormitorio contiguo una trifulca de gatos encerrados: maullidos, escupitajos, chillidos, gruñidos, adicionadas las frenéticas carreras cubrían el quejido medroso del mar estrellándose contra los espolones. A colación del instante no tenía intenciones de ceder a las instigaciones de la conciencia; caído en el estigma de hombre de mundo, al abrirse la puerta del apartamento de par en par, la carnosidad pecaminosa de una mujer sentada con un cigarrillo en los labios, proporcionó un toque de elegancia al terciopelo del sofá recostado a una pared de la sala, eso pareció indicar el camino a seguir, siempre con la misma consigna, fornicar, fornicar, fornicar. Entre una y otra mirada mi progresiva depuración detectó, la segunda nena tomaba aparente ducha, no me costó trabajo deducirlo, destacada por encima de un receso fiestero, amordazó alegría y tristeza en su interior. Puesta una sonrisa de felicidad en mis labios, igual que salido de un paquete de sorpresa palmoteé la notable nalga de gacela salvaje, acompañada de un suspiro, experta en diestras manipulaciones irguió el cuerpo, apenas estuvo de pie sus piernas torneadas a base de ejercicios estiraron ligueros rojos. Estaba vestida de cebra con un telar muy vaporoso que le cubría hasta las nalgas, esta postal aumentó la tentación, agolpaba bronceadas tetas de silicona retenidas por diminuto brassier transparente, merecidos tributos a su depravación. Me límite a callar mientras ella, contando cosas personales y pródiga de hazañas sexuales abrió la nevera, casi de inmediato, profesional del escalafón de bajas pasiones me ofreció una cerveza Corona helada. Yo en ascuas ante tal kryptonita, invoqué conjuros africanos que protegen a los menos protegidos; cancelada la trifulca de los gatos encerrados, todos los sonidos me parecían sospechosos. A fuerza de halagos hacia la anfitriona, todo fue fluyendo más tranquilo, sin duda, para bien de esta narración, pensé en extirpar de mi mente todo lo que me hacía daño pero la ambición de una recompensa mundana me detuvo, por el sólo motivo de autocastigándome la ingerí. A portas de ingresar a una pura locura y no a una locura pura, absuelto de pecados la bebida refrescó mi la sangre, por uno de esos cambios de personalidad percibí una calma acusatoria. La huésped yendo de aquí para allá, de allá para acá, abriéndose el camisón parloteó en inglés, a sangre fría no dejó margen a dudar de sombría celada, esto lo hacía por maldad, por un extremo espíritu de maldad, hasta el punto, removido los racimos del complot la misión desató la atrocidad de envenenarme a cualquier precio, atraída por el caos de la perversidad. No me costó trabajo imaginarla tendida en las sábanas, bautizaba entre las piernas por el magma de mi alma, partidario en secreto del imperio de los sentidos no juzgué ni examiné, sólo estaba preparado para ellas, a la ausencia del sano juicio brindé sobre el montículo de la muerte, enaltecido, renovado y millonario, señalado por una desgracia inevitable, porque no estaba curado de la pasión. Poseedor de un espíritu a lo babilónico, no sabía olvidar la lujuria, al no disponer de la claridad del sano juicio, la imprudencia me perfiló en la equivocada satisfacción de respirar pensamientos en la unidad del gozo; en mi pareció detenerse todo, porque en la cabeza no tenía un pensamiento encajado a la razón. A mí mismo me resultó asombroso que hice por el placer a todo y todas, sí, esclavo de él, aprovechado de mi esclavitud, aprovechándose de mi esclavitud y reavivado el libertinaje, allí junto a Helda, en cualquier rincón apiñamos descabelladas poses eróticas, insaciable de carne, saciable de disciplina, evidencié en la geografía del cuerpo el matiz de mi otra adicción, el sexo compulsivo. La más recatada, Deysi de infantil semblante, fogosa, animada, fiel a su costumbre, vestida de monja integró la orgía chambaculera. Al dar las doce de la noche el reloj de pared comencé a encariñarme a ellas, bajo la aureola de la luna lo que viene es peor la ruleta rusa; conducido de la mano por la religiosa recorrí un corto pasillo que llegaba a una recámara de pesadas cortinas, a la vez, sujeto al pecado sentía violenta felicidad de barrilete que no la cambiaría por el más brillante trofeo, extraño estado del espíritu el mío. Una cosa era evidente, rodeados de todos los juguete estaban encima de pequeña repisa de cristal los alcaloides voladores, jeringas hipodérmicas, una extensa variedad de hongos, más yagé que al consumirlo saludé en la novena dimensión al Taita Querubín, oriundo del pueblo indígena Kofán del Putumayo, tallado en piedra de carne respondió el saludo. Durante aquel trance, permanecía en la diatriba del cruce de dos caminos, custodiados por la diosa Naga, mezcla de mujer y serpiente que intenta morder a toda criatura viva, uno iba en dirección contraria al hombre, el otro, conducía a lo inexplotado. En el primero rasgué el paquete de incógnitas contenía la devastación humana por el humo podrido del bazuco. En el segundo, la divinidad bregaba mordiscar una vida traída del planeta Kepler 186F, de modo más imaginativo, emergió de multicolor cascada, bramaba y disolvía el agua en espumas. No lejos de satisfacer el deseo de morderme la diosa Naga, finalizada la traba, de forma imprecisa, apropiados de aquellas sustancias para servir a nuestros alucinantes fines, ante el interés de otras sensaciones probé de todo sin perder la razón, pero en inexacta hora loca de la madrugada inhalé cocaína, respiración a respiración, rodeado por series infinitas de formas femeninas, muy atestado de maravillas, transportado a las alturas del cosmos el alcaloide perforó la