Los Científicos y Dios - Fernández Rañada, Antonio

March 29, 2018 | Author: mnbvcxqwer | Category: Evolution, Homo, Homo Sapiens, Atheism, Science


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Los científicos y DiosAntonio Fernández-Rañada E D I T O R I A L T R O T T A © Editorial Trotta, S.A., 2008, 2009 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Antonio Fernández-Rañada, 2008 ISBN (edición digital pdf ): 978-84-9879-095-5 COLLCC|ON ESTPUCTUPAS Y PROCESOS Serle Religión A la memoria de mi padre, Antonio Fernández-Rañada, a quien le hubiera gustado leer este libro. Y a la de mi madre, María Josefa Menéndez de Luarca, que pudo leer la primera edición antes de dejarnos. «Hemos visto el más alto círculo de la espiral de los poderes. Lo hemos llamado Dios. Podríamos haberle dado cualquier otro nombre: Abismo, Misterio, Oscuridad absoluta, Luz absoluta, Materia, Espíritu, Última esperanza, Última desesperanza, Silencio.» Niko Kazantzakis (1885-1957), escritor «Sospecho que el universo no sólo es más misterioso de lo que supone- mos, sino incluso más de lo que podemos suponer.» John B. S. Haldane (1892-1964), biólogo «Seguimos estando prisioneros en la caverna.» James Jeans (1877-1946), astrónomo y físico, refiriéndose a la ciencia moderna y al mito de Platón «Si hubiera tantos ríos Ganges como granos de arena tiene el Ganges, y tantos ríos Ganges como granos de arena tienen esos nuevos ríos Gan- ges, el número de sus granos de arena sería menor que el de cosas no conocidas por el Buda.» Texto budista «Al enfrentarnos cara a cara con tan profundos misterios, me parece que es de sabios sentir un poco de humildad.» Carl Sagan (1934-1996), físico y astrónomo, hablando del origen del universo «Vemos el mundo a través de un cristal oscuro.» Wolfgang Pauli (1900-1958), físico 9 ÍNDICE Agradecimientos..................................................................................... 13 Prólogo ................................................................................................. 15 1. MIRADA Y PREGUNTA..................................................................... 19 Los científicos miran al mundo y le preguntan................................ 19 Religión y religiosidad: estructura social y misterio......................... 21 Explicación materialista de las religiones ........................................ 24 ¿Por qué los científicos? .................................................................. 30 Diversidad de opiniones ................................................................. 32 Inmortalidad y sentido.................................................................... 35 Por qué este libro............................................................................ 37 Algunas encuestas ........................................................................... 44 2. CIENCIA Y RELIGIÓN...................................................................... 51 Modelos de Dios ............................................................................ 51 Modelos de la creación del mundo ................................................. 58 Filosofía griega, teología medieval y Revolución científica .............. 61 ¿Conflicto, independencia, colaboración? ....................................... 68 Un llamamiento de Carl Sagan........................................................ 71 3. DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS................................. 75 Por qué no se puede probar ni refutar a Dios .................................. 75 ¿Pruebas lógicas o afirmaciones vitales? .......................................... 80 El Dios tapaagujeros ....................................................................... 83 4. EL AZAR Y LA NECESIDAD.............................................................. 87 Dos príncipes griegos, Demócrito y los átomos............................... 87 El triunfo de Parménides y de la necesidad ..................................... 90 10 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS El demonio de Laplace ................................................................... 91 Una ironía histórica ........................................................................ 93 El redescubrimiento de Heráclito y del azar.................................... 96 En el mundo de los átomos el azar es objetivo ................................ 99 ¿Podemos conocer lo real?.............................................................. 102 El caos y las mariposas.................................................................... 107 5. EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES ......... 111 El mundo como libro...................................................................... 111 ¿Especies fijas o cambiantes?........................................................... 115 Darwin y la evolución..................................................................... 118 Se dispara la polémica..................................................................... 121 La polémica del diseño inteligente .................................................. 126 6. LA CREACIÓN................................................................................. 131 El origen de la vida......................................................................... 133 ¿Puede crearse a sí mismo el universo? Una propuesta de Stephen Hawking..................................................................................... 137 Creatio ex nihilo ............................................................................. 144 ¿Y si el universo es eterno? ............................................................. 145 El principio antrópico..................................................................... 146 Intrigantes coincidencias cósmicas .................................................. 149 ¿Hay infinitos mundos? .................................................................. 151 7. ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS..................... 155 Descartes y Pascal, las dos caras del hombre moderno..................... 157 La Ilustración.................................................................................. 163 Priestley y Euler.............................................................................. 168 El siglo XIX. Los descubridores de la electricidad: Oersted, Ampère, Faraday y Maxwell ..................................................................... 172 La evolución: Darwin y sus amigos ................................................. 182 De nuevo el azar: la mecánica estadística ........................................ 189 El siglo XX: Einstein y Planck.......................................................... 191 Tres físicos cuánticos: Heisenberg, Schrödinger, Pauli ..................... 200 La biología molecular y el nuevo cientificismo: Monod .................. 206 Weinberg y Salam: dos visiones opuestas desde la misma ciencia..... 210 Mott, Eccles y la consciencia........................................................... 213 Richard Feynman............................................................................ 220 Charles H. Townes, descubridor del máser y del láser..................... 222 Stephen Jay Gould.......................................................................... 226 8. LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO....................................... 233 Ciencia y cientificismo.................................................................... 233 El hechizo de la sabiduría total ....................................................... 240 11 ¿Es posible explicarlo todo?: la pregunta de Leibniz ....................... 246 El teorema de Gödel ....................................................................... 249 ¿Llegarán a pensar las máquinas?.................................................... 253 Hay muchos mapas de la realidad................................................... 262 Purificando el misterio.................................................................... 269 A modo de resumen........................................................................ 274 Noticia de autores.................................................................................. 279 Í NDI CE 13 AGRADECIMIENTOS Muchas personas me ayudaron, de distintas maneras, a escribir este libro. En primer lugar, Agustín Udías, que me invitó a participar en una serie de conferencias sobre «Ciencia y religión», lo que estimuló mi interés por el tema, y Graciano García, sin cuya entusiasta propuesta no lo habría hecho. Varios científicos me han enviado escritos suyos no publicados o que no conocía o me han informado de otros: Cyril Domb, Alberto Dou, C. W. Francis Everitt, Ilya Prigogine, Carl Sagan, Abdus Salam, Carlos Sánchez del Río, Charles H. Townes y Steven Weinberg. Otras personas han leído primeras versiones de algunos capítulos y me han favorecido con sus comentarios y críticas que sirvieron para mejorar el texto de varias maneras, en algún caso gracias también a trabajos suyos: Gerardo Delgado, Jorge Fernández Bustillo, Miguel Ferrero, Graciano García, Manuel García Doncel, Miguel de Guzmán, David Jou, Pedro Laín Entralgo, Miguel Lorente, Manuel Maceiras, José Luis Sánchez- Gómez, Emilio Santos, Mario Soler, Manuel Tello, Alfredo Tiemblo, Manuel Úbeda, Agustín Udías y José Luis Vicent. Y mi familia: Mary, Antonio, Isabel e Inés. Mi mujer, leyendo y criticando el libro y sugiriendo correcciones y mejoras. Mis hijos, me- canografiando el texto en el ordenador. Los cuatro, con su importante apoyo durante la pesada tarea de escribirlo. Mi agradecimiento a todos ellos. 15 PRÓLOGO En cierto modo, he escrito este libro por casualidad. En 1992, mi amigo Agustín Udías, catedrático de Geofísica de la Universidad Complutense de Madrid, me invitó a participar en un ciclo de conferencias sobre cien- cia y religión. Como el interés que siempre había sentido por tal asunto no bastaba para salir airoso del lance, tuve que leer, buscar opiniones y reflexionar, lo mismo que hago con cualquier cuestión de física de las que me suelo ocupar profesionalmente. Pocos meses después, mi también amigo Graciano García, director de la Fundación Príncipe de Asturias, conoció el texto de mi conferencia y me propuso que lo ampliase hasta transformarlo en este libro. Sin la conjunción de esos dos sucesos casi fortuitos, no lo habría escrito. Lo hice durante 1993, tras superar fuertes vacilaciones con el ar- gumento de que bien podrían servir estas páginas a muchas personas que se preguntan sobre el mundo, la ciencia y la religión y no se sienten satisfechas con los esquematismos al uso. Además, estas dos fuerzas son las que más han influido en la conformación actual de las sociedades y por eso, ante los graves problemas que debe afrontar hoy la humanidad, es más necesario que nunca pensar sobre sus relaciones. Es imposible que una sola persona abarque las muy diversas disci- plinas que confluyen en un tema tan vasto, desde la biología, la física y las demás ciencias, hasta la teología, pasando por la filosofía, la historia o la psicología. Por eso escribo desde el rechazo de las certidumbres absolutas y de las seguridades académicas, pues bien se me alcanza que no me avalan ni título ni autoridad especial. Mi oficio, la física, sólo me asegura conocer por dentro una de las ciencias, pero este empeño exige mucho más: nada menos que saber mirarlas desde fuera, englo- bándolas con los otros quehaceres humanos, y eso no es cosa fácil. Las limitaciones de este trabajo son, además, patentes. Entre los científicos tratados abundan más los físicos, simplemente porque yo lo soy y es ése 16 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el terreno que mejor conozco, aunque también me ocupo del papel de la biología, en especial de la evolución de las especies y del mecanicis- mo bioquímico de las últimas décadas, y hablo de geólogos y matemá- ticos. Alguien puede decir que se cita más a creyentes que a ateos y es verdad, pero debo decir que eso no quita valor a los argumentos. Pues para probar la tesis esencial del libro —la falsedad del estereotipo de que los científicos se oponen necesaria y radicalmente a la experiencia religiosa—, basta con aducir que muchos de primera fila creen en un Dios lo suficiente como para elaborar un sistema personal de creencias, fuertemente implicado en la visión del mundo que deriva de su ciencia. No trato el psicoanálisis, pues, a pesar del enorme efecto que tuvo sobre la imagen de la religión, he preferido ceñirme a las ciencias de la natu- raleza. Por el lado positivo, el único valor de este libro es que presenta la manera de ver las cosas de un científico desde su trabajo diario. Si con él consiguiera animar una discusión que me parece necesaria, me sentiría muy contento. Desde 1994, año en que apareció la primera edición de este libro, se observa un interés creciente por el problema de las relaciones entre religión y ciencia. Se publican libros de investigación histórica, se fundan revistas especializadas en el tema, se crean institutos para su estudio o se celebran congresos. Varios tipos de razones lo explican. Los sorprendentes descubrimientos de la astronomía reciente o de la bioquímica suscitan a diario la reflexión sobre el origen del mundo o de cada persona, o plantean cuestiones sobre el fundamento de la ética, terrenos comunes a los dos ámbitos, de acuerdo o de discordia según los casos. Vemos también una cierta apreciación de la religiosidad, bajo formas muy variadas, a menudo fuera de la tutela de las iglesias. Muchas personas no se sienten a gusto con las ideas sobre la religión y Dios que están establecidas en sectores sociales diversos, demasiadas veces simplistas y esquemáticas. Otras razones poderosas operan en el mundo intelectual o de la cultura. Se refieren a la crisis, o reevaluación al menos, que, desde hace décadas, está sufriendo la idea de la Modernidad, la manera de estar en el mundo de los occidentales y de partes muy dinámicas de otras culturas desde el siglo XVIII. Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, la Modernidad era cuestionada sólo por nostálgicos del pasado deseosos de volver hacia atrás el reloj de la historia, pero son muchos hoy quienes, en nombre del futuro, propugnan abandonar lo que juzgan como una excesiva confianza en la razón y en la objetividad. Desde esa convicción, proponen pasar página histórica para entrar con decisión en una nueva época, equipados con un nuevo tipo de pertre- chos culturales. La cosa empezó con la honda impresión causada por la fría eficacia de las nuevas armas basadas en la ciencia y la tecnología durante la pri- 17 mera guerra mundial, para acentuarse luego en la segunda con los ho- rrores del Holocausto, Hiroshima y Nagasaki. El siglo XX se ha cerrado con un mundo fragmentado, en el que los ideales y las esperanzas de los pensadores ilustrados se pisotean cada día con mayor intensidad. Y así, la humanidad vive hoy una enorme paradoja: existen soluciones técni- cas para resolver o reducir muchos de sus graves problemas —hambre, enfermedades, contaminación, miseria— pero no se aplican por falta de voluntad ética o política, al no convenir a los intereses de algunos. Esos problemas, más el cambio climático, los fundamentalismos, el terroris- mo, las guerras de nuevo tipo o las armas de destrucción masiva, plan- tean la posibilidad de que la supervivencia de nuestra civilización más allá de este siglo sin sufrir graves catástrofes pueda no estar asegurada. Basta pensar que, dentro de veinte o treinta años, el número de países con armas nucleares, bacteriológicas o químicas habrá aumentado de modo notable. El riesgo de que algún conflicto local cambie inesperada- mente de escala hasta hacerse global en cualquier momento a mediados de siglo no es despreciable pues, como señala el cosmólogo británico Martin Rees en un libro reciente, los avances tecnológicos pueden es- tar haciendo a nuestra sociedad planetaria más vulnerable, no menos. La exaltación del reduccionismo científico como única forma válida de pensamiento, unida a la uniformidad cultural que se está imponiendo, genera una sensación de antagonismo entre ciencia y vida. Se sigue una esquizofrenia: en radical antinomia con la intensa percepción intuitiva de nuestro libre albedrío, el mundo llega a ser visto como un autómata frío e inerte en el que muchos se sienten extraños. Como resultado, la cultura sufre hoy una honda fractura entre quie- nes ven el remedio en rebajar el papel de la razón, buscando incluso otra cosa que la sustituya (o sea, los posmodernos), y quienes pretenden revivir con exactitud la pureza de los primeros ideales ilustrados, sin pa- rar mientes en que dos siglos nunca pasan en vano (o sea, los hipermo- dernos). De modo expresivo, el historiador Gerald Holton los califica como nuevos dionisíacos y nuevos apolíneos. El debate es ineludible y también arriesgado porque, quiérase o no, su resultado va a condicionar el destino de algunas conquistas culturales que debemos considerar irrenunciables. Hablo de los derechos huma- nos, especialmente la libertad de expresión o de pensamiento y hasta la seguridad social, o incluso el valor de la democracia. Este libro está escrito desde la convicción de que esas dos posturas extremas conducen a callejones históricos sin salida y que necesitamos por eso encontrar un tercer camino basado en un equilibrio entre dos necesidades acuciantes: mantener a la razón como un elemento impres- cindible para analizar el mundo y para resolver sus graves problemas, por un lado, y no olvidarse nunca del sujeto en aras de la objetividad, P R ÓL OGO 18 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS por el otro. Entre los muchos testimonios que avalan lo perentorio de esa búsqueda, elijo aquí tres, provenientes de ámbitos diversos. Uno: la llamada de atención del novelista Milan Kundera, en su ensayo La desprestigiada herencia de Cervantes, sobre cómo «esta época de degra- dación y progreso» conduce a lo que llama «paradoja terminal» de la historia: la Edad Moderna destruyó los valores de la Edad Media pero, tras el triunfo final de la razón, lo irracional en estado puro se apodera del mundo sin que ningún sistema de valores pueda oponerse a ello. Dos: el libro La nueva alianza de los científicos Ilya Prigogine e Isabelle Stengers con su propuesta de buscar desde la ciencia el reencantamien- to del mundo, gracias a una nueva alianza entre los seres humanos y la naturaleza, para sustituir con ella a la antigua, rota por una inter- pretación esquemática e injustificada de la ciencia. Tres: la opinión del filósofo Eugenio Trías de que, en contra de lo que muchos suponen, la Modernidad, a pesar de la propuesta de la muerte de Dios, no es época de destrucción de lo sagrado sino más bien sólo tiempo de su ocultación e inhibición. Para encontrar ese tercer camino, es apremiante revisar a fondo el papel de la ciencia en las sociedades de hoy y acercarla a las otras formas de conocimiento, buscando un mejor respeto mutuo entre las famosas dos culturas. El examen de las relaciones entre ciencia y re- ligión es un buen método para lograrlo, precisamente por ser ése uno de los terrenos en que la Modernidad simplificó excesivamente las co- sas. Mejorar el entendimiento mutuo entre las dos, sin que ninguna de ellas renuncie a lo esencial de su identidad, es probablemente necesario para contrarrestar los fundamentalismos, contribuyendo a estabilizar el mundo y haciéndolo más seguro. Puede que no sea fácil conseguirlo, pero sin duda es necesario. Y hay que hacerlo aceptando la hipótesis de que nadie tiene todas las claves para entender el mundo desde un solo punto de vista, pues sólo así podremos colocarnos en la actitud más re- ceptiva y fecunda: lanzar alrededor una mirada fresca sin postura previa y hacernos luego preguntas sobre lo que vemos. 19 1 MIRADA Y PREGUNTA Los científicos miran al mundo y le preguntan La existencia de Dios es una cuestión inevitable para cualquier científico, porque su trabajo consiste en desentrañar los mecanismos ocultos que gobiernan el comportamiento de las cosas, desde las enormes galaxias a los diminutos átomos, electrones y quarks o desde los grandes mamíferos a las moléculas del código genético, en un intento indesmayable por ex- plicar esa huidiza realidad que llamamos mundo. Antes o después, todos se preguntan desde su física, su biología o cualquiera que sea su saber, si hay algo tras las últimas ruedas de esa ingente máquina que parece regir el universo; si alguien tira los dados que determinan las probabilidades ubicuas que la física ha descubierto en el comportamiento íntimo de la materia; si hay un designio que dé sentido a esa prodigiosa articulación del azar y la necesidad que nos esforzamos en comprender desde que fuera planteada por Demócrito hace ya veinticuatro siglos. Sin duda, todos los científicos se preguntan alguna vez si existe Dios. Algunos contestan que sí, otros que no, muchos que tal vez. Conviene, antes de seguir, decir algo de la ciencia. Para algunos, no es más que la base necesaria de la tecnología, un conjunto de métodos y prácticas del que no podemos prescindir, pero que se refiere a cosas materiales —motores, reacciones químicas, corrientes eléctricas— y no dice nada sobre las preocupaciones profundas del hombre. Esa visión estrecha y unidimensional es totalmente inadecuada, porque, si bien es cierto que sin ciencia no puede haber tecnología, ése es tan sólo un aspecto de una actividad muy rica, compleja y multidimensional. Para lo que nos interesa en este libro, la ciencia conduce a visiones del mundo, es decir, que permite ver. Pero ver no es tan fácil. No basta con mirar. Ante un paisaje, por ejemplo, cada persona ve algo distinto, unos se fijan en un color, otros en una forma, aquéllos barruntan la llu- 20 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS via o reparan en la arquitectura o en la disposición de las casas. Muchos ni siquiera ven algo digno de mención. Los grandes científicos sí ven. Lo consiguen porque miran al mundo y la sorpresa que sienten les incita a preguntar. Así surgió la ciencia, de un interrogarse el hombre desde su amanecer en este planeta. Nuestros antepasados miraron el esplendor de los cielos, con el Sol, la Luna y las estrellas, y se preguntaron qué son esas extrañas luces que brillan allí arriba y se mueven de forma tan precisa. Las respuestas parciales que pudieron ir dando les sugirieron otras preguntas, y estas otras más, en una cadena sin fin: ¿Por qué caen las cosas? ¿Por qué se suceden las estaciones? ¿Por qué llueve y hace viento? ¿Por qué nacen y mueren los animales y las plantas? ¿Cómo debemos obrar?... Y aún no hemos contestado del todo a esa pregunta de mil caras, viva y abierta todavía, purificada por el asombro de obser- vaciones nuevas. La sorpresa continúa. Eso es la ciencia: el resultado de mirar al mundo, sentir la sorpresa, preguntarse y ver. El inglés de origen alemán William Herschel (1738- 1822) fue uno de los más grandes astrónomos de la historia, a pesar de haberse dedicado profesionalmente a la música hasta sus treinta y cinco años. A los cuarenta y tres se hizo famoso por descubrir el planeta Ura- no. En una carta de 1781 a su amigo W. Watson explica cómo pudo él descubrir Urano cuando otros astrónomos tenían dificultades para verlo: Ver es un arte que hay que aprender. Pedir a alguien que vea con tal agu- deza es casi lo mismo que si se me pidiera que le haga tocar una de las fugas de Haendel en el órgano. Me he pasado muchas noches [junto al telescopio] practicando cómo ver, y sería extraño que no hubiese adquirido cierta destreza con tan constante práctica 1 . Herschel podía ver en los cielos porque había paseado por ellos una mirada inteligente, haciendo luego las preguntas adecuadas, nacidas del asombro. A veces las cuestiones pertinentes pueden parecer raras, inclu- so absurdas. Einstein, por ejemplo, fascinado por la luz desde niño, se hizo una extraña pregunta cuando acababa el bachillerato: ¿Qué pasaría si, sosteniendo con mis manos un espejo en el que me miro, empiezo a correr hasta llegar a la velocidad de la luz? ¿Seguiría viendo mi cara? Su intento de responder le llevó a su teoría de la relatividad. Darwin se preguntó, cuando empezaba a madurar sus ideas sobre la evolución, por qué había en cada isla del archipiélago de Galápagos una especie distinta de pinzones. Mendel, qué proporción de guisantes con semilla lisa y con semilla rugosa se obtendría tras cruzar dos plantas distintas, gracias a lo que pudo dar sus leyes de la herencia. Heisenberg elaboró 1. J. B. Sidgwick, William Herschel, Faber and Faber, London, 1953, p. 81. 21 MI R A DA Y P R E GUNT A su principio de incertidumbre al preguntarse si es posible mirar a un electrón sin perturbarlo. Por eso los científicos somos, o deberíamos ser al menos, como los niños que no paran de interrogar a sus padres, fascinados ante todo lo que ven, como lo explica Newton al compararse con uno de ellos que busca piedras bonitas en una playa y se siente feliz al encontrar una nueva, distinta y brillante. Mientras nos preparamos para ejercer nues- tro oficio, nos enseñan a seguir ese impulso infantil, interrogando a las teorías ya establecidas o directamente a la naturaleza. Convencidos de la tremenda eficacia del método científico, estructuramos nuestra visión del mundo como la de un edificio que se cimenta en unas pocas nocio- nes sillares, situadas en la cambiante frontera con lo desconocido, las partículas elementales, el espacio-tiempo o el Big Bang para los físicos, la doble hélice de la molécula de la herencia o la idea de evolución para los biólogos y bioquímicos. Pero ¿dónde se apoyan, a su vez, estas nociones? No es mala analogía para explicar nuestro trabajo la de un explorador que, al recorrer montañas desconocidas tras las que aparecen siempre otras más altas y lejanas, envueltas en una creciente niebla, no puede dejar de preguntarse por lo que hay más allá. Pues las grandes leyes que sigue la naturaleza son como picachos que asoman sobre nubes brumosas en una incitación apremiante a buscar lo que hay detrás. ¿Una cadena infinita de cumbres cada vez más esquivas y difíciles? ¿La cum- bre de las cumbres? ¿Algo radicalmente distinto? Los científicos-explo- radores coinciden en sentir ese reclamo y en hacerse esas preguntas. Sus respuestas son diversas: algunos ven más allá a Dios, otros ven que no hay nada, los hay que no ven nada y otros ven que no pueden ver nada; pero pocos, si es que hay alguno, se resisten a mirar aunque sólo sea por una vez. Religión y religiosidad: estructura social y misterio En este libro se consideran las diferentes actitudes de los científicos ante la religión. Varias razones hacen difícil este empeño. Según Enrique Mi- ret Magdalena, se han catalogado unas 150 maneras distintas de enten- der la palabra religión 2 . Sin duda es muy difícil definirla; mejor conviene intentar describirla, si bien tampoco eso es cosa fácil. Podemos empezar comparando las afirmaciones de la ciencia y la religión. La primera consiste en conocimiento público. Ello significa 2. E. Miret Magdalena, ¿Dónde está Dios?, Espasa-Calpe, Madrid, 2006; J. A. Ma- rina, Dictamen sobre Dios, Anagrama, Barcelona, 2001; Íd., Por qué soy cristiano, Ana- grama, Barcelona, 2005. 22 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS que, una vez adquirido tras los correspondientes experimentos y aná- lisis teóricos, pasa a ser admitido por toda la comunidad científica. El período de aceptación puede ser más o menos largo, desde casi instantá- neo hasta medirse en años o décadas, pero lo importante es que sus re- sultados llegan a ser admitidos tras la correspondiente crítica colectiva, cuando científicos de todo el mundo repiten los experimentos y cálculos probatorios obteniendo siempre los mismos resultados. En cambio, las afirmaciones religiosas pertenecen al ámbito perso- nal pues no están basadas en ningún tipo de experimentos reproducibles que arrojen siempre los mismos resultados cuantitativos sino en creen- cias o en experiencias irreproducibles. Su aceptación por una persona no implica que sean aceptadas necesariamente por otra a quien se las explique; si ésta las admite, ello no será debido a una prueba únicamen- te racional sino que la confianza que tenga en aquélla jugará un papel relevante en su convicción. No obstante, sí se puede hablar de conoci- miento religioso si se tiene en cuenta este carácter privado de la trans- misión de sus ideas, que también puede llevarse a cabo de modo públi- co en ceremonias religiosas, artículos de prensa o programas de radio. Otro obstáculo para el análisis de este libro es la confusión entre la religión y su estructura social organizada, frecuente en el cristianismo y, de distinta manera, en el islam. Por ello, y si bien el tema de este libro será las actitudes personales de los científicos, conviene considerar bre- vemente esa estructura y diré algo sobre ella. En toda religión con estructura social hay tres elementos distintos: una visión del mundo, una guía de comportamiento y unos ritos. Los dos primeros ofrecen una razón teórica que ayuda a interpretar lo que se ve, y una razón práctica que indica cómo obrar, mientras que los ritos, la adoración de alguien o de algo, sirven para mantener la visión y ser capaces de seguir la guía. Así, el cristianismo ve el mundo como obra de Dios (primer elemento), ofrece normas morales de actuación (segundo) y sus fieles asisten a misas, ejercicios espirituales u oraciones en común (tercero). Otro aspecto importante de las religiones estructuradas es su fuerte contenido social; sus adeptos forman un grupo claramente delimitado cuya cohesión se mantiene gracias a las prácticas en asamblea. Nótese que en esta definición se pueden incluir, no sólo las religiones clásicas, sino también muchos grupos humanos muy variados. Los nacionalismos, por ejemplo, son religiones en este sentido general, pues tienen una vi- sión del mundo que, aunque primitiva y emocional, les sirve para fijar unas normas de conducta que se refuerzan gracias a ritos de afirmación de la identidad del grupo. Algunos partidos políticos, pensemos en los antiguos comunistas, tienen tal estructura y reglas de comportamiento que cumplen para sus miembros análoga función a las que suelen tener 23 MI R A DA Y P R E GUNT A las religiones. Hay grupos económicos obsesionados por el poder o el dinero que se fundan tanto como las religiones en parecidas tres bases. Y hay también ateos militantes que sienten que una barrera, en la que se adivinan claramente esos tres elementos, los separa de los que creen. Desde esta perspectiva, todos los hombres, incluso quienes se pro- claman irreligiosos o antirreligiosos, tienen una religión. Pero las que se entienden como tal en la conversación ordinaria son las trascendentes cuya visión del mundo está basada en la existencia de un Dios creador del que normalmente se supone que sigue ocupándose de su obra. Las grandes religiones suelen clasificarse en dos grupos 3 . Uno com- prende a las llamadas místicas —el hinduismo y el budismo— originarias de Asia, que acentúan sobre todo la experiencia del misterio. No tienen una enseñanza completamente definida y codificada e ignoran el sentido de la historia y del pecado. Su ideal es la disolución del yo individual en el orden universal. En el otro están el judaísmo, el cristianismo y el islam, nacidas en el Oriente Próximo y calificadas de monoteístas o proféticas, que ponen su énfasis en la idea de un único Dios creador de todas las cosas, que transmite su mensaje mediante una revelación contenida en unos libros sagrados y que tiene una relación directa con las personas. Además de una estructura social, las religiones albergan un espacio personal muy importante, basado en la comunicación de cada hombre y cada mujer con Dios. Al hablar de religión, es necesario considerar un concepto asocia- do, el de religiosidad, muy importante en especial para entender lo que piensan los científicos creyentes. Podemos definirla como la sensación de percibir vagamente una otredad misteriosa e inalcanzable que afecta a nuestra vida y nos produce reverencia, fascinación o sensación de la propia pequeñez. El alemán Rudolf Otto la califica como lo numinoso (del latín numen, divinidad); Freud, como sentimiento de lo oceáni- co; Einstein, como religiosidad cósmica; Planck, como lo Absoluto. Se puede decir que en la religión organizada hay mucho de religiosidad ahormada por la estructura social de una iglesia o por la alianza entre la religión y el estado o constreñida por una burocracia curial. De he- cho, no faltan dirigentes religiosos que parecen tener una visión seca y esclerotizada de su fe, sin ninguna religiosidad. Y a la inversa, puede haber religiosidad sin religión particular, como ocurre con muchas per- sonas que se sienten religiosas pero no están a gusto en las iglesias que tiene cerca y van «por libre», como se suele decir, por su disgusto ante la visión demasiado tradicional y antropomórfica de la idea de Dios o 3. T. Ling, Las grandes religiones de Oriente y Occidente, Istmo, Madrid, 1972; A. Samuel, Las religiones en nuestro tiempo, Verbo Divino, Estella, 1989. 24 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS por la insistencia en dogmas rígidos e infalibles. De hecho, rechazar las religiones organizadas no significa necesariamente irreligión; incluso a veces es lo contrario. Probablemente, el avance de la religiosidad frente a la religión en este tiempo sea debido al desarrollo del pensamiento crítico por parte de los seglares. En vista de la disparidad de concepciones de la deidad, parece di- fícil que todas ellas puedan ser aceptables a la vez. Sin embargo, hay algo muy importante que las une a todas: la percepción del misterio. Para muchos ateos eso no tiene sentido, pues creen que la ciencia ha contestado ya, o contestará en breve, a todas las interrogantes esenciales del hombre, por lo que en el futuro no quedará nada misterioso. Pero los creyentes están convencidos de que hay algo tras la apariencia del mundo que supera las capacidades humanas y las seguirá superando siempre. Las diversas religiones son respuestas distintas al mismo reto que presenta la sensación de ese misterio. Y la actividad más genuina- mente religiosa es la apertura humana, la actitud receptiva a la intuición del misterio del mundo. Pues bien, este libro trata de las cosmovisiones de los científicos, es decir, de cómo entienden el universo. Nos ocuparemos especialmente de si dejan en ellas un lugar para la existencia de un Dios creador o de alguna realidad no material o sensible, elemento básico de las religiones trascendentes. Explicación materialista de las religiones Desde el lado de los que no creen en ellas, se han ensayado varias maneras de explicar el surgimiento de las religiones sin salirse de una perspectiva puramente humana ni recurrir a ninguna realidad trascendente, a partir de la idea de la evolución de las especies. Los datos de la astronomía indican que la Tierra se formó, junto con el sistema solar, a partir de una nube de polvo y gas hace unos cuatro mil seiscientos millones de años. Sobre el planeta se inició entonces un proceso de evolución biológica por el que la materia ascendió afanosamente por la llamada pirámide de la complejidad, desde moléculas simples e inanimadas a los animales su- periores y, finalmente, hasta el hombre. Hace unos tres mil ochocientos millones de años, o quizá algo antes, se originó la vida con la aparición de células primitivas de organización muy simple sin centro especial de control, las llamadas procariotas. Al principio el proceso fue muy lento y penoso. Aparecieron luego las más modernas células eucariotas que tienen un núcleo que contiene el material genético y sirve de centro de control, lo que les permite realizar más complejas y diversas funciones y enfrentarse mejor a los difíciles retos que les opone su medio ambiente, 25 MI R A DA Y P R E GUNT A acelerándose así el ritmo de la evolución. La actividad bioquímica de los nuevos seres transformó la atmósfera haciéndola oxigenada hace unos dos mil millones de años, lo que abrió el paso a formas vivas con metabolismos cada vez más eficaces. Surgieron así criaturas de cuerpo blando, del tipo de las medusas de hoy, de las que sabemos muy poco porque no pudieron formar fósiles. La máquina impasible de la evolución siguió trabajando hasta dar un nuevo gran salto, cuando hace unos seiscientos millones de años, al principio de la Era Cámbrica, se produjo una asombrosa explosión de formas vivas, animales más grandes cuyas partes duras han llegado hasta nuestros días en forma de fósiles que, aunque primitivos por el estándar de hoy, representan un importante avance biológico, como los trilobites con su visión binocular. La evolución acelera y se sube muy deprisa por la pirámide de la complejidad; hace unos cien millones de años apare- cen los mamíferos que poco después ven despejado su camino cuando, hace sesenta y cinco millones de años, desaparecen los dinosaurios que podrían haber llegado a dominar la Tierra bloqueando su marcha. El casi último capítulo de la historia se da hace unos tres millones de años cuando algunas criaturas simiescas deciden salir de los bosques y buscar su vida en las llanuras, dando lugar poco después al hombre actual, tras las etapas Homo erectus, Homo habilis y Homo sapiens, al fin. El mecanismo que produce esa ascensión hacia formas más comple- jas y perfectas es la selección natural. Los animales o plantas superiores transmiten a sus descendientes, mediante el mecanismo de la repro- ducción sexual, una mezcla de los caracteres de sus dos progenitores, codificados en la molécula de ADN o ácido desoxirribonucleico. Por eso los hijos se parecen a sus padres. Si la transmisión fuese perfecta, no habría ninguna característica biológica nueva, todas estarían ya en alguno de los antepasados. Pero el proceso tiene algunos fallos, unos internos debidos al propio mecanismo de transmisión, otros externos causados por el medio físico o químico, y por eso aparecen las llamadas mutaciones, que son cambios pequeños en el material genético que se transmite a la generación siguiente, en la que aparecen así nuevas pro- piedades. La mayoría de esos cambios son perjudiciales y hacen que el nuevo ser tenga menos probabilidades de sobrevivir y, sobre todo, de tener hijos y transmitir los nuevos caracteres a sus descendientes. Pero en una pequeña proporción de los casos se trata de cambios beneficio- sos, gracias a los que mejora la capacidad de sobrevivir en un medio hostil —quizá el metabolismo permita aprovechar mejor un alimento o se escape más fácilmente de los enemigos por una mayor sensibilidad del olfato o una piel más gruesa ofrezca mejor protección contra el frío—. El resultado es que el nuevo carácter se transmite en mayor medida a los descendientes. De esta manera van apareciendo nuevas 26 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS formas vivas más complejas y se puede pasar desde los infusorios y las amebas hasta el hombre. Una opinión extendida quiere explicar el surgimiento de las re- ligiones como una consecuencia del desarrollo psíquico de la especie humana. Veamos cómo lo explica Erich Fromm 4 . En la evolución de las especies, el hombre se separó de las líneas que llevaron a los monos superiores, al chimpancé, al gorila y al orangután, como coronación conjunta de dos tendencias que han marcado a los animales durante el proceso: el papel decreciente de los instintos y el aumento del volu- men del cerebro. Desde los animales inferiores, cuya conducta se deci- de exclusivamente por los instintos, hasta llegar al hombre, esa deter- minación disminuye de manera constante hasta su mínimo. Al mismo tiempo, el cerebro crece en cantidad y complejidad, aumentando sobre todo el número de conexiones entre sus neuronas. Esa combinación de baja determinación instintiva y alto desarrollo cerebral es un hecho nuevo con espectaculares consecuencias. Al haber perdido la capacidad de actuar bajo las órdenes de los instintos y tener, al mismo tiempo, imaginación y pensamiento superior, el repertorio de modos de acción se hace muy variado, lo que da al nuevo ser una ventaja poderosa que abre la puerta a una rapidísima evolución social. Pero también lo deja desvalido y confuso ante las alternativas que constantemente se le pre- sentan. Tiene que elegir, como dicen los franceses sufre l’embarras du choix, por lo que necesita angustiosamente criterios guía en forma de un mapa del mundo físico y social, para dirigir su comportamiento y dar un sentido a su vida. Algunos creen que las religiones, incluso las trascendentes, han surgido ante la necesidad psicológica de ese mapa que permita la orientación, sin el cual no se ha encontrado ninguna sociedad, y niegan que su origen se deba a ningún elemento externo al hombre o a su entorno social. Otra explicación que se da con cierta frecuencia es parecida. Desde poco después de que Darwin propusiera su teoría de la evolución, se argumentó en su contra que muchas de las características más nobles de los seres humanos no podrían jamás haberse desarrollado de ese modo. Por ejemplo, la abnegación o el espíritu de sacrificio parecen claramen- te cualidades desventajosas en la lucha por la vida. Tomando al pie de la letra la teoría, parece que las personas generosas capaces de sacrificarse por los demás habrían vivido menos por haber cedido a veces parte de sus alimentos a los otros, o incluso por haber arriesgado su vida en intentos por ayudarlos, lo que les habría llevado a tener menos hijos. La bondad y cualquier preocupación no egoísta habrían desaparecido 4. E. Fromm, ¿Tener o ser?, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1978. 27 MI R A DA Y P R E GUNT A hace tiempo del linaje humano, en contra de la evidencia de que hay en el hombre un lado generoso y altruista que se manifiesta de muchas maneras. Desde la evidencia de la evolución de las especies —sigue el argumento— es inevitable admitir que hay elementos en la humani- dad que sólo pueden explicarse desde fuera del mundo físico material. Sin embargo, quienes intentan elucidar todo lo que hay en el hom- bre como producto de la evolución biológica no ven ningún obstáculo para explicar los comportamientos altruistas y creen que las reflexiones anteriores sirven para explicar el nacimiento de la religión desde bases puramente materiales 5 . Para ello, encuentran sus razones en la idea de que no sólo evolucionan los individuos, sino que también lo hacen las sociedades. Si un individuo está encuadrado en un grupo que le protege y ayuda tendrá más probabilidades de transmitir sus genes a sus des- cendientes o, al menos, de que se transmitan los de su grupo que, ge- neralmente, son próximos a los suyos, iguales incluso en algunos casos. Por tanto, la evolución prima el comportamiento altruista en el seno de un grupo y las conductas que nos parecen nobles o incluso heroicas no son, según este argumento, otra cosa que el resultado de instrucciones inscritas en nuestra herencia genética, desarrolladas simplemente por su eficacia para conseguir formas biológicas más complejas, más eficaces porque suponen un mayor grado de integración de los grupos. Según ese punto de vista, la religión sería un hecho biológico, nada más que un mecanismo eficaz para conseguir una mayor cohesión so- cial, de modo que cuando padecemos al saber del dolor de un niño, al sentir solidaridad con los que sufren o cuando nos preocupamos por los demás, no hacemos otra cosa que dejar resonar en nosotros un mensaje generado hace millones de años para que un grupo de animales pudiese prevalecer sobre sus enemigos. La virtud, la justicia, la generosidad no serían más que trucos astutos de que se sirve la materia para buscar mé- todos más eficaces en su ascensión hacia mayores niveles de complejidad. En los últimos años varios autores han publicado libros analizando el origen de los códigos morales desde la perspectiva de la teoría evo- lutiva 6 . Uno de ellos es Michael Ruse, prolífico filósofo de la ciencia que se dedica a la evolución en la Universidad de Florida 7 . Darwinista 5. Entre ellos destacan Monod y Wilson, considerados en los capítulos 7 y 8 de este libro. Cf. J. Monod, El azar y la necesidad, Seix Barral, Barcelona, 1971, y E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, Fondo de Cultura Económica, México, 1980. 6. Cf. las recensiones de J. Aramberri, L. Castro y M. A. Toro, F. Peregrín y A. Moya en la sección especial sobre «Ciencia y religión» en el número de Revista de Libros (Madrid) de septiembre de 2007. 7. M. Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?: la relación entre ciencia y religión, Siglo XXI, Madrid, 2007, ed. inglesa 2001; Íd., The Evolution-Creation Struggle, Har- vard University Press, Cambridge, 2005; P. Comstock, «An Interview with Michael Ruse. 28 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS muy convencido, entre deísta y agnóstico si bien más lo primero que lo segundo, afirma que la teoría de Darwin es compatible con el cristia- nismo en lo esencial e incluso puede servirle de apoyo. Sostiene que es posible explicar el origen de los códigos morales suponiendo que Dios ha elegido la evolución para crear las especies, la humana en particular. El sentido ético se debe, según él, a la selección natural que estimula la colaboración dentro de los grupos, como antes se dijo. De este modo, tendríamos dos tendencias antagónicas que se enfrentan dentro de no- sotros; una, de origen más antiguo, que nos hace ser egoístas, y otra, evolutivamente más nueva, que nos incita a elaborar códigos morales y a ser altruistas. El libre albedrío nos permite elegir. En su libro más reciente The Evolution-Creation Struggle, Ruse argumenta que el debate Darwin versus Creación no es un conflicto entre ciencia y religión sino una batalla entre dos religiones, o sea una querella de familia lo que daría cuenta de su dureza. Para aclararlo, dis- tingue entre «evolución» y «evolucionismo». Lo primero es una teoría que explica la unidad de la vida y cómo se producen los cambios de las especies; lo segundo es una visión metafísica y naturalista del mundo basada en la evolución y que incluye valores. Según Ruse, «los evolucio- nistas usan a veces su ciencia para hacer algo más que ciencia, al propo- ner una visión del mundo como las que asociamos con la religión». De modo más preciso, el darwinismo se ha constituido de hecho como una estructura enfrentada con el creacionismo para definir en qué consiste la realidad y cómo se originaron el hombre y los códigos morales; por eso, llega a funcionar como una religión (véanse más abajo las páginas dedicadas a la evolución en el capítulo 7). Quizá por ello decía Julian Huxley que su humanismo evolutivo era «una religión sin revelación». Ruse confiesa comprender que «a muchos darwinianos no les agradará esta idea, pero yo mantengo mi opinión». En la búsqueda de una base genética de la religión, el geneticista Dean Hamer, del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, ha propuesto la idea de un gen, conocido como VMAT2 y bautizado por ello como el gen de Dios, que predispondría a sus portadores a sentir la presencia divina o a ser espirituales 8 . Para precisar el concepto de espiritualidad, recurre a tests sobre la noción de autotrascendencia, que sería la capaci- dad de las personas para considerarse como parte de una totalidad. No está claro cuáles serían las ventajas evolutivas de ese gen, si bien Hamer sugiere que la autotrascendencia hace más optimista a la gente, con lo April 3rd, 2007»: California Literary Review [en línea] (consulta 11-03-2008), <http:// calitreview.com/2007/04/03/an-interview-with-michael-ruse>; J. H. Brooke, «A secular religion»: Nature 437 (6 de octubre de 2005), pp. 815-816. 8. D. Hamer, El gen de Dios, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007. 29 MI R A DA Y P R E GUNT A que estarían más sanos y tendrían más hijos. Se defiende de algunas críticas admitiendo que la existencia de tal gen no sería incompatible con la existencia de Dios pues «los creyentes pueden argumentar que ese gen es un signo más del ingenio del creador, una forma inteligente de ayudar a los humanos a percibir la presencia divina». El conocido biólogo Richard Dawkins ha publicado un nuevo libro insistiendo en su oposición radical a las religiones, de cualquier clase o tipo que sean 9 . Dawkins tiene un enorme talento para la divulgación científica, como se puso de manifiesto con su famoso libro El gen egoís- ta, que es magnífico como tal. Siguiendo la estela de El relojero ciego y de algún otro, y tras una serie de diatribas y descalificaciones hacia las religiones, especialmente la cristiana, y hacia los creyentes de todo tipo, concluye con absoluta seguridad: «Es casi seguro que Dios no existe». Pero si Dawkins es un gran experto en biología, no parece comprender bien cómo han entendido la idea de Dios los innumerables pensadores que se han ocupado con él a lo largo de la historia. Ha sido muy critica- do por ello, por ejemplo diciéndole que su conocimiento de la religión es como el que tendría de la biología alguien cuyos estudios biológi- cos se redujesen a haber leído el Libro de las aves británicas 10 . Acusa a las religiones de ser causantes de todos los males, especialmente de las guerras, sugiriendo que, si no hubiese religiones, el mundo sería un remanso de paz perpetua. Evidentemente eso es una puerilidad pues ig- nora que la razón fundamental de las guerras es la agresividad humana, cuya base biológica él debe conocer bien. Es cierto que las autoridades religiosas no han estado siempre a la altura en esta cuestión, incluso han estado muy mal en ocasiones, pero pensar que sin religiones no habría guerra es un sinsentido. Los tres mayores crímenes del sigo XX han sido debidos a Hitler, Stalin y Pol Pot, que no eran religiosos precisamente. El conflicto del Oriente Medio no fue motivado por diferencias religio- sas, sino por la disputa sobre a quién pertenece el territorio de Palesti- na. Una vez que se establece una confrontación bélica se exacerban los hechos diferenciales y la religión es uno de ellos, siendo más fácil así dirigir el odio hacia los otros e identificar a los del bando propio. Algo parecido puede decirse de la contienda de Belfast y de muchas otras. Dawkins ignora que ciencia y religión pueden cooperar. Científicos como Einstein, Maxwell, Planck o Schrödinger, meditaron mucho so- 9. R. Dawkins, El espejismo de Dios, Espasa-Calpe, Madrid, 2007. 10. T. Eagleton, «Lunging, Flailing, Mispunching»: The London Review of Books 32 (19 de octubre de 2006) [en línea] (consulta 11-03-2008) <http://www.exacteditions.com/ exact/browse/9/4/1669/3/32>; J. Holt, «Beyond Belief», en The New York Times, 22 de octubre de 2006 [en línea] (consulta 11-03-2008) <http://www.nytimes.com/2006/10/22/ books/review/Holt.t.html?_r=2&oref=slogin&ref=review&pagewanted=print&oref=s login>. 30 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS bre la idea de Dios y eso les ayudó en su trabajo. Sin embargo, según Dawkins, ellos y muchos otros serían seres irracionales e incluso simple- mente tontos. No me parece que eso tenga mucho sentido. El genetista norteamericano nacido en España Francisco J. Ayala (1934), con cuyos libros han aprendido evolución muchos biólogos en muchas universidades 11 , acaba de publicar uno nuevo 12 . Ayala, actual- mente en la Universidad de California en Irvine, es un autor muy cono- cido con muchos premios importantes en su haber, entre ellos la Me- dalla Mendel 1994 de la Academia de Ciencias Checa y la US National Medal of Science 2001. Fue también presidente entre 1993 y 1996 de la AAAS (American Association for the Advancement of Science), que es la organización propietaria de la prestigiosa revista Science. Hace años que defiende la idea de que la capacidad ética es una consecuencia de la in- teligencia humana y no tiene ventajas adaptativas. Los códigos morales serían, según él, productos de la evolución cultural, no de la biológica. En su último libro, desarrolla la idea de que la evolución de las especies es el medio escogido por Dios para generar a la especie humana y a las demás. También critica muy duramente al creacionismo científico, a la luz de los más recientes descubrimientos biológicos. ¿Por qué los científicos? Como en este libro nos vamos a ocupar de lo que piensan los científicos sobre la existencia de Dios, es lícita la pregunta de por qué son intere- santes sus puntos de vista. Podemos indicar tres buenas razones. La primera es que los grandes científicos y los dirigentes religiosos son los dos grupos que más han influido en las sociedades humanas, en cuya actividad diaria se distinguen claramente sus dos improntas. En el mundo moderno la ciencia juega un papel prominente y avasallador, pero también es fácil encontrar rasgos de origen religioso, desde algo tan importante como la institución de la semana hasta muchas costumbres o normas de derecho ordinario, pasando por multitud de aspectos de la cultura tradicional. Un libro del norteamericano Michael Hart 13 investiga quiénes han sido las cien personas más importantes en la historia de la humanidad. La lista a la que llega no está basada en juicios de valor sobre cada personaje histórico sino en la importancia de su efecto sobre la vida de los hombres, medida por la intensidad, la duración en el tiempo y 11. Francisco J. Ayala, La naturaleza inacabada, Salvat, Barcelona, 1994. 12. Íd., Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, Alian- za, Madrid, 2007. 13. M. Hart, The hundred, Simon and Schuster, London, 1993. 31 MI R A DA Y P R E GUNT A la extensión en el espacio geográfico de los cambios provocados por su obra. La dificultad de decidir la relevancia relativa de cada personalidad es patente —se valora de modo muy distinto en las diferentes épocas—, y así se explican algunos cambios notables entre la primera y la segunda edición de la obra (por ejemplo Mao Zedong, Marx, Lenin y Stalin han bajado muchos puestos). Pero en conjunto y a pesar de que todos pensarán que faltan algunas, el libro ofrece una elección razonable de una serie de cien figuras muy destacadas. Conviene examinarla. Los seis primeros personajes son cinco líderes religiosos y un cien- tífico. De los primeros veinticinco, siete son dirigentes religiosos (Ma- homa, Jesús, Buda, Confucio, san Pablo, Moisés y Lutero) 14 y trece son científicos o técnicos (Newton, Ts’ai Lun [el inventor del papel], Guten- berg, Einstein, Pasteur, Galileo, Euclides, Darwin, Copérnico, Lavoi- sier, Watt, Faraday y Maxwell). De los otros cinco, Aristóteles puede considerarse también como científico, el emperador chino Shih Huang Ti es famoso por su apoyo a las técnicas, Constantino el Grande tuvo una importancia decisiva en el establecimiento oficial del cristianismo y Cristóbal Colón realizó su hazaña gracias a ciencias como la astronomía, la cartografía o la náutica. La única persona entre los veinticinco poco implicada en las dos actividades es César Augusto. Entre los ochenta primeros hay treinta y seis científicos o técnicos y trece religiosos, que juntos hacen más del sesenta por ciento del total. Si esos dos grupos han tenido tanta influencia en la humanidad, es ciertamente interesante saber lo que opina uno de ellos de la creencia básica del otro. El segundo motivo para estudiar las opiniones de los científicos tie- ne que ver con la explicación materialista del origen de las religiones de que hablamos en la sección anterior. Es que se dedican a encontrar leyes en el comportamiento de la naturaleza y a practicar el razonamiento, la ayuda más poderosa para que el hombre pueda ejercer la libertad de los instintos que la evolución biológica le otorga. De esa práctica debe- ría surgir o podría pensarse que pueda surgir un mapa del mundo que sirva de guía de comportamiento, basado en la conciencia de sí mismo, en la razón y en la imaginación, y que sea algo más que una simple respuesta ante la angustia provocada por la libertad. Naturalmente, ese mapa puede construirse desde distintas perspectivas, mejor aún desde la confluencia de todas ellas. Pero nos ocupamos aquí de la ciencia, que se debe caracterizar por la eliminación de los elementos subjetivos y el reino de lo verificable y comprobable. Por eso, este libro trata de los ma- 14. Parece sorprendente que Mahoma ocupe el primer lugar de la lista y que esté antes de Jesús, lo que dio lugar a muchas críticas. Hart se defiende diciendo que «tuvo una influencia personal mayor en la formulación de la religión musulmana que Jesús en la cristiana». Quizá por ello coloca a san Pablo en sexto lugar. 32 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS pas del mundo físico y social que hacen los científicos. Su estudio puede arrojar luz sobre la validez de interpretaciones de la religión como las anteriores y otras análogas. La tercera razón es el poder corrosivo que tiene la ciencia frente a toda afirmación sin suficiente base. Explicaremos en el capítulo 7 cómo el desarrollo del método experimental, durante la Revolución científica del siglo XVII, ofreció un sistema para demostrar o refutar afirmacio- nes, con una sorprendente consecuencia: hay que probar lo que se dice porque el valor de un enunciado no depende del poder o la riqueza de quien lo presenta —ni siquiera de su sabiduría—, sino de la razón que tenga en cada caso. Debe evitarse el argumento de autoridad, pues no vale gran cosa y confunde a menudo. Desde entonces, la ciencia ha veni- do desmontando convicciones profundas que resultaron falsas, porque su poderoso método es capaz de detectar los errores o las contradic- ciones. Esto viene a cuento porque si la creencia en Dios fuera, como algunos pretenden, nada más que una reliquia del pasado —mantenida sólo por seguir acríticamente una tradición—, el método de la ciencia habría probado que es así y nuestro examen mostraría una unanimidad completa entre los científicos, lo mismo que todos creen que la Tierra gira alrededor del Sol o que las especies evolucionan. Pero, como vere- mos, no ocurre así. Diversidad de opiniones Se oye a menudo que ciencia y religión son incompatibles porque la primera ha ido dejando a la segunda sin espacio propio, al explicar de modo científico aspectos de la realidad en los que las religiones veían la operación de Dios. La expresión más simple y contundente de esta idea es la debida al filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), inventor de la palabra «sociología» y fundador del sistema filosófico llamado po- sitivismo, quien formuló como ley fundamental de la historia que todas las sociedades pasan inevitablemente en su progreso por tres estadios sucesivos: el teológico, el metafísico y el positivo, este último basado en una ciencia que sólo admite hechos comprobables y en el principio de que «la única máxima absoluta que hay es que no existe nada absolu- to». Esta afirmación alcanzó cierta popularidad sirviendo de cobertura ideológica a la floreciente burguesía, quizá por el atractivo de las frases redondas que parecen encerrar mensajes profundos en fórmulas simples. Según Comte, la presencia de la religión en las sociedades modernas es una anomalía histórica, sólo explicable por la pervivencia de elementos primitivos que no han evolucionado aún a la altura de los tiempos. La fórmula comtiana considera inevitable, y deseable, el triunfo definitivo 33 MI R A DA Y P R E GUNT A de una sociedad burguesa en la que la ciencia regulará todos los com- portamientos y ocupará el lugar de la religión en la Europa teocrática medieval. Sería, en suma, una religión de la ciencia, con una radicalidad que se explica, paradójicamente, por las tendencias místicas de Comte, manifestadas tras la muerte de su amada Clotilde de Vaux. Este punto de vista tuvo y tiene una enorme influencia y de él nació lo que se suele llamar cientismo o cientificismo, ideología que consagra la primacía absoluta de la ciencia y que está basada en las creencias siguientes: 1) El único conocimiento verdadero es el conocimiento cien- tífico; 2) No hay ningún problema que no pueda llegar a ser resuelto por los métodos propios de la ciencia, de lo que se sigue un corolario in- mediato: deben ser los especialistas quienes tomen las decisiones, pues son ellos los únicos capacitados para resolver los problemas a los que se tienen que enfrentar los gobernantes. O sea, que el cientificismo lleva inevitablemente a la tiranía de los expertos. Por ello ha producido una polaridad social que se manifiesta en la formación de lo que el físico y novelista inglés C. P. Snow (1905-1980) llamó con frase que hizo for- tuna «las dos culturas» 15 . Dada la pervivencia del esquema cientificista y la creencia extendida de que todos los científicos lo son y niegan el valor de cualquier conocimiento «no científico», es interesante saber qué opinan ellos en realidad 16 . Adelantemos algunos datos. En primer lugar uno evidente: la falta de unanimidad. Se pretende a menudo que los científicos se oponen ra- dicalmente al trascendentalismo religioso en virtud de un materialismo científico que profesan sin excepción. Pero es muy claro que no es así 17 . Entre los científicos se reproduce la diversidad que observamos entre las demás gentes: los hay cristianos, agnósticos, ateos, musulmanes, fervo- rosos, tibios, teístas sin religión particular, deístas... Suelen estar fuertemente impresionados por la armonía que perci- ben en las leyes que rigen la marcha del universo, que les inspiran asom- bro y, a menudo, sensación de misterio. El alemán Johannes Kepler (1571-1630), descubridor de las leyes del movimiento planetario, gra- cias a las que Newton pudo elaborar su sistema del mundo, titula uno de sus libros Mysterium Cosmographicum y en él dice del universo que 15. C. P. Snow, Las dos culturas, Alianza, Madrid, 1977. 16. H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos: Scientists Reflect on Science, God and the Origins of the Universe, Life and Homo Sapiens, Open Court, La Salle (Ill.), 1992; libro que contiene las opiniones de 60 científicos destacados, 20 de ellos premios Nobel, sobre estos temas. 17. J. Delumeau (ed.), Le savant et la foi: des scientifiques s’expriment, Flammarion, Paris, 1989; N. Mott (ed.), Can scientists believe?, James and James, London, 1991; F. Dyson, El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991; A. Dou, Sobre la rela- ción ciencia-fe, Olot, 1991. 34 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS «nada hay más preciso ni más hermoso que este relumbrante templo de Dios [...]. Nada hay ni ha habido más oculto». Dice también de sí mismo sentirse «arrastrado y poseído por un rapto indecible en torno al divino espectáculo de la armonía celestial» 18 . Einstein lo expresa así: La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...], percibir que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcan- zable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo nos es accesible de modo indirecto —ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad 19 . La admiración ante el universo es muy fuerte incluso para los que no encuentran ningún sentido en esa armonía. Así, el físico Steven Weinberg, nacido en 1928 y premio Nobel en 1979, tras afirmar que la Tierra «no es más que una minúscula parte de un universo abrumado- ramente hostil», termina uno de sus libros con estas frases tremendas: Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más desprovisto de sentido parece también. Pero si no hay consuelo en los frutos de la cien- cia, hay al menos cierto consuelo en la ciencia misma [...]. El esfuerzo por entender el universo es una de las muy escasas cosas que elevan la vida humana un poco por encima del nivel de la farsa, confiriéndole algo de la grandeza de la tragedia 20 . Los científicos creyentes suelen tener visiones muy propias y perso- nales, están poco preocupados con la ortodoxia y se sienten poco atados al dogma particular de su iglesia, si son miembros de alguna, a la que es- tán más unidos por la actitud común ante el misterio que por la práctica de ritos o por las creencias particulares compartidas. Un ejemplo muy expresivo es el de Max Planck (1858-1947), el iniciador de la física del siglo XX que, a pesar de decir «siempre he sido profundamente religio- so, pero no creo en un Dios personal, mucho menos en un Dios cristia- no» 21 , participaba regularmente en las actividades de un templo cris- tiano de Berlín. Planck tenía un profundo sentido del misterio y acep- taba el lenguaje simbólico de los ritos y ceremonias como una vía de acercamiento a Dios, pues para él los símbolos eran indicaciones de un camino hacia algo superior e inaccesible a los sentidos que, desde lo efí- mero y relativo, sugieren vías de acercamiento a lo inmutable y absoluto. 18. J. Kepler, El secreto del universo, ed. de E. Rada, Alianza, Madrid, 1992, p. 55. 19. A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona, 1980, p. 35. 20. S. Weinberg, Los tres primeros minutos del universo, Alianza, Madrid, 1977, p. 132. 21. A. Hermann, Max Planck, Editions du Centre National de la Recherche Scien- tifique, Paris, 1977, p. 104 (original alemán: Planck, Rowholt, Reinbek bei Hamburg, 1973). 35 MI R A DA Y P R E GUNT A Inmortalidad y sentido Hay dos cuestiones que suelen dominar las discusiones sobre la existen- cia de Dios: la inmortalidad y el sentido de todo lo que ocurre. Al saberse mortal, ser que debe morir, el hombre se acongoja. A lo largo de toda la evolución biológica, la vida se ha defendido creando en todos los ani- males un instinto de conservación que les lleva a huir de los peligros y a establecerse en lugares seguros. Uno de los mecanismos para conseguirlo se basa en la angustia y el miedo, como muestran claramente los expe- rimentos en que conejos, corderos u otros animales débiles no huyen de sus enemigos, de los que son presa fácil, si se les priva con fármacos de esos sentimientos. La angustia es molesta pero ayuda a sobrevivir. Según se asciende por la escala evolutiva, los mecanismos para evitar la muerte y el dolor son cada vez más perfectos, hasta que aparece con el hombre uno radicalmente nuevo y eficaz: la previsión del futuro. Pues el ser humano es el único dotado de la capacidad de proyectarse en el tiempo e imaginar situaciones nuevas. Los animales actúan también de cara al futuro, como cuando construyen nidos para huevos que aún no han puesto o al emigrar adelantándose al ciclo de las estaciones; pero, al hacerlo así, no hacen más que seguir pautas de comportamiento inscritas en sus instintos. La facultad de imaginar el futuro, vivirlo como presente y pensar en modificarlo es exclusiva del género humano. Por eso, al evo- car su muerte inevitable, la puede sentir como si estuviese ya ahí delante y aplicarle un mecanismo de huida, perfeccionado especie a especie hasta encontrar en el hombre su mayor intensidad. Surge así el miedo a la muerte, lo que Unamuno llamaba «el sentimiento trágico de la vida» 22 . El ser humano tiene además la facultad de construir representaciones ordenadas del mundo, una de ellas la ciencia, y, al contemplarlas, surge inmediatamente la cuestión del sentido. Desde el punto de vista intelec- tual, parece necesario o deseable un principio unificador que coloque cada cosa en su sitio y sin el cual una inquietante lista de porqués acongojaría demasiado al hombre. Pascal lo expresaba con frase célebre: «El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta» 23 , como sucede también a todos los que se asoman a las increíbles distancias y tiempos que hoy usa la cosmología o quienes no pueden evitar un escalofrío al leer en un periódico la turbadora descripción de los satélites helados de Saturno o Neptuno, tal como la ofrecida, por caso, por la nave espacial Voyager 2. Pero la cuestión del sentido surge mucho antes desde un punto de vista inmediato y vital. El mundo aparece lleno de dolores y sufrimien- tos. Por todas partes vemos injusticias, ilusiones perdidas, esperanzas 22. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976. 23. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 201. 36 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS rotas. Una parte muy grande de la humanidad sufre hambre, opresión, miseria, sus niños agonizan de enfermedades fácilmente curables o no reciben la educación que necesitan... El Calígula de Camus, al gritar que «los hombres mueren y no son felices», expresaba lo que sienten tantos en su íntima rebelión. Es imposible no preguntarse por el sentido de todo ese dolor. ¿Por qué el mal, el sufrimiento, la muerte? La falta aparente de sentido es otra fuente de angustia que se añade a la que genera nuestra impotencia ante la muerte. Nietzsche veía en el hombre dos aspectos distintos: el dionisíaco —vital, desbordante, irracional e instintivo, la afirmación y la voluntad de vivir— y el apolíneo —lumino- so, sereno, racional, dominador de las fuerzas del cosmos—. Si el lado dionisíaco se rebela ante la muerte, lo apolíneo se acongoja al no hallar respuesta a una pregunta tan clara y acuciante. Algunos ven en las religiones un autoengaño, gracias al que el mun- do parece tener sentido al poder vencer a la muerte y sin el cual la an- gustia producida por el dolor y la injusticia en que vivimos resultaría in- soportable. Bertrand Russell (1872-1970) hacía uso de este argumento hasta el punto de considerar la fe religiosa como una forma de cobardía intelectual, propia de quienes no se atreven a ver el mundo tal como es 24 . Se oye a menudo este reproche, basado en considerar a la religión nada más que una falacia piadosa que calma nuestra ansiedad. Sin duda, los creyentes sienten que su fe les ofrece un consuelo ante la dureza del mundo, pero reaccionan enfadados ante quienes no ven en ella otra cosa, a quienes acusan, a su vez, de falacia, la que consiste en creer que porque una cosa es algo se sigue que sólo es ese algo. La crítica de Russell es injusta y parcial, porque podría usarse tam- bién en el otro sentido. Pues dos grandes grupos humanos se oponen respecto a la religión y a los dos se les pueden colgar motivos psicoló- gicos. Algunas personas se sienten más seguras formando parte de una iglesia y creyendo en un Dios; a otras les ocurre lo contrario, están más a gusto fuera de toda religión y sin tener que preocuparse por la posi- ble existencia de Dios. Quizá el primero en manifestarse como miem- bro de este segundo grupo haya sido el filósofo griego Epicuro 25 (342- 270 a.C.), uno de los primeros defensores de la teoría atomista de De- mócrito. Aunque Epicuro admitía la existencia de dioses, afirmaba que el temor a sus decisiones arbitrarias inquieta y desasosiega a los hom- bres y les impide alcanzar la paz. Por eso recomendaba emanciparse completamente de la creencia en su intervención y providencia, como 24. B. Russell, La nueva concepción del mundo, Aguilar, Madrid, 1988. 25. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento occidental, Planeta, Barcelona, 1980; C. García Gual, Epicuro, Alianza, Madrid, 1993; E. Zeller, Outlines of the history of Greek philosophy, Meridian Books, New York, 1950. 