LOS NOMBRES QUE JAMÁS SERÁN PRONUNCIADOS avance

March 20, 2018 | Author: David Prieto Ruiz | Category: Hair, Woman, Truth, Mass (Liturgy), Nature


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SERÁN PRONUNCIADOSLOS NOMBRES QUE JAMÁS Alicia Huerta Plagados recovecos esconden infelices sueños. Imagen de mí misma que jamás reconocería despierta. Brutal espejo que espera a la noche para escupirme el reflejo, para llamarme cobarde, arrancarme la máscara, preguntarme qué quiero. No hay excusas en el sueño, demoras ni complejos. De tanto irreal, se vuelve certero, despiadado, monarca absoluto de todo aquello que no enseño. Enciende su luz cuando yo apago la mía, acecha entre promesas de armónico reposo y elige bien el momento de aparecer en escena, de dar un portazo, de abrir los balcones al viento mojado para dejarme desnuda, empapada, a punto de convertirme en irremediable y permanente bosquejo. De blanca sangre y de arcilla. De recién nacidos al mundo. De nichos sin cuerpos dentro. Recuerdos de intenso duelo. Unidos de verdad con retazos de mentiras. Destinos intercambiados, nombres que jamás serán pronunciados. PRIMERA PARTE CAPÍTULO 1 He empezado a escribir este relato cientos de veces. Sin embargo, lo hacía de una forma tan desordenada que siempre acababa atascada en una frase, en un párrafo, en un capítulo. Entonces, tenía que dejar de lado el texto hasta que una energía invisible me obligaba a poner en orden mis emociones para que pudiera contarlas sin volverme atrás, sin buscar más excusas. Cuando intentaba resistirme, era peor. Días enteros en los que me encontraba perdida, como si ocultando los hechos que voy a narrar a continuación eliminara cualquier sentido que haya tenido mi vida. Me llamo Silvia Salgado. Esta es mi historia, pero también la de otros que ni siquiera lo saben. Vine al mundo en un pequeño pueblo de la provincia de Toledo cerca de Aranjuez, aunque a los pocos meses de nacer, mis padres se trasladaron a Madrid y en el pueblo, salvo cortas temporadas de verano, no llegué a vivir. Mi madre se casó mayor, sobre todo en una época en la que lo normal era que una mujer pasados los treinta se quedara para vestir santos. Había dedicado los últimos años a cuidar a sus padres enfermos y, cuando ambos fallecieron, se encontró con la herencia de una mísera pensión, una humilde casa en alquiler, ninguna profesión u oficio aprendido y mucha soledad. Por su parte, mi padre había enviudado solo cinco meses después de casarse y era unos años más joven que mi madre. Contaba entre risas que esa misma mañana de domingo en la que acudió al pueblo vecino para el bautizo de un sobrino y la vio, supo que se había enamorado de aquella presencia a la vez triste y orgullosa. Desde luego, orgullosa debía de ser un rato, porque a pesar de su situación, que los del pueblo calificaban sin disimulos de desesperada, 13 mi madre se hizo cortejar durante más de un año hasta que, por fin, aceptó la propuesta de matrimonio de aquel perseverante viudo. Dejamos el pueblo para ir a buscar algo de prosperidad en la capital, y nada más llegar nos instalamos en la habitación de un pequeño hostal detrás del Mercado de San Miguel, no demasiado lejos de la fábrica de cerveza donde mi padre había encontrado empleo. Mi madre me llevaba en brazos cada mañana al mercado y se ofrecía para limpiar los puestos o los almacenes. Trabajaba tan a conciencia que, por lo general, solía haber algún tendero dispuesto a encargarle distintas tareas, como ordenar las mercancías, apilar las cajas o fregar. Casi a diario, salíamos del mercado, a las cuatro o a las cinco de la tarde, con unas pesetas que venían de perlas para redondear el sueldo de mi padre. Mientras ella cumplía con los diferentes recados, yo me dedicaba a trastear entre los puestos sin que me perdiera de vista y después salía impregnada del fuerte olor de la plaza, mezcla de frutas, verduras y carnes frescas que se me quedaba tatuado en la piel y que provocó que, desde entonces, haga lo posible para no tener que asomar la nariz por un mercado. Por las tardes, durante dos horas, se permitía a los huéspedes de la pensión utilizar la cocina comunitaria, donde mi madre guisaba junto con las demás mujeres del hostal esperando el regreso de mi padre de la fábrica, cansado y muerto de hambre. Al poco de cumplir yo seis años, se puede decir que nos tocó la lotería. Mi madre se había hecho muy amiga de la dueña del puesto de pescado, «el mejor de todo Madrid, más fresco que en los mismísimos puertos», según proclamaba con orgullo a gritos la buena mujer. Y debía de ser cierto porque, por lo visto, al mismo iban a comprar ex profeso las criadas de algunas de las casas más pudientes de la ciudad. Fue una de ellas quien un día comentó que en su edificio estaban buscando a una mujer para que sustituyera a la actual portera en vísperas de su jubilación, y la pescadera enseguida pensó en mi madre. 14 La casa en cuestión se encontraba en uno de los mejores barrios de Madrid y, aunque el sueldo no era elevado, suponía contar con una pequeña vivienda en el edificio. Antes de ir a entrevistarse con el administrador de la finca, mi madre me dejó en el mercado a cargo de la pescadera y se pasó una hora rezando a la Virgen de las Carboneras, a quien ella atribuía el milagro de la posibilidad antes incluso de saber cómo iba a acabar aquello. «Si la Virgen ha traído hasta nosotros esta oportunidad, ya verás como no nos deja a mitad de camino», aseguró antes de irse con el rosario a postrarse de rodillas delante del cuadro de la Virgen, a quien llamaban de las Carboneras porque el oscuro lienzo que la representaba había aparecido oculto entre carbón. En opinión de mi madre, no había lugar más estimulante para el espíritu que aquella pequeña iglesia en la que se intuía a las monjas de la orden del Corpus Christi rezando detrás de la celosía o preparando sus famosos dulces, de los que emanaba un irresistible perfume que inundaba las estrechas calles del Codo y del Puñoenrostro. De la entrevista, mi madre volvió sonriente como no solía estar muy a menudo, ya que su estado natural era de constante tensión, continuamente agobiada por las preocupaciones que ella convertía en su cabeza en inminentes tragedias. La colocación era suya, anunció. Nos podríamos trasladar antes del verano, en cuanto la portera cumpliera la edad legal de jubilación y sacara de la vivienda a su numerosa familia junto a sus escasas pertenencias. El domingo siguiente cambiamos el itinerario del habitual paseo para ir a ver desde fuera el que sería nuestro nuevo hogar. Subimos a un autobús en la Puerta del Sol que nos llevó a la Plaza de la Independencia y, desde allí, caminamos unos metros hasta el grandioso edificio de seis plantas en la calle Alfonso XII con enormes balconadas que se asomaban al Retiro. Mi madre solía contar que ese día fue uno de los más felices de su vida. Mi padre la tomó de la mano y le aseguró que si aquel trabajo era lo que ella deseaba, él estaría a su lado para ayudarla en cualquier cosa que pudiera necesitar. 