consciencia. Entre el helado silencio del salón veía en el rostro de ellas la palidez de la porcelana, a la distancia, un imaginario fuego azul parpadeó de ola en ola en el océano. En medio de esos visajes yo caía al vacío de la inconsciencia, a estas alturas la mortal cocaína en definitiva sería el talón palenquero, sin la cual yo sería un ser incompleto. Una línea fue suficiente para entrar en onda, enfrentado a los avasallantes efectos crucé las puertas aplastadas de un firmamento de mil colores, ingenua persuasión impactante. Sumidos en las tinieblas, ángeles negros sobre nubes amenizaban el alejamiento de este universo, acode a las circunstancias de tiempo, modo y lugar vague en valles de sombras alegres, sin sacerdote, sin biblia, ni un demonio, menos una cruz turbaba el enmudecimiento de aquel desolado espacio, mezclado el más delicioso encanto y la más absoluta inacción, juntas recorrían las neuronas, ensanchadas y creciendo englobadas en una niebla espesa, convirtió el cerebro en una piedra fría. En este ciclo de transmutaciones, ladridos de un rottweiler furibundo destrozó los cristales sicodélicos y cayó la oscuridad, mediante un proceso de osmosis cósmica permitió la entrada del resplandor lunar. A través de las ventanas fluía una música constante, producida por el viento que pasaba silbando entre las palmas de los cocoteros. A parte de eso, camino a la búsqueda de la expansión, de la paz, de dónde nacían mis miedos y dónde morían mis penas, a diferencia de otros alucinógenos el polvo blanco golpeó fuerte la mente, cristalizado en la recámara mental de tortura el éxtasis apuró materializarse en vidrios rotos. Ya debajo de una manta oscura lejos de los ojos de mundo, ansioso de retener los diamantes del cielo implementé kilométrica línea del alcaloide. A partir de imágenes inertes concebí películas jamás vistas, en esas, sentí el tirón de un futuro abierto en matices negros fuera de mi alcance, al no poder negar lo que parecía el final del universo, no tardé mucho en oír rumores lejanos que provenían de edificios abandonados y otros en ruinas, sembrados a los lados de ambos camino, sobre montañas de oro árboles fantasmales, suplicaban a las nubes un aguacero para no morir de sed. El tan manido ambiente rebeló, abundaban alrededor chimeneas desdentadas vomitaban espíritus muertos de fábricas, catástrofe y tragedia juntas. Desde el fondo de un río seco inundado de neumáticos viejos, resonaba el tic tac de mi reloj, y allá, bajo la cara del firmamento estrellado el mar oleó congelado, calcó un espejo negro sin olas. En filosos bordes rondaban aves rapaces, disputaban la pesca de un pez que cantaba, cual si fueran portadoras de muerte lanzaban graznidos jurásicos. A la busca de mejores seres el viento arreciaba el paisaje, llevándose consigo todo lo concebido por la raza humana. Aparte de presenciar este cuadro desalentador, yo separado de encantadoras turistas, regaron sombras negras sobre mi alma, al estar en el sitio que convertiría mi vida en una furiosa desdicha, en condiciones inexplicables caí desplomado, entonces, de súbito, me di cuenta, estaba rodeado de candelabros resaltaban gravados eólicos, obras maestras del viento universal. Detrás de una nube negra las velas encendidas quemaban alas de gaviotas, perdieron el nido en la ventisca, irradiaban una cruz en llama al volar, y emanaban un hedor a plástico chamuscado. Procedente de un período remoto de la antigüedad, de violáceo puñado de golondrinas surgió una carroza fúnebre tirada por cuatro caballos negros. Al verla, fue tal la impresión que dejándome llevar por el ritmo del aire procuré dominarme, más la indecible aprensión, paralelo a la parsimonia del instante, ni muy cerca ni muy distante emergió algo sorprendente, apenas visibles, pertenecientes a la superstición católica viajaban monjes medievales, ocultaban sus oraciones en latín alumbrados por una luz verdosa, la cual le daba inquietante animación a esas sombras apostatas y rígidas. Muy despacio, proveniente del hielo germinó un campo de opacas hogueras, esparcían continuas contorciones de llamas azufradas, bien al fondo, labrador de vida, un anciano araba con siete bueyes largo tramo del cristal. A mi contacto visual, no me moví, eso sí, contemplé la aparición de tales religiosos que luego de descender en fila india me rodearon. A la izquierda, a varios kilómetros, estalló un volcán produjo cuatro fogonazos apocalípticos, el magma calcó ramificaciones de serpientes de fuego incineraban todo a su paso. A la par que repicaban truenos y centellas del cielo oscurecido, al ritmo de flamas el grupo de monjes en cámara lenta rasgaron sus mantos sagrados. Igual al estremecimiento de una lámina metálica, el suelo esclarecido crujió y propagó la fragilidad del hojaldre. Las llamaradas hacían danzar sombras alrededor de los candelabros, gota a gota los grabados iban diluyéndose. Y de esponjado mechón de humo en una revelación griega brotaron fulgurantes sirenas, divinas, absolutas, pregoneras de felicidad. No digamos ya loco o cuerdo, surtido por el surtidor de alucinaciones espernanqué las pestañas, para anestesiar cualquier vestigio de lucidez me entregué a la ceremonia, al erguir el cuello les otorgué la bienvenida a mi mundo, aquí de manera pausada pierdo la vida, en cada inhalación llamé a la locura sumada la muerte. No sé por qué tuve que verlas, ni siquiera sabía cómo describir a las sirenas para que esta historia sea creíble. A ver, creo, encarnaban la belleza del Olimpo, constituían un remanso de transfiguraciones en descoloridas copias de deidades. A pesar que parecía que los sentidos internos pertenecieran ya a otros dominios