37 MI R A DA Y P R E GUNT A el mejor sistema para llegar a la felicidad. La importancia que daba Epi- curo a que el hombre se librase de los dioses fue quizá lo que le decidió a aceptar una explicación estrictamente mecanicista del cosmos, basada en la existencia de los átomos en el espacio vacío. Esta necesidad psicológica de evitar la tensión que puede producir un Dios imaginado como prepotente y arbitrario —sin duda así eran Zeus y los demás dioses griegos— aparece de modo recurrente en la historia occidental, en parte debido a la pervivencia en el cristianismo del Dios del Antiguo Testamento, ante el que todos tiemblan porque castiga. La tradición cristiana llega a considerar como un don deseable el temor de Dios, lo que da de él una imagen amenazadora, especialmente por el uso político que se ha hecho de su figura. El poeta Blas de Otero, por ejem- plo, expresa el recelo de muchos ante esa visión al hablar en un poema del «Dios de infierno en ristre» 26 . Por qué este libro Este libro trata de las actitudes de los científicos ante la idea de Dios, siguiendo principalmente dos líneas argumentales. La primera, en los capítulos 4, 5 y 6, se refiere a tres de los grandes temas que se suelen considerar como fuentes de conflicto entre ciencia y religión: el deter- minismo y el azar en el mundo, la evolución biológica descubierta por Darwin y Wallace y el origen del universo. La segunda explora en el ca- pítulo 7 las posiciones frente a esta cuestión de varios grandes científicos, considerándolas como incitaciones a pensar, nunca como argumentos de autoridad. Dos son las conclusiones principales de este libro. La primera es que las relaciones entre ciencia y religión se han entendido a menudo de modo simplista, sin tener en cuenta que han sido muy variadas y de gran complejidad y riqueza. Einstein solía decir que para comprender bien algo «debe formularse en la forma más simple que sea posible» y añadía «pero no más», pues al simplificar demasiado corremos el riesgo de confundirnos y no entender nada. Esta advertencia suya es especial- mente necesaria en este caso. Para justificar la idea de que el conflicto es inevitable, se acude a menudo al caso Galileo que dificultó en dis- tintos grados el desarrollo de la ciencia en los países católicos. Pero, en contra del estereotipo, también hay opiniones contrarias y efectos positivos de la religión sobre la ciencia. Por ejemplo, el matemático y filósofo inglés Alfred North Whitehead (1861-1947), uno de los funda- 26. B. de Otero, «Hija de Yago», en Pido la Paz y la Palabra, Cantalapiedra, Torrela- vega, 1955. 38 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS dores de la lógica matemática y coautor con Bertrand Russell de unos monumentales Principia Mathematica (1910-1913), afirma en su libro La ciencia y el mundo moderno 27 (1925) que el curso futuro de la his- toria dependerá mucho del acierto de su generación para encontrar la relación adecuada entre ciencia y religión. Según la tesis del sociólogo estadounidense Robert K. Merton 28 , los valores del puritanismo ayuda- ron de manera notable a la enorme expansión de la ciencia en la Ingla- terra del siglo XVII. Muchos científicos de categoría han sido creyentes, a menudo a su manera. Algunos conflictos interpretados como entre ciencia y religión fueron realmente entre escuelas científicas distintas o entre escuelas teológicas diferentes, o fueron luchas por el poder o la prominencia social. Por ejemplo, la exigencia del papa Pío IX en el siglo XIX de derechos preferentes para la Iglesia en la enseñanza tenía que provocar inevitablemente enfrentamientos con la comunidad de los científicos, muchos de cuyos miembros se ganaban la vida enseñando. El historiador de Oxford J. H. Brooke ha mostrado la gran complejidad y sutileza de estas relaciones en su libro Ciencia y religión: perspectivas históricas 29 . Los encontronazos y conflictos lo han sido entre ciertas formas de religión y ciertas formas de ciencia. La segunda conclusión es que la ciencia y muchas formas de la re- ligión son plenamente compatibles. Entiendo por ello que es posible aceptar las ideas de la ciencia de hoy y mantener, a la vez, una postura religiosa sin caer en incoherencia o en falta de honestidad intelectual. Además, esta compatibilidad que defiendo es tal que la existencia de algún tipo de Dios o de alguna realidad trascendente no puede ni pro- barse ni refutarse desde la razón humana. Aunque parece innecesario por evidente, conviene advertir que ello no significa que todas las variadas formas de religión sean compatibles con la ciencia. Si se interpretan los libros sagrados de modo literal, no es extraño que haya habido conflictos pues las religiones nacieron en épocas precientíficas, expresándose en el marco cultural del momento de origen de cada una. No podía ser de otra manera; sería absurdo, por ejemplo, considerar al Génesis como un tratado antiguo de astro- 27. A. N. Whitehead, Science and the modern world, Simon & Schuster, New York, 1925, pp. 9-25. 28. R. K. Merton, Science, technology and society in seventeenth-century England, Harper & Row, New York, 1980. La primera versión de esta obra apareció en la revista belga Osiris: Studies of the History and Philosophy of Science, vol. 4, 2.ª parte, pp. 360- 632 (Brugge, 1938); opiniones parecidas pueden verse en R. Hoykaas, Religion and the rise of modern science, Eerdmans, Grand Rapids, 1972, y en C. A. Russell, Cross-currents: interactions between science and faith, Inter-Varsity Press, Leicester, 1985. 29. J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge Uni- versity Press, Cambridge/New York, 1991. 39 MI R A DA Y P R E GUNT A nomía o pedirle que sea conforme con la cosmología o la biología de hoy. En algunos casos, las doctrinas religiosas dejaron de evolucionar al pasar el tiempo y se consideraron inmutables, lo que se agravó por el poder que llegaron a alcanzar algunas iglesias, en particular la católica a través de su estructura curial, o por la presión social de una concep- ción exclusiva e intolerante de la comunidad de sus creyentes, caso del islam. Todos aquellos dirigentes religiosos que negaron o niegan la libertad de los científicos o cualquiera de sus resultados establecidos practican ciertamente formas de religión incompatibles con la ciencia. En particular así lo hacen el llamado creacionismo científico o el mo- vimiento del diseño inteligente, abundantes los dos en algunas regio- nes de Estados Unidos, las teocracias, los fundamentalismos o ciertas sectas. También en épocas pasadas el cristianismo oficial se opuso a la ciencia, por ejemplo en los episodios de Galileo o de la evolución darwiniana y en la oposición a la Modernidad de Pío IX. Como este libro se refiere a una clase de individuos, los científicos, no me ocu- paré en detalle de esas cuestiones, aunque sí diré algo más adelante. En cualquier caso, y esto debe subrayarse, hay mucho espacio, tanto en las variedades del cristianismo, en el judaísmo, en otras religiones como el islam o en las orientales, para vivir formas de religión del todo compatibles con la ciencia. Explicaré la razones de esta segunda conclusión, estructurándola en cuatro argumentos, que se refieren a: i) el alejamiento entre las religio- nes y ciertos sectores de la Modernidad; ii) el carácter histórico de la idea de Dios; iii) que su existencia no es una cuestión científica pues la ciencia explica el cómo y no el por qué; y iv) las actitudes de los propios científicos. i) Muchos de los pensadores de la Modernidad dieron por supuesto que la religión desaparecería bajo el tremendo impacto del pensamiento científico. Esta idea, basada en una postulada incompatibilidad inevita- ble entre ciencia y religión, ha calado hondo en la opinión pública, has- ta el punto de transformarse en un estereotipo social y ser considerada por algunos como una seña de identidad de la comunidad científica. Según se observa fácilmente, sin embargo, este anunciado desapare- cer de la religión no se ha producido, ante lo que algunos arguyen que el proceso es más lento de lo que se había previsto. En todo caso cabe recordar que la de Dios y la religión no son las únicas defunciones certi- ficadas; también se proclamó el fin del arte, de la filosofía, de la historia y de la ciencia misma. Si la religión no ha desaparecido, tampoco hemos vuelto a la si- tuación anterior. Es cierto que vivimos un renacer de la religiosidad, pero también contemplamos la aparición de fundamentalismos y de un confuso cóctel de nuevas formas religiosas, muchas de ellas light o 40 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS «a la carta», tales como sectas, interpretaciones libres de las religiones establecidas, religión de la humanidad (en versiones racional, social o política) y sacralización de lo que era profano 30 . Al observar lo que está ocurriendo, hay filósofos, psicólogos y sociólogos que admiten hoy la existencia de una dimensión religiosa de los seres humanos sin la que no es posible entenderlos. Incluso desde posturas en nada religiosas o desde categorías puramente antropológicas se habla del homo religio- sus, tal como se hablaba desde mucho antes del homo politicus o del homo socialis, idea lanzada ya a principios del siglo XX por el famoso sociólogo francés Emile Durkheim 31 . El filósofo catalán Eugenio Trías, que manifiesta gran interés por el hecho religioso 32 , ofrece un ejemplo de postura intelectual abierta. En su opinión, la época de la muerte de Dios en el siglo XIX, proceso du- rante el cual una parte notable de la intelectualidad europea abandonó el cristianismo, no es de ocaso y destrucción de lo sagrado sino más bien de su ocultación, pues lo sagrado y lo santo no se destruyen entonces, como tantos pretenden, sino que «se ocultan y se inhiben». La Moder- nidad sería, según él, «el tiempo de la gran ocultación». Viene a cuento señalar aquí que uno de los desarrollos más importantes de la historia de la ciencia fue el descubrimiento en el siglo XIX de las leyes del elec- tromagnetismo por cuatro grandes físicos, Oersted, Ampère, Faraday y Maxwell, todos los cuales tenían una visión profundamente religiosa del mundo, como se verá en el capítulo 7. Eso ocurría precisamente durante el proceso de la muerte de Dios, lo cual sugiere que las cosas no fueron tan simples como se suele suponer. Ya hace tiempo que la Modernidad está en crisis, o en reevaluación al menos, ante le percepción extendida de que nos ha llevado a una visión demasiado simple y esquemática de las cosas. Por una parte, abundan quienes juzgan que su confianza en la razón humana era excesiva y no suficientemente crítica, propiciándose por ello una visión fría y dema- siado racional del mundo, con el consiguiente olvido del sujeto en aras de la objetividad científica y técnica. Muchos se sienten por ello extran- jeros en su propio mundo, en palabras del físico-químico Ilya Prigogine. Por otro lado, la visión unitaria de la historia alumbrada por la Moder- nidad se estrella hoy contra la explosión de diversidad cultural que ve- 30. R. Díaz-Salazar, S. Giner y F. Velasco (eds.), Formas modernas de la religión, Alianza, Madrid, 1994, en particular el artículo de I. Sotelo «La persistencia de la religión en el mundo moderno». 31. E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza, Madrid, 1993. 32. E. Trías, La edad del espíritu, Destino, Barcelona, 1995; Íd., Pensar la religión, Destino, Barcelona, 1996; un artículo suyo muy interesante es «El árbol de la vida»: El Cultural (9-15 de enero de 2000); de lectura fácil: Por qué necesitamos religión, Plaza y Janés, Barcelona, 2000. 41 MI R A DA Y P R E GUNT A mos por todas partes. Sin duda hay que repensar muchas ideas y muchas cosas. Debemos hacerlo buscando un equilibrio entre dos intensas nece- sidades: no olvidarse nunca del sujeto, o sea de las personas, y mantener la razón como elemento de análisis de la realidad. Debemos ocuparnos de ellas dos a la vez, sin separarlas, pues muchos problemas del mundo no pueden resolverse sin la ciencia, pero tampoco sólo con la ciencia. ii) La manera de entender a la divinidad ha ido cambiando a lo largo de la historia y por eso ha habido y hay muchas ideas distintas de Dios, a veces con elementos antagónicos entre sí, punto éste estudiado por Karen Armstrong en su sugestivo libro Una historia de Dios 33 . Es fácil mencionar varias de esas maneras: los dioses de los griegos y los romanos, el Dios del Antiguo Testamento, el de Jesús, el del Corán, el de los filósofos, el de los místicos, el de los deístas o el de los panteístas, el de Einstein y tantos otros. No es extraño, pues como nadie le ha visto la cara y se mantiene tenazmente alejado en la bruma que se adivina al fondo de las cosas, cada época o cada cultura intenta entenderlo desde las ideas en que basa su estar en el mundo. O sea que la idea de Dios evoluciona culturalmente. Más que hablar de su existencia deberíamos hacerlo de la existencia de alguna forma de Dios. Por eso no tiene sentido mantener una imagen inmutable de él, como vanamente pretenden los fundamentalistas o, simplemente, los muy preocupados por las tradiciones. Quienes desde la ciencia la con- sideran incompatible con la religión usan a veces argumentos basados en ideas sobre Dios pertenecientes a épocas pasadas. De modo sorpren- dente, algunos ateos militantes se empeñan todavía hoy en comparar la teoría de la evolución con la interpretación literal del Génesis, cayendo sin darse cuenta en el mismo error que critican en los grupos religiosos ultraconservadores del medio oeste norteamericano; tal parece que si- guen discutiendo con el obispo Wilberforce, siglo y medio después de que éste se enfrentase duramente a la evolución de Darwin, como si las cosas no hubieran cambiado desde entonces. Importa mucho com- prenderlo: la idea de Dios es histórica —sin que ello signifique que él lo sea—, diversa y siempre insuficiente. Nada tiene de extraño, pues, que los científicos creyentes lo entiendan de formas muy distintas, sin preocuparse por las ortodoxias de las iglesias. iii) Además de ser histórica la idea de Dios, su existencia no es una cuestión científica a la que se puedan aplicar los métodos de la ciencia, como tampoco lo son el sentido de la vida y el del universo. Una razón para ello es que la ciencia explica cómo ocurren las cosas del mundo, no por qué lo hacen. Como la religión busca los porqués profundos y 33. K. Armstrong, Una historia de Dios, Paidós, Barcelona, 1995. 42 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el sentido de las cosas, queda fuera del ámbito de la ciencia, si cumple la condición de no interferir con su desarrollo. Esto puede sorprender pues, por un abuso de lenguaje disculpable a menudo, se suele usar mucho en ciencia la palabra «porque» y menos la palabra «como». Para ilustrar esta idea, tomemos el caso del movimiento de los planetas según la teoría de Newton. Ésta nos dice que el Sol mantiene ligado a cada planeta en su órbita elíptica, mediante cierta fuerza atractiva ejercida sobre ellos, hoy calificada como newtoniana, que no les deja alejarse de él. Se suele decir que los planetas se mueven así porque el Sol los atrae. Pero ¿hasta qué punto podemos decir que ésa es la causa profunda? O sea, una causa primera y no secundaria, por decirlo en el lenguaje tra- dicional de la filosofía. Está claro cómo se mueven: en órbitas elípticas, así lo descubrió Kepler y así se deduce de la teoría de Newton, pero éste comprendió que saber la causa es mucho más que eso. En sus Principia dice, cuando ya había desarrollado con éxito su teoría: «[…] todavía no he asignado causa a la gravedad. […] no he podido todavía deducir, a partir de los fenómenos, la razón de estas propiedades de la gravedad» 34 . ¿Qué nos dice Newton con esta frase? Sin duda él quería saber por qué se atraen los astros, pero se vio forzado a abandonar esa preten- sión radical y conformarse con probar que se mueven de acuerdo con las observaciones, o sea siguiendo elipses, si dos de ellos se atraen con una fuerza «directamente proporcional al producto de sus dos masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia», según la frase consagrada y archiconocida. Se preguntaba por qué se atraen precisa- mente con una fuerza como ésa y no con otra distinta. El gran Isaac muestra aquí mucha lucidez, al comprender que no se puede ir tan al fondo de las cosas como él hubiera deseado y que debía conformarse con algo menos. Trasladado al lenguaje de hoy, él quería saber por qué las leyes fundamentales de la naturaleza —no sólo las de la gravedad sino también las del electromagnetismo o de la teoría cuántica o de la física nuclear, etc.— son como son y no más bien de otra manera. Eso no lo puede descubrir la ciencia pues es una pregunta metacientífica, en el sentido que explico a continuación. Hay una dualidad entre las afirmaciones científicas y las metacien- tíficas. Las primeras son aquellas susceptibles de confirmación o refuta- ción mediante experimento o cálculo, o sea las que son comprobables; así son las leyes de la física, la química, la tectónica de placas de la geología o la herencia biológica. Las metacientíficas, por su parte, son afirmaciones sobre las afirmaciones científicas y no pueden comprobar- se con experimentos o cálculo. Así suelen ser las interpretaciones de la 34. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza, Madrid, 1987, p. 785. 43 MI R A DA Y P R E GUNT A ciencia, por ejemplo decir: «el determinismo de la física newtoniana implica la inexistencia del libre albedrío y de la responsabilidad ética» o «el probabilismo de la teoría cuántica muestra que sí puede haberlos», o «hay grandeza en la teoría de la evolución», como afirma Darwin al final de El origen de las especies. También que «es posible conocerlo todo desde la ciencia» o que «existe una teoría final y definitiva de la natura- leza». Podríamos decir que las afirmaciones científicas son las verdades y las metacientíficas son las opiniones. Importa mucho distinguir entre las dos clases de asertos pues su ca- rácter es muy distinto. Las afirmaciones científicas tienen un alto grado de objetividad y concilian a la práctica unanimidad de los científicos, una vez que han podido ser comprobadas; por el contrario, las meta- científicas implican normalmente extrapolaciones fuera del ámbito en el que las leyes han sido probadas y hay en ellas importantes elementos subjetivos, o sea son opinables. De hecho, no son partes del corpus de ninguna ciencia y los científicos no son necesariamente unánimes sobre ellas. Ciertamente, es lícito hacer afirmaciones de este tipo, inevitable incluso al formular hipótesis explorando un terreno nuevo, pero es pre- ciso saber bien lo que se dice pues muchas confusiones sobre la ciencia se deben a mezclar equívocamente estos dos tipos de afirmaciones, asig- nando a las segundas una objetividad que no tienen. Así ocurre en el caso de las supuestas contradicciones entre ciencia y religión, basadas muchas veces en interpretaciones de las teorías, o sea en afirmaciones metacientíficas. Como éstas se presentan a menudo de manera muy simple y esquemática, inducen a la opinión pública a confundir lo que son simplemente opiniones con verdades científicas comprobadas. Se ejerce así a veces una presión muy negativa e infunda- da sobre la religión. Como ejemplos de estas interpretaciones que han jugado un papel importante en el pasado, se pueden citar la creencia en que «todo está determinado según muestra la mecánica newtoniana» (véase más abajo el «demonio de Laplace» en el capítulo 4) o la de que «todo se debe al azar, según ha probado la teoría cuántica». También, la idea de un universo autocreador, defendida por Stephen Hawking. Las tres se han usado para negar a Dios, como se explicará mas adelante. Nótese que implican extrapolaciones fuera de los ámbitos en los que esas leyes han sido pensadas, experimentadas y desarrolladas y que, como las demás interpretaciones, son sólo hipótesis para las que ni siquiera se ha podido imaginar un procedimiento de prueba, pues suponen simplificaciones o idealizaciones notables. La segunda conclusión de este libro puede también expresarse así: «Las afirmaciones científicas son plenamente compatibles con muchas formas de actitud religiosa, pues con ellas no se puede ni refutar ni pro- 44 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS bar la existencia de Dios». Por ello muchos científicos opinan que, por sí sola, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios, ni lo acerca a él. El campo de competencia de la ciencia es el mundo natural, es decir, la realidad observada por nuestros sentidos o por los instrumentos que los potencian. Trabaja proponiendo explicaciones de los fenómenos y sometiéndolas luego al contraste con el experimento o la observación para que sean confirmadas o refutadas. De ese modo ha sido capaz de construir el inmenso y maravilloso edificio de la ciencia de hoy y ha lle- gado a ser imbatible en su propio terreno. Pero, fuera de esos fenómenos cuantificables, la ciencia no tiene competencia especial ni hay razones para que tome una postura oficial. En relación con el tema de este libro, la ciencia no tiene nada que decir sobre las creencias religiosas ni sobre el sentido de la vida o sobre la ética, excepto para defenderse cuando la religión interfiere con la ciencia, negando por ejemplo alguna idea científica probada o reclamando una autoridad que no tiene. En este caso, los científicos hacen bien en oponerse con energía como hicieron Carl Sagan o Stephen Jay Gould en varias ocasiones, por poner algún ejemplo. En otras palabras, la existencia de Dios no es un problema científico sobre el cual la ciencia tenga competencia especial. A pesar de ello, para una parte de la opinión pública y del mundo intelectual, la ciencia se opone necesariamente a la fe en cualquier for- ma de Dios y los científicos son todos necesariamente ateos. Pero hay también quien lo ve de otra manera, asegurando que la ciencia puede acercar al hombre a Dios pues le permite comprender mejor su obra, del mismo modo que quienes tienen educación musical aprecian mejor un cuarteto de Beethoven. Se da también una tercera posición interme- dia, defendida por ejemplo por el gran químico y biólogo francés Louis Pasteur (1822-1895), considerado como el fundador de la microbiolo- gía y uno de los científicos que más han influido en nuestras vidas, quien decía que «un poco de ciencia aleja de Dios, mucha ciencia acerca de nuevo a Dios». La cuarta razón para afirmar que ciencia y religión no son incompa- tibles se explica en la próxima sección. Algunas encuestas En el capítulo 7 de este libro se consideran las actitudes personales ante la religión de muchos científicos y en los próximos párrafos examinaré algunas encuestas. En los dos casos, sus opiniones deben tomarse como incitaciones a pensar, nunca como argumentos de autoridad. Este tipo de argumento debe rechazarse siempre, especialmente en el caso de los científicos para quienes todos los puntos de vista deben considerarse 45 MI R A DA Y P R E GUNT A y analizarse en cualquier caso, buscando la aceptación general tras la crítica colectiva antes de dar por establecida una idea. Si bien puede ser razonable conceder un plus de conocimiento a un científico destacado, ello debe hacerse siempre con carácter provisional, no como una verdad definitiva y sólo en su campo de competencia. Por ello, ninguno pen- saría en decidir el valor de un experimento o una teoría mediante una votación de expertos por mayoría simple o cualificada. Si tras discutir sobre una cuestión quedan dudas, lo que procede es mantener abierto el tema y seguir pensando. Por eso decía el gran físico Richard Feynman hablando del sentido de la vida: La pregunta es [siempre] la misma, pero las respuestas son muy diversas […], decidir [hoy] sobre la respuesta no es científico […], es respon- sabilidad nuestra no dar ahora la respuesta final […], porque estamos confinados dentro de los límites de nuestra imaginación de hoy 35 . (Véase más abajo el capítulo 7.) Me parece que el examen de los puntos de vista y testimonios per- sonales de muchos grandes científicos apoya la tesis de este libro. Quizás por ello, el agnóstico checo y premio Nobel de Química de 1975 Vladi- mir Prelog decía: «Los premios Nobel no somos más competentes que el hombre de la calle para opinar sobre Dios y la religión» 36 . La decisión de creer o no es a menudo compleja y se toma por motivos difíciles de comprender y ajenos muchas veces al conocimiento científico. Tras examinar los temas principales de discordia o discusión entre religión y ciencia en los capítulos 4, 5 y 6, consideraré en el capítulo 7 las actitudes de grandes científicos. Me parece necesario hacerlo así. La experiencia de personas como Maxwell, Einstein, Planck, Darwin, Monod o Gould está hondamente arraigada y expresa un compromiso vital profundo que les hace estar por encima de estereotipos, de modas o de interpretaciones superficiales. Pero, como se dice más arriba, no debemos usar sus opiniones como si fueran papeletas en una votación. Empezaremos por los científicos que, siendo competentes o inclu- so destacados, no son tan grandes (la expresión «gran científico» debe usarse con mesura). El psicólogo norteamericano James Leuba realizó una encuesta en 1914, preguntando sobre su actitud ante la religión a científicos incluidos en el libro American Men of Science, lo que impli- ca un cierto nivel de mérito 37 . Los encuestados debían clasificarse en 35. R. P. Feynman, «The role of scientific culture in modern society»: Supplemento al Nuovo cimento IV/2 (1966), pp. 492-526, cita pp. 502-503. 36. En H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos, cit. 37. J. H. Leuba, The Belief in God and Immortality: A Psychological, Anthropological and Statistical Study, Sherman, French & Co., Boston, 1916. 46 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS una de las categorías personal belief, doubt or agnosticism y personal disbelief. El resultado más notable fue que un 41,8 % se declararon creyentes, un 16,7 % en duda o agnósticos y un 41,5 % no creyentes. Un 50,6 % creía en la otra vida (in the afterlife). La encuesta levantó reacciones apasionadas desde puntos de vista muy distintos. Para la opi- nión pública fue escandaloso que un porcentaje tan alto de científicos se declarase no creyente. Leuba, por contra, vaticinó que su proporción aumentaría como consecuencia de las mejoras educativas. Para com- probar si éste tenía razón, el historiador de la ciencia Edward J. Larson y el periodista Larry Witham realizaron una repetición de la encuesta en 1996 con el mismo modelo y las mismas preguntas y la publicaron en 1997 y 1998 en la revista Nature 38 , tomando su lista de encuestados de la misma fuente, entonces ya titulada American Men and Women of Science. A pesar de los ochenta años transcurridos, el resultado no cam- bió casi nada: 39,3 % de creyentes, 14,5 % de en duda o agnósticos y 45,3 % de no creyentes. En esta segunda encuesta, un 38 % se declaró creyente en la otra vida. Si muchos se sorprendieron en 1916 de que hubiese tantos científicos no creyentes, la sorpresa en 1996 fue que hubiese tan pocos. En los dos casos se usó la misma definición de Dios: «alguien en comunicación con la humanidad, a quien uno puede rezar esperando tener una respuesta», lo que suscitó críticas por ser demasiado tradi- cional y dejar fuera a algunas formas de creencia que tomaron auge desde 1916. En la segunda parte de su encuesta, Leuba distinguió a un grupo de científicos señalados en American Men of Science como más importantes o eminentes. En 1996, Larson y White seleccionaron como eminentes a los miembros de la norteamericana National Academy of Sciences pues el American Men and Women of Science no hacía esa dis- tinción. Los resultados son que entre esos científicos más eminentes hay menos creyentes y más increyentes. Concretamente, los porcentajes de creencia, duda o agnosticismo e increencia en la encuesta de 1914 fue- ron 27,7 %, 20,9 % y 52,7 %; en la de 1996, 7 %, 20,8 % y 72,2 %, lo que representa una variación notable. Ello fue interpretado por Leuba como debido a «su superior entendimiento, conocimiento y experien- cia» 39 . Esta interpretación de Leuba choca con la propia National Acad- emy of Sciences que publicó un libro en 1998 dedicado a aclarar algu- nas cuestiones en torno al creacionismo defendido por sectores muy conservadores de Estados Unidos, donde se afirma con énfasis: 38. E. J. Larson y L. Witham, «Scientists are still keeping their faith»: Nature 386 (1997), pp. 435-436; Nature 394 (1998), p. 313; Scientific American 281 (1999), pp. 78-83. 39. Cf. J. A. Aguilera Mochón, «La ciencia frente a las creencias religiosas»: Mientras Tanto 95 (2005), pp. 125-153. 47 MI R A DA Y P R E GUNT A La religión y la ciencia contestan a distintas preguntas sobre el mundo. Que haya o no un propósito en el universo o en la existencia humana no es una cuestión para que responda la ciencia […]. Consecuentemente, mucha gente incluyendo muchos científicos mantienen fuertes creencias religiosas y simultáneamente aceptan que la evolución haya tenido lugar […]. Muchos creen que Dios actúa mediante el proceso de la evolución. Es decir que Dios ha creado un mundo en constante cambio y un me- canismo por el que las criaturas se pueden adaptar a los cambios en su ambiente a lo largo del tiempo 40 . Por otra parte, es difícil en muchos casos distinguir la increencia o el agnosticismo de la simple indiferencia. Como ninguna de las dos encuestas hace esta distinción, es probable que algunos de quienes se declaran ateos o agnósticos sean más bien indiferentes, si bien es impo- sible saber cuántos están en este caso. Otra encuesta, citada por Larson y White, fue realizada en 1997 por la Comisión Carnegie, planteando a 60.000 profesores de ciencias preguntas tales como «¿hasta qué punto se considera usted religioso?». Resultó que un 34 % de los físicos eran «conservadores religiosos» y el 43 % de los profesores de ciencias físicas o de la vida asistían a la iglesia dos o tres veces al mes, más o menos igual que la población general. La Fundación Giovanni Agnelli de Turín llevó a cabo en 1989 una encuesta entre científicos italianos sobre su actitud ante la religión 41 . Los encuestados se clasificaron como ateos el 22 %; agnósticos, el 25 %; en búsqueda, el 16 %; teístas, el 18 %; y creyentes en un Dios personal, el 18 %. El 58 % admitió que ciencia y religión son «dos perspectivas dis- tintas y complementarias con motivaciones diferentes»; sólo un 12 % las consideró incompatibles; el 89 % opinó que la sujeción de su trabajo al método científico no impide una visión del mundo más general que la que se desprende de la ciencia. Como última encuesta, citaré la realizada por la revista inglesa Phys- ics World y publicada en diciembre de 1999, al finalizar el siglo XX. Los encuestados fueron 250 físicos de todo el mundo elegidos por la revista como los más eminentes y prestigiosos. Se les preguntó por quié- nes eran en su opinión las diez figuras más importantes de la historia de la física 42 . Los diez primeros fueron: Albert Einstein, Isaac Newton, 40. National Academy of Sciences, Teaching About Evolution and the Nature of Science, National Academy Press, Washington, 1998, p. 58; F. J. Ayala, Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, cit., cap. 9. 41. A. Ardido y F. Garelli, Valori, scienza e trascendenza, Fondazione Giovanni Ag- nelli, Torino, 1989; un resumen se recoge en D. Jou, Algunes quëstions sobre ciència i fe, «Quaderns Fundació Joan Maragall», Claret, Barcelona, 1992. 42. M. Durrani y P. Rodgers, «Physics: past, present, future»: Physics World (UK) 12/12 (diciembre de 1999), pp. 7-13. 48 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS James Clerk Maxwell, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Galileo Galilei, Richard Feynman, Paul Dirac, Erwin Schrödinger y Ernest Rutherford, por este orden. Aunque la encuesta no preguntaba por nada relaciona- do con la religión, es interesante que examinemos ahora sus ideas al respecto. Sus actitudes ante la idea de Dios son variadas. Rutherford, descu- bridor del núcleo atómico, era más bien indiferente a la religión, aun- que no contrario a ella. Dirac, uno de los creadores de la física cuántica, es el único que puede calificarse como ateo, si bien casi nunca hablaba del tema. Los ocho restantes o eran creyentes o estuvieron abiertos, al menos, a entender o discutir la trascendencia o la idea de Dios. Sus pos- turas se extienden desde la profunda vivencia del cristianismo de Max- well o la intensa pero muy singular religiosidad cósmica de Einstein basada en un Dios no personal, hasta el interés sincero por la religión del agnóstico Feynman, pasando por Bohr que consideraba a la ciencia y la religión como visiones complementarias del mundo, Schrödinger, cuya fe incorporaba elementos orientales y para quien la idea de Dios es la más sublime que pueda concebir la mente humana, o Heisenberg, quien opinaba: «Nunca me ha parecido posible rechazar el pensamien- to religioso como parte de una fase superada de la conciencia de la humanidad». Respecto a los dos más antiguos, es sabido que Newton era muy sinceramente religioso, si bien consideraba el anglicanismo y el catolicismo como desviaciones de la religión verdadera (era arriano) y Galileo era creyente, a pesar de su enfrentamiento con las autoridades del Vaticano. Podemos extraer varias conclusiones de este análisis. 1. Las actitudes de los científicos sobre la religión y sobre la idea de Dios son muy variadas, desde la creencia sincera al ateísmo radical. Si en una discusión entre ellos sobre un tema científico de su competencia se obtuviera una dispersión de opiniones parecida, todos acordarían que no se puede tomar una decisión final. 2. La proporción de científicos que creen en algún tipo de Dios es menor que en la población general, pero notablemente mayor que lo supuesto por el estereotipo social. 3. En las encuestas de Leuba (1914) y de Larson y Witham (1996) un grupo de científicos calificados como eminentes, por el libro Ame- rican Men of Science en la primera y por ser miembros de la Academia de Ciencias de Estados Unidos en la segunda, muestran una menor pro- porción de creencia, y esa proporción decrece desde 1914 hasta 1996, lo que casi no ocurre con los científicos en general. 4. La ciencia es imbatible en su propio terreno, que es el mundo natural medible y experimentable, pero carece de competencia fuera de él. En particular, no tiene autoridad especial sobre temas tales como el 49 MI R A DA Y P R E GUNT A sentido de la vida, los valores éticos o las creencias religiosas. Las opi- niones de un científico deben valorarse en función de sus argumentos y teniendo en cuenta si está en su campo de competencia. Cuando no es así, sus opiniones pueden tomarse como indicadores interesantes para reflexionar sobre sus razones. Pero, incluso si prescindimos de ello y aceptamos literalmente el argumento de Leuba sobre el superior co- nocimiento de los científicos eminentes de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, nos topamos con una contradicción, pues es evidente que, tanto los mejores físicos de la historia como los considerados en el capítulo 7, forman dos grupos más eminentes aún. Son grandes cientí- ficos de verdad, de los que han hecho y hacen historia. Sucede que sus actitudes son, en general, mucho más favorables a la trascendencia y a la idea de Dios por lo que el argumento de Leuba pierde valor, sin contar con el libro antes citado de la propia Academia. En todo caso, este libro busca entender las razones personales de la actitud de los científicos y no datos estadísticos. 51 2 CIENCIA Y RELIGIÓN Modelos de Dios Las maneras en que la humanidad ha imaginado a Dios o a los dioses son variadísimas. Desde los próximos espíritus locales que animan las cosas, los ríos o las montañas en las religiones primitivas hasta el Ser Supremo abstracto, lejano y frío de los filósofos, pasando por Yavhé, Alá o el Dios del cristianismo, hay un largo camino modelado por enormes diferencias culturales e históricas. Incluso dentro de una misma religión su figura toma formas diversas. La razón es obvia: nadie lo ha visto nunca, ni na- die sabe cómo es, ni cómo se comporta, aunque los creyentes le asignen atributos que extrapolan y magnifican los rasgos humanos favorables como bondad, sabiduría o justicia. En todas esas maneras hay dos aspectos muy diferentes en pro- porción muy diversa: Dios como Ser Providente y Dios como Misterio. El primero es el Padre (o la Madre) que escucha a sus hijos y dialoga con ellos; el que interviene en las historias humanas, en las pequeñas y en las grandes; el Dios personal que atiende peticiones, al que es posible dirigirse diciéndole tú o a ti; el que sirve de consuelo o de apoyo ante la dureza de la vida; del que se dice en el salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta. / En verdes pastos me hace reposar. / Me conduce a fuen- tes tranquilas», recitado tantas veces por los pioneros en las películas norteamericanas del Oeste; el que premia a los buenos y castiga a los malos y ofrece vida eterna tras la muerte. Frente a ello, está Dios como el misterio tremendo de las cosas, lo incognoscible, lo que vagamente creemos percibir tras el enigma del mundo, quizá sólo un espejo oscuro que devuelve borrosa nuestra ima- gen o acaso un cristal traslúcido que nos permite adivinar algo más allá; aquello para lo que no sirven ni nuestras imágenes ni nuestro lenguaje porque está fuera de todo antropomorfismo; el ser en estado puro de 52 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS que habla Kazantzakis en la cita al principio de este libro; la zarza ar- diente que no se consume. Una situación parecida se da en las ciencias al tratar sobre sistemas muy alejados de nuestra percepción directa que son, por ello, difíciles de imaginar, como sucede con los fenómenos de la escala atómica y subatómica. Se recurre entonces a lo que se llama un modelo, que es una representación simplificada del sistema en estudio en términos in- tuitivos espaciales o mecánicos. Un ejemplo muy famoso es el modelo de átomo que propuso en 1913 el danés Niels Bohr (1885-1962), uno de los padres fundadores de la física del siglo XX. Incluso el átomo más simple de todos, el de hidrógeno, es un sistema complejo, pero Bohr propuso que nos lo imagináramos sencillamente como una bolita muy pequeña llamada núcleo, que contiene más del 99 % de la masa, y un electrón puntual girando en círculo alrededor. En los átomos más com- plicados el modelo de Bohr supone que son varios los electrones que giran en torno al núcleo como los planetas en torno al Sol, por lo que parecen sistemas solares en miniatura. Se trata, bien lo sabemos, de una representación parcial, incompleta y simplificada, ingenua incluso, pero, a la vez, extraordinariamente fe- cunda e iluminadora en el estudio de los átomos, a pesar de no poder in- terpretarse al pie de la letra. Desde entonces, la elaboración de modelos —de molécula, de proteína, de epidemia o de universo, por ejemplo— es parte del trabajo habitual de los científicos. A menudo, no se tiene conciencia plena de que todas nuestras construcciones sobre la realidad no son más que modelos idealizados de algo que no podemos captar completamente y que, para elaborarlos, no es posible evitar concentrarse en algunos aspectos y prescindir de otros. No sólo eso, sino que hay que aceptar que los modelos contengan caracteres que son contradictorios entre sí, sin que esto pueda eludirse. Por ejemplo, el modelo del electrón supone que, a veces, se comporta como un corpúsculo puntual mientras que, en otras ocasiones, se manifiesta como una onda extendida en el espacio, similar a las que se producen en el agua cuando cae en ella una piedra. Se trata de dos aspectos contradictorios cuya coincidencia repugna a nuestra intuición, pues parece absurdo que una cosa sea a la vez corpúsculo localizado y onda extendida, pero resulta que los dos son necesarios para describir al electrón. Para resolver esta paradoja, Niels Bohr propuso un nuevo principio lógico al que daba una gran impor- tancia, el llamado principio de complementariedad, que afirma que en el análisis de la realidad hay que admitir la coincidencia de propiedades contradictorias e incompatibles que son, sin embargo, necesarias todas ellas para una descripción completa. Al describir a Dios estamos en una situación mucho más desfavorable que al hacerlo con un átomo o una proteína, por dos razones: sin duda 53 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN es mucho más inaccesible a nuestra mente y a nuestros sentidos y no podemos hacer experimentos sobre él. Pero sí es factible fijar algunas ideas en un modelo que recoja lo que creemos o pensamos que pueda ser razonable. Por eso vamos a hablar de algunos modelos de Dios. Empezaremos por algunas concepciones o actitudes personales. Ateísmo es la creencia en que no existe Dios de ningún tipo ni ninguna realidad inaccesible a los sentidos, es decir, de que no hay más entes que los materiales que podemos tocar y medir. Con frecuencia se acompa- ña de la convicción de que es posible, o al menos lo será en el futuro, dar una explicación de todo lo que existe en términos puramente ma- teriales, gracias a la ciencia. En contra de lo que se suele suponer, el ateísmo no es un fenómeno exclusivamente moderno, aunque sí es hoy más frecuente. Ya el Antiguo Testamento habla de los incrédulos, como en el salmo 53: «Dice el insensato en su corazón: No hay Dios». Por cierto, el fideísta Unamuno daba mucha importancia a que el salmista diga «en su corazón» y no «en su cabeza». Se llaman agnósticos quienes, aunque no encuentran motivos para creer en Dios, no niegan su posibilidad, sino que opinan que se trata de una cuestión que no puede ni podrá nunca ser resuelta porque trascien- de la razón humana. La palabra fue inventada en 1869 por el biólogo T. H. Huxley 1 , uno de los primeros grandes defensores de la teoría de la evolución, tras leer un texto en el que san Pablo cuenta haber visto un altar en Atenas con la inscripción Agnosto Theo (a un dios desco- nocido 2 ). La línea de separación del ateo y el agnóstico está muy mal definida en ocasiones. Desde el punto de vista estrictamente racional, parece inevitable ser agnóstico, de modo que tanto la creencia como el ateísmo surgen de algún tipo de salto emocional. En los últimos años está creciendo mucho, especialmente en los países ricos, la indiferencia religiosa, es decir, el número de quienes no niegan la existencia de Dios pero se sienten poco o nada interesados por él. Entre los científicos indiferentes está Ernst Rutherford, descubridor del núcleo atómico y premio Nobel en 1908. Los llamados fideístas, aunque también están convencidos de que Dios es inalcanzable para la razón humana, creen que es posible llegar a él mediante la voluntad y el sentimiento. Entre ellos podemos citar a Kant y a Unamuno. Se llama deísmo a la creencia en un Dios sin atributos morales que, aunque sí ha creado el mundo, ni se ocupa luego de él ni interviene en los asuntos humanos, opinión que tuvo gran auge en el siglo XVIII. 1. T. H. Huxley, «Agnosticism», en Science and Christian Tradition, Appleton, New York, 1896, p. 245; E. Tierno Galván, Qué es ser agnóstico, Tecnos, Madrid, 1975. 2. Hechos de los apóstoles 17, 23. 54 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Los deístas no suelen creer en la inmortalidad del alma o, si lo hacen, rechazan la idea de revelación. En cambio, el teísmo supone que exis- te un Dios con atributos morales, creador y cuidador del mundo, que mantiene una relación especial con los seres humanos y que hará justicia en una vida posterior. Es decir, los teístas son los creyentes, palabras que tomaremos como sinónimas en este libro. Abundan hoy los teís- tas que no se consideran parte de ninguna iglesia o religión particular. Un ejemplo es el filósofo y científico norteamericano Martin Gardner 3 quien, aparte de varios libros muy leídos, se hizo famoso por la sección de juegos matemáticos en la revista Scientific American. Hay muchas formas distintas de concebir a Dios 4 . La más primitiva es el animismo, propio de pueblos primitivos que creen en la existencia de espíritus asociados a lugares, animales, plantas, montañas o ríos, en general al alma de las cosas. El animista siente que hay una difusa rea- lidad invisible que trasciende a lo que ve y desde la que se gobierna el mundo de una manera misteriosa. El politeísmo es la creencia en varios dioses, muchos quizá, ordenados jerárquicamente y con poderes especializados. Los más conocidos son los dioses griegos y romanos presididos por Zeus y Júpiter, o los nórdi- cos dirigidos por Odín. Desde las religiones modernas se tiende a pensar despectivamente del politeísmo, aunque es seguro que existe una gran diferencia entre la visión folklórica que nos ha llegado de aquellos con- juntos de dioses y lo que pensaban las personas cultas y refinadas de esos momentos. Una religión con aspectos tan profundos como el hinduismo tiene una trinidad, la trimurti, formada por Brahma, Visnú y Siva, más un cuarto, Brahmán, especie de alma universal, Dios neutro, lejano y abstracto que encarna la existencia en estado puro, lo absoluto. Y en el cristianismo hay restos politeístas en la doctrina de la Trinidad y en las devociones a María, a los ángeles y a los santos. El politeísmo es atracti- vo porque implica seres divinos próximos al hombre, más que un Dios único cuya perfección absoluta le hace lejano y cuya soledad tiene algo de inquietante. A eso se debe la popularidad de los cultos cristianos a los santos, a María y a Jesús. Tanto en el deísmo como en el teísmo, hay una separación muy cla- ra entre Dios y el mundo. En el panteísmo, en cambio, no la hay. Dios y la naturaleza son lo mismo, Dios se confunde con su obra; Dios son las cosas y las cosas son Dios. Hay muchas formas de panteísmo, situadas en un extenso terreno de nadie dentro del triángulo cuyos vértices son el teísmo, el deísmo y el ateísmo. Todos tienen en común una fuerte 3. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989. 4. M. Maceiras, «Dios en la filosofía», en Diccionario teológico: el Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1992. 55 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN admiración por la naturaleza, identificada con Dios y concebida como una deidad no personal, no creadora, inmanente y no trascendente 5 , que no se ocupa especialmente de los hombres. La inmortalidad del alma humana se entiende como una fusión o retorno a la naturaleza. En algunas variantes, Dios es el conjunto de las fuerzas naturales, o la conciencia universal, o el alma del mundo, fórmulas todas ellas nota- blemente imprecisas. El Dios del panteísmo es impersonal, por estar identificado con todo lo real, frío y lejano pues, ¿cómo rezar a todo el universo? Algunas reli- giones orientales como el hinduismo, el budismo o el taoísmo, tienen as- pectos panteístas y muchas grandes figuras del pensamiento lo han sido o se pueden considerar como tales. Así el neoplatónico nacido en Egipto Plotino (204-269), el judío holandés de origen ibérico Baruch Spinoza —o Benito Espinosa— (1632-1677), el alemán Georg Wilhelm Fried- rich Hegel (1770-1831) o el matemático inglés Alfred North Whitehead (1861-1947). No es raro que los científicos sientan una fuerte inclinación pan- teísta, por la profunda fascinación que les produce la armonía del mundo. Spinoza, en particular, interesa aquí por la marcada influencia que ejerció sobre Einstein, cuyas opiniones se discuten en el capítu- lo 7. Como en todas las variantes del panteísmo, el Dios de Spinoza es en el mundo y el mundo es en Dios 6 . No sólo eso, sino que el mundo consiste en la manifestación de los atributos divinos, a través de infinitos modos de existencia concretados en los seres particulares. Éstos, incluyendo los yoes individuales de cada persona, se derivan de la sustancia divina, como las propiedades de un triángulo se deducen de su definición. Dios es así totalmente inmanente, a la vez causa de las cosas y de sí mismo, aunque no creador del mundo. Es un Dios intelectual, todo razón. Sin duda, el panteísmo está a veces cerca del ateísmo y muchos creyentes dirán que sus construcciones intelectuales no son sino cantos o visiones poéticas que ensalzan una naturaleza sin Dios. De Unamuno, por ejemplo, es la frase «se ha dicho que el panteísmo no es más que ateísmo disfrazado; pero en mi opinión lo es sin disfrazar» 7 . Sin embar- go, en otras ocasiones se acerca mucho más al misticismo. 5. Inmanente es aquí lo que tiene un modo de ser necesariamente vinculado al mundo de la naturaleza; se opone a lo trascendente, cuyo modo de ser es independiente de ella. 6. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento oc- cidental, Planeta, Barcelona, 1980; M. Maceiras, Para entender la filosofía, Verbo Divino, Estella, 1994. 7. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, cap. 5. 56 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Lo que se suele entender por Dios en nuestra cultura es el Dios per- sonal de las religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo o islamismo. Es un ser creador y mantenedor del mundo, que administra justicia en una vida futura. Es posible tener una relación personal y directa con él: se le puede adorar, rezar, amar, agradecer o hablar. Como resulta impo- sible imaginar cómo es, se recurre a representaciones antropomórficas, de manera simétrica a la del Génesis, en el que Dios afirma: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» 8 . Se suele decir que es omni- potente, omnipresente, infinitamente bueno, justo, sabio..., amplifican- do los rasgos humanos positivos, en uso de lo que santo Tomás de Aqui- no (1226-1274) llamaba «predicación analógica». Metafóricamente se le ha llamado Gran Mago, Artista, Arquitecto, Ingeniero o Relojero. El filósofo y científico Martin Gardner tiene en su despacho un cuadro que, a primera vista, parece una copia de La última cena de Leonardo da Vinci, pero en el que Jesús acaba de hacer un juego de manos, el truco de las bolas y las copas, de las que salen tres polluelos, ante la mi- rada atónita de los apóstoles. Dice Gardner que no le parece blasfemo este cuadro pues «¿no fue un Gran Mago el Jesús de los Evangelios?» (curiosamente añade que, mientras sus visitantes católicos suelen reírse, a los protestantes no les gusta mucho) 9 . Hay concepciones dinámicas en las que Dios evoluciona como lo hace el universo, que surgió de una gran explosión, el llamado Big Bang, hace unos trece mil millones de años y en el que se fueron for- mando las estructuras que hoy vemos —estrellas, planetas, galaxias— y como lo hace también la vida, que se originó en la Tierra hace casi cua- tro mil millones de años generando, desde los seres vivos elementales, una prodigiosa pirámide de plantas y animales de complejidad creciente hasta llegar al hombre. Entre ellas están la concepción evolutiva de Pier- re Teilhard de Chardin (1881-1955) o el Dios en proceso del matemá- tico Whitehead. Entre estas ideas hay algunas extrañas, propiciadas por la existencia del mal. Por ejemplo, se ha llegado a suponer que Dios es fundamentalmente bueno, pero que, como dice el Antiguo Testamento, sufre ataques de ira que le perturban o que va mejorando con el paso del tiempo, de modo que todavía tiene poco éxito en su lucha contra el mal. En modelos de ese tipo, Dios es finito y sólo puede adivinar el futuro de manera probabilista. Este punto de vista fue defendido por el filósofo americano Charles Hartshorne, profesor en la Universidad de Chicago, recogiendo el pensamiento de los italianos Lelio Socini (1525-1562) y su sobrino Fausto Socini (1539-1604), que sostenían que Dios aprende y mejora a medida que pasa el tiempo. El físico angloamericano Free- 8. Génesis 1, 26. 9. M. Gardner, op. cit. 57 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN man Dyson, nacido en 1923 y uno de los creadores de la electrodinámi- ca cuántica, se manifiesta también como sociniano 10 . A veces se dice que el mundo no es más que un sueño de Dios en el que los hombres aparecemos como personajes. Según una metáfora de Unamuno, somos frente a él como los personajes de una novela respec- to de su autor, lo que ayuda a comprender cómo podría Dios estar fuera del espacio y del tiempo. Pues un autor ve el desarrollo espaciotemporal de su obra desde tal perspectiva que no está condicionado estrictamente por la lógica propia de la historia. Puede forzarla, pero al mismo tiempo siente el impulso propio de cada personaje. Recuerdo la impresión tan fuerte que me produjeron las lecturas, cuando era estudiante, del drama de Pirandello Seis personajes en busca de un autor o de la novela (o «ni- vola») Niebla de Unamuno 11 , en la que su protagonista Augusto Pérez se enfrenta al autor-creador, exigiéndole a gritos que cambie su realidad. Dios sería así el novelista que escribió nuestras vidas. La falta de conceptos adecuados se pone de manifiesto con el sexo con que se suele representar a Dios. Aunque no tiene sentido asignarle ninguno, no cabe duda de que toda la Biblia da de él una imagen mas- culina, lo que se acentúa por la figura de Jesús. Lo mismo se puede decir del judaísmo y el islam, a pesar de la prohibición de representar la figura de Dios. Ese desequilibrio está algo compensado en el cristianismo por el papel de María. En los Estados Unidos hay ahora una gran preocu- pación, obsesión incluso, por librar de sexismo al lenguaje religioso, lo que propicia hasta nuevas traducciones de la Biblia. Y los antiguos cristianos gnósticos aplicaban a Dios tanto símbolos femeninos como masculinos 12 . Tengo anotada una historia contada hace años por una líder negra norteamericana, quien decía en broma que a una amiga suya se le había aparecido Dios y que, ante su apremiante pregunta «dime, ¿cómo era?», le respondió: «Well, to begin with, she’s black» 13 , lo que me recuerda que Martin Gardner se pregunta si Dios tiene sentido del humor 14 . Como se ve, los modelos de Dios son muy vagos e imprecisos. Si se acentúa la inmanencia, se cae en un panteísmo ateizante; si, por el contrario, se subraya su trascendencia, podemos llegar a hablar de la nada, porque resulte imposible decir algo. Quizá el éxito del cristianis- mo se deba a una mezcla equilibrada de estos dos elementos gracias a la doctrina de la encarnación. 10. F. Dyson, El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991, pp. 120, 279. 11. M. de Unamuno, Niebla, Espasa-Calpe, Madrid, 1939. 12. E. Pagels, Los Evangelios gnósticos, Crítica, Barcelona, 1990, cap. III. 13. «Pues, para empezar, es negra.» 14. M. Gardner, op. cit. 58 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Modelos de la creación del mundo En contra de lo que se tiende a pensar implícitamente desde la tradición cristiana, la existencia de un Dios o de varios dioses no implica necesa- riamente que él o uno de ellos haya creado el mundo. En el hinduismo, por ejemplo, no hay creación sino un universo que se anula y se renueva a sí mismo en una sucesión indefinida de ciclos sin principio ni fin. Una especie de sustancia cósmica, la prakriti, se despliega, crece, disminuye, renace y revive en cada ciclo. Se suceden así eras cósmicas, las kalpas, cada una de muchos millones de años, que son los días de Brahmán, más fuerza universal y principio abstracto que Dios propiamente dicho. Al principio de cada período, la prakriti generó elementos primordiales que constituyeron un huevo de Brahmán, flotando sobre las aguas. Brahmán, tras nacer, engendrará a su vez al hombre y al mundo, que se disuelve al final del ciclo dando lugar a un nuevo huevo. Además de Brahmán, hay en el hinduismo muchos dioses, los más importantes la trinidad formada por Brahma, Visnú y Siva, pero no crearon el mundo. Dejando aparte las imágenes mitológicas, parece claro que en esa religión el universo, eterno e increado, se renueva a sí mismo, sin principio ni fin. Por tanto, Dios no implica creación; pero si, como creen las tres grandes religiones monoteístas —las religiones abrahámicas como gus- ta de llamarlas el físico Abdús Salam, premio Nobel en 1979— Dios creó el mundo, ¿cómo lo hizo? ¿En qué consistió el acto o el proceso? Prescindamos de historias mitológicas, como los dos relatos del Génesis en la Biblia, el de la creación en siete días y el de Adán y Eva, enten- didos de modo literal durante mucho tiempo, pero hoy interpretados como visiones poéticas o relatos simbólicos (salvo algunos grupos fun- damentalistas, en Estados Unidos sobre todo). Nos interesan ahora dos cuestiones: en qué pudo consistir la creación y cuánto duró (o cuánto durará). Hay tres maneras de imaginar lo que pudo hacer Dios para crear el mundo: dar forma y orden a un caos primordial que llenaba antes todo, crear la materia y la luz a partir de la nada en un espacio vacío preexis- tente, o crear incluso el espacio y el tiempo. La primera alternativa evita lo dificultoso de imaginar a la materia surgiendo de la nada, pero no contesta la pregunta, sino que simple- mente la traslada más atrás en el tiempo y plantea otras nuevas: ¿de qué estaba hecho ese caos? ¿De materia como la de ahora? ¿Existía desde la eternidad o fue creado? El gran filósofo griego Platón (428-348 a.C.) defendía esa idea; llamaba demiurgo a una deidad activa organizadora de un caos preexistente, aunque eso no es para Platón lo definitorio de Dios, sino ser el bien, la belleza y la verdad supremos. El relato del Génesis parece insinuar algo así al decir «la tierra estaba confusa y vacía 59 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN y las tinieblas cubrían la haz del abismo» 15 , aunque la tradición cristiana posterior se pronunció claramente por la creación a partir de la nada. En cambio, para los griegos la materia es eterna y Dios no es su creador, sino quien la ordena y dirige, casi reducido a ser motor inmóvil que la mantiene en movimiento desde su propia y perfecta quietud. En el sistema judeo-cristiano, Dios es ante todo el creador de un cosmos que empezó a existir en un cierto momento, y que dejará de existir en otro, el fin del mundo, lo que constituye una singularidad ori- ginal. El primer versículo de la Biblia es precisamente «al principio Dios creó los cielos y la tierra», mientras que la tradición de un final se basa en algunos textos de los Evangelios y se refuerza por el lenguaje poético del Apocalipsis cuando dice, por ejemplo: «Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin» 16 . La coexistencia de un mundo con principio y fin, limitado en el pasado y en el futuro, con un Dios inmutable y eterno, plantea al cris- tianismo algunos problemas. Se supone que tras el fin del mundo, Dios estará con los bienaventurados que hayan merecido ese premio, pero ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Por qué decidió hacerlo? ¿Por qué eligió un cierto momento para la creación y no otro cualquie- ra? Una manera de evitar estas molestas preguntas es suponer que Dios está fuera del tiempo y el espacio y que estas entidades fueron creadas por él justo antes que todo lo demás. Fue san Agustín (354-430) quien defendió decididamente esta idea, afirmando que «el mundo fue creado con el tiempo y no en el tiempo», explicación que no es fácil de enten- der, porque ¿cómo imaginar algo que está fuera del espacio y el tiempo? El propio Agustín decía ante perplejidades como ésta: «Cuando no me preguntan qué es el tiempo lo entiendo bien, cuando me lo preguntan no comprendo nada», lo que dio lugar a bromas del tipo de ¿cómo es posible que el tiempo sea tan difícil de comprender si sólo es seis días más viejo que el hombre? Esta salida al problema de imaginar la crea- ción entra en lo que se llama teología negativa, que se basa en la idea de que Dios es pura negación, porque todo lo que puede ser expresado y comprendido mediante afirmaciones sobre sus propiedades es necesa- riamente finito y limitado y no puede ser Dios, de modo que éste sólo puede caracterizarse por lo que no es. Se suele decir que Agustín era un pensador próximo a la sensibilidad y al mundo modernos. Quizá por ello y para esquivar esas preguntas sin respuesta posible, recurre a un expediente en sintonía con las ideas de la ciencia de hoy, pues, desde la teoría de la relatividad general de Al- bert Einstein de 1916, sabemos que las propiedades del espacio-tiempo, 15. Génesis 1, 2. 16. Apocalipsis 22, 13. 60 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS como conviene llamar a esas dos entidades fundidas en una sola, están íntimamente unidas a las de la materia. La línea que las une son las ecua- ciones de Einstein de la gravitación, que imponen la igualdad de dos cantidades. Una de ellas describe la geometría, la otra se refiere al mo- vimiento de la energía. La consecuencia es que las propiedades geomé- tricas del espacio no están dadas a priori, como pensaba Kant, sino que dependen de la densidad y el movimiento de la materia 17 . Cuando en una ocasión le preguntaron a Einstein cómo se podría condensar en una frase simple lo más importante de su teoría, contestó: Antes se creía que el espacio y el tiempo eran independientes de la mate- ria. Pero la teoría de la relatividad afirma que, si hiciésemos desaparecer toda la materia, el espacio y el tiempo desaparecerían con ella. La ciencia se ocupa hoy de cómo empezó el universo, aunque suele hablar de origen, palabra ideológicamente más neutra que creación. El paradigma aceptado casi unánimemente supone que todo empezó con una descomunal explosión llamada el Big Bang (en español deberíamos decir Gran Pum, como sugirió Octavio Paz). En ese modelo no tiene sentido hablar de espacio ni de tiempo antes del origen, por lo que esas entidades nacieron simultáneamente con la materia. Podrá parecer que el que la ciencia pueda hablar hoy del origen del universo apoya nece- sariamente la idea de un creador. Pero muchos no lo creen así y buscan una teoría en la que sea el propio universo quien se cree a sí mismo, de manera que sea autosuficiente. Esta cuestión será tratada en el capítulo 6. La segunda pregunta que formulamos antes se refiere a cuánto dura la creación: ¿fue cosa de un instante o fue un proceso con varias etapas que quizá todavía dure hoy? Aunque distinta, está relacionada con la cuestión de la Providencia, es decir, de si Dios interviene permanente- mente en la marcha de los asuntos del mundo. La tradición del cristia- nismo y de las otras religiones monoteístas se decide en favor de una creación en un momento (o en una semana en las interpretaciones lite- rales) en lo que se refiere al cosmos, si bien insiste en actos de creación especiales para cada ser humano. Pero podría admitirse una creación continuada, como en algunas teologías evolutivas del estilo de las ya citadas de Whitehead o Teilhard de Chardin. Desde el punto de vista cristiano ortodoxo es frecuente admitir, a la luz de los conocimientos de la ciencia, algunas intervencio- nes especiales para la creación del sistema solar, la Tierra, la vida o las 17. Nótese que hay que identificar aquí materia y energía, en aplicación de la famosa ecuación de Einstein E = mc 2 , que relaciona la masa m con la energía E mediante un factor de proporcionalidad igual a la velocidad de la luz c al cuadrado. 61 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN especies, por ejemplo, al suponer que se trata de sucesos que no pueden realizarse dentro del marco de las leyes de la física y deben recibir al- guna ayuda. Los científicos, sin embargo, tienden a aceptar mejor la idea de una aparición instantánea del mundo, o al menos una creación muy breve, que la intervención posterior y permanente de Dios, tanto más cuanto el desarrollo de la ciencia va acercándose a explicar, sin salirse de las leyes de la naturaleza, procesos como la formación del sistema solar o el origen de la vida. Muchos de los que son teístas creen que la naturaleza, una vez formada, sigue sus propias leyes en todo momento, sin que Dios las suspenda para obrar milagros, que se suelen definir precisamente como una interrupción momentánea de esas leyes, pues creen que Dios no necesitaría hacerlo para intervenir en el mundo. Filosofía griega, teología medieval y Revolución científica Se ha dicho que el impacto de la Revolución científica, iniciada en el siglo XVI y que todavía estamos viviendo, es tan grande que sólo pue- de compararse con la expansión explosiva del cristianismo 18 . Esas dos estructuras, ciencia y religión, han modelado el mundo y determinado los valores asumidos de tal modo que nuestra sociedad sería inimagina- blemente distinta sin ellas. La personalidad de la Europa de hoy, y esto es extensible a toda la cultura occidental, se debe a la superposición, sobre la base de su tradición grecolatina, de dos elementos aparente- mente muy distintos: la identidad religiosa de la Europa medieval, cuyo corolario era una sociedad teocrática, y las ideas de la Ilustración, con- secuencia en buena parte de la Revolución científica. Muchos ven esos dos elementos como antagónicos, pero forzoso es reconocer que hay en nuestras sociedades actuales pervivencias simultáneas muy claras de esos dos períodos históricos, de modo que Europa sería muy diferente sin cualquiera de ellos. La Revolución científica se dio precisamente en el período histórico que va desde el Medievo, que termina en el siglo XV, hasta la Ilustración en el siglo XVIII. La teoría heliocéntrica de Copérni- co aparece en 1543, la idea de la circulación de la sangre de Harvey se publica en 1628, las leyes de Kepler y los descubrimientos de Galileo son de principios del siglo XVII, Descartes y Pascal viven en la primera mitad del siglo XVII y Newton publica sus Principios matemáticos de la filosofía natural en 1687, aunque los había descubierto años antes. Muchos admiten como evidente que el proceso que va desde el pensa- 18. H. Butterfield, The origins of modern science, Macmillan, New York, 1957. 62 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS miento medieval a la Revolución científica y la Ilustración consistió en una ruptura total entre dos términos sin relación causal posible, fuera de una rotunda oposición. Desde esa perspectiva, a menudo parte ya del folklore intelectual, habría que buscar las raíces de la ciencia moderna en los griegos de la Antigüedad exclusivamente, pasando por encima de un sombrío y estéril interludio llamado Medievo. Sin embargo, hay serios motivos para pensar que, muy al contrario, la ciencia moderna está enraizada en la Edad Media, y no sólo eso, sino que le debe mucho a la teología medieval. Más aún, no podría haber surgido sin que una tradición como la cristiana le hubiera preparado el terreno. Hay dos buenas razones para creerlo así. La primera es la creencia cristiana en un Dios que no sólo creó el cosmos, sino que le dotó de orden y le hizo seguir ciertas leyes. Un ver- sículo muy citado del Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento 19 , «[Señor], todo lo dispusiste con medida, número y peso», parecía pro- clamar que el mundo no es arbitrario sino inteligible, que tiene un or- den capaz de ser estudiado. Además, es posible determinar las normas impuestas por Dios observando cómo se comportan las cosas, lo que abre camino al método experimental. Esto es muy importante, pues el objetivo fundamental de la ciencia es el estudio de las leyes de la na- turaleza, es decir, de las pautas de comportamiento a las que se ajusta en toda ocasión. Así, una piedra cae siempre hacia abajo con la misma aceleración, los planetas se mueven siempre de la misma manera, el agua siempre hierve a cien grados de temperatura, los días y las noches se suceden, lo mismo que las estaciones. La tradición cristiana facilitó la asimilación de esta idea. Por ejemplo, para Descartes, quien dedicó mu- chos esfuerzos a establecerla, las palabras «ley de la naturaleza» son las adecuadas porque las entendía como normas de conducta impuestas a su obra por un Dios legislador. Un mundo creado por un Dios capricho- so o bajo el dominio de varios dioses en competición, no se comportaría así y no podría ser entendido por sí mismo. Un segundo motivo para establecer una relación positiva entre teo- logía medieval y ciencia moderna se refiere a la idea de infinito. Es éste un concepto difícil de entender contra el que se estrellaron los griegos, hasta el punto de llegar a considerarlo como un serio problema para la inteligibilidad del mundo. Se dice que un conjunto de elementos es in- finito si es posible encontrar más de n de esos elementos para cualquier valor del número entero n, por grande que éste sea. Por ejemplo, un segmento de línea recta contiene infinitos puntos, pues podemos hallar en su interior más de mil de ellos, más de un millón, más de un billón, 19. Sabiduría 11, 21. 63 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN y así sucesivamente sin límite ninguno. Esta idea repugna a nuestra in- tuición propia de seres finitos, pero es muy importante pues la ciencia describe cosas que ocurren en el espacio y el tiempo y cualquier volu- men espacial o cualquier intervalo temporal contienen infinitos pun- tos o instantes. De hecho, la teoría del movimiento de Newton, con la que surgió la ciencia moderna, consiste esencialmente en poner en una correspondencia adecuada conjuntos infinitos espaciales y temporales. Esto parecía imposible a los griegos, como ponen de manifiesto las re- futaciones del movimiento del filósofo Zenón de Elea, nacido ca. 490 a.C., a quien Aristóteles llama inventor de la dialéctica. Los más conoci- dos se refieren a la flecha y el blanco y a Aquiles y la tortuga. Tomemos el primero. Si un arquero lanza una flecha, antes de llegar a la diana debe recorrer la mitad de la distancia, luego la mitad de lo que le queda y así sucesivamente siempre le falta algo. O sea, que debe reco- rrer un conjunto infinito de intervalos de espacio en un tiempo limitado y finito, lo que parece imposible. De la misma manera, Aquiles, el hé- roe de los pies ligeros, no podrá alcanzar nunca a una tortuga porque, cuando llega al punto A donde estaba ella al principio, se habrá movido hasta B y cuando llegue a B, ella estará en C, etc. Ante esa dificultad, Zenón no deduce la inexistencia del cambio, sino la imposibilidad de entenderlo racionalmente. La idea de infinito es una de las claves para una teoría del mo- vimiento: sin ella el mundo es ininteligible. Está presente en el naci- miento de la ciencia moderna, en la geometría analítica de Descartes, en los experimentos de Galileo sobre la inercia, en las visiones de Kepler sobre el movimiento planetario y, sobre todo, en Newton. Para todos ellos era un concepto menos aterrador que para los griegos, porque el cristianismo lo había considerado siempre como un atributo divino y la intensa reflexión teológica de la Edad Media, basada siempre en su- poner una deidad racional, lo había hecho familiar, libre de sus perfiles más cortantes 20 . Newton y Leibniz, inventores del cálculo infinitesimal, 20. Los teólogos medievales tenían distintas opiniones sobre el infinito. Tomás de Aquino (1225-1247) lo rechaza en la Summa Theologica, diciendo que es totalmente imposible una multiplicidad infinita en acto. En cambio, Agustín (354-430) afirma en su Ciudad de Dios que no se puede negar a Dios el poder de concebir el infinito en acto. La continuación de la historia de las matemáticas confirma otra vez esta relación, al for- malizarse en el siglo XIX la teoría de conjuntos, gracias en buena medida a Georg Cantor (1845-1918), nacido en Rusia de familia judío-danesa pero que vivió en Alemania (cf. M. Kline, El pensamiento matemático de la Antigüedad a nuestros días, 3 vols., Alianza, Madrid, 1992, cap. 41). Su trabajo explorando los transfinitos estuvo muy influido por su tendencia mística y sus vivencias religiosas. Luchó contra quienes se oponían al infinito, y mantuvo una pugna con el matemático Leopold Kronecker, gracias a su fe en que los conjuntos infinitos «existen en el nivel más alto de la realidad en tanto que ideas eternas en la mente de Dios». 