15 Nos mudamos a la casa nueva a mediados de junio. Hacía mucho calor y al caer la tarde, cuando mi madre había concluido todas sus tareas, sacábamos unas sillas a la entrada para sentarnos a esperar el regreso de mi padre. Se trataba de un portal amplio, con una cochera al fondo y, aunque entonces ya no se utilizaban los coches de caballos para los que en su día fue pensada, ahora servía a los chóferes para guardar los cinco automóviles que había en el edificio. La vivienda se encontraba en el sótano, al que llegaba escasa luz natural. Se filtraba por cuatro pequeños tragaluces, situados en la cochera que quedaba por encima de nuestras cabezas. A través de la portería, una especie de taquilla acristalada donde mi madre había colocado una mesita redonda y dos sillas de cáñamo, se bajaba por unas empinadas escaleras de madera hasta la puerta de entrada, desde la que se accedía a una sala rectangular. A la izquierda de la misma estaba la cocina y también el diminuto cuarto de baño en el que había un retrete, una ducha y un lavabo. En la parte trasera, un estrecho distribuidor daba paso a las dos únicas habitaciones de la casa. Comparado con la estancia que compartíamos en la pensión, disponer de dos alcobas, una salita, un servicio y una cocina que no había que compartir con extraños un máximo de dos horas al día resultaba un lujo de lo más inesperado y, por lo tanto, bienvenido. Yo no fui al colegio hasta los siete años. Guardo el recuerdo, bastante claro para esa edad, de acompañar a mi madre por las escaleras para quedarme sentada durante horas en algún rellano mientras la veía ir de un lado para otro cargada con sus «trastos de matar», como ella llamaba a los utensilios de limpieza. Hay que reconocer que no le regalaban el sueldo. Se levantaba a las seis de la mañana para preparar el desayuno a mi padre, así como la comida que se llevaba en una tartera a la fábrica. Luego se encargaba de todo lo que había que hacer en el edificio, en especial de la 16 limpieza, y por las tardes, nos sentábamos un rato en la portería. Eran momentos que recuerdo con cariño, llenos de una paz inconsciente que nunca he vuelto a sentir y que terminaron cuando empecé a ir al colegio. Veo que sigo sin poner orden en mi relato. Soy consciente de que, a estas alturas, el lector se preguntará qué puede tener de interesante mi vida para que haya decidido contarla y, además, empezando por los recuerdos más antiguos, en un viaje al pasado que yo, en principio, pretendía que no fuera demasiado largo. No obstante, tengo la profunda sensación de que si no empiezo narrando cómo era mi existencia antes de lo que ocurrió, no seré capaz de trasmitir con la intensidad necesaria esas vivencias posteriores que cambiaron mi vida. Un cambio tan drástico que jamás podré saber, ni siquiera imaginar, cómo habrían sido las cosas si aquel domingo por la tarde no me hubiera quedado sola en casa. De acuerdo con el ánimo metódico de mi madre, que gobernaba con mano firme nuestro hogar, el domingo por la tarde era el momento del paseo familiar. En invierno, salíamos de casa a las seis en punto y regresábamos a las siete y media. En verano, el habitual paseo se retrasaba una hora debido al calor y se hacía de siete a ocho y media. Aunque si el calor era excesivo, incluso se retrasaba una hora más y cenábamos en la terraza de algún bar cerca de la estación de Atocha. Esa tarde de domingo caluroso, sin embargo, no transcurrió como cualquier otra. Yo acababa de finalizar las clases en el colegio y con catorce años, empezaba a tener ideas propias y a demostrar que podía ser terriblemente obstinada. Justo antes de salir, mi madre se había empeñado en que me cambiara la desastrada falda que llevaba por un vestido a pequeños cuadros rosas y blancos con finos tirantes y pechera de nido de abeja que, según ella, hacía que pareciera una 17 señorita. Tampoco es que para mí fuera importante cómo vestirme para salir a pasear con mis padres, pero, por alguna razón que no recuerdo, quizá porque ya habíamos discutido esa mañana o el día anterior, creo que me excedí en la protesta. Recuerdo que mi madre hizo referencia a términos como disciplina y respeto, de los que yo, en algún momento, me sonreí burlona. Ese fue el final de la discusión. «Te quedas sin paseo», dijo enfadada, «y a nuestro regreso, espero una disculpa por tu parte. Te aseguro que si no es así, vas a pasar un verano muy triste y bien sabes que no me gustaría, pero tienes que aprender». Ya en la puerta, mi padre la miró interrogante mientras ella le respondía con un gesto de la cabeza que no supe interpretar. Salieron cogidos del brazo y yo me quedé sumida en esa desesperación imposible, autóctona del país de la adolescencia, que parece sobrepasar cualquier intento de razonar con lógica. Y, por supuesto, acabé llorando de forma exagerada en mi habitación, delante de aquel cursi vestido que deseaba tirar a la basura, como si el único causante de mi mortal disgusto fuera el pedazo de tela que estrujaba en la mano. Cuando las lágrimas estaban a punto de secarse y empezaba a recuperar un poco de cordura, regresé al salón para esperarlos. El calor era agobiante, así que me cambié el atuendo de domingo que tanto había disgustado a mi madre por una camiseta y unos pantalones cortos de estar por casa. Cogí una Casera de la nevera a la que añadí unas gotitas de limón como hacía mi madre y, a continuación, me tumbé en el sofá, de frente a la puerta, con un libro de la serie escrita por Enid Blyton de Los Cinco, regalo de la vecina del cuarto, a quien había tomado un gran cariño. En realidad, solo me atrevía a hablar con ella. Las demás propietarias eran demasiado estiradas, siempre mirándome por encima del hombro, aunque supongo que a quien trataban con superioridad era a mi madre, porque a mí lo más seguro es que ni me vieran. La señora Santiaguírrez, no. Mamá contaba que había sufrido mucho, lo cual, en 18 su particular creencia, era la razón por la que demostraba un genuino afecto hacia los demás. Por otra parte, la mujer vivía sola y, por las tardes, al volver de misa, le gustaba entretenerse con mamá y conmigo a charlar. Por lo visto, su marido fue un eminente notario que no consiguió salir a tiempo cuando estalló la guerra y que desapareció sin dejar rastro durante uno de los entonces habituales paseíllos nocturnos. No habían tenido hijos, de modo que las únicas visitas que recibía eran las de una prima monja que vivía en Valladolid y las del administrador que la mantenía informada de las inversiones de su fortuna. A lo que iba. Estaba exhausta después de tanto lloriqueo. Creo que antes de terminar de leer una página, ya me había quedado dormida. E incluso tengo el recuerdo de que estaba soñando y de que los sonidos de la puerta, en un principio, me parecieron parte de ese mundo onírico en el que me había sumergido. Por fin abrí los ojos, miré hacia la entrada y lo primero que pensé fue que mis padres habían regresado encontrándose con que la cerradura estaba estropeada. Me levanté a toda prisa, todavía espoleada por la culpa, con intención de hacer algo bueno echándoles una mano para abrir la puerta pero, cuando estaba justo frente a la misma, escuché unas voces que nada tenían que ver con las suyas. Eché un vistazo al pequeño reloj de cuco de la pared comprobando que habían pasado menos de tres cuartos de hora desde que se habían marchado. Llegué a pensar que, a causa del