de la creación junto a los externos, alterado por el fenómeno e incapaz de mover las extremidades, ellas extendiendo sus manos exóticas me sedujeron a bailar, insinuantes y amorosas. El trance me negó que yo mismo me negase a bailar, inclusive hoy, propuesta en la cual permanezco absorbido. Bajo ráfagas alternadas frías con caliente, cercado por infinitas series de formas sensuales, giraban molinos de arcoíris anclados en desbastadas montañas, sacudían la niebla que circundó el ambiente. Y vinculado al universo del subconsciente integré el baile en abrazos lascivos mitológicos, donde en el mismo instante me sentía igual una momia envuelta en trapos sucios. Yo estaba muerto en vida, no por lo que respecta a aquel que habitaba en mí, sino por el amargo impulso de la vanidad que me hizo traspasar esos límites, cual si fuera una marioneta del mí y del yo. El crujir sordo de afiladas colas cincelaba el hielo, inaudible para el oído casto, vulneró la escala elevada de la efímera felicidad, apenas son retazos de imperfección del nirvana. A la primera vuelta gravé la silueta de ellas, inaudito, todas exhibían el perfil de Afrodita, de buenas a primeras, jubiladas del jubileo erguían pechos desnudos, cuanto más intensa la luz que las bañaba, escamoteaban girones de cintas sicodélicas y lucían guirnaldas de flores, diademas de plata, más encajes rasgados. Sería inútil negar que arrollado por el deseo embestí besarlas en un arrebato libidinoso, sólo eso quería hacer, rebosantes de esa euforia interior no lo permitieron. Por el contrario, juntas en tropel, sedientas de pasión a empellones me arrojaron al piso, caudalosas de placeres, a la vista no tenían otro mortal que elegir, quizás por lo que encerraba de humano, tumbado en la rotación hipocondriaco del sexo, no sin cierta desconfianza ministraron un goce que casi me conduce a la muerte, sí a la verdadera muerte. Despertada su excitación aplicaron besos bienintencionados de ocaso, cautivo, mancillado, a su contacto me despojaron la tranquilidad. Aquí y allá, enormes espejos revelaban nuestros coitos, bajo el supuesto de quedar embarazadas, les juré que cada una tendría un hijo heroico. Es de imaginar la locura de aquello y mi extasiado asombro. En una de sus caras observé la figura de la representación del tiempo, en otra del universo, en otra del paraíso, etcétera, no sin cierta desconfianza, conexo a un mar embravecido desbordando voluntad no propia a todas las amé, en verdad, si alguna vez ese espíritu que llaman pasión, si alguna vez la anémica Astarté del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, supuso las orgias fatídicas, de seguro presenció la mía. Allí, sin cesar en los goces de la promiscuidad, congraciador de orgasmos inútiles manaba mi soledad sombría, por primera vez, repicaban trasmutables pasiones de los argonautas dentro de mis testículos, retrato de una dicha fugaz en un mundo plagado de quimeras. El dato más espeluznante de esta experiencia consiste en que desperté rebotando sobre la cama en el orgasmo que traspasé adherido a esas sirenas los dinteles de la ancianidad. A la categoría de un hombre lleno de miedos tenía una segunda intención, seguir el desenfreno. Sí, todo eso pasó dentro de mí, más por mi mente, pasó con toda su fuerza brutal, muy hondo por la integridad de cuerpo y alma, por todo mi sistema nervioso. De mala gana, agobiado por la tortura moral busqué en todas las alcobas a las muñecas canadiense, pensando en algo lejano y ajeno escruté cada rincón del amoblado, -¡No tienen porqué esconderse nenas hermosas!, -gritaba-. Esta ocasión sólo habitaba la soledad. A raíz de esto no tuve inconveniente en continuar la pesquisa hasta encontrar una billetera en el baño. Algo confundido y algo más, cargando el peso horrible de la desdicha me senté en cuclillas sobre los talones y revisé los documentos ¡qué agria sorpresa!, no dejaba de reparar y de leer esas cédulas. El tañido del reloj de pared me provocó un descontrol que, descargué mi furor contra ellas al comprobar, supuestas turistas rubricaron los nombres de Zoila de Zubiría y Rosario Yacamán, pertenecientes a la alta sociedad cartagenera. O sea que fui engañado, eso no dependía de mi si no de unos dioses adversos, por consiguiente, encerrado dentro de mis pecados pasé a la cocina, no cabía duda que en dicho lapso, lo único que anhelaba era un pase de alucinógeno. Más adelante, en torpe afincamiento encontré exiguos trazos del polvo diamantino de visos blancos, gestor de poderes fantásticos de nuevo aspiré el antídoto del abandono. A la carta, perseguidor de mi propia sombra a través de territorios apocalípticos, suscitó una experiencia inolvidable. Dada el bananal de entretenimiento a disposición que otorga el psicotrópico, en dirección opuesta a mi propia sombra que me perseguía gané la calle. A través de una aportación para preservar la integridad de la tentación, escuchaba carcajadas huecas y vallenatos despedazados en el ambiente, el mar destapaba mis oídos con ruidos de gárgaras, lo cual parecía un feo insulto y no era real, no sé cómo, invasivo el alcaloide conquistó mi voluntad, punto de inflexión de mi vida, transcurría una mañana de oscuridad síquica en que requería urgente el tóxico. Hasta la fatiga definitiva, acaparador de goces mundanos, sentía un ansia vergonzante de encontrar un rincón, una casa, un hueco donde consumir, con una sonrisa infantil y hasta algo traviesa, arrancado de la realidad y de la razón removí mis recuerdos, una veloz flecha silbó entre las neuronas, vulneró apartado punto blanco en el barrio San Diego, sitio clandestino que distribuía el estupefaciente, exponía a la entrada