64 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS eran dos creyentes convencidos. El primero lo aplicó con enorme éxito a la teoría del movimiento, en la que recurre con frecuencia a dividir infinitamente el espacio recorrido por un móvil. No es casualidad que considerase el espacio como el sensorio de Dios (su órgano de los sen- tidos con el que se comunicaba con el mundo), algo necesariamente infinito. Que el origen del pensamiento de hoy puede ser consecuencia de la teología medieval fue ya defendido en 1925, en un famoso libro sobre el nacimiento de la ciencia moderna 21 , por el matemático británico Al- fred North Whitehead, a quien ya hemos citado por su concepción de Dios en proceso. Para Whitehead, la idea de un Dios legislador fue esencial para ins- pirar a los fundadores de la ciencia moderna «la convicción de que cada acontecimiento puede, en todos sus detalles, ser puesto en correlación con sus antecedentes, de manera bien definida, aplicando principios generales». Además, el convencimiento consiguiente de que hay un se- creto que puede ser desvelado, una sensación muy intensa en los cientí- ficos, se debió a «la insistencia medieval en la racionalidad de Dios». En el mismo contexto, el premio Nobel de Química de 1977 Ilya Prigogine (1917-2003) e Isabelle Stengers (1949), al considerar en su famoso li- bro La nueva alianza 22 varias opiniones sobre la posible influencia de la teología medieval en el nacimiento de la ciencia moderna, subrayan que «lo que hoy se llama ciencia clásica nació en una cultura dominada por la idea de una alianza entre el hombre, situado en la frontera entre los órdenes divino y humano, y un Dios legislador, arquitecto soberano concebido a nuestra imagen». Hay muchos motivos para admitir que la Revolución científica no fue la ruptura que se suele suponer. El historiador escocés Hugh Kear- ney 23 estudia cómo los científicos de los siglos XVI y XVII continuaban tres tradiciones medievales que consideraban el mundo como misterio, como organismo y como máquina. Aquí como en todas partes debe- mos librarnos de simplismos, especialmente al ver que la figura más emblemática del grupo, el gran Isaac Newton en cuya obra se basaron las escuelas de pensamiento mecanicista, está también influido por las tradiciones que juzgan el mundo como un misterio o un organismo. Por ello se resistió a dar una visión exclusivamente mecánica del universo, 21. A. N. Whitehead, Science and the modern world, Simon & Schuster, New York, 1925, pp. 9-25. El americano S. Jaki defiende las ideas de Whitehead en libros como Science and creation, Scottish Academic Press, Edinburgh, 1986. 22. I. Prigogine e I. Stengers, La nueva alianza, Alianza, Madrid, 1986; Círculo de Lectores, Barcelona, 1997. 23. H. Kearney, Orígenes de la ciencia moderna 1500-1700, Guadarrama, Madrid, 1970. 65 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN hasta el punto que el conocido economista John Maynard Keynes, quien compró los manuscritos de Newton en 1936 en una famosa subasta, lo consideraba más próximo a los alquimistas que a los mecanicistas del siglo XVIII (es poco conocido que Newton escribió mucho sobre alqui- mia). Así dice Keynes: Newton consideraba el universo como un enigma que podía adivinarse mediante la sola aplicación del pensamiento a ciertas claves místicas que Dios puso en el mundo [...] como un criptograma preparado por el Todopoderoso [...] 24 . Estas consideraciones explicarían por qué la ciencia surgió en Eu- ropa. Sólo podría haberlo hecho en una cultura en la que una filosofía como la griega hubiese insistido previamente en la armonía del mundo y en que hay que pensar las cosas a fondo intentando llegar a sus prin- cipios esenciales, y en el que la creencia en un Dios creador y racional hubiese abonado la idea de que el mundo es inteligible. Pero, cuando se dice una cosa así, suena enseguida la acusación de eurocentrismo, por lo que conviene contar con opiniones surgidas en otros ámbitos culturales. Examinaremos ahora los puntos de vista de científicos provenientes de las culturas judía, musulmana, japonesa y china. Cyril Domb es un físico de la Universidad de Bar-Ilan en Israel. Fue antes profesor en Cambridge y Londres. Es muy conocido por sus traba- jos sobre transiciones de fase y fenómenos críticos, por los que obtuvo el premio Max Born en 1981. Domb cree también en la influencia po- sitiva de las ideas religiosas de pioneros de la ciencia como Copérnico, Kepler, Boyle o Newton sobre su trabajo. No le cabe duda de que lo interpretaban como el descubrimiento de las leyes que el Creador había impreso en la naturaleza y se sentían profundamente impresionados por la simplicidad de las hipótesis que bastan para describir el mundo, para las que no hay ninguna razón lógica 25 . El paquistaní Abdus Salam (1926-1996), premio Nobel de Física en 1979, que cita el párrafo anterior de Prigogine 26 , está de acuerdo con la 24. J. M. Keynes, Essays in Biography, London, 1951, pp. 313-314; la misma frase figura en una conferencia suya de 1946: «Newton, the Man», en Newton Tercentenary Celebrations, Cambridge University Press, Cambridge, 1947, pp. 27-34. Cf. también P. E. Spargo, «Sotheby’s, Keynes and Yahuda. The 1936 sale of Newton’s manuscripts», en P. M. Harman y A. E. Shapiro (eds.), The investigation of difficult things. Essays on New- ton and the history of exact sciences, Cambridge University Press, Cambridge/New York, 1992. 25. C. Domb, «Faith and reason in Judaism», en N. Mott, Can scientists believe? Some examples of the attitude of scientists to religion, James and James, London, 1991. 26. A. Salam, «Religion and Science, with particular reference to Science in Islam», International Centre for Theoretical Physics, Trieste, 1990, pp. 4-5. 66 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS existencia de una relación de causalidad directa entre la teología medie- val y la ciencia, pero insiste en que debe añadirse la tradición islámi- ca a la greco-judeo-cristiana. Dedica mucho esfuerzo, publicaciones y conferencias a analizar la línea que va desde el Corán a los grandes de la ciencia islámica en su época de oro, hacia el año mil, como Avicena (980-1037), Alhazen (965-1039) y Al Biruni (973-1048) 27 . Salam está convencido de que el esplendor de la ciencia árabe en ese momento se debe a la influencia decisiva del Corán, que incita a los fieles a contem- plar la obra de Dios, de manera similar a como ocurrió en Europa con la teología medieval cristiana. El japonés Hideki Yukawa (1907-1981) recibió el premio Nobel de Física en 1949 por postular la existencia de las partículas elementales llamadas mesones. Sus razones para hacerlo eran puramente teóricas, pero estaba en lo cierto: fueron observadas años después en el labora- torio. Era un hombre de gran cultura, muy conocedor de los clásicos chinos, para los japoneses algo parecido a los griegos para Europa. Muy interesado en las raíces de la creatividad y en el papel de la abstracción y la intuición en el razonamiento 28 , se declara admirador de los filósofos griegos por «introducir el método general de la abstracción que es uno de los dos fundamentos de la ciencia», y dice: «Para un científico como yo, la filosofía natural de la antigua Grecia tiene el aire romántico de las historias de dioses y diosas y las tragedias con héroes». Tras afirmar que la ciencia ha llegado a donde está hoy gracias a la cultura desarrollada precisamente en Grecia y no en ningún otro país, se pregunta los mo- tivos de un hecho tan singular. Su contestación es que «el pensamiento clásico oriental pone un énfasis excesivo en la intuición, mientras que en Grecia la intuición y la abstracción alcanzaron un equilibrio armo- nioso». Es interesante saber que sospecha que el mundo moderno ha perdido algo de ese equilibrio y que le convendría una inyección de elementos orientales para recuperar los valores del conocimiento intui- tivo. Yukawa no habla de religión, pero sí de una de las razones de que la ciencia haya nacido en Europa, lo que nos sugiere que no debemos temer a la acusación de eurocentrismo. Finalmente examinemos la opinión de un chino, el astrofísico Fang Li Zhi, nacido en 1936. Tras ser condenado varias veces a trabajos for- zados durante la Revolución cultural entre 1966 y 1976 y ocupar luego cargos importantes en su país, se vio obligado a escapar al extranjero 27. Véase más abajo el capítulo 7; cf. también A. Salam, «Conferencia en el Simposio Internacional de Unidad Abrahámica», Córdoba, 1987; J. Vauthier, Abdus Salam, un phy- sicien, Beauchesne, Paris, 1990. 28. H. Yukawa, Creativity and Intuition: A physicist looks at East and West, Kodansha International, Tokyo, 1973. 67 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN por su disidencia política. Recibió muchos premios, como el de la Aca- demia de Ciencias de China o el Robert Kennedy por su defensa de los derechos humanos. Actualmente trabaja en la Universidad de Arizona. Quizá por influencia de la tradición taoísta china, defiende la teoría del nacimiento del universo desde la nada, de la que se hablará en el capítulo 6. Fang Li Zhi fue invitado en 1987 a participar en Roma en una conferencia sobre teología y ciencia, organizada por el Observa- torio Vaticano. Dedicó su intervención 29 , como un buen método para comprender las relaciones entre religión y ciencia, a estudiar los mo- tivos de que ésta se haya desarrollado primero en Europa. Encuentra algunas razones para que haya ocurrido así —varios efectos positivos de la teología sobre la ciencia—. La primera se refiere a la inteligibilidad del mundo, sin cuya hipótesis no tendría sentido la empresa científica. Mientras en Europa muchos sabios se esforzaban en comprender por qué se mantienen los astros en el cielo sin caer hacia abajo, los pocos que en China se planteaban cuestiones como ésta eran ridiculizados (al- gunos lo hicieron en la ciudad de Ji y, desde entonces, la frase «actuar como la gente de Ji» se usa para designar a los que pierden su tiempo ocupándose de cosas inútiles sin sentido). Nótese que la reflexión sobre ese problema tuvo mucha importancia —de ello salió nada menos que la teoría de la gravitación universal—. En Europa la discusión teológica estimulaba preguntas como ésta, pero la religión de Confucio inhibe la preocupación por cuestiones fundamentales, que le parecen «inútiles», por su énfasis en la ética social y su olvido de la ontología. Nótese la coincidencia con Yukawa, citado más arriba. Otra razón que encuentra Fang es el importante papel que jugó en Europa la noción de universalidad —que las propiedades de la naturale- za son las mismas en todas partes—, debido a la creencia de que el mun- do fue creado en su totalidad por un Ser racional. Ello abrió el camino a la búsqueda de regularidades e hizo más fácil postular que las mismas leyes rigen el comportamiento de los astros y de las cosas en la Tierra —idea que resultó extraordinariamente fecunda—, como lo hizo New- ton (y también el iraní Al Biruni en la cultura musulmana, en la misma situación que la cristiana a estos efectos). Fang considera también la rá- pida aceptación del principio de relatividad de Galileo —esencial en su dinámica—, debida a su entender, a que la tradición religiosa medieval hacía admisible la existencia de principios básicos de validez universal. Parece pues que hay base sólida para admitir un efecto positivo de la teología medieval en el nacimiento de la ciencia moderna, sin temor a caer en un eurocentrismo disimulado. 29. Fang Li Zhi, «Interface between science and religion», en R. J. Russell et al. (eds.), John Paul II on science and religion, Vatican Observatory, Vaticano, 1990. 68 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Pero hay que cuidarse de simplificar demasiado. No estoy afirmando que la ciencia moderna sea una consecuencia necesaria de la teología medieval, tras la preparación de terreno de la filosofía griega, aunque sí digo que estas dos facilitaron su nacimiento. En todo caso, si bien la teología medieval tuvo efectos positivos sobre la ciencia, que facilitaron la Revolución científica del XVI, fue sin duda necesaria la liberación de la rígida tutela de la Iglesia, pues la ciencia necesita de libertad intelectual, para atreverse a la heterodoxia e incluso a la herejía. La historia de la reacción ante la doctrina heliocéntrica lo prueba así. ¿Conflicto, independencia, colaboración? Quizá simplificando un tanto se puedan encontrar tres enfoques básicos sobre el problema de las relaciones entre ciencia y religión 30 : 1. Conflicto inevitable. Para muchos, ciencia y religión son dos estruc- turas antagónicas e incompatibles, enfrentadas intensa y necesariamente por sus métodos, fines y estilos. 2. Independencia. Según otras opiniones, sus ámbitos de actuación son completamente diferentes, de manera que todas sus disputas se de- ben a malentendidos. 3. Cooperación. Algunos creen que la ciencia y la religión se ayudan mutuamente y citan, por ejemplo, cómo durante la Revolución científi- ca, el intento de comprender mejor la manera de actuar de Dios sobre el mundo fue uno de los estímulos de muchos grandes científicos. En esta línea, algunos llegan a verlas incluso como complementarias. Cualquiera de estas maneras de ver la cuestión, aplicada siste- máticamente a todos los casos en todas las épocas, como hacen muchos, es una simplificación excesiva, gravemente deformadora de la verdad 31 . El historiador de la Universidad de Oxford John H. Brooke 32 ha mos- trado hasta qué punto esas esquematizaciones son excesivas. Las rela- ciones entre conocimiento científico y fe religiosa son enormemente complejas y ricas y, además, lo que se entiende por ciencia y por religión no es algo fijo e inmutable, está sujeto a fluctuaciones y sus fronteras son móviles y difusas. Una de las dificultades es la diferencia entre religión 30. I. G. Barbour, Issues in Science and Religion, Prentice Hall, Englewood Cliffs (NJ), 1966; o la presentación más breve del mismo autor «Ways of relating science and theology», en R. J. Russell et al. (eds.), Physics, Philosophy and Theology: A Common Quest for Understanding, Vatican Observatory, Vaticano, 1988, pp. 21-48. 31. A. Udías, Conflicto y diálogo entre ciencia y religión, Sal Terrae, Maliaño, 1993. 32. J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge Uni- versity Press, Cambridge/New York, 1991. 69 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN e Iglesia, cuya variedad hace que cualquier generalización se enfrente a excepciones, contraejemplos o matices. La Iglesia católica ha mantenido distintas actitudes en diferentes épocas, no coincidentes con las de la anglicana o la calvinista. En oca- siones, muchas ideas se han usado tanto para fines religiosos como cien- tíficos; la religión ha estimulado otras veces a la ciencia y, al revés, ésta ha actuado también como crítica positiva de aquella. Ocurre también a menudo que diferencias entre distintas escuelas científicas o religiosas se presentan como conflicto entre ciencia y religión. Un punto particu- larmente importante es la abundancia de científicos creyentes cuyas vi- siones muy personales entran en conflicto con las de las grandes iglesias. Muchos de ellos ven tal complementariedad entre ciencia y religión que incluso se asombran de que pueda haber algún problema. El paradig- ma es aquí el gran Newton, para quien la ciencia y la religión estaban integradas de modo armonioso en la filosofía natural. Seguramente se habría sentido sorprendido si alguien le hubiese preguntado cómo las re- conciliaba, pues para él eran dos formas de conocimiento convergentes, dedicadas las dos entre otras cosas al estudio de los atributos de Dios y de cómo éste movía el mundo. La ciencia y la religión coinciden en cuanto implican cosmovisiones, pero hay entre ellas diferencias importantes. Por una parte, el fluir del mundo se debe, para la ciencia, a fuerzas impersonales tales que, da- das unas ciertas circunstancias y condiciones, las cosas se comportan de una determinada manera; para la religión, en cambio, las cosas son debidas, en su realidad más profunda, a seres no materiales o a espíri- tus de naturaleza personal. Por otro lado, la ciencia lo basa todo en la comprobación experimental, eliminadora de todos los elementos sub- jetivos del conocimiento, gracias a la autocrítica, la duda metódica y el escepticismo sistemático; por el contrario, la religión se fundamenta a menudo en revelaciones, dogmas y elementos subjetivos. Pero, aunque pocos estén en desacuerdo con la existencia de esas diferencias, forzoso es admitir que la ciencia cae a menudo en la creencia sin crítica y en el dogmatismo temporal, mientras que la religión incurre también en el ejercicio de la autocrítica, mediante reformas, herejías, sectas, o vueltas a la pureza primitiva. Si admitimos como religión toda manera de ver el mundo que ofrez- ca al hombre una guía de comportamiento reafirmada mediante ritos, tal como se discutió en el capítulo 1, no hay duda de que la ciencia es para muchos una religión. Y entre ellos hay creyentes y ateos. Durante la Revolución francesa, la retórica revolucionaria podría muchas veces intercambiarse con la de un mesianismo convencido de la necesidad de transformar al hombre con los ideales de la ciencia. El biólogo T. H. Huxley, uno de los primeros propagadores de las ideas de Darwin, solía 70 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS llamar «sermones laicos» a sus conferencias, y en el siglo XX hay muchos cuyo celo en propagar el triunfo del cientismo no es menor que el de los grandes profetas o misioneros. Sin duda ha habido y hay conflictos, algunos muy grandes, entre los que destacan los relacionados con Galileo y el sistema heliocéntrico por un lado, y con la teoría de la evolución de Darwin, por el otro. En esos casos, la religión acabó cediendo, pero a pesar de ello permanece y continúa. Dada la intensidad de la confrontación y las pruebas aducidas por la ciencia en esos debates, esto sorprende y sólo puede explicarse si los conflictos se refieren a cuestiones secundarias o a que el sentido de la vida, sobre el que la ciencia se supone que no debe entrar, es una cuestión demasiado importante para los hombres, o quizá al valor social que tienen las religiones. Una de las expresiones más radicales de la idea de un antagonismo inevitable es el clásico libro Historia del conflicto entre religión y cien- cia, publicado en 1875 por el inglés J. W. Draper 33 , el primer presidente de la Sociedad Americana de Química. Se trata de un durísimo ataque contra el Vaticano, reacción airada ante la encíclica Quanta Cura de 1864, en la que Pío IX pretendía que todos los enseñantes estuviesen bajo la autoridad de la Iglesia, y el decreto sobre infalibilidad del papa promulgado en 1870 por el concilio Vaticano I. Está claro que Pío IX se equivocó, y mucho, en las dos cuestiones. Las opiniones de Draper pasaron a formar parte de los presupuestos culturales de todos aquellos que ven la historia como el debate entre un principio negativo, expresado por las iglesias, y la ciencia en lucha por la liberación de la humanidad. Su visión de la historia es extremadamente esquemática: la ve como un enfrentamiento en el que la ciencia derro- tará a la religión, tras lo cual los hombres serán inevitablemente felices gracias al progreso científico. Que una visión tan simple alcanzase tanto éxito se debió, sin duda, al grave error de las iglesias al oponerse a la teoría de la evolución de Darwin, que tenía todas las de ganar como pronto se vio, reeditando así el triste juicio de Galileo. De hecho Draper había participado en la famosa reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, tenida en Oxford en 1860, en la que se dice que Huxley contestó al obispo anglicano Wilberforce, cuando éste le pregun- tó si descendía del mono por parte de padre o de madre, algo así como «prefiero tener un mono por antepasado que un obispo que habla de lo que no entiende». Draper trasladó a su libro el tono crispado del debate. Característico de las posturas como la de Draper es la superficialidad de su análisis histórico. Sólo consideran las opiniones extremas e inter- 33. J. W. Draper, Historia del conflicto entre religión y ciencia, Altafulla, Barcelona, 1987. 71 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN pretan el pasado sin tener en cuenta las diferencias con el presente. Draper incluso fabrica algunos datos, por ejemplo al inventar el mito de que los teólogos de Salamanca se oponían en 1492 al viaje de Cristóbal Colón por considerar como herética la idea de la Tierra esférica. Al final del capítulo 7 se verá cómo Stephen Jay Gould explica que esa historia es completamente falsa pues todas las figuras históricas del cristianis- mo medieval aceptaban sin problemas la esfericidad de la Tierra. De hecho, quienes estaban en lo cierto en ese debate eran los teólogos de Salamanca, no Colón. La tesis del conflicto inevitable es excesivamente simplista, pues supone que ciencia y religión son instituciones de una pieza, monolitos sin fisuras, ignorando completamente sus sutiles com- plejidades. Hay que decir que es defendida desde los dos extremos del espectro, el materialismo científico y el literalismo bíblico. Al hacerlo, esos dos grupos traspasan los límites dentro de los cuales sus métodos tienen sentido o validez. El materialismo científico parte de la ciencia, cuyo método maneja y conoce perfectamente, pero termina haciendo filosofía. Los literalistas bíblicos hacen afirmaciones científicas, basán- dose exclusivamente en postulados teológicos. Un llamamiento de Carl Sagan El norteamericano Carl Sagan (1934-1996), director del Laboratorio de Estudios Planetarios de la Universidad de Cornell, fue un físico y astrónomo de gran proyección pública, cuyos libro y serie de televisión Cosmos 34 tuvieron un enorme éxito. Colaboró en las expediciones es- paciales Mariner, Viking y Voyager, y recibió multitud de distinciones y medallas, entre ellos el premio Joseph Priestley en 1975 «por con- tribuciones eminentes al bien de la humanidad», el Internacional de astronáutica y el Pulitzer de literatura. Aparte de los aspectos técnicos de su trabajo, destaca por sus esfuerzos para prevenir los efectos negativos de la actividad científica, por ejemplo respecto al riesgo de una guerra nuclear o de la destrucción del medio ambiente. Sagan expresa en sus obras un profundo respeto, adoración y re- verencia por la naturaleza, análoga a la que un hombre religioso siente por Dios, pero está en desacuerdo con las ideas del cristianismo, del que disiente en nombre del método científico sobre el que basa una enorme confianza. Quizá por ello es considerado por muchos como un portavoz del cientificismo, opuesto a cualquier interpretación religiosa del mun- do. Pero su postura me parece rica, flexible y abierta, demasiado para clasificarlo con una etiqueta simple. 34. C. Sagan, Cosmos, Planeta, Barcelona, 1982. 72 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Sus opiniones sobre la idea de Dios se resumen en el capítulo 23, «Un sermón dominical», de su libro El cerebro de Broca 35 , en el que em- pieza diciendo: «Contestar sí o no a la pregunta de si creemos en Dios depende mucho de lo que entendamos por Dios», idea muy importante para él, pues rechaza las visiones simplistas que muchas gentes tienen de la deidad. Tras hablar de la dificultad de comprender el papel de un Dios en la Creación, hace lo que es, sin duda, una honda manifestación religiosa: «Al enfrentarnos cara a cara con tan profundos misterios, me parece que es de sabios sentir un poco de humildad». Termina el capítu- lo resumiendo su postura: Mi convicción profundamente sentida es que, si existe un dios en el sentido tradicional, nuestra curiosidad e inteligencia se deben a él. No apreciaríamos esos dones [...] si suprimiéramos nuestra pasión por explo- rar el universo y a nosotros mismos. De otro lado, si ese dios tradicional no existe, nuestra curiosidad e inteligencia son herramientas necesarias para sobrevivir. En los dos casos, la empresa del conocimiento es con- sistente con la ciencia y con la religión y es esencial para el bienestar de la especie humana. En sus esfuerzos a favor de la preservación del medio ambiente, Sa- gan llegó a convencerse de la necesidad de una cooperación entre cien- cia y religión, si queremos salvar el planeta Tierra. Por ello, redactó en 1990 un texto titulado «Preservar y proteger la Tierra. Un llamamiento para un compromiso conjunto de la ciencia y la religión» 36 , firmado luego por treinta y dos científicos destacados. En él propone una acción común, una alianza nueva, como el mejor método para resolver los graves problemas de la Tierra. Tuvo una respuesta rápida, firmada por cientos de dirigentes religiosos de ochenta y tres países, entre los que había patriarcas, lamas, rabinos, cardenales, obispos, mullás, grandes muftís y profesores de teología. Sagan ve necesaria esa cooperación por el grave peligro que corre la humanidad 37 , pues no hemos comprendido hasta hace muy poco que incluso el uso benigno de nuestra inteligencia puede causar riesgos al mundo, porque no somos lo bastante listos para prever todas las con- secuencias. Esto se debe a que tanto la religión como la ciencia —surgi- da de la tradición medieval cristiana— han supeditado la naturaleza al servicio de los hombres. Pero los tiempos han cambiado. No podemos 35. C. Sagan, El cerebro de Broca, Crítica, Barcelona, 1994, cap. 23. 36. «Preserving and cherishing the earth. An appeal for joint commitment in science and religion»: American Journal of Physics 58 (julio de 1990), p. 615. 37. Sagan explica las razones del llamamiento en el artículo «To avert a common danger» en la revista norteamericana Parade Magazine del 1 de marzo de 1992, p. 10. 73 CI E NCI A Y R E L I GI ÓN olvidarnos del planeta y por eso emerge la nueva metáfora de los admi- nistradores, la idea de que «los humanos son los cuidadores de la Tierra, puestos aquí con ese propósito, y son responsables, ahora y en el futuro, ante su propietario». En la preparación del llamamiento jugó un papel importante la profunda ligazón de todos los seres humanos entre sí, pues muchos de nuestros problemas se deben a que hemos dado prefe- rencia a la visión local sobre la global y al plazo corto sobre el largo, sin duda por el carácter reduccionista que suele tener la ciencia. En el texto del llamamiento se afirma que «estamos a punto de co- meter —algunos dicen que ya lo hemos hecho— lo que en lenguaje religioso se llama a veces crímenes contra la Creación». Los problemas implicados y las soluciones necesarias «tienen a la vez una dimensión científica y religiosa». Y continúa: Nosotros científicos [...] apelamos a la comunidad religiosa del mundo para comprometernos a preservar el medio ambiente de la Tierra [...]. Como científicos, muchos de nosotros hemos tenido experiencias profun- das de respeto y reverencia ante el universo. Nuestro hogar planetario debe considerarse [sagrado] y los esfuerzos por salvar el medio ambiente deben ser infundidos con una visión de lo sagrado [...]. Esperamos que este llamamiento estimule un espíritu de causa común y acción conjunta para salvar a la Tierra. En su respuesta, los dirigentes religiosos aceptan la colaboración como una oportunidad única pues, según dicen, «la crisis del medio am- biente es intrínsecamente religiosa». Vemos así un acercamiento nuevo de las dos comunidades, en una postura que recuerda a la de los astróno- mos del siglo XVII, para los que el mundo era sobre todo la obra de Dios, pues los firmantes del manifiesto opinan que tiene carácter sagrado, con independencia de sus variadas opiniones concretas sobre la existencia de una deidad. Un punto de vista parecido al de Sagan respecto a la posible cola- boración entre religión y ciencia fue expuesto recientemente por el bri- tánico Martin Rees, presidente de la Royal Society de Londres, Astró- nomo Real del Reino Unido y uno de los cosmólogos más prestigiosos de hoy. En un debate en esa misma sociedad que tuvo lugar en mayo de 2007, afirmó hablando de los fundamentalismos: Si damos la impresión de que la ciencia es hostil incluso a las líneas principales de la religión, será más difícil combatir los sentimientos anti- científicos realmente peligrosos. Necesitamos a esa gente [religiosa] para enfrentarnos a los fundamentalismos extremos 38 . 38. A. Jha, The Guardian (Londres), Sección de ciencias, 29 de mayo de 2007. 74 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Richard Dawkins, participante también en el debate, se manifestó en completo desacuerdo. Posteriormente, Rees, que se declara cristiano practicante pero no creyente, amplió su punto de vista en un programa de radio el día 12 de agosto del mismo año. Allí opinó que el antago- nismo entre ciencia y religión ahora creciente en algunos ambientes se debe a dos razones. Primero, a la expansión de los fundamentalismos y, segundo, «al conflicto aparente fomentado por el creacionismo en Estados Unidos entre ciertas clases de ciencia y ciertas clases de religión» (subrayado mío). Considera que entre los científicos de hoy hay un am- plio espectro de creencias religiosas y, por ello, no debe entenderse que ciencia y religión se oponen necesariamente. Rees escribió un libro so- bre la gravedad de los peligros que debe afrontar la humanidad en el siglo XXI 39 que, en su opinión, sólo pueden evitarse mediante un nuevo compromiso moral. Para ello la ciencia y la religión deben andar juntos pues «la razón, sólo por sí misma, no es suficiente para definir la ética». Debemos, pues, tomar en consideración los puntos de vista de las reli- giones y de otras filosofías. Concluye subrayando que hay un punto en común entre ciencia y religión pues ambas comparten el sentimiento de maravilla y de misterio ante la naturaleza. 39. M. Rees, Nuestra hora final, Crítica, Barcelona, 2004. 75 3 DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS Por qué no se puede probar ni refutar a Dios Las religiones organizadas han buscado siempre una prueba de la existen- cia de Dios. Muchos de los mejores genios del pensamiento han dedicado también grandes esfuerzos a conseguirla, entre ellos Platón, Aristóteles, Agustín, Averroes, Descartes, Spinoza, Boyle o Newton. Cuando yo es- tudiaba el bachillerato se enseñaban en España como parte obligatoria de los programas oficiales de religión las famosas cinco vías de Tomás de Aquino con las que se pretendía probar de manera incontestable que Dios existe. Durante largo tiempo, sectores importantes del cristianismo las consideraban tan sólidas y seguras que cualquiera que no se mostrase convencido de inmediato era considerado reo de mala voluntad. Pero ¿es razonable admitir que pueda probarse la existencia de Dios? Ac- tualmente ya no se cree que eso sea posible, mas, como dice Hans Küng, para los creyentes «las pruebas de la existencia de Dios han perdido hoy mucho de su poder persuasor, pero muy poco de su fascinación» 1 . Una prueba merecedora de tal nombre debería ser algo más que un argumento de posibilidad, un motivo de reflexión o un indicio sugeren- te; tendría que contener argumentos lógicos tan seguros que un ateo con suficiente cultura como para entenderlos se convenciese al punto de la existencia de Dios. Para ello debería partir de una afirmación conoci- da y aceptable sin ninguna duda, tal como «yo existo» o «hay cosas que existen» y ser capaz de dar el salto hasta la trascendencia de Dios. Sin duda, es posible probar las verdades matemáticas y persuadir de ellas a cualquiera capacitado para entender su demostración. Por ejemplo, es fácil convencer a quienes hayan estudiado matemáticas al 1. H. Küng, ¿Existe Dios?, Trotta, Madrid, 2005, p. 583. 76 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS nivel del bachillerato elemental de que la suma de los tres ángulos de un triángulo dibujado en un plano vale ciento ochenta grados o de la vera- cidad del teorema de Pitágoras sobre los triángulos rectángulos, según el cual el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Como último recurso, bastaría con recortar modelos de cartón y medirlos. O, por poner un ejemplo más simple, de que una par- cela de terreno en forma de rectángulo de cuarenta por cincuenta me- tros tiene un área de dos mil metros cuadrados (como prueba elemental bastaría con dividirla en cuadrados de un metro de lado y contarlos). Los jueces y los detectives se enfrentan a menudo con la necesidad de probar ciertas afirmaciones «más allá de una duda razonable» y muchas veces lo consiguen, pero ¿es posible probar la existencia de Dios? Nadie lo cree hoy. Todas las pruebas propuestas contienen alguna afirmación que ha resultado más tarde inadmisible. Así, Tomás de Aqui- no, en sus vías basadas en las ideas de primer motor o de las causas efi- cientes, rechazaba por absurda la posibilidad de una sucesión infinita de causas. Costó mucho entender el infinito, que parecía entonces repudia- ble y autocontradictorio, por las numerosas paradojas que planteaba 2 . Por ejemplo, como ya hemos visto en el capítulo 2, el griego Zenón de Elea, jugando con las curiosas propiedades del infinito, probó de ma- nera insólita la imposibilidad de pensar racionalmente que una flecha llegue a su blanco o que Aquiles, el de los pies ligeros, alcance a una tortuga. Pues, dice el argumento, Aquiles o la flecha deberían recorrer primero la mitad de la distancia necesaria, luego la mitad de lo que que- da, de nuevo la mitad de lo que queda, etc. Razonando así, siempre que- da algo por recorrer, pues la sucesión de distancias que restan, aunque cada vez menores, contiene infinitas de ellas y no termina nunca, por lo que ni Aquiles ni la flecha llegarán nunca a su destino. Pero, desde entonces, las paradojas se han aclarado tras la fuerte irrupción del infinito en la matemática, tanto que el manejo de sucesio- nes infinitas es hoy día habitual incluso para los estudiantes de bachille- rato, como es el caso de la sucesión 1, 2, 3..., n…, es decir, de aquella cuyo primer elemento es 1, el segundo 2 y así sucesivamente; o 1, 1/2, 1/4, 1/8..., 1/2 n ..., es decir, uno, un medio, un cuarto, un octavo, etc., precisamente la que interviene en el argumento de la flecha de Zenón. Otro razonamiento muy usado, la quinta vía de santo Tomás, se basa en la existencia de un plan en la naturaleza, que parece diseñado con una finalidad previa, idea conocida como teleología. Pues el examen del mundo material, especialmente de los seres vivos, lleva a descubrir por todas partes la sugerente evidencia de un diseño, indicación de un 2. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989. 77 DE L A S P R UE B A S DE L A E XI S T E NCI A DE DI OS creador benévolo que ama su obra. Vemos a los peces con la forma ade- cuada para moverse en el agua o a los pájaros para hacerlo en el aire, al Sol enviando la energía necesaria para la vida en la Tierra y, en general, a todos los órganos de los animales y plantas como diseñados cada uno para su fin específico. Sobre esto se hablará en el capítulo 5, pero ade- lantemos ahora que, si bien antes parecía un argumento especialmente sólido, el desarrollo de la teoría de la evolución biológica a lo largo de la enorme edad que hoy sabemos que tiene la Tierra le ha quitado su valor. Incluso algunos llegan a considerar como contraprueba la falta de plan, como parece ser el caso de Weinberg citado en el capítulo 1. Hasta se podría dar la vuelta al argumento y considerar que algunos aspectos de nuestro mundo manifiestan un propósito malévolo por par- te de su creador. Por ejemplo, ¿qué pensará una gacela de la maravillosa anatomía del leopardo o una paloma de la delicadísima aerodinámica del gavilán? ¿Por qué hay en el mundo tanto mal, tanto sufrimiento o tanto dolor? No cabe duda de que la falta de plan que perciben algunos es una razón poderosa para su ateísmo. Una prueba que hoy día parece algo extraña es el famoso argumento ontológico de Anselmo de Canterbury (1035-1109), sobre el que se ha escrito mucho. Según él, Dios es el ser más perfecto de los imaginables, por lo que debe existir necesariamente. En efecto, como la existencia es una perfección, si Dios no existiese podríamos imaginar otro ser igual pero existente y más perfecto por tanto, lo que conduce a una contra- dicción. Pero está claro hoy que de la idea de algo no se puede nunca deducir su existencia necesaria. Aquí queda muy claro el salto emocio- nal. Este argumento ha sido objeto de algunas bromas, por ejemplo se ha dicho que sirve para probar la inexistencia del Diablo, porque, como sería el ser más imperfecto que podamos imaginar y como la inexisten- cia es una imperfección, el diablo debería tenerla necesariamente por lo que no podría existir. Los argumentos que se suelen usar son de cuatro tipos 3 : a) El argumento cosmológico. Traduce la sensación producida por la naturaleza de que alguien la creó y está detrás de ella. A partir de da- tos sobre el movimiento y el cambio observados en el mundo y usando la idea de causalidad, se construye una cadena de causas y efectos que se supone no puede ser infinita y se concluye de ello que debe existir una causa primera identificada con Dios. b) El argumento teleológico. Partiendo del orden y del diseño que se observa en el mundo, donde desde los astros mayores a las partícu- las más pequeñas y especialmente en los seres vivos, todo parece estar 3. H. Küng, ¿Existe Dios?, cit., pp. 588, 591. 78 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS ordenado con una meta, se deduce un fin supremo, Dios creador y di- señador a la vez. c) El argumento ontológico. Debido a Anselmo de Canterbury y usado luego por Descartes y Leibniz, se diferencia de los anteriores en que no se basa en cómo son o cómo se mueven las cosas, sino en el pensamiento puro. Partiendo de la mera idea de Dios como ser perfec- tísimo o absolutamente necesario, se concluye que debe existir pues la existencia es una parte necesaria de la perfección. d) El argumento moral. El sentimiento moral innato en el hombre, según el cual es mejor hacer el bien y obrar rectamente que hacer lo contrario es muchas veces imposible o difícil de armonizar con el ansia de felicidad que impele fuertemente a cada ser humano. Dios es necesa- rio como condición de posibilidad del bien supremo. Excepto el argumento ontológico, saltan desde la percepción inme- diata del mundo hasta la existencia de Dios, desde la realidad tangible a la trascendente. ¿Cómo se puede dar tan descomunal brinco? Según una tradición inspirada en Platón, es factible porque las cosas participan del bien absoluto identificado con Dios, como ya había dicho la Biblia que le ocurría al hombre, creado a su imagen y semejanza. Pero la difi- cultad subsiste, a pesar de esa pirueta intelectual, y es la razón de que sea imposible hallar una prueba totalmente convincente, si se entiende esta palabra en su acepción usual en los razonamientos de la ciencia. Un Ser Supremo como el de las religiones monoteístas es trascendente al mundo y, por lo tanto, a la ciencia del mundo. Por eso su existencia no puede deducirse de la física, entendida en el sentido general de estudio de las leyes que sigue la materia, sino que sería en todo caso propia de la metafísica, como lo entendían quienes propusieron pruebas en el pa- sado, en especial Aristóteles, Averroes, Avicena, Mamónides o Tomás. No olvidemos este punto, importante por dos razones. Primero, porque su olvido desvirtuaría todo el sentido de las reflexiones de tantos pen- sadores. Segundo, por motivos de justicia elemental hacia ellos, pues quedarían muy mal parados si supusiéramos que hablaban en términos científicos. Les sorprendería mucho buscar la falta de capacidad proba- toria en argumentos físicos. El corazón de las pruebas se expresa en una cláusula doble: 1) el mundo existe; 2) está dominado por la causalidad. Los antiguos, si- guiendo a Aristóteles, hablaban de varias clases de causas —eficiente, material, formal, final— y por eso separaban sus argumentos en varias vías, pero hace ya mucho que la física considera sólo un tipo, la efi- ciente, bien por determinación, bien por probabilidad. Los hechos que vemos suceden por alguna causa. Siempre los podemos poner en rela- ción con otros anteriores sin los cuales no habrían ocurrido: ésas son sus causas. Lo importante es aquí que, una vez aceptada la causalidad, 79 DE L A S P R UE B A S DE L A E XI S T E NCI A DE DI OS ninguna de las causas que se aplican a las cosas es tan radical que haga que esas cosas deban existir necesariamente. Podrían muy bien no exis- tir. Así, en la evolución del sistema solar, podemos establecer cadenas causales, pero sería perfectamente imaginable un mundo en el que no existiesen ni el Sol ni los planetas. Esto querían decir los filósofos con la afirmación de que la esencia de las cosas no implica su existencia. Pero este análisis trasciende a la física, ciencia que se ocupa sólo de las cosas que ya existen. Por tanto no puede aceptarse como prueba. El punto de llegada de las pruebas, la divinidad, es inalcanzable porque carece de la limitación propia del mundo. Al revés que las cosas materiales, su esencia se confunde con su existencia y por eso trasciende las categorías físicas —éste es el sentido de la frase «Yo soy el que soy» de la zarza ardiente a Moisés en el monte Horeb. Vistas desde nuestros hábitos científicos, todas las pruebas que se han propuesto contienen dos elementos: un desarrollo lógico intelec- tual, y la exigencia de un salto emocional para aceptar alguna hipótesis; ahí está su déficit probatorio. Tratan de demostrar algo que es más vi- vencial que lógico. Sin duda no convencerán nunca a un ateo decidido, pero apelan a sentimientos muy profundos en todos los creyentes. Tiene razón Küng al decir que no han perdido nada de su fascinación. Más aún, su mismo fracaso formal les da más atractivo, porque el Dios que se encierra en la fría lógica de los silogismos, en los esquemas automáticos de los razona- mientos, no es el Dios que los creyentes sienten como vivencia profunda. Por otra parte, los últimos doscientos años han ido asestando gol- pes muy fuertes a la creencia en el poder omnímodo del pensamiento —también una fe, aunque de otro tipo—. La razón teórica tiene lími- tes —en ese convencimiento vive la filosofía desde Kant— y, por ello, toda cautela es poca cuando se trata de acercarse a lo que son las cosas, pasando por encima de lo que parecen ser. Y la ciencia ha construido el prodigioso edificio que hoy vemos sobre los límites de nuestra ca- pacidad de conocer; más aún, de modo paradójico, es precisamente el aceptar la limitación humana lo que permite el conocimiento más profundo alcanzable 4 . Los filósofos griegos y medievales pretendían llegar al fondo de las cosas. Kepler, Galileo y los demás creadores de la Revolución científica se percataron de que, en vez de ese desme- dido empeño, es mejor limitarse a algunos aspectos de la realidad: los susceptibles de ser expresados mediante números y geometría, los cuantitativos. Abandonaban así grandes extensiones de estudio, para concentrarse más intensamente en una región menor. Esta operación 4. A. Fernández-Rañada, «La ciencia física o la fecundidad de la limitación humana»: Revista Universitaria Acento 11 (1961), p. 5. 80 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS de cirugía tuvo un éxito pasmoso —de ella surgió la fantástica expan- sión de la ciencia—, pero el brillo de sus resultados no debe oscurecer una evidencia: nuestro intento de conocer las cosas ha cambiado su énfasis, nos acercamos mucho más, pero a una zona menor. Más o menos mientras Kant nos advertía sobre el peligro de tomar nuestro conocimiento como absoluto, el matemático y físico francés Laplace transformaba la teoría de Newton en la mecánica celeste, capaz de predecir con impresionante exactitud los movimientos de los astros (véase más abajo «El demonio de Laplace» en el capítulo 4). Basándose en tales éxitos, el mecanicismo pretendió llegar a conocer toda la rea- lidad, reduciendo su comportamiento a unas pocas leyes matemáticas simples, cuya validez inexorable fue rápidamente interpretada por mu- chos como una prueba de la inexistencia de Dios. Pero las cosas dan muchas vueltas y desde entonces la física ha ido retirándose de su pretensión original al pasar por dos de sus revoluciones en el siglo XX. Primero la teoría cuántica consagró el entendimiento de que, a nivel microscópico, las leyes de la naturaleza son probabilistas, es decir, que pueden predecir probabilidades, nunca certezas: primera limitación. Después la física del caos ha mostrado cómo, a nivel macroscopico, las leyes de la mecánica de Laplace son mucho más complicadas de lo que él creía y que su determinismo es un concepto matemático cuya aplicación efectiva a cualquier tiempo futuro llega a hacerse imposible, a no ser que podamos manejar, como lo haría Dios, una cantidad in- finita de información: segunda limitación. La causalidad tal como se veía en el siglo XIX quedó hecha añicos, reducida a la posibilidad de predecir probabilidades o propensiones o de prever el comportamiento de las cosas en intervalos finitos de tiem- po, limitados en el pasado y en el futuro, a verlos nada más que a tra- vés de una ventana temporal, en expresión afortunada del físico Ilya Prigogine. ¿Cómo pretender entonces trascender lo que vemos y llegar a probar racionalmente que Dios existe, si cualquier camino topa con la inevitable lejanía de las cosas y cualquier razonamiento que use la causalidad estará siempre fuera de la certeza absoluta? Pero, y esto es importante, estas consideraciones se aplican igualmente a la seguridad del ateo, porque por los mismos motivos tampoco se puede probar la inexistencia de Dios. ¿Pruebas lógicas o afirmaciones vitales? A pesar de todo, esos argumentos deben considerarse con respeto, como lo hacía Kant, aun habiendo mostrado su debilidad. Al ateo o al agnós- 81 DE L A S P R UE B A S DE L A E XI S T E NCI A DE DI OS tico no le dicen nada, pero para el creyente tienen un gran valor no sólo emocional sino incluso intelectual. Por eso no están superados si, siguiendo a Küng, los entendemos como afirmaciones vitales y no como argumentos lógicos. Por ejemplo, el argumento cosmológico, la nece- sidad de una causa primera, se basa como ya vimos en una afirmación refutable sobre el infinito. Pero si esto anula su valor probatorio, no afecta en cambio a su poder de sugerencia y al valor de las preguntas que plantea y que no debemos evitar. ¿No habrá finalmente una causa primera, fundamento de todo, que pueda identificarse con Dios? Si, como supone hoy la cosmología, el universo surgió de una enorme ex- plosión, ¿habrá sido un acto de creación? Además ¿no surgió la ciencia del asombro y de la pregunta y no de la seguridad? Algo parecido ocurre con el argumento teleológico que asegura que Dios es la única explicación posible del diseño que se ve por to- das partes. Como argumento lógico ha sido destrozado por la teoría de la evolución de Darwin y sus desarrollos posteriores, que explican ese plan como una apariencia forjada por la acción del azar que causa mutaciones, combinado con la selección natural, a lo largo de miles de millones de años. Decíamos más arriba que Kant insistió en que las pruebas de la exis- tencia de Dios deben considerarse con respeto. Así, en la Crítica de la razón pura dice respecto al argumento teleológico: Esta demostración merece ser mencionada siempre con respeto [...]. Fo- menta el estudio de la naturaleza, del cual recibe su existencia y del cual obtiene más vigor todavía [...]. La pretensión de restar prestigio a este argumento no sólo sería frustrante sino completamente inútil 5 . Para Kant no es posible demostrar científicamente la existencia de Dios, pero rechaza también la pretensión del ateísmo de que la idea de Dios es contradictoria en sí misma. Y ante la pregunta ¿cómo acer- carnos a Dios, si es imposible probar que existe?, surgida del sentimien- to de un imperativo moral, Kant contesta: no por la razón teórica que trata de lo que es, sino por la razón práctica que se ocupa de lo que debe ser. Es esta idea una variante del argumento moral que él relaciona con el cosmológico, no como prueba sino como incitación, en su famosa frase sobre las dos cosas «que me maravillan: el cielo estrellado y mi deber moral». Kant era un fideísta, y así dice al final de la Crítica de la razón pura: 5. I. Kant, Crítica de la razón pura, prólogo, traducción y notas de P. Ribas, Alfagua- ra, Madrid, 2003, p. 519. 82 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS La creencia en Dios y en el otro mundo se halla tan estrechamente ligada a mi sentido moral que, así como no corro peligro de perder la primera, tampoco necesito temer que el segundo pueda serme arrebatado 6 . Hay otro motivo para traer a colación este tema y es que, aunque parece haber un consenso en el mundo de la religión sobre el error cometido al tomar estos argumentos como demostraciones irrefuta- bles, asistimos hoy a la tentación de inventar nuevas pruebas al hilo de los espectaculares últimos descubrimientos de la astronomía. Ya en el siglo XIX se intentó construir una nueva a partir de la segunda ley de la termodinámica, que afirma que, si un sistema está aislado, una mag- nitud física bastante difícil de entender llamada entropía debe crecer sin disminuir nunca. Al ser interpretable la entropía como una medida del desorden interno del sistema, se puede decir que la materia tiende a desordenarse. Aplicando esta idea al universo en su totalidad, se de- cía, debió de estar muy ordenado en el pasado remoto, concluyendo así que algún agente distinto del propio universo le dio ese orden tan contrario a la tendencia natural de la materia. La teoría actual sobre el origen del cosmos, basada en el paradigma del Big Bang, está dando pie a una interpretación parecida. De ello se hablará en el capítulo 6. Es muy importante reconocer que no se puede probar la existencia de Dios como se puede hacer con el teorema de Pitágoras, porque la discusión sobre el valor de las pruebas propuestas ha contribuido nota- blemente al malentendido entre las iglesias y los científicos. Más aún, fue su búsqueda lo que propició el intento de la religión de entrar en el mundo de la lógica primero y en el de la ciencia después, perdiendo con ello mucho de su prestigio. Según un viejo chiste inglés, nadie dudó nunca de la existencia de Dios hasta que varios científicos prominentes se dedicaron a demostrar- la en series de conferencias, gracias a un legado que dejó en su testa- mento el químico y físico del siglo XVII Robert Boyle. El médico y psicó- logo norteamericano William James (1842-1910), uno de los filósofos de la escuela pragmatista y autor del famoso libro Las variedades de la experiencia religiosa, cuenta en una carta el caso de un granjero que le dijo a su obispo, tras pronunciar éste un sermón probando la existencia de Dios: «Ha sido muy interesante, pero a pesar de todo sigo creyendo que Dios existe» 7 . A veces los creyentes no parecen darse cuenta de que una prueba científica no sería tan sólida como suponen, inevitablemente sometida a la contingencia histórica de la ciencia cuya difícil trayectoria sigue 6. Ibid. p. 645. 7. Citado por M. Gardner, op. cit., p. 207. 83 DE L A S P R UE B A S DE L A E XI S T E NCI A DE DI OS flujos y reflujos, llegando a negar lo que antes parecía evidente, y cuya interpretación depende de la época y de postulados ajenos a ella misma. Pensemos, por ejemplo, en el espacio absoluto, imaginado por Newton como el sensorio de Dios, es decir, el órgano de sus sentidos a través del cual se relacionaría con el mundo, pero sustituido por una concepción distinta del espacio tras la teoría de la relatividad de Einstein. Además, una misma prueba puede interpretarse de distintas maneras. Por ejem- plo, una de las cinco vías de santo Tomás se basa en el orden maravillo- so del movimiento de los astros, en cómo repiten siempre los mismos ritmos reiterando un exactísimo mecanismo de relojería que parecía entonces una manifestación evidente del designio divino. Más tarde, Newton encontró en su teoría de la gravitación universal la forma ma- temática de la ley que rige esos movimientos, para él algo así como una receta preparada por Dios mismo al crear los astros para indicar cómo deberían moverse. Pero se abrió así la puerta a una percepción completamente distinta del problema, al explicar la manera de calcular esos movimientos desde las ecuaciones matemáticas, sin salir de una perspectiva puramente humana. Lo que para Tomás rezumaba Dios, se transformó en el mecanicismo decimonónico en muestra evidente de que la materia se explica a sí misma. Muchos creyentes admiten que Dios no es visible directamente, que se esconde como el Deus absconditus de la Biblia y que su fe-creencia es de una naturaleza muy distinta de la que ofrece el conocimiento cientí- fico. Un ejemplo notorio es Pascal, quien en sus Pensamientos decía: [...] toda religión que no dice que Dios está escondido no es verdadera y toda religión que no dé razón de ello no es instructiva. La nuestra hace todo esto. Tú eres verdaderamente un Dios escondido 8 . El Dios tapaagujeros Al defenderse en su famoso proceso, Galileo intentó desmontar el argu- mento central de la acusación de herejía diciendo que «la Biblia enseña cómo ir al cielo, no cómo van los cielos», de modo que, si hay alguna discrepancia entre la Escritura y la visión científica sobre el mundo natu- ral, se puede aceptar esta última sin reservas, interpretando que aquélla habla en lenguaje simbólico, como también decía Kepler. Que Galileo tenía razón quedó muy claro, con graves consecuencias para la Iglesia y una terrible brecha aún abierta en la cultura occidental. A pesar de ello, algunos en el campo del cristianismo cayeron en la ten- 8. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 242. 84 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS tación de retirarse a una fortaleza en la región de la realidad inaccesible aún a la ciencia de su tiempo. Confinaron a Dios en ese terreno brumo- so y le anclaron en las insuficiencias científicas, haciendo de él un mero Dios de los huecos o de los agujeros que quedaban en el entramado que laboriosamente iban tejiendo los hombres, reduciendo su función a taparlos de modo subsidiario a las explicaciones humanas. La visión del mundo resultante es esquizofrénica e intolerable, pues divide la realidad en dos parcelas cuya frontera supuestamente definida no se puede cruzar sin permiso de la autoridad respectiva, so riesgo de ser declarado inmigrante ilegal por falta de pasaporte. A un lado, la ciencia puede explicarlo absolutamente todo, pero más allá de la lí- nea divisoria están muchos fenómenos inaccesibles para siempre a las explicaciones humanas. La fortaleza así construida por algunas iglesias resulta muy pobre defensa, porque la ciencia incorpora inexorablemen- te nuevo terreno palmo a palmo, reduciendo a la vez el que se habría reservado la religión, en un proceso que no parece tener fin 9 . Abundan los ejemplos. El gran Isaac Newton comprendió que su ley de la gravitación universal imponía al sistema solar un peligro real de desajuste, con grandes cambios en algunas órbitas y el riesgo de la ex- pulsión de algún planeta 10 . Para evitarlo acudió al dedo de Dios, admi- tiendo que corregiría sus movimientos de vez en cuando para mantener la armonía universal. Por cierto que esto dio lugar a una polémica con Leibniz (se llevaban muy mal por la discusión sobre la prioridad en el invento del cálculo infinitesimal), quien suponía, por el contrario, que Dios creó el mundo, determinó sus leyes y lo dejó luego evolucionar conforme a ellas. En una carta escrita en 1715 a Carolina, princesa de Gales, Leibniz dice: M. Newton y sus seguidores tienen también una opinión muy graciosa acerca de la obra de Dios. Según ellos, Dios tiene necesidad de poner a punto de vez en cuando su reloj. [...] Esta máquina de Dios es también tan imperfecta que está obligado a ponerla en orden de vez en cuando por medio de una ayuda extraordinaria, e, incluso, a repararla, como haría un relojero con su obra. Sería así mal artífice en la medida en que estuviera obligado a retocarla y corregirla 11 . 9. C. A. Coulson, Science and Christian Belief, Oxford University Press, London, 1955. 10. Se trata del famoso problema de la estabilidad del sistema solar. Sabemos hoy que, si éste se deshace, ello no ocurrirá antes de muchos millones de años. Cf. I. Peterson, El reloj de Newton, Alianza, Madrid, 1992. 11. La polémica Leibniz-Clarke, ed. de E. Rada, Taurus, Madrid, 1980, pp. 51-52. 85 DE L A S P R UE B A S DE L A E XI S T E NCI A DE DI OS Laplace pensaba precisamente en ese debate cuando Napoleón le preguntó por el papel que jugaba Dios en su obra magna El sistema del mundo. «Sire, no necesito esa hipótesis», le respondió. Ciertamente el uso de Dios como tapaagujeros ha contribuido mu- cho al desgaste de la religión por la ciencia, porque muestra a un Dios receloso que se esconde en el menguante y resbaladizo terreno de lo que el hombre no ha podido explorar todavía. Es un discurso absoluta- mente rechazable. La respuesta de Laplace sería también la de muchos científicos creyentes, pues el intento de usar a Dios como tapaagujeros le degrada a una simple hipótesis científica innecesaria. Hay quien ve formas sutiles del argumento en algunas ideas apare- cidas recientemente. Una utiliza el hecho de que las leyes en que se basa hoy la descripción científica del mundo son de naturaleza probabilista, suponiendo que Dios puede haber cargado el dado del azar empujando la evolución cósmica y biológica en una dirección particular, pero res- petando en todo momento las leyes de las probabilidades. Otra se refie- re a las condiciones iniciales del universo, las que tenía en el momento de su origen. En la tradición deísta resulta natural pensar que Dios fijó esa configuración inicial y dejó luego que el cosmos evolucionase por sí mismo, empujado por el azar y la necesidad. Una tercera especula con el hecho de que las constantes universales que aparecen en las leyes bá- sicas de la naturaleza caracterizando la intensidad de los efectos (como la carga del electrón, la velocidad de la luz y la constante G de Newton que caracteriza la intensidad de la gravitación) tienen precisamente valo- res adecuados para que surjan necesariamente la vida y el hombre en algún lugar del cosmos, extraña coincidencia cósmica sobre la que se ha construido el llamado principio antrópico del que se hablará en el capítulo 6. 87 4 EL AZAR Y LA NECESIDAD A lo largo de la historia un reducido grupo de cuestiones ha centrado la discusión entre teístas y ateos, a la estela del desarrollo de la ciencia. Todas ellas han sido percibidas de dos maneras contrarias. Para unos, son los puntos de enganche con el Dios creador, los extremos de los caminos desde los cuales ya no puede seguir el conocimiento humano apoyándose únicamente en la materia y en los datos observables tratados con el método científico. Cabe desde allí dar un salto hacia Dios, pero no marcha atrás, pues la materia no puede entenderse a sí misma sin salir de sí misma. Para otros, se trata de posiciones de repliegue, en las que la razón humana se vuelve necesariamente sobre el mundo y es capaz de enten- derlo completamente. No es posible ningún salto hacia ningún más allá. En este y los siguientes dos capítulos estudiaremos algunas de ellas. Si descartamos la magia —la acción sobre la materia de seres o fuerzas caprichosos que no siguen ninguna norma—, todas las visiones del mundo explican lo que acontece mediante combinaciones de azar, necesidad e intervención divina o, en algún caso, con uno sólo de los tres. Los dos primeros, estudiados en este capítulo, han sido desde muy antiguo difícil objeto de la ciencia. Dos príncipes griegos, Demócrito y los átomos ¿Está el futuro predeterminado ya por el presente y el presente por el pasado? Si así fuese no habría nunca nada nuevo, todo estaría ya decidido y configurado desde antes. Pero el fluir de nuestro tiempo psicológico parece decirnos lo contrario: algo genuinamente novedoso sucede cada instante, se nos ocurren ideas en las que nadie había pensado antes, se generan formas, libros, músicas o aparatos inexistentes ayer que muy 88 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS bien podrían no haberse dado. Por eso, no podemos eludir la cuestión ¿existe lo impredecible, lo indeterminado, el azar? Estas dos preguntas mantienen hoy su misterio, veinticuatro siglos después de que el hombre se topara de bruces con ellas en sus primeros intentos de entender el mundo. Pero no sólo nos interesan ahora por- que nos asomen al secreto más íntimo de la vida y del mundo, sino tam- bién porque las respuestas parciales e interinas que han ido recibiendo a lo largo de la historia han influido mucho en el diálogo ciencia-religión, sirviendo de base a muchos malentendidos y enfrentamientos. Pues los intentos por construir una visión puramente materialista del mundo, sin ninguna trascendencia, se han basado en el azar y en el determinismo. Para unos, la materia funciona por sí misma de manera prede- terminada sin que quede lugar para nociones tales como libertad hu- mana, y mucho menos providencia divina. Según esa concepción deter- minista, el mundo es una enorme maquinaria en la que no cabe ningún tipo de alma o de espíritu. Para otros, todo es un producto del azar cie- go, de manera que la vida es sólo una larga partida de dados o de cartas en la que nada tiene sentido, algo así como «un cuento estúpido narrado por un imbécil» en palabras de un personaje de Shakespeare. Al intentar entender qué son y cómo se comportan las cosas, los antiguos griegos se encontraron con una inquietante dualidad: algo permanece y, a la vez, algo cambia en ellas. De tal incitación surgieron dos posturas filosóficas opuestas, dirigidas por Parménides de Elea, en el sur de Italia (ca. 540-470 a.C.), y por Heráclito de Éfeso (ca. 544- 484 a.C.), en el Asia Menor, dos aristócratas que decidieron retirarse de la vida política que llevaban para dedicarse a la meditación filosófica y edificar dos sistemas panteístas rivales 1 . Parménides se sintió especial- mente impresionado por lo permanente, lo que no cambia, lo eterno que hay en todas las cosas. Para él lo único que tiene existencia real es el ser: nada cambia, sólo lo parece. Lo expresó en un poema en el que una diosa en su carro muestra al poeta una bifurcación desde la que un camino lleva al ser y otro a lo aparente y a la ilusión. En su filosofía conservadora lo que caracteriza verdaderamente a las cosas es lo que tienen de inmutable. En cambio, para Heráclito lo más importante, lo más íntimo que tienen, es su fugacidad, lo mutable y fluyente que hay en ellas, lo que las sitúa en la constante ambigüedad de lo que ya no es lo mismo, pero to- davía no es algo nuevo. Lo expresaba en difíciles aforismos como «En- tramos y no entramos en el mismo río, somos y no somos», «El tiempo 1. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento occidental, Planeta, Barcelona, 1980. 89 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D es un niño que juega a los dados» o «No es posible bañarse dos veces en el mismo río», lo que le valió el sobrenombre de «el Oscuro». Cada uno entendió un aspecto de esa íntima mezcla de permanencia y cambio que sentimos tan en el fondo de nosotros. Parménides veía el ser, Heráclito el devenir 2 . Esa dualidad resultó extraordinariamente fecunda, y ha estado presente en las discusiones filosóficas y científicas hasta hoy. Así lo demuestra la teoría atomista, surgida precisamente de un intento de encontrar un compromiso entre los polos de Heráclito y Parménides. Pues Leucipo primero y Demócrito (ca. 460-370 a.C.) después vislumbraron la solución: si las cosas están hechas de pequeños corpúsculos invisibles, a los que llamaron átomos, su inmutabilidad de- bida a su extrema dureza explicaría lo permanente que veía Parménides y sus innumerables e incesantes colisiones introducirían el cambio y el azar de Heráclito, a la manera de una complicadísima ruleta con miría- das de bolas. Impresiona pensar que las dos ideas más importantes producidas por la ciencia en toda su historia —una: las cosas están hechas de áto- mos, otra: el universo es evolutivo—, establecidas sólo tras largos pro- cesos y enconadas discusiones, estaban ya en germen desde los primeros esfuerzos por ordenar racionalmente las cosas 3 . Demócrito lo expresó con una rotunda antinomia: «Todo se debe al azar y a la necesidad». En ella se enfrentan los dos polos de un conflicto histórico. Según él, «no hay más que átomos y espacio vacío», enun- ciado cuyo acento en el no hay más que le hace servir desde entonces como prototipo y paradigma del materialismo irreligioso, molestando por ello tanto a Platón que llegó a expresar su deseo de ver quemadas todas las obras de Demócrito. No es casual que poco después Epicuro, uno de los primeros defensores de la idea atomista, aconsejase prescin- dir de los dioses como medio de liberación del sufrimiento, pues sus decisiones arbitrarias impiden alcanzar el equilibrio personal, base y condición de la felicidad. En el polo de la necesidad, todo está determinado por leyes inexora- bles, de modo que lo que acontece hoy es consecuencia inevitable de lo sucedido ayer. En el polo del azar reina lo impredecible, lo fortuito y la ausencia de todo determinismo. De las dos cosas hay en el mundo, 2. Parménides-Heráclito, Fragmentos, ed. de J. A. Míguez y Luis Farré, Orbis, Bar- celona, 1983. 3. Según el gran físico norteamericano Richard Feynman (1918-1988), la infor- mación más útil que cabría encerrar en pocas palabras, para que pudiesen reconstruir la ciencia los supervivientes de una Tierra destruida en una hipotética colisión con otro planeta, sería: «Las cosas están hechas de átomos, pequeños corpúsculos en incesante movimiento». Sin duda, sería necesario añadir una segunda frase tal como «los seres vivos y el universo evolucionan». 90 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS eso sí está claro, pero no es fácil saber cuánto de cada una, y por ello se abrió un intrigante debate que sirvió de eficaz motor de la ciencia, propiciando el nacimiento de muchas de sus ideas más importantes. Más aún, en un cierto sentido se puede decir que la historia de la física y probablemente de toda la ciencia consiste en una reflexión sobre la antinomia de Demócrito, en el intento por saber cuánto hay de azar y cuánto de necesidad, por averiguar si nos podemos bañar dos veces en el mismo río o indagar si el tiempo es o no un niño que juega a los dados. El triunfo de Parménides y de la necesidad La ciencia moderna surge como reacción contra el aristotelismo, gracias al triunfo, durante la Revolución científica, de la filosofía mecanicista fundada en la hipótesis de que todas las cosas de la naturaleza son ex- plicables en términos de los movimientos de corpúsculos materiales. Se produjo entonces una curiosa inversión intelectual porque esa base de partida, muy en la línea de Demócrito, es aceptada con entusiasmo por toda una generación de científicos profunda y sinceramente religiosos, tales como Descartes, Boyle, Galileo, Pascal o Mersenne, como también lo eran Copérnico o Kepler que, aunque menos mecanicistas, contribu- yeron en gran medida al triunfo de las nuevas ideas. Esa visión cristaliza en la obra de Newton con una consecuencia sorprendente y espectacular: si conocemos la posición y la velocidad de las partículas de cualquier sistema en un momento dado, sus valores fu- turos y pasados quedan completamente determinados y son calculables en principio. Basta para ello con aplicar sus leyes del movimiento utili- zando el paradigma matemático de las ecuaciones diferenciales. Dicho en otras palabras, en el esquema newtoniano toda la evolución pasada y futura de cualquier sistema de cuerpos materiales está determinada por su estado en un instante arbitrario. O sea, que se puede deducir cómo se moverá y dónde estará en el futuro, o dónde estaba y cómo se movía en el pasado, a partir de su posición y su velocidad de hoy. Esta constatación hizo que el pensamiento occidental tomase decididamente la senda de Parménides y se situase claramente en el polo necesidad de la antinomia de Demócrito. Pues si todo estado futuro está ya fijado en el presente, no puede ocurrir nada nuevo: el cambio es una ilusión por- que todo lo que vemos ocurre necesariamente, estaba ya determinado de antemano. La exploración espacial nos ofreció hace poco un ejemplo expresivo de determinismo: la nave Voyager 2 llegaba a Urano en 1986, tras nue- ve años de travesía interplanetaria ¡con sólo un minuto de diferencia 91 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D respecto a las predicciones de la NASA! Si los astros siguen leyes deter- ministas cuyo futuro no contiene nada que no pudiera conocerse desde antes, ¿por qué han de comportarse las cosas terrestres de otra manera, en particular los seres vivos? El mismo Newton, que consideraba como parte muy importante de su tarea de filósofo natural el estudio de los atributos de Dios y de su acción sobre el mundo, había comprendido muy bien el determinis- mo de sus ecuaciones. Pero tambíen sabía que, aplicadas a situaciones complejas, resultan muy difíciles e incluso imposibles de resolver, no estando, por ello, asegurada la predicción. O, en otras palabras, que el determinismo matemático no implica necesariamente previsibilidad. El movimiento puede llegar a hacerse tan complicado e inestable que incluso se ponga en juego la propia estructura del sistema solar, sin que podamos descartar colisiones entre dos planetas o la expulsión de algu- no de ellos, desenlace desastroso si se tratase de la Tierra 4 . A Newton le parecía esto una consecuencia indeseable de sus pro- pias ecuaciones, contraria a la armonía universal infundida por Dios en el mundo. Por ello, llegó a suponer que Dios interviene de vez en cuan- do, si le parece necesario conjurar ese riesgo, corrigiendo sus propias leyes para empujar con su divino dedo a los planetas que se salen de su curso justo. En otras palabras, Newton, el descubridor del determinis- mo, no quiso nunca aceptar sus consecuencias radicales, suponiendo a Dios en guardia permanente al cuidado del mundo para evitar que se deshiciese su obra. El cosmos no sería completamente predecible por los humanos. El demonio de Laplace La teoría de Newton se transformó a lo largo del siglo XVIII en un po- deroso método de cálculo gracias a varios matemáticos brillantes. Uno de ellos, el marqués Pierre Simon de Laplace (1749-1827), astrónomo y físico además, la aplicó a los planetas, creando una poderosa disciplina nueva, la mecánica celeste, gracias a la cual creyó demostrar lo infun- dado de los temores de Newton porque las fuerzas de unos planetas sobre otros no les pueden sacar nunca de sus órbitas, restaurando así la predicción para todo el futuro. Llegó así a la conclusión de que todo el comportamiento del sistema solar, absolutamente todo, es explicable y calculable mediante la apli- cación de técnicas matemáticas a la teoría de Newton de la gravitación 4. Véase más arriba la nota 10 del capítulo 3. 