disgusto, podrían haber decidido volver antes. Sin embargo, esos ruidos extraños, como de hurgar en el cerrojo, acabaron por convencerme de que no era así. Si hubieran sido ellos, mi madre ya habría golpeado nerviosa la puerta llamándome a gritos para que les ayudara a abrir de una vez. De pronto sentí pánico y me puse a dar vueltas inútiles por la habitación sin saber qué hacer. No sé cuánto duró aquello, hay instantes que parecen horas, ¿verdad? Todavía recuerdo que en una 19 mano llevaba el libro, y en la otra, aún sostenía el vestido que me había dejado metida en casa aquella tarde. Apoyé ambos objetos en una silla sin perder de vista la puerta, cuya manivela había empezado a moverse. Salté por encima del sofá y me tumbé detrás, en el suelo, acurrucada, escondida, muerta de miedo. Enseguida escuché cómo se abría la puerta y luego pasos sigilosos que parecían corresponder a más de una persona. Eran dos hombres. Susurraban. Desde mi improvisado escondite, podía escuchar sus voces, aunque no lograba entender lo que decían porque estaba demasiado nerviosa y, además, concentrada en no dejar escapar ningún sonido que pudiera traicionarme. Por fin, comprendí que estaban hablando de llaves. Buscaban en los cajones del aparador de la entrada y en la cocina. Uno de ellos casi me rozó al atravesar la puerta que daba al pasillo en dirección a las habitaciones. Yo rezaba para que mis padres llegaran lo antes posible y, al mismo tiempo, temía que si sorprendían a esos hombres en casa, pudiera haber problemas. No, lo mejor era que encontraran cuanto antes lo que habían venido a buscar y se marcharan para siempre. El hombre que había ido a los dormitorios regresó al salón enfadado, gruñía quejándose de que las cosas nunca salían como estaban previstas. Regañaba al que se había quedado hurgando por la cocina y este, a su vez, se defendía poniendo como excusa a una tal Remedios. Que si Remedios había dicho que estaba segura. Que si Remedios pocas veces se equivocaba. Que si Remedios afirmaba haber visto con sus propios ojos las llaves. —Déjate de tanta Remedios y ayúdame a seguir buscando. No querrás que vuelvan y nos pillen aquí, ¿verdad? —Aún falta más de media hora. —Espero que no te equivoques también en eso. 20 —No me he equivocado. Ya empiezo a estar harto de esta mierda. Acompañó la frase con un inesperado golpe en la mesa y, del susto, se me escapó un gemido traidor que no les pasó desapercibido. De repente, la habitación se quedó en silencio. Imagino que, a través de gestos y señales que yo no podía ver desde donde estaba, se comunicaron que aquel sonido no era normal, que había que averiguar de qué o, más bien, de quién procedía. No tardaron en encontrarme. Una mano me agarró del pelo y tiró de él hasta incorporarme por completo. Rompí a llorar a causa del dolor, hasta que la mano libre del hombre me cruzó la cara para hacerme enmudecer. Por desgracia, en aquel momento tuve que poner rostros a las voces que había estado escuchando desde detrás del sofá. No los había visto jamás, de modo que seguía sin entender qué era lo que hacían en mi casa. El tipo que me agarraba del pelo era moreno y de piel oscura. Tenía unos grandes ojos opacos, cuya mirada no transmitía nada bueno y, de cerca, olía a alcohol y a humedad. El otro parecía bastante más joven, de cabello muy rubio, así como una desgarbada presencia que no resultaba tan amenazadora como la de mi captor. —Estupendo, así que tú no te has equivocado… Ya me contarás qué vamos a hacer ahora con la cría —dijo el moreno mientras tiraba aún más fuerte de mi cabello y lo retorcía formando bucles alrededor de su enorme mano—. Pensé que te habías asegurado de que no quedaba nadie en casa. —Siempre salen todos juntos los domingos por la tarde. —Eso de siempre no me vale. Te ordené que comprobaras que no quedaba nadie dentro. ¡Maldito idiota! —¿Qué vamos a hacer? ¿Nos vamos? —¿Sin la llave? Con un violento empujón, me sentó en el sofá. Luego apretó con los dedos índice y pulgar en cada uno de los lados de mi rodilla 21 izquierda hasta que volví a llorar. El dolor era insoportable. Por fortuna, enseguida aflojó un poco la presión y con la otra mano agarró con firmeza mi barbilla para obligarme a mirarlo de frente. —¿Dónde guarda tu madre las llaves? —¿Qué llaves? —Las llaves de los pisos del edificio. —No lo sé —mentí como una estúpida para ganar un poco de tiempo. —Una chica lista como tú, estoy seguro de que lo sabe. ¿A que no quieres que esperemos a que lleguen tus padres y les hagamos daño? —No. —¿Ves? Ya decía yo que eras una chica lista. Dime dónde están, las cogemos y nos vamos. ¿A que es fácil? No dudé. —Detrás de un mueble de la cocina. Me obligó a levantarme, aunque esta vez dejó mis cabellos en paz y tiró de mi brazo izquierdo para llevarme a la cocina. Aún sentía dolor donde sus dedos habían estado presionando, a ambos lados de la rodilla, y ahora volvía a sentirlos en el antebrazo. Le señalé el armario en cuestión y el otro tipo se apresuró a apartarlo. Detrás, en un pequeño hueco de la pared, encontró la caja de latón donde mi madre guardaba las llaves de los pisos del edificio. Antes de abrirla, la agitó. Conforme, al parecer, con el sonido que había hecho, sonrió y se la pasó al hombre que aún me tenía apresada. Este sacó las llaves y fue mirando uno a uno los llaveros de madera donde estaba escrito el piso al que pertenecían. Por fin, cogió la que buscaba, se la guardó en el bolsillo del pantalón y cerró la caja para que su compañero volviera a colocarla en su sitio. Quise aprovechar esos instantes para escapar, pero mis piernas ni siquiera se movieron. El recordatorio del dolor que me había dejado la presión de esos dedos de hierro me paralizaba el cerebro y no sé si llegué a preguntarme qué sucedería a continuación. 22 El hombre rubio parecía cada vez más nervioso; daba vueltas por el pequeño salón con las manos en la cabeza, hasta que su socio le ordenó que se tranquilizara y le dejara pensar. Por fin, el que parecía el jefe me llevó a un rincón de la habitación y allí, acorralada por él, que era por lo menos cuatro veces más grande que yo, entendí que ese momento no lo olvidaría jamás por muchos años que pasaran. —¿Por qué no has ido de paseo con tus padres? Empecé a llorar de nuevo y el tipo volvió a hacerme sentir la aspereza de la piel de su mano. —¿Qué ha pasado? ¿Te han castigado? —Sí. —Seguro que estarían muy enfadados para haberte dejado aquí sola… Con la buena tarde que hace, ¿verdad? —Ha sido culpa mía —repliqué. —A veces las madres son muy intransigentes… Verás, resulta que tenemos un problema contigo, porque no queremos hacerte daño, ¿a que no? —dijo mirando a su amigo. Él se limitó a contestar con un gesto de la cabeza y, entonces, el otro insistió hasta que consiguió que dijera que no con un grito, que a mí me sonó demasiado agudo como para haber brotado de la garganta de un hombre. —¿Lo ves? Lo que ocurre es que para que no os hagamos daño ni a ti ni a tu familia, vas a tener que venir con nosotros. Solo unas horas, te lo prometo. Mañana estarás de vuelta. Tenía miedo de volver a llorar. En lugar de ello, comencé a sentir una especie de temblor nervioso que hacía que los dientes entrechocaran con un ruido que debía de resultar irritante. —Mira, no hay más remedio, así que andando —zanjó—. Te prometo que si se te ocurre gritar o llamar la atención, te rompo ese cuello delgaducho con una sola mano. No estoy bromeando, ¿de acuerdo? 