fauces de león hambriento, frecuentado por inmunes celebridades del corral de blancos. Al mismo tiempo, efecto de extraordinaria estreches económica, callejón arriba, avanzaban ruidosas carretas empujadas por vendedores de pescado, cargados de comida y con hambre. Esta nueva adicción la practicaría muy frecuente. A esas horas, confiado en la gran recompensa del polvo mágico andaba dando bandazos en callejuelas estrechas, idéntico a un murciélago entre dos faroles, los ojerosos ojos hundidos despedazaban mirada de trascendencia, ajeno al interés que despertara evadí acercarme a los peatones, tenía miedo que alguien me observara, ¡a qué interpretaciones más feas se prestaría mi conducta! Pensé. Recuerdo al subconsciente diciendo que todo iba bien, que no pasaba nada, que no me pasaría nada, y consciente que caería en un pozo de víboras atravesé el robusto pórtico. A la categoría de intelectuales que juegan a quién acumula más conocimientos, dialogaban siete caballeros amanerados y elegantes en estrecha sala de abundante luz para estar iluminados, rodeados de espejos suficientes para contemplarse. En una angustia que sentía, en una angustia que sentiría, en una angustia que siento traspasé la siguiente puerta, enjuagado de gruesas gotas de sudor tumbé el cuerpo vestido en la cama. En la habitación del lado, dejándose llevar por la marea de un monólogo que amarizó extenderse al infinito, hablándole a las estrellas, a la mar, a los vientos, transportados hasta el Olimpo, algunos consumidores desafiaban a los dioses de la mitología griega. Estaba previsto, en un desahogo que anticipa la razón solicité la vitamina blanca. El problema ascendía a pasos agigantados, sin embargo, sujeto a la enfermedad inspeccioné escultural mesera vestida de blanca nieves que trajo el polvo blanco, abriendo las ventanas de la nariz tomé el plato depositario del elixir restaurador, a juzgar por todo, integrado a una reacción progresiva aspiré la sustancia, no teniendo tiempo para reflexiones abordé el sendero que me conduciría a la pesadilla sin fin, y recurrí a la potencia de los pulmones para aspirar toda la línea. En el primer piso de esa casona antigua, coronado por el techo del frenesí levanté el dedo y requerí más. A medida que inhalaba aumentaba el latido del corazón, y así, sin impedimentos, atado a una ligadura continúa empuñé las riendas de la esquizofrenia; resignado a vegetar dentro de una áurea de imbecilidad delirante. Yo en vez de despertar la autocompasión hacía mí yo, la siniestra emboscada de aquellos enemigos me condenó a madurar de manera lenta el ocaso, a dónde voy, no sé por qué detonó el interminable infierno en mi alma, además, gracias a la improvisación divina, soy una obra mala de la mala arcilla, similar a los hermanos de infortunio, no encuentro fórmula para devolver la paz a mi atormentado espíritu, sólo el consuelo de la muerte borrará la absurda infamia. Estaba agotado, agotado de tanto meter, meter, y meter, no quedaba apenas tiempo para escapar del desenfreno, a punta de fuertes olores de amoniaco reaccioné, experto en ocultar el consumo no merecía tener amigos, dentro del consuelo y la razón esto era el colmo de la adicción, pasadas varias jornadas, al no poder disimular la merma de la condición física, debido a la evolución del compromiso deportivo retorné a Caracas, cada vez más hermético percibía que el corazón me daba vuelcos sin modificar la conducta, detrás de ese autismo resequé las horas para meditar sumido en penumbras. Al estar en el balcón del apartamento, retenido en reflexiones veía el vuelo de murciélagos negros que revoleteaban los campanarios, precipitados desde las alturas emitían chillidos de golondrinas. Amelia no exenta de su sexto sentido, alertada por tal mutismo detectó el repentino cambio en mi comportamiento, costaba enorme esfuerzo sacarme una sílaba. Carlina algo apartada a causa del otro hogar, debajo de móviles simples también apreció mi asolapado proceder. Es posible que después de experimentar tantas sensaciones el espíritu no sacié el placer, modificado el tinglado de mi destino, convertí los reclamos en torpes y violentos, inclusive, la rabia me hacía rasgar la ropa, dándome cuenta que en arrebatos histéricos pisoteaba a los míos. En esta ocasión, producto del terrible apremio de la desesperación, tocando el violín de la esquizofrenia surgió el instinto liberador de escapar de la cárcel de la adicción. Una vez decidida la situación, convertido en un símbolo y no en un hombre acudí a los consejos de Tabaquito, esa tarde, aplacados los ardores del entrenamiento acordamos encerrarnos en el camerino, seguro de que nuestras almas trabajaban juntas en espacios semejantes ventilé el indignante asunto. Llegué al umbral, miré hacia el cielo y pensé que no podía, pero sabía que el único camino era hablar. Ya en el interior, temeroso de agravar el padecimiento mortífero del consumo, por la injusticia de mi dolor cuajé un nudo de espinas en la garganta. La confesión terminó en un monólogo, dicho esto, al revés y al derecho me miró, aturdido y sin saber qué sugerir, la catarsis pereció una jarrada de agua fría estrellada en su cara. A la altura de sus sentimientos, obligado a persignarse perforé su corazón, inertes párpados apagados espabilaron tristeza consecuente, su corazón dio un vuelco de esperanza que le añadió sinceridad a un par de apreciaciones dignas de un amigo incondicional, ¡lo juro por todos los cielos!, trocado en orgullo personal no comprendí una jota de tales recomendaciones, tenía en mi cabeza una extraña confusión, un tropel, un desorden de toda la razón. El entrenador, partidario de solicitar ayuda