92 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS universal. Estimulado por su éxito se lanzó a una extrapolación radical, diciendo en 1814: […] hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteli- gencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis matemático tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos [la cursiva es mía] 5 . Lo importante de esta cita es que Laplace asegura como posible, desde el análisis que hacía la ciencia de su tiempo, el conocer comple- tamente todos los detalles de la evolución del mundo, al menos como cuestión de principio, al estar todo el futuro completamente determi- nado por el estado actual de las cosas. Se trata de una afirmación muy extremada, pero que pronto se tomó como divisa de la filosofía meca- nicista, conociéndose a la inteligencia calculadora como «el demonio de Laplace». Para entender lo que esto significa consideremos como ejemplo el llamado eclipse de Heródoto. Según este historiador griego, cuando los lidios y los medos se enfrentaban en una batalla, «el día se transfor- mó súbitamente en noche», ante lo cual los atemorizados contendientes acordaron la paz. Y, aunque Heródoto no da la fecha de la batalla y no hay de ella ningún otro registro histórico, sabemos que ocurrió el 28 de mayo del año 582 a.C. y sabemos además que fue por la tarde. A esa conclusión se llega, gracias al determinismo de las ecuaciones de Newton regidoras del movimiento del sistema solar, lo que hace posible retrodecir su pasado a partir de su estado actual para determinar cuán- do se interpuso la Luna entre el Sol y la Tierra, produciendo un eclipse en la zona de la batalla. Esta predecibilidad de los astros, puesta de manifiesto en innu- merables otras ocasiones, parecía refutar a Heráclito, eliminando el azar e incluso cualquier cambio como una mera apariencia tal como la diosa había explicado a Parménides. Pues poca mudanza real puede haber en el sistema solar, si toda su situación hace más de veinticinco siglos se puede deducir exactamente de la que tiene hoy 6 . Inmediatamente se 5. P. S. de Laplace, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Alianza, Madrid, 1985, p. 25. 6. Debe advertirse que, para determinar la fecha del eclipse de Heródoto, es nece- sario tener en cuenta otros eclipses de la Antigüedad de los que sí hay registro histórico, 93 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D aplicó la opinión de Laplace al mundo de los seres vivos, enlazando con una idea de Descartes, quien había asegurado que los animales no eran más que máquinas, y formulándose un programa para investigar los fenómenos vitales en términos puramente mecánicos, según el cual un animal o una planta eran pequeños mecanismos de relojería formados a la imagen del gran reloj que había resultado ser el mundo. Las extra- polaciones arriesgadas abundaron, llegando a negar la libertad humana porque, se decía, «ser libre es incompatible con las leyes de la física y la química». La mecanización del mundo natural, iniciada en el siglo XVII, llegó en el XIX a tal apogeo que polarizó el mundo del pensamiento, con la ciencia del lado de un universo que funciona por sí mismo, sin necesi- dad de ninguna intervención divina, relegando aparentemente a Dios a una hipótesis innecesaria. Todo lo más, su papel se reduciría a fabricar el mecanismo y ponerlo en marcha, como decían los deístas, abando- nándolo luego al resultado de las maravillosas leyes que le había dado. Desde esta perspectiva, no es lógicamente necesaria ninguna acción de Dios. No cabe lo que podríamos llamar providencia cotidiana, ya que las propias leyes de la naturaleza se ocupan de la marcha diaria del mundo. Sólo podría pensarse una providencia extraordinaria, entendiendo por ello acciones especiales de Dios, que suspenderían momentáneamente las leyes de la física y la química para atender la petición de alguien, in- terrumpiendo el curso natural de una enfermedad, por ejemplo. Dado que los milagros, en caso de haberlos, son sucesos irrepetibles que no se realizan bajo control experimental y no son tenidos en cuenta por la ciencia, el mecanicismo llevó a una visión materialista y atea del mundo que fue presentada a menudo como la única compatible con las teorías científicas, lo que prendió en amplios ambientes en una época en que la idea de progreso aglutinaba las esperanzas en un mundo mejor. Una ironía histórica Se dio en este proceso una ironía histórica, pues los creadores del punto de vista mecánico veían en él una exaltación del papel de Dios y a las leyes deterministas como muestra evidente de su acción en el mundo. Para Descartes, el que los animales fueran máquinas enaltecía, por con- traste, el papel único de los hombres como seres espirituales y reyes de la creación. Según Robert Boyle, sólo podrían ser ateos aquellos que, por ignorar las ciencias, no fuesen sensibles a la maravillosa armonía sin lo cual el cálculo sería poco preciso, pero esto podría considerarse meramente como una dificultad práctica, superable con mejores métodos de observación y de cálculo. 94 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS del reloj universal. Newton desarrolló su teoría para comprender mejor la creación de Dios y, por ello, termina la segunda edición de su obra magna, los Principia, con un Escolio General en el que dice: Tan elegante combinación de Sol, planetas y cometas sólo puede tener origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso. Y si las estrellas fijas fuesen centros de sistemas semejantes, todos ellos construidos con un esquema similar, estarán sometidos al dominio de Uno [...]. Y para que los sistemas de las [estrellas] fijas no caigan por la gravedad uno sobre otro, él los habría colocado a inmensas distancias uno de otro. Él lo rige todo, no como alma del mundo, sino como dueño de to- dos. Y por su dominio suele ser llamado Dios Pantocrátor [Emperador Universal] […]. Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, dura desde la eterni- dad hasta la eternidad y está presente desde el principio hasta el infinito: lo rige todo; lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder 7 . Johannes Kepler, cuyas tres leyes del movimiento planetario abrie- ron el paso a las de Newton, creía que al descubrir la geometría de la creación estaba pensando los pensamientos de Dios, pero decía mien- tras trabajaba en su Astronomia Nova: Estoy ocupado con la investigación de las causas físicas. Mi propósito es mostrar que la Máquina Celestial debe compararse más a una máquina de relojería que a un organismo divino [...]. Además esa concepción física debe presentarse con cálculo y geometría 8 . Qué diferencia con la visión anterior, bien ilustrada con esta opi- nión de Gilbert (1540-1603), el pionero de la teoría del magnetismo: Considero que todo el universo está animado y que todos los orbes, todas las estrellas y también la noble Tierra han sido gobernados por sus propias almas desde el principio con la finalidad de autoconservarse 9 . Las leyes de la física no dominaban aún la escena del mundo para Gilbert, sino una finalidad universal expresada a través del alma de las cosas. 7. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza, Madrid, 1987, pp. 782-783. 8. Carta a Herwart von Hohenburg de 10 de febrero de 1605; cf. G. Holton, «Jo- hannes Kepler’s Universe: its physics and metaphysics»: American Journal of Physics 24 (1956), p. 342. 9. W. Gilbert, De Magnete, Dover, New York, 1947, libro V, cap. 12. Cf. también H. Kearney, Orígenes de la ciencia moderna, 1500-1700, Guadarrama, Madrid, 1970, pp. 107-113. 95 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D Pero si el comportamiento del universo se puede deducir de leyes físicas sin intervención de Dios, ¿no sería posible prescindir comple- tamente de él? Quedaba el problema de su origen, que Leibniz y los deístas reservaban como lo propio de la acción de Dios, excepto en las circunstancias especiales llamadas milagros. Pero el principio del cos- mos era demasiado lejano como para preocupar mucho. Por eso, la obra de Newton, Boyle y Descartes, sin duda muy a pesar de sus autores si lo hubieran podido comprobar, abrió el camino a la extensión del ateísmo. Así lo vio el poeta y filósofo Samuel Coleridge (1772-1834), opuesto al intento de llegar a la religión por la razón en vez de hacerlo por el sentimiento, señalando lo que veía como un error del propio Newton: Se ha dicho que la filosofía de Newton lleva al ateísmo; quizás no sin razón pues si la materia, por los poderes y propiedades que le han sido dados, puede producir el orden del mundo visible e incluso generar el pensamiento, ¿por qué no puede haber poseído esas cualidades por derecho inherente? Y ¿dónde esta la necesidad de un Dios [en la obra de Newton]? 10 . Y así ocurrió que la regularidad del mundo, anunciadora para santo Tomás de la evidencia de Dios, pasó a ser entendida por algunas escue- las de pensamiento como una muestra clara de que el mundo va por sí mismo sin necesidad de nada trascendente. Sobre esto se basó una postura filosófica, el mecanicismo, para la cual sólo hay átomos y espa- cio vacío, como ya había dicho Demócrito, y los seres vivos y el mismo cerebro humano no son sino mecanismos. Los engranajes del ingente reloj metáfora del mundo son los átomos y las moléculas. Su enorme número hace imposible considerar en deta- lle cómo se mueven todos ellos, pero esto solamente parecía a muchos una limitación de tipo práctico, irrelevante para el fondo de la cuestión. Además, el rápido desarrollo de la ciencia semejaba anunciar la posibili- dad de estudiar en el futuro un número cada vez mayor de ruedas, con- firmando —así se esperaba— la validez del esquema. A veces era posible analizar con exactitud especial algún sistema de cuerpos porque, al in- tervenir en él pocas variables —o sea, un número reducido de ruedas y palancas—, los cálculos se podían realizar con más precisión. Así sucede con el movimiento de Júpiter, Saturno y el Sol, al que Laplace dedicó sus mayores esfuerzos. Los resultados obtenidos parecían ser siempre inter- pretables como una indicación de la bondad de la idea del universo reloj. Los seres vivos representaban el polo opuesto, pues son sistemas ne- cesariamente complejos, en interacción constante con su ambiente, por 10. Citado por J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge/New York, 1991. 96 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS lo que cualquier asimilación mecánica es muy difícil de tratar. Pero se fue descubriendo desde principios del siglo XIX que es posible producir en el laboratorio componentes químicos de la materia viva; la primera, la urea sintetizada por el químico alemán Friedrich Wohler (1800-1882) en 1828 a partir de sustancias inertes. Esto fue interpretado como un apoyo de la visión mecanicista, con la precisión de que las ruedas del reloj de los seres vivos son de naturaleza química 11 . El matemático inglés Bertrand Russell, que explicó en numerosos escritos y conferencias su ateísmo y su opinión negativa de las religio- nes, contaba cómo una de sus razones para abandonar la religión cris- tiana en su juventud fue el determinismo de las leyes de la dinámica newtoniana que le impedía creer en el libre albedrío, afirmando: […] los labios de una persona se mueven por una determinación natural y yo no veía por ello qué dominio podía tener sobre sus palabras [...]. Debido a las leyes de la dinámica, la nebulosa primitiva contenía en po- tencia y muy exactamente lo que el señor X dirá en cualquier ocasión. Se seguía de ello que el señor X no tenía ningún libre albedrío 12 . El redescubrimiento de Heráclito y del azar A pesar de sus grandes éxitos, el mecanicismo determinista empezó a revelarse desde la segunda mitad del siglo XIX como una extrapolación basada en una visión demasiado simplista del mundo. Su inevitable quie- bra se produjo sucesivamente en tres frentes distintos: en los sistemas complejos, en el mundo de los átomos y las moléculas que sigue las leyes de la física cuántica, y en los sistemas caóticos en los que el determinismo básico es sólo operativo en intervalos limitados de tiempo. Pero, antes de hablar de ellos, conviene discutir qué cosa es el azar. En su sentido más estricto, el azar es el caos, es decir, la ausencia de toda norma, regla o ley, pero el azar de este mundo no parece ser de un tipo tan radical. Lo podemos caracterizar, más bien, como lo no predecible con certeza por estar sujeto a contingencias imprevistas y a circunstancias imponderables, completamente fuera del control huma- no. Suelen ser posibles, en cambio, las predicciones estadísticas, o sea, prever la probabilidad de que ocurra un cierto suceso, entendiendo por ello que se dé una cierta proporción de las veces en que podría hacerlo, 11. A. Kornberg, «Entendiendo la vida como química», en A. Fernández-Rañada (ed.), Nuestros orígenes: el universo, la vida, el hombre (Homenaje a Severo Ochoa), Fundación Ramón Areces, Madrid, 1991. 12. B. Russell, «The religion», en Bertrand Russell speaks his mind (12 entrevistas), The World Publishing Company, New York, 1960, entrevista 2. 97 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D el uno por mil o el veinte por ciento, por ejemplo. Así sucede con la ruleta, los dados y otros juegos. Desde la perspectiva estrictamente mecanicista no existe el azar objetivo, pues esa filosofía supone que todos los movimientos están completamente determinados. Si decimos, por ejemplo, que las hojas muertas del otoño caen con vaivenes imprevisibles, al azar, ello es debi- do a no conocer en su detalle cómo son las pequeñas corrientes de aire que las empujan hacia aquí y hacia allá. Para el mecanicismo podríamos saber exactamente cómo descienden esas hojas, si estudiásemos con su- ficiente exactitud la posición y la velocidad de las moléculas de aire en un instante dado, pues su movimiento posterior quedaría tan determi- nado como el de las ruedas de un reloj. En el caso de una ruleta, la bola parece caer en un número ahora y en otro más tarde sin ninguna razón aparente porque no conocemos con precisión cómo sale de las manos del crupier. Según Laplace y los mecanicistas ocurre siempre así: el azar no es sino una ficción encubridora de nuestra ignorancia de los detalles finos de un sistema, detalles que podríamos conocer mejor en principio, eliminando todo elemento aleatorio como propio del mundo de las apa- riencias (aunque desde el punto de vista práctico esto puede resultar de gran dificultad o imposible). A veces el azar es inevitable porque los detalles, aunque conocibles en principio, son incontrolables en la práctica, como ocurre en los ac- cidentes de carretera; en otras ocasiones es un truco operacional, como cuando estudiamos el movimiento de las moléculas de aire en promedio, obteniendo leyes válidas para el comportamiento de los gases. Si qui- siéramos seguir todos los detalles, la complicación inevitable nos frena- ría completamente. Además, las leyes que nos interesan se refieren a la presión, a la temperatura y magnitudes análogas que son promedio del efecto de muchas moléculas. Desde este punto de vista mecanicista, el azar no es nada más que la manifestación de nuestra ignorancia, pero no es algo objetivo que exista por sí mismo. O, dicho de otro modo, todo está completamente determinado, aunque muchas veces no lo sabemos. Entre las ignorancias posibles hay una sutil de la que conviene ha- blar ahora 13 y sobre la que llamó la atención el matemático francés An- toine Augustin Cournot (1801-1877), quien se interesó por lo aleato- rio en sus formulaciones matemáticas de la economía: se trata del azar como colisión de cadenas causales independientes. Laplace suponía a la naturaleza como un todo en el que todas las cosas están implicadas en- tre sí. Pero el mundo no es tan sencillo. En realidad está organizado en sistemas y subsistemas con diversos grados de interrelación. Podríamos 13. S. Le Strat, Epistémologie des sciences physiques, Nathan, Poitiers, 1990. 98 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS decir que es como un mosaico de estructuras a veces solidarias, otras independientes. La mayoría de los sucesos que ocurren hoy en Pekín no tienen ninguna influencia sobre lo que pasa en Madrid. Que alguien decida arreglar las macetas de su ventana no produce generalmente nin- gún efecto sobre el paseo que otra persona está decidiéndose a dar, no muy lejos de allí. Parejas de sucesos así ocurren simultáneamente a diario sin que los subsistemas a los que pertenecen se encuentren jamás. Pero puede ocurrir que el caminante pase debajo del balcón en el pre- ciso momento en que al jardinero se le escapa de las manos una maceta. Decimos que le caerá encima o no, dependiendo de la buena o mala suerte: es decir, del azar. A lo largo del siglo XIX, el estudio de sistemas con muchos ele- mentos, como un litro de aire con sus treinta mil millones de billones de moléculas (un número de veintitrés cifras), propició el nacimiento de otra tradición basada en leyes probabilísticas, surgiendo así la mecá- nica estadística por obra sobre todo del escocés James Clerk Maxwell (1831-1879), del austriaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) y del nor- teamericano Willard Gibbs (1839-1903), ciencia en la que las probabi- lidades y el azar como producto de la ignorancia juegan un papel muy importante. Con ello se estimuló la reflexión sobre el determinismo y la influencia de las colisiones atómicas, las que para Demócrito traían el azar, llegando Maxwell a expresar una opinión emergente en la nítida frase: «La lógica verdadera de este mundo es el cálculo de probabilida- des». No fue un proceso fácil, como lo muestra el caso de Boltzmann, que se suicidó en 1906 tras una época de depresiones en las que sin duda influyó mucho la fuerte oposición que encontraron sus ideas sobre los átomos y las probabilidades. A partir de esa nueva mecánica estadística, empezó pronto a quedar claro que la visión de Laplace era demasiado simplista y esquemática por basarse en una extrapolación injustificada de las leyes de la dinámi- ca. Pero al considerar a la materia viva desde la nueva perspectiva surgió un nuevo determinismo, algo distinto del original de Laplace. El desa- rrollo de la teoría estadística había mostrado que los sistemas tienden a situarse en su estado más probable. Lo sorprendente es que, si el sistema tiene un número suficientemente alto de elementos constituyentes, las leyes de los grandes números hacen que la probabilidad del estado más probable y los que son próximos a él sea inmensamente mayor que la de los demás. En otras palabras: muchas predicciones probabilistas desde el punto de vista teórico se transforman en deterministas desde el prác- tico. El determinismo de Laplace se refería a los detalles finos, muchos de los cuales son irrelevantes. El nuevo determinismo estadístico se fija sólo en lo que importa macroscópicamente y es el adecuado para los seres vivos cuyo comportamiento depende de la acción promediada de 99 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D muchos elementos poco importantes uno a uno. Tanto que el propio tér- mino «determinista» fue realmente puesto de moda por médicos y bió- logos. Lo había inventado Kant, pero fue probablemente el gran médico francés Claude Bernard (1813-1878) quien lo estableció en la práctica al hablar de la aparición de la enfermedad por «factores determinantes». En el mundo de los átomos el azar es objetivo El mecanicismo era todavía el paradigma dominante al finalizar el si- glo XIX. Las leyes de la física parecían completamente conocidas (sólo quedan detalles, decían algunos) y el mundo continuaba siendo fiel a la metáfora del reloj. Pero se produjo entonces una segunda gran negación, a cargo esta vez de una nueva rama de la ciencia, la física cuántica, que trata de las leyes de la naturaleza en el nivel microscópico, molecular, atómico y subatómico. La historia empieza en diciembre de 1900 cuando Max Planck presenta una famosa memoria a la Academia de Ciencias de Prusia. Durante las últimas décadas del siglo XIX, la física intentaba inútilmente explicar la distribución de la energía entre los colores de la luz emitida por un cuerpo caliente, algo técnicamente conocido como el problema de la radiación del cuerpo negro. Planck mustra entonces que, para entender el fenómeno, es obligado renunciar a la continuidad de los intercambios de energía entre la materia y la luz. Su trabajo, junto con otro publicado por Einstein en 1905, lleva a una conclusión sorprenden- te y contraria a la intuición: la luz tiene una doble naturaleza, es onda y corpúsculo a la vez. Se trata de una onda extendida continuamente por el espacio, pero también consiste en un conjunto de partículas llamadas cuantos de luz o fotones —cada uno de los cuales con energía igual al producto de su frecuencia (su número de vibraciones en cada segundo) por una constante universal conocida como de Planck 14 . Esta idea abre una época de efervescencia intelectual que culmina en 1927, cuando un grupo de científicos geniales, Bohr, Heisenberg, Dirac, Schrödinger, De Broglie y Born, abren el camino, en un congreso celebrado en Bruselas, a una visión completamente nueva del mundo. Las palabras de Einstein sobre la obra de De Broglie se aplican a la de todos: «Se levantó entonces el borde de un gran velo». Y detrás apare- ció un mundo completamente distinto del de la física clásica 15 , lleno de sorpresas de las que nos interesan especialmente tres. 14. Se llama constante universal a un valor numérico cuya magnitud cuantifica la intensidad de un fenómeno fundamental y que no puede deducirse de las leyes de la física. Por ejemplo, la constante de la gravitación o la velocidad de la luz. 15. Por física clásica se entiende la basada en ideas anteriores a Planck. 100 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS La primera es el descubrimiento de que las leyes de la naturaleza son de un tipo completamente distinto que las de la física clásica: son esencialmente probabilistas, es decir, sólo predicen probabilidades, no certezas. Si, por ejemplo, consideramos un átomo en un estado inesta- ble, podemos asignarle una cierta probabilidad de que emita una par- tícula de luz, es decir, un fotón, en un cierto intervalo de tiempo —en un minuto, por ejemplo—, pero nunca se puede predecir el preciso instante en que lo hará realmente. El alemán Werner Heisenberg (1901-1976) descubrió un principio negativo que limita nuestro conocimiento de la realidad, mucho más de lo que nadie había supuesto. Según su llamado principio de incerti- dumbre, es imposible conocer con precisión arbitrariamente grande y simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula, de un elec- trón, por ejemplo. Como éstas eran justamente las cantidades de cuyo conocimiento exacto se sigue la predicción en la teoría clásica al estilo de Laplace, el mecanicismo determinista del siglo XIX se derrumba en escombros. Heisenberg resumía el fallo de la causalidad determinista di- ciendo: «En la afirmación ‘si conocemos el presente podemos predecir el futuro’, lo falso no es la conclusión sino la premisa», lo que produjo un gran impacto por la manera tan drástica en que desaparecía la causali- dad tal como era entendida hasta entonces. Esta nueva ruptura con el determinisimo es más radical que la pri- mera, tanto que algunos, el mismísimo Einstein entre ellos, se negaron a aceptarla, tomando por provisional a la física cuántica como una mera aproximación a una teoría subyacente aún por descubrir en la que el determinismo brillaría de nuevo. Max Planck descubrió una de las ideas más importantes de toda la ciencia pero no le gustaron las consecuencias que de ella se seguían. Ase- guraba que propuso su famosa hipótesis en «un acto de desesperación», tras pensarlo mucho y no hallar otra manera mejor de explicar los datos de la experiencia. De hecho, intentó varias veces recuperar la continuidad y el determinismo de la física clásica, pero sin conseguirlo. Años más tarde hizo un famoso comentario, calificado por el matemático ruso Vladimir Arnold como ley fundamental del progreso del pensamiento científico: Una nueva teoría no se impone porque todos los científicos se convenzan de ella, sino porque los que siguen abrazando las ideas antiguas se van muriendo poco a poco y son sustituidos por una nueva generación que asimila las nuevas ideas desde el principio. Lo que tanto rechazo produjo a algunos y motivó la frase de Planck era precisamente la obligación de abandonar el reinado del demonio de Laplace. 101 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D Una segunda sorpresa de la teoría cuántica es la inevitabilidad de aceptar en ella la presencia simultánea de elementos que parecen total- mente incompatibles a nuestra intuición. Por ejemplo, es muy extraño que un electrón o la luz sean, a la vez, onda continua (como las de la superficie de un estanque) y partícula localizada (como una bola peque- ña de acero). Y, sin embargo, los numerosos experimentos hechos desde entonces muestran, sin lugar a dudas, esos dos aspectos aparentemente excluyentes. Niels Bohr (1885-1962), uno de los padres fundadores de la nueva teoría y autor del primer modelo atómico válido, elevó esa idea a la categoría de nuevo principio lógico, al que llamó principio de complementariedad: al describir el mundo es inevitable asignar a las cosas pares de propiedades que parecen contradictorias, pero que son ambas imprescindibles para su explicación completa. En cada tipo de experimento, se manifiesta una u otra, pero no las dos al tiempo. Se dice que son dos propiedades complementarias. Así son, por ejemplo, los aspectos ondulatorio y corpuscular de un electrón. El resultado es la constatación de nuestra lejanía de la realidad, que hasta el siglo XIX podía ser representada mediante imágenes acordes con la intuición de nuestra vida ordinaria. Decía el físico británico Lord Kelvin (1824-1907), que él siempre buscaba la explicación de un fenó- meno natural pensando en términos mecánicos, es decir, imaginando un modelo material con palancas, muelles, cuerdas o pesos. Siguiendo el mismo prejuicio, Maxwell, el descubridor de la naturaleza de la luz y de las ondas electromagnéticas, asemeja el espacio a una extraña dispo- sición de ruedas dentadas en sus primeros artículos sobre su gran teoría. El éxito de estas tácticas sugería una proximidad entre la mente y las cosas, pues éstas parecían ser describibles con imágenes claras tomadas del mundo cotidiano, y eso inspiraba mucha confianza en la capacidad del hombre de conocer el mundo de modo absoluto. Pero la ilusión de que todos los fenómenos se pueden representar en términos de intuicio- nes mentales inmediatas se empezó a tambalear cuando la teoría de la re- latividad propone un modelo matemático, ante el que chirrían las estruc- turas de nuestra intuición, en vez de uno mecánico como le gustaba a lord Kelvin. Einstein era muy consciente de ello cuando era acusado de que su relatividad es contraria al sentido común y respondía: «El sentido común es sólo la colección de prejuicios acumulados al cumplir dieciocho años». Esta incapacidad de asimilar el comportamiento de la materia iner- te a nuestros hábitos mentales indica que no basta con aceptar que las cosas no son lo que parecen: hay que admitir que tampoco son lo que pueden parecer. Por eso la física del siglo XX confirma la idea avanzada ya por muchos filósofos desde Kant. Nuestra capacidad de entender el mundo es mucho menor de lo pensado, a pesar de la ilusión contraria creada por la asombrosa habilidad de la técnica. 102 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Para Bohr su principio de complementariedad era un nuevo ele- mento filosófico que debería ser utilizado en todos los ámbitos del pen- samiento, no sólo en la ciencia. Como le parecía tan importante esta idea, cuando fue nombrado en 1947 caballero de la Orden del Elefan- te, máxima distinción en Dinamarca raramente concedida fuera de los ámbitos de las familias reales y jefes de gobierno, escogió como escudo de armas el signo oriental del yin y el yang, un círculo dividido en dos partes por una línea curva, con el lema Contraria sunt complementa- ria 16 . Para Bohr esto representaba la necesidad de expresar nuestras ideas en un lenguaje creado para el mundo macroscópico, el reino de la física clásica, porque no podemos separar completamente el obser- vador y lo observado. En 1927 decía, por ejemplo, en una conferencia: Es de la máxima importancia comprender que una explicación de la experiencia [...] debe expresarse siempre con conceptos clásicos macros- cópicos [lo que implica] la imposibilidad de una distinción clara entre el comportamiento de los objetos atómicos y su interacción con los ins- trumentos de medida que sirva para definir las condiciones bajo las que ocurren los fenómenos. Las experiencias obtenidas bajo condiciones experimentales dife- rentes [pueden resultar contradictorias] y es imposible, por tanto, in- tegrarlas en una única imagen, de modo que deben ser consideradas como complementarias en el sentido que sólo en su conjunto agotan los fenómenos la posibilidad de obtener información de los objetos 17 . Niels Bohr veía la complementariedad por todas partes, como un elemento cotidiano en el análisis del mundo. Por ejemplo, la aplicaba a las descripciones psicológicas y biológicas del pensamiento, a conceptos sacados de distintas culturas, al enfrentamiento que inevitablemente su- fren a menudo los ideales de justicia y de clemencia y, muy importante para este libro, a las visiones del mundo que dan la religión y la ciencia. Según esta idea, la ciencia y la religión parecen contradecirse como los aspectos continuo-ondulatorio y discreto-corpuscular de la luz, pero deben coexistir para una visión lo más certera posible del universo. ¿Podemos conocer lo real? Estos desarrollos no gustaron nada a Einstein, partidario de mantener una visión clásica del mundo en términos deterministas. En 1935 pu- 16. «Los contrarios son complementarios.» 17. P. Dam, Niels Bohr, Royal Danish Ministry of Foreign Affairs, København, 1985, p. 44; cf. también N. Bohr, La teoría atómica y la descripción de la naturaleza, ed. de M. Ferrero, Alianza, Madrid, 1988, pp. 98-107. 103 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D blicó, con sus colaboradores B. Podolski y N. Rosen, un artículo fa- moso intentando probar que la pérdida del determinismo conduce a una contradicción, hoy conocida como paradoja o argumento EPR por las iniciales de sus autores. Debido al carácter incompleto de la física cuántica, hay elementos de la realidad que no entran en su descripción. Él lo interpretaba como un claro indicio de que las ideas cuánticas sólo dan una mera aproximación a una teoría futura más completa, en la que volvería a reinar el determinismo. El argumento EPR promovió la tercera sorpresa. Se refiere a un sistema compuesto por dos partes en interacción, dos electrones o dos átomos por ejemplo, que se alejan luego una de la otra. La intuición nos dice que, si su distancia llega a ser suficientemente grande, estarán completamente separadas, de manera que, si actuamos sobre una de ellas, la otra parte no puede sufrir ningún efecto. Así ocurre con las interacciones físicas: su efecto decrece con la distancia. Sin embargo, la teoría cuántica hace una sorprendente predicción: bajo ciertas circuns- tancias las dos partes no llegarían nunca a separarse del todo, pues las acciones sobre una pueden afectar instantáneamente a la otra (aunque de una manera sutil que no permite transmitir información ni energía a velocidades superiores a la de la luz). Se dice que están entrelazadas. El argumento EPR considera esa extraña propiedad como completamente absurda y rechazable, prueba evidente de que la teoría es incompleta y provisional. Bohr contestó inmediatamente a Einstein, reabriendo una discusión iniciada en el congreso de Bruselas en 1927 y continuada a lo largo del resto de sus vidas. El debate entre estos dos grandes físicos es sin duda una de las polémicas más apasionantes de la historia de la ciencia 18 . Bohr acusaba a Einstein de hacer hipótesis injustificadas. El rechazo de éste a una teoría esencialmente estadística, con un azar objetivo y no solamente producto de nuestra ignorancia, se manifiesta en su conocida frase «No creo en un Dios que juegue a los dados», como si cada átomo debiera esperar a una tirada de dados, cuyo resultado le indicaría cómo moverse o transformarse. La contestación de Bohr es que nadie puede decir a Dios lo que debe hacer ni atribuirle cualidades expresadas en lenguaje ordinario. Su diferencia de criterios afectó profundamente a los dos grandes científicos, que se admiraban mucho el uno al otro. El día de su muerte en 1962, siete años después de la de Einstein, Bohr te- nía en la pizarra de su despacho el mismo diagrama sobre el que los dos 18. Aspectos de ese debate aparecen en la correspondencia entre Albert Einstein y Max Born, partidario del punto de vista de Bohr y precisamente quien propuso la inter- pretación estadística de la teoría: Correspondencia Einstein-Born (1916-1955), Siglo XXI, México, 1973. Cf. también M. Bunge, Controversias en física, Tecnos, Madrid, 1983. 104 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS habían tenido una discusión en 1927. ¡Hasta en sus últimas horas seguía hablando imaginariamente con su amigo y oponente científico! El argumento EPR permaneció durante mucho tiempo como uno de los llamados experimentos mentales cuya discusión permite acla- rar cuestiones o plantear dudas, pero que son demasiado difíciles para realizar en el laboratorio. Sin embargo, desde 1970 se ha conseguido someterlo a prueba gracias a una serie de brillantes experimentos. Los resultados se interpretan de modo prácticamente unánime como un apoyo indiscutible a las ideas de Bohr y como muestra de que el com- portamiento de la naturaleza a nivel microscópico es muy extraño para nuestra intuición 19 , mucho más incluso de lo creído por Einstein. Como consecuencia, es preciso abandonar hoy dos creencias que formaban parte esencial del bagaje conceptual de los científicos: 1. En primer lugar, la de que observamos las cosas en sí mismas, separadas del resto de universo y del científico que las mira. Como dice Heisenberg, «lo que pasa depende de nuestro modo de observarlo y del hecho de que lo observamos» 20 , y por eso algunos han llegado a afirmar, así es el caso de Niels Bohr, que la física no trata del mundo sino de nuestra relación con él. Más aún, las cosas que han interactuado una vez continúan formando un sistema inseparable más tarde hasta que se produzca una nueva interacción y, por tanto, las interrelaciones entre los distintos elementos del mundo son de una complejidad mucho mayor de lo admitido antes. Las consecuencias para nuestra interpretación de las teorías científicas son grandes, pues siempre se había supuesto que los sistemas son separables, como condición necesaria desde el punto de vista práctico, para poder ordenar los datos de la experiencia 21 . 2. No es posible decir que la medida de una magnitud de un sistema atómico descubra el valor que esa magnitud tenía antes de la medi- 19. Algunos libros en los que se discuten estas cuestiones a nivel pedagógico son, ade- más de los antes citados, J. M. Jauch, Sobre la realidad de los cuantos, Alianza, Madrid, 1985; P. Forman, Cultura en Weimar, causalidad y teoría cuántica, Alianza, Madrid, 1984; S. Deligeorges, El mundo cuántico, Alianza, Madrid, 1990; V. Weisskopf, La revolución cuántica, Akal, Madrid, 1989; P. C. W. Davies y J. R. Brown, El espíritu del átomo, Alian- za, Madrid, 1989. 20. W. Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la física actual, Seix Barral, Bar- celona, 1957; A. Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia: Heisenberg, Nivola, Tres Cantos, 2004. 21. El físico norteamericano David Bohm (1917-1992) acuñó la expresión «paradig- ma holográfico» para referirse al entramado de relaciones entre las cosas. Un holograma, que permite la fotografía en relieve, tiene la propiedad de que toda la figura está grabada en todas sus partes a la vez, de modo que para recuperarla en detalle hay que tratar a la vez toda ella. Según Bohm, la teoría cuántica muestra que el mundo es necesariamente una totalidad, lo que pone límites a la ciencia basada en el reduccionismo a niveles ele- mentales separados. 105 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D da. Esto es sorprendente —en nuestra vida ordinaria sucede de otro modo—. Si medimos la longitud de una mesa obteniendo ciento veinte centímetros, creemos que la mesa tenía ciento veinte centímetros antes de medirla. Cuando un policía determina la velocidad de un coche me- diante un cinemómetro y le pone una multa por exceso de velocidad porque el aparato indica ciento sesenta kilómetros por hora, lo hace convencido de que el automóvil llevaba esa velocidad un instante antes de la medida. En el mundo cuántico de los átomos y las moléculas no es así. Si el resultado de medir la velocidad de un electrón es mil kiló- metros por segundo, no podemos afirmar que ésa era objetivamente la velocidad del electrón antes de la medida, más aún esa magnitud no tenía en general un valor definido. De hecho, si alguien la hubiera me- dido un instante antes que nosotros podría haber obtenido un resultado diferente. Y esto ocurre porque las medidas no informan sobre las cosas en sí, sino sobre su relación con el observador. ¡Qué visión del mundo tan distinta a la del mecanicismo del siglo XIX! Desde el punto de vista filosófico, la discusión Einstein-Bohr se en- marca en el debate entre una postura realista, basada en el convencimiento de que el mundo existe por sí mismo, independientemente de quien lo observa, y que sus propiedades objetivas pueden ser descubiertas, y una posición positivista, para la cual las cosas sólo existen en cuanto son per- cibidas y no tiene sentido hablar de ellas por sí mismas. Los desarrollos de la teoría cuántica llevan a algunos a buscar una tercera vía. Así, el físico francés Bernard d’Espagnat habla de una realidad velada (o sea, cubierta por un velo) y lejana que sustituye a lo real empírico, reflejando sólo dé- bilmente lo que son las cosas en sí, aunque diciendo lo que no son: Si lo real en sí se niega a decirnos lo que es —o cómo es— por lo menos consiente en decirnos, en cierta medida, lo que no es. No es conforme a los esquemas clásicos del mecanicismo, del materialismo atomista, del realismo objetivista, es decir, a ninguna de las variantes del realismo próximo [...]. Es pues legítimo calificarlo de lejano. Más aún, parece más o menos quimérico esperar que se pueda construir una imagen científi- camente justa [libre de elementos arbitrarios] con ayuda de conceptos tomados de las matemáticas. En consecuencia, parece muy legítimo califi- carlo como inconocible o velado. Pero de las dos palabras, es la segunda la que parece la más correcta [...]. Lo real en sí, aunque no es conocible en el sentido habitual de la palabra, no es tampoco rigurosamente inco- nocible; está velado 22 . A pesar de estas consecuencias radicales de la física atómica, muchos pensaban que su importancia podría no ser muy grande porque el deter- 22. B. d’Espagnat, Une incertaine réalité, Gauthier Villar, Paris, 1985, p. 269. 106 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS minismo seguía dominando todo el mundo macroscópico, en el que, al fin y al cabo, vivimos todos. Esto se debe a una curiosa propiedad de la teoría cuántica: sus efectos tienden a cancelarse a escala de gran tama- ño. O, en otras palabras, el fallo de la causalidad determinista se debe a efectos microscópicos tan débiles que sólo son apreciables a escala de los átomos. Pero esto no es estrictamente cierto porque existen amplifi- cadores de indeterminación que la elevan hasta nuestra escala. Para observar cómo opera uno de ellos basta con conectar una te- levisión que no esté sintonizada con ninguna emisora. En la pantalla aparece lo que suele llamarse nieve, un burbujeo de luces sin forma apa- rente, y sin pauta espacial o temporal. ¿Qué es lo que ocurre? Los pun- tos luminosos se deben al impacto de los electrones emitidos por un fi- lamento caliente. Cuando vemos un programa, el sistema macroscópico de la tele dirige a los electrones mediante campos eléctricos a los luga- res precisos para reconstruir la imagen, dominando su indeterminación intrínseca. Pero si el aparato no recibe imágenes de ninguna emisora, nada coarta las tendencias aleatorias de los electrones agitados por las fluctuaciones cuánticas. Conviene advertir que es imposible evitar toda señal; los aparatos eléctricos próximos envían pulsos incoherentes, e incluso un pequeño porcentaje de lo que se ve se debe a la radiación de fondo de microondas que se mueve por todo el universo como reliquia de la gran explosión, el famoso Big Bang originador de todo. Por lo tanto, las indeterminaciones cuánticas «suben» de escala has- ta nuestro mundo macroscópico. Y en algunos casos su efecto puede ser mucho más importante que la nieve que acabamos de ver en la tele. Los fenómenos cuánticos están en la base de la herencia, pues los ge- nes, transmisores de la información hereditaria desde una generación a la siguiente, son moléculas gigantescas formadas por muchas subuni- dades menores enlazadas entre sí según las leyes de la física cuántica. Las mutaciones, causa de la aparición de nuevas cualidades o defectos genéticos, son producidas en procesos aleatorios de los que se hablará más adelante con mayor detalle. Y el estado actual de nuestros conoci- mientos parece indicar que el propio origen de la vida en la Tierra fue preparado por una época de reacciones químicas prebióticas, en las que las leyes probabilistas jugaron un papel determinante. Un último ejemplo de cómo se amplifica la indeterminación: la corriente nerviosa se transmite entre las neuronas en nuestro cerebro mediante el paso de una cantidad diminuta de unas sustancias llamadas neurotransmisores. La descarga se produce en una zona muy pequeña, de un tamaño aproximado de unos diez nanómetros (un nanómetro es una millonésima de milímetro) y con una masa de neurotransmisor casi insignificante, del orden de un attogramo (una trillonésima de gramo). Tanto que algunos opinan que los efectos cuánticos pueden llegar a ser 107 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D importantes 23 , perdiendo así todo sentido la idea de determinismo es- tricto de los procesos mentales. El caos y las mariposas En 1963 el matemático norteamericano E. N. Lorenz intentaba entender un problema clásico de meteorología: ¿cómo se mueve una capa de aire calentada por debajo?, situación frecuente en el verano en llanuras con mucha insolación. A pesar de lo fácil de su planteamiento, es un proble- ma de una endiablada complejidad, como ocurre casi siempre cuando se trata de predecir el tiempo. Lorenz se las arregló para formular una aproximación manejable, basada en una ecuación de aspecto muy sim- ple, con tan sólo tres variables que indican la velocidad y la temperatura del aire. Al estudiarla comprobó sorprendido cómo, desmintiendo su aparente sencillez, la extraordinaria complejidad de sus soluciones hacía imposible toda predicción al cabo de un cierto tiempo. En realidad, a Lorenz le estaba pasando lo mismo que al Servicio de Meteorología: in- cluso las predicciones buenas para el día siguiente acaban por desajustar- se después con lluvias imprevistas o vientos insospechados. Sólo que, en la predicción real, son tantos los factores por tener en cuenta que no sorprende que la cosa acabe estropeándose. En cambio, el modelo de Lorenz era simple y, por ello, completamente predecible en el espíritu de Laplace. Lorenz pudo caracterizar el fenómeno —el mismo ya conocido por Newton que podría desajustar el sistema solar (aunque Laplace creyó equivocadamente que eso no podrá ocurrir nunca, como vimos antes)—. Entendió que la clave está en el comportamiento de los errores, bajo la extrema inestabilidad de los movimientos del aire. Ocurre que los datos numéricos sobre el estado inicial, como la temperatura o la presión del aire, son alcanzables sólo dentro de un margen de error, por ejemplo una décima de grado centígrado, y sólo donde hay estaciones meteo- rológicas, no en todos los puntos del mapa. Nuestro conocimiento de partida es, pues, incompleto —en ello no hay nada nuevo, ya lo habían comprendido así en el siglo XIX—. Lo inesperado es el crecimiento tem- poral de esos errores a veces explosivo y sin control, haciendo cada vez menos fiable la predicción al pasar el tiempo hasta perder todo su valor. Para predecir a más largo plazo hay que refinar los datos iniciales y los métodos de cálculo, pero crece más deprisa el esfuerzo matemático necesario que el tiempo de predicción fiable, por lo que sólo podemos 23. J. C. Eccles, La evolución del cerebro: creación de la conciencia, Labor, Madrid, 1992. 108 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS conocer el mundo a través de una ventana temporal limitada, en afortu- nada expresión del físico Ilya Prigogine. Este crecimiento inexorable de los errores ocurre precisamente cuan- do el comportamiento del sistema es complejo. Como consecuencia es imposible detectar pautas o regularidades en sus detalles y, por eso, se bautizó como caos o movimiento caótico. Lorenz imaginó hiperbólica- mente el caso de un meteorólogo cuya predicción admirable del tiempo atmosférico, gracias a los mejores sistemas de observación y usando las técnicas matemáticas más avanzadas, resulta totalmente fallida porque no había tenido en cuenta el efecto sobre el estado inicial de la atmós- fera del inesperado batir de las alas de una mariposa. El pequeñísimo error que ello representa se agrandaría sin cesar hasta hacer que todo el cálculo pierda su valor. La historia hizo fortuna y hoy se conoce como «efecto mariposa» al crecimiento incontrolable de los errores 24 . Además, los últimos veinte años han visto cómo el efecto mariposa aparece por todas partes, en la predicción del tiempo, en multitud de oscilaciones, en fenómenos biológicos, en los láseres, en el movimiento de los fluidos; en tantos sitios que se dice, con frase consagrada, «el caos es ubicuo». La predicción detallada para todo tiempo, a lo Laplace, se ve hoy imposible e incluso absurda. Sorprende que alguna vez se haya creído en ella. Tanto es así que el físico matemático inglés James Lighthill, presidente entonces de la Unión Internacional de Mecánica Pura y Apli- cada, decía en un congreso de su organismo en 1986: Debemos hablar en nombre de la gran fraternidad de practicantes de la mecánica. Somos hoy muy conscientes de que el entusiasmo que ani- maba a nuestros predecesores les llevó a generalizaciones sobre la pre- decibilidad [...] que ahora sabemos que son falsas. Debemos presentar colectivamente excusas por haber inducido a error, propagando, a pro- pósito del determinismo [...] ideas que, a partir de 1960, se han revelado incorrectas. ¿Cómo se pudo producir un despiste tan extendido? Sin duda se co- metió una extrapolación imprudente. La mecánica clásica, hasta finales del siglo XIX la parte más acabada y emblemática de la física, se desarro- lló gracias al estudio de un sistema singularmente regular como lo es el sistema solar. Arrastrados por el espectacular éxito de sus predicciones, 24. A. Fernández-Rañada, «Movimiento caótico»: Investigación y Ciencia 114 (mar- zo de 1986), p. 12; A. Fernández-Rañada (ed.), Orden y caos, Libros de Investigación y Ciencia, Barcelona, 1990. E. N. Lorenz, La esencia del caos, Debate, Madrid, 1995; I. Peterson, El reloj de Newton, Alianza, Madrid, 1992; J. Gleick, Caos: la creación de una ciencia, Seix Barral, Barcelona, 3 1998. 109 E L A Z A R Y L A NE CE S I DA D muchos extendieron sus propiedades a todo el cosmos, sin comprender que no es representativo de la mayoría de los sistemas físicos 25 . Importa mucho entender que, al revés que la teoría cuántica, cuya imposibilidad de predecir surgió de una revolución conceptual provo- cada por un nuevo campo de estudio, el de los átomos, la teoría del caos muestra que los científicos del siglo XIX no habían comprendido bien las leyes de la dinámica de las que estaban tan orgullosos. Ello aconseja huir de las afirmaciones demasiado rotundas sobre consecuen- cias radicales y sugiere que una cierta dosis de humildad no está nunca de más. Porque el mundo es impredecible para tiempos arbitrarios y si queremos mantener la metáfora del universo-reloj no hay más remedio que admitir que sus ruedas encajan mal y tienen holgura, por lo que su movimiento se desajusta y atrasa, adelanta e incluso da saltos de una manera imprevisible. Lo cual es una suerte porque el mundo-reloj del siglo XIX es frío, lejano y poco acogedor. Vale más vivir enfrentados a la posibilidad de lo nuevo, sintiendo ese sabor agridulce de las cosas que ya no son, pues aunque eso nos deje tristes empiezan a nacer otras que pueden traer la esperanza. Realmente es mucho mejor no bañarnos siempre en el mismo río. La visión del mundo coherente con la ciencia de hoy combina la ne- cesidad y el determinismo en períodos acotados de tiempo con un azar de muchas caras que existe objetivamente. La concepción mecanicista decimonónica es completamente inaceptable. Algunos científicos ven en ello razones para excluir a Dios porque creen que la necesidad y el azar se bastan para explicar y gobernar el mundo. Es la postura, por ejemplo, del biólogo Jacques Monod y del físico Steven Weinberg. Otros creen que el hundimiento del mecanicismo determinista es muy importante, porque elimina los obstáculos que parecían oponerse al libre albedrío y a la existencia de Dios, quien, aunque no realice milagros, actúa sobre el pensamiento de los hombres. Así piensan, como veremos en el capí- tulo 7, el físico Nevill Mott y el neurólogo John Eccles. 25. I. Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión?, Tusquets, Barcelona, 1987; I. Prigogine e I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid, 1990; Íd., La nueva alianza, Alianza, Madrid, 1990; Círculo de Lectores, Barcelona, 1988. 111 5 EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES El mundo como libro Una observación ingenua de la naturaleza parece indicar que el mundo está construido siguiendo un plan, que es el fruto de un diseño. Si esta apariencia estuviese justificada, existiría un Dios creador y diseñador de todas las cosas. Parece evidente que los órganos de los animales respon- den a un propósito: las manos para coger, los ojos para ver, las patas y piernas para correr, los estómagos para digerir, los pulmones para respi- rar. Las raíces de las plantas son justo lo que necesitan para afirmarse en el suelo y obtener elementos nutritivos, su savia sirve para transportarlos hacia arriba, sus hojas para recibir la luz. Y lo mismo se puede decir de la Tierra, con su maravilloso complementarse de las llanuras, los montes o los mares, y del sistema solar en el que los planetas siguen trayectorias acordes, girando en el mismo sentido en torno al Sol en una maravillosa danza cósmica que sugiere diseño, armonía y propósito. Y si del aspecto orgánico formal pasamos al funcional, esa impresión se acentúa. Las cosas parecen estar acordadas no sólo en su estructura sino en su funcionar, con una complementación maravillosa de unos se- res y otros. Distintos tipos de animales y de plantas aparecen en diferen- tes zonas geográficas y climáticas, concordándose de tal manera con su entorno que parecen destinados entre sí, hechos para estar juntos, como el guante y la mano o un tornillo y su tuerca. Los mismos animales exis- ten con distintas variedades, unos por ejemplo con la piel más gruesa porque viven a mayor altura o capaces de digerir otras plantas, precisa- mente las que tienen a su alrededor. Sin duda el diseño parece patente. En esta constatación, tan clara a primera vista, se basan una de las vías de santo Tomás y todos los argumentos teleológicos 1 . Porque es di- 1. Teleológico es todo lo relativo a la finalidad o al propósito de una cosa. 112 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS fícil evitar la fuerte impresión de que el mundo obedece a un proyecto, que está construido siguiendo un plan sutilísimo, ordenado jerárqui- camente desde las plantas y animales inferiores, en el que cada ser se apoya en otros más simples y se supedita a sus superiores hasta llegar al hombre, rey sin duda de la creación, y donde la materia inerte tiene como única función el soporte del todo, con la guinda de astros como luminarias que cantan la gloria de su creador. Esta interpretación con- duce a un cosmos a la vez simple y pequeño, pues nada hacía imaginar antes del telescopio que las estrellas estén tan lejos, y donde el hombre se encuentra en un lugar doblemente natural, hecho a propósito para él, en el que las cosas son singulares porque cada una tiene su finalidad propia y eso permite el establecimiento de una alianza entre el hombre y la naturaleza. Y por eso la ciencia, en la Edad Media y durante la revolución de los siglos XVI y XVII, coincidía con las religiones proféticas —judaísmo, cristianismo e islamismo— al ver en el mundo la obra de Dios, obra par- lante y expresiva a través de la cual es imposible no percibir al creador mismo. Y así, además de la metáfora del mundo como reloj, obligado a seguir mecánica e inexorablemente las leyes con que le dotó ese Gran Arquitecto, Ingeniero o Artífice, surgió una segunda para la cual el mun- do es como un libro, al que se parece por dos razones. Primero, porque tanto el mundo como el libro sagrado —la Biblia o el Corán— fueron pensados por un autor, el Dios creador, y segundo, porque si el universo es un texto escrito por Dios, puede ser entendido y la ciencia es posible. Desde esta perspectiva, Dios se manifiesta mediante dos libros: su reve- lación recogida en las Sagradas Escrituras y la naturaleza. Fue el inglés Francis Bacon (1561-1626), político y teórico de la ciencia, quien propuso la doctrina de los dos libros en su obra The advancement of learning, de 1605 2 . Fue una idea importante para los nuevos filósofos naturales porque los anteriores no se cuidaban de dis- tinguir los dos ámbitos. Bacon advierte contra los intentos de confor- mar el libro de la naturaleza al de la Escritura, proponiendo una norma conocida como compromiso baconiano: «Nadie mezcle o confunda ne- ciamente esas dos enseñanzas» 3 . Esta metáfora fue muy usada, lo que empezó a plantear problemas cuando a veces la lectura de dos libros llevaba a conclusiones contrarias y no se atendía la advertencia de Bacon. Para Kepler esto no ocurre nunca si los textos se interpretan correctamente, no de modo literal. 2. A. Quinton, Francis Bacon, Alianza, Madrid, 1980. 3. J. R. Moore, «Geologists and interpreters of Genesis», en D. C. Lindberg y R. L. Numbers (eds.), God and Nature: historical essays on the encounter between christianity and science, University of California Press, Los Angeles, 1986. 113 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S Al defender el punto de vista heliocéntrico de Copérnico, decía en su Astronomia nova (1609), la primera obra en que se habla de órbitas elípticas de los planetas: Las Sagradas Escrituras hablando a los hombres de oficios corrientes se- gún los modos de los hombres, lo hacen de manera que pueda ser enten- dida usando expresiones conocidas por todos [...]. ¿Por qué nos extraña entonces, si la Escritura habla según las expresiones humanas, que la verdad de las cosas disienta de la concepción de todos los hombres? Cuando la Biblia habla de movimiento del Sol, debe entenderse en el lenguaje del sentido común de cada día. Se trataba sólo de describir lo que se ve, no de un conocimiento astronómico profundo. Y Galileo sostiene: La filosofía está escrita en ese gran libro que está ante nosotros —el universo— pero no podemos entenderlo si no aprendemos primero el lenguaje y los símbolos con que está escrito. Está escrito con lenguaje matemático y los símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geomé- tricas, sin los cuales es imposible entender una sola palabra suya. Y, al defenderse ante los teólogos aristotélicos, decía: «La Biblia en- seña a ir al cielo, no cómo van los cielos». Se le acusaba de contradecir a las Escrituras al defender, siguiendo a Copérnico, la idea de un Sol quieto en medio del universo en contra de la cosmología de Ptolomeo, para la que el centro del cosmos estaba en la Tierra como parecía afirmar la Biblia literalmente interpretada. El pasaje más citado a este respecto fue el llamado milagro de Josué. Este antiguo ayudante de Moisés y jefe de los israelitas tuvo que acudir en defensa de la ciudad de Gabaón, atacada por enemigos comunes. Durante la batalla fue necesario prolongar el día para continuar las operaciones militares, por lo que Josué invocó a Yavhé diciendo: «Sol, detente sobre Gabaón, y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón», tras lo que «el Sol se detuvo en medio del cielo y no se apresuró a ponerse casi un día entero» 4 . Este texto del libro de Josué fue la base en que se apoyaban los oponentes a la cosmología heliocéntrica de Copérnico, pues decían que no puede estar quieto un astro que se detiene. La discusión subsiguiente impulsó a Galileo a mostrar que, en- tendiendo cada uno de los dos libros en su propio lenguaje —común para la Biblia, matemático para la naturaleza—, no puede haber ninguna discrepancia entre ellos, incluso las verdades científicas ya demostradas 4. Josué 10, 13. 114 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS deberían ser una ayuda muy conveniente para la exégesis bíblica. Para ilustrar esta idea, explica cómo el sistema de Copérnico permite enten- der mejor el milagro de Josué. Según su argumento, en el de Ptolomeo, parar el Sol produciría un complicada perturbación de los movimientos de las esferas a las que estaban sujetos los astros, mientras bastaría en el de Copérnico con frenar la rotación del Sol en torno a su eje, lo que él creía que arrastra a los planetas 5 . La Biblia tenía el atractivo de un lenguaje poético accesible a todos, incluso a los que no saben matemáticas, con su mundo a la medida del hombre en el que el misterio de las cosas las hacía paradójicamente más próximas. Los intentos de la ciencia por explicarlo todo, gracias al aná- lisis exhaustivo de los fenómenos mediante el movimiento de corpús- culos materiales, fueron vistos por algunos como una deshumanización que conducía a un mundo frío, lejano e incluso hostil. ¿Cómo sentirse a gusto en un cosmos-reloj tan predecible en principio que no queda en él ningún sitio para lo nuevo? Además, la apertura del universo pequeño, finito y limitado del Medievo a las enormes distancias descubiertas por el telescopio de Galileo era inquietante, al perderse la sensación tran- quilizadora de un mundo a la medida del hombre en el que las cosas pueden ser aliadas, no sólo objetos inertes. El gran poeta inglés John Donne (1572-1631) se lamentaba en un poema escrito en 1611 de que todo se derrumbaba, «all coherence gone»: Y la nueva filosofía pone todo en duda, el fuego elemental se apagó del todo, el Sol se ha perdido, como la Tierra, y no hay ingenio humano capaz de saber dónde encontrarlo. [...] Los hombres buscan mundos nuevos; ven que éste se ha desbaratado otra vez en sus átomos. Todo se ha hecho añicos, toda coherencia se ha ido; toda provisión justa y toda relación [...] 6 . No hay que extrañarse de los lamentos de Donne porque los cam- bios traídos por la nueva ciencia eran realmente dramáticos y difíciles 5. Una exposición del razonamiento de Galileo sobre el milagro de Josué aparece en la carta que dirigió al padre Benedetto Castelli, colaborador suyo e investigador sobre hidráulica; cf. Galileo Galilei, Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión, ed. de M. González, Alianza, Madrid, 1987. 6. J. Donne, An Anatomy of the World, 1611. Donne fue un gran poeta y hombre muy religioso, citado a menudo por pacifistas, sobre todo su poema «Por quién doblan las campanas», en el que expresa un fuerte sentimiento de solidaridad humana, al decir: «Toda muerte me afecta. / No preguntes por quién doblan las campanas, / lo hacen tam- bién por ti». 115 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S de asimilar, en especial el enorme tamaño del universo 7 , del que decía Pascal: «El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta». Sin duda se originó así buena parte del enfrentamiento entre científicos y humanistas, para lo que no ayudó mucho la pretensión de saberlo todo, propia de algunos de los primeros, como Descartes, que afirma en sus Principios de filosofía de 1644 que «ningún fenómeno de la naturaleza se omite en este tratado [...] no hay nada visible o perceptible en este mundo que no haya explicado yo». ¿Especies fijas o cambiantes? Pero la necesidad de admitir un diseño seguía pareciendo razonable, a pesar de lo hostil de las nuevas inmensidades que la astronomía no cesaba de descubrir, porque la metáfora del reloj parecía forzada al aplicarla a los seres vivos, para cuya diversidad y maravillosos organismos no se vería otra explicación que el diseño divino. Ante la pregunta «¿cómo se originaron las plantas y los animales?», cabían dos respuestas. Según la tradición bíblica, durante mucho tiempo la única, las plantas fueron creadas el tercer día, el quinto las aves y los peces, los animales terrestres y el hombre el sexto. Además, y punto importante, se suponía un principio propio de cada especie vegetal o animal en un acto separado de creación, idea subrayada por el relato del arca de Noé. Que la creación hubiese durado seis días de veinticuatro horas como los de ahora, o que la Biblia hablase simbólicamente y fue- sen seis períodos largos de tiempo, siendo algunas especies más antiguas que otras, no importa mucho. La cuestión esencial era si cada una de ellas tuvo su origen propio independiente de las otras y se mantuvo fija e inmutable desde entonces, o si existía la posibilidad de que algunas dieran lugar a otras nuevas mediante cambios graduales. Durante los siglos XVIII y XIX se fue abriendo paso esta idea, sobre la que se basó una segunda concepción, para la cual los seres vivos se habrían originado espontáneamente, mediante algún mecanismo aún por descubrir pero, en todo caso, inherente a la materia. Se abrió así una polémica entre dos posturas conocidas como fijista y transformista. Un gran defensor de la primera corriente fue el gran médico y na- turalista sueco Carl von Linné (Linneo) (1707-1778), quien, para clasifi- car a todos los seres vivos, inventó la notación usada todavía hoy que asigna a cada tipo de animal o planta dos palabras latinas indicadoras del género y la especie (ejemplos: Bos taurus, el toro; Felis leo, el león; 7. A. Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 1979. 116 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Pisum sativum, el guisante). Era un hombre profundamente religioso para quien las especies fueron creadas por Dios separadamente según un plan y se mantienen fijas desde entonces, como explica en su Filoso- fía botánica de 1751. Pero cuando un colaborador suyo descubrió una planta extraña que él interpretó como un híbrido —probablemente era producto de recombinación de genes—, empezó a pensar que la hibri- dación podría dar lugar a formas nuevas al ser influidas por el clima y la geografía. Sin embargo, no se salió de la idea fijista. En una edición de su Systema naturae aparecida al final de su vida, expresa su concepción del mundo en estas palabras: «Vi al infinito, todopoderoso y omnis- ciente Dios [... y] yo seguí sus pasos sobre los campos viendo por todas partes sabiduría y poder eternos y una inescrutable perfección». Otro gran naturalista, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707- 1788), crítico de Linneo y típico hombre de la Ilustración, se inclinó por una visión transformista. Persona de enorme capacidad de trabajo, dedicaba las mañanas al estudio de la naturaleza en el Jardín del Rey de París y las tardes a negocios personales. La primera actividad le pro- dujo una enorme obra científica que incluye una Historia natural de 36 volúmenes y una Teoría de la Tierra, además de obras de matemáticas y física; la segunda le generó una gran fortuna personal (sin duda no era un sabio despistado). Buffon se planteó al principio de su carrera una pregunta, sobre la que se especulaba mucho entonces: ¿es el asno un caballo degenerado? Se trata de una cuestión con mucho calado, pues, si la respuesta es que sí, cualquier otra especie podría modificarse también. La respuesta de Buffon fue al principio negativa, pero tras comparar la fauna americana con la europea, empezó a abrazar ideas transformis- tas, admitiendo que las especies pueden variar durante las emigraciones al enfrentarse con un nuevo entorno. Le ayudó mucho a aceptar esa creencia su cosmogonía, basada en la formación del sistema solar como consecuencia del choque tangencial de un cometa con el Sol, con la consiguiente expulsión de una porción de masa de cuya condensación se formarían los planetas. Hoy sabemos que no pudo ocurrir así, pero lo importante es que, al estimar la vida del sistema solar en tres millo- nes de años, introdujo una dimensión histórica en la astronomía, ajena completamente a la concepción estática aceptada hasta entonces. Fue acusado por ello de contravenir la Escritura, como Galileo, aun- que sin las graves consecuencias sufridas por éste. Rechazó la teleología, exigiendo que las explicaciones científicas no recurran a la intervención divina, y así dice en su Teoría de la Tierra de 1749: «En física se deben evitar causas externas a la naturaleza». El capítulo siguiente corresponde a quien ha sido llamado el primer evolucionista, el francés Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), quien, 117 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S muy impresionado por las diferencias entre los fósiles y las formas bio- lógicas, empezó a vislumbrar en la vida una tendencia al aumento de la complejidad. Creyó que el uso modifica algunos aspectos de los seres vivos, heredándose luego los caracteres adquiridos. Así la jirafa al in- tentar comer las hojas de los árboles vería cómo su cuello se estiraba y, de este modo, al ser heredados, se acumularían pequeños alargamientos a lo largo de muchas generaciones hasta la longitud que tiene ahora. Lamarck comprendió, siguiendo a Buffon, que la edad de la Tierra es mucho mayor que lo entonces supuesto a partir de la interpretación li- teral del relato bíblico, y por eso transformaciones lentas pueden llevar a grandes cambios pues «el tiempo no es ningún problema para la na- turaleza». Por eso anticipó a Darwin en la idea de la evolución, aunque no usó nunca esta palabra sino expresiones tales como «paso seguido por la naturaleza para producir organismos». Pero hay una diferencia importante, pues el mecanismo de Lamarck es repetible en principio, de modo que podría reproducirse hoy, con los mismos resultados, el proceso que elevó a algunos animales inferiores hasta una complejidad mayor, cosa imposible en la teoría de Darwin, en la que surgirían siem- pre formas nuevas y diferentes. Otro gran científico francés, el barón Georges Cuvier (1769-1832), se opuso a las ideas transformistas de Lamarck, del que fue un gran ri- val. Cuvier cuenta que son necesarios cambios bruscos para explicar la extinción de las especies de las que hay restos fósiles, que, según él, han desaparecido sin dejar ninguna descendencia. Cuvier era protestante, religión que creía más favorable al estudio científico que la católica. No negó nunca que Dios había creado una pareja de cada especie, muchas de las cuales habían desaparecido tras catástrofes geológicas violentas, posiblemente en pocos momentos. Estas ideas prendieron en la imaginación popular. La competencia entre las especies considerada ya por Linneo, las transformaciones de los animales y las plantas y sus extinciones salieron de los ámbitos cien- tíficos a las reuniones sociales, donde eran objeto de charlas y comenta- rios. La evocación de las grandes bestias completamente extinguidas, a pesar de haber dominado la Tierra, impresionaba a las gentes. Un libro que llegó a ser muy popular, Wonders of geology, publicado en 1838 por Gideon Mantell, descubridor con su mujer Mary Goodhouse de los dinosaurios, presenta en su portada a esos temibles animales luchando rabiosamente a dentelladas por un lugar en un mundo prehumano e inhumano. Imposible un mayor contraste con la idea popular del Pa- raíso. El mal, el dolor y la muerte no eran debidos a la culpa de Adán y Eva, como hace pensar la Biblia, sino que parecían consustanciales con una naturaleza áspera, despiadada y hostil, completamente ajena al hombre. 118 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Darwin y la evolución En 1859 aparece uno de los libros que más impacto han causado en la historia del pensamiento y cuya importancia para las ciencias de la vida es semejante al de los Principia de Newton para la materia inerte. Se trata de El origen de las especies por la selección natural del gran Charles Darwin (1809-1882) 8 . Con esa obra, el punto de vista transformista se establece definitivamente con la idea de que todas las especies vivientes se transforman poco a poco, adaptándose cada vez mejor a su entorno. Darwin, hijo de un médico rural religioso practicante, quiso se- guir la tradición familiar estudiando medicina pero desistió porque se mareaba en las operaciones. Probó con los estudios eclesiásticos para retirarse luego a una vida calificada por su padre como de deportista holgazán. Pero, por su fuerte afición a la naturaleza, le ofrecieron un puesto en el barco Beagle de la marina británica en una expedición car- tográfica cuya finalidad era preparar mapas de la costa de Suramérica, aunque se dice que lo contrataron para que el capitán Robert Fitzroy pudiese disfrutar de la compañía de un caballero. El viaje duró cinco años, entre 1831 y 1836, durante los que acumuló una impresionante colección de observaciones. Al empezar su viaje era un joven inmadu- ro de veintidós años; al terminarlo se había convertido en uno de los naturalistas con más experiencia en todo el mundo, gracias a la inusual ocasión que tuvo de estudiar restos fósiles, especialmente de grandes mamíferos extinguidos de Argentina, y de comparar la fauna americana con la europea. A su vuelta a Inglaterra continuó madurando su visión del mundo biológico para publicar su obra a los cincuenta años, sólo cuando se vio obligado porque otro inglés menos conocido hoy, Alfred Russell Wallace (1823-1913), había llegado independientemente a las mismas conclusiones a partir de su experiencia como agricultor en In- donesia. En 1858 Wallace escribió una carta a Darwin exponiendo sus ideas. En ese mismo año se presentaron dos textos de Darwin y uno de Wallace en la Linnaean Society aunque sin la presencia de sus autores. Casi nadie se enteró entonces, pero la reacción fue muy fuerte cuando el año siguiente apareció El origen de las especies, apoyando su tesis en una enorme cantidad de datos. Wallace y Darwin formularon de manera correcta la teoría trans- formista que había sido anticipada por algunos científicos, sobre todo Buffon y Lamarck, aun sin haberla podido establecer de manera firme. El propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, era un médico defensor de las evoluciones social y biológica como «leyes firmes, inmutables e 8. Ch. Darwin, El origen de las especies por la selección natural, Espasa-Calpe, Ma- drid, 1998. 