23 —Sí. Agarró de nuevo mi brazo con fuerza para arrastrarme hasta la mesa. Cogió un lápiz, arrancó una cuartilla de uno de mis cuadernos del colegio y me ordenó que escribiera una nota para mis padres. Como yo permanecía medio paralizada, no le quedó más remedio que sentarme a la fuerza en una silla y, con su mano apretándome el cuello, me exigió que escribiera unas palabras para explicar que me había marchado de casa por culpa de la discusión con mi madre. Intenté escribir, pero en cuanto apoyé el lápiz en el papel, se rompió la punta, y ese fue el momento en el que al tipo casi le da un ataque. —¡Más vale que lo hagas ya! —gritó, tendiéndome un bolígrafo—. Es muy fácil, tú pones ahí que te has largado y yo te prometo que no te haré daño y que mañana estarás de vuelta. Además, no tengas miedo, no te regañarán en cuanto sepan lo que ha pasado de verdad. Vamos, tienes que darte prisa. Si tus padres nos encuentran aquí, te juro que tendré que acabar con ellos y no creo que quieras cargar con esa culpa toda tu vida. Cuando por fin empecé a escribir la nota, descubrí que la mano me temblaba de tal manera que las letras resultaban incomprensibles, meros borrones de tinta mezclados con las lágrimas que habían vuelto a brotar. El tipo no lo soportó más, puso su manaza sobre la mía y escribimos juntos un escueto «Me voy». Después salimos los tres. El más joven se adelantó a la pesada puerta de la calle y abrió una rendija para echar un vistazo. Luego hizo una seña para que nos acercáramos y salimos al sol, que aún estaba pegando con intensidad sobre el asfalto. Deseaba con todas mis fuerzas que en ese instante aparecieran mis padres sin importarme ya que pudiera sucederles algo. Lo que quería era regresar a casa, que terminara de una vez aquella maldita situación que aún no entendía. ¿Irme con ellos unas horas? ¿Para qué? ¿Adónde? 24 Cruzamos a la acera de enfrente. La calle estaba vacía y caminábamos muy deprisa. En lo único que podía pensar en aquel momento era en poner los pies uno delante del otro para no caerme y en evitar que la mano de ese hombre, que me retorcía el brazo izquierdo en la espalda, me causara aún más dolor. Llegamos a Serrano y nos detuvimos a la altura de los primeros números pares de la calle, al lado de una desvencijada furgoneta blanca en la que me tuvieron que meter a la fuerza porque, por fin, fui capaz de resistirme lanzando algunas patadas que, en todo caso, solo alcanzaron al aire. Grité, y con ello conseguí que la mano que segundos antes machacaba mi brazo, de pronto me tapara la boca, provocándome náuseas con su inmundo olor. La peste que desprendía el interior de la furgoneta no era mejor. Debieron confundir mis arcadas con amagos de alaridos porque, antes de ponernos en marcha, me amordazaron atándome a continuación de manos y pies. Ni siquiera sé quién conducía, porque tirada como si fuera un saco en la parte trasera de la furgoneta, donde no había asientos, mi cuerpo empezó sin remedio a golpearse con cada curva, con cada bache, de forma que no podía levantar la cabeza para mirar a mis captores. Por supuesto, tampoco tengo ni idea de qué camino tomamos para salir de la ciudad con dirección a la finca donde me dejaron con el cuerpo magullado, sin fuerzas ni para llorar. Era tal la desorientación que, para mí, igual podíamos estar todavía en Madrid como al otro lado de los Pirineos. Del sitio en el que estábamos, me enteré tiempo después. En aquel momento, solo supe que era de noche y que la oscuridad del campo que se filtraba por un ventanuco enrejado era capaz de producirme más miedo del que hasta entonces había experimentado en toda mi vida. La habitación donde me encerraron era amplia, la escasez de muebles la tornaba desangelada y fría. Las paredes eran rugosas, encaladas de un blanco apagado y tosco. Debajo del ventanuco había una pequeña cama en la que me 25 obligaron a tumbarme, todavía atada y amordazada, y al lado de la puerta, una silla de madera con el asiento de robusta arpillera. La luz de la bombilla que colgaba del alto techo era tan tenue que me costaba distinguir si las sombras que había en el extremo opuesto de la habitación escondían algo más que eso, simples sombras. No se escuchaba ningún sonido y yo empezaba a quedarme helada con mi atuendo veraniego poco apropiado para situaciones de obligada inmovilidad como aquella. Pensaba en mis padres, en lo que ellos, a su vez, habrían pensado al llegar a casa y encontrarla vacía a excepción de la nota en la que su hija anunciaba, sin ningún tipo de explicaciones, su repentina huída. Me conocían bien, esa era toda mi ilusión a la hora de permitirme albergar algún esbozo de esperanza: mis padres no creerían que su hija pudiera ser capaz de semejante acción, a pesar de lo que habían leído. Quería confiar en que se darían cuenta de que la letra estaba forzada, que notarían el desplazamiento del mueble de la cocina y la falta de una de las llaves. Enseguida, imaginaba yo con fe, se preguntarían para qué iba a molestarme en coger la llave de una casa que no era la mía. Comprobarían, además, que no me había llevado ropa, tampoco la inseparable bolsa de deporte azul donde guardaba mis pertenencias más sagradas. Sin embargo, la confianza duraba poco. Mi mente recreaba a traición la imagen de la maldita nota que se había quedado sobre la mesa de comedor y, de pronto, me parecía escuchar la voz de mi madre lamentándose entre sollozos. Arrepentida de haberse enfadado conmigo, así como decepcionada con el inesperado comportamiento de su hija, altanero y desaprensivo. Mis padres eran de la opinión de que los problemas familiares tenían que solventarse lo antes posible para que nunca quedaran rencores encallados y estoy segura de que esa misma noche habríamos tenido una de esas serias conversaciones en las que el turno de palabra pasaba de papá a mamá y, después, a mí. «Las discusio26 nes entre personas que se quieren solo pueden terminar con más cariño», decía a menudo mi padre y, por eso, no podía ni imaginar el dolor que sentiría si pensaba que yo me había marchado sin más, sin intentar arreglar las cosas. Y ahí estaba yo, en un lugar extraño, lejos de mi familia, sin poder mover otra cosa que no fueran las angustiosas reflexiones de mi cabeza. Esperando que alguien o algo modificara esa situación. No sé cuántas horas permanecí en aquella cama, no tenía forma de saberlo. A ratos me dormía, hasta que, sobresaltada por alguno de mis pensamientos, volvía a abrir los ojos y me daba cuenta de que no se trataba de una pesadilla. Era una situación incomprensible, pero tremendamente real. 27 CAPÍTULO 2 Cuando empezó a entrar un poco de luz por el ventanuco, me puse de pie encima de la cama con intención de echar un vistazo al exterior. Lo último que esperaba encontrar detrás de las rejas eran unos vastos campos amarillos que se perdían a lo lejos hasta juntarse con el cielo, que aún no estaba azul por completo. Nunca he podido olvidar la sensación de frío y de sed contra la que solo podía luchar a base de esos breves momentos de