profesional unido a una frenética impaciencia, a raíz de tanta estupidez arremangó los puños de su camisa, poniendo fin a la conversación, arrojó palabras calorosas, reprobatorias, invitándome a que lo acompañara al siquiatra. Y poco faltó para que estropeara mi mandíbula, trataba de conseguir que comprendiera la magnitud del problema. De otra parte, expuesta en forma sistemática la ciencia del manipulador, sin pensarlo, rechacé la evidente solución del rompecabezas, de la noche a la mañana, desechar la manzana alucinógena del paraíso perdido iba en contra mi carácter psicorrígido. En el sentido estricto no quería mentir, de cualquier modo, elegía qué verdad decir. El saco rojo de la sudadera le ceñía la espalda, caminando con la espalda doblada, alrededor del cuarto su enfado disminuyó, entre una mezcla de decepción, rabia, más impaciente bregó de ponerse en mis zapatos, poniendo puntos rojos suspensivos en la advertencia de hacer un alto finalizó el cuestionamiento, resignado, dispuesto a resistir el devenir desertó del gimnasio. Al dar la vuelta en la esquina no atiné decirle algo, tampoco lo intenté, dado que mi garganta estaba atiborrada de púas. Jamás alcancé abolir de la cabeza su tono cuando señaló el desastre, nunca logré estar bien, y era probable que así sería. El coach sabía esperar, inmune a las borrascas avizoró el calvario que me rondaba, convencido por sí mismo apostó tarde que temprano reaccionaría. Yo necesitado de realizar un esfuerzo inhalaba la aversión del pasado, pese a la inatajable adicción a los alcaloides afiancé la preparación, puerta de escape para infinidad de preocupaciones. Y esto fue lo que desconcertó a los rivales y al cuerpo técnico, a las pocas jornadas integrado a las páginas del entrenamiento restablecí la condición física, mantenía la milagrosa virtud regenerativa del organismo. Siendo cosas del carácter, tachadas las afujías que me embargaban restauré el optimismo, para perdurar a través de la historia boxística afiancé la posibilidad de ceñir de nuevo la corona orbital de los Welter Junior. El contrincante Carlos María Jiménez lanzó chispas incendiarias en sus declaraciones… sí, en tales calendarios docenas de veces abrió el baúl de las ofensas. Una cosa quedó clara, aguijoneada la serenidad el aparato de mi lengua ripostó a tales agravios, advirtiéndole con una convicción de posesión que, de un centellazo le cerraría la boca y besaría la lona. En esta oportunidad convenía discutir, de lo contario estallaría si no desfogo la galería de oprobios. A las pocas fechas, inducida la meta de recuperar el campeonato que actuaba de lazarillo, entre la idea y la experiencia adquirió licencia en la mente, de un modo suicidad afronté los ejercicios. Lleno de temor que alguien conociera mi problema que es la mayor fuerza de manipulación que existe, y nada menos por orden del subconsciente, exigí a Tabaquito un juramento de silencio sobre todo lo que sabía. Ya en la puerta del camarín, la ansiedad la atribuía a esa época crítica que atravesaba, eso sí, fiaba que disminuiría al transcurrir los asaltos. Pleno de energía, recién finalizado el calentamiento físico tenía cierto recelo, predominaba en la mente algunos pasajes del combate realizado en la ciudad de Bogotá, umm…adaptado al ambiente de pelea por campeonato mundial, hasta que en continuos saltos traspasé el encordado del cuadrilátero, los ojos del rival accionaron una especie de paseo nervioso desde su esquina, velados por un vaho de prevención. A la espera del sonido de la nueva campana aceché al adversario disfrazado de hiriente hosquedad, esto siempre funcionó, por supuesto, tengo que decir, en cierto modo, encanecido de experiencia al cabo de esos primeros intercambios de golpes, palpé la merma de certeros centellazos, debido a mi propia debilidad mental carecían de punk. Y percibí más violencia en las trompadas del rival, propagaba la pesada respiración de un corredor de fondo; dando crédito a sus deseos de victoria, acosaba la incógnita que perdí algo indispensable. En el instante menos pensado, procedente no sé de donde, en parrafadas de rectos poco a poco miné su resistencia, pausado, persistente, ahuyenté sus intensas ambiciones de ceñirse el cinturón de nuevo monarca, Al límite de mis energías la esquina aconsejo bajar el ritmo, mucho más de lo que creía y que para nada estaba equivocado, asentado en sus deducciones Tabaquito insistió. -¡Aprende a dormitar tu ansia frente a una persona más sosegada! Esto hacía que racionara las fuerzas, lo cual ofrecía, un estado de confianza. En cuanto de nuevo sonó el gong, instigador de rebeliones boxísticas deduje que, el contendor apostaría su vida en la lona. A través de esos rounds demostró una buena estrategia que excluía la indecisión, a raíz de su contraofensiva asimilé demoledores golpes, bien alimentado de arrogancia indicó que venía en pos de la corona. En acción defensiva, con el cuerpo inclinado un poco hacia adelante, la espalda recostada a las cuerdas, soporté el deterioro que impone cada puñetazo. El oponente miraba hacia adelante sin expresión, calibrando mi debilidad estipuló reírse de mi advertencia de nocaut. Preciso, en una restauración física, ¡zambomba!, dicha confianza la desinflé en el transcurso del sexto asalto. Dejada años atrás la categoría de aficionado sentía en las entrañas cómo la sangre hervía y expropiado de la recomendación técnica, propiné dos uppercut a la zona hepática, Carlos María palideció, viendo cómo el cielo giraba divisó el continuo retroceso de la tierra, similar a una novia en luna de miel cayó de espaldas sobre el entarimado. Frente a su esquina mostró el desaliento pintado