119 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S inmortales, impresas en la naturaleza por la Gran Primera Causa» y conocido como disidente religioso. Darwin había estudiado con mucho interés cómo los criadores de ganado mejoran sus vacas o sus caballos y los agricultores las lechugas o el trigo en un proceso al que llamó de selección artificial, en donde se busca un cambio en la especie escogiendo descendientes con ciertos caracteres deseados, como mayor producción de leche, más fuerza o mejor resistencia a las enfermedades. Al cabo de muchas generaciones se consigue de esta manera una población distinta de la de partida: por ejemplo, vacas lecheras a partir de una raza de vacas salvajes, rosales con flores más grandes y bonitas que las silvestres, gallinas más ponedo- ras de huevos o trigo con más grano. A partir de esta idea y de la observación del mundo, Darwin propu- so una teoría simple y poderosa al mismo tiempo. Está claro que todos los hijos de los mismos padres no son iguales, unos son más grandes que otros, o más ágiles, o más resistentes al frío, o tienen comporta- mientos diferentes. Darwin ignoraba la razón de esa variedad, pero le parecía muy importante que sólo algunos seres vivos sobrevivan hasta la edad necesaria para reproducirse y que la mayoría mueran sin ha- ber dejado descendencia. Así ocurre en particular con los animales y plantas domésticas, pues se reservan como re-productores sólo aquellos que tienen las propiedades deseadas. Darwin comprendió que algunas variantes hereditarias son más ventajosas que otras para sobrevivir y reproducirse; por ello el mecanismo de la herencia produce, tras el paso de las generaciones, un aumento en la proporción de individuos con esa variante. Como ocurre lo mismo con los demás caracteres, se va generando un cambio, una evolución gradual de las especies, con la desaparición consiguiente de las formas antiguas. Como resultado, las especies están cada vez mejor adaptadas a su medio natural porque lle- gan a tener precisamente los caracteres más ventajosos para sobrevivir en su entorno. Por ejemplo, los antílopes africanos han evolucionado en el sentido de una mayor rapidez en la carrera, porque los animales más veloces tienden a sobrevivir y tener más descendientes mientras que los menos ligeros son atrapados antes de reproducirse por carnívoros como leones o leopardos. La selección elimina así a los lentos y favorece a los rápidos. Darwin apoyaba su propuesta en la observación de fósiles de espe- cies extinguidas, evidencia clara de un proceso de complexificación a lo largo de la historia de la Tierra. Las formas antiguas son más simples y primitivas, las nuevas más perfectas —su mayor complejidad les permite adaptarse con ventaja a su medio—. Llevada a sus extremos, la teoría de la evolución tenía dos consecuencias que promovieron un gran re- vuelo. 120 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS La primera es que la vida debería haber surgido a partir de formas muy simples unicelulares, evolucionadas luego hacia animales y plantas superiores. Aunque Darwin no tenía ni idea de cuál podría ser el me- canismo de aparición de tales seres vivos primigenios y no hacía pro- puestas sobre ello, esperaba que se pudiese explicar mediante las leyes naturales. En conversaciones privadas, expresaba su convicción de que la vida surgió en alguna charca caliente de los trópicos, originándose allí seres muy elementales que, mediante el proceso de la selección natural, habrían dado lugar a todas las formas hoy existentes. Muchos creían entonces en la generación espontánea de insectos, gusanos e incluso ratones, pero el químico y biólogo francés Louis Pasteur (1822-1895) demostró que eso es imposible en una serie de importantes experimentos. Sin embargo la cosa cambia si hablamos de seres vivos más simples. Es cierto que hoy se cree que es un proce- so enormemente improbable, imposible en períodos cortos de tiempo. Pero por muy difícil que sea algo, llega a ser inevitable si se insiste bastante y así ocurrió a lo largo de la enorme edad de la Tierra. Se- gún el consenso científico actual, tras cerca de mil millones de años de procesos químicos prebióticos, quizás en charcas como la que su- gería Darwin, se generaron células muy simples en la Tierra primitiva y evolucionaron después hacia animales y formas complejas, las que finalmente existen hoy. La segunda consecuencia tiene mucho más alcance todavía. Ella es que, desde la nueva perspectiva, resulta natural incluir al hombre como uno más del conjunto de los animales y plantas, considerando a la inte- ligencia, la imaginación y demás propiedades exclusivamente humanas como producto de la evolución de las especies, lo mismo que las aletas natatorias, los ojos agudos, las fuertes garras y los demás caracteres físi- cos. La línea divisoria entre humanos y animales se difumina así. ¡Pobre hombre, antiguo rey de la creación a quien se arrebata su rango y sus blasones, alejado primero por Copérnico de su antigua y majestuosa posición en el centro del mundo y mezclado ahora por Darwin con los demás animales! En otro libro célebre, El origen del hombre 9 de 1871, Darwin de- sarrolla esta idea, estudiando entre otras cosas la aparición de los sen- timientos religiosos a partir de un animismo primitivo. Opina allí que tales sentimientos han estimulado la evolución humana, generando có- digos éticos y excitando el arrepentimiento, cosa útil y ventajosa. Por ejemplo, la ética puede mejorar la coherencia social al hacer que todos busquen la aprobación de los demás portándose de una cierta forma. En 9. Ch. Darwin, El origen del hombre, Edaf, Madrid, 1982. 121 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S cambio, un acto de robo induce sensaciones de insatisfacción consigo mismo, al no ser aprobado por los otros 10 . La obra de Darwin obligó a repensar muchas cosas. Que el hombre, como especie, haya surgido por la evolución de seres antropoides más primitivos y no inteligentes se resumió inmediatamente en la frase «el hombre desciende del mono». Aunque Darwin no decía que descenda- mos de los primates actuales, sino de otro tipo de animales de los que también surgieron esos monos, el ser simplemente primos de los gorilas, orangutanes y chimpancés parecía a algunos una idea desagradable e insultante. Pero nadie pudo ignorarla. Toda clase de personas notables, políticos, escritores, artistas y hasta damas de la sociedad elegante leían a Darwin y discutían apasionadamente entre sí tras elegir campo, a fa- vor o en contra. Se dispara la polémica La respuesta religiosa al reto darwiniano fue variada, aunque debe de- cirse que las estructuras oficiales se opusieron a menudo frontalmente, en una reproducción lamentable del asunto Galileo. La primera reacción adversa se produjo inmediatamente, en 1860, en una reunión en Oxford de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, cuando el obis- po anglicano Samuel Wilberforce atacó duramente la idea de evolución, publicando luego un comentario en el que decía: El principio de la selección natural es absolutamente incompatible con la palabra de Dios [...] es un intento de destronar a Dios [pues, si fuese cierto] el Génesis sería una mentira y la Revelación un engaño y una trampa. La sesión fue muy difícil y en ella el famoso biólogo Thomas Henry Huxley (1825-1895), abuelo del también biólogo Julian Huxley, primer director general de la Unesco, y de Aldous Huxley, autor de la famo- sa novela Un mundo feliz, intervino para defender acaloradamente la evolución (se le ha llamado el bulldog de Darwin). La asistencia era masiva y el ambiente muy tenso, tanto que hubo hasta desmayos entre el público femenino, que empezaba entonces a incorporarse al mundo cultural. El obispo había preguntado a Huxley por qué parte descendía él de un mono, si por el lado de su abuela o por el de su abuelo, respon- 10. Según parece, sus opiniones sobre este tema estuvieron muy influidas por el com- portamiento de los habitantes de Tierra de Fuego, gentes enormemente primitivas a las que visitó durante el viaje del Beagle. 122 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS diendo Huxley más o menos que es peor descender de un obispo que de un mono. Aunque es posible que la anécdota sea una elaboración posterior, esas palabras llegaron a ser vistas como la expresión fiel de un enfren- tamiento inevitable. Sin duda, los sectores religiosos más tradicionales del cristianismo se opusieron frontalmente a la evolución, pero medios de mentalidad abierta reaccionaron enseguida, afirmando que la doctrina cristiana no implica la creación separada de las especies, sino que su idea central, la verdaderamente importante, es que todo debe su existencia a un Dios trascendente al orden natural, y esto no se ve afectado para nada por la teoría de Darwin. Algunos teólogos protestantes argumentaban que, del mismo modo que el origen y movimiento de los planetas se puede explicar por la acción de la gravedad y las leyes de Newton, sin que ello implique la negación de Dios, la evolución puede verse como el proceso elegido por él para que, según su plan, aparezcan seres vivos plenamen- te adaptados a su ambiente. Por ejemplo A. H. Strong, presidente del Rochester Theological Seminar del estado de Nueva York, publicó un libro en 1885 defendiendo esas ideas, donde dice por ejemplo: «Acep- tamos el principio de la evolución pero la consideramos sólo como el método elegido por la inteligencia divina» 11 . El evolucionista Francisco J. Ayala, muy conocido por sus libros de texto sobre evolución usados en universidades de todo el mundo, ha escrito recientemente un libro en el que desarrolla esta idea apoyándose en los datos actuales de la biología 12 . De hecho el botánico Asa Gray, amigo de Darwin y defensor de su teoría, había propuesto la misma idea inmediatamente tras darse a conocer la teoría de la evolución, según veremos en el capítulo 7. Tam- bién M. Ruse defiende esta idea en un libro reciente 13 . La resistencia de las iglesias oficiales a la incorporación del dar- winismo se debe a tres argumentos que se esgrimían contra algunas de las ideas más hondamente enraizadas en la tradición religiosa. El prime- ro se refiere al papel del azar. Los otros dos, a la teleología y al origen de las leyes morales. Aunque Darwin no disponía de una explicación de cómo se generan las variantes hereditarias, admitía que el azar interviene en ellas, lo que choca con la creencia en una acción constante de la providencia divina. 11. A. H. Strong, Systematic Theology, 3 vols., Fleming Revell, Westwood (NJ), 1907, vol. II, pp. 472-473. 12. F. J. Ayala, Teoría de la evolución, Temas de hoy, Madrid, 1994; Íd., Origen y evolución del hombre, Alianza, Madrid, 1995; Íd., Darwin y el diseño inteligente: crea- cionismo, cristianismo y evolución, Alianza, Madrid, 2007. 13. M. Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?: la relación entre ciencia y religión, Siglo XXI, Madrid, 2007. 123 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S En 1866, siete años después de la aparición de El origen del hombre, el monje agustino Gregor Mendel (1822-1884) publicó una teoría de la herencia biológica, tras hacer muchos experimentos con guisantes en su monasterio de Brno, actualmente en la República Checa pero enton- ces parte de Austria-Hungría. Desgraciadamente, su trabajo apareció en una revista poco conocida y nadie se fijó en él hasta 1900, cuando sus resultados fueron redescubiertos por Hugo de Vries en Holanda y Carl Correns en Alemania. Según la teoría de Mendel, totalmente confirmada y clásica en la actualidad, los caracteres heredables están determinados por unos factores, llamados genes —fragmentos de la molécula de la herencia, el ADN, según sabemos hoy—. Cada gen existe en varias formas al- ternativas, llamadas alelos, que determinan cómo será el carácter; por ejemplo, que la piel del guisante sea lisa o rugosa, o su flor blanca o roja, o los ojos de una persona azules o negros. Todo individuo recibe dos genes por carácter heredable, uno de su padre y otro de su madre, y pasa luego uno de ellos a cada descendiente. Los genes son estables y se suelen transmitir a los hijos en el mis- mo estado que se reciben de los padres. Pero no siempre, porque de vez en cuando sufren mutaciones, bajo el efecto de factores químicos o físicos; en ese caso, un individuo que recibe un gen mutado manifiesta un carácter nuevo, no heredado de ninguno de sus padres. Y es aquí donde aparece el azar, porque esas mutaciones se producen por motivos puramente aleatorios. Tienen algo que estremece: a veces son perjudi- ciales, incluso causando la aparición brusca de enfermedades genéticas, algunas muy graves, con lo que muchas personas sufren serios males puramente por efecto del azar. Una segunda idea que resultó difícil de aceptar por las estructuras oficiales de las iglesias fue el hundimiento del valor de los argumentos teleológicos a los que estaban muy acostumbradas. Porque, mediante el mecanismo de la selección, la naturaleza tiene —por sus propias leyes inmanentes— la capacidad de simular un diseño. En otras palabras, la explicación de que todos los seres vivos parezcan diseñados para un fin no es necesariamente que lo hayan sido, pues la naturaleza produce constante y permanentemente nuevas formas, sin ningún plan previo, y sólo sobreviven las que tienen algo nuevo ventajoso sobre las demás. Eso sugiere una impresión de propósito. Pero la naturaleza sería como una persona que se pierde al avanzar con los ojos vendados por un bos- que espeso, cambiando constantemente de rumbo por tropezar contra los árboles. Si al final llega a un destino, eso no significa necesariamente que hubiese pretendido llegar allí. La tercera cuestión que dificultó el entendimiento con las iglesias es el origen de las leyes morales, para las que el propio Darwin buscó ex- 124 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS plicaciones puramente materialistas, según se dijo antes. Sin embargo, y en contra de lo que se afirma a menudo, Darwin no defendía la rela- tividad de los valores éticos. Admitía que la regla de oro «Pórtate con los demás como quisieras que se portasen contigo» es la mejor de todas, pero la consideraba también como el resultado del desarrollo evolutivo de los instintos sociales. Pero esta opinión era muy difícilmente acepta- ble para muchos sectores religiosos porque implicaba la posibilidad de una ética independiente de la teología. Por todas estas razones, se extendió por los dos campos la idea de que el cristianismo y la teoría de Darwin son incompatibles. El punto central de su oposición se situaba siempre en la antítesis entre el dise- ño y el azar. Aunque Darwin se calificaba a sí mismo como agnóstico, no como ateo, su teoría abrió efectivamente el paso a una concepción materialista en el siglo XX, que pone énfasis en la falta de destino y en la imposibilidad de poder llegar a una explicación del dolor y el sufri- miento, porque no se deben a ninguna decisión divina sino que surgen del azar puro y ciego. Ante esta terrible idea, muchos sintieron la necesidad de crear una religión laica sin ningún tipo de Dios, el naturalismo científico. Huxley, el primer gran profeta de la evolución tras Darwin, llevó a cabo, con fervor de misionero, una actividad intensísima para extender el evan- gelio de la selección natural pronunciando lo que llamaba «sermones laicos». Algunos hablaban de un poder desconocido que empujaba a la evolución. En 1884, el filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903) decía que ese poder «juega, para nuestra concepción del mundo, el mis- mo papel que el Poder Creativo para la teología». Ernst Haeckel (1834- 1919), biólogo alemán y fundador de la ecología, fue uno de los más distinguidos representantes de esa nueva religión. Sus grandes esfuerzos para probar la generación espontánea se debían a su convencimiento de que la materia tiene la capacidad de producir la vida —no sólo de hacer que evolucione como decía Darwin—, abriendo así paso a la transición, inevitable y puramente natural, desde la materia inerte a las formas supe- riores de vida. Imaginaba un mundo en el que los científicos hubiesen tomado por asalto los templos cristianos, para colocar en sus altares mayores a Urania, la musa de la astronomía, y en sus paredes dibujos alusivos a la evolución, para algunos el Tercer Testamento que sustituye y trasciende a los dos anteriores, el Antiguo y el Nuevo. En estas ideas y actitudes se puede ver una anticipación de lo que George Steiner (1929) llama «nostalgia del absoluto», en referencia al ambiente cultural de un siglo más tarde 14 . 14. G. Steiner, Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid, 2001. 125 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S El siglo XX vio cómo se establecía definitivamente la idea de evolu- ción. El episodio más importante fue el descubrimiento en 1953 de la famosa doble hélice, la molécula que contiene los genes que codifican la información genética pasada a la generación siguiente, gracias a dos grandes biólogos, el inglés Francis Crick (1916-2004) y el americano James Watson (1928), que obtuvieron por ello el premio Nobel en 1962 junto con el inglés Maurice Wilkins. Hay que citar también una obra muy influyente y discutida, escrita por el también premio Nobel, el francés Jacques Monod (1910-1976) 15 . Con su título El azar y la necesidad resume la idea central de la teoría de la herencia. La determinación genética es tan fuerte que los hijos se parecen necesariamente a sus padres, de modo que los genes tienden a mantener la estabilidad de las especies. Pero no siempre, porque de vez en cuando interviene el azar en la forma de factores ambientales. Ocu- rre a veces que una radiación gamma, de las que existen naturalmente en nuestro ambiente, afecta a la molécula de ADN y produce una muta- ción; en otras ocasiones es un agente químico o alguna otra causa física quien lo hace, con el mismo resultado de un cambio en algún carácter heredable. De esta manera, la historia natural del mundo transcurre bajo el efecto alternado de la necesidad, que hace que los hijos sean como los padres, y del azar que produce variaciones heredables. Resul- tado: la evolución. ¿Qué queda de la finalidad, de la teleología, del diseño? ¿Nada más que una astucia metodológica, útil para describir lo que ocurre pero sin sentido profundo? Incluso quienes sólo ven eso, se sienten impresio- nados por la intensa sensación de propósito transmitida por los seres vivos, tanto que Monod sitúa el problema central de la biología en esta contradicción epistemológica profunda 16 , según se verá en el capítulo 7. Según una vieja broma de biólogos, la finalidad es como una de esas mujeres de mala nota con la que nadie desea ser visto pero sin la que algunos no pueden vivir. Es curioso que el mismo Francis Crick titule uno de sus libros sobre la doble hélice Qué loco propósito 17 , verso de la «Oda a una urna griega» del poeta John Keats, asombrado ante la belle- za de una creación humana. La alegoría sorprende porque Crick no es favorable a la visión religiosa de la vida y, sin embargo, usa la palabra propósito y la metáfora de una urna que sin duda tuvo un artífice 18 . 15. J. Monod, El azar y la necesidad: ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna, Barral, Barcelona, 1971. 16. Ibid., cap. 1. 17. F. Crick, Qué loco propósito, Tusquets, Barcelona, 1989. 18. Cf. F. Crick, ¿Ha muerto el vitalismo?, Antoni Bosch, Barcelona, 1979; por cier- to que Crick abre el primer capítulo con la siguiente cita de Salvador Dalí: «Y ahora el 126 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS La idea de que las especies han surgido nada más que por azar re- sulta desagradable a muchos creyentes y refuerza el convencimiento de muchos ateos de que sólo existe lo que se puede ver delante de noso- tros. Pero hay quien no interpreta el azar de esa manera. Así, el físico de Princeton Freeman Dyson dice: Es cierto que aparecimos en este universo por azar, pero la idea de azar es sólo un disfraz de nuestra ignorancia. No me siento extraño en este universo. Cuanto más lo examino y estudio los detalles de su arquitectu- ra, más evidencia encuentro de que, en algún sentido, el universo sabía que íbamos a llegar 19 . La polémica del diseño inteligente Se conoce por «creacionistas» a quienes interpretan de modo literal el relato del Génesis de la creación del mundo, especialmente en lo referente a la vida, insistiendo incluso en que los seis días se refieren estrictamente a seis períodos de veinticuatro horas. En los años veinte del siglo pasado, los defensores de tales ideas impulsaron en Estados Unidos un movimiento fundamentalista, consiguiendo que se aproba- sen en varios estados del sur leyes en contra de la enseñanza de la evo- lución en sus escuelas. John Scopes, un profesor de biología en Dayton, Tennessee, fue juzgado en 1925 y declarado culpable de violar una de esas leyes por explicar a sus alumnos la evolución de las especies. A pesar de lo que se dice a menudo, no estuvo por ello en la cárcel pues su juicio se anuló por una cuestión técnica sobre la multa de cien dólares a que fue condenado pero, y así debe subrayarse, esta historia suscitó una fuerte discusión en la sociedad norteamericana. Años más tarde y tras establecerse en varias sentencias que el crea- cionismo no es ciencia sino religión, no debiendo por tanto enseñarse en los cursos de biología, sus partidarios decidieron cambiar de tácti- ca desarrollando lo que llamaron «diseño inteligente» (DI). Para ello varios autores, en especial el bioquímico Michael Behe 20 , el sociólogo W. Dembski 21 y el profesor de derecho Ph. Johnson 22 resucitaron en los años de la pasada década de los noventa el argumento del diseño, anuncio de Watson y Crick sobre el ADN. Esto es para mí la prueba real de la existencia de Dios». 19. F. Dyson, Disturbing the Universe, Harper and Row, New York, 1979, cap. 23. 20. M. Behe, Darwin’s Black Box: The Biochemical Challenge to Evolution, The Free Press, New York, 1996. 21. W. Demski, The Design Inference: Eliminating Chance through Small Probabili- ties, Cambridge University Press, Cambridge, 1995. 22. Ph. Johnson, The Wedge of Truth, Intervarsity Press, Downers Grove (Ill.), 2000. 127 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S cuya defensa más notable se debía al inglés William Paley en su famosa obra Teología natural de 1802 23 . Para que su idea no fuese considerada legalmente como religión intentaron elaborar un esquema científico sin hablar de Dios como el diseñador, sino de una inteligencia universal o de algún ser extraterrestre. Los defensores del DI se sienten impresiona- dos por la improbabilidad del origen de la vida, pero ponen su énfasis más bien en lo que perciben como fallos de la teoría evolucionista para explicar la complejidad tan grande a la que llegaron más tarde los seres vivos. De hecho, el DI es una continuación del creacionismo y por eso ha sido llamado «creacionismo 2.0» o «creacionismo oculto». Para una refutación detallada y rotunda de este movimiento, véanse los libros del evolucionista F. J. Ayala y del director del Proyecto Genoma Humano y premio Príncipe de Asturias de 2001 F. S. Collins 24 , de los que tomo unos datos a continuación. Uno de los argumentos principales del DI es que la evolución es «sólo» una teoría y no un hecho. Al hacerlo muestran no conocer bien el lenguaje de los científicos, quienes, cuando usan la palabra «teoría», lo hacen con un significado muy distinto del de la vida ordinaria, donde su sentido suele ser de «conjetura», «suposición» o «barrunto», en general sin referencia a ninguna prueba, como cuando alguien dice «tengo una teoría sobre quién mató al presidente Kennedy», sin basarse en datos concretos sino en una intuición. En ciencia eso no se llama teoría sino «hipótesis». En cambio cuando los científicos hablan de una teoría, se refieren a un conjunto de ideas y afirmaciones sobre el mundo fundadas de modo sólido en pruebas experimentales o análisis teóricos bien con- trastados. Así ocurre con la evolución cuyas pruebas son tantas que se puede considerar como un hecho. Los partidarios del DI parten de su desagrado por lo que ven como una incitación al ateísmo por parte de la teoría evolutiva. Esto les hace aceptar una premisa y deducir una conclusión. La premisa es: la evolu- ción está completamente equivocada porque no puede explicar la enor- me complejidad de la naturaleza. Behe argumenta de modo aparente- mente persuasivo a partir del concepto de «complejidad irreducible», definido así: un sistema biológico, como un órgano de un animal o una planta, tiene complejidad irreducible si está «compuesto por varias partes independientes que interaccionan unas con otras, contribuyendo 23. W. Paley, Natural Theology, American Tract Society, New York, ed. americana de finales del siglo XIX pero número sin fecha; The works of William Paley, ed. de V. Nuovo, Thoemmes Continuum, New York, 1998. 24. F. J. Ayala, Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, cit.; F. S. Collins The Language of God, The Free Press/Simon & Schuster, New York, 2006. 128 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS todas a una función básica de tal modo que, si falta una cualquiera de ellas, el conjunto no puede funcionar». Por tanto, sigue el argumento, tal sistema «no puede ser generado por evolución, o sea por sucesivas modificaciones pequeñas de un sistema precursor, pues a cualquier pre- cursor le faltaría una parte necesaria y no podría ser funcional». De aquí la conclusión: si la evolución no puede explicar la complejidad irredu- cible de la vida, debe haber un diseñador inteligente que haya guiado la evolución conforme a un diseño. Como ejemplos de sistemas con complejidad irreducible, Behe propone al ojo y al flagelo de las bacterias (que les sirve para moverse, como si fuera un motor fuera borda), dos casos realmente complejos. Tomemos el ojo humano o el de los animales superiores. Está perfec- tamente probado que este órgano no apareció de golpe sino que se fueron integrando elementos biológicos en una cadena de animales, mejorándose poco a poco la función ocular desde ojos menos perfec- tos. Hace setecientos millones de años, algunos seres vivos ya tenían órganos primitivos sensibles a la luz, un progreso importante pues po- dían tener así un control más preciso de sus movimientos. A partir de ese adelanto, se ha podido observar una serie de moluscos en los que la mejora de los ojos es gradual. De modo resumido, podemos empezar con el ojo primitivo de las lapas del género patella, consistente en unas pocas células pigmentadas, simples modificaciones de las epiteliales, sensibles a la luz y conectadas a células nerviosas. Un poco mejor es el del género pleurotomaria, que tiene un ojo parecido al de las la- pas, pero colocado en una depresión a modo de cavidad abierta como nuestras cuencas oculares; algo más aún el de los nautilus, en los que la cavidad se hace más profunda y casi cerrada, comunicándose con el exterior a través de un agujero pequeño que hace las funciones de pupila y con terminaciones nerviosas más complejas; más todavía el de los murex cuya cavidad se cierra totalmente, con un epitelio transpa- rente y que ya tienen un cristalino y una retina primitivos. Como paso siguiente, el ojo del pulpo, ya muy complejo y parecido al humano con su córnea, iris, cristalino y retina. Este y otros ejemplos estudiados, como el del flagelo propuesto por Behe y la coagulación de la sangre, muestran que el postulado básico del DI no se puede sostener como afirmación científica. A pesar de ello, el Consejo de Directores Escolares de Dover, Pensil- vania, ordenó en noviembre de 2004 que se leyese a los estudiantes un comunicado afirmando que el DI es una explicación científica alternati- va a la de Darwin. Once padres recurrieron esa decisión ante un Juzga- do Federal. En diciembre de 2005, el juez federal John E. Jones III, tras la presentación de numerosos testigos e informes científicos, decidió en contra del Consejo Escolar con palabras rotundas. Pero probablemente 129 E L DI S E ÑO DE L MUNDO Y L A E V OL UCI ÓN DE L A S E S P E CI E S la historia no acaba aquí; habrá nuevos recursos y seguiremos oyendo hablar en el futuro de esta cuestión. Resumiendo este capítulo: uno de los descubrimientos más impor- tantes de la ciencia es que la herencia biológica procede mediante la codificación química de los caracteres de los padres en la molécula del ADN y su transmisión a los hijos. Como consecuencia, los seres vivos cambian y evolucionan mediante la selección natural, debido a las mu- taciones aleatorias que se producen. La naturaleza tiene así el poder de simular el diseño. Para muchos esto es suficiente para excluir la acción de Dios y suponer que todo el mundo biológico no es sino un producto de las leyes naturales sin ninguna necesidad de trascendencia. Ello se lle- va a cabo mediante la combinación de dos elementos: el azar, causante de mutaciones, y la selección natural, que elige las favorables y elimina las nocivas. Pero, desde el campo religioso, algunos argumentan que la evolución puede ser el método escogido por Dios para crear los seres vivos en un proceso continuo, John Eccles o Francisco J. Ayala, entre otros. Los datos son claros y unívocos. Cualquier interpretación que no esté de acuerdo con experimentos reproducibles ni es científica ni puede mantenerse ni, por supuesto, debe enseñarse como ciencia. Pero si una idea religiosa no contradice a esos experimentos es admisible como tal. 131 6 LA CREACIÓN El hombre se ha preguntado siempre por sus orígenes. Nunca se ha resistido a la fascinación de la cadena de sus antepasados, alargándose a través de sus padres, abuelos, bisabuelos... ¿Hasta dónde? ¿Hasta la idea frecuente en los mitos de una pareja primordial de la que todos somos descendientes? o ¿sin principio de ningún tipo, como creen algunas reli- giones, en las que se suceden los ciclos cósmicos desde el pasado infinito? La misma pregunta nos asalta desde todas las cosas, los montes y valles, los astros, el universo en toda su extensión ¿tuvieron un principio o exis- tieron por siempre? La ciencia parece indicar hoy que sí, que la materia surgió en un instante preciso, en consonancia con la afirmación rotunda de las tres religiones monoteístas de que Dios creó el mundo en cierto momento. Por eso, como sinónimo de origen o principio, hablamos de la creación del mundo, expresión usada hoy incluso por algunos autores ateos, aunque entendiendo éstos el término como una metáfora. El mito cristiano de la creación es bien conocido. En el primer ca- pítulo del Génesis se cuenta cómo creó Dios todas las cosas, los cielos y la tierra, los astros, las plantas, los animales y el hombre. El segundo contiene un relato sobre un jardín plantado por Dios para colocar en él al hombre. Como todos los mitos, este texto está escrito en lenguaje poético y no debe interpretarse literalmente como se hizo, por desgra- cia, en numerosas ocasiones, de manera especial durante el juicio de Galileo y tras la aparición de El origen de las especies de Darwin. Hoy comprenden todos que eso es absurdo. Los mitos son narraciones simbólicas que intentan describir «lo que son realmente las cosas», más allá de su aspecto. Gracias a su lenguaje poético pueden llegar a explicar aspectos de la realidad con una pro- fundidad inaccesible para el lenguaje científico. A condición, claro está, de que lo entendamos así. Si Góngora llama «cítara de plumas» a un pájaro cantor, no debe entenderse como la afirmación de que es idénti- 132 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS co a un instrumento musical emplumado. Cuando García Lorca dice en su «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías»: «Por las gradas sube Ignacio / con toda su muerte a cuestas. / Buscaba el amanecer / y el amanecer no era», expresa el dolor ante el absurdo de la muerte con una intensidad y una capacidad de comunicar que ninguna descripción científica de la desgracia conseguirá nunca. Sería estúpido pensar que el texto afirma que Ignacio subía por las gradas llevando un esqueleto con una guadaña sobre sus espaldas. En el caso de los mitos religiosos hay que subrayar, además, otro aspecto: tratan de transmitir lo necesario para una vida adecuada a una visión muy precisa del mundo. Están elaborados pen- sando en el hombre —al modo vital, no intelectualmente. Ya se ha hablado en el capítulo 2 sobre los modelos de la creación. Interesa ahora volver sobre la idea del tiempo. Ya vimos entonces que san Agustín responde a la pregunta «¿qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra?», conducente a una paradoja 1 , diciendo: «el cosmos fue creado con el tiempo y no en el tiempo», es decir que Dios creó el tiem- po a la vez que la materia, por lo que ningún acto de creación se puede situar en un cierto instante de un tiempo preexistente. Cabe recordar aquí la explicación que daba a veces Einstein cuando alguien le pedía que resumiese su relatividad general: Antes se creía que el espacio y el tiempo eran independientes de la mate- ria. Pero la teoría de la relatividad afirma que si hiciésemos desaparecer toda la materia también desaparecerían el espacio y el tiempo. A Agustín le habría gustado esa frase porque, para él, no hay tiempo sin el mundo, y la eternidad de Dios no es una duración sin principio ni fin, sino un modo cualitativamente distinto de existencia, imposible de imaginar para seres en esencia temporales como somos los humanos. La física de hoy nos dice que cualquier reflexión sobre la creación debe considerar el tiempo como una parte esencial del mundo, tanto como los átomos, los astros o el espacio. Antes de Einstein, la ciencia tenía una concepción muy distinta. Para Newton, por ejemplo, el espacio existía independientemente de las demás cosas, porque es el «sensorio de Dios», el órgano de sus sentidos, a través del cual lo percibe todo y se relaciona con todo, y el tiempo fluye independientemente de la materia, siempre igual a sí mismo. El cristianismo sostuvo durante mucho tiempo la idea de un acto único de creación, pero con una intervención posterior permanente de Dios llamada Providencia. Ya hemos visto cómo la teoría de la evolución de las especies obligó a aceptar creaciones separadas. Tras la concepción 1. San Agustín, Confesiones, Espasa-Calpe, Madrid, 1959, cap. 11. 133 L A CR E A CI ÓN dinámica del universo que se sigue tanto de las observaciones recientes como de la teoría de la relatividad, hay que excluir cualquier entendi- miento estático de la relación de Dios con el mundo 2 . La creación no puede ser sólo el acto o el suceso por el que haya aparecido la materia, sino un proceso que continúa desde entonces, con la aparición posterior de seres conscientes y autoconscientes que pueden elegir entre alternati- vas y, quizá en el futuro o en otros planetas, de seres más complejos que el hombre o formas de agrupación social más elaboradas que las actuales 3 . El origen de la vida El ateísmo moderno consideró siempre como una prioridad construir una visión del mundo como algo totalmente autosuficiente, sin ningún resquicio por donde se pueda colar la idea de Dios. La teoría de la evolución de Darwin pareció ofrecerle precisamente lo que necesitaba para hacerlo así con los seres vivos, una vez admitida una cierta idea de generacion espontánea. Según vimos en el capítulo 5, se creía tradicionalmente que las for- mas inferiores de vida, como infusorios, insectos, hasta ratones, surgen espontáneamente bajo ciertas condiciones. Así parece indicarlo el naci- miento de moscas en restos de carne o la aparición de microbios en el agua. El químico francés Louis Pasteur en la década de los años sesenta del siglo XIX demostró que no existe tal generación espontánea porque, cuando se había creído observarla, resultaba luego que se habían depo- sitado previamente huevos, semillas, esporas o larvas producidas por seres vivos que procedían a su vez de otros anteriores. Y, sin embargo, la teoría de la evolución indicaba que todos los animales y plantas deberían provenir de formas cada vez más simples, hasta llegar a células primitivas cuya estructura les permitía apenas la supervivencia y que, en su momento, fueron los únicos habitantes de este planeta. Esto sugirió una posibilidad: si bien hoy los seres vivos sólo pueden nacer de unos anteriores, ¿no podría ser que esas células primitivas, antepasados de toda la vida de hoy, hayan surgido por gene- ración espontánea a partir de la materia inerte? Pero ¿por qué ahora no y antes sí? ¿No hay en ello una contradicción? En el siglo XIX se empezó a comprender que la Tierra es mucho más vieja de lo que se pensaba a partir de la interpretación literal de las 2. A. Peacocke, «Cosmos and Creation», en W. Yourgrau y A. Breck (eds.), Cosmo- logy, History and Theology, Plenum Press, New York, 1974. 3. Cf., por ejemplo, las obras de F. Dyson, Disturbing the Universe, Harper and Row, New York, 1979, y El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991. 134 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS cronologías de la Biblia. Basándose en esta fuente, por ejemplo, Lutero había situado la creación del mundo hacia el año 4000 a.C.; otros da- ban cifras parecidas, la más precisa la del obispo anglicano del siglo XVII James Usher, que la había fijado en el año 4004 a.C. Sin embargo, los desarrollos de la geología llevaron al convencimiento de que nuestro planeta es mucho más viejo, pues de otro modo los procesos geológi- cos, que son necesariamente lentos, no habrían tenido tiempo de dar su forma actual a su superficie. El físico Lord Kelvin estableció que la edad de la Tierra es, al menos, de varios millones de años, a partir de argumentos sobre la disipación del calor en el proceso de enfriamiento que sin duda sufrió tras formarse. Pero también concluyó que es inferior a cien millones, pues el Sol no podría lucir por más tiempo sin agotarse su energía, de cualquier tipo que fuera. Hoy sabemos que las estrellas duran mucho más porque extraen su energía de un proceso muy eficaz entonces desconocido: la energía nuclear producida en la fusión de los núcleos atómicos que hay en su interior. A partir de ese y de otros muchos datos sabemos ahora que la edad de la Tierra es de unos cuatro mil seiscientos millones de años. Y esto cambia radicalmente las cosas porque es posible imaginar que la generación espontánea de las células más simples sea un proceso posi- ble pero extremadamente improbable, tanto que no se pueda producir efectivamente en la escala temporal humana. Pero teniendo suficiente tiempo, lo que según decía Buffon no es ningún problema para la natu- raleza, y dándose ciertas condiciones podría producirse en algún lugar, quizá en la charca tropical de que hablaba Darwin. Se cree actualmente que así ocurrió y que las primeras formas vivas aparecieron en la Tierra, tras una cadena de reacciones químicas prebió- ticas, varios centenares de millones de años después de su formación con el resto del sistema solar 4 . La vida surgió entonces de la materia inerte tras esperar pacientemente mucho tiempo sin que nada la estorbase. El sueco Svante Arrhenius (1859-1927), premio Nobel de Quí- mica en 1903, propuso una variante sugestiva. Según su teoría de la panspermia, la vida se generó fuera de la Tierra: vino del espacio en forma de esporas o bacterias, transmitiéndose de un planeta a otro. Si Arrhenius tiene razón, podría ser que la vida pululase por el univer- so y vaya cayendo a algunos planetas. Una alternativa muy interesante —menos radical pero más realista— fue propuesta por el español Juan 4. J. Oró, «Origen y evolución de la vida» y J. R. Villanueva, «Cómo se inicia la vida sobre la Tierra», en A. Fernández-Rañada (ed.), Nuestros orígenes: el universo, la vida, el hombre (Homenaje a Severo Ochoa), Fundación Ramón Areces, Madrid, 1991, pp. 169 y 201; A. G. Cairns-Smith, Siete pistas sobre el origen de la vida, Alianza, Madrid, 1990; Ch. Léourier, El origen de la vida, Istmo, Madrid, 1970. 135 L A CR E A CI ÓN Oró (1923-2002), aprovechando la existencia probada en el espacio de muchas moléculas de las que forman inevitablemente parte de los seres vivos. Oró sugirió que los cometas las aportaron a la Tierra al caer sobre ella, acortándose así el proceso, al venir ya preparados algunos de los elementos necesarios para la formación de las primeras células. El origen de la vida a partir de la materia hace tres mil quinientos o cuatro mil millones de años es hoy aceptado comúnmente, además de ser un campo activo de investigación. Como en todas estas cuestio- nes, hay dos maneras distintas de entenderlo. Para unos se trata de la prueba de que la vida no es sino una de las propiedades de la materia, un accidente de las cosas, hasta el punto de que la diferencia entre los seres biológicos y los objetos inanimados es meramente una cuestión de estado sin un carácter tan fundamental como se había creído. Otros, estando de acuerdo con todos los datos sobre la naturaleza y el origen de la vida, no ven en ellos nada que excluya un proceso de creación continua por un Dios dinámico que dotó a las cosas de las leyes precisas para tal desarrollo. Desde cualquiera de las dos perspectivas, parece posible que el mis- mo proceso se haya producido en otros planetas, en torno a otras es- trellas 5 . Para algunos resulta incluso inevitable, pues aun en el caso de que la vida sea un fenómeno improbable en cada uno de ellos, la ley de los grandes números aplicada a la enorme cantidad de estrellas que hay —pensemos que su número es tan grande que tiene al menos unas veintidós cifras— sugiere que debe haber vida en muchos lugares dis- tintos del universo. Desde el campo teísta, todo depende de la voluntad del Creador, aunque, si ha hecho tantos mundos no sería extraño que hubiese puesto vida en muchos de ellos. El universo podría estar pulu- lando de vida, casi tanto como de luz. El belga Christian de Duve, premio Nobel de Medicina de 1974 por sus descubrimientos sobre la organización celular, llega a decir que la vida es «un imperativo cósmico», que el universo está sembrado de pol- vo vital y que la materia engendra inevitablemente vida e inteligencia dondequiera que se den las condiciones físicas y químicas adecuadas 6 . Tanto que afirma que una estimación de billones de planetas con vida inteligente le parece conservadora, pues ni la vida ni la mente son acci- dentes de nada sino «manifestaciones obligatorias de las propiedades de 5. I. Asimov, Civilizaciones extraterrestres, Bruguera, Barcelona, 1985; L. Ruiz de Gopegui, Extraterrestres, ¿mito o realidad?, Equipo Sirius, Madrid, 1992; A. Fernández- Rañada, Búsqueda de vida extraterrestre: una divulgación científica, Aula de Cultura de El Correo Español-El Pueblo Vasco, 1986-1987, ed. de E. Mariezcurrena y J. J. Mazarripa, Bilbao, 1987; F. J. Ynduráin, ¿Hay alguien ahí?, Debate, Madrid, 1998. 6. C. de Duve, Vital Dust: Life as a Cosmic Imperative, Harper Collins, New York, 1995. 136 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS combinación de la materia». O sea que cualquier concepción del mun- do debe admitir que la materia acabará siempre reflexionando sobre sí misma. Ello lleva a imaginar un universo en el que la evolución sigue ge- nerando de modo ubicuo nuevas formas de vida y de inteligencia. El mundo sería un proceso, que desde el Big Bang pasa por la aparición de estrellas y galaxias, de planetas y de vida, gracias al poder creador del azar, continuando luego hacia formas de organización más complejas. En ese proceso aparece nueva información en los patrimonios genéticos de las formas biológicas nuevas y en la reflexión de las inteligencias. Desde perspectivas religiosas algunos argumentan que, si bien debemos abandonar toda pretensión a una teleología predeterminada (o sea, diri- gida intencionalmente a formas biológicas previstas de antemano, para lo que se usa la expresión inglesa goal-intending), cabe hablar de una finalidad en busca (o sea, de un proceso goal-seeking) en la que la mate- ria busca y explora por todo el cosmos, asegurando así con la ayuda del azar la aparición de una enorme variedad de formas vivas e incluso inteligentes. Si bien estas dos opciones son muy distintas en la hipótesis de una sola forma de vida, podrían ser plenamente equivalentes si se acepta un universo pululante de seres vivos, en el que lo que importa es la unidad superior de ese conjunto y el sentido del proceso hacia una explosión vital. El imaginativo físico británico Paul Davies (1946), investigador en teoría cuántica, cosmología y la vida en el universo, y receptor de la medalla Kelvin 2001 del Institute of Physics y del premio Faraday 2002 de la Royal Society de Londres, entre otras distinciones, describe el pa- pel del azar mediante la analogía con el juego del ajedrez, cuyas reglas aseguran una enorme variedad de jugadas que constituyen «una mezcla exquisita de orden e impredecibilidad», afirmando que Dios es imper- sonal, […] selecciona, entre las posibles leyes de la naturaleza las que fomentan pautas de comportamiento ricas e interesantes, o sea, leyes estadísticas [... pero] los detalles de la evolución real quedan abiertos a los «capri- chos» de los jugadores, entre los que se incluyen el azar y Dios mismo. La elección divina del azar otorga a la naturaleza una apertura [...] crucial para su enorme creatividad, pues sin azar no podría realizarse la genuina novedad, y el mundo se reduciría a una máquina preprogramada [...]. La naturaleza se comporta como si tuviera metas específicas preordenadas [...] pero en realidad está abierta al futuro 7 . 7. R. J. Russell, W. R. Stoeger y F. J. Ayala (eds.), Evolutionary and Molecular Bio- logy: Scientific Perspectives on Divine Action, Vatican Observatory, Vaticano, 1998, pp. 155-160. Para un análisis de este libro, cf. el artículo del físico e historiador de la ciencia 137 L A CR E A CI ÓN Davies llama a esta concepción «teleología sin teleología». Se habla a veces en este contexto de las propuestas del paleontólogo y jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin sobre la existencia de una evolución cósmica hacia el Punto Omega, algo así como el nombre cien- tífico de Dios. Es una idea que fue muy criticada en su momento por los científicos por su falta de base (y también por la Iglesia) pero que viene inevitablemente a la mente al examinar algunos datos de la última astro- nomía. Debemos subrayar, sin embargo, que las ideas cosmológicas de este tipo, sugerentes sin duda, están basadas en interpretaciones de los datos de la ciencia, sin formar parte de ella. O sea que son afirmaciones metacientíficas, noción introducida al final del capítulo 1. ¿Puede crearse a sí mismo el universo? Una propuesta de Stephen Hawking Tenemos pues un esquema coherente (aunque aún nos quedan muchos cabos por atar) en el que la vida surge de la materia inerte y va producien- do afanosamente, tras larguísimos períodos de tiempo, toda la inmensa variedad de formas hoy existentes. Para conseguirlo, se conjugan el azar, que conduce a nuevas especies mediante las mutaciones, y la necesidad, que obliga a los hijos a parecerse a sus padres. De nuevo conviene po- nerse en guardia contra la falacia del nada más que, pues que en una cosa haya ciertos elementos importantes no significa que sean los únicos. Pero sigue quedando una pregunta por responder: ¿de dónde surge la materia? Durante mucho tiempo eso parecía quedar completamente fuera del alcance de cualquier planteamiento científico. Newton fue ca- paz de explicar cómo se mueven los planetas en sus órbitas, siguiendo la ley de la gravitación universal, pero afirmó explícitamente que saber por qué siguen esas órbitas y no otras posibles —por ejemplo, por qué giran todos en el mismo sentido alrededor del Sol, casi en el mismo plano—, es algo que no pertenece a la ciencia y sólo es explicable como una decisión de Dios. Esta cuestión se conoce como «el problema de las condiciones iniciales» pues la evolución del universo depende de cuáles fueron sus condiciones, o sea su estado, en el momento inicial. Para Newton era Dios quien había puesto a todos los planetas a girar en el mismo sentido y a la distancia al Sol que ahora tienen. Eso era suficiente para él, le parecía que no es posible decir más. Pero esta solución es poco aceptable para los científicos, pues deja una propiedad del mundo fuera del alcance de la ciencia. Por eso el M. García Doncel, «Darwin, azar, dolor, cultura y Creador»: Saber leer (Fundación Juan March) (enero de 2000), p. 8. 138 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS francés Laplace intentó contestar a esa pregunta, mediante su modelo de formación del sistema solar a partir de una nebulosa primitiva en rotación que se fue contrayendo y condensando para generar los pla- netas y dar lugar a la estructura actual. El que se trate de un modelo excesivamente simple no nos importa ahora, sino que ofrecía un esque- ma para sustituir el dedo de Dios por las leyes de la dinámica al fijar las condiciones iniciales del sistema solar. Eso pudo parecer al principio un adelanto, pero pronto quedó claro que el problema no se resolvía así: simplemente se trasladaba a un pasado más remoto, anterior a la forma- ción de la nebulosa primigenia. Quedaba así la cuestión sin solución esperable, pues parecía impo- sible acercarse científicamente al instante inicial del universo. Pero el siglo XX vio cómo surgía la teoría del Big Bang, el paradigma que des- cribe precisamente eso: cómo evolucionó el universo desde su origen. De manera esquemática, la cosmología aceptada hoy de manera casi unánime afirma que hace unos trece o catorce mil millones de años se produjo una ingente, enorme y descomunal explosión, de la que surgió una sopa de partículas elementales extraordinariamente caliente que se fue enfriando al mismo tiempo que se expandía. Durante los primeros tres minutos se formaron protones y neutrones por unión de quarks, objetos elementales considerados como ladrillos del universo, luego los núcleos de los átomos más ligeros, hidrógeno, deuterio, helio. A partir de unos cuatrocientos mil años, cuando la temperatura había bajado ya a unos tres mil grados, esos núcleos se unieron con electrones para formar los átomos, con una consecuencia importante: el universo se hizo transparente. La expansión y enfriamiento continúa sin cesar desde entonces, ha- ciéndose el mundo cada vez menos denso. Pero en algunos lugares la densidad de la materia era un poco más alta y alrededor de esas acu- mulaciones se condensaron las estructuras que vemos hoy, las estrellas, agrupadas en enormes galaxias o los cúmulos de galaxias. Y por debajo, los planetas —de los que se han descubierto en los últimos años muchos en torno a otras estrellas—, en uno de los cuales, al menos, surgió la vida. Como se ve, hoy se considera que el universo es evolutivo, extendiendo a la totalidad de las cosas una idea pensada por Darwin para los seres vivos. Aunque más tarde fue aceptada de modo general, la gran explosión fue mal recibida al principio por algunos científicos destacados, por dos razones: no les gustaba tener que prescindir de la idea de tiempo ilimita- do, sin principio ni fin, ni que en el momento cero haya habido una sin- gularidad cuya causa resulta imposible investigar. En dos cartas escritas hacia 1930, Einstein dice que esa idea le «irrita» y que «admitir esa posi- bilidad» le «parece insensato». El inglés Arthur Eddington (1882-1944), quien dirigió la observación de un eclipse solar en 1919 que permitió 139 L A CR E A CI ÓN probar la Relatividad General, escribió en 1931: «Es una noción repug- nante para mí [...] es absurda [...] increíble» (pero cambió de opinión y trabajó después con entusiasmo en su desarrollo). El famoso astrónomo Alan Sandage, a pesar de haber contribuido luego él mismo de modo importante al estudio de la expansión, afirmó: «Es tan extraño, ¡no puede ser verdad!». Y el físico del MIT de Massachussetts Phillip Mo- rrison: «Me resulta difícil aceptar el Big Bang; me gustaría rechazarlo». Pero otros lo recibieron mejor, como es el caso de Robert Jastrow, que fue director del observatorio de Mount Wilson (precisamente don- de se hicieron muchos de los descubrimientos en que se basó la idea del Big Bang) y es una autoridad en la vida en el cosmos. Se declara agnós- tico pero fascinado por las implicaciones religiosas de la astronomía reciente y dice en su libro God and the astronomers de 1992: No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden [...]. Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos 8 . Por su parte, las autoridades religiosas dieron la bienvenida a la teo- ría del Big Bang pues algunos la interpretan como el descubrimiento del fiat divino. Ya habló de ella el papa Pío XII en 1951, en un discurso ante la Academia Pontificia de Ciencias, expresando su confianza en que se trata de una confirmación del relato del Génesis. También Juan Pablo II se expresó en términos parecidos en varias ocasiones. El problema de las condiciones iniciales consiste en responder a la pregunta de por qué el estado del universo, una fracción infinitesimal de segundo tras el momento cero, era precisamente el necesario para llegar hoy justamente a su configuración actual. A los científicos les gustaría que las leyes de la física obligasen a que las cosas no pudieran haber sido de otra manera. En una ocasión Einstein dijo: «Lo que verdaderamente desearía saber es si Dios habría podido o no hacer que las cosas fuesen de otro modo». O, en otras palabras, ¿es posible que las leyes de la natura- leza sean tan fuertes que obliguen al universo a ser como es, impidiendo que se hubieran producido otros, distintos pero imaginables? ¿Podría 8. R. Jastrow, God and the astronomers, 2.ª ed. Norton, New York, 1992, pp. 14, 103-107. 140 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS ocurrir con ellas como con la aritmética, que tiene afirmaciones abso- lutas que son necesariamente ciertas, como dos más dos igual a cuatro? Si así fuese, el margen de maniobra de Dios sería muy reducido, menos incluso de lo que pensaban los deístas quienes por lo menos le dejaban la tarea de decidir cuáles debían ser esas leyes. Los científicos no quieren dejar nada fuera de la disciplina de la ciencia, nada que no puedan explicar. Por ello, a algunos les produce una extraña inquietud la idea del Big Bang, porque en el tiempo cero se da lo que se llama en matemáticas una singularidad, situación incó- moda en que algunas magnitudes se hacen infinito, la temperatura y la densidad de energía en este caso. Nada pueden decir sobre ese punto y se deben limitar a aplicar sus teorías a lo que ocurrió después —mucho menos a hablar sobre qué pasó antes, pregunta que como vimos carece de sentido—. En otras palabras, parece que el Big Bang habría ocurrido sin ninguna causa física que se pueda investigar. Por ello, muchos dieron un paso más en el proceso que inició Co- pérnico y siguió Darwin, interpretado por algunos como un camino que lleva necesariamente a la consideración del hombre como un mero accidente de la materia, como un ser irrelevante desde la perspectiva cósmica. No es ya el centro del universo, ni siquiera la cima de los ani- males. La vida es simplemente una propiedad de la materia, inevitable quizá si se espera bastante. El paso siguiente consiste en suponer que la misma materia es un accidente de sí misma, que el mundo no fue crea- do a pesar de haber tenido un principio, sino que se autocreó en una fluctuación producida por las leyes del azar. Si esta afirmación fuese posible, se habría conseguido una teoría tan radicalmente materialista que la propia materia, y con ella el tiempo y el espacio, habría nacido por sí misma en virtud de una potencialidad que tendría, incluso antes de existir. Pero ¿es posible que el universo se cree a sí mismo? El conocido físico inglés Stephen Hawking, nacido en 1942, es un defensor convencido de esta idea 9 basada en las leyes de la física cuántica, regidoras del comportamiento de los átomos, los electrones y las otras partículas elementales. Una de esas leyes es el principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual es imposible conocer a la vez y con precisión arbitrariamente grande ciertos pares de variables como la posición y la velocidad de un electrón. Como consecuencia, se están produciendo constantemente fluctuaciones al azar sin que para ello se necesite ninguna causa especial. Una de las manifestaciones de ese fenómeno es la permanente y ubicua aparición de partículas 9. S. Hawking, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 1988; M. White y J. Grib- bin, Stephen Hawking, una vida para la ciencia, Plaza y Janés, Barcelona, 1992; cf. tam- bién P. Davies, La mente de Dios, Salvat, Barcelona, 1993. 141 L A CR E A CI ÓN llamadas virtuales que desaparecen inmediatamente tras un tiempo brevísimo, de manera que lo que llamamos espacio vacío es en reali- dad un intenso borboteo de fluctuaciones cuánticas, una efervescencia constante de corpúsculos que se crean y se destruyen. Por ejemplo, se producen incesantemente fotones virtuales, es decir, partículas de luz, que son reabsorbidas tras una duración inversamente proporcional a su energía pero entendido esto en términos de probabilidades, por lo que podría producirse algún fotón con una vida anormalmente larga. En otras palabras, el espacio es un ente activo, y en esa actividad está una de las razones del comportamiento indeterminista de la mate- ria, de que Dios juegue a los dados, la idea que tan poco gustaba a Ein- stein. La causalidad se mantiene pero sólo en promedio, sin que haya que buscar ninguna causa a cada una de esas apariciones. Es curioso que esto incida sobre una de las polémicas más enconadas de la historia de la ciencia, la referida precisamente al vacío. Aristóteles creía que es im- posible, en contra de los atomistas que lo necesitaban para que se mo- viesen los átomos en él. La cuestión se zanjó más tarde con la irrupción del vacío como un elemento importante de la realidad. Pero estas ideas de la teoría cuántica indican que, en un cierto sentido, Aristóteles tenía razón: lo que llamamos espacio vacío no está vacío: hay en él un mar de partículas virtuales que aparecen y desaparecen como en el burbujeo de la superficie del aceite cuando hierve en una sartén. ¿Podría ser el universo el producto de una enorme, ingente y des- comunal fluctuación cuántica del espacio vacío? Si así fuera se podría argumentar que la materia apareció espontáneamente debido al azar, como la vida luego, y todo el universo obedecería a un principio de au- tocoherencia, gracias al cual la materia se explicaría a sí misma. De esta forma llegaría a culminarse el programa del ateísmo moderno iniciado por Diderot y otros pensadores del siglo XVIII. Sin embargo, la pretensión de un universo autocreador tropieza con un escollo y encierra una falacia. El escollo se refiere a la aplicación de la teoría cuántica. En primer lugar, no está nada claro que tal teoría se pueda aplicar al universo en su totalidad en la forma ahora conocida, pues no en vano fue desarrollada para partículas microscópicas y habría además serias dificultades matemáticas si, a pesar de ese problema, se quiere aplicar de modo puramente formal. Pero aun si consideramos salvable ese escollo, surge detrás de él otro más serio. La razón de acudir a una fluctuación es que, como el universo estaba muy contraído en los instantes iniciales, cabe esperar que las propiedades cuánticas hayan jugado un papel importante. Eso debe haber ocurrido muy cerca del tiempo cero, en la llamada época de Planck, cuando, habiendo transcurrido menos de 10 -43 segundos desde el tiempo cero, el universo estaba contenido en 10 -33 centímetros y su 142 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS densidad era mayor que 10 90 kilogramos por metro cúbico. En esas condiciones la gravedad tenía una intensidad inimaginablemente colo- sal, por lo que para decir algo serio sobre ese instante sería necesario disponer de una teoría cuántica de la gravedad, es decir, en el nivel microscópico fundamental. Por desgracia no existe tal cosa. Sabemos cómo tratar la gravitación a escala macroscópica, en una primera aproximación mediante la teoría de Newton, de una forma más exacta con la de Einstein —mientras no entren en juego las propiedades de la materia a escala subatómica—. Pero nadie ha sido capaz de dar un esquema coherente, matemáticamen- te correcto y de interpretación clara del comportamiento de la gravedad en tales condiciones. Lo único que se sabe con certeza es que se trata de una cuestión muy difícil que probablemente no será entendida hasta muy entrado el siglo XXI —algunos sospechan que quizá más tarde. Y sin la teoría cuántica de la gravedad en un estado satisfactorio, la idea de un universo autocreador se queda sin ninguna base científica sólida. A pesar de ello, veámosla con algo más de detalle. Para la teoría de la relatividad hay una relación muy estrecha entre el espacio y el tiempo. Los podemos distinguir muy bien en nuestra vida personal, pero las fluctuaciones cuánticas pueden disolver su diferencia o transformar el uno en el otro. Stephen Hawking cree que, al mover- nos imaginariamente en el tiempo desde hoy hasta la época de Planck, el tiempo se transforma en espacio, de manera que a esas escalas, ya cerca de la singularidad, hay un espacio de cuatro dimensiones en vez de uno de tres más el tiempo. Esto significaría que desde el espacio de cuatro dimensiones y mediante una transformación muy rápida pero continua, emergen el tiempo y el espacio tridimensional. Hawking lo interpreta diciendo que ningún instante es el origen del tiempo 10 . El universo habría brotado así de la nada. Nótese la semejanza con la opi- nión de Agustín antes comentada. En una frase muy citada de su libro Historia del tiempo, Hawking resume las consecuencias de este esquema: Si el universo tiene un principio, podemos suponer que tiene un creador. Pero si fuese completamente autocontenido, no tendría principio ni fin: simplemente sería. ¿Para qué, pues, un creador? 11 . 10. Un ejemplo puede ayudar a hacerse una idea intuitiva de esta afirmación. Si to- mamos en el globo terráqueo la colatitud de un lugar, es decir, el ángulo que lo separa del polo Norte, vemos que esa coordenada crece desde cero al movernos hacia el sur, pero nunca toma valores negativos que no tienen sentido. Al tiempo le pasaría algo parecido, según Hawking. 11. S. Hawking, Historia del tiempo, cit., p. 187. Cf. también Íd., Agujeros negros y pequeños universos, Plaza y Janés, Barcelona, 1991. 143 L A CR E A CI ÓN El punto de vista de Hawking es radical. Pero, como acabamos de ver, esa radicalidad se enfrenta a un grave escollo, mientras no se pueda construir una teoría cuántica de la gravedad, sin la cual no es más que un proyecto cargado de deseos. Pero me temo que, además, incurre en una falacia. Pues el universo no sólo son las cosas que existen, astros, personas, montañas, plantas o electrones, sino también las leyes de la naturaleza, regidoras de su comportamiento —la gravedad por la que se atraen los cuerpos, el electromagnetismo o las leyes de la teoría cuántica—. Por eso no se puede identificar universo con materia, ni siquiera con toda la materia. Si ésta hubiese surgido como consecuencia de una fluctuación, lo habría hecho siguiendo ciertas leyes que serían así más primarias y fundamentales que ella misma. Pero ¿de dónde habrían surgido esas leyes? ¿Qué proceso las deci- dió? ¿Por qué la materia ha de seguir la teoría cuántica? ¿Por qué hay gravedad? ¿Por qué hay materia? En el capítulo 8 hablaremos de estos interrogantes en relación con la superpregunta de Leibniz. La idea de que el universo es necesariamente autocreador es una versión nueva del argumento ontológico de Anselmo, del que hablamos en el capítulo 3, pero aplicada al mundo en vez de a Dios. Supone que las leyes de la física son tan fuertes que implican la existencia necesaria de la materia y falla por el mismo motivo que el argumento de Anselmo: ni las leyes de la lógica son tan fuertes como para obligar a la existencia de un ser perfecto ni las de la física pueden serlo como para forzar la autocreación de un mundo obligado a obedecerlas. Parece claro que la intención del Hawking de Historia del tiempo es prescindir de un creador, no sólo de su necesidad. Pero el texto es algo ambiguo. Posteriormente su postura se hizo más matizada. En una entrevista con Sue Lawley, periodista de la BBC, ésta le pregunta si su modelo no deja ningún lugar para Dios, a lo que responde: «No dice nada sobre si Dios existe o no, sólo que no es arbitrario», porque «la manera en que empezó el universo está determinada por las leyes de la física». Y a la pregunta «Mucha gente cree que usted ha eliminado efectivamente a Dios. ¿Lo niega?», contesta: Lo que mi obra ha mostrado es que no hay que decir que el modo en que empezó el universo fue el capricho personal de Dios. Pero aún queda la cuestión: ¿por qué se molesta en existir el universo? Si usted quiere, puede definir a Dios como la respuesta a esta pregunta. 144 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Creatio ex nihilo Para designar al universo autocreador, algunos astrofísicos hablan hoy de «ser desde el no ser» o «creación desde la nada», usando incluso la expresión latina creatio ex nihilo, introducida por el teólogo romano Ter- tuliano (ca. 155-ca. 220) para distinguir la noción cristiana de la creación —en la que Dios hace surgir el mundo de la nada— de la griega en la que ordena una materia preexistente y eterna (esto explica el origen de la pa- labra «crear», relacionada con «crecer», pues se consideraba que crear era hacer crecer algo anterior). Pero hay una diferencia muy clara con la no- ción cristiana que supone a Dios como agente. Uno de los defensores de esta idea es el astrofísico chino Fang Li Zhi (1936) quien por influencia del taoísmo, sistema filosófico y religioso fundado en China por Lao Tse en el siglo VI a.C., sostiene que todo el mundo brotó espontáneamente de la nada. Por eso Fang propone una bandera para la cosmología que sólo tiene un círculo donde está escrita la palabra «nada». Sorprende que un científico haga uso de una tal nada porque, si tiene poder creador, ya no es la nada. Podría recelarse un intento de esconder el polvo de la ignorancia sobre el tiempo cero, bajo la alfom- bra de un concepto aparentemente profundo. Pero quizá esta idea no se aleje tanto del mundo religioso como parece. Cabe recordar la idea de la teología negativa propuesta por Dionisio el Areopagita, autor de va- rias obras muy influyentes en la Edad Media, y de quien se creía que era un discípulo de san Pablo. Hoy se sabe que los escritos a él atribuidos realmente fueron compuestos hacia el año 400. El irlandés Juan Escoto Erígena (810-872) revivió esos textos tras traducirlos. Según estos dos autores, hay dos caminos para acercarse a Dios. Uno es la vía atributiva, o positiva, que le asigna todas las cualidades positivas en grado máximo. Otro, la vía negativa, según la cual Dios está más allá de todo lo que prediquemos de él: cualquier cosa que digamos lo falsifica y por eso se ha dicho que el silencio es el mejor lenguaje para hablar de Dios. Al insistir en su trascendencia, se le aleja de nosotros y se llega a no poder afirmar nada de él, aun pudiendo negarse muchas cosas. Para esa doc- trina, acusada de panteísmo, Dios es lo único real, pero no se sabe lo que es, no es nada, es incomprensible. Por eso relaciona a Dios con la nada primordial, ese misterio de donde surgieron todas las cosas, idea que aparece también en el texto del escritor griego Niko Kazantzakis citado al principio de este libro. Es Nada y es Nadie 12 . La exaltación de Dios hasta la nada es un recurso frecuente. Así hacen, por ejemplo, las religiones orientales: el Brahmán del hinduismo es el poder, la energía 12. Jorge Luis Borges hace comentarios sugerentes sobre estas cuestiones en su ensa- yo «De alguien a nadie», incluido en Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1976. 