sueño en los que mis sentidos parecían adormecerse conmigo. Me angustiaba la idea de que me hubieran abandonado para siempre, que mi destino fuera morir de hambre, de frío o de sed. Quizá, de las tres cosas a la vez. En un lugar desconocido donde, pasados muchos años, encontrarían mis huesos. Volví a llorar desesperada hasta que se abrió la puerta, dejando colarse más luz de la que se filtraba a través de la minúscula ventana. Supuse que entraría alguno de los hombres que habían estado en mi casa. Sin embargo, se trataba de una mujer, más o menos de la edad de mi madre, que me miró con curiosidad y yo hubiera dicho que también con algo de compasión. Pero si la hubo en sus ojos, no se dejó traslucir en sus palabras, duras, llenas de impaciencia. —Si vas a seguir berreando, me marcho por donde he venido. Era lo único que me faltaba, dos en lugar de una y a cada cual, más llorica. A pesar de que no tenía ni idea de a qué se refería, dejé de llorar al instante e, incluso, creo que intenté sonreír. —Vamos, date la vuelta, que te suelto los pies. Y nada de dar pataditas, que no estoy de humor. ¿Has entendido? 29 Asentí con la cabeza. Ella se agachó para cortar con una navaja las ataduras de mis tobillos y luego me arrancó la mordaza sin contemplaciones. Lo primero que hice fue llenarme de aire para soltarlo después con un profundo suspiro. La mujer salió para volver a entrar enseguida con una bolsa de papel grasiento, de la que extrajo un bocadillo y una cantimplora de plástico. Comí con las manos atadas y bebí toda el agua que no resbalaba inútilmente fuera de mi boca. —Niña, come despacio, a ver si te va a sentar mal y la jodemos —me regañó. El bocadillo era de una tortilla rancia y correosa, aunque su sabor sirvió para apartar durante unos minutos el terror que me había invadido antes. Si me daban de comer y de beber, pensé, es que no iban a dejarme abandonada para que alguien encontrara mis huesos. La mujer permaneció de pie mirando mientras yo intentaba comer lo mejor que me permitían las muñecas atadas, sin atreverme a pedirle que me soltara también esas ligaduras. En cuanto acabé, recogió la bolsa de papel y salió de la estancia sin decir ni una palabra. Me arrepentí de no haberle hecho ninguna pregunta, pero gracias a la novedad de unos pies libres con los que recorrer la habitación, pronto se me fue la idea de la cabeza. Con el amanecer habían llegado pequeños sonidos que hacían menos amenazador mi cautiverio. Escuché gallinas, pájaros y el sonido de agua en movimiento que no podía imaginar de dónde procedía. Quizá un pequeño río, decidí, recreando en mi mente el riachuelo al que íbamos a bañarnos los veranos que pasábamos en el pueblo de mi madre. Me dediqué a pasear por la habitación unos minutos. Después, aburrida, me senté en la cama para rezar una oración a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, que, según mi madre, jamás fallaba. «Glorioso Apóstol San Judas Tadeo, siervo fiel y amigo de Jesús, 30 toda la Iglesia te honra y te invoca como patrón de las causas difíciles y desesperadas. Ruega por mí, para que reciba el consuelo y socorro del cielo en todas mis necesidades y sufrimientos, especialmente para que pueda volver muy pronto a casa con mis padres y dar gracias a Dios. En tu compañía, por toda la eternidad. Amén». Al mismo tiempo que rezaba, intenté evocar el recuerdo de mi madre arrodillada ante la imagen del Santo en aquella blanca y enorme Iglesia de la Santa Cruz, donde a veces íbamos con mi padre los sábados por la tarde para asistir a misa de ocho. «Acuérdate, hija mía», decía ella apretándome la mano, «San Judas nunca te deja. Tú pídele cuando veas que te has quedado sin fuerzas». Absorta en la oración y perdida en los recuerdos, me sorprendió el regreso de la mujer a la habitación. —¿Cuándo voy a irme a casa? —pregunté en cuanto entró—. Mis padres estarán muy preocupados. —Si por mí fuera, te habrías quedado en ella. Menudas ideas que tienen esos dos. Los hombres, fíjate bien lo que digo, no sirven para nada. Más nos valía tenerlos lejos y no complicarnos con ellos la vida. Debió de reparar entonces en mi expresión de perplejidad y, cambiando el tono de voz, me espetó: —Te irás cuando puedas irte. Y deja de molestar. He venido para llevarte al aseo, supongo que tendrás ganas de mear, no quiero que me estropees la cama. Anda, levántate. Fue a cogerme de las manos y puso cara de darse cuenta, solo en ese momento, de que aún las tenía atadas. Intentó deshacer el nudo sin conseguirlo, por lo que volvió a sacar su navaja del bolsillo de la falda, con la que cortó las cuerdas y, de paso, un poco de mi piel. Grité, aunque estaba claro que no se trataba más que de un rasguño, y su dura mirada me hizo enmudecer de inmediato. Salimos juntas a un ancho pasillo, abrió una puerta de madera que quedaba casi enfrente de la habitación que habíamos dejado y me hizo entrar a un pequeño aseo que apestaba a moho. Se quedó de 31 pie en el umbral y, al ver que yo no me movía, me agarró de la cintura tirando con fuerza de mis pantalones cortos para bajarlos. —Yo, yo… —conseguí decir. —Vale, hazlo tú —respondió—. Date prisa y no pongas esa cara, porque no pienso dejarte sola. —¿No puede esperarme fuera? —Pues claro que no. —Levantó la mano de forma amenazadora—. O meas de una jodida vez o, al final, acabas por ganarte una torta. Vaya con la hija de la portera, qué modales más finos gasta. Me bajé con vergüenza los pantalones y las bragas para sentarme deprisa en la fría taza y me concentré en hacer pis para acabar con aquella bochornosa situación. —¿Ya? ¡Menos mal! —exclamó, y se giró para mirarme a los ojos. Era una mujer mala, pensé, acordándome de la prima de la pescadera, de quien oía decir a las demás mujeres del mercado que se había echado a perder. No entendía muy bien lo que querían decir con dicha expresión y, cuando lo pregunté en casa, la contestación de mi madre fue que aquella era una mujer mala. Lo mismo que la que entonces tenía delante. Estaba segura. Otra que se había echado a perder. De regreso en la habitación, me asomé por la minúscula ventana y descubrí la furgoneta Citroën en la que habíamos viajado. Estaba aparcada con las puertas traseras abiertas de par en par, pero no se veía a nadie cerca de ella. Me pregunté a qué se referiría la mujer cuando habló de otra. ¿Otra, qué? ¿Otra chica? «Dos en lugar de una», había dicho. Tampoco quise darle demasiadas vueltas, porque lo que sí me parecía significativo era volver a ver el vehículo. Si estaba ya ahí, tenía que ser para llevarme a casa, decidí, y me dispuse a rezar a San Judas Tadeo, aún con más devoción, para que aquello ocurriese lo antes posible. Según mis cálculos, que debían de ser bastante imprecisos porque empezaba a perder la noción del tiempo, habían transcu32 rrido tres días desde mi llegada cuando volví a ver a uno de los secuestradores, al más joven. Ya les había puesto nombres o, más bien, motes. Al más joven le bauticé como el Rubio, por el color de su pelo, y al otro, el Monstruo, a causa del miedo y la repulsión que me provocaba. Después tuve ocasión de enterarme de cómo se llamaban, aunque continué llamándoles así en mi cabeza durante una temporada. A quien no conseguí poner un nombre fue a la