en su rostro descolorido y desgarrado por dentro determinó no reactivar la contienda. En ese preciso suspiro me llegó una revelación crucial que daría de que hablar en todo los círculos sociales del mundo. No sólo para encontrarme conmigo mismo, repuesto del amago de cataclismo gané por nocaut técnico, luego, en el centro del cuadrilátero, irradiado por el sufrimiento del argentino doblé las rodillas, rodeado de una multitud ruidosa y en cierta plegaria ardiente esparcí a los cuatro puntos cardinales. -¡Es mejor ser rico que pobre! Alegoría difundida a través del sistema de altavoces del gimnasio de Maracaibo, máxima que circula de boca en boca en el universo económico. Semejante a la confesión de un penitente en un confesionario, desfogué metafórica expresión oprimida en mi pecho, estaba presa en un cepo del subconsciente. Encima de mi piel chorreaba gotas de sudor plateadas, al unísono, aplaudían los amigos, más el público abigarrado de euforia. Subió la turba de paisanos al ring, me elevó en hombros de algún fanático anónimo, ondeando banderas de Colombia y Venezuela desfilé sobre las cuerdas; deseoso de conocer la morada de Dios faroleaba el campeón mundial de Palenque. Tratando de borrar en la mente la yerro conocido sentí la impresión de no estar en la realidad, o al menos, lo que creí tomar por realidad, desde un determinado ángulo gruñó un trueno ronco en la lontananza de invierno, enseguida, el viento arrancó un pesado tufo que arrojó al suelo estrépitos de hojas secas, más activos, más vitales, pájaros entonaban fervientes silbidos. Si llovían los agasajos en Colombia en Venezuela no escampaban, durante los cuales, dormía más noches al lado de Amelia. Y para incurrir en soberbia, arrastrado en justo anhelo de ampliar el círculo social, apremiaba asistir a internacional homenaje que preparó el doctor Indalecio Liévano Aguirre, Canciller de la Nación de aquella época, previa evaluación diplomática aprovechó la presencia de Alfonso López Michelsen, Gobernante de Colombia, Carlos Andrés Pérez, Presidente anfitrión, y Omar Torrijos, mandatario de Panamá, conducidos por la insurgencia latinoamericana listos a celebrar la nacionalización del petróleo venezolano, precisos en otro objetivo, comprometer al Presidente patriota apoyar las gestiones del general Torrijos para la restitución del canal a su país de parte del gobierno norteamericano. En el sentido más literal de la palabra, halagüeños ya de por sí, también condecorarme con la medalla al mérito deportivo del Ministerio de Educación Nacional de Venezuela, tan frecuente en Colombia mataría tres pájaros de un tiro, si importándome la respetabilidad, ebrio de dicha sentirme reintegrado a mi individualismo y en mis triunfos. Yo me encontraba en una optimista disposición de ánimo para que, recamado de honores descifrar largos discursos diplomáticos. Ellos, empalagados saborean la firmeza pausada y profesional de cada palabra. En seductora amabilidad alerté a mi amada esposa que el reloj acosaba, si no lo cree, el ser aristocrático exige un aprendizaje de engreimiento en sus variadas formas. De ésa pobreza dejada atrás a la riqueza que tenía por delante, mostré los primeros síntomas de ese refinamiento de oligarca. A medida que crecía el saldo en los bancos, renuente a conducir contraté los servicios de Arturo Cochero, conductor de Ramiro Machado. En calidad de chofer convocaba en sus actos disciplina y prudencia. A partir de eso, acostumbrado al sigilo torció el timón rumbo a la sede diplomática colombiana, enfiló una avenida circular tras la rueda fascinante de exclusivo mundo diplomático. Ella alta, pelirroja de ojos claros, plantada en mitad del asiento trasero resplandecía la belleza de Amelia, pudorosa, estilizada, denotó consagrar su atención al movimiento de la vía congestionada, poblada de policías y soldados en los andenes, del pavimento asfaltado brotaba el olor acre, lánguido, termina adherido a la mampostería y a los vidrios de edificios al ponerse el sol. Próximo a finalizar la errancia apareció la embajada, a la entrada pululaban carros lujosos y burócratas de alta alcurnia, sólo ellos y Dios sabían con qué ansía me esperaban. Esta clase de funcionarios públicos, viven entre el ingenio y la actitud analítica, o sea, entre la fantasía y la imaginación de naturaleza análoga, cabe observar, al ser ingeniosos poseen la fantasía imaginativa que les permite analizar todos los beneficios económicos que les otorga el presupuesto nacional. Mediante un despilfarro de gasolina, eximido de cualquier puntualidad diplomática recomendé al conductor desviarse de la ruta, lucía kepis de aviador que le ayudaba a simplificar el esfuerzo de recordar, no sin mirarme a mí, embriagado por el brillo burocrático frunció en los labios una mueca de desdén. Adelantado al curso de los acontecimientos aparcó en la bahía de un supermercado, Amelia prefirió escuchar música dentro del Mercedes Benz, sin temer que alguien me reconociera, removido por el contagio de nuevas amistades compré cervezas. Y sí yo tenía algo de sus historias, ellos también tenían algo de mi historia, mejor dicho, todos tenemos rabo de paja. No siendo el lugar ni el instante para decirlo, alejado del vehículo soné este trino irrefutable. -¡Míralos Cochero! Hinchas número uno del erario público, sarta de hipócritas, amangualados, comen y beben a costillas del pueblo, pongámoslos a esperar que sin mi no descorchan la fiesta. El implacable moralista era una golondrina lejos de hacer verano. Yo parado sobre el clímax mismo de la directriz doctrinaria, al torcer la cara hacia el costado derecho, tropecé la inocencia de una niña de dulce