145 L A CR E A CI ÓN del universo, la fuerza creadora, pero es tan abstracto que no se puede decir nada de él; es la nada. ¿Y si el universo es eterno? Una manera de salir del paso sería admitir que el universo es eterno, que no tuvo principio, porque existe desde siempre, y que no tendrá nunca fin. Eso conjetura precisamente el llamado modelo cosmológico del estado estacionario, propuesto por los ingleses Hermann Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle en 1948. Conviene recordar que la teoría heliocéntrica de Copérnico tuvo como consecuencia inmediata el despla- zamiento del hombre del centro del cosmos, con el postulado implícito de que la humanidad vive en un lugar nada especial. Cuando más tarde se pudo elaborar el mapa de las estrellas y de las galaxias, se comprobó que vivimos en torno a una estrella del montón, en una zona corriente de una galaxia vulgar, agrupada con otras igualmente anodinas en un cúmulo ordinario. O, dicho en otras palabras: nuestro barrio cósmico es absolutamente representativo del promedio, constatación conocida como hipótesis de la mediocridad. También como principio copernicano o, más frecuentemente, prin- cipio cosmológico. Técnicamente afirma que el universo es homogéneo a escala grande (del orden de decenas de millones de años-luz, para poder prescindir de las «inhomogeneidades» a escala de las estrellas y de las galaxias), siendo su aspecto el mismo en todas sus partes; las galaxias son parecidas y sus distancias mutuas son las mismas en promedio. Algo así le ocurre a una gran ciudad cuyos barrios son todos muy parecidos, incluso iguales si se prescinde de pequeñas diferencias entre las fachadas de las casas o en la anchura de las calles. Desde la teoría de la relatividad, los físicos tienen una fuerte ten- dencia a considerar al tiempo y al espacio de la manera lo más simétrica posible y eso evoca inevitablemente la idea de un universo con el mismo aspecto en todos los momentos del tiempo, condición que excluye de raíz cualquier nacimiento u origen. En otras palabras, que hace diez mil o cien mil millones de años se vería lo mismo que ahora, afirmación ca- lificada de principio copernicano o cosmológico perfecto. Como las ga- laxias se están separando, esto parece imposible, excepto si suponemos que se está creando materia espontáneamente por todo el espacio (basta- ría con un átomo de hidrógeno por metro cúbico y año aproximadamen- te). De ese modo, esa materia creada se iría condensando en estrellas y galaxias que rellenarían los huecos dejados por la expansión observada y se podría mantener el mismo aspecto en promedio, es decir, salvo los de- talles finos. Si fuesen así las cosas, el universo sería eterno, sin principio 146 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS ni fin, idea atractiva para quienes insisten mucho en que la vida es un ac- cidente de la materia o que el hombre es completamente irrelevante para el cosmos, pues elimina de raíz toda referencia a un acto de creación. El modelo del universo estacionario fue popular en los años cin- cuenta —no había mejor alternativa—, pues el del Big Bang predecía entonces una edad del universo igual o menor que la de la Tierra, con- tradicción totalmente inaceptable. Más tarde se encontró un error en la escala de distancias cósmicas, cuya corrección estableció de nuevo al Big Bang como el modelo más atractivo. Además, se descubrió en el año 1965 que todo el universo está bañado en radiación de microon- das, fácilmente interpretable en el modelo del Big Bang como el rema- nente de la gran explosión, el chispazo que dio la materia al hacerse transparente, pero muy difícil de explicar con un universo estacionario. A pesar de ello y aunque este último no es evolutivo, en contra de los datos observacionales, sigue recibiendo una cierta atención marginal. Por ejemplo, en 1993, Fred Hoyle, Geoffrey Burbidge y Jayant Nar- likar propusieron una variante bautizada como modelo del estado cuasi estacionario. Sigue suponiendo que el cosmos no tiene origen, pero la creación de materia está concentrada en pequeños «minibangs» que se producen en agujeros negros, pasando el universo por períodos de creación muy activa de materia y otros más tranquilos. En todo caso, no habría ningún suceso ni ningún tiempo que pudiese ser interpretado como un origen de todo el universo. Consideremos ahora algunos desarrollos ingeniosos de las últimas décadas. Según uno de ellos no es el hombre explicable por la materia, sino al revés. El principio antrópico El principio antrópico 13 dice lo contrario que el modelo del universo estacionario. En cierto modo, afirma con el sofista griego Protágoras que el hombre es la medida de todas las cosas. La expresión «principio antrópico» fue inventada en 1974 por Brandon Carter, astrofísico de Cambridge, cuando buscaba criterios para elaborar modelos cosmoló- gicos. Dice una regla de oro de la física que siempre hay que tener en cuenta el aparato de observación: nosotros en este caso. Según Carter, nuestra situación es realmente especial, y el universo observable está condicionado por nuestra presencia. O, más precisamente, «las condi- ciones que rigen el universo deben ser tales que puedan permitir la vida 13. J. Barrow y F. Tipler, The Anthropic Cosmological Principle, Oxford University Press, Oxford/New York, 1986. 147 L A CR E A CI ÓN inteligente, pues, si no fuera así, no estaríamos para observar», de modo que la mera existencia de seres humanos tiene poder explicativo. Este enunciado suele llamarse principio antrópico débil. En rea- lidad, había sido usado antes de ser propuesto explícitamente por Car- ter, aunque nadie se había percatado de sus implicaciones. Por ejemplo, ya en 1961, el físico de Princeton Robert Dicke se preguntó: ¿por qué ocurre que el universo tiene unos diez mil millones de años? La respues- ta basada en el principio copernicano sería que no hay ningún motivo especial y que esa edad es tan buena como cualquier otra. Pero Dicke razonó de manera distinta, considerando que el universo debe tener al menos la edad necesaria para haber generado los elementos más pesa- dos que el hidrógeno, como el calcio, el hierro y el carbono, que son imprescindibles para fabricar seres humanos que piensen en ello. Esos elementos se cuecen en el interior de las estrellas, como consecuencia de las reacciones termonucleares, y son expulsados luego al espacio para que puedan formar parte de un planeta como el nuestro, por lo que se puede decir que, en un sentido muy literal, somos hijos de las estrellas. Para cocinar esos elementos se necesita que transcurran varios miles de millones de años, tanto tarda la naturaleza en poder hacerlo, y es por eso imposible que la edad del universo sea mucho más corta de lo que es, pongamos sólo mil millones de años o menos. Pero, si fuese mucho más viejo, casi todas las estrellas habrían terminado su ciclo vital, co- lapsando en enanas blancas, estrellas de neutrones o agujeros negros, terminando así con todo rastro de vida a su alrededor. Los cálculos de Dicke le llevaron a concluir que el valor de la edad del universo no es un puro accidente, sino una condición necesaria «li- mitada por el criterio de la existencia de seres humanos». En otras pala- bras, habría que dar marcha atrás en el camino que relega al hombre a posiciones cada vez menos importantes o significativas. Si este principio es correcto, nuestra existencia, lejos de ser un mero accidente del mun- do, es una condición necesaria para que sea tal como es. El físico y profesor en Texas John Archibald Wheeler, padre de los agujeros negros y quien así los bautizó, hizo una curiosa interpretación de este principio 14 . Cuando alguien le preguntó por su opinión, respon- dió misteriosamente: «Menos es más». Nadie le entendió en un primer momento, pero tras las aclaraciones pertinentes, se comprendió que estaba argumentando contra la hipótesis de la mediocridad y la idea de que el universo rebosa necesariamente de vida. Pues, para él, el cosmos debe ser tan grande como es, simplemente para poder dar lugar a una civilización inteligente: nosotros. Toda esa inmensidad de soles, galaxias 14. T. Rothman, A physicist on Madison Avenue, Princeton University Press, Princ- eton, 1991. 148 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS y mundos sería condición necesaria para que en uno de ellos surgiesen seres pensantes. Más civilizaciones sería un derroche. Hay también una versión fuerte del principio antrópico, mucho más discutible, según la cual, en su versión radical, «el universo debe producir necesariamente vida inteligente». Si así se admitiese, al decidir entre las características y las leyes cosmológicas posibles, sólo se deben admitir las que conduzcan a la vida, porque, si no hubiera vida, no ha- bría universo. Pero este otorgar a la humanidad un papel tan especial es objeto de acalorados debates. Algunos ven en ello el abandono de obje- tivos que la ciencia consideraba irrenunciables desde la Ilustración. Les parece que, tras haber eliminado la finalidad de sus esquemas, ésta se cuela de nuevo de tapadillo, valiéndose de un lenguaje más bien críptico. En el principio antrópico late una idea intrigante y provocadora: tras un largo proceso de miles de millones de años, la materia llega a pensar sobre sí misma. Aquí en la Tierra, lo hace a través de nosotros, los seres humanos; en otros planetas en torno a otras estrellas, quizá lo esté haciendo a través de otras criaturas. Por eso los primeros estadios de la evolución, la cosmológica primero y la biológica después, se pue- den considerar como un camino que llevó al emerger de la conciencia. Las evoluciones cultural y personal, que dan lugar a la variedad huma- na, la perfilan, la afinan y la diversifican luego. O sea, que la conciencia emerge y evoluciona con el cosmos. Visto así, el principio antrópico débil no es más que la constatación de un hecho que observamos: la materia piensa sobre sí misma, al me- nos a través de nosotros. En su versión más fuerte, el principio afirma que la conciencia emerge necesariamente de la materia, o sea que la inteligencia existe por necesidad, y que no es posible un mundo que no llegue a ella. Con distintos matices, forma parte de las creencias de varias religiones, del cristianismo en particular. Sin duda es una idea interesante y digna de consideración, pero no es una afirmación cien- tífica porque no es susceptible de prueba ni de refutación experimen- tal. No obstante, los creyentes pueden sostenerla legítimamente como una afirmación vital plenamente compatible con la ciencia de hoy. Hay quien ve en el principio antrópico una idea profundísima, otros una trivialidad irrelevante. Entre los primeros, los hay que empiezan a ceder a la tentación de fabricar con él demostraciones de nuevo cuño de la existencia de Dios. Pero sería mejor que lo piensen dos veces, porque podrían tener razón quienes temen que no haya en él sino un juego de palabras, un hábil truco dialéctico que no deja de recordar a algunas bromas clásicas, como al doctor Pangloss del Cándido de Voltaire, que decía: ¡qué maravilla que la nariz sirva tan bien para sujetar las gafas! o las del tipo: ¿no es estupendo que los desiertos estén en lugares en donde no vive nadie? 149 L A CR E A CI ÓN Intrigantes coincidencias cósmicas Sin embargo, hay en el universo algunas curiosas coincidencias que hacen pensar. Einstein dijo una vez: «Me gustaría saber si Dios podría haber creado el mundo de una manera distinta». Según la tradición cristiana, Dios podría haber creado el universo con una libertad infinita, tal como hubiera querido y sin traba ni limitación alguna, en particular con leyes naturales diferentes a las que conocemos, a su libre elección. Por ejemplo, de tal modo que la atracción gravitatoria entre dos astros fuese inver- samente proporcional a su distancia, en vez de serlo al cuadrado de esa distancia. Pero esta idea parece exagerada a poco que pensemos pues hay requerimientos de tipo lógico o matemático que no se pueden violar sin llegar a contradicciones insalvables. Por ejemplo Dios no podría haber creado un mundo tal que el número de animales de una manada depen- diese del orden en que se cuentan o en el que dos más dos fuese igual a cin- co. Además está claro que la existencia de vida sólo es posible bajo ciertas condiciones, por ejemplo en un mundo demasiado caliente o demasiado frío. La frase anterior de Einstein recuerda a un famoso argumento del filósofo Leibniz en su Teodicea, donde intenta explicar el sufrimiento del mundo afirmando que, entre todos los mundos imaginables, Dios creó el menos malo posible de entre los que están libres de contradicciones. En toda ley física, hay que distinguir entre forma e intensidad, o sea entre sus aspectos cualitativo y cuantitativo. Por ejemplo, en la ley de la gravitación universal la forma es la afirmación descriptiva «la atracción entre dos masas es directamente proporcional al producto de sus ma- sas e inversamente al cuadrado de su distancia». Para calcular el valor exacto de esa atracción hay que multiplicar el resultado anterior (o sea m×m’ / d 2 , donde m y m’ son las masas y d, la distancia) por una can- tidad, la llamada constante de la gravedad o de Newton, representada siempre como G. Cuanto mayor fuese ésta, más grande sería la atrac- ción: nos costaría más subir escaleras y un futbolista tendría dificultades para alcanzar la portería o botar un córner. Con una constante G menor nos sentiríamos más ligeros y saltaríamos más alto. Pues bien, en los últimos años se ha podido comprobar que si las intensidades de algunas leyes se hiciesen mayores o menores con varia- ciones no muy grandes, no podría haber vida tal como la conocemos. Esto parece sugerir que la pregunta anterior de Einstein debe contestar- se negativamente 15 . Veamos un ejemplo. Las fuerzas nucleares operan entre los nucleo- nes, nombre común de protones y neutrones, constituyentes de los nú- 15. M. Rees, Seis números nada más, Debate, Barcelona, 2001. 150 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS cleos atómicos en los que está el 999‰ de la masa de las cosas. Se trata de fuerzas muy importantes por ser responsables de la estabilidad de la materia; si se apagasen, los núcleos se desharían y con ellos desaparece- ría la materia como la conocemos. La intensidad de esas fuerzas se pue- de medir por un cierto número que vale 0.007, que es igual a la fracción de masa de los nucleones que se transforma en energía según la famosa fórmula de Einstein, e=mc 2 , durante los primeros estadios de las reac- ciones nucleares en el interior de las estrellas. Los cálculos muestran que si ese número fuese un poco distinto no podría haber surgido la vida. Para entenderlo conviene decir que, en los primeros instantes del uni- verso, se produjeron muchos protones y neutrones, en la proporción de seis a uno. Luego y durante pocos minutos se fueron aglutinando entre sí a causa de su atracción, formándose núcleos ligeros de hasta seis o sie- te nucleones en un proceso llamado nucleosíntesis primordial. El pro- ceso continuó mucho más tarde en la nucleosíntesis estelar, o sea en el interior de las estrellas, donde se formaron todos los demás núcleos que conocemos, de carbono, oxígeno y otros más pesados, como de hierro por ejemplo. Si la intensidad de las fuerzas nucleares fuese un poco más grande, digamos 0.008, los protones y los neutrones se atraerían más, de tal modo que tenderían a unirse formando núcleos más pesados ya desde el principio, sin que quedase hidrógeno, carbono u oxígeno y la vida sería imposible. Si, al revés, fuese menor tal como 0.006, ocurriría lo contrario: los nucleones se atraerían y se unirían muy poco; quedaría sólo hidrógeno y algo de helio, prácticamente no habría química y no se formarían núcleos más pesados con lo que la vida sería también im- posible. O sea que el valor de ese número esencial en las interacciones nucleares «coincide», aproximadamente, con el valor necesario para la vida. Hay varios otros argumentos análogos, referidos a otras coinci- dencias, que llegan a la misma conclusión. Cambios pequeños en las leyes naturales harían inviable la vida. Basándose en esta constatación, se argumenta que el principio an- trópico tiene valor predictivo. Un ejemplo famoso lo dio el astróno- mo inglés Fred Hoyle en 1954 cuando ese principio aún no había sido enunciado, mientras estudiaba las reacciones nucleares que tienen lugar en el interior del Sol y las demás estrellas, gracias a las cuales existe la vida. En ese momento, no había ningún dato sobre una de esas reac- ciones que produce carbono pues nadie había realizado experimentos sobre ella. Sin embargo, Hoyle concluyó que tal reacción debería ser resonante (lo que significa que procede con gran eficacia e intensidad) pues de otro modo no se produciría carbono en cantidad suficiente para sustentar la vida. A su vez, otra reacción que transforma el carbono en oxígeno deberá ser no resonante. Su propuesta fue recibida con escep- ticismo, pero tras su tenaz insistencia sobre algunos experimentadores, 151 L A CR E A CI ÓN se midieron esas reacciones en California confirmándose el resultado previsto por Hoyle. Ésa fue sin duda la primera aplicación del principio antrópico, antes incluso de ser enunciado. Ante estas ideas, se dice que el universo es «bioamistoso» (en inglés biofriendly) o que está «hecho a la medida» (taylor made), pues está claro que, si la materia obedeciese leyes algo distintas, no habría na- die para discutir sobre ella. Hay tres interpretaciones posibles de estas coincidencias. Para algunos son la manifestación de un diseño, que no estaría en las formas acabadas de los seres vivos sino mucho antes, en las propias leyes naturales que, al cabo de muchos años, les harían sur- gir de la materia. No en la aleta del pez, el ala del pájaro o el cerebro humano sino en la capacidad de los protones y neutrones de interaccio- nar y formar los núcleos adecuados, iniciando un proceso conducente a la vida. Sería un diseño escondido, propio del Deus absconditus del que habla la Biblia, mencionado por Pascal en uno de sus pensamientos antes citado. Pero a los científicos no les gusta hablar de Dios en su trabajo, in- cluso a la mayoría de los que son creyentes. Por eso hay una segunda y una tercera interpretaciones diferentes. Según la segunda, el cosmos sería bioamistoso por puro azar, de modo que tendríamos la suerte de tener leyes naturales favorables a la vida sin que ello se deba a ninguna causa profunda o especial (véase más abajo el capítulo 7). La tercera interpretación se expone en la sección siguiente. ¿Hay infinitos mundos? Una manera de eliminar el aparente diseño de un universo biofriendly o taylor made consiste en suponer la existencia de infinitos mundos con distintas leyes de la naturaleza, distribuidas al azar, por lo que la gran mayoría de ellos serían necesariamente hostiles a la vida e inertes por tanto. Si aquí tenemos leyes favorables a la vida, eso no sería debido a un diseño, ocurriría simplemente que no podríamos estar en un mundo no bioamistoso pues allí no habría surgido la vida. Veamos el argumento con algo más de detalle. En la naturaleza hay ahora cuatro fuerzas fundamentales, que en orden decreciente de intensidad son: la fuerza nuclear fuerte, el electro- magnetismo, la fuerza nuclear débil y la gravitación. Las cuatro tienen funciones muy distintas pero complementarias. La gravitación actúa en- tre masas y es la que conforma la estructura del universo, de las estrellas o los planetas. El electromagnetismo garantiza la estabilidad de los áto- mos y las moléculas y está en la base de todas las propiedades químicas de la materia y de otras como su color o su densidad. La fuerza fuerte 152 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS asegura la estabilidad de los núcleos atómicos y produce la energía en las estrellas, en donde la débil juega un papel de tipo catalítico (o sea, estimulador del proceso sin producir energía ella misma). Actualmente se diferencian mucho pero en las condiciones de muy alta temperatura y densidad de energía del universo primordial estaban unificadas, en otras palabras, tenían las mismas propiedades e inten- sidad, por lo que había simetría entre ellas. Esa simetría se rompió al enfriarse el mundo, tomando las cuatro fuerzas sus formas definitivas y diferentes posteriores. Pero algunos argumentan que lo hicieron en burbujas muy pequeñas (llamadas universos bebés) del tamaño de la llamada longitud de Planck cuyo valor es pequeñísimo (10 -33 cm). Ocu- rrió de tal modo que las leyes de la naturaleza son distintas en cada burbuja y también podría serlo la dimensión del espacio-tiempo (en algunas burbujas el espacio sería como el nuestro, en otras tendría dos dimensiones, en otras cuatro, etc.). Más o menos simultáneamente se produjo una inflación, o sea una expansión inmensamente más rápida que la actual pero brevísima, y cada burbuja se infló y llegó a transfor- marse en un universo distinto, uno de los cuales sería el nuestro. Esa inimaginablemente enorme estructura se conoce como multiverso. Hay quien va más allá suponiendo que algunos de esos universos se contraen e implosionan dando lugar a otros nuevos al rebotar 16 . Esta idea podrá ser calificada de metacientífica, ya que los univer- sos que forman el multiverso estarían incomunicados entre sí y no se podrían observar los unos desde los demás por lo que sería imposible probar o refutar que existan otros además del nuestro. Por otra par- te, el multiverso se podría considerar globalmente como un fenómeno único e irrepetible cuya ingente energía le sitúa fuera de la experiencia humana no sólo de ahora sino de cualquier futuro previsible. Algunos argumentan, sin embargo, que podrían llegar a ser observados de modo indirecto, afirmación más bien débil sin duda. Tendríamos así una violenta ebullición de burbujas que crecen hasta universos, algunas de las cuales se colapsan dando lugar a nuevos bor- boteos de mundos que surgen de las cenizas de otros anteriores en un proceso que podría no tener principio ni fin. Si se acepta este punto de vista es muy improbable que el nuestro sea el primero. No podría haber señales que se transmitan de unas a otras, por lo que se tendría una colección infinita de universos, incomunicados e incomunicables, con diferentes historias, distintos orígenes y leyes físicas desiguales. Ese cosmos-superuniverso, múltiple, ingente y eterno, se autorreproduciría mientras sus subuniversos nacerían en explosiones y morirían en colap- sos para dar vida a otros nuevos. 16. M. Rees, Nuestro hábitat cósmico, Paidós, Barcelona, 2002. 153 L A CR E A CI ÓN Este esquema sugiere una última observación. Los científicos siguen normalmente en su trabajo, aun sin proponérselo de modo explíci- to, una prescripción dada por el filósofo inglés Guillermo de Occam (ca. 1280-ca. 1349) conocida como «la navaja de Occam», que aconseja elegir la que necesite de menos hipótesis entre dos explicaciones equi- valentes 17 . Se trata en realidad de un principio de simplicidad o de economía del pensamiento. Por ejemplo, el sistema heliocéntrico de Copérnico fue siempre muy preferible al geocéntrico de Ptolomeo porque es más simple, a pesar de que estuviesen en un acuerdo parecido con las ob- servaciones en un principio. Viene esto a cuento porque la explicación anterior basada en la idea de multiverso, con sus infinitos universos, in- observables hoy por hoy, y cuyas leyes físicas son desconocidas, parece difícilmente conciliable con el principio de economía del pensamiento. 17. La navaja sirve de medio simbólico para separar explicaciones alternativas cuan- do no hay evidencia empírica suficiente para hacerlo. 155 7 ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS Examinaremos en este capítulo las actitudes de algunos de los grandes científicos ante la idea de Dios. Como ya se dijo repetidamente en este libro, sus opiniones son muy variadas y reproducen el mismo abanico que la generalidad de las gentes, pero con una diferencia importante: cuando son creyentes, los científicos creativos suelen tener visiones muy personales, fuera de la ortodoxia, dominadas por la fuerte impresión que les produce la regularidad, la armonía y el orden que perciben en el mundo. Según hemos visto, los revolucionarios que fundaron la ciencia en los siglos XVI y XVII fueron personas sincera y profundamente religiosas que consideraban como parte normal de su actividad la investigación de la acción de Dios en el mundo. Copérnico (1473-1543) elaboró su sistema heliocéntrico aislado dentro de los muros de la catedral de Frauenburg, donde era canónigo aunque no llegase a ordenarse sacer- dote. Kepler era un místico que descubrió las tres leyes del movimiento planetario gracias a sus esfuerzos por penetrar en la mente de Dios y pensar sus pensamientos. Newton, uno de los científicos más grandes de la historia, era un creyente heterodoxo para quien tanto la Iglesia católica como la anglicana representaban formas corrompidas de la re- ligión bíblica verdadera, en especial por la idea de la Trinidad a la que se oponía. Se sentía muy cerca del arrianismo, doctrina declarada he- rética por el concilio de Nicea del año 325 que rechazaba la naturaleza divina de Jesús. Pero la idea de Dios era muy importante para él, pues consideraba que la filosofía natural, certero nombre de la ciencia de entonces, tenía por misión fundamental el estudio de las relaciones de Dios con su obra. A pesar de la carga intelectual de su obra, el Dios de Newton no es sólo el de los filósofos —la causa primera o el motor inmóvil de Aris- tóteles o el Dios racional de Descartes—, sino el Dios bíblico, como lo 156 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS prueban los enormes esfuerzos que dedicó a intentar descifrar el sentido oculto de los textos de la Biblia. En el Escolio final de sus Principia dice que estamos en Dios, en el espacio de Dios, en el tiempo de Dios: En él se hallan contenidas y se mueven todas las cosas, pero sin mutua interferencia. Dios nada sufre por el movimiento de los cuerpos: éstos no experimentan resistencia alguna a la omnipresencia de Dios. Está reconocido que un Dios sumo existe siempre y en todo lugar. Según Koyré 1 esto es algo así como «en él vivimos, nos movemos y somos» que decía san Pablo. Otro tanto cabe decir de Boyle, para quien la ciencia es el mejor método para comprender a Dios, o de Descartes y Pascal, de los que hablaremos detenidamente en las próximas páginas. La Ilustración del siglo XVIII representó un cambio importantísimo y trajo muchas de las ideas y los estilos que son parte esencial de la identi- dad europea de hoy y de toda la cultura occidental. Se produjo entonces un fenómeno muy decidido de secularización. La ciencia empezó a bus- car descripciones autónomas del mundo sin ninguna referencia a Dios ni a ninguna realidad trascendente, incluso por parte de los científicos creyentes. Aparecieron modos nuevos de entender la divinidad y surgió el ateísmo moderno. El siglo XIX presenció el apogeo del cientificismo, punto de vista formulado explícitamente por Auguste Comte e impulsado más por so- ciólogos y filósofos que por científicos. Como se extendió durante el triunfo de la mecánica celeste de Laplace y la polémica de la evolución de Darwin, dio lugar al estereotipo de un enfrentamiento inevitable y radical entre la ciencia y la religión, meta del proceso iniciado con la Ilustración del siglo XVIII, que supuestamente llevaría a la humanidad a un ateísmo irrenunciable. Pero este esquema tan simple es evidentemen- te inexacto como comprobaremos en este capítulo. El siglo XX trae un espectacular desarrollo de la ciencia, tanto de sus principios conceptuales como de sus aplicaciones técnicas, pero al mismo tiempo una caída de las seguridades radicales. La revolución de la física cuántica introdujo, como ya hemos visto, un indeterminismo esencial y, sobre todo, la constatación de la incapacidad humana para observar el mundo tal como es en sí mismo. Otro importantísimo desa- rrollo, culmen del proceso iniciado por Darwin, fue la biología mole- cular con el desciframiento de la clave de la herencia, la famosa doble hélice del ADN. 1. A. Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 1979. 157 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Descartes y Pascal, las dos caras del hombre moderno Ya hemos visto que los creadores de la Revolución científica, como Ke- pler, Galileo, Newton y Boyle, estuvieron atentos a la lectura de dos libros, el de la revelación escrita, la Biblia, y el de la naturaleza como obra de Dios. Para el hombre moderno son también dos las referencias básicas: el mundo y su propio yo. En el proceso de secularización que seguimos desde el siglo XVIII, el ser humano ha desarrollado al máximo su racionalidad, el análisis frío y objetivo de los datos más seguros que puede obtener, y esto le ha permitido llegar a éxitos antes inimaginables al explicar la materia y el cosmos mediante esquemas lógico-matemáticos y en la organización de sus sociedades, con el fabuloso desarrollo de la civilización tecnológica, la medicina o la economía. Puede parecer, pues, que nada se escapa al poder omnímodo de la razón. Pero cuando esa misma razón se dirige al interior de sí misma, se encuentra con un mundo complejo que no sigue sus propias normas, porque motivaciones irracionales se lo impiden al generar un entrecru- zamiento errático de caminos tortuosos. El hombre moderno se orienta bien en lejanas galaxias, sabe lo que ocurrió hace miles de millones de años, o calcula correctamente los costes de producción, pero se pierde en el laberinto de su propia persona, descubriendo que la razón es un arma muy pobre cuando trata de entenderse a sí misma porque para sus análisis necesita despedazar lo estudiado, reducirlo con sus poten- tes escalpelos a elementos disjuntos, observarlo en la artificialidad de lo que deja de ser natural cuando se lo fuerza a ser conocible. Miguel de Unamuno, que se declaraba sentidor antes que pensador, exhibe dramáticamente ese aspecto del hombre de hoy, dedicando páginas im- presionantes a los límites de la razón. Por ejemplo: Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida. Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible [...]. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto, porque para comprender algo hay que matarlo [...] 2 . Por eso el hombre exalta hoy su racionalidad, porque ve en ella un instrumento poderoso para entender el mundo y como guía de su actividad diaria, pero la niega al mismo tiempo, rechazando lo que le dice o actuando contra sus preceptos por sentir que algo importante en ella se escapa al pensamiento frío. Cuando buscando ansiosamente la seguridad cree encontrarla en la certeza que parece conceder la razón, 2. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, cap. 5. 158 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el sentimiento le impulsa a escapar de ese refugio y a sentir que se vive más intensamente desde la fragilidad de quien se siente inseguro. De ese enfrentamiento entre sus ansias de seguridad y de intensidad han surgido muchas de las pasiones y actitudes del hombre de hoy, desde la angustia y el sentimiento trágico de la vida, el pesimismo o el «paso- tismo», hasta la búsqueda de un punto de apoyo vital en movimientos sociales y políticos o incluso en paraísos artificiales. Dos grandes científicos representan muy bien cada una de esas dos caras del hombre contemporáneo, al que se adelantaron en tres siglos 3 . Son René Descartes (1596-1650) y Blaise Pascal (1623-1662). El prime- ro es considerado como el símbolo de la razón, del método riguroso, de la certeza obtenida matemáticamente. El segundo exhibe la inseguridad y el desgarramiento del hombre, la lucha de su razón con sentimientos y dudas, las grandezas y miserias de que es capaz el ser humano. Los dos fueron grandes científicos, ingenieros y pensadores, y los dos buscaban entender la totalidad del mundo. A Pascal se deben sus estudios sobre los gases, que prueban la exis- tencia del vacío en contra de los aristotélicos, y sus tratados sobre las cónicas; fue uno de los pioneros del cálculo de probabilidades, inventó la prensa hidráulica y construyó la primera calculadora mecánica; pro- movió la primera línea de transporte urbano de París cuyas ganancias eran dedicadas a la beneficencia. A Descartes, la geometría analítica, alumbradora de una nueva concepción del espacio, su óptica y sobre todo su método, basado en la duda sistemática y el escepticismo como los mejores instrumentos para no caer en el error. De Descartes se ha dicho de todo: que es el creador del pensamiento moderno, un defensor de la idea de Dios, quien sin embargo dio paso al ateísmo y la incredulidad por su insistencia en la duda como método. Siendo un defensor racional de la religión se le incluyó en el Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica. Fue un hombre de mundo que se movió en ambientes distinguidos, viajando por toda Europa «para ver cortes y ejércitos», como militar, gran jinete y jugador. En uno de sus viajes, en 1619 en la ciudad de Ulm, siente una revelación que anota así en su cuaderno: «10 de noviembre de 1619: lleno de entusiasmo, descubrí los fundamentos de una ciencia admirable», de cuyas conclu- siones nadie podría dudar por estar edificada sobre la roca durísima de las certezas matemáticas y que explicaría a la vez la materia y el espíritu, el mundo y el hombre. Durante esa visión exaltada, Descartes se estremece tanto que promete hacer una peregrinación al santuario 3. Cf. la obra de H. Küng ¿Existe Dios? (Trotta, Madrid, 2005), en la que se estudia en detalle el papel de estos dos científicos en la creación de la idea moderna de Dios, pp. 27-122. 159 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS italiano de Loreto y así lo cumple años más tarde 4 . Dedica el resto de su vida a buscar esa ciencia admirable vislumbrada a orillas del Danubio. Tras vivir en Holanda desde sus treinta y dos años, se fue a Estocolmo a los cincuenta y tres llamado por la reina Cristina de Suecia, quien deseaba contar en su corte con las mejores figuras intelectuales. Pero no pudo resistir el clima nórdico y una pulmonía se lo llevó —se dice que por levantarse de madrugada para filosofar con la reina—, quien cuatro años después, en 1654, abandona el trono y atribuye a la influencia de Descartes su conversión a la fe católica. Descartes se opone al pensamiento medieval basado en la lógica aristotélica porque le parece que el silogismo que ésta usa es totalmente inadecuado para la búsqueda de la verdad. Pero lo más importante es que adopta una nueva actitud inequívocamente moderna, reconocida por los científicos de hoy como la adecuada. Afirma rotundamente a la razón como criterio de verdad y se basa en la duda metódica y en la desconfianza de los datos de los sentidos y de todo lo aparente. Como punto de partida busca una afirmación tan sólida, irrefutable y segura como para estar al abrigo de toda sospecha y la encuentra en el famoso «Pienso, luego existo», enunciado claramente indudable. En su Discurso del método 5 expone con detalle el proceso que debe seguirse en cualquier rama de la ciencia para que los razonamientos descubran la verdad: dividir cada dificultad en tantas partes como sea posible, analizarlas por separado, comenzar por lo más simple, revisar cuidadosamente todas las conclusiones. El que hoy nos parezca esto muy claro testimonia la enorme in- fluencia que desde entonces tuvo Descartes en el pensamiento. En su sistema juega un papel fundamental la idea de Dios, que considera como innata en el hombre, entendido Dios como «una sustancia infinita, eter- na, inmutable, independiente, omnisciente y omnipotente» 6 . Da tres pruebas de su existencia, una basada en que un ser finito como el hom- bre sea capaz, sin embargo, de concebir una idea infinita, otra sobre la causa de la existencia del hombre y, como tercera, el argumento ontoló- gico explicado más arriba en el capítulo 3. Su exigencia de certeza matemática parece adecuada respecto a la geometría, la astronomía o la física, pero ¿cómo puede aplicarse a la fe? ¿No es sorprendente que el máximo defensor del escepticismo y la duda acepte pruebas racionales de Dios? ¿No se contradice Descartes al supo- 4. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento occidental, Planeta, Barcelona, 1980. 5. R. Descartes, Discurso del método, ed. de R. Frondizi, Alianza, Madrid, 1979. 6. R. Descartes, Meditaciones metafísicas, introducción, traducción y notas de V. Pe- ña, Alfaguara, Madrid, 1977, Meditación IV, p. 39. 160 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS ner compatibles las exigencias de la certeza matemática con la fe? Sobre todo porque, aunque en su sistema la figura de Cristo no es aparente, no cabe duda de que la fe que profesa es la cristiana. En su obra Reglas para la dirección del espíritu, dice: Y estos dos caminos [intuición y deducción] son los más ciertos para la ciencia [... todos los demás] deben ser rechazados como sospechosos y sujetos a error. Lo que no impide, sin embargo, que creamos todo lo que ha sido revelado por Dios como más cierto que todo otro conocimiento, puesto que la fe, que se refiere a cosas oscuras, no es una acción del espíritu, sino de la voluntad 7 . Este párrafo, tan ajeno al estereotipo de Descartes el racionalista, indica, según Küng, que la fe constituye para él la excepción a la re- gla universal de la evidencia y señala la máxima certeza, aunque no se refiera como la ciencia a algo evidente, sino a cuestiones oscuras que superan la razón. Cabe recordar aquí que Descartes había basado su física en la hi- pótesis de que todos los fenómenos de la naturaleza pueden analizarse en términos de corpúsculos constituyentes (los átomos) y de sus movi- mientos, precisamente la idea central de Demócrito. Sin embargo, ad- mite una separación muy definida entre lo material, caracterizado por la extensión, a lo que llama res extensa, la cosa extensa, y lo anímico o espiritual, la conciencia, que bautiza como pensante, res cogitans. Pascal es muy distinto. Su oposición a Descartes es la que enfrenta la pasión al método, el sentimiento a la razón, el corazón a la lógica, la percepción intuitiva al análisis teórico. En el terreno científico sus talantes se reflejan en sus distintas maneras de luchar contra la filosofía aristotélica. La física de Descartes se apoya en la razón, valorando poco la experiencia, y se resiente de ello porque su seguridad en la certeza matemática le impulsó a audacias injustificadas sin pruebas experimen- tales; era un axiomático. Pascal sentía profundamente la inseguridad de ser hombre —por eso nos resulta hoy tan moderno— y eso le obligaba a revisar reiterada y afanosamente sus experimentos; era un empírico. Se enfrentaron sobre la existencia del vacío que Descartes negaba y Pas- cal admitía, cuestión muy importante por sus consecuencias, en la que era Pascal quien estaba en lo cierto. Sus estilos y posiciones personales interesan porque son los dos polos entre los que se mueve el hombre al intentar entender el mundo y también por representar dos maneras opuestas de encarar el problema de Dios. 7. R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, ed. de J. M. Navarro Cordón, Alianza, Madrid, 2003, p. 81. 161 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Pascal lo describe magistralmente en uno de sus famosos Pen- samientos, en el que distingue entre el «espíritu de geometría» y el «es- píritu de sutileza» 8 . El primero es el de la matemática, de la razón fría y desencarnada, de la sucesión de inferencias lógicas elementales. El se- gundo es el de la intuición, la sensibilidad, el refinamiento, la percepción directa. Los dos espíritus son necesarios para entender las cosas porque cada uno sin la ayuda del otro da una visión incompleta —deformada incluso— del mundo. A veces ocurre que muchas personas inteligentes cometen grandes errores de juicio porque carecen completamente de uno de los dos espíritus: son sólo geómetras o sólo sutiles. Entre los científicos, matemáticos, físicos, químicos, abundan los primeros, entre los escritores y artistas, los segundos; en parte por ello, esos dos grupos de personas se entienden tan mal entre sí. Sin duda el enfrentamiento entre sus dos estilos es lo que produce las famosas dos culturas 9 . Cada uno de estos tipos humanos perciben una parte de la verdad, pero a los dos se les escapa algo importante sin darse cuenta de ello. Los geómetras pueden analizar, los sutiles encontrar analogías; los primeros son apolí- neos, los segundos, dionisíacos, por utilizar unas palabras introducidas dos siglos más tarde por el filósofo alemán Nietzsche. Se suele conside- rar al espíritu de geometría como el más deseable para el ejercicio de la ciencia, pero muchos de los grandes descubrimientos científicos han sido admirables ejercicios de sutileza. Merece la pena citar con más detalle este pensamiento porque des- cribe muy bien dos tipos humanos: [En el espíritu de geometría] los principios son palpables, pero alejados del uso común [...]; y haría falta tener el espíritu absolutamente falso para razonar mal sobre principios tan elementales [...]. Pero en el espíritu de sutileza, los principios son de uso común [...]; no es cuestión sino de tener buena vista, pero es menester tenerla buena: porque los principios son tan sutiles y tan numerosos que es casi impo- sible que no se escape alguno [...]. Lo que hace, pues, que ciertos espíritus sutiles no sean geómetras, es que no pueden volverse de ninguna manera hacia los principios de la geometría; pero lo que hace que los geómetras no sean sutiles es que no ven lo que está delante de ellos y, estando acostumbrados a los principios claros y elementales de la geometría [...] se pierden en las cosas de sutile- za, donde los principios no se dejan manejar así. Son cosas hasta tal punto delicadas, y tan numerosas, que hace falta un sentido muy delicado y muy claro para sentirlas, y juzgar recta y justamente, sin poder demostrarlas 8. Cf. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 512. En lo que sigue los cito según la numeración de L. Lafuma, que es la usada en esta edición. Se traduce en ella esprit de finesse por «espíritu de fineza», pero prefiero llamarlo «de sutileza». 9. C. P. Snow, Las dos culturas, Alianza, Madrid, 1977. 162 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS por orden como en geometría [...]. Es preciso ver la cosa de un golpe, de una sola mirada, y no por un progreso de razonamiento. Y así es raro que los geómetras sean sutiles y los sutiles sean geómetras, debido a que los geómetras quieren tratar geométricamente las cosas finas, y resultan ridículos al querer comenzar por las definiciones y seguir por los princi- pios, lo que no es manera de proceder en este tipo de razonamientos. [...] Los geómetras que no son más que geómetras, tienen, pues, el espíritu recto, con tal de que se les explique todo con definiciones y principios; de otro modo son falsos e insoportables, pues no son rectos, sino sobre principios muy claros. Y los sutiles que no son más que sutiles, no pueden tener la paciencia de descender hasta los primeros principios [...]. Pascal entiende que la razón no es el único criterio de verdad, por- que hay otra vía, la del corazón: «el corazón tiene razones que la razón no conoce: se ve en mil cosas» (n.º 423); «Conocemos la verdad no solamente por la razón, sino también por el corazón [...]. Los principios se sienten, las proposiciones se concluyen; y ambas cosas con certeza, aunque por diferentes vías» (n.º 110). Pero conviene hacer una adver- tencia: la vía pascaliana del corazón es también una vía intelectual. El ideal de Descartes, es decir, el pensamiento como sucesiones linea- les de cadenas de inferencias lógicas, excluye sistemas de conocimientos muy importantes dominados por la analogía, la intuición o el sentido común, que son de un tipo completamente distinto. Como ejemplos de esas dos vías, consideremos, por un lado, la demostración de un teorema matemático, que es el modelo que guiaba a Descartes, y, por el otro, la contemplación de una obra de arte tal como un paisaje. En este último caso tenemos un conocimiento del mundo —sin duda un cuadro representa eso, conocimiento de las cosas— que no puede reducirse a encadenamientos lógicos sin perder la mayor parte de su sentido. ¿Al- guien podría reducir La Gioconda de Leonardo, o La Venus del espejo de Velázquez, a sucesiones de argumentos racionales? ¿Podría hacerlo con las cantatas de Bach o con los cuartetos de Beethoven? Las dos vías son necesarias para aproximarnos a lo que son las co- sas; cada una por su lado da una visión deformada y pobre. En el capí- tulo 8 argüiré que se pueden cometer grandes errores tomando exclusi- vamente la vía de la geometría, porque se pierden así muchos aspectos importantes de lo que pasa en el mundo. Según Pascal, la vía del espíritu de sutileza es la que vale realmente para acercarse a Dios. «Es el corazón el que siente a Dios y no la razón» (n.º 424). Para Descartes, el hombre es «un ser que piensa», definición en la que la generalidad de la idea de ser hace que lo esencial sea «que piensa», lo que otorga el orgullo y seguridad de la razón. Pascal, en cambio, se expresa en estos términos: 163 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS El hombre no es más que una caña, lo más frágil de la naturaleza, pero una caña pensante [...]; un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo. Pero, aun cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque él sabe que muere. El universo no sabe nada. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento (n.º 200). La Ilustración La Revolución científica que, tras iniciarse con Copérnico en el siglo XVI, se había afianzado en el XVII con Galileo, Kepler, Descartes, New- ton y Harvey, entre otros nombres destacados, estalla literalmente en el siglo XVIII. Los descubrimientos científicos y sus aplicaciones producen entonces una «agitada efervescencia de las mentes, que se extiende en todas las direcciones, como un río que ha roto sus diques», en palabras de uno de los protagonistas del momento, el matemático Jean Le Rond D’Alembert (1717-1783) 10 . Una nueva manera de pensar, una actitud distinta surge por toda Europa, al tiempo que la ciencia se pone de moda porque está haciendo cambiar la vida humana de una manera antes im- pensable. La razón se libera de la tutela religiosa y se muestra como una potente herramienta, cuyo modelo es la matemática aplicada al estudio del mundo. Razón y naturaleza, ésas son las palabras claves, pero no la razón de la lógica formal ni la inteligencia pura, sino algo íntimamente ligado a las leyes que rigen el mundo. Y, ante la nueva adecuación de esos dos términos, Dios empieza a quedar fuera de las obras científicas, no necesariamente porque se le niegue sino por parecer demostrado que es posible y deseable hacer filosofía natural sin hablar de Dios, pues el mun- do es inteligible para el hombre a partir del nuevo uso de su razón. Pero no sólo se generan nuevas visiones del cosmos que se enfrentan al pensamiento tradicional, sino que en la vida económica y social se ini- cian cambios acelerados. La naciente Revolución industrial, tan ligada a la física, genera negocios muy activos de nuevo tipo, las comunicaciones mejoran y se potencia el comercio. La química, nacida en esa época, sienta las ideas de un incipiente higienismo. Como resultado desciende la mor- talidad, en Inglaterra, Francia y Países Bajos sobre todo, creciendo así la población de forma sorprendente. Surge con un nuevo estilo de vida una clase social de industriales y comerciantes que incluye a la naciente bur- guesía y también a elementos de la nobleza media. Todo se pone a cam- biar ante el empuje de esta segunda oleada de la Revolución científica. 10. J. M.ª Valverde, op. cit.; Th. L. Hankins, Science and the Enlightenment, Cam- bridge University Press, Cambridge, 1985; J. H. Brooke, Science and Religion. Some Histo- rical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge, 1991. 164 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Como las cosas parecen más claras se impone la metáfora de la luz. El siglo XVIII es en Francia le siècle des Lumières (el siglo de las Luces); en Inglaterra, the Enlightenment (la Iluminación); en España, la Ilus- tración. Se genera algo muy importante, no una doctrina ni una teoría filosófica ni una concepción del mundo, sino una actitud nueva en la que tiene sus raíces la del hombre de hoy. Se caracteriza sobre todo por la independencia del pensamiento, liberado para cuestionar cualquier idea o creencia. Nacen los derechos humanos, transformando al hom- bre de súbdito en ciudadano, al descubrirse que las afirmaciones deben ser defendidas desde la razón, común a todos los hombres, y no desde el poder, rango o prestigio de quien las sustente. Fue la ciencia quien lo hizo posible, al mostrar cómo se pueden echar por tierra creencias hondamente arraigadas, mediante el uso adecuado del método experi- mental y el análisis matemático. Y surge así un nuevo optimismo, pala- bra inventada precisamente entonces, basado en el ideal del imparable progreso físico y moral del hombre que ha aprendido de la ciencia a conjugar razón y naturaleza. Pero esa nueva utopía se enfrentaba a una paradoja con dos caras. En primer lugar, desde la primacía del método experimental, la ciencia dice cómo es el mundo pero no cómo debe ser, lo que contradice las esperanzas en fundar una nueva ética sobre bases científicas. Por otra parte, los grandes éxitos de la dinámica newtoniana empujaban hacia un determinismo difícilmente conciliable con la libertad humana (véa- se más arriba el capítulo 4). El newtonianismo se constituyó como el modelo de la ciencia deseable, al añadirse a las pruebas de la teoría de la gravitación universal ya conocidas en el siglo XVII otras nuevas que causaron enorme impacto en la opinión pública por referirse a temas es- pectaculares como la forma de la Tierra, el movimiento de la Luna o el cometa Halley. Pero, si todas las cosas se ajustan al programa newtonia- no determinista como se decía, ¿cómo puede el hombre llegar a tener algún valor moral, si es tan sólo una máquina? Uno de los grandes emblemas de la época surge del énfasis que ponía en la enseñanza y en la comunicación de las ideas. Se trata de la famosa Enciclopedia, que lleva por subtítulo Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, publicada por una sociedad de gentes de letras, con diecisiete tomos de texto y once de láminas. Apareció entre 1751 y 1777 en París, bajo la dirección del escritor Denis Diderot (1713-1784) y el matemático D’Alembert, aunque este último se retiró tras los primeros volúmenes. Se trata de una recopilación de todos los conocimientos del momento, acentuando su interconexión y el papel de las aplicaciones y los oficios manuales —sin duda en parte porque Di- derot era hijo de un cuchillero—. La Enciclopedia llegó a ser el símbolo de la época y enciclopedista el título de quienes se identificaban con 165 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS sus ideales. Por su oposición a toda autoridad tomó un carácter radical, bajo el influjo de la postura extremada de Diderot (una vez dijo: «Los hombres sólo serán libres cuando hayan ahorcado al último rey con las tripas del último cura»), y, por ello, fue acusada de propagar el ma- terialismo ateo, de destruir la religión y corromper la moral. Durante la Ilustración se produjo un proceso muy intenso y rápido de laicización, en el que las iglesias perdieron mucho de su poder social y empezaron a ser objeto de críticas muy duras por parte de sectores anticlericales en crecimiento. El ateísmo, además de una doctrina, llegó incluso a ser una moda entre la alta sociedad. Es cierto, también, que muchos sectores veían en las ciencias un instrumento de liberación so- cial e intelectual, ¡acertadamente! Pero la idea, pronto transformada en estereotipo, de que en la Ilustración se inició el enfrentamiento inevita- ble entre la ciencia y la religión, mantenido desde entonces, es un claro simplismo 11 , basado en la identificación de religión o fe en Dios con iglesia organizada en una estructura social concreta. Es imposible, sin tener esto en cuenta, entender lo que pasaba, porque la mayoría de los ataques se dirigían contra las iglesias cristianas, tal como eran entonces, y no contra la creencia en Dios, de la que participaban muchos de los grandes científicos. Pues, entre los motivos que fomentaban ese enfren- tamiento, está sobre todo la lucha por establecer un poder civil que sus- tituyera al clerical, muy frecuentemente por encima de cualquier tipo de razones ideológicas. Es significativo que a menudo no eran los científi- cos quienes enarbolaban la bandera de la ciencia frente a la religión, sino pensadores sociales o políticos en busca de prominencia social. Que la cosa no era tan simple lo muestra el origen de los ataques a las iglesias, provenientes de tres frentes distintos: los deístas, los ateos y los agnósticos. Los primeros creían en Dios, pero no daban valor a la revelación, y propugnaban una religión natural, a la que creían posible llegar mediante el uso de la razón. El más notable era Voltaire (1694- 1778), quien decía, por ejemplo: «La afirmación ‘hay un Dios’ es la más probablemente cierta que se pueda imaginar [...], pues la contraria es una de las más absurdas», o «Cuando la razón, libre de sus cadenas, enseñe a las gentes que hay un solo Dios [...], los hombres serán mejo- res y menos supersticiosos». Pero como aseguraban que el cristianismo no añade nada a esa religión natural desde el punto de vista ético y se oponían a la estructura clerical, el enfrentamiento con las iglesias era inevitable. ¿Cuáles fueron las contribuciones principales de la ciencia de la Ilustración? La matemática tuvo un fuerte desarrollo, dominado por 11. J. H. Brooke, op. cit.; Th. L. Hankins, op. cit. 166 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el análisis —cálculo infinitesimal, teoría de funciones, derivadas e in- tegrales—. En buena medida fue así por la necesidad de desarrollar la dinámica de Newton y resolver problemas de mecánica; no de la práctica —eso se consideraba cosa de artesanos—, sino de la llamada racional, que simplifica al máximo los sistemas hasta reducirlos a muy pocas variables. Pero en la Ilustración no podían faltar las aplicaciones y así Leonhard Euler, el mejor analista del siglo, resolvió definitivamente problemas relativos a vigas y columnas, diseño óptimo de cascos de buques, lentes, turbinas o vibraciones. Se discutió mucho sobre dos conceptos dinámicos, la vis viva o fuer- za viva —antecedente de lo que hoy se llama energía— y la acción, de los que Newton no había dicho nada. Leibniz creía que la primera se conserva, es decir, permanece constante en el universo 12 . Como la ma- teria tiene vis viva cero si está quieta y mayor que cero si se mueve, esta conservación garantizaba que el movimiento continuase por siempre, es decir, que el mundo no se parase. Por eso, Leibniz interpretaba la constancia de la vis viva como una muestra del compromiso de Dios de conservar su creación. La idea de acción fue introducida por el francés Pierre Moreau de Maupertuis (1698-1759) —como la integral de la vis viva en el tiempo— para formular lo que él creía ser la ley más profunda de la naturaleza, a la que bautizó como principio de la mínima acción: en cualquier proceso natural, el valor de la acción es el menor posible. Se trata de una ley más básica y general que las de Newton, a la que Maupertuis llegó intentando comprender el modo de operación de Dios sobre el mundo, pues le parecía que su principio es el más perfecto 13 . Es interesante anotar que estas dos ideas, que juegan un papel tan im- portante en la física actual, nacieron ligadas a razonamientos religiosos. La astronomía teórica empezó a predecir con exactitud asombrosa el movimiento de los planetas, gracias sobre todo a la Mécanique céleste, ingente libro en cinco volúmenes del francés Pierre Simon de Laplace. Esto sentó la base fundamental del pensamiento materialista durante el siglo XIX, siendo considerado Laplace como el prototipo de científico ateo. En cuanto a la astronomía de observación, destacan dos grandes descubrimientos: el del planeta Urano y el del asteroide Ceres. El pri- mero se debió a uno de los mayores astrónomos de la historia, el inglés aunque nacido en Alemania William Herschel, que era creyente y prac- ticante; el segundo al italiano Giuseppe Piazzi que era sacerdote teatino. Para comprender cómo están de mezcladas las opiniones, cabe decir que 12. La vis viva es el doble de lo que ahora se llama energía cinética. Sabemos hoy que lo que realmente se conserva es la energía total que incluye, además, la energía potencial. 13. P. M. de Maupertuis, El orden verosímil del cosmos, ed. de A. Lafuente y J. L. Peset, Alianza, Madrid, 1985. 167 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Laplace, el materialista y supuesto ateo, basó su teoría del origen del sistema solar —pieza esencial de su visión del mundo— en las ideas de Herschel, creyente, sobre la evolución de las nebulosas. En la física experimental de la época destacan los esfuerzos por entender la electricidad, lo que no se conseguiría hasta el siglo XIX. En esa línea sobresale el conocido político y primer gran científico america- no, Benjamin Franklin (1706-1790), quien introdujo el término «carga eléctrica» y, tras descubrir que las hay de dos tipos, las bautizó como «positiva» y «negativa». También inventó el pararrayos y las gafas bi- focales. Era deísta. Otra figura importante fue el italiano Alessandro Volta (1745-1827), investigador sobre electrostática e inventor de la pila eléctrica. Durante toda su vida fue un ferviente católico que escri- bió en 1815 una Confesión de fe en contra del cientificismo, en la que defiende la perfecta compatibilidad de ciencia y religión. La química tuvo en el siglo XVIII su revolución, un siglo después que la física, no llegando su formulación como ciencia establecida hasta los años 1770-1790, gracias sobre todo al francés Antoine Laurent Lavoi- sier (1743-1794). Ello se consiguió a partir del estudio de los gases y la combustión. En biología dominó el modelo del animal-máquina, pero inter- pretado hasta 1750 como una manifestación de la creación divina, lo que dio lugar, especialmente en Inglaterra, a la llamada teología natural que pretendía conocer a Dios no por sus actos, sino por la extraordina- ria complejidad de su obra. Se desarrolló a la estela de libros con títulos tan significativos como Cosmología sacra o La sabiduría de Dios mani- fiesta en su creación, gracias en buena medida a la gran cantidad de cien- tíficos ingleses que eran también clérigos. En Inglaterra el movimiento se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX, pero en Francia empezó a declinar a mediados del XVIII, ante un doble empuje. Por una parte, se constató que el modelo era demasiado complejo para poderlo desarrollar de manera significativa, dando así impulso a la fisiología experimental que buscaba describir cómo son los seres vivos sin necesidad de comprender sus mecanismos básicos. Por otro lado, ese modelo y toda la filosofía mecanicista empezaron a ser vistos como la base del materialismo y del ateísmo, sobre todo por obra del fisió- logo francés Julien Offroy de la Mettrie, cuya obra L’homme machine de 1748 causó gran impacto. En ella afirma que no hay diferencia esen- cial entre el pensamiento y las otras funciones vitales, como la digestión o la respiración, que no hay libre albedrío —decía que el hombre es tan libre para actuar de una cierta manera como una piedra para caer hacia el suelo— ni tampoco ningún deber moral. A pesar de estar muy poco o nada sustentado en el experimento, ese libro se transformó pronto en la bandera de los sentimientos antirreligiosos. Otra línea muy impor- 168 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS tante en historia natural fue la que va de Linneo a Cuvier, pasando por Buffon y Lamarck, como ya se vio en el capítulo 5. La geología empezó también en este siglo, en medio de una polémi- ca entre los neptunistas, para quienes el agua era el primer agente for- mador de la superficie terrestre, y los plutonistas, que creían que eran más bien el fuego y los volcanes. Esta discusión era parte de la famosa controversia sobre la edad de la Tierra. Según quienes interpretaban literalmente los textos bíblicos, no podía ser mayor que unos cuatro mil años, pero la evidencia de que la Tierra es mucho más vieja se iba acumulando (hoy sabemos que tiene unos cuatro mil seiscientos millo- nes de años). La figura principal de estos debates es el escocés James Hutton (1726-1797) defensor de la extremada lentitud de los procesos geológicos, en oposición a los catastrofistas para quienes, generalizando el episodio del diluvio universal, la superficie del planeta se había for- mado en poco tiempo por obra de sucesos bruscos y violentos. Hutton decía: «No encontramos ni vestigios de un principio, ni perspectivas de un fin [de la Tierra]» y por eso fue considerado como enemigo de la Biblia y, por extensión, del cristianismo. Realmente era un hombre muy religioso, si bien fuera de cualquier ortodoxia. Por ejemplo, veía en el ciclo de la erosión el método elegido por Dios para hacer revivir el terreno y dar así alimento a la humanidad. En 1794 publicó una obra filosófica, Una investigación de los principios del conocimiento, para defenderse de la acusación de impiedad. En ella muestra inclinaciones deístas y dice: «Dios es la mente supervisora (superintending), un Ser con conocimiento perfecto y sabiduría absoluta». Priestley y Euler Consideraremos ahora la postura de dos grandes científicos de la Ilus- tración: el químico inglés Joseph Priestley (1733-1804) y el físico y matemático suizo Leonhard Euler (1707-1783). El inglés Joseph Priestley es una figura muy interesante y original 14 . Pastor disidente de la Iglesia anglicana y uno de los fundadores de la química, vivió con pasión los cambios de su época, identificándose con las nuevas ideas sociales y defendiendo activamente la tolerancia y la libertad de opinión. Escribió sobre casi todo: ciencia, lingüística, teolo- gía, historia, educación, metafísica, estética, política... Todavía se le cita hoy como descubridor de principios lingüísticos. Entusiasta de la Revo- 14. Cf. R. E. Schofield, «J. Priestley», en Ch. C. Gillispie (ed.), Dictionary of Scien- tific Biography, Charles Scribner’s Sons, New York, 1970-1980, vol. 11, pp. 139-147. En lo sucesivo citaremos esta colección simplemente como Gillispie. 169 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS lución francesa de 1789, fue nombrado ciudadano francés y miembro de la Asamblea Nacional, pero en su propio país fue objeto de perse- cución política —grupos ultraconservadores atacaron y destruyeron su casa y su laboratorio y por poco lo matan—. Por ello se vio obligado a huir en 1794 a Estados Unidos, en cuya constitución había puesto mu- chas esperanzas —decía de ella que era «más favorable para la libertad política y la felicidad privada que cualquiera otra en el mundo»—. Allí fue reconocido como una gran personalidad y gozó de la protección del presidente Thomas Jefferson. Como científico es conocido especialmente por sus decisivos experi- mentos sobre gases, que le permitieron descubrir muchos nuevos como el ácido clorhídrico, el amoniaco o el dióxido de azufre. Su mayor logro fue el muy importante descubrimiento del oxígeno 15 ; también fue el pri- mero en probar que el agua es una sustancia compuesta, al sintetizarla en su laboratorio, y en comprender la respiración de los vegetales. Priestley intenta hallar una síntesis entre el materialismo emergente y el cristianismo. Cree que, si parecen incompatibles, es porque el ver- dadero cristianismo se corrompió al admitir el dualismo materia-espí- ritu, por influencia de la filosofía griega y en contra de la tradición bíblica. Estaba convencido de que ciencia y religión son esencialmente concordantes y están del mismo lado en la lucha contra la superstición y la opresión política. En su libro Disquisiciones sobre la materia y el espíritu, de 1777, ex- plica sus razones para construir una religión sin dualismo entre esos dos términos. En su opinión, Dios actúa mediante cadenas causales genera- das por poderes que no son ni materiales ni inmateriales, en el sentido usual de estas palabras. Cree posible atribuir esos poderes a la mate- ria, pero a condición de cambiar la idea de materia, no considerándola como una estructura inerte formada sólo por átomos sino como algo dotado de poderes activos que se habían interpretado siempre como debidos a un espíritu inmaterial (cabe recordar que Newton había dedi- cado muchas horas a pensar sobre el origen de la gravitación; si es o no algo innato en la materia, es decir, un poder de ella). Por eso a Priestley no le importaba que le llamaran materialista o inmaterialista, ya que esas etiquetas habían perdido para él su sentido tradicional. En parte, llegó a esta idea por la ya vieja dificultad de entender cómo pueden interactuar la materia y el espíritu si son entidades abso- lutamente distintas —recordemos que Descartes había supuesto que lo hacían a través de la glandula pineal, situada en el cerebro—. Una de las consecuencias es su rechazo de la doctrina del alma inmortal. Priestley 15. Aunque Priestley lo llamó «aire desflogisticado»; la palabra «oxígeno» fue acuña- da por Lavoisier. 170 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS creía que el alma muere con el cuerpo, pero que Dios causa su resu- rrección por su gracia. Precisamente la doctrina de la resurrección era, para él, el punto central del cristianismo. Coincidía con los llamados igualitarios en creer que Dios intenta conseguir la salvación para toda la humanidad, no sólo para unos pocos como sostenían el calvinismo y la Iglesia anglicana. Priestley representa un esfuerzo por integrar los nuevos valores con la teología cristiana. Decía que el progreso científico es «el medio para, de acuerdo con Dios, extirpar el error y los prejuicios y terminar con toda autoridad usurpada o injustificada». Influyó grandemente en el movimiento unitario, que negaba la Trinidad y floreció en Inglaterra en los nuevos ambientes industriales. Una característica de la ciencia del Enlightenment inglés fue su extensión a través de sociedades culturales, que tuvieron una enorme relevancia social y en las que los unitarios jugaron un papel importante. Quizá la más famosa de entre ellas haya sido la Sociedad Filosófica y Literaria de Birmingham, conocida como la Sociedad Lunar porque se reunía los días de luna llena para facilitar la vuelta a casa de los contertulios y de la que formaron parte científicos muy destacados como James Watt (1736-1819), el perfeccionador de la máquina de vapor, o Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin. El suizo Leonhard Euler (1707-1783) 16 es uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, además del mejor físico teórico del siglo XVIII, como Newton lo había sido del siglo anterior y Maxwell y Einstein lo serán de los dos siguientes. Trabajó en las Academias de Ciencias de San Petersburgo y de Berlín, de las que fue director. Gra- cias a él, los Principia de Newton cobran su verdadero valor, al de- sarrollarlos sobre bases matemáticas analíticas, mucho más operativas que las geométricas usadas por el mismo Newton. Por ejemplo, fue el primero que escribió la famosa ecuación «la fuerza es igual al producto de la masa por la aceleración» (Newton usaba otro lenguaje) y quien dio a la dinámica su forma actual. Por eso, y aunque sólo sea de modo indirecto, todos los científicos e ingenieros posteriores la han estudia- do a través de sus obras, sorprendentemente modernas para un lector de hoy a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos. Escribió en latín, francés, alemán y ruso, en tal cantidad que sus obras completas han necesitado hasta ahora más de 80 volúmenes (además tuvo dos esposas y trece hijos). A su muerte dejó tantos trabajos inéditos que la Academia de Ciencias de San Petersburgo tardó más de cuarenta años en publicarlos. 16. Ch. Truesdell, Ensayos de historia de la mecánica, Tecnos, Madrid, 1975; M. Lorente, «La mecánica de Euler»: Revista Española de Física 1/1 (1987), y 2/1 (1988); A. P. Youschkevitch, «L. Euler», en Gillispie, vol. 4, pp. 467-484. 171 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Dije más arriba que Euler dio a la dinámica newtoniana su forma actual. También que el newtonianismo se consideró durante la Ilustra- ción —y más tarde durante el siglo XIX— como el modelo de ciencia ideal. Y, como el determinismo de la dinámica fue uno de los apoyos del pensamiento mecanicista ateo (véase más arriba el capítulo 4), resulta interesante saber que Euler fue un creyente muy devoto durante toda su vida. Sus opiniones están recogidas en algunas de las cartas que envió a la princesa de Anhalt-Dessau, sobrina del rey de Prusia 17 . El pensamien- to de Euler, que abandonó de joven el seminario para dedicarse a la ciencia, es bastante tradicional respecto a la religión, en el polo opuesto al de Priestley. Por ejemplo, dedica varias cartas a la diferencia entre ma- teria y espíritu (n. os 80, 92, 93, 94) diciendo: «Pensar, juzgar, razonar, sentir, reflexionar y querer son cualidades incompatibles con la natura- leza de los cuerpos [...]. Son las almas y los espíritus [quienes las tienen] y quien posee esas cualidades en el grado más alto es Dios» (n.º 80). Le preocupa el origen del mal y examina la clásica objeción a la existencia de Dios que David Hume había desarrollado: ¿cómo ar- monizar las tres afirmaciones: Dios es bueno, Dios es creador, el mundo está lleno de mal? —según el argumento sólo pueden ser ciertas dos de ellas—. Para Euler, como para san Agustín, la solución está en la liber- tad humana y de ello habla en muchas de sus cartas: Dios quiso hacer libre al hombre y por eso es la libertad un atributo tan esencial, aunque dé la posibilidad de hacer el mal. Pero ¿no habría hecho mejor Dios no creando hombres con libertad para cometer crímenes? Euler dice que eso sobrepasa nuestra inteligencia: hay que confiar en la providencia divina. En la carta 89 se ocupa de la pregunta «¿es este mundo el mejor posible?», hecha y contestada afirmativamente por Leibniz 18 y ridicu- lizada por Voltaire en su Cándido. Euler reconoce que este mundo no responde perfectamente al plan que Dios se había propuesto. Vuelve sobre esta cuestión en varias de sus cartas y siempre recurre a la libertad humana, que considera una parte esencial del ser hombre. Además, la aparente injusticia se desvanece, si consideramos que hay otra vida. Es natural que una persona tan devota como lo era Euler se ocupe de la oración. Y así dedica la carta 90 a las objeciones que se presentaban contra ella. La considerada más importante era que si Dios había ya 17. L. Euler, Lettres de M. Euler à une Princesse d’Allemagne, 3 vols., Royez, Paris, 1787; la traducción española: Cartas a una princesa alemana sobre diversos temas de física y filosofía, ed. de C. Mínguez, Universidad de Zaragoza, 1990. 18. Leibniz no pretendía que este mundo sea bueno ni justo. Simplemente creía que Dios debe sujetarse a ciertas reglas de la lógica y las matemáticas que podemos com- prender y a otras que superan nuestra capacidad. Entre todos los mundos que no tienen ningún tipo de contradicción, cree Leibniz que Dios ha elegido el menos malo de todos, es decir, el mejor. 