mujer. ¿Sería la famosa Remedios? Esa mañana, en lugar de la mujer, fue el Rubio el que entró a recoger la cantimplora para llenarla de agua. Me atreví a preguntarle que cuándo podría volver a casa y él se limitó a mirarme con expresión de pena, ¿o era de vergüenza?, sacudiendo la cabeza con un gesto indescifrable. Al menos, para mí. Intenté preguntar de nuevo, esta vez con más convicción, y se apresuró a marcharse sin volver a darme la oportunidad de mirarle a los ojos. Tardé poco en descubrir que no había cerrado la puerta con llave, puede que a causa de las prisas con las que había querido zafarse de mis preguntas. Esperé unos minutos antes de atreverme a abrirla un poco para echar un vistazo al desierto pasillo. La tentación de caminar fuera de la habitación donde llevaba tanto tiempo confinada, me hizo vencer el miedo. Salí dejando entornada la puerta a mi espalda, antes de adentrarme en el pasillo más allá del baño, mis límites hasta el momento en aquella casa. El corredor terminaba en un amplio zaguán, cuyo suelo estaba formado por grandes baldosas blancas y negras, iluminadas por el sol que entraba a través de las enormes vidrieras del techo. De frente salía otro pasillo por el que me adentré ya más confiada. En ese momento escuché unas voces que me obligaron a parar en seco. Retrocedí rápidamente hacia el zaguán para esconderme detrás de una de las ásperas cortinas, respirando con el máximo sigilo, ahogándome de miedo. Las voces se acercaron y enseguida reconocí la de la mujer; hablaba, a todas luces enfadada, con alguien que se 33 limitaba a darle la razón. Era un hombre y, por su actitud, imaginé que se trataría del Rubio porque el Monstruo se habría puesto a gritar, de eso estaba convencida. —Algo hay que hacer. No sé cómo he dejado que ese maldito loco me meta en esto. Claro, que la culpa es mía por haberme fiado de ese energúmeno. —Sí, pero… —Se escuchaba empezar la frase al hombre, sin que ella le diera tregua. —Ya me contarás cómo vamos a salir de esta. Si me hubierais hecho caso, ahora no estaríamos en la mierda; pero claro, a mí nunca me lo hacéis. —Sí, pero…. —Voy a hablar con él esta misma noche. Dos días es lo máximo que estoy dispuesta a darle para que lo solucione. ¿Es que no te das cuenta? Dentro de poco vendrán los señores a pasar las vacaciones, hay que sacarlas de aquí antes de que le dé por aparecer al administrador para organizar la temporada de verano. —Lo sé, dos días. —O se lo dices tú o se lo digo yo. —Ya te he dicho que sí, que esta noche se lo digo. —Sí, te he oído —respondió ella—. Lo que pasa es que luego, en cuanto lo tienes delante, te entra la cagalera. Siguieron dando vueltas al asunto y, en cuanto se fueron, me apresuré a regresar a la seguridad de mi celda. Ni se me ocurrió que pudiera salir de aquel lugar corriendo hasta encontrar a alguien que me ayudara a escapar. Sentada en la cama, recuperé el aliento, bebí un poco del agua que quedaba en la cantimplora y me sequé el sudor nervioso con la mugrienta chaqueta de lana que me había dado la mujer la primera mañana. Lo que por fin me quedó claro es que no estaba sola. En alguna habitación como la mía había otra persona y ambas teníamos que salir de la finca antes de que los propietarios de la casa 34 vinieran a pasar las vacaciones. De lo que había escuchado, desde luego, no se podía deducir que pensaran devolvernos a nuestra casa. Si fuera así, no habría problemas. Estoy convencida de que hoy en día, una niña de catorce años estaría más que harta de ver en televisión películas, programas o noticias sobre secuestros, pero en la década de los sesenta yo había visto un aparato de televisión encendido muy pocas veces en mi vida. Cuando entraba en los pisos a los que iba a limpiar mi madre, contemplaba aquel mamotreto cuadrado y me parecía imposible que en él se pudiera ver y escuchar a gente. Lo que sí había en nuestro salón era un aparato de radio, pero los seriales que trasmitían por las tardes hablaban de amores perdidos o encontrados en la lejana América, tierra de conquista para los emigrantes valientes. Nunca de niñas secuestradas. De modo que, a causa de mi inocencia o, si prefieren, de mi ignorancia, resultaba muy difícil que pudiera hacerme una idea clara de lo que estaba haciendo yo en una casa ajena rodeada de gente extraña, lejos de mis padres. Esa noche me desperté sobresaltada y tardé unos minutos en entender qué era lo que me había asustado. Al otro lado de la puerta cerrada se escuchaban los gritos desesperados de una mujer que no articulaba ninguna palabra. Simplemente chillaba. Me levanté para acercarme a la puerta y comprobé que permanecía cerrada. Justo antes de regresar a la cama, entró la mujer ordenándome a gritos que me vistiese. La miré interrogante, a pesar de que estaba claro que lo más prudente era limitarme a hacer lo que me mandaba y, además, rápido. A continuación, me cogió de la mano y tiró de mí con fuerza para atravesar el desangelado zaguán y desembocar posteriormente en un patio donde estaba aparcada la furgoneta. Junto a ella, esperaban los dos tipos, que se acercaron al vernos. Por desgracia, fue el Monstruo quien se encargó de atarme las muñecas a la espalda con una cuerda, vendarme los ojos y amordazarme, antes de tumbarme en la parte trasera del vehículo igual que esa tarde de domingo que 35 me parecía ya tan lejana. Solo que en esta ocasión, había algo muy diferente. A pesar de que no podía ver ni palpar nada, noté que no estaba sola y en cuanto el vehículo se empezó a mover, ya no tuve ninguna duda. Al principio fue una patada que me alcanzó en la cadera. Después, en una curva, noté el peso de un cuerpo que me comprimía contra la fría superficie de la carrocería del vehículo. Cada vez que nos tocábamos, me esforzaba en descubrir algo más de aquel otro cuerpo que padecía a mi lado los zarandeos del camino. Me convencí de que se trataba de una mujer, quizá otra niña como yo, porque su cuerpo pesaba, pero sin llegar a hacerme daño. De modo que tenía que ser tan menudo como el mío. Poco a poco, el camino se hizo más regular y nuestros cuerpos dejaron de rozarse. Aproveché para incorporarme apoyando la espalda en uno de los lados, intentando encontrar una postura menos incómoda. No sé cuántas horas pasamos en aquella furgoneta. Al principio se me hizo larguísimo; después, conseguí quedarme adormilada y, aunque me despertaba a ratos, estaba tan atontada que dejé de pensar en cuándo se detendría el traqueteo de aquel inmundo trasto. Además, tenía muy pocas ilusiones de que aquello fuera una vuelta a casa. El porqué no sabría explicarlo ni siquiera ahora; tal vez fue a causa de esa falta de esperanza por lo que al llegar a otro sitio desconocido no experimenté una gran desesperación. No podría decir tampoco si había amanecido cuando me liberaron de la venda, las ataduras y la mordaza, ya que la nueva habitación no tenía ventanas. Solo había un pequeño respiradero cubierto por una rejilla en la parte superior de la pared izquierda, casi rozando el techo. El agotamiento que sentía era tan extremo que, en aquel momento, lo que anhelaba era quedarme sola para poder dormir. No hice preguntas, el odio me impidió abrir la boca. Señalaron una colchoneta que había en el suelo para