ternura, intrigada de chambaculero vocabulario no tardó en reaccionar, por razones que desconozco desató burlona carcajada. Mientras sucedía esto, necesitada de una vida personal y privada, huérfana de esa alegría de los europeos, apareció su madre de aspecto inglés, pegadas a sus raíces cogidas de manos salieron al encuentro del esposo, volvía de una carnicería de chigüiros en los llanos venezolanos. Entre otras cosas, preso en estas deducciones ingerí varias cervezas. Arturo, también bebía. Perdiendo la memoria y la responsabilidad de mis pasadas acciones, pasé media hora haciendo giros de izquierda a derecha, para desgracia mía, desengañado de tantas promesas electorales despotriqué de políticos en reales aversiones. Cualquiera sabe qué trato de explicar, drenada la hiel del pueblo, destapé la patente del ufano para empalagar el oído de elogios y aplausos. Yo no trataba de ofender a nadie, sino de convencerme de una cosa, y de esa cosa ya estaba convencido, al pueblo lo engaña en las elecciones la oligarquía. A la luz de la luna, amagó llover al detenerse el automóvil, empequeñecido ante una montaña de diplomáticos Cochero, ya tenía la mente limpia de esas provocadoras verdades, a los primeros pasos, agarrado de otro pensamiento, debajo enorme paraguas accionó la puerta, regresada del cielo descendió Amelia, disfrutaba de privilegios que Carlina carecía. ¡Ay Dios mío! Yo ni de día ni de noche gozaba la calma del reposo, a este nivel de compromisos, qué placentero dejar que los aplausos crezcan en los oídos, qué benéfico resultar ser sus amigos, qué grato acoger sus favores. Al pisar la alfombra roja bosquejamos afable simpatía, e idolatra vitalizó estruendoso aplauso el conjunto de diplomáticos. A la distancia reglamentaria por algunos tuve admiración, por otros sentí verdadera simpatía. Y junto a los sentidos, conducidos a la vanidad inconmensurable, a través de una calle de honor atravesamos el umbral, para entregarles de mis abrazos la fuerza que transmite una estrella del boxeo mundial. Puesto el pie en el recinto, revelé sobre el semblante un entusiasmo, una plenitud de sublimes emociones, tal actitud, en fin, de mi propio espíritu, y satisfecho al mostrarlo atraje la atención de los gobernantes, aguardaban rodeados de clérigos y aristócratas. Molido el saludo de protocolo pasamos al salón de los presidentes: discursos, elogios, concluida la fase de condecoraciones permanecí junto a los estadistas explicándoles cada nocaut durante el reinado. Amelia forrada en sobrio vestido de Cristian Dior eligió intercambiar opiniones con estirados burócratas en la sala principal. Al fin y al cabo, terminó la exposición boxística, sin saberlo, manifiesta la paranoia actual traería el colmo de la locura, produjo un efecto más inquietante todavía. Departiendo de la forma que llegué a la embajada nacional, al retornar al salón principal, de paredes blancas que contenía, tres amplias ventanas encortinadas, sillones de respaldo rectos para los invitados, fotos de expresidentes, banderas de diferentes naciones, de fondo sobresalía el escudo de Colombia. Adrede, agilizando artíficos de belicosidad observé, con la espalda arqueada en posición de atención, Amelia le reía a mandíbula tendida al embajador de Alemania, vestido de esmoquin desprendía el halo de Adolfo Hitler, acicalaba de manera mecánica con la punta de los dedos el bigotico fascistoide, fluía así misma la conversación despacito, entretenidos estremecían sus sombras en total armonía. Ya no pude soportar esto más, desatado el nudo de la duda conmovió mi mente prevenida, también, dispuesto a juzgar sin piedad y estacado en celos ingerí un trago de whisky, bien o mal, cedido a la fuerte instigación del alcohol sin tregua bebí otros tragos, lejos de aplacarme me enardecía más, sin pensar pensé y ejecuté lo que pensé. A medida que pasaban los segundos más intenso vivía esa situación, haciendo un esfuerzo por estar sonriente, restaurado en la ira con un vaso en la mano me acerqué. La mona al notar mi presencia cierto escalofrió estremeció su figura encantadora, a punto de correr espernancó las pestañas, comiéndose las palabras redujo su risita fotogénica. Acto suficiente para que la mendicidad de mi locura actuara, y acrecentadas mis sospechas transformé la cólera en histeria. Después de mirar de arriba a abajo al inquietante personaje, yo hundido en la malevolencia seguí adelante, por uno u otro motivo arrojé el recipiente a sus cabezas, instintivos, acertaron agachase justo a la velocidad del amague, de lo contrario produzco un desastre diplomático de alcances internacionales. Allí, por fin, desfogué todo mi furor, cuán esquizofrénico, transferido en convulsiones de un espíritu indómito, más veloz que el coletazo de un huracán desbaraté mesas, lancé sillas, golpeé paredes, cuadros, tumbé banderas y todo lo que estaba a mi alcance. A propósito, contra la suerte del campeón, destilé ignominias a través de los pasillos, el tropel de mi boca conglomeró un animal de bramidos enormes, empapadas de acides me hacía temblar el estropicio de vulgares obscenidades, encerradas en contradicciones, jugaban a agredir a los principales oferentes que causó una conmoción generalizada, advertían variaciones en sus fisonomías asustadas a medida que avanzaba la algarabía, uno en uno, reunían colmena de pánico en sus diferentes expresiones de inseguridad. Azuzado por una extraña fuerza y malgastando energías en terrible error, enfilé el fuego antiaéreo de difamación hacia el führer e increpé. -¡Nazi, planeas incinerar en tus brazos a mi esposa, estás equivocado, mírala bien, ella no es judía, corazón de Jesús sálvala de este