172 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS decidido un cierto curso para el mundo, ¿cómo un ser tan perfecto puede cambiar de opinión ante la súplica de un hombre, que no puede contener nada nuevo para él? Si cambia de opinión, no es perfecto y, si no cambia, la oración petitoria no tiene sentido. Para Euler no hay aquí ningún problema, porque cree que, al decidir cómo evolucionará el mundo, ya conoce las plegarias futuras, porque las ha oído desde la eternidad. Por tanto escucha las oraciones e interviene en el mundo sin hacer milagros ni modificar su curso. El siglo XIX. Los descubridores de la electricidad: Oersted, Ampère, Faraday y Maxwell El electromagnetismo es una de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. A él se deben la práctica totalidad de las propiedades de las cosas, como su color, dureza o densidad, así como la estructura de los átomos y las moléculas, desde las pequeñas como la del agua hasta las más grandes como la del ADN, transmisora de la herencia biológica. Desde el punto de vista práctico, tiene tantas aplicaciones que ha trans- formado completamente nuestro modo de vivir, inimaginable sin su presencia ubicua en nuestras casas, lugares de trabajo o ciudades. El descubrimiento de las leyes de la electricidad fue, sin ninguna duda, una de las hazañas intelectuales más notables de la historia de la humanidad. Por eso dice el gran físico norteamericano Richard Feynman que cuando en el futuro —pongamos en el siglo XXX—, se recuerde el siglo XIX, será visto sobre todo como la época del descubrimiento de las leyes de la electricidad. Esto puede sorprender a muchos pues ese siglo suele verse principalmente como un tiempo de grandes movimientos sociales, pero es muy probable que Feynman tenga razón porque, pase lo que pase con las sociedades humanas, las leyes del electromagnetismo permanecerán como la base de muchas propiedades de la materia. Esta aventura del pensamiento fue obra de cuatro grandes físicos, el danés Hans Christian Oersted, el francés André Marie Ampère, el inglés Michael Faraday y el escocés James Clerk Maxwell, quienes se cuentan entre los que podríamos llamar, con estilo algo pasado de moda, gran- des benefactores de la humanidad. Hasta la entrada del siglo XIX, la electricidad y el magnetismo pare- cían fenómenos diferentes; hoy sabemos que son aspectos distintos de la misma cosa. Fue Oersted (1777-1851) el primero en encontrar re- laciones entre ellos, por un prejuicio filosófico basado en la doctrina de Kant de las Grundkräfte (fuerzas fundamentales) que le sugirió la posibilidad de convertir unas fuerzas en otras. Tras intentar sin éxito varios experimentos para poner de manifiesto la influencia mutua de 173 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS electricidad y magnetismo, estaba explicando sus ideas en una lección pública en 1820, cuando inesperadamente una aguja imanada se movió al hacer pasar una corriente eléctrica por un hilo metálico que estaba a pocos centímetros de ella. Esto es importante porque indica que un fenómeno magnético puede ser inducido por uno eléctrico y hace de Oersted el primer y único científico que haya descubierto en público una ley importante de la naturaleza. En la cosmovisión de Oersted 19 la idea de Dios juega un papel muy importante. Para él, la ciencia no es simplemente descubrimiento de la naturaleza; por el contrario, la razón humana impone pautas sobre las observaciones y esas pautas son precisamente las leyes naturales. Pero no son arbitrarias —por eso es posible la ciencia—, porque Dios creó tanto al hombre como a la naturaleza a su imagen, y así hombre y naturaleza se corresponden con y participan de la Razón divina. Por eso la inteligencia humana puede, sin ayuda, construir las leyes de la naturaleza gracias a su congruencia con la Mente divina. A su muerte, dejó una obra inacabada, El alma en la naturaleza, en la que discute la relación entre belleza y ciencia; en ambas veía la mano de Dios. Dice que la belleza en el arte y en la música es la Razón divina manifiesta en las armonías de la luz y el sonido, y que «el Espíritu y la Naturaleza son uno, vistos bajo dos aspectos diferentes. No debe, pues, sorprendernos su armonía». André-Marie Ampère (1775-1836) fue físico y matemático y des- cubrió la ley que lleva su nombre sobre los efectos magnéticos de las corrientes eléctricas, que cuantifica y precisa la encontrada por Oersted. Precursor de la teoría electrónica de la materia, fue uno de los creado- res del vocabulario de la electricidad, al introducir palabras tales como «corriente eléctrica» o «tensión». Inventó el telégrafo eléctrico y el elec- troimán, junto con Aragó, además del galvanómetro. Por la importancia de sus trabajos se llama amperio a la unidad internacional de intensidad de corriente eléctrica 20 . Su personalidad, compleja y apasionada, es muy interesante por- que vivió, con gran fuerza y a la vez, los ideales de la Ilustración y una profunda fe religiosa. Su padre era un comerciante muy influido por las teorías educativas de Rousseau, que aplicó a la formación de su hijo ha- ciéndole leer mucho y dándole libertad para autoeducarse. La lectura de la Enciclopedia cuando era un muchacho le causó tanta impresión que al final de su vida podía recitar de memoria gran parte de sus artículos. 19. L. P. Williams, «H. C. Oersted», en Gillispie, vol. 10, p. 182. 20. Íd., «A. M. Ampère», en Gillispie, vol. 1, p. 139; L. de Broglie, «Ampère, un ge- nio atormentado», en Continuidad y discontinuidad en la física moderna, Espasa-Calpe, Madrid, 1957. 174 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Su educación fue también muy religiosa por la influencia de su madre, que era una católica muy devota. Durante toda su vida se mantuvo fiel a esa doble herencia, la Enciclopedia y el catolicismo, lo que puede sor- prender, porque el estereotipo al uso pretende que son compromisos vitales incompatibles. Aunque no llevaron en su interior una conviven- cia pacífica, no renunció a ninguna de ellas —a menudo le asaltaban dudas sembradas por los enciclopedistas, pero continuamente renovaba su fe—. De ese conflicto vino su preocupación por la filosofía, que tanto conformó su trabajo científico. Se dedicó también con su apasionamien- to habitual a la poesía y la música. Su vida personal se vio marcada por una serie de desgracias y fraca- sos, desde que los jacobinos guillotinaron a su padre en 1793, cuando él tenía veintidós años, porque se opuso a ellos como juez de paz elegido por sus conciudadanos a pesar de su entusiasmo por la revolución. En- viudó y se divorció más tarde y sus hijos fracasaron en su vida profesio- nal. Pero cada una de esas desgracias le reforzaba en su fe, aumentando su convencimiento en la existencia de algo absoluto. Su hijo decía de él que buscaba la verdad, sin contentarse con probabilidades —que cono- cía bien por haberse dedicado a su estudio matemático. Muy influido por Kant, elaboró una filosofía realista que le permitía creer a la vez en Dios y en la existencia real de un mundo objetivo. El fí- sico francés Louis de Broglie, uno de los padres fundadores de la teoría cuántica, le admiraba mucho, y le dedicó una biografía en la que cuenta cómo en su lecho de muerte alguien propuso leerle algunos pasajes del Kempis 21 , a lo que él contestó: «No lo necesito, los sé perfectamente de memoria». De Broglie resume su actitud diciendo: «No quiso sustituir la religión por la ciencia porque no trató nunca de disimular el misterio que hay en el fondo de las cosas». Michael Faraday (1791-1867) es considerado como el mejor físico experimental de la historia, por encima incluso de Galileo, Newton, Ca- vendish o Rutherford. Durante muchos años trabajó afanosamente en su laboratorio, recogiendo día a día sus experimentos sobre electricidad, óptica, química y metalurgia en una impresionante serie de Experimen- tal Researches. Sus descubrimientos más importantes son las leyes de la inducción electromagnética, de la corriente eléctrica y de la electroquí- mica, que usamos constantemente en nuestra vida diaria cada vez que encendemos una luz, por ejemplo. También inventó la idea de campo de fuerzas, una de las más importantes y fecundas de la física teórica 22 . 21. Se trata de la Imitación de Cristo de T. Kempis, libro de meditación muy conoci- do hasta no hace mucho. 22. Sobre Faraday se puede ver L. P. Williams, Michael Faraday: A biography, Simon and Schuster, New York, 1971; también el artículo del mismo autor en Gillispie, vol. 4, 175 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Fue uno de los científicos más influyentes en las transformaciones que llevaron la ciencia del siglo XVIII a la del XIX. En la época de su na- cimiento, dominaba la idea de que la luz está compuesta por partículas; a lo largo de su vida se empezó a pensar que es una vibración del éter, extraña sustancia sutil que impregnaba supuestamente todas las cosas; pero sus trabajos sentaron la base de una revolución conceptual: la teo- ría electromagnética de la luz, ajena a la idea de éter. El magnetismo era considerado como una propiedad singular de algunos metales: él demostró que es un fenómeno universal. La electricidad era una sus- tancia material: él la transformó en una perturbación del espacio vacío, una acción cuyo comportamiento condensaría luego Maxwell en ecua- ciones matemáticas. Si hubiese que señalar a un científico como el más influyente en el desarrollo de la tecnología que caracteriza a nuestras sociedades actuales, Faraday sería el mejor candidato. Para defender su elección bastaría con un dato: la producción de electricidad y los motores eléctricos están basados en sus descubrimientos, por lo que todos los días aplicamos sin darnos cuenta algunos de los resultados de su inmenso trabajo. Faraday pertenecía, lo mismo que su padre, su abuelo y su mujer, a la Iglesia sandemaniana, rama del cristianismo tan confiada en la re- velación directa de Dios a través de la Escritura que no tenía jerarquía clerical —estaba basada en reuniones semanales de sus comunidades y en una visión serena de la relación con Dios, libre de la obsesión por la culpa—. No era un culto para tibios, sino una religión absorbente cuyos miembros llevaban una vida interior muy intensa. No hay ninguna duda de que la religión era una parte muy importante de la vida de Faraday y eso plantea la pregunta por la relación con su ciencia. Sin duda no había ninguna desde el punto de vista metodológico o de la práctica diaria, pero se influencian mutuamente como vivencias profundas. Aunque en una carta a la condesa de Lovelace dice: «no hay filosofía natural [es de- cir, ciencia] en mi religión», no cabe duda de que consideraba la ciencia como descubrimiento de las leyes que Dios impuso a la materia. Las sandemanianos estudiaban con detalle la Biblia, su inspiración diaria. Faraday, que llegó a elder o presbítero en 1840, la conocía per- fectamente como muestran los sermones que pronunciaba ante su con- gregación. Robert Sandeman, de quien toma nombre la secta, había in- fundido en ella un profundo convencimiento del origen divino de las leyes de la materia, escribiendo incluso un libro titulado La ley de la naturaleza definida por la Escritura (1760), en la que cita con frecuencia p. 527; D. Gooding y F. James (eds.), Faraday rediscovered, Macmillan, London, 1985; M. García Doncel, «En el bicentenario de Faraday»: Revista Española de Física 5/4 (1991), p. 44; J. A. Díaz-Hellín, El gran cambio en la física: Faraday, Nivola, Tres Cantos, 2001. 176 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el siguiente pasaje del capítulo 1, versículo 20 de la epístola de san Pablo a los Romanos: Desde la creación del mundo, lo invisible del mundo, su eterno poder y divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas. A Faraday le gustaba mucho este texto, que solía usar en sus charlas dominicales y discursos. Así lo hizo en mayo de 1854, por ejemplo, al dirigirse al Príncipe Consorte ante la Royal Institution, para argumentar que no hay ninguna contradicción entre la fe y la razón, pues el mundo físico manifiesta el origen divino: [...] creo que las cosas invisibles de él se perciben claramente por la creación del mundo, incluso su poder eterno y su divinidad; no he visto nunca nada incompatible entre las cosas que el hombre puede conocer por su espíritu interior, que está dentro de él, y las cosas más altas que se refieren a su futuro, que no puede conocer por ese espíritu 23 . La visión del mundo de Faraday está basada en la metáfora de los dos libros —la revelación y la naturaleza—, y así dice por ejemplo: «El libro de la naturaleza, que debemos leer, está escrito por el dedo de Dios» 24 . Esta idea le agradaba mucho, como científico y presbítero sandemaniano, pues podía igualar así ciencia y religión con la lectura de dos libros. Sentía profundamente la armonía y el orden de las leyes de la natu- raleza, que consideraba de origen divino. Los sandemanianos estudia- ban el papel de la ley moral en la Biblia donde la palabra «ley» aparece más de trescientas veces, y el propio Faraday hablaba a menudo de ello en sus sermones. La analogía con las leyes de la física era muy signifi- cativa para él —no olvidemos que descubrió varias importantes—. Así dice: «A Dios le plugo obrar en su creación material mediante leyes» y «El Creador gobierna su obra material por leyes definidas que resultan de las fuerzas impresas en la materia» 25 . La religión ayudó a Faraday a conseguir su sorprendente equilibrio y calma intelectual, tan admirados por todos. Su amigo y colega, el ag- nóstico John Tyndall lo explicaba así: La contemplación de la naturaleza, y de su relación con ella, producía exaltación espiritual en Faraday [...]. Sus sentimientos religiosos y su fi- losofía no se pueden separar; hay un influjo mutuo diario [...]. La fuerza 23. M. Faraday, Experimental Researches in Chemistry and Physics, Taylor and Fran- cis, London, 1859, pp. 464-465. 24. Ibid., p. 471. 25. Ibid., pp. 105, 107. 177 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS y persistencia que muestra durante la semana se deben a sus reuniones del domingo. Bebe entonces de una fuente que refresca su alma durante siete días 26 . La obra de Faraday se completa con la de James Clerk Maxwell (1831-1879), sin duda uno de los gigantes del pensamiento científico, de importancia comparable a Newton, Einstein o Darwin. Fue creador del electromagnetismo, unificando definitivamente los dos términos gracias a las ecuaciones que con razón llevan su nombre, regidoras del compor- tamiento de la electricidad, el magnetismo y la materia en interacción. Analizándolas descubrió uno de los secretos mejor guardados por la na- turaleza: la constitución electromagnética de la luz. Maxwell compren- dió que las perturbaciones del estado electromagnético del espacio se propagan vibrando —como el sonido en el aire o las olas en el mar— y al calcular su velocidad obtuvo los famosos trescientos mil kilómetros por segundo. Que la luz sea una onda electromagnética es una de las ideas principales de la ciencia; el mismo fenómeno se manifiesta, además, en otras ondas como las de radio o de radar y también los rayos X, ultravio- letas e infrarrojos, por lo que las comunicaciones y buena parte de la tecnología de hoy están basadas en sus ideas. Por eso el libro seminal de Maxwell Un tratado de electricidad y magnetismo tiene una importan- cia histórica comparable a Las revoluciones de las esferas celestes de Co- pérnico, los Principia de Newton o El origen de las especies de Darwin 27 . Maxwell fue también uno de los padres fundadores de otro de los grandes desarrollos científicos del siglo XIX, la mecánica estadística, de la que se hablará más adelante. Tiene mucha importancia para nuestros propósitos porque fue uno de los pasos decisivos para destruir la idea del determinismo radical de Laplace. Conviene añadir que, además de ser el mejor físico teórico del siglo XIX, fue un gran experimentador que tuvo entre sus éxitos el conseguir la primera fotografía en color, lo que muestra que no vivía en una torre de marfil. Maxwell pasó su infancia en Edimburgo, donde fue educado religio- samente, asistiendo a las iglesias anglicana con una tía y presbiteriana con 26. J. Tyndall, «Tyndall’s Journals», The Royal Institution, Ms. V163; cf. L. P. Wil- liams, Michael Faraday, cit., p. 527; J. Tyndall, Faraday as a discoverer, Longmans, Lon- don, 1879. 27. Sobre Maxwell hay una biografía clásica, L. Campbell y W. Garnett, The life of James Clerk Maxwell, Mcmillan, London, 1882, pero es difícil de encontrar, y otras recientes: C. W. F. Everitt, James Clerk Maxwell, Scribner’s Sons, New York, 1965; M. Goldman, The demon in the aether, Paul Harris, Edinburgh, 1983; B. Mahon, The man who changed everything: the life of James Clerk Maxwell, John Wiley & Sons, Chichester, 2003. Cf. también el artículo conmemorativo de su centenario de Cyril Domb, «James Clerk Maxwell: 100 years later»: Nature 282 (1979), p. 235, y P. Theerman, «James Clerk Maxwell and religion»: American Journal of Physics 54 (1986), p. 312. 178 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS su padre, en un estilo más bien formalista en los dos casos. Cuando llegó a la Universidad de Cambridge a los diecinueve años, su concepción re- ligiosa era bastante convencional y tibia según atestiguan algunas de sus cartas entre las muchas que escribió a lo largo de su vida. En la univer- sidad se sintió impelido a justificar racionalmente su religión, llegando a afirmar en una carta a quien sería más tarde su biógrafo L. Campbell: «El cristianismo es la única capaz de resistir un análisis racional». A pesar de ello, le preocupaba enormemente el problema del origen del mal. En esos momentos entró en contacto con círculos evangélicos que vivían su religión con profundas emociones y sentimientos, mucho más allá de los formalismos de la liturgia. Más o menos a los veintidós años y bajo ese nuevo impulso, Maxwell decidió trascender el análisis racional y acer- carse a la poesía para expresar su vivencia, escribiendo poemas y un him- no que convoca a la comunión religiosa. Siguió esta práctica a lo largo de su vida, no sólo con poesías sobre temas «serios», sino con coplillas satí- ricas o humorísticas sobre acontecimientos científicos, de las que enviaba muchas a sus amigos los también físicos Lord Kelvin y Peter G. Tait. Poco después, en abril de 1853, sufrió una crisis religiosa, al pre- parar los tripos, unos durísimos y famosos exámenes de matemáticas. Mientras visitaba a un amigo, G. Tayler, sobrino de un pastor evangé- lico, el agotamiento le hizo caer seriamente enfermo, tanto como para permanecer en casa del pastor durante varias semanas. El ambiente emotivo y su sensibilidad agudizada por la enfermedad provocaron en él una profunda conversión religiosa que, según decía más tarde, le dió una nueva percepción del amor de Dios. Desde ese momento, la religión fue un hecho permanente e identifi- cador en su vida, manteniéndose siempre como un evangélico ferviente. Su mujer, Katherine Dewar, era también muy devota y en las numerosas cartas cruzadas entre ellos hay siempre citas de versículos de la Biblia para contemplación en común. Una característica importante de su con- versión es que Maxwell se convenció de que la religión no debe basarse en consideraciones racionales, siguiendo con ello una tendencia muy marcada entonces en Gran Bretaña contra el uso de argumentos sobre el diseño del mundo para justificar la fe cristiana. Otro hecho importante fue su ingreso en la Sociedad de Conversación de Cambridge, club de debate conocido por todos como «los Apóstoles» por constar exactamente de doce miembros sólo renovados al término de sus estudios pero que mantenían luego contacto con los más jóvenes. Se trataba de un grupo con mucho prestigio que existió durante más de un siglo y entre cuyos miembros hubo personalidades muy conocidas, por ejemplo Alfred Tennyson y Bertrand Russell, en distintas épocas. Como una de sus normas, un «Apóstol» tenía siempre el derecho de cuestionar cualquier noción o creencia por muy sólidamente establecida 179 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS que pareciese. Sus temas eran las nuevas concepciones sociales, religio- sas, científicas y políticas. Cuando Maxwell entró en el club se hablaba mucho de las ideas del teólogo y reformador religioso Frederick Denison Maurice, antiguo «Apóstol» de los años veinte del siglo XIX y fundador de un movimiento socialista cristiano como respuesta a las agitaciones sociales producidas entonces por toda Europa. La reacción de Maxwell fue al principio ne- gativa pero, tras seguir muy de cerca un juicio por herejía que Maurice sufrió en 1853, aceptó participar en el Colegio Universitario para Tra- bajadores fundado por Maurice para elevar la educación del mundo obrero, dedicando a ello un esfuerzo notable en los años 1855 y 1856, especialmente dando clases de matemáticas. Hay que destacar dos puntos en la deuda intelectual que Maxwell contrajo con Maurice. El primero es una postura antipositivista con la separación de la ciencia de otros ámbitos de la experiencia humana como la religión, la estética y la moral. Por ello, insistió siempre en que la visión del mundo depende de distintas perspectivas o puntos de vista sin tener la ciencia ningún derecho exclusivo sobre las demás. Entender el mundo desde la física es perfectamente posible, adecuado y suficiente dentro de un cierto ámbito, pero también se pueden considerar las cosas desde una perspectiva moral, religiosa o estética. Otro aspecto de la teología de Maurice que influyó mucho en Max- well fue su énfasis en la necesidad de una reinterpretación continua de la doctrina huyendo de dogmatismos, pues es necesario establecer el reino de Dios aquí en la tierra y cuál sea la mejor manera de hacerlo depende de la época en que se vive. Aunque para Maxwell los resultados de la ciencia no pueden servir para probar la existencia de Dios, sí creía que ofrecen la posibilidad de perfeccionar las interpretaciones de las verdades religiosas aunque hu- yendo siempre de la exclusividad. Un ejemplo de ello es su presentación de la voz «Átomo» en la novena edición de la Enciclopedia Británica. Según los datos de su tiempo, todos los átomos de un mismo elemento son exactamente iguales, con la misma masa, tamaño o frecuencias de vibración. Maxwell describe con detalle toda la evidencia experimen- tal a favor de este hecho, interpretado por él como una fuerte indi- cación de que los átomos son objetos creados. En aquel momento se vivían y se discutían apasionadamente las consecuencias de la teoría de Darwin, que Maxwell aceptaba y resumía en la afirmación «Todos los objetos naturales están sometidos a cambios continuos que condu- cen a la diversidad». Sin embargo, los átomos son iguales, tanto aquí como en las estrellas, ahora y en los estratos geológicos formados hace cientos de millones de años. Para Maxwell esta inmutabilidad es una indicación de que no son objetos naturales, sino creados. 180 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Esta opinión levantó polémica. Se le acusó de volver a hacer uso del argumento del diseño, fuertemente criticado en ese momento, y de basarse en unos datos sobre los átomos que podrían ser revisados en el futuro. Maxwell trató de esas objeciones en 1876 en una carta de con- testación a una consulta de C. J. Ellicott, obispo de Gloucester, afirman- do que la ciencia no debe ser nunca una guía para las verdades religio- sas, más que para interpretarlas según los conocimientos del momento: El ritmo de cambio de las hipótesis científicas es mucho más rápido que el de las interpretaciones bíblicas; por eso, si una interpretación se funda en una de esas hipótesis, ello puede contribuir a mantenerla viva hasta mucho después de que ya hubiese debido ser enterrada y olvidada. A Maxwell le parecía peligroso extraer conclusiones religiosas de la ciencia. Hay un punto en que Maxwell encontró inspiración en su idea del hombre, basada en su fe religiosa, para comprender el serio ma- lentendido en que se basaba el mecanicismo determinista que reinaba por entonces en el mundo del pensamiento. En los años setenta del siglo XIX, varios de los antiguos «Apóstoles» reanudaron su costumbre de reunirse para discutir sobre cuestiones especulativas. Bajo el influjo de uno de ellos, el obispo Lightfoot de Durham, trataron de algunas cues- tiones relacionadas con la religión, conservándose un ensayo de Max- well sobre el libre albedrío, presentado en uno de los debates. Su título es tan significativo como largo: ¿Tiende el progreso de la física a apoyar la necesidad (o determinismo) sobre la contingencia de los sucesos y la libertad de la voluntad? Se trata de un ensayo visionario que se enfrenta a la interpretación reinante de la física, adelantándose en más de diez años al gran matemático francés Henri Poincaré (1854-1912) quien, a final de siglo, comprendió lo erróneo de la interpretación determinista de la dinámica (como se vio en el capítulo 4). Maxwell atribuye la compatibilidad del determinismo de la mecánica newtoniana con la libertad humana a la existencia de movimientos ines- tables, en los que cambios infinitamente pequeños, y por ello indetec- tables, producen efectos importantes: «En esos casos, influencias cuya magnitud física es demasiado pequeña para ser detectada por un ser finito, pueden producir resultados de la mayor importancia». Maxwell supone que eso puede ocurrir precisamente en nuestro cerebro. Tenía razón al decir que la mecánica de Newton no es estrictamente determi- nista, como sabemos hoy tras la revolución del movimiento caótico. Él pensaba que eso hace posible la libertad humana. De hecho, la quiebra del determinismo fue aún más radical, debido al probabilismo esencial de la materia a nivel atómico y molecular descubierto en el siglo XX, 181 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS quiebra usada para justificar la libertad humana por científicos como los premios Nobel Nevill Mott y John Eccles, en la misma línea de Max- well, según veremos más adelante. Para terminar, cabe decir que Maxwell se sentía muy impresionado por el orden implicado en las leyes de la naturaleza, varias de las cuales había descubierto él mismo, siendo siempre su admiración un estímulo para su trabajo. Así decía: Cada ser humano debe esforzarse en apreciar la extensión, el orden y la unidad del universo y debería considerar esas ideas mientras lee pasajes como el primer capítulo de la epístola de san Pablo a los Colosenses. Dice ese fragmento de Pablo: «En él fueron creadas todas las cosas del cielo y la tierra [...], todo fue creado por él y para él. Él es antes que todo y todo subsiste en él», y citaba a menudo el versículo del Libro de la Sabiduría: «Todo lo hiciste con medida, número y peso» 28 . Para Max- well, las leyes de la naturaleza eran siempre motivo de contemplación religiosa 29 . Por eso hizo colocar una vidriera en la iglesia de Corsock, cerca de la casa familiar de los Maxwell y construida en 1839 bajo el impulso de su padre, representando a la estrella de Belén con la inscrip- ción: «Todo don bueno y toda dádiva perfecta», tomada del primer capí- tulo de la epístola de Santiago que continúa: «viene de arriba, del Padre de las luces, en el que no se da mudanza ni sombra de alteración». Habida cuenta de las grandes diferencias que encontramos entre las posturas personales de los grandes científicos, esta concordancia esen- cial acerca de Dios de los cuatro descubridores del electromagnetismo —Oersted, Ampère, Faraday, Maxwell— resulta sorprendente, impre- sión mantenida al considerar el caso de los que seguramente son los cinco siguientes en ese campo. De Alessandro Volta ya dijimos que era un católico muy convencido y ortodoxo, de Franklin que era deísta y afirmaba que la ciencia debe hacer humilde al hombre —no orgulloso—. El francés Charles Augustin Coulomb (1736-1806) descubrió en 1785 la ley que lleva su nombre, según la cual entre dos partículas cargadas eléctricamente se establece una fuerza directamente proporcional al producto de sus cargas e in- versamente al cuadrado de su distancia —análoga a la ley de Newton de la gravitación universal—. Por ello se llama culombio a la unidad de carga eléctrica en el Sistema Internacional. Aunque no se sabe mucho de sus opiniones religiosas, probablemente muy convencionales, es cierto que permaneció como miembro en la Iglesia católica. William Thomson 28. Sabiduría 11, 20 29. P. Theerman, loc. cit. 182 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS (1824-1907), más conocido como Lord Kelvin, fue un físico escocés, muy amigo de Maxwell, que dedicó grandes esfuerzos a entender el electromagnetismo, jugando un enorme papel desde el punto de vista práctico, por ejemplo para conseguir que funcionase el primer cable telefónico submarino entre Europa y América. Descubrió que la escala de la temperatura tiene un cero absoluto y, por ello, se llama kelvin a la unidad de temperatura en el Sistema Internacional. Se declaraba creyente en un Dios creador del mundo y hacía frecuente uso de ar- gumentos teleológicos, por ejemplo al interpretar el segundo principio de la termodinámica. Creía en el diseño del mundo, aunque no en la intervención constante de la divinidad salvo en casos especiales como el origen de la vida. Practicaba el cristianismo aunque concedía también valor a otras religiones 30 . Heinrich Hertz (1857-1894), alemán, fue la primera persona que envió una onda de radio, al producir en 1887 una de las ondas electromagnéticas que Maxwell había descubierto teórica- mente y enviarla desde su laboratorio hasta la habitación de al lado. Era un miembro practicante de la Iglesia luterana 31 . La evolución: Darwin y sus amigos Los desarrollos más importantes en la historia natural del siglo XIX fue- ron la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882) y Alfred Russell Wallace (1823-1913), y el desarrollo de la geología gracias al también inglés Charles Lyell (1797-1875). Los dos primeros, especial- mente Darwin, son considerados con frecuencia como bases del pen- samiento materialista ateo necesariamente enfrentado con la religión. Examinemos sus casos. Al revés de lo que ocurría en Francia, por ejemplo, la vida inte- lectual inglesa estaba, durante la infancia y juventud de Charles Darwin, muy marcada por la teología natural, estilo de pensamiento que buscaba a Dios a través del estudio de la complejidad y armonía de su obra. En buena parte, su gran auge se debía a que muchos naturalistas eran a la vez clérigos. Esto explica el menor énfasis dado en la Inglaterra de entonces a la revelación, y así, muchos científicos y filósofos, creyentes pero poco inclinados hacia la Iglesia anglicana, no se sentían incómodos dentro de ella. Quizá por eso el padre de Charles Darwin, a pesar de ser hijo del inconformista y poco ortodoxo Erasmus Darwin, encontró na- 30. J. D. Burchfield, Lord Kelvin and the age of the earth, MacMillan, London, 1975. 31. H. Hertz, Las ondas electromagnéticas, 2 vols., ed. de M. G. Doncel y X. Roqué, Universitat Autònoma de Barcelona, 1990; R. McCormmach, «H. R. Hertz», en Gillispie, vol. 6, p. 340. 183 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS tural sugerirle los estudios de teología cuando decidió abandonar los de medicina (parece que se mareaba al ver una operación). El joven Charles fue a Cambridge para seguirlos, pero también los abandonó por una vida de caza y fiestas sociales, época en que su padre expresaba el temor de verlo convertido en «un deportista holgazán». Le salvó de ello su in- terés por la biología. Durante su viaje alrededor del mundo en el Beagle compartió camarote con el capitán Robert Fitzroy 32 , un anglicano muy ortodoxo con quien colaboró en un escrito en defensa de las misiones británicas en Nueva Zelanda y Tahití 33 . Por eso se puede decir que Dar- win y el darwinismo surgen en un entorno cultural cristiano. Sin embar- go, El origen de las especies, de 1859, que indujo un cambio tan radical como Las revoluciones de las esferas celestes de Copérnico, se incorporó a las tendencias materialistas y ateas entonces en alza, contribuyendo a fortificarlas, como ya se explicó en el capítulo 5. Nos interesa ahora la postura personal de Darwin, de la que él mismo habló poco porque, como corresponde a un perfecto gentleman inglés, tenía un profundo respeto por las opiniones de los demás, procurando siempre no herir a nadie con las suyas. Quizá por ello han sido mal entendidas a veces. Al final de El origen de las especies, habla de la grandeza de su visión de la vida, productora a partir de unas formas muy simples de toda la maravillosa variedad de animales y plantas que hoy vemos gracias al proceso evolutivo. Al hacerlo, usó la expresión «leyes impresas en la materia por el Creador», entendida por algunos como un apoyo al re- lato bíblico. Ésa no era su intención, pues según explicó más tarde que- ría decir «aparecidos por algún proceso desconocido». Según Brooke 34 esto es significativo, pues ilustra cómo algunos debates interpretados en términos de «conflicto entre ciencia y religión» resultan ser discusiones sobre la interpretación «correcta» que se debe dar a las teorías científi- cas. Así también, cuando Charles Lyell afirmaba que la geología «sólo llegará a ser una ciencia cuando se desligue del relato bíblico», estaba argumentando en favor de la independencia de la ciencia en su propio terreno, más bien que atacando una concepción religiosa. Como vimos en el capítulo 5, Darwin propuso una explicación de los sentimientos religiosos como producto de la evolución a partir de un animismo primitivo. En su autobiografía 35 explica cómo modificó 32. A. Moorhead, Darwin: la expedición en el Beagle (1831-1836), Serbal, Barcelo- na, 1980. 33. P. H. Barrett (ed.), The Collected Papers of Charles Darwin, 2 vols., University of Chicago Press, Chicago, 1977. 34. J. H. Brooke, op. cit., p. 275. 35. Ch. Darwin, Autobiografía y cartas escogidas, ed. de F. Darwin, Alianza, Madrid, 1977. 184 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el texto de El origen del hombre para omitir algunas frases que podían herir a su mujer Emma, profundamente religiosa. En 1851, la muerte a los diez años de su hija mayor Annie le causó un gran dolor, alejándole de la religión y haciéndole perder la fe en un Dios providente que cuida de sus criaturas. Sin embargo respetaba mu- cho las opiniones de los demás y por eso mantuvo una gran discreción, sin pretender nunca influir sobre otras personas. Sus dudas y reflexiones se muestran en una carta que escribió a su amigo el botánico norteame- ricano Asa Gray el 22 de mayo de 1860. En ella dice: Hay demasiada miseria en el mundo [...]. Pero no puedo mirar a este universo maravilloso, especialmente a la naturaleza humana, y concluir que todo es el producto de la fuerza bruta. Me inclino a pensar que todo resulta de leyes diseñadas, con los detalles, buenos o malos, dejados a la suerte de lo que podemos llamar el azar. Siento muy profundamente que estas cosas son demasiado difíciles para la inteligencia humana. Igual podría un perro especular sobre la mente de Newton 36 . Es claro que Darwin era agnóstico, no ateo, y que no consideraba incompatibles la teoría de la evolución y la fe religiosa. Estas ideas se ven confirmadas en una carta escrita el 9 de mayo de 1879, a sus sesenta y nueve años, y tres antes de morir, donde dice: Me parece absurdo dudar de que un hombre pueda ser, a la vez, un teísta ardiente y un evolucionista [...]. Contestando a su pregunta le diré que mi opinión fluctúa a menudo. En las fluctuaciones más extremadas, no he llegado nunca a ser un ateo, en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en general (más y más según me hago viejo), aunque no siempre, la descripción más correcta de mi postura es la de agnóstico 37 . Es interesante comparar a Darwin con Alfred Russell Wallace, quien descubrió independientemente la teoría de la evolución 38 a par- tir de sus observaciones en el Amazonas y en el archipiélago Malayo, a pesar de lo cual es poco conocido fuera del mundo científico 39 . 36. Ibid. 37. A. Hunter Dupree, «Christianity and the scientific community in the age of Dar- win», en D. C. Lindberg y R. L. Numbers (eds.), God and Nature: historical essays on the encounter between christianity and science, University of California Press, Berkeley, 1986, p. 365. 38. H. Lewis McKinney, «A. R. Wallace», en Gillispie, vol. 14, p. 133; J. Hemleben, Darwin, Alianza, Madrid, 1971; J. H. Brooke, op. cit. 39. La coincidencia entre las dos obras es pasmosa, lo que indica que la idea de la evolución estaba ya en el ambiente. Darwin le dice a su amigo Lyell en una carta: «No he visto nunca una coincidencia más curiosa. Si Wallace hubiera tenido mi manuscrito de 1842 no hubiera podido hacer un resumen mejor de él. Hasta sus expresiones figu- 185 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Wallace fue una persona curiosa y original que escribió mucho so- bre una diversidad de temas. Tras recibir una educación religiosa en su familia, fue muy influenciado por el naciente socialismo de entonces y pasó por una fase agnóstica, para convencerse hacia sus cuarenta años de la existencia de seres inmateriales. Durante un tiempo se interesó por el espiritismo, asistiendo a reuniones y estudiando lo que allí veía. Poco después empezó a incluir una deidad en su universo mecanicista y autorregulador y a separarse de Darwin. Esto se debió a que, a pesar de coincidir plenamente con él en todo lo relativo a las plantas y ani- males, disentía completamente respecto al hombre. Pues, en su opinión, a partir de una cierta etapa evolutiva, algunas cualidades mentales —la capacidad estética, el sentido musical o el talento matemático, por ejem- plo— no pueden explicarse por la selección natural, ya que no otorgan ninguna utilidad adaptativa (muchas personas no las tienen). De ello deducía que el hombre no puede haber surgido simplemente por selec- ción natural, sin la ayuda de algún tipo de acción no física. De esa época son dos trabajos suyos de títulos muy significativos, Aspectos científi- cos de lo supernatural y Los límites de la selección natural aplicada al hombre. En una obra sobre el archipiélago Malayo de 1863 propone la reunión de colecciones de historia natural, porque, si no se hace así, «las generaciones futuras nos acusarán de destruir registros de la creación, a pesar de que cada ser vivo es una obra directa y evidencia de un Crea- dor». Es también muy significativa la manera en que concluye su libro El darwinismo publicado en 1891: Así encontramos que el darwinismo, aun llevado a sus últimas conse- cuencias lógicas, no está en contradicción con la creencia en una parte espiritual de la naturaleza humana sino que más bien le ofrece un deci- dido apoyo. Nos muestra cómo se puede haber desarrollado el cuerpo humano a partir de organismos inferiores, según la ley de la selección natural; pero también nos enseña que poseemos dotes intelectuales y morales imposibles de desarrollar por este camino, sino que tienen que tener otro origen, y para este origen sólo podemos encontrar la causa en el mundo espiritual invisible. A pesar de ello, Wallace se mantuvo lejano del cristianismo y siguió siendo durante el resto de su vida un socialista utópico. Por ejemplo, usaba la teoría de la evolución para defender la emancipación de las mujeres con el argumento de que éstas se han visto privadas de ejercer su poder evolutivo de elegir su pareja, por motivos sociales y econó- ran como títulos de mis capítulos». A pesar de que la mayor parte de la gloria fue para Darwin, que reconocía a Wallace como codescubridor de la evolución, éste no intentó quitársela, dando siempre un ejemplo de nobleza personal. 186 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS micos, por lo que, en cuanto puedan hacerlo, la humanidad mejorará necesariamente. Por razones parecidas defendía la nacionalización de la tierra. Se ocupó también de la posibilidad de vida extraterrestre en un libro escrito al final de su vida, El lugar del hombre en el mundo, argu- mentando la extrema improbabilidad de que en otro planeta, en cual- quier otro rincón del universo, haya surgido vida inteligente. Aunque las condiciones sean muy parecidas a las de la Tierra, un proceso tan su- til habría sido detenido tras iniciarse por cualquier cambio infinitesimal. Quizá una de las razones de la poca gloria que se concedió a Wallace en comparación con Darwin es que no se ajusta al estereotipo del cien- tífico «oficial», estando al mismo tiempo alejado tanto de las estructuras científicas como de las eclesiásticas, en ninguna de las cuales encajaba bien, aunque por razones opuestas. Para completar nuestra idea de la postura de los primeros evolucio- nistas es bueno examinar el caso del entorno científico de Darwin, en el que sobresalen sus grandes amigos Charles Lyell, Asa Gray y Thomas H. Huxley 40 . Gray fue quien propagó la teoría evolucionista en Ame- rica, consiguiendo hacerla respetable allí; se dice que, sin la prodigiosa actividad y entusiasmo de Huxley, la evolución habría tardado mucho más tiempo en establecerse. El libro de Charles Lyell Principles of geology, de 1830-1833, sen- tó las bases de la geología moderna, introduciendo en esa ciencia una dimensión histórica. Lyell era partidario, como Hutton, de la extrema lentitud de los procesos geológicos, y defendía con insistencia el actua- lismo, doctrina según la cual sólo deben considerarse las fuerzas natu- rales que vemos operar en la actualidad. Su rechazo de las catástrofes como agentes geológicos importantes le enfrentó a algunos eclesiásticos para quienes la acción de Dios se había producido mediante actos brus- cos y violentos, al estilo del diluvio universal. Además, su oposición a mezclar argumentos bíblicos con la ciencia, manteniéndola completa- mente separada de la religión en contra del estilo aún reinante de la teología natural, le ganó la animadversión de los sectores eclesiásticos tradicionales, acostumbrados a ver a la geología bebiendo en las aguas del Génesis. Lyell tuvo una gran influencia en Darwin, quien había leído con enorme interés sus Principles of geology al preparar el viaje en el Bea- gle. Sin embargo, aunque fueron muy amigos y llegó a convencerse de la transformación de las especies, no aceptó completamente el sistema darwiniano por dos razones. Por una parte, no le gustaba la selección natural como mecanismo director de la evolución, pero lo más impor- 40. A. Hunter Dupree, op. cit.; J. Hemleben, op. cit. 187 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS tante era su rechazo de la idea de que la evolución biológica pudiese explicar por sí misma la aparición de seres humanos inteligentes, coin- cidiendo en ello con Wallace. Posiblemente lo hiciese por repugnancia a aceptar que el hombre no sea más que un gorila refinado, quizá por una creencia religiosa o por preocupaciones humanistas. En todo caso, insistió siempre, a lo largo de toda su vida, en que hay una diferencia esencial entre el hombre y los animales. Suyas son estas palabras: «Acojo con gusto la opinión de Wallace de que quizá existe una Suprema Vo- luntad y Potencia que guía las fuerzas y leyes de la naturaleza». Hay que caracterizarlo como deísta o, al menos, como fuertemente inclinado al deísmo 41 . El botánico estadounidense Asa Gray 42 (1810-1888) era un hombre muy religioso que veía en el estudio de las plantas una manera de acer- carse a la revelación divina. Decía, por ejemplo: «La fe en un orden es la base de la ciencia, y ésta no se puede separar de la fe en un Ser orde- nador, base de la religión». Explicaba la razón de sus largas horas ob- servando cualquier humilde hierba, diciendo: «El Creador parece haber puesto mucho trabajo en ella, de modo que no veo por qué no habría yo de estudiarla a fondo». Aun sin aceptar la selección natural como mecanismo director de la evolución, sí se convenció de la teoría de Dar- win, propagándola infatigablemente en América. Pero, como Wallace y Lyell, estaba persuadido de que algo en el hombre lo hace esencialmen- te distinto de los animales, impidiendo que pueda ser explicado como un mero producto de cambios al azar. Por el contrario, pensaba que la evolución había sido guiada con un propósito, «como ocurre con el agua de riego a través de sus canales». Incluso afirmaba que, a pesar del sufrimiento y del derroche de posibilidades implicados, la naturaleza se explica mejor desde la perspectiva de Darwin, pues ésta «tiene la ven- taja de dar cuenta tanto de los fallos y las imperfecciones como de los éxitos». Justificaba así el despilfarro aparente de formas vivas como el mejor medio para conseguir una economía global, pues sin competencia no hay lucha por la vida y, sin ella, no hay diversificación ni mejora, ni se llegaría a las formas más nobles y complejas 43 . Asa Gray encontraba así sentido al dolor y al sufrimiento, como ingredientes necesarios para el proceso global. El más joven era el anatomista y zoólogo Thomas H. Huxley (1825- 1895), probablemente el defensor más activo y entusiasta del darwinis- 41. L. G. Wilson, «Ch. Lyell», en Gillispie, vol. 8, p. 563; J. H. Brooke, op. cit.; J. Hemleben, op. cit. 42. J. H. Brooke, op. cit.; J. Hemleben, op. cit.; A. Hunter Dupree, op. cit. 43. A. Gray, Darwiniana, ed. de A. Hunter Dupree, Belknap Press of Harvard Uni- versity Press, Cambridge (Mass.), 1963, p. 310. 188 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS mo. Ya se ha contado en el capítulo 5 la fuerte discusión que tuvo con el obispo Wilberforce de Oxford en 1860. Huxley era agnóstico, incluso fue el inventor de esa palabra, cuyo significado explicaba así: El agnosticismo no es un credo, sino un método basado en la aplicación de un principio único [...]. De modo positivo, este principio se expresa así: en cuestiones de intelecto, sigue tu razón hasta donde te lleve, sin ceder a ninguna otra consideración. Y de modo negativo: en cuestiones de intelecto, no admitas como cierta ninguna conclusión que no esté demostrada ni sea demostrable 44 . Huxley fue quien dirigió al darwinismo hacia un enfrentamiento con las religiones cristianas, aunque hay que decir que era igual de duro con el cientificismo y con los materialistas que con los obispos. Pero con- viene saber que sus ataques contra las iglesias estaban llenos de símbolos cristianos —expresiones como «sermones laicos», «iglesia de la ciencia», «la ciencia como una nueva reforma»—, y por eso, vista desde un pru- dente distanciamiento, la pelea tiene un indiscutible aire de familia. En una carta que envió al clérigo ilustrado Charles Kingsley, como contesta- ción a las condolencias de éste por la muerte de su hijo de cuatro años, dice estas frases muy expresivas de su pensamiento: Si ese poderoso instrumento que es la Iglesia de Inglaterra se llega a salvar de romperse en mil pedazos bajo el avance de la ciencia —un suceso que sentiría mucho presenciar, pero que ocurrirá inevitablemente si personas como Samuel Wilberforce siguen dirigiendo sus destinos— será gracias a hombres como usted que combinan la ciencia con la religión. Entienda que todos los jóvenes científicos que conozco a fondo piensan esencial- mente como yo. No conozco a ninguno que sea irreligioso o inmoral, pero consideran a la ortodoxia como usted al brahmanismo. Lo que Huxley quería realmente es que la ciencia tomase el lugar de la revelación en una matriz cultural esencialmente cristiana. Por eso decía que llegaría un día en que la teoría de la evolución no tendría más implicaciones para el teísmo que el primer libro de la Geometría de Euclides. De nuevo nos encontramos con una diversidad de actitudes. En el círculo íntimo de Darwin, formado por personas que colaboraban o, al menos, discutían sobre ciencia con posturas parecidas, encontramos agnósticos (Darwin y Huxley), un deísta (Lyell) y un cristiano ferviente (Gray). Todos rechazaban el calificativo de ateo. 44. T. H. Huxley, «Agnosticism», en Science and Christian tradition, Appleton, New York, 1896, p. 245. 189 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Podemos añadir que la evolución empezó a entenderse mejor cuan- do se redescubrieron las leyes sobre la herencia biológica, halladas por el austriaco Gregor Mendel (1822-1884), pero no apreciadas en su mo- mento. Mendel era sacerdote agustino y debió suspender sus investi- gaciones cuando empezó a faltarle el tiempo necesario por haber sido nombrado superior de su convento. A pesar de todo, la evolución fue durante mucho tiempo sinónimo de irreligión para la opinión pública —lo es todavía en algunos sectores ultraconservadores—. Aunque no existan razones objetivas para que haya ocurrido así, el enfrentamiento fue real y duro, a lo que contribuyeron los dos sectores. De un lado, se usó la evolución como arma arrojadiza en contra del poder social que tenían los eclesiásticos; de otro, los sectores más conservadores de las iglesias no quisieron comprender lo que pasaba, permitiendo una reedición del juicio de Galileo, quizá el episodio más desgraciado de la historia del pensamiento occidental. De nuevo el azar: la mecánica estadística Otro desarrollo importante del siglo XIX fue la mecánica estadística, inductora de una de las rupturas del mecanicismo, según vimos en el capítulo 4. El establecimiento de la hipótesis atomista llevó a considerar a un gas como un conjunto de átomos o moléculas que se desplazan chocando entre sí y con las paredes de su recipiente. Cuanto más deprisa se muevan, mayor será su temperatura; el efecto de los rebotes contra cualquier cuerpo interpuesto es la presión. Este punto de vista obligó al estudio de sistemas con muchas componentes, así en un litro de aire hay tantas moléculas que su número tiene unas veintitrés cifras. Es imposible hacerlo en detalle, igual que ocurre al examinar la riqueza de un país: no se puede saber exactamente lo poseído por cada uno, es demasiado difícil. Lo mismo que hacen ahora los economistas o los sociólogos, los físicos del siglo XIX empezaron a estudiar de modo estadístico las propiedades de la materia. La temperatura resulta ser así la energía que tiene, en promedio, cada molécula, algo parecido a la renta per cápita de los economistas. Lo más importante de esta aproximación a las cosas es que hizo comprender que el determinismo de las leyes de Newton sólo permite predicciones estadísticas en el caso de sistemas con muchas componentes. La mecánica estadística tuvo tres padres fundadores: Maxwell, el norteamericano Josiah W. Gibbs (1839-1903) y el austriaco Ludwig Boltzmann (1844-1906). Del primero ya se ha hablado. Gibbs, de quien Einstein se declaraba gran admirador, fue siempre un hombre religioso, 190 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS quizá por influencia de su padre, que era profesor de estudios bíblicos en una universidad de la zona de Boston 45 . Boltzmann, uno de los gigantes del siglo XIX, tiene una imagen muy distinta, pues fue defensor entusiasta del mecanicismo y decía cosas como «podemos explicar el concepto de belleza, lo mismo que el de verdad, en términos mecánicos», pero añade en el mismo escrito que «los conceptos religiosos se fundan en una base que es sólida por otros motivos» y que «llegará un día en que estas cuestiones [las explicaciones del mecanicismo] sean tan irrelevantes para la religión como la pregun- ta de si la Tierra permanece en reposo o da vueltas alrededor del Sol» 46 . Decía también: Es cierto que sólo un loco puede negar la existencia de Dios, pero es igualmente cierto que todas nuestras representaciones de Dios son an- tropomorfismos insuficientes. La razón de esta aparente contradicción está quizá en lo que Prigo- gine 47 llamaba el drama de Boltzmann. La mecánica de Newton tenía un problema, a pesar de sus enormes éxitos: todos los procesos son en ella reversibles, en contra de lo observado en el mundo, donde vemos claramente el efecto del fluir del tiempo siempre en el mismo sentido. Boltzmann pretendió resolver este desacuerdo con la experiencia, pro- bando que la irreversibilidad es una propiedad necesaria de las leyes de Newton en el caso de sistemas complejos como los seres vivos. Pero fracasó en ese intento, llegando sólo a una prueba de términos proba- bilistas, no deterministas como él quería. A consecuencia de ello, sentía que su visión del mundo estaba basada en una teoría incompleta. Resumamos lo ocurrido en el siglo XIX. Las cuatro líneas más impor- tantes de la ciencia natural en ese siglo fueron el electromagnetismo, el nacimiento de la geología, la evolución biológica y la mecánica estadís- tica 48 . Un examen de esas cuatro líneas no revela ninguna razón objetiva para el estereotipo de que la ciencia exige el ateísmo de manera irre- nunciable. Ya hemos visto que los descubridores de la electricidad eran profundamente religiosos. La idea de la evolución de las especies fue propuesta por Darwin, que se declaraba agnóstico, y por Wallace, que creía en una realidad inmaterial y hablaba del Creador. El nacimiento 45. M. Rukeyser, Willard Gibbs, Ox Bow Press, Woodbridge, 1942. 46. L. Boltzmann, «Sobre los principios de la mecánica», en Escritos de mecánica y termodinámica, ed. de F. J. Ordóñez, Alianza, Madrid, 1986; E. Broda, «Philosophical biography of L. Boltzman», en E. G. D. Cohen y W. Thirring (eds.), The Boltzman equa- tion, Springer, Wien, 1973. 47. I. Prigogine e I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid, 1988. 48. Nótese que no incluyo aquí las matemáticas. 191 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS de la geología se debe a Lyell, que rechazaba la continuidad entre los animales y el hombre, al que asignaba un papel especial, sintiéndose próximo a Wallace. La mecánica estadística fue creada por tres físicos, dos sinceramente religiosos y otro que expresó su convencimiento de que no hay ninguna contradicción entre ciencia y religión. El siglo XX: Einstein y Planck El siglo XX se abre con las dos grandes figuras de Max Planck y Albert Einstein. Examinemos sus opiniones. Albert Einstein es uno de los dos o tres científicos más grandes de la historia. También es reconocido como un icono de su época y como tal fue nombrado hace poco «Persona del siglo XX» por la revista norteame- ricana Time. Como explicó en varios escritos y conferencias, su intenso sentimiento religioso emanaba de la emoción producida por el orden y la armonía del cosmos 49 . No veía ninguna incompatibilidad entre cien- cia y religión, ni creía que ésta pueda ser eliminada o sustituida por la ciencia (pero conviene advertir que opinaba así de la religión en cuanto actitud personal, no de las iglesias organizadas socialmente). Durante una reunión en una casa de Berlín en 1927, el crítico Alfred Kerr se extrañó de haber oído que era profundamente religioso, tomándoselo a broma. Uno de los asistentes, el diplomático y escritor conde Harry Kessler, describió en su diario la escena. Según él, Einstein respondió a Kerr con calma: Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso 50 . Y en una carta de 1936: «Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres [...] frente al cual debemos sentirnos humildes. El cultivo de la ciencia lleva por tanto a un sentimiento religioso de una clase especial, que difiere esencialmente de la religiosidad de la gente más ingenua» 51 . En 1929, el rabino Herbert Goldstein, de la Sinagoga Institucio- nal de Nueva York, preocupado por una crítica negativa del cardenal 49. M. Jammer, Einstein and Religion, Princeton University Press, Princeton, 1999; muy importante para conocer las ideas religiosas de Einstein. 50. H. G. Kessler, The Diary of a Cosmopolitan, Weidenfeld and Nicholson, London, 1971, p. 157; citado en M. Jammer, op. cit., p. 39. 51. Carta a P. Wright, 24 de enero de 1936 (Archivo Einstein, 52-337). 192 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS de Boston O’Connor, envió a Einstein un telegrama diciendo: «¿Cree usted en Dios? Stop. Respuesta prepagada de cincuenta palabras» 52 . La contestación fue: «Creo en el Dios de Spinoza que se revela en la ar- monía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y los actos de los seres humanos» 53 . Einstein sentía una gran admiración por el filósofo Baruch Spinoza, cuyas obras había estudiado ya en su juventud y cuya visión del mundo le resultaba próxima a la que él mismo había elaborado a partir de la física del siglo XIX. El sistema filosófico de Spi- noza es un panteísmo en el que Dios, todo razón, geometría y lógica, se identifica con la estructura del orden cósmico impersonal, y es una dei- dad sin propiedades éticas, pues lo bueno y lo malo sólo se refieren a los deseos humanos. Es pues un Dios no providente que no interviene en el mundo. Se trata de un sistema inexorablemente determinista en el que el objeto último de la religión sólo puede ser la armonía del universo. O sea que el Dios de Einstein, como el de Spinoza, no es personal. Esta opinión, tan contraria a la tradición cristiana, causó escándalo en algunos medios religiosos conservadores y fue interpretada por al- gunos ateos como una defensa de su punto de vista. A Einstein, sin embargo, siempre le molestó ser considerado como ateo, refiriéndose a quienes así lo hacían para aprovecharse de su autoridad con expresiones duras, como «esos ateos fanáticos cuya intolerancia es análoga a la de los fanáticos religiosos y tiene el mismo origen. [...] Son criaturas que no pueden soportar la música de las esferas» 54 . Einstein desarrolló sus ideas en un famoso artículo en New York Times Magazine 55 . Según él hay tres estadios de la experiencia religiosa. Primero la religión del miedo (al hambre, la enfermedad, los animales, la muerte), propia de los hombres primitivos. La segunda es la religión mo- ral o social caracterizada por el deseo de guía, amor y apoyo y la creencia en un Dios que premia y castiga y que ofrece vida tras la muerte. Estas dos fases corresponden en el cristianismo al Antiguo y el Nuevo Testa- mento. Tras ellas viene, en tercer lugar, lo que él llama el sentimiento cósmico religioso, por el que el hombre percibe con asombro el sublime y maravilloso orden y armonía de la naturaleza que la ciencia moderna ayuda a comprender, al tiempo que siente la inutilidad y la pequeñez de los deseos humanos. Se trata, dice, de algo difícil de explicar a quien no lo tiene porque no se corresponde con ninguna idea antropocéntrica. 52. New York Times, 25 de abril de 1929, p. 60. 53. Telegrama de Einstein a Goldstein (Archivo Einstein, 33-272). 54. Einstein a una persona no identificada, 7 de agosto de 1941 (Archivo Einstein, 54-927). 55. A. Einstein, «Religion and Science», New York Times Magazine, 9 de noviembre de 1930, sección 5, pp. 1-4. Reproducido en A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona, 1980, pp. 32-35. 193 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Einstein cree que el sentimiento cósmico religioso se ve ya en los Salmos de David y en algunos profetas y, de modo más intenso, en el budismo. Han avanzado por esa vía y lo han sentido personas de estilos vitales muy diferentes; algunos han sido considerados santos, otros herejes o incluso ateos. Como ejemplos, menciona a Francisco de Asís, a Spinoza y a Demócrito (el sentimiento cósmico religioso se manifiesta en el amor por las criaturas o las cosas de Francisco, por eso los ecologistas lo consideran su patrono, en la adoración por el mundo de Spinoza y en la pasión por el conocimiento de Demócrito). No le parece fácil llegar al tercer estadio pues, aunque el orden del cosmos está ahí delante de nosotros, se necesita un proceso de ascesis personal para lograr percibirlo como misterio, llegando a afirmar: «La función más importante del arte y de la ciencia es despertar el sentimiento de la religiosidad cósmica en quienes lo buscan» (también dijo otra vez: «En esta época, la ciencia cumple esa función mejor que el arte»). Pero, aunque la tercera fase le parecía la más perfecta, no criticaba la segunda. Poco después de su respuesta al rabino Goldstein, recibió de Eduard Büsching, de Stuttgart, un libro de éste titulado No existe Dios, publicado con el pseudónimo de Karl Eddi 56 , que atacaba mucho a la religión. En una carta, Einstein le agradeció el libro, pero añadiendo: Los seguidores de Spinoza vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que existe. [Pero] criticar la fe en un Dios personal es otra cosa. Así lo hace Freud en su última publicación. Yo nunca lo haría, pues tal creencia me parece preferible a la falta de toda visión trascendente de la vida 57 . La relación entre ciencia y religión le parecía estrecha e importante. En una conferencia dada en un congreso de teología en Nueva York en 1940 afirma: La ciencia sólo puede ser creada por aquellos fuertemente imbuidos de la aspiración hacia la verdad [...]. Este sentimiento surge de la esfera de la religión [...]. La situación puede expresarse de este modo: la ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega 58 . Para Einstein no hay incompatibilidad entre religión y ciencia, y así dice en otro texto: ¿Existe en verdad una contradicción insuperable entre religión y cien- cia? ¿Puede la ciencia suplantar a la religión? A lo largo de los siglos, las 56. K. Eddi, Es gibt keinen Gott, Koch, Neff & Oetinger, Stuttgart, 1929. 57. Einstein a Büsching, 25 de octubre de 1929 (Archivo Einstein, 33-275). 58. A. Einstein, «Religión y ciencia: ¿irreconciliables?», en Mis ideas y opiniones, cit., p. 40. 194 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS respuestas a estas preguntas han dado lugar a considerables polémicas y, más aun, a luchas denodadas. Sin embargo, no me cabe duda alguna de que una consideración desapasionada de ambas cuestiones sólo puede llevarnos a una respuesta negativa 59 . La sensación de armonía universal fue muy importante en su ca- rrera científica, hasta el punto de decir: «Creo que, en estos tiempos, los únicos profundamente religiosos son los investigadores científicos serios». En otro escrito de 1934 insiste en la idea de asombro ante el orden cósmico y en la sensación del misterio. Dice allí textualmente: Difícilmente encontraréis entre los talentos científicos más profundos uno solo que carezca de un sentimiento religioso propio. Pero es algo distinto a la religiosidad del lego. Para éste, Dios es un ser de cuyos cuidados uno puede beneficiarse y cuyo castigo teme... Para el científico [Dios] está imbuido de la causalidad universal 60 . Como vemos, la idea de misterio juega un papel muy importante en su visión, y así lo explica en un ensayo titulado «El mundo tal como yo lo veo» de 1930 (por cierto, una grabación con la voz del mismo Ein- stein fue destruida por los nazis y el texto estuvo perdido hasta 1966): La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]. En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...]. Esa experiencia engendró también la religión [...], percibir que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo nos son accesibles de modo indirecto —ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad—. En ese sentido, y sólo en ese, soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir un Dios que premia y castiga a sus criaturas 61 . Sin embargo y en contra de lo que podría sugerir este último pá- rrafo, Einstein rechazaba el calificativo de místico que alguna vez le fue aplicado. Una actitud plenamente racional como la suya le parecía muy distinta a la de los místicos. En una entrevista de 1930, explica lo que para él es el misterio con esta parábola: Somos como un niño que entra en una biblioteca inmensa, cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende 59. Ibid., p. 43. 60. A. Einstein, «El espíritu religioso de la ciencia», en Mis ideas y opiniones, cit., p. 35. 61. Íd., «El mundo tal como yo lo veo», en Mis ideas y opiniones, cit., p. 10. 195 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tam- poco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasifica- ción, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Ésa es en mi opinión la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes 62 . La idea de un Dios no personal parece ajena a las religiones mono- teístas. Sin embargo algunos teólogos cristianos la encuentran intere- sante y asumible con alguna cualificación. Así el protestante Paul Tillich opinaba que la inaccesibilidad de Dios hace necesario el uso de símbolos para hablar de él, de modo que el predicado «personal» sólo puede apli- carse a la deidad de modo simbólico o por analogía; o el católico Hans Küng, tras conceder un gran valor religioso a la manera en que Einstein concibe la causalidad universal, dice en su libro ¿Existe Dios?: Cuando Einstein habla de razón cósmica y ciertos pensadores orientales de «nirvana», «vacío», «nada absoluta», hay que considerarlo como ex- presión del respeto ante el misterio del Absoluto, frente a determinadas concepciones «teístas» y excesivamente humanas sobre Dios [...]. La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamen- te inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...] El término «persona» es una cifra de Dios [en el sentido de texto escrito en clave] 63 . Estos comentarios sugieren que la concepción de Einstein tiene algo en común con las religiones orientales y con la teología negativa, de la que se habló en el capítulo 6. Es muy característico que las ideas religiosas de Einstein se basan en una idea particular de Dios pero no implican consideraciones éticas. Pues, si no existe el libre albedrío porque nuestros actos están ya fijados por el férreo determinismo universal, ¿cómo entender la responsabilidad ética?, ¿tiene sentido rechazar algunas conductas como el asesinato o el robo? Él explicaba la máxima cristiana «Ama a tu enemigo» diciendo: No puedo odiarle porque debe hacer necesariamente lo que hace [por necesidad interna o externa. En este punto] estoy pues más cerca de Spinoza que de los profetas. Por eso no creo en el pecado 64 . Pero, cuando se conocieron los detalles del Holocausto, se sintió horrorizado, exclamando: «Los alemanes, todo ese pueblo entero, son 62. Entrevista con G. S. Viereck, publicada en su libro Glimpses of the Great, Macau- ley, New York, 1930, citada por M. Jammer, op. cit., p. 48. 63. H. Küng, ¿Existe Dios?, Trotta, Madrid, 2005, pp. 690-692. 64. Carta n.º 153, de 6 enero 1948, en A. Einstein, Correspondencia con Michele Besso, ed. de P. Speziali, Tusquets, Barcelona, 1994, p. 355. 196 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS responsables por esos crímenes en masa y deben ser castigados si hay justicia en el mundo». A pesar de ello, Einstein concedía una gran importancia a la ética, lo que le impulsó a defender posturas pacifistas. Su último acto signifi- cativo fue firmar, pocos días antes de morir, el llamado Manifiesto Rus- sell-Einstein que llamaba la atención de los científicos y de la opinión pública sobre el riesgo de una guerra nuclear y que propone medidas para evitarla 65 (como consecuencia se fundó el movimiento Pugwash de científicos, que recibió el premio Nobel de la Paz de 1995 a los cincuen- ta años de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki). Pero, si tomamos en serio sus ideas, ¿qué sentido tiene intentar evitar una guerra que se producirá o no por pura necesidad, sin que nadie pueda cambiar el cur- so de los sucesos? La contradicción es evidente. El primero en señalarla, en 1931, fue Robert A. Millikan, premio Nobel en 1909 (quien había realizado los experimentos que demostra- ron que la teoría de Einstein del efecto fotoeléctrico es correcta y que lo conocía personalmente), al decir: Me parece imposible que sea determinista un hombre que tiene sentido de su responsabilidad social, pues ésta significa libertad de elección y au- tocrítica como consecuencia de haber tomado decisiones equivocadas 66 . Conviene examinar esta contradicción. En contra de lo que se suele pensar, Einstein no fue el primero de los físicos modernos, sino el último de los clásicos. Aunque contribuyó de modo decisivo a la física del siglo XX, sus modos de pensar estaban profundamente enraizados en el determinismo de la física del XIX (por eso admiraba a Spinoza). A ello se debe su oposición a las ideas de la física cuántica, basadas en leyes probabilistas y en la existencia de un azar objetivo en el mundo atómico. Nunca las aceptó (aunque, por una ironía de la historia, él mismo había contribuido a su creación). Su co- nocida frase «No creo en un Dios que juegue a los dados» expresa su re- chazo a algo que le disgustaba profundamente: que en la física atómica los electrones y las otras partículas tengan comportamiento aleatorio, como si obedeciesen a los dados que alguien está tirando. Sobre ello mantuvo una polémica con Niels Bohr a lo largo de trein- ta años, explicada ya en el capítulo 4. En sus esfuerzos por obtener un nuevo esquema determinista que sustituyese a la teoría cuántica, llegó incluso a negar el tiempo como posibilidad del devenir, apostando cla- 65. J. Martín Ramírez y A. Fernández-Rañada, De la agresión a la guerra nuclear: Rotblat, Pugwash y la paz, Nobel, Oviedo, 1996. 66. Comentario no publicado de Millikan, citado en M. Jammer, op. cit., p. 86. 197 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS ramente por la necesidad frente al azar. Cuando su amigo de juventud Michele Besso falleció poco antes que él mismo, escribió a su hermana y a su hijo una carta diciendo: «Michele se me ha adelantado en dejar este mundo. Poco importa. Para nosotros, físicos convencidos, el tiempo no es más que una ilusión, por persistente que parezca» 67 . Con ello quería decir que, si todo está determinado, no puede aparecer nada nuevo que no estuviese ya antes de algún modo. Nótese que el fluir del tiempo im- plica la aparición de novedades, ideas que surgen, canciones que alguien compone, personas que nacen. En ese sentido negó Einstein el tiempo: en la dualidad entre el ser y el devenir, sólo veía el primero, tomando al segundo como una mera ilusión. Pero, según el juicio prácticamente unánime de los físicos de hoy (aunque con algunos disidentes respetables), Einstein estaba equivoca- do en este punto y Bohr llevaba razón. El resultado de una serie de brillantes experimentos realizados en las últimas décadas confirma la idea de que la ciencia del siglo XX es mucho menos determinista que la del XIX, combinando el azar y la necesidad en la suficiente medida como para admitir que el devenir es tan importante como el ser y que lo que cambia y lo que permanece tienen valores comparables. Hoy vemos el cosmos como un proceso histórico, la sucesión de varias evoluciones encadenadas —cósmica, biológica, cultural y personal— cuyo futuro no conocemos bien, pues habrá en él novedades no previsibles hoy. Cabe, por ello, preguntarnos qué pensaría Einstein sobre Dios y el misterio si hubiese llegado a aceptar el indeterminismo esencial de los constituyentes básicos de la materia —lo que probablemente habría he- cho de haber vivido hoy en la plenitud de sus facultades—. ¿Admitiría la aparición de formas realmente nuevas en el mundo? ¿Creería en la libertad personal? ¿Cambiaría su visión de la ética? ¿Cómo concebiría a Dios? Sin duda tienen estas preguntas el fascinante atractivo de las que nos incitan pero nadie puede contestar. Otro ejemplo interesante es Max Planck, quien abrió el camino al mundo cuántico con su famosa hipótesis. Nieto y biznieto de pastores y teólogos luteranos, Planck no veía ninguna contradicción entre ciencia y religión; más aún: encontraba convergencias y paralelismos 68 . La im- presión producida por el orden y armonía de las leyes de la naturaleza, 67. Carta n.º 205, del 21 marzo de 1955, en A. Einstein, Correspondencia con Mi- chele Besso, cit., p. 455. La palabra «creyente» en este libro debe ser sustituida por «con- vencido». 68. Planck expone sus ideas religiosas en su ensayo «Religión y ciencia», en Autobio- grafía científica y últimos escritos, Nivola, Madrid, 2000, p. 129. Cf. también W. Heisen- berg, «Relaciones entre ciencia y religión», en su libro Diálogos sobre la física atómica, BAC, Madrid, 1975, p. 103, donde se comparan las posturas religiosas de Planck y Ein- stein. 