que me sentara, pero, en cuanto se marcharon, comprobé que justo enfrente había una cama de las de verdad y decidí acostarme en ella. Creo que acababa de 36 dormirme cuando noté que me tiraban del brazo y entonces mi cuerpo golpeó con violencia contra el suelo. Abrí los ojos y descubrí al Monstruo riéndose de mí, al tiempo que señalaba a una chica amordazada y con las muñecas atadas. Lo que sí le habían quitado era la venda y sus ojos miraban de un lado a otro, llenos de horror. —Todavía hay clases, pequeña. Esta no es tu cama, es para la señorita, ¿verdad? La sentó en la cama de un empujón y yo me apresuré a arrastrarme hasta la colchoneta para evitar que aquel cerdo volviera a ponerme la mano encima. Después salió y apagó la bombilla del techo, dejándonos a oscuras. Escuché la respiración angustiada de la otra chica. No había tenido ni un minuto para fijarme en ella, pero ya sabía quién era. Vivía en el edificio, era la hija de los del tercero. Debía de tener un par de años más que yo y estaba segura de que nunca nos habíamos saludado. Yo la había visto cada tarde, desde la portería, volver del colegio con un uniforme azul marino y blanco que siempre parecía recién planchado. Algunas veces, entraba en el edificio acompañada de dos o tres amigas y subían juntas en el ascensor acristalado, desde el que me llegaban sus risas o sus cuchicheos despreocupados. De repente, la chica empezó a emitir sonidos a través de la boca amordazada y le dije en voz baja que no la entendía. Quería que se callara para poder evadirme con alguna hora de sueño, pero ella continuó con sus lamentos. No me quedó más remedio que salir a tientas de la colchoneta para aventurarme en los espacios vacíos, avanzando con cuidado detrás de mi brazo extendido, hasta que toqué su cama. Con extremo cuidado fui moviendo la mano para llegar a ella sin golpearla o asustarla. Por fin, noté que rozaba su piel. —Tranquila, soy yo… Tienes que estar quieta para que pueda desatarte y quitarte la mordaza. Prométeme antes que no vas a chillar. No va a servir para nada, aparte de para que vuelva ese tío y ya has visto la mala leche que tiene. ¿Me has oído? 37 Interpreté sus sonidos como una respuesta afirmativa y, poco a poco, fui aflojando la mordaza hasta quitarla por completo. Exhaló con fuerza y noté que se incorporaba en la cama. Tuve que emplearme a fondo para conseguir deshacer las ataduras de sus manos sin ver, guiándome únicamente por el nervioso tacto. —¿Quién eres? —preguntó. —La hija de la portera del edificio donde vives. —¿Y qué haces aquí? —Pues la verdad es que no lo sé muy bien… ¿Y tú? —A mí me han secuestrado —contestó, como si aquello fuera tan obvio que le molestara mi pregunta. —Bueno, a mí supongo que también. Lo que no sé es por qué me han secuestrado. —Yo tampoco lo entiendo. Tus padres no tienen dinero. No creo que fuera su intención, pero a mis oídos aquellas palabras sonaron cargadas de desdén. —No, no lo tienen —me limité a contestar. —Me han dicho que han pedido un rescate a mis padres y que, en cuanto lo paguen, volveré a casa. —¿Cuándo te cogieron? —La noche del domingo, muy tarde, yo estaba durmiendo. De alguna forma, entraron en casa sin que nadie les viera y me pusieron un pañuelo con cloroformo en la cara. Al despertar, ya no estaba en mi cama… —A mí también me cogieron el domingo… aunque era por la tarde. De todas formas, si les dio tiempo a dejarme en aquella casa y luego volver a por ti, no creo que estuviéramos demasiado lejos de Madrid. —Lo que sigo sin entender es qué pintas tú aquí. Yo, por mi parte, acababa de comprender que mi secuestro había sido un maldito accidente: tuvieron que cargar conmigo porque les había descubierto buscando las llaves del piso de los padres de 38 Beatriz, que iban a utilizar esa noche para entrar a cogerla sin que nadie se percatara de su desaparición hasta la mañana siguiente. Era una forma segura de llevársela que evitaba riesgos como, por ejemplo, que la chica se pusiera a gritar si intentaban reducirla en plena calle. No quise compartir con Beatriz mi lógica deducción; todo lo contrario, me pregunté en voz alta, igual que ella acababa de hacer, por las razones de mi estancia en aquel lugar. Entonces, se puso a llorar y cuando, para consolarla, la llamé por su nombre, me preguntó extrañada por qué sabía cómo se llamaba. Sonreí con tristeza, segura de que en la oscuridad no podía verme, y le dije que lo habría oído en el portal, intentando quitarle importancia. No me preguntó por el mío. Por fin, nos quedamos dormidas hasta que la puerta se abrió y nos despertó la luz de una bombilla que se encendió en el techo. Me incorporé asustada, tenía miedo de que quien entrase descubriera que le había quitado a Beatriz la mordaza y las ataduras de las manos. Sin embargo, el Rubio, que venía solo, no pareció prestar atención a nada. En realidad, creo que si Beatriz no hubiera abierto la boca ni siquiera se habría molestado en mirarnos. No contestó a sus demandas y la mandó callar muy alterado. Traía dos bolsas que apoyó en el suelo antes de volver a salir dejando la luz encendida. Nos acercamos a las bolsas para examinar su contenido. Dos orinales, dos toallas pequeñas, un rollo de papel higiénico que Beatriz se quedó mirando como si ya oliera mal, dos cantimploras con agua y dos bocadillos de un chorizo duro y grasiento. Nos pusimos a comer en silencio, evitando mirarnos. En cuanto terminamos, Beatriz me dio la espalda para ponerse a llorar. Yo tenía ganas de hacer lo mismo, pero sentí una especie de pudor que me lo impedía y regresé en silencio a mi colchoneta, respetando su cuestionable intimidad. Desde la noche anterior, tenía claro que si me encontraba allí era por una razón tan estúpida como la de haber estado en un lugar concreto en el momento equivocado. A quien querían era a Beatriz, 39 la niña cuyos padres tenían dinero para pagar un rescate. Yo, en cambio, no valía nada. Me preguntaba qué sería de mí una vez que hubieran pagado por su libertad. ¿Valdría también por la mía? Beatriz se fue calmando poco a poco y ya se habían secado sus lágrimas cuando se dio la vuelta hacia mí. Me miró con los ojos enrojecidos y la cara hinchada mientras yo intentaba sonreír, aunque eso fuera lo que menos me apetecía hacer en aquel momento. —No me acuerdo de cómo te llamas. —Silvia. —Silvia —repitió. —¿Estás mejor? —Supongo. ¿Tú no tienes miedo? —Mucho —respondí nerviosa, retorciéndome las manos. —Pareces tranquila. —No lo estoy. —¿Sabes qué día es hoy? —Creo que jueves o viernes —dije no muy segura. —¿Te han hecho daño? —El día que me cogieron, sí. Después solo me he llevado un par de tortazos y algún empujón. ¿Tú crees que podríamos salir de aquí? —Claro que no, ya me dirás cómo… —respondió Beatriz—. Además, verás como mi padre no tarda en pagar el rescate. No quise comentarle mis temores acerca de si aquello supondría asimismo mi liberación. Nunca había podido fijarme en ella desde una distancia tan corta como la que nos separaba en ese momento. Me sorprendió que, a pesar de la situación, ataviada con un sucio camisón desgarrado, con sus rizos oscuros encrespados y los enormes ojos verdes enrojecidos por completo, conservara esa rotunda belleza. Me pregunté cómo sería ser rica y, además, preciosa. A veces, la sorprendía mirándome extrañada, puede que recelosa. El caso es que le gustara o no, en esos momentos yo era su 40 única aliada y así había empezado a entenderlo. Era un pequeño consuelo tener compañía. No fui jamás una persona sociable, estaba acostumbrada a pasar sola los ratos libres, sin otras niñas de mi edad, pero permanecer tantos días sin ningún contacto humano había empezado a hacerse insoportable, incluso para mí. No obstante, al principio, hablamos más bien poco. Ambas éramos tímidas y nos separaban infinidad de cosas. Incluida la edad, porque aunque con los años la diferencia se vaya matizando, existe un gran abismo entre la adolescencia y la infancia. Beatriz, desde sus dieciséis años, miraba a la chica de catorce como si se tratara de una auténtica cría. Aun así, hora tras hora, se fueron acortando las distancias. Nada como compartir un encierro para unir a las personas, aunque a mí me molestaban ciertos comportamientos de mi compañera a la fuerza y estoy segura de que a ella le parecerían terribles algunos de los míos. Yo no lograba entender que se empeñara en llamar la atención gritando sin más, provocando que una vez entrara el Rubio para volver a amordazarnos. Sin embargo, lo verdaderamente terrible estaba aún por llegar. No habíamos vuelto a ver a la mujer y eran los dos hombres quienes se turnaban para traernos los alimentos o vaciar los orinales. Una mañana entraron ambos con comida y agua solo para mí y a continuación hicieron salir con ellos a Beatriz. De modo que me quedé de nuevo sola, esperando su regreso. Más tarde empecé a dudar de que fuera a volver. La había visto salir tranquila e, incluso, me había dirigido una fugaz mirada cómplice acompañada de una ligera sonrisa, por lo que la idea predominante durante aquellas horas fue que la habrían llevado de vuelta con sus padres, después de cobrar la suma del rescate. Me equivocaba. Beatriz volvió y ya no sonreía, ni siquiera me miraba. La trajo el Monstruo, que la sujetaba de la cintura como si las piernas no le aguantaran y la ayudó a tumbarse en la cama antes de marcharse. 41 Descubrí que estaba lívida y que en la mano izquierda llevaba anudado un pañuelo ensangrentado, a modo de venda. Imagino que a ustedes les parecerá obvio, antes de que yo lo diga, que a la pobre chica le habían cortado un dedo para mandarlo a sus padres como advertencia, pero a mí aquello nunca se me hubiera pasado por la imaginación. Lo cierto es que mi desconcierto era tal, que tardé varios segundos en vencer el pánico y acercarme a ella para averiguar qué le había ocurrido. Lloraba, apretándose la mano contra el pecho, y mantenía su desvaída mirada clavada en el infinito. De pronto dejó escapar un lamento profundo, desgarrado, que jamás le había escuchado a nadie. Vi cómo manaba más sangre y corrí hasta la puerta para golpearla con todas mis fuerzas. Grité como no había podido hacerlo durante todos aquellos días y creo que fue en aquel momento cuando pude liberarme por fin de la tensión que había ido acumulando desde el principio. Después me detuve unos instantes para intentar tranquilizar a Beatriz, a la espera de que, desde detrás de la puerta, llegase alguna respuesta. —¿Qué mierda pasa? ¡Deja de gritar! —Beatriz está sangrando. El Monstruo me apartó de un empujón para tirar de Beatriz hasta sentarla en la cama. —Déjame ver. —Me duele mucho. —Ya lo he oído, ¿me quieres dejar que mire o no? Beatriz extendió el brazo y el Monstruo ni siquiera se molestó en retirar la venda empapada de sangre y pegada a la piel. La ayudó a levantarse y salieron juntos. Iba dejando un reguero de pequeñas gotas de sangre y había vuelto a empezar a llorar. Fue la única vez que vi a aquel tipo mostrar algo de compasión. Me pregunto si, en realidad, no se trataba exclusivamente de preocupación porque la secuestrada, su gallina de los huevos de oro, no se encontraba bien. 42 Utilicé un poco de papel higiénico para limpiar la sangre del suelo y enseguida me di cuenta de lo ridículo de aquella acción: había gotas por todas partes y me quedaba poco papel. Lo que necesitaba era respirar un aire distinto del de esa apestosa habitación. Me hubiera conformado con una ventana, incluso pensé en la manera de escalar hasta el lugar de la pared donde estaba la rejilla por la que nos entraba el aire, arrancarla y sacar al exterior la nariz. Di vueltas y más vueltas esperando a que volviera Beatriz. Por fin, exhausta, me tumbé en la colchoneta y su regreso me sorprendió dormida. Parecía más tranquila o, quizá, débil, al borde de sus fuerzas. Me levanté para acudir a su lado y abrazarla. —¿Estás mejor? —me atreví a preguntar. —Me han cortado un dedo. —¿Qué? —Para mandárselo a mis padres —respondió con la mirada perdida—. Dicen que están tardando demasiado en pagar el rescate y que no les queda más remedio que demostrarles que si no lo hacen, me matarán. Eso han dicho, Silvia, que me matarán. —Eso no va a pasar, Beatriz. Tu padre pagará lo antes posible. —¿Y por qué no ha pagado aún? —No lo sé, seguro que no es culpa suya. No te preocupes… ¿Te duele? —Ya no tanto. Tengo sueño. —Claro, te vendrá bien dormir —dije. Le ayudé a tumbarse en la cama. Noté que había empezado a tiritar, así que la tapé con las prendas de ropa de las que disponíamos y con las raídas toallas. Después de los últimos acontecimientos, había perdido por completo la noción del tiempo. Aunque tenía sueño, la luz encendida de la bombilla me despistaba aún más. Dormí unas horas, pocas, creo yo. Desperté a causa de un extraño sonido que tardé unos segundos en identificar. La luz seguía encendida; me di cuenta 43 de que el ruido que me había despertado provenía de Beatriz, que temblaba y gemía presa de una tiritona que no podía ser normal. La temperatura no era baja y, además, a la pobre casi no se la veía debajo de todas las cosas que yo le había puesto encima. Comprobé asustada que su frente estaba ardiendo y dije su nombre varias veces, pero no abrió los ojos, así que me senté junto a ella intentando darle calor con mi propio cuerpo preguntándome qué podía hacer a continuación. Volví a aporrear la puerta porque fue lo único que se me ocurrió. Esta vez no vino nadie. Derrotada, me tumbé en la cama con Beatriz para acariciarle el pelo, esos abundantes rizos que habían perdido su brillo empapados de sudor. Mientras ella deliraba, tomé con precaución su mano para observarla de cerca y me tranquilizó comprobar que la sangre que manchaba la improvisada venda daba la impresión de haberse secado. Entonces, se abrió la puerta y entró el Rubio. —¿Dónde os habéis metido? —le increpé nerviosa varias veces. Él me miró sorprendido, luego se acercó a la cama, echó un vistazo a Beatriz, que seguía tiritando, y después salió dejando la puerta abierta. Cuando me asomé, vi unas gastadas escaleras de madera que terminaban en una diminuta puerta negra. Esperé de pie junto a la cama de Beatriz, hasta que los dos carceleros volvieron para llevársela en brazos. Les supliqué que me dejaran ir con ella, ni siquiera me miraron. Recuerdo que me quedé llorando con desesperación, temiendo que aquello que había sucedido empeorase todavía más nuestra dramática situación. 44
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