demonio blanco! Ahora bien, ¿poseía motivos suficientes para pensar que Amelia planeaba serme infiel? ¡No! Por fortuna no conservo estadísticas de borracheras ni de escándalos. En dicha embajada experimenté el peor síntoma de la demencia; obviada la conclusión final que considero generosa, los alaridos continuaron hasta que ya afuera, procedí a sujetar la muñeca de Amelia, y ésta, bastante alejada de sus refinados modales forcejeó, a causa de lo que asociaba ante semejante tropel. A la par, lleno de fealdad tanteando sílabas amorosas la convencí subir al coche, poco después de estar en marcha el Mercedes Benz, emitiendo el petardo de oprobios me di cuenta, encarnaba un horripilante monstruo. Sea en esta vida, en una anterior, en una futura, a la altura de algo menor, las experiencias ajenas para mi carecen de valor, satisfecho que no me poseyeran. A pesar de infligir tanta humillación por este mal entendido, no contento, desprestigiando su belleza azoté el rostro adicionándole adjetivos injuriosos, mostrando un rigor inflexible, infringí violencia personal en su seno izquierdo. Ella retorciéndose de dolor a lo largo de su cuerpo cayó desmayada sobre mis piernas. Qué vaina, yo golpeé a mi amada esposa, la maltraté de modo inicuo, y no existe angustia mayor, no sé por qué hasta hoy me duele en el lugar que le pegué, estoy arrepentido, y quisiera que todo fuera un sueño, ¡que Dios me perdone!, ¡imploro el perdón de Amelia desde el más allá! Mis hijos venezolanos juzgan que, dichas secuelas originó el cáncer de mama por el cual murió. En esas condiciones la acosté en el lecho nupcial, presentí, tal vez me odiaría el resto de su existencia, ¡cómo cambian las cosas!, en escasos minutos descendí del pináculo al abismo. Ya perdido el sentido de permanencia, extraviado del radar de la cordura me enruté a los burdeles, trasformado en un insensato alborotaría el despilfarro del dinero, a partir de tantas flaquezas juntas, desafiaría el destino allanado por locuras mundanas. Al aumentar la aflicción, desterrado del hogar aborrecía la riqueza amando las comodidades de insoportable abundancia…lágrimas, tinieblas, muchas lágrimas, tinieblas. Y yo, poniendo demasiada atención a Kid Pambelé y sintiendo sus remordimientos: desvanecido el ambiente trágico que creó el narrador, azuzado por campanadas de La torre del reloj intervine, indicó las cinco de la mañana. El alba patentizó en los edificios sombras perezosas del amanecer, del fondo de una calle estrecha, despojado de la oscuridad rodó muy estridente el coche misterioso. Recrudecida la fatiga del trasnocho insinué retomar el hilo del relato en horas de la tarde, a juego con el estado de ánimo requeríamos reposar. El resto del grupo aprobó la sugerencia, subimos al carruaje, al pasar frente a la entrada del monumento del tiempo, alguien en condiciones agónicas pronunció: -¡Pambelé!!Pambelé! ¡Pambelé! Sin torre de control ni aparatos de radioayudas el cochero detuvo la carreta. Cada vez más débil, más fuerte, más débil, palabra a palabra, el llamado provenía del Brother, doliente peregrino de color, obeso, oriundo de San Andrés Islas, amigo del protagonista. Ante una intuición poco alentadora, desvinculados de la prisa descendimos para ver qué necesitaba. El isleño apoltronado en una silla de rueda transitaba la ciudad, ganándose la simpatía de turistas con una guitarra entonó boleros a los enamorados, penetrado de artritis y diabetes perdió la capacidad de locomoción, sobre su propia desgracia allí cocinaba y hacía sus necesidades fisiología, entregado a la razón de morir, de medio lado emitía un ronquido de muerte, arrancadas de sus vestimentas andrajosas y ollas asquerosas sobrevolaba el zumbido turbador de moscas errantes, presagiaron el obnubilante tránsito hacia el más allá. Ya en deseos de terminar y partir, embestido por el sarcasmo del destino acudió al bisturí de estas sílabas para escribir con sangre su historia manchada de lutos y soledades. -¡Pambelé, llévame al muelle de Los Pegasos, me estoy yendo, aspiro que la muerte salga del mar y me arrastré bajo el vuelo de esas aves mitológicas! Además de una reticencia natural, aplastados por el sueño temblamos muy mortificados, el pordiosero impedido de apresurar su defunción insistió. Antonio Cervantes Reyes no sólo desde un punto de vista de prevención examinó el rededor, luego, inclinado a la piedad empuñó los manubrios y empujó la silla, trazó la fuerza centrífuga de la nobleza. Debido al shock, vacilantes lo seguimos a sabiendas que transportaba un agonizante, llegamos al muelle, sólo allí, espectros haciéndonos compañía, por imprecisa condición cinematográfica aparecieron sobre Los Pegasos dos músicos vestidos de blanco, afinaban la trompeta y el redoblante, agitados por un viento inspirador acompañaron al Brother que rasgaba la guitarra y cantando en falsete a la mar tarareó: Panegírico de un funeral Ya estamos asistiendo al sepelio de nosotros mismos, porque ya estamos maduros, hasta para morirnos. Moriremos como si el mundo fuera nuestro enemigo ineludible, ineluctable. Cuando te mueras se irá parte de mi vida, el resto de mi existencia me la llevo cuando yo muera, el resto de lo que me dejas. Así como llegaste te vas será el último paso en falso que das. El guitarrista ladeó la cabeza, rompiendo las cuerdas del alma galopó en dirección del sol. Esforzándome lo escribí en la errabunda memoria para usted señor lector. Llamamos a la policía, hechas las respetivas aclaraciones del asunto, sustraídos de la noche subimos al carruaje y a descansar...custodiados por guerras de colores del amanecer...
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