198 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS muy marcada en él, fue motor y estímulo de su trabajo. Einstein decía que «el anhelo de contemplar esa armonía es la fuente de la paciencia y perseverancia inagotables con que Planck se ha dedicado a la ciencia», y añade que la intensidad de su dedicación no se debe a la disciplina o a la fuerza de voluntad, pues su actitud mental es «la de un hombre re- ligioso o un amante; el esfuerzo diario no nace de ningún programa o intención deliberada, sino directamente del corazón», descripción que no deja de recordar a la que Johannes Kepler, el descubridor de las leyes del movimiento planetario, hacía de su dedicación a la ciencia. A su famosa ley de la radiación electromagnética le llevó preci- samente la búsqueda de lo Absoluto, que creyó haber encontrado en su constante de acción h gobernadora del intercambio de energía entre la materia y la radiación. Así lo veía él: Nuestro punto de partida es siempre relativo. Así son nuestras medi- das [...]. A partir de los datos obtenibles, se trata de descubrir lo Absoluto, lo General, lo Invariante que se oculta tras ellos 69 . Para él, esto es muy significativo, la ciencia no permitirá nunca expli- carlo todo: siempre estaremos frente al misterio. Textualmente afirma: El progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza [la cursiva es mía] 70 . Esta sensación de asombro maravillado ante el orden y armonía del cosmos se fue acentuando a lo largo de su vida, pero fue también aleján- dose de la idea de un Dios personal en una convergencia hacia el punto de vista de Einstein. Desde los años treinta se fue interesando cada vez más por la religión y empezó a dar conferencias sobre su relación con la ciencia, insistiendo siempre en la falta de oposición entre ellas al decir: Las ciencias de la naturaleza atestiguan un orden racional al que la na- turaleza y la humanidad están sometidas, pero un orden cuya esencia íntima permanece incognoscible [...]. Los resultados de la investigación científica [...] nos confirman nuestra esperanza en el progreso constante de nuestro conocimiento de los caminos de la razón todopoderosa que gobierna el mundo 71 . 69. M. Planck, Autobiografía científica y últimos escritos, cit., p. 48. 70. Íd., ¿A dónde va la ciencia?, Losada, Buenos Aires, 1961, pp. 237-238. 71. Íd., Autobiografía científica y últimos escritos, cit., pp. 152-153. 199 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Confesaba luego su creencia en que Dios es percibido directamente por el individuo religioso, aunque no pueda ser aprehendido por la razón y solía terminar con un párrafo vibrante que hablaba de «una ba- talla común de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina cuyo grito de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!» 72 . Tras oír esas opiniones puede parecer extraño que no creyera en un Dios personal, tanto más cuanto que solía participar en actos de culto como miembro de un consejo de ancianos de un templo cristiano de Berlín, pero él lo decía muy claramente: «Siempre he sido profun- damente religioso, pero no creo en un Dios personal y mucho menos en un Dios cristiano» 73 . Por ello, su postura ha sido interpretada como una forma de panteísmo. Sin embargo, su Dios tenía ciertamente rasgos personales, pues Planck expresaba su confianza en él y su relación de dependencia. Cuando en 1944 su hijo Erwin, a quien se sentía pro- fundamente unido, fue ejecutado por los nazis por su implicación en el frustrado atentado contra Hitler —otro hijo había muerto durante la primera guerra mundial y sus dos hijas gemelas, de sobreparto las dos—, escribió a su amigo Alfred Bertholet el 28 de marzo de 1945: Lo que me ayuda es que considero un favor del cielo que, desde mi infancia, hay una fe plantada en lo más profundo de mí, una fe en el Todopoderoso y Todobondad que nada podrá quebrantar. Por supuesto, sus caminos no son los nuestros, pero la confianza en él nos ayuda en las pruebas más duras 74 . Estas palabras sólo tienen sentido si para él Dios era un ser que puede ser considerado como personal, con el que se puede tener una relación de yo a tú, no de yo a ello. Aunque no se sentía identificado con ninguna iglesia, participaba en sus ritos, lo que se explica por su aceptación del lenguaje simbólico como vía de acercamiento a Dios, pues para él un símbolo religioso era una indicación o un camino hacia algo superior e inaccesible a los sentidos que, aunque efímero y relativo, sugiere una vía hacia lo inmutable y lo absoluto. En eso radica la mayor diferencia entre Planck y Einstein: para este último la verdadera forma de la religión es la ciencia, mientras Planck las consideraba como dos estructuras distintas que no se oponen entre sí 75 . 72. Ibid., p. 156. 73. A. Hermann, Max Planck, Centre National de la Recherche Scientifique, Paris, 1977, p. 104. 74. Ibid., p. 121; A. Bertholet, «Erinnerungen an Max Planck»: Physikalische Blätter 4 (1948), p. 162; F. Herneck, Albert Einstein: ein Leben für Warheit, Menschlichkeit und Frieden, Der Morgen, Berlin, 1963, p. 365. 75. S. Jaki, The road of science and the ways to God, The University of Chicago Press, 1978. En los capítulos 11 y 12 se analizan las actitudes religiosas de Planck y Einstein. 200 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Tres físicos cuánticos: Heisenberg, Schrödinger, Pauli Como consecuencia de la obra de Planck y Einstein, se desarrolló la llamada física cuántica o atómica, que abrió a la ciencia el reino de lo muy pequeño al describir cómo se comportan los átomos y las moléculas. Veamos las opiniones de tres de sus creadores. Werner Heisenberg (1901-1976) fue una de las cimas más altas de la ciencia del siglo XX. A sus veinticuatro años propuso la mecánica de matrices, primera de las formulaciones cuánticas, y dos años después su famoso principio de incertidumbre que señala una limitación funda- mental a nuestra capacidad de conocer la escala microscópica. Dicho de modo simple, ese principio afirma que cuanto más sepamos de una mitad del mundo menos sabremos de la otra mitad 76 . Como los demás creadores de la física atómica, tenía una visión completamente distinta de la del mecanicismo del siglo XIX. No creía en un mundo objetivo, perfectamente separable de los sujetos que lo ob- servan y que se mueve y cambia según leyes inmutables —de modo que nada escape a la capacidad explicativa de la ciencia—. Por el contrario, muy impresionado por las limitaciones que su principio impone al co- nocimiento humano, creía que «el campo objetivable [conocible por la ciencia] es sólo una pequeña parte de nuestra realidad» 77 . En uno de sus textos cuenta como le preguntó una vez Wolfgang Pauli: «¿Crees en un Dios personal?», a lo que él contestó: Preferiría formular [tu pregunta] así: ¿Podemos alcanzar la razón central de las cosas o de los sucesos, de cuya existencia no parece haber duda, de un modo tan directo como podemos alcanzar el alma de otro ser humano? [...]. Así planteada, mi respuesta sería sí [...]. Me gustaría re- cordarte el famoso texto de Pascal, que llevaba cosido por dentro de su chaqueta, «El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, no el de los filósofos y los sabios» 78 . El orden central de que habla Heisenberg es la razón y fundamento último del cosmos, lo que tanto impresionaba a Einstein, pero tiene 76. W. Heisenberg, Más allá de la física: cuestiones fronterizas, BAC, Madrid, 1975; Íd., Diálogos de la física atómica, BAC, Madrid, 1971; algunos escritos suyos están reco- gidos en K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas: escritos místicos de los físicos más famosos del mundo, Kairós, Barcelona, 1987; una biografía muy detallada es la de D. C. Cassidy, Uncertainty: The life and science of Werner Heisenberg, Freeman, New York, 1992. Otra es A. Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia: Heisenberg, Nivola, Tres Cantos, 2004. 77. W. Heisenberg, «Positivismo, metafísica y religión», en Diálogos de la física ató- mica, cit., p. 265. 78. Ibid., p. 267. 201 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS aquí para él un claro sentido personal pues lo que dice es que cree que se puede tener con eso una relación «de yo a tú», no «de yo a ello». En otro texto 79 , compara las verdades científicas con las religiosas, hablando de cómo «el lenguaje en imágenes y parábolas de éstas per- mite comprender la interconexión del mundo», y dice: «Nunca me ha parecido posible rechazar el pensamiento religioso como parte de una fase superada de la conciencia de la humanidad». Heisenberg fue de los pocos grandes científicos que permaneció en Alemania durante la segunda guerra mundial. En esa época meditó pro- fundamente sobre el sentido de la ciencia, buscando orden y estabilidad en medio de la destrucción y el caos en que estaba sumida la cultura occidental de la que se sentía tan solidario. En escritos y conferencias de los años 1941 y 1942 habla del «todo» y de un «orden jerárquico» en que está estructurada la realidad, como una escala cuyos niveles son, de abajo a arriba, «accidental, mecánico, físico, químico, orgánico, psí- quico, ético, religioso, genial», que había tomado del escritor alemán Johann Wolfgang Goethe. Los científicos deben considerar esa jerar- quía, pues, para comprender la conexión de las cosas, «hay que subir esos escalones trabajosamente, como hace un montañero al escalar una alta cumbre». Heisenberg se sentía profundamente inmerso en la tradición cultu- ral cristiana, pero no formaba parte de ninguna iglesia. Ken Wilber 80 lo califica de místico, porque desde su filosofía idealista, muy influida por Platón, creía en la posibilidad de un conocimiento directo de la realidad de las cosas e insistía en que la ciencia no es el camino para conocerlo todo. Quizá un buen resumen de su pensamiento sean los últimos párra- fos de un escrito sobre los límites de la ciencia en el que dice: 1. La ciencia se caracterizaba en sus comienzos en el siglo XVII por una actitud de modestia consciente. Aceptaba como válidas sus afirmaciones sólo dentro de un ámbito limitado. 2. Esa modestia se perdió en el siglo XIX. 3. La física del siglo XX vuelve a su conciencia original de autolimi- tación. 4. El contenido filosófico de una ciencia queda garantizado únicamen- te cuando es consciente de sus límites. Sólo dejando abierta la cuestión de la última esencia de los cuerpos, la materia y la energía, puede alcanzar la física una comprensión de las propiedades individuales de los fenóme- nos 81 . 79. W. Heisenberg, «Verdades científicas y verdades religiosas», en Diálogos de la física cuántica, cit., p. 69. 80. K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas, cit., Introducción, p. 17. 81. Ibid., p. 117. 202 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS El austriaco Erwin Schrödinger (1887-1961), premio Nobel en 1933, fue quien descubrió la ecuación que describe el comportamiento de los electrones, los átomos y las moléculas, hallazgo tan importante que alguien propuso, en tono jocoso, reescribir el relato del Génesis en los siguientes términos: «En el principio Dios creo la ecuación de Schrödinger. Luego la tomó como modelo y fue creando todas las cosas de acuerdo con ella». Aunque Schrödinger coincide con Heisenberg y Pauli en oponerse radicalmente al mecanicismo materialista del siglo XIX, su visión del mundo es muy diferente, pues está basada en la filosofía oriental, en los libros sagrados hindúes de los Vedas y los Upanisad 82 . Fue un científico de gran cultura, humanista y místico, que escribió sobre temas muy di- versos 83 , entre ellos la base física de la vida 84 , sobre lo que fue un pionero. Era muy consciente de las limitaciones de la ciencia y de los peligros de reducir la realidad a lo que puede ser descrito científicamente. Así dice en un artículo titulado «¿Charlamos sobre física?»: La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la experiencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. No es capaz de decirnos una palabra sobre qué significa que algo sea rojo o azul [...], no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende responder a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos sentimos inclinados a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas 85 . Naturalmente, Schrödinger sabe muy bien cómo podemos describir la estructura electrónica que determina el color de un cuerpo, cosa que hacemos precisamente con la ecuación que él descubrió. Se refiere aquí a la sensación del color (no a la percepción) que es algo que nunca po- dremos comunicar. 82. E. Schrödinger, Mi concepción del mundo, Tusquets, Barcelona, 1992. Los Ve- das son libros sagrados del hinduismo que contienen la revelación de los dioses a los sabios antiguos (veda significa saber). Hay tres principales: el Rigveda, que contiene him- nos y plegarias, el Yajurveda, un ritual litúrgico, y el Samaveda, que recoge textos de los anteriores con notación musical para ser cantados. Los Upanisad son comentarios y especulaciones filosóficas (upanisad significa aproximación). 83. Íd., Ciencia y humanismo, Tusquets, Barcelona, 1985. 84. Íd., ¿Qué es la vida?, Tusquets, Barcelona, 1985. 85. Íd., «¿Charlamos sobre física?», en K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas, cit., pp. 128, 130. 203 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Por esas limitaciones, la ciencia no puede decir nada sobre el reino de la religión pues: Se abstiene también de hablar cuando aparece la cuestión de la gran Uni- dad —el Uno de Parménides— del cual todos formamos parte de algún modo [...]. El término más común para designarlo en nuestros días es Dios —así con mayúscula—. Por lo general, la ciencia se proclama atea, lo cual no resulta asombroso, después de todo lo que hemos dicho. Si su imagen del mundo no contiene siquiera a lo azul, lo amarillo, lo amar- go, lo dulce, ni la belleza, el placer o la pena, si la personalidad queda convencionalmente excluida de ella ¿cómo podría contener la idea más sublime que puede concebir la mente humana? 86 . A Schrödinger le preocupa lo que ocurre con los yoes individuales después de la muerte: ¿se terminan completamente? Se ocupa de esta cuestión en un artículo titulado «Ciencia y religión» 87 , en el que se pregunta si la ciencia puede ayudar a esclarecer algo sobre «la vida después de la muerte». Según cree, la ayuda más importante que puede dar ha sido «la progresiva idealización del tiempo», cuyas etapas deci- sivas han sido para él Platón, Kant y Einstein. Gracias a estos hombres se ha conseguido «una formidable liberación de nuestros prejuicios» que abre el camino a la creencia, en el sentido religioso, en un más allá. No en la forma de experiencia ordinaria en el espacio ordinario, sino en una en la que el tiempo no juegue ningún papel. Termina diciendo: «Podemos afirmar que la física, en su estadio presente, sugiere fuerte- mente la idea de la indestructibilidad de la Mente por el Tiempo». Schrödinger se siente muy impresionado por lo que él llama «la paradoja aritmética»: parecen existir muchos yoes conscientes y, sin em- bargo, el mundo es sólo uno. Esto sugiere preguntas como la de si mi mundo es el mismo que el de los demás. Ve dos salidas a esta paradoja. La occidental —a la que califica de terrible doctrina—, expresada de forma radical en la filosofía de Leib- niz, con muchas unidades separadas e incomunicadas, las mónadas; y la oriental, la unificación de las mentes o las consciencias. Que sólo existe una Mente, así con mayúscula, de la que todos participamos es la doctrina de los Upanisad hindúes. Schrödinger se interesa mucho en los místicos, sobre todo en los orientales, porque ve a la manera de pensar occidental muy necesitada de una transfusión del pensamiento oriental, pues nuestra ciencia, en su obsesión por la objetivación —heredada de los griegos— «se ha cortado a sí misma el camino hacia la adecuada 86. Ibid., p. 130 Cf. también Íd., La naturaleza y los griegos, Tusquets, Barcelona, 1997. 87. En Íd., La mente y la materia, Taurus, Madrid, 1958, p. 79. 204 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS comprensión del sujeto cognoscente». La ciencia occidental necesita asi- milar la doctrina oriental de la identidad: todas las mentes son simple- mente una, totalmente indestructible porque vive siempre en el ahora. La pluralidad que observamos es ilusoria, nada más que una apariencia. Schrödinger siente el fracaso de los intentos totalizadores de en- cerrar la vida en los esquemas fríos de la lógica, que le parece que van contra el mandamiento fundamental de su admirado Albert Schweitzer: «Sé reverente con la vida». La explicación de este fracaso es que la cien- cia opera sólo dentro de limitados esquemas espacio-temporales. A ello se debe el ateísmo, considerado por algunos como propio de la ciencia, pues dice: Ningún Dios personal puede formar parte de un modelo de un mundo que sólo resulta accesible al precio de suprimir todo lo personal. Al sen- tir a Dios, lo sabemos un suceso tan real como la inmediata percepción sensorial o como nuestra personalidad. Igual que éstas, Dios debe estar ausente de la imagen espacio-temporal del mundo. En ninguna parte del espacio y del tiempo encuentro a Dios: esto dice el naturalista honrado. Y por este motivo incurre en el reproche de aquel en cuyo catecismo está escrito: Dios es espíritu 88 . Wolfgang Pauli (1900-1958) fue, según muchos, uno de los físicos intelectualmente más brillantes de toda la historia. Werner Heisenberg, buen conocedor de los dos, creía que su genio era incluso superior al de Einstein, de quien todos le consideraron sucesor como el número uno de la física teórica mundial cuando éste murió en 1955. Se le debe su famoso principio de exclusión, según el cual dos electrones no pueden estar en el mismo estado en un átomo, idea sin la que sería imposible entender las propiedades atómicas y, también, el descubrimiento del neutrino, fugaz partícula muy abundante en el universo, cuya existencia predijo él de modo teórico veintiséis años antes de que nadie la pudiese ver en un laboratorio. Muy interesado en la filosofía y la psicología, mantuvo una estre- cha amistad personal con el famoso psicólogo suizo Carl Gustav Jung (1875-1961). La rica y sutil postura de Pauli sobre la ciencia y el mundo no ha sido estudiada suficientemente todavía. Según una de sus ideas más importantes, hay en la realidad elementos no racionales y por eso la ciencia debe complementarse con la mística, entendida como conoci- miento directo en el que el sujeto y el objeto se unifican. Sus opiniones a este respecto están recogidas en un artículo famoso titulado «La influen- 88. «La paradoja aritmética: La unidad de la mente», en La mente y la materia, cit.; una versión algo reducida de este artículo aparece en Cuestiones cuánticas, cit. 205 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS cia de las ideas arquetípicas en la construcción de las teorías científicas de Kepler» 89 . Johannes Kepler fue el matemático y astrónomo alemán descubridor de las tres leyes fundamentales del movimiento de los planetas. Al es- tudiar el proceso que siguió para hacerlo, Pauli se plantea el problema de cómo es posible nuestro conocimiento del mundo, es decir, cómo podemos elaborar conceptos abstractos a partir de los datos sensoriales. Ello se hace gracias «al postulado de la existencia en el cosmos de un orden distinto del mundo de las apariencias» que él ve en los arqueti- pos estudiados por Jung, ciertas imágenes primigenias preexistentes en el alma, no localizadas en la conciencia ni formulables racionalmente. Tienen un alto contenido emocional, residen en la región inconsciente del alma humana y son percibidas globalmente y no de modo analítico. Parece claro que estamos aquí ante una versión del mito de la caverna de Platón. Pauli cree que esos arquetipos jugaron un papel muy impor- tante en la obra de Kepler, por ejemplo en sus asociaciones tan sorpren- dentes para el lector de hoy, acostumbrado a desarrollar al máximo el análisis reduccionista en elementos constitutivos en perjuicio de la vi- sión global. Cita como ejemplo la relación establecida por Kepler entre el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la esfera, que le lleva a la concepción del Sol rodeado por los planetas. Según Pauli, el atractivo del sistema heliocéntrico se basaba para Kepler en esa correspondencia simbólica antes que en datos experimentales. Esto resulta sorprendente para el científico de hoy porque hemos perdido la capacidad de sentir esas asociaciones simbólicas, pues la ciencia natural del siglo XVII se basaba en una elaboración cristiana del misticismo platónico, en la que el fundamento unitario de la materia y el espíritu reside en los arquetipos. Dice Pauli: «Este misticismo tan lúcido era capaz de ver más allá de numerosas oscuridades, cosa que los modernos no podemos ni nos atrevemos a hacer». Pauli compara el pensamiento científico con la mística. El primero se vuelve hacia afuera del hombre preguntándose el porqué de las cosas, consideradas como una multiplicidad de entes distintos. La mística, por el contrario, se vuelve hacia el interior del hombre y trata de sentir la unidad esencial de las cosas, llegando directamente a ellas, porque consi- dera a lo múltiple como una ilusión. La idea, esencial en el pensamiento científico occidental, de un mundo material objetivo independiente del hombre y de las observaciones es para Pauli una limitación. Por el con- trario, debemos vivir aceptando la tensión entre los opuestos de lo uno y 89. Publicado en Naturerklärung und Psyche («Estudios del Instituto C. G. Jung»), Zürich, 1952; Werner Heisenberg hizo un resumen de ese trabajo titulado «La unión de lo racional y lo místico» y publicado en Cuestiones cuánticas, cit. 206 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS lo múltiple, «reconociendo que todo intento de resolver cualquier cues- tión depende de factores fuera de nuestra capacidad de control y para los que el lenguaje religioso ha reservado siempre el nombre de gracia». No es de extrañar que recibiese con alegría la idea de la com- plementariedad de Niels Bohr, según la cual, al analizar la realidad, hay que admitir imágenes que nos parecen totalmente contradictorias, pero que son necesarias, a la vez, para una descripción completa. Ni que nos advierta que «nunca debe afirmarse que las tesis expuestas median- te formulaciones racionales son los únicos presupuestos posibles de la razón humana». Por ello, se oponía a la pretensión totalizadora del dar- winismo, según la cual la evolución de las especies se habría producido únicamente por causas físico-químicas. Pauli intentaba comprender la estructura unitaria del mundo. No vivía en la tradición de ninguna de las religiones, pero estaba igualmen- te lejos de cualquier ateísmo de corte racionalista. La biología molecular y el nuevo cientificismo: Monod El resultado más espectacular del siglo XX en el mundo de la biología es, sin duda, la iluminación de las bases químicas de la vida con el des- ciframiento del código genético. En 1953 el inglés Francis Crick, y el norteamericano James Watson, nacidos en 1916 y 1928, descubren la estructura de la molécula de ADN (ácido desoxirribonucleico), la famosa doble hélice, que contiene la información genética que los padres trans- miten a sus hijos. Por ello reciben el premio Nobel de Medicina en 1962 conjuntamente con Maurice Wilkins. En lo funcional, los franceses Jac- ques Monod (1910-1976) y François Jacob (1920-1994) demuestran que existe el llamado ARN mensajero (ácido ribonucleico) y obtienen en 1965 el mismo premio. Por su parte, el español Severo Ochoa (1905-1993) consigue la síntesis del ARN y comparte así el Nobel de 1959 con Arthur Kornberg (1918-2007), quien había sintetizado el ADN. Estos descubrimientos causaron un gran impacto, porque muestran que las bases mismas de la vida se expresan mediante leyes físicas y químicas. En los años transcurridos desde entonces se ha acentuado esta convicción, tras numerosos desarrollos, sobre todo los referidos a la ingeniería genética que manipula directamente los genes contenidos en el ADN. Se ha producido así una curiosa inversión con respecto al siglo XIX. El éxito de la dinámica newtoniana aplicada a la astronomía estimulaba entonces las interpretaciones materialistas de un mundo ab- solutamente autónomo, al tiempo que las insuficiencias de la biología eran interpretadas por muchos como una indicación de que la vida era irreductible a las leyes de la materia inerte. En el siglo XX se hundió el 207 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS mecanicismo de la física —ya hemos visto las opiniones de varios físicos cuánticos— pero, en cambio, el desciframiento de la clave de la heren- cia biológica impulsa hoy un mecanicismo de base bioquímica con su objetivo de reducir toda la vida a química 90 . Severo Ochoa, por ejemplo, no era creyente. Solía expresar sus ideas citando a su antiguo amigo el filósofo Xavier Zubiri y diciendo: «Zubiri y yo coincidíamos en casi todo, pero él veía a Dios en la crea- ción de la materia, yo no lo sé». Cabe decir aquí que el otro premio Nobel español, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), expresaba su opi- nión afirmando: «Nunca he visto el alma con mi microscopio». Sobre él, dice Pedro Laín: Cajal afirma textualmente que en su juvenil y definitivo apartamiento de la fe cristiana «se habían salvado dos altos principios: la existencia de un alma inmortal y la de un Ser Supremo, rector del mundo y de la vida»; pero cuando intenta explicar neurofisiológicamente la génesis de la con- ciencia y de las ideas generales no hace la menor referencia a cualquier género de actividad anímica 91 . Un exponente del mecanicismo biológico es el francés Jacques Mo- nod, sin duda una gran figura de la bioquímica. Es muy conocido por su libro de 1970 El azar y la necesidad: Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna 92 que causó un gran impacto dentro y fuera del mundo de la ciencia. Merece la pena considerarlo en detalle porque se trata de una ex- posición clara y rotunda del cientificismo, basado en la actualización del mecanicismo del siglo XIX mediante la incorporación de la actual teoría de la herencia biológica. El mecanicismo había perdido ya validez como filosofía natural desde el descubrimiento de que las leyes básicas de la física no son de- terministas —se habló de esto en el capítulo 4—, y además no parecía una doctrina adecuada para los seres vivos, cuya explicación requiere elementos no deterministas. Pero Monod cree posible resucitarlo me- diante la introducción del azar, de manera que la evolución biológica consista en su conjugación con la necesidad, retomando la antinomia 90. Cf., por ejemplo, el artículo de A. Kornberg «Entendiendo la vida como química» en el libro homenaje a Severo Ochoa, A. Fernández-Rañada (ed.), Nuestros orígenes: El universo, la vida, el hombre, Fundación Areces, Madrid, 1990. 91. P. Laín Entralgo, Idea del hombre, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Bar- celona, 1996, p. 73; cf. también del mismo Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, pp. 208-213, y Alma, cuerpo, persona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelo- na, 1995. 92. J. Monod, El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, 1972; cf. también la novela autobiográfica de François Jacob, La estatua interior, Tusquets, Barcelona, 1989. 208 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS que Demócrito planteara hace veinticuatro siglos: «Todo se debe al azar y a la necesidad». La información que la molécula de la herencia, el ADN, transmite desde una generación a otra obliga, mediante un determinismo químico, a que los hijos sean necesariamente parecidos a los padres, conservándose así las formas biológicas. Pero los seres vivos evolucionan porque, de vez en cuando, el azar produce mutaciones en esa molécula, apareciendo así un carácter nuevo, y por este mecanismo se generan plantas y animales que no existían antes. El libro de Monod es claro, breve y está escrito en un lenguaje muy accesible, por lo que ha sido reeditado muchas veces y traducido a muchos idiomas 93 . Empieza considerando las características de lo vivo: teleonomía, morfogénesis autónoma e invariancia reproductiva. La teleonomía es la propiedad de los seres vivos de estar dotados de un proyecto, sin el que serían inexplicables. Por ejemplo, un ojo no puede entenderse sin tener en cuenta su propósito, para qué sirve; en ello coincide con productos artificiales como una cámara fotográfica, un martillo o un automóvil. Por morfogénesis autónoma entiendeMo- nod que la forma y estructura de animales y plantas se deba a fuerzas interiores, a interacciones morfogenéticas internas a ellos mismos que testimonian «un determinismo autónomo, preciso, riguroso, implican- do una libertad casi total con respecto a los agentes o a las condiciones externas, capaces seguramente de trastornar el desarrollo, pero inca- paces de dirigirlo o de imponer al objeto biológico su organización». Sólo hay una clase de objetos inertes que comparten esta propiedad, los cristales, cuya geometría simple se debe a la regularidad con que se colocan sus átomos. La tercera propiedad es el poder de reproducir y transmitir sin variaciones la información correspondiente a su propia estructura, es decir, de producir descendientes con la misma estructura y parecidos a ellos mismos. Afirma Monod que la piedra angular del método científico es lo que llama el postulado de objetividad de la naturaleza o, en otras pa- labras, la negación sistemática de toda interpretación basada en causas finales, o sea de proyecto. Se trata, dice, de «un postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza». Parece pues que hay una contradicción de este postulado con la teleonomía que se observa en los seres vivos. Por ejemplo, las abejas fabrican panales con una estructura geométrica simple, que es precisamente la mejor para un fin muy claro porque emplea la mínima cantidad de cera. Monod 93. Cf. la exposición de M. Benzo, El sentido de la vida, BAC, Madrid, 1986. 209 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS admite que hay aquí «una flagrante contradicción epistemológica» que debe resolverse. Califica de vitalistas y de animistas a quienes creen que la naturaleza está orientada según un proyecto y examina el caso de varios filósofos y científicos. Critica duramente al pensamiento marxista (él mismo había sido miembro del partido comunista) porque su interpretación de la naturaleza y de la historia incluye «un proyecto ascendente, evolutivo, creador; volverla descifrable y moralmente significativa» y, añade: «es la proyección animista, siempre reconocible, sean cuales sean los disfraces». El animismo es tranquilizador, así lo cree Monod, porque atribuye a las rocas, ríos y montañas caracteres propios de los animales, próximos al hombre, haciendo la hipótesis de que todos los fenómenos naturales pue- den explicarse por las mismas leyes que la consciencia de la individuali- dad propia de los seres humanos. Ello permitió establecer una profunda alianza entre la naturaleza y el hombre, gracias a la cual éste se libra de su horrible soledad. Monod cree que la historia de las ideas muestra los esfuerzos de grandes pensadores —cita expresamente a Leibniz y a He- gel— por evitar la ruptura de esa alianza ante el postulado de objetividad. Monod explica la aparición de los mitos y las leyes como un pro- ducto de la evolución para defenderse, pues «la invención de los mitos y las religiones son el precio que el hombre debe pagar para sobrevivir como animal social sin caer en un puro automatismo» y, además, la ne- cesidad de encontrar un sentido a la vida es un producto de la evolución biológica incorporado a la herencia genética. El conocimiento objetivo ha destruido todos los mitos y las religiones, sin los que el hombre no puede vivir porque son el fundamento de los valores. De este enfrenta- miento surge la angustia del hombre de hoy. Admite que este mismo problema se le presenta a él mismo, pues «establecer el postulado de objetividad como la condición del conoci- miento verdadero es una elección ética y no un juicio de conocimiento, porque, según ese postulado, no podría haber conocimiento verdadero anterior a esa elección arbitraria». Aquí se muestra Monod extraordi- nariamente lúcido y honesto, al reconocer que su definición de cono- cimiento verdadero no le basta para desterrar completamente la ne- cesidad de una elección de valores. La consecuencia es, por lo demás, sorprendente: al revés que muchos filósofos y sociólogos, especialmente los partidarios de un darwinismo social, para quienes la ética se debe basar en razones científicas, Monod admite que la ciencia surge de una decisión ética. Sin embargo, no le preocupa esa contradicción epistemo- lógica, pues piensa, de modo muy optimista, que una vez establecido el axioma moral del conocimiento objetivo brotará una ética humanista y un socialismo libre de autoritarismos. Monod lo expresa así en las últi- mas palabras de su libro, solemnes aunque algo retóricas: 210 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Esto es quizás una utopía. Pero no es un sueño incoherente [...]. La antigua alianza está ya rota, el hombre sabe al fin que está sólo en la in- mensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el Reino y las tinieblas. Weinberg y Salam: dos visiones opuestas desde la misma ciencia El norteamericano Steven Weinberg (1928) y el paquistaní Abdus Salam (1926-1996), compartieron el premio Nobel de Física de 1979 por su teoría que unifica dos de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, la electromagnética y la débil, productora ésta de la desintegración beta de los núcleos atómicos. Con ella predijeron en los años sesenta la existen- cia de tres nuevas partículas elementales, las llamadas W + , W - y Z° (sobre trabajos anteriores de S. Glashow con quien compartieron el premio). En ese momento no había medios experimentales para comprobar si tenían razón y hubo que esperar varios años antes de que pudiesen ser detectadas en el laboratorio internacional CERN de Ginebra en 1983, precisamente con las mismas propiedades que ellos habían deducido teóricamente. Que cuatro años antes les hayan dado el premio Nobel indica la fe que todos tenían en su teoría. Es muy interesante comparar sus opiniones, completamente opuestas entre sí. Según me parece, con- firman una de las ideas de este libro: la ciencia por sí sola no empuja ne- cesariamente ni a la fe ni a la incredulidad, pero se usa para racionalizar las creencias a las que se llega por motivos complejos. Los entornos y las ideas científicas de Weinberg y Salam son próxi- mos, aunque sus bases culturales no lo son. Weinberg nació en Nueva York y es profesor en Texas, mientras que Salam, ciudadano del Tercer Mundo, creó y dirigió durante muchos años un Instituto Internacional en Trieste cuya misión es servir de punto de contacto entre científicos del Tercer Mundo y del avanzado. Fundó también en 1985 la Academia de Ciencias del Tercer Mundo con el propósito de contribuir al desarro- llo de los países pobres. Weinberg es decididamente materialista; Salam, un ferviente musulmán. Veamos cuáles son sus opiniones. Weinberg publicó un libro, Sueños de una teoría final 94 , en el que, tras una brillante y atractiva exposición de las ideas más recientes de la física, presenta su visión del mundo. En él expone su convicción de que, en un plazo no muy largo, se conseguirá una teoría final y definitiva que resuma en unas pocas leyes completas y consistentes el comportamiento de los constituyentes básicos de la materia —las partículas elementa- 94. S. Weinberg, Sueños de una teoría final, Crítica, Barcelona, 1996. 211 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS les—. En esa teoría se podrán fundar todas las demás leyes de la natura- leza, pero no necesitará apoyarse en ninguna otra más profunda o más fundamental. Su validez sería ilimitada y su conocimiento significaría entender completamente cómo se comporta la materia. Con esa teoría final se podría responder a todas las preguntas. La humanidad llegaría así a la sabiduría total y absoluta. Esto le lleva, en el capítulo XI, titu- lado «¿Y sobre Dios qué?», a exponer sus opiniones sobre la religión, esencialmente acordes con las de Monod, aunque basadas en argumen- tos tomados de la física. Weinberg es materialista hasta el fondo y cree que ni en la vida ni en la inteligencia hay nada que las distinga esencialmente de las cosas inanimadas, como un trozo de roca o una silla. Tampoco cree en la existencia de ningún estándar ni ningún valor absoluto para basar en él la ética 95 . Expresa opiniones muy duras sobre los creyentes que en Es- tados Unidos se llaman liberales —es decir, los no dogmáticos, abiertos a varios puntos de vista— al decir, entre otras cosas, que no llegan ni al nivel de estar equivocados —aludiendo a una opinión de Pauli sobre un trabajo científico especialmente malo—, juicio sorprendente habida cuenta que Abdus Salam es uno de ellos y compartió con él un premio Nobel. Pero no le preocupan esos sectores de creyentes, a pesar de su con- fusión mental, sino los movimientos religiosos fundamentalistas, a los que ve como responsables de gran cantidad de males, persecuciones religiosas y guerras santas, y que, insiste en ello, no son perversiones de la religión verdadera sino su representación fiel. Weinberg usa aquí dos varas de medir, porque al hablar de los científicos colaboradores con sistemas represivos y degradantes, como los que hicieron experimentos criminales con prisioneros durante la Alemania nazi, dice que esos sí son perversiones de la verdadera ciencia, a la que no representan. La incredulidad de Weinberg no proviene solamente de su creencia en que el mundo se explica a sí mismo, sino también de que el Dios de la belleza y la armonía que a veces vemos en el mundo «sería también el de las enfermedades genéticas y el cáncer», un Dios que no le interesa y al que consideraría poco educado molestar con oraciones. Por su parte, Salam es un musulmán fervoroso que ha expuesto sus opi- niones sobre ciencia y religión en numerosas entrevistas 96 y conferencias 97 95. Ibid., cap. IX. 96. Una muy larga se recoge en el libro de J. Vauthier, Abdus Salam, un physicien, Beauchesne, Paris, 1990. 97. Por ejemplo Religion and Science, fascículo no publicado, o sus conferencias en Congresos Internacionales, como «Libertad religiosa» (Roma, 1983) o «La unidad de la religiones abrahámicas» (Córdoba, 1987). 212 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS y que cita a menudo el Corán 98 . Es también muy conocida su actividad en favor de la fundación de mezquitas y del culto islámico. Ante sus diferencias de opinión religiosa con Weinberg, Salam con- cluye que, aunque él se sintió guiado por la armonía matemática, «mi fe es poco importante para mi ciencia». No siente ninguna oposición entre ser hombre de ciencia y hombre de fe, por el contrario, dice, «percibo profundamente la unidad de estos dos aspectos míos» 99 . Además mani- fiesta una gran confianza en la oración. Salam insiste mucho en que la ciencia no es sólo obra de la tradición judeocristiana, sino también de la islámica. Según cree, ésta se vio es- timulada por el Corán, cuyo texto contiene no menos de setecientos cincuenta versículos exhortando a los creyentes a estudiar la naturaleza como un mandato de Dios. Afirma que la decadencia de la ciencia árabe desde los siglos XV y XVI se debió a la intolerancia entonces iniciada, pues el islam era antes más tolerante que el cristianismo siendo ésa una de las razones de la superioridad de su ciencia hasta entonces. Pero en ese momento se produjo una inversión rápida, como lo muestra la destrucción en 1580 por sectores religiosos radicales del observatorio astronómico musulmán de Estambul. Significativamente ello ocurría al mismo tiempo en que el danés Tycho Brahe (1546-1601) construía el suyo en Uraniborg, en la isla de Hven, donde se iban a elaborar las tablas de movimiento de los planetas que permitirían a Kepler abrir la puerta a la astronomía moderna. Por eso, Salam emplea su enorme prestigio en el mundo musulmán a favor de la tolerancia y en contra del radicalismo religioso que considera contrario al espíritu del islamismo. En sus conferencias, Salam habla de cuatro aspectos de la tras- cendencia de Dios: 1) el creador del mundo y del hombre, 2) el que responde a las oraciones, 3) la representación de la belleza eterna y 4) el inspirador de profetas y santos. También ve aspectos secularistas como el Dios que guarda la ley moral, da sentido a la historia, define el ideal de conducta o premia y castiga. Segun dice, conoce muchos científicos que aceptan los primeros tres aspectos de la trascendencia, pero no tan- tos que asuman los aspectos secularistas. 98. Para Salam el libro sagrado del islam es muy importante. Lo citó por ello ante el rey de Suecia, cuando hizo un brindis en 1979, durante los actos de entrega de los premios Nobel, diciendo: «La creación de la física es una herencia de toda la humanidad. El Este, el Oeste, el Norte y el Sur han participado igualmente en su extensión. En el Libro Santo del islam, se dice: ‘No se ve nada en la creación del Muy Misericordioso que no sea perfecto. Volved vuestra mirada, ¿veis algún defecto? Volvedla una y otra vez. Vuestra mirada se des- lumbra, pero no se cansa’. Ésta es la ley de todos los físicos. Cuanto más buscamos, mayor es nuestro asombro y más se deslumbra nuestra mirada». Nótese la semejanza con la frase del apóstol Santiago que Maxwell hizo escribir en una capilla (véase más arriba, p. 181). 99. Cf. J. Vauthier, Abdus Salam, un physicien, cit., p. 72. 213 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Salam tiene, como Einstein, un profundo sentido del misterio y de lo maravilloso, un misterio que no podrá nunca ser eliminado por la ciencia sino, por el contrario, impulsado y potenciado. Cita a menudo en sus escritos los versos del poeta árabe Faiz Ahmad Faiz: «Emociona- do por el misterio que encierran, disequé más de una vez el corazón de las más minúsculas de las partículas. Pero el asombro de mi ojo, mi fasci- nación, no se ha saciado». Quizá por ello, no cree que la ciencia llegue a saberlo todo y se opone radicalmente a reducir la inteligencia a las leyes de la química, como hace Weinberg, pues «la relación mente-cerebro es una dualidad no limitada por las partículas» 100 , y rechaza los esfuerzos por construir un modelo de universo autosuficiente creador de sí mis- mo. Salam cree en un más allá —puramente espiritual y sin resurreción de la carne, al modo islámico— y espera encontrar allí a su padre, a cuyo recuerdo se siente muy unido. Al final de una entrevista, es preguntado cómo quiere terminar 101 , a lo que contesta hablando de nuevo sobre lo maravilloso de la dimensión espiritual de la vida que, según afirma, es el mensaje verdadero de la fe de Abraham, con esta cita del Corán: Aunque todos los árboles se hiciesen plumas, Aunque los siete océanos fuesen de tinta, No bastarían para escribir las maravillas del Altísimo Porque es sabio y poderoso 102 . Mott, Eccles y la consciencia Emparejo ahora al físico sir Nevill Mott y al biólogo sir John Eccles, los dos famosos y premios Nobel, porque coinciden, a la hora de hablar de su fe en Dios, en atribuir un papel importante a la consciencia. Para el primero ésta será siempre inexplicable por la ciencia, el se- gundo la entiende en el marco de una teoría dualista de la relación men- te-cerebro, basada en el esquema de los tres mundos de Popper. El británico sir Nevill Mott (1905-1995) obtuvo el premio Nobel de Física en 1977 por sus trabajos sobre metales y semiconductores. Par- tiendo de las ideas de Heisenberg y Schrödinger, descubrió propiedades importantes de esos materiales, fundamentales para la microelectrónica que tanto está revolucionando la vida de los hombres de hoy. Sus trabajos tienen, pues, un carácter aplicado, al revés de lo que ocurre con muchos de los científicos de los que habla este libro. Fue director del famoso la- boratorio Cavendish de Cambridge desde 1954 hasta su retiro en 1971. 100. Ibid., p. 97. 101. Ibid., p. 109. 102. Corán 31, 27. 214 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Nevill Mott no fue educado religiosamente y no sintió ningún in- terés especial por la religión hasta sus cincuenta años. Siendo entonces director del Cavendish, fue invitado por el vicario de la iglesia de la Universidad de Cambridge a participar en una serie de conferencias sobre ciencia y religión. Eso le hizo leer y meditar mucho 103 , llevándole a pensar que el concepto de Dios es plenamente significativo, aunque no pueda ser expresado en términos científicos ni sirvan para él los métodos analíticos propios de la ciencia. Se convenció también de que abandonar ese equipaje racional para buscar a Dios no supone, para un científico, ninguna deshonestidad intelectual. Llegó así a concluir que ciencia y religión no se contradicen porque las verdades científicas y las religiosas no son de la misma naturaleza y, como consecuencia, empezó a participar en las actividades de su parroquia de la Iglesia anglicana y lo continuó haciendo junto con su mujer Ruth hasta su propia muerte, en su retiro en el pueblo de Aspley Guise cerca de Cambridge. Unos años tras su conferencia, reunió varios textos de científicos y publicó con ellos un libro titulado ¿Pueden creer los científicos? 104 . El artículo con que él mismo contribuye a ese volumen, «¿Cristianismo sin milagros?», expone en detalle su postura, a través de las razones de su opinión de que no hay milagros, es decir, actos de Dios en los que se violen las leyes de la naturaleza. Más precisamente, intenta «mostrar que es posible creer en un Dios activo en el mundo, pero que no realiza la clase de milagros descritos en los Evangelios». Una de sus razones es que, si existiesen los milagros, ¿por qué no los hace Dios con más frecuencia para evitar tantas desgracias como vemos cada día? Su res- puesta es que Dios no es esa clase de ser. Más aún, le repugnaría creer en un Dios que juega con las leyes de la naturaleza para asombrar a los hombres. Por el contrario, hace la hipótesis de que Dios sí se relaciona con los hombres y mujeres que lo buscan, pero que lo hace en el marco de las leyes naturales. La existencia del mal y el sufrimiento le hace preguntarse por qué creó Dios un mundo tan lleno de crueldad, por qué no lo hizo distinto o no creó simplemente un mundo vegetal. Le parece que la solución a ese enigma es que Dios no es omnipotente ni omnisciente y por ello no puede conocer los detalles del futuro. Opina Mott que la palabra «verdad» tiene muchos significados. Está la verdad científica, la verdad de la vida ordinaria y la verdad 103. Cf. su autobiografía, A life in science, Taylor and Francis, London, 1986; el apén- dice 3 de este libro contiene el texto de la conferencia. 104. N. Mott (ed.), Can scientists believe? Some examples of the attitude of scientists to religion, James and James, London, 1991; Íd., «The soul and the brain»: Revista Espa- ñola de Física 10/2 (1999), pp. 11-12. 215 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS religiosa —ésta de naturaleza totalmente distinta a las demás—. Al comparar las verdades científicas y religiosas, observa criterios de ver- dad tan diferentes, que deplora que se haya perdido el latín porque podría usarse la palabra latina veritas para las religiosas y «verdad», en cada idioma moderno, para las otras 105 . Cree posible participar en una Iglesia sin aceptar de modo literal todas las afirmaciones de su culto —eso mismo le ocurre a él—, y lo justifica de manera interesante: esas afirmaciones son parte de la historia de la religión. Pues dice que el fracaso de algunos intentos de renovación formal de la liturgia se debe a que el contenido del cristianismo no puede desgajarse sin distorsión o mutilación de la forma en que se generó, ni puede insertarse sin más en los esquemas mentales del mundo moderno, pues sólo se puede com- prender la religión a través de la experiencia de los siglos: la historia es esencial en lo religioso. Y por eso cree Mott que la función de los cultos es unir en un lugar y un tiempo a todos los fieles de todos los lugares y todos los tiempos, desde el pasado hasta el presente, precisamente lo que hacen los textos tradicionales —por lo que un científico que se aproxima a Dios puede entenderlos de ese modo, como su enlace con la larga historia de la aventura religiosa—. Ve las verdades del cristianismo como afirmacio- nes o doctrinas santificadas por la tradición, sobre las que cada uno de nosotros debe meditar para encontrarles su sentido, concentrándose luego sobre aquellas que le parezcan significativas. Fue esta reflexión la que le movió a escribir ese artículo, pensando en las numerosas per- sonas que desearían participar en una Iglesia, pero no lo hacen por no creer algunos de los dogmas. Se lamenta del auge de la interpretación literal y dice: «Cada ser humano debe encontrar las creencias que le ayuden mejor a acercarse a Dios». Es curioso que a Mott le parezca bien la falta de uniformidad re- ligiosa, precisamente uno de los argumentos que emplea Weinberg en contra de la religión. De nuevo hay aquí falta de acuerdo entre los científicos. Para Mott es muy importante la caída del mecanicismo determinista, gracias a la introducción de un azar esencial por la teoría cuántica (véase más arriba el capítulo 4). Por eso no tiene ningún problema para creer en el libre albedrío. Y sobre ello hace una afirmación radical, comple- tamente contraria a la creencia de Monod y Weinberg: ni la ciencia ni la psicología podrán explicar nunca la consciencia humana, es decir, el 105. Este comentario de Mott recuerda a la teoría de las dos verdades del filósofo his- pano-árabe Averroes (1126-1198), defendida en Europa por Sigerio de Brabante (1235- 1281). Según ella, no es necesario conciliar la fe y la razón, la Biblia y la ciencia, porque cada una es verdad en su ámbito y en su lenguaje. Santo Tomás se opuso a esta idea. 216 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS conocimiento inmediato del yo íntimo, del estar vivo, de las sensaciones o de los propios actos, porque es algo que está fuera y más allá de la física y de la química. Coincide en esto con otro físico famoso, Brian Pippard, su sucesor en la cátedra Cavendish de Cambridge, quien expresa así la misma idea: [Será siempre imposible que] un científico, incluso con acceso ilimitado al más poderoso ordenador imaginable, llegue a deducir de las leyes de la física que una cierta estructura compleja —él mismo— pueda ser consciente de su propia existencia. Y precisamente en esa consciencia humana, fuera del alcance de la ciencia, es donde Mott ve la relación entre Dios y el hombre. Compren- de muy bien que es reo de aceptar una forma, aunque sea limitada, del Dios tapaagujeros, pero afirma, con Pippard, que hace una excepción justificada porque está convencido de que ahí habrá siempre un agujero. Mott es fideísta, al decir: «Creo en Dios porque quiero hacerlo», y rechaza la vía racional hacia lo divino, porque, en cuanto hablamos de Dios, lo falsificamos necesariamente: el silencio debería sustituir a la palabra al hablar de Dios, pues el silencio está en la naturaleza de la teo- logía. Se declara muy influido por Küng, especialmente en su afirmación de que «la fe cristiana es simultáneamente un acto de conocimiento, de voluntad y de sentimiento». El neurofisiólogo australiano John Eccles (1903-1997) recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1963 por sus trabajos sobre la transmisión sináptica en el sistema nervioso central. Las sinapsis son las uniones entre las neuronas o células nerviosas. A través de ellas pasan de una neurona a otra los impulsos eléctricos que transmiten las sensaciones de los sentidos y las órdenes a los músculos, así como los que intervienen en los pensamientos. Son por tanto elementos esenciales en la dinámica del cerebro y de todo el sistema nervioso, cuyo funcionamiento se basa en la descarga por parte de las neuronas de sustancias químicas especiales conocidas como neurotransmisores. Una de las esperanzas del cientificismo, para el que absolutamente todo podrá ser reducido a términos científicos, es dar una explicación física del pensamiento basada únicamente en flujos de energía o de materia, pues cree que el cerebro no es más que un ordenador o com- putador hecho de carne. A ese punto de vista se le llama monista. En cambio se llama dualista a la opinión de que, en el pensamiento, hay a la vez elementos materiales y no materiales. Weinberg y Monod, por ejemplo, son monistas; acabamos de ver que Salam y Mott no lo son. Eccles, tampoco. Desde su perspectiva decididamente darwinista, Eccles se ha inte- 217 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS resado mucho en la evolución del cerebro 106 , proceso esencial para la aparición del hombre moderno a partir de formas arcaicas —pasando por homínidos primitivos como el Australopithecus africanus, extingui- do hace unos dos millones de años, y por los más recientes pero todavía antiguos Homo habilis y Homo erectus, desaparecidos hace un millón y medio y medio millón de años, respectivamente 107 —. Eccles defiende un concepto religioso de la generación de la autoconsciencia porque «en el núcleo de nuestro mundo mental [...] existe un alma creada por la divi- nidad». Escribe que «la trascendencia del hombre ha sido la motivación de toda la obra de mi vida» y cree que «al misterio humano lo ha degra- dado increíblemente el reduccionismo científico, con sus pretensiones de un materialismo prometedor de explicar todo el mundo espiritual en términos de patrones de actividad [eléctrica] neuronal. Esta creencia tiene que ser calificada como superstición» 108 . El libro editado por N. Mott ya citado incluye un trabajo de Ec- cles con el significativo título «El misterio de ser humano» 109 , en el que resume sus opiniones religiosas. En vez de tomar una postura reduccio- nista, como lo hace Weinberg, se sitúa en el esquema de los tres mundos propuesto por el filósofo Karl Popper, con quien escribió un libro 110 . Popper propone la idea de que todas las cosas que podamos imaginar se pueden ordenar en tres mundos, dos de los cuales están constituidos por objetos no materiales. De modo más preciso, esos mundos son: El mundo 1 es el de la materia y la energía y contiene todos los obje- tos materiales, que son de tres tipos: los inorgánicos como las piedras, el mar y las estrellas; los biológicos, sustratos materiales de los seres vivos incluyendo el cerebro; y los artefactos fabricados por el hombre, como un martillo o un televisor o la base material de los libros, los cuadros y las partituras musicales. El mundo 2 contiene los estados de la consciencia y el conocimiento subjetivo, las experiencias de los sentidos externos como el color, el sonido, el gusto o el tacto y las de los sentidos internos, incluyendo las emociones, recuerdos, pensamientos o sueños. El mundo 3 es el del conocimiento en sentido objetivo, e incluye la herencia cultural, los sistemas de conocimiento científico y filosófico, 106. J. Eccles, La evolución del cerebro: creación de la conciencia, Labor, Barcelona, 1992. 107. Para una descripción clara del proceso de evolución humana, cf. también el libro de Francisco J. Ayala, Origen y evolución del hombre, Alianza, Madrid, 1980. 108. J. Eccles, La evolución del cerebro, cit., p. 229. 109. J. Eccles, «The mystery of being human», en N. Mott (ed.), Can scientists belie- ve?, cit. 110. J. Eccles y K. Popper, El yo y su cerebro, Labor, Barcelona, 1985. 218 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el arte, la historia, etc., codificados y recogidos en sustratos materiales como libros, cuadros o partituras. Como ejemplo, un libro está relacionado con los tres. Considerado como objeto material de papel y cartón, está en el mundo 1, las expe- riencias que tenemos al leerlo están en el 2 y su contenido, las ideas que defiende o las historias que cuenta, están en el mundo 3. Desde el punto de vista estrictamente materialista, los mundos 2 y 3 no son más que ciertas disposiciones de las partículas del cerebro. Para Popper y Eccles son mucho más que eso. Es importante comprender que el núcleo del mundo 3 está consti- tuido por el lenguaje humano y sus productos —novelas, poesías, teo- rías científicas, leyendas, costumbres...— y que apareció en un cierto momento importante de la evolución biológica: cuando se inventó el lenguaje. Por eso y a pesar de su semejanza con el mundo de las ideas de Platón, es claramente distinto por ser un producto humano. Karl Popper propuso su teoría de los tres mundos motivado por su interés en el problema mente-cuerpo —cómo se relacionan la mente y su cerebro—, que considera como el más grande, más antiguo y más di- fícil de los problemas metafísicos 111 . Por ello, cree que para estudiarlo es preciso renunciar a las pretensiones científicas. Además, el planteamien- to tradicional debe ser reformulado, pues no sólo se trata de la relación entre la mente y su base material, el cerebro, sino también la que tiene con sus productos intelectuales y culturales. Eccles —usando el modelo de Popper— hace notar que la emer- gencia y el desarrollo de la consciencia en el mundo 2, gracias a una interacción con el mundo 3, el del entorno cultural, y con base física en el mundo 1, es un proceso enormemente misterioso, un enigma ya reconocido por Descartes al preguntarse cómo interactúan la mente y el cerebro. Eccles propone una hipótesis, basada en su interpretación de numerosos experimentos, según la cual la mente no material puede influir en la acción sináptica sin violar ninguna de las leyes de conser- vación de la física. Para ello es esencial el hecho comprobado de que la cantidad de neurotransmisor liberada cada vez por una neurona en un proceso de pensamiento sea muy pequeña —del orden de un attogra- mo, es decir, de una millonésima de billonésima de gramo—, tanto que sigue las leyes de la física cuántica, en especial el principio de incerti- dumbre de Heisenberg. Su conclusión: es imposible que el pensamien- to esté físicamente determinado de manera estricta (cabe recordar que Niels Bohr decía que si un físico, tras estudiar el estado de su cerebro, pretendiese predecir lo que va a hacer una persona, ésta podría siempre hacer lo contrario con toda tranquilidad). 111. K. Popper y K. Lorenz, El porvenir está abierto, Tusquets, Barcelona, 1992. 219 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS En su modelo, Eccles parte del hecho comprobado de que las neu- ronas se agrupan en el cerebro en haces llamados dendrones. Formula como hipótesis que todos los sucesos y experiencias de la mente, situa- dos en el mundo 2, están compuestos por unidades mentales actuando cada una en relación con un dendrón, a las que llama psicones. Cada psicón es una experiencia psíquica única, no reducible a términos ma- teriales: la teoría de Eccles es, pues, dualista. Él está convencido de que es la única manera de poder explicar la sensación global de nuestro estado de consciencia, muy clara e intensa para todos. Ve pruebas de ello en muchos experimentos sobre actividad cerebral, sólo explicables, según él, admitiendo la acción de una mente inmaterial sobre el cerebro material 112 . Al revés que otras, esta teoría no tiene ningún problema con la exis- tencia de la libertad humana, tan profundamente sentida por todos. Además, según afirma Eccles, el concepto religioso de alma se ve reco- nocido en el de psicón, que puede organizarse en complejos de psico- nes, en el mundo 2, en la interacción entre los sentidos exteriores y los interiores, explicándose así la misteriosa unidad del yo pensante. Por ello, dice, los creyentes no deben temer nada de los descubrimientos de la ciencia, aunque sí pueden sentirse desconcertados —como también se siente él— por las técnicas inquisitoriales de los materialistas dogmá- ticos. Muy al revés, como Einstein decía: «La ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega». Uno de los últimos párrafos de su libro sobre la evolución del cere- bro es el siguiente: Hay dos conceptos religiosos fundamentales: uno es Dios, el creador del cosmos con sus leyes fundamentales, comenzando por el diseño cualitati- vamente exquisito del Big Bang y sus consecuencias, el Dios trascendente en el que creía Einstein; el otro es el Dios inmanente al que debemos nuestra existencia. De algún modo misterioso, Dios es el creador de todas las formas vivientes en el proceso evolutivo y, particularmente en la evolución homínida de las personas humanas, cada una de ellas con su yo consciente de un alma inmortal 113 . 112. Nótese que Eccles afirma que la ciencia, con sus métodos basados únicamente en el estudio de entes materiales, ni puede ni podrá dar una explicación completa del pensa- miento, más allá de asegurar, como lo hace él, la existencia de elementos no materiales. Por ello, no hay contradicción con la hipótesis de Mott antes expuesta, enunciable como «no puede haber ni física ni química de psicones». 113. J. Eccles, La evolución del cerebro, cit., p. 230. 220 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Richard Feynman El norteamericano Richard Feynman (1918-1988) es una personalidad fascinante de la ciencia del siglo XX. Uno de los más grandes físicos teóricos que contribuyó sobre todo a la teoría de la superfluidez, a la de las fuerzas débiles entre partículas elementales y a la electrodinámica cuántica —que describe la interacción entre electrones y fotones—, re- cibió por esta última el premio Nobel de Física en 1965. Extraordinario profesor, polemista agudísimo, iconoclasta, mago de la ciencia, toca- dor de bongo y pintor, podría haber sido un showman famoso en todo el mundo. Probablemente, es el único de los galardonados con un Nobel que ganara también un premio como intérprete de samba en un carna- val de Río de Janeiro —tocando un instrumento llamado frigideira en el conjunto Farçantes de Copacabana 114 —. Era y se declaraba agnóstico, pero estaba abierto a la religión. Como tantos científicos, Feynman era muy sensible al misterio de la naturaleza y tenía una percepción estética de la ciencia. Sentía que, al au- mentar el conocimiento, crece el misterio y se hace más profundo y ma- ravilloso, incitándonos a adentrarnos aún más en él. La contemplación de la naturaleza desde las leyes que descubre la ciencia, le producía una gran emoción y, por eso, decía: «Pocas personas no científicas tienen ese tipo particular de experiencia religiosa» 115 . Durante una visita a los labo- ratorios Bell, le enseñaron una impresionante novedad: un microscopio de efecto túnel con el que estaban observando las primeras imágenes de átomos jamás conseguidas —de sicilio y de oro concretamente—. ¡Vein- ticuatro siglos tras Demócrito, se podían ver, por fin, los átomos! Un físico llamado Phil Platzmann estaba dando explicaciones. Feynman le interrumpió: «¡Cállate, Platzmann! Ésos son los átomos; eso es religión. No hables: ¡tan sólo mira! ¡Eso es Dios: los átomos están ahí!» 116 . La vis- ta de los átomos en el microscopio era una experiencia religiosa para él. La duda, la inevitabilidad de la incertidumbre y el carácter provisional de todo conocimiento eran muy importantes para Feynman y así dice: «Es nuestra responsabilidad como científicos proclamar el valor de la libertad 114. Para apreciar la singularísima personalidad de Richard P. Feynman, cf. sus libros ¿Está usted de broma señor Feynman?, Alianza, Madrid, 1985, y ¿Qué te importa lo que piensen los demás?, Alianza, Madrid, 1988. Cf. la biografía de J. Mehra, The beat of a different drum: the life and science of Richard Feynman, Clarendon Press, Oxford, 1994. El capítulo 25 trata de sus opiniones religiosas; según Mehra, Feynman estuvo siempre interesado en la relación ciencia-religión. 115. R. Feynman, «The value of science»: Engineering and Science (diciembre de 1955), p. 14. 116. J. Mehra, op. cit., p. 593. Mehra se entrevistó con Platzmann antes de poner por escrito la anécdota. 221 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS y enseñar a dudar» 117 . Esta convicción estaba en la médula de sus ideas sobre el papel de la ciencia. En una conferencia dada en Pisa en 1964, para conmemorar el cuarto centenario del nacimiento de Galileo, se pro- nunció rotundamente en contra de las verdades absolutas. Hablando del sentido de la vida, que siempre ha preocupado tanto al hombre, dice: «La pregunta es la misma, pero las respuestas son muy diversas» 118 . Feynman cree que, al reconocer que no tenemos una única respuesta, llegamos al mar abierto, porque «decidir sobre la respuesta no es científico. Para progresar, es necesario dejar entreabierta la puerta de lo desconocido [...]. Estamos sólo en el principio del desarrollo de la raza humana. Es responsabilidad nuestra no dar ahora una respuesta final [...] porque estamos encadenados a los límites de nuestra imaginación de hoy...» 119 . Para Feynman, hay dos cuestiones importantes: ¿por qué es difícil encontrar la consistencia entre ciencia y religión? y ¿vale la pena inten- tarlo? Respecto a la primera, cree que el problema está en que la ciencia debe estar siempre basada en la duda, imperativa para ella, mientras que la religión exige una creencia total en la existencia de Dios. Como no hay verdades absolutas, no se debe preguntar ¿existe Dios?, sino ¿cuánto de probable es que exista Dios? Además, la contemplación de la inmensidad del universo y de cómo operan las leyes inmutables de la física «producen reverencia y misterio (y hacen pensar) que es inade- cuada la idea de que todo fue arreglado por Dios para contemplar la lucha del hombre con el bien y el mal» 120 . Pero, por otra parte, aunque la presencia humana en el ingente cosmos parece fútil, su relación con los animales y las cosas, a lo largo de la evolución cósmica y biológica, sugiere una posibilidad: «El hombre es un recién llegado a este vasto drama, ¿podría ser que todo lo demás fuese tan sólo un andamio para su creación?». En relación con la segunda pregunta, Feynman cree que aunque lo que llama aspectos metafísicos de la religión —qué son las cosas, de dónde vienen, qué es Dios— pueden entrar en conflicto con la ciencia, los aspectos morales no se ven afectados por ello pues «las cuestiones éticas están fuera del ámbito científico», diciendo: «Hay una consisten- cia completa entre esos aspectos de la religión y el conocimiento cientí- fico». Y así contesta definitivamente a la pregunta, al decir: 117. R. Feynman, «The value of science», cit., p. 15. 118. Íd., «The role of scientific culture in modern society»: Supplemento al Nuovo Cimento IV/2 (1966), pp. 492-526, cita pp. 502-503. 119. Ibid. 120. Íd., «The relation of science and religion»: Engineering and Science (junio de 1956), p. 22. 222 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS La civilización occidental se basa en dos herencias. Una es el espíritu científico de aventura en lo desconocido [...], la actitud de que todo es incierto, es decir, la humildad del intelecto. La otra es la ética cristiana —el amor, la hermandad de todos los hombres, el valor del individuo—, o sea, la humildad del espíritu. Son dos herencias lógicamente consis- tentes. Pero la lógica no lo es todo; para seguir una idea, es necesario el corazón. ¿Cómo conseguir la inspiración para que esos dos pilares de la civilización occidental se mantengan juntos, en pleno vigor y sin temo- res mutuos? Éste es el problema central de nuestro tiempo [la cursiva es mía] 121 . Charles H. Townes, descubridor del máser y del láser El norteamericano Charles H. Townes, nacido en 1915, recibió el pre- mio Nobel de Física de 1964 por su descubrimiento del máser, dis- positivo para producir haces muy intensos de microondas, usado en telecomunicaciones e imprescindible en los viajes espaciales y en los radiotelescopios. También inventó el láser —en colaboración con Arthur Schawlow—, aparato parecido al máser, pero con luz visible en vez de microondas, cuyas aplicaciones son incontables. Trabajó durante muchos años en el desarrollo del radar y en astrofísica. En este campo, destacan sus métodos para la detección de moléculas orgánicas en el espacio, de las que su equipo descubrió muchas entre las décadas de los años sesen- ta y noventa del pasado siglo, las de amoniaco y agua, por ejemplo. La mera existencia de tales moléculas fuera de la Tierra es muy importante para la generación de la vida, pues si se condensan en planetas o son llevadas a ellos por cometas, pueden servir de iniciadores de la química prebiótica. Townes, que asegura: «Creo en el concepto de Dios y en su exis- tencia, lo que tiene un papel muy importante en mi vida», ha escrito una autobiografía 122 y varios textos en los que expone su punto de vista sobre la ciencia y la religión. Desde niño, sintió una gran admiración ante la naturaleza —que le parece «tan claramente hecha por Dios» (so obviously God-made) 123 —, una intensa sensación de maravilla y un fuerte deseo de entenderla. Dice Townes que su fe conformó mucho de su manera de actuar e incluso le ayudó en su trabajo de laboratorio. De forma concreta cita 121. Ibid., p. 23. 122. Ch. H. Townes, How the laser happened: adventures of a scientist, Oxford Uni- versity Press, New York, 1999. 123. Íd., «Reflections on my life as a physicist»: CTNS Bulletin (Berkeley, California), 12/3, p. 1. 223 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS dos características que debe tener todo científico —especialmente si, como él, tiene responsabilidades de dirección— y que emanan natural- mente de una visión religiosa. En primer lugar, la costumbre de hablar con todos y escuchar a todos, para tomar luego las decisiones que pa- rezcan más justas, aunque sean poco populares (seguir esta norma es la causa de que, a veces, sea considerado como un conservador en su Universidad de Berkeley y como un radical en Washington cuando ase- sora al gobierno). En segundo lugar, la religión le enseñó a disentir con humildad, lo que considera muy bueno para la práctica de la ciencia, dada la provisionalidad de todo el conocimiento científico. La pregunta «¿por dónde aparece Dios?» no tiene sentido para él, pues «si uno es creyente, está siempre aquí y en todas partes; está en to- das las cosas. Para mí, Dios es personal y omnipresente, una gran fuente de fortaleza» 124 . Para explicar su sensación de que Dios existe, a pesar de tantas opiniones en contra, recurre a una imagen: Es como el libre albedrío, que no tiene lógica en términos de la ciencia hoy conocida. Sin embargo, nuestra impresión de actuar libremente es muy intensa y no dudamos que tal contradicción se debe a lo incompleto de nuestro conocimiento. Y así, al tiempo que preguntamos si existe una figura como Dios, lo sentimos fuertemente —lo mismo en este instante como al reflexionar sobre todo lo ocurrido en nuestras vidas 125 . Comparando ciencia y religión, dice que sus campos «son ac- tualmente mucho más similares y paralelos de lo que nuestra cultura supone», y también: El fin de la ciencia es descubrir el orden del universo, para entender a las cosas y al hombre [...]. El fin de la religión es llegar al entendimiento (y la aceptación) del propósito y el sentido del universo y de cómo encaja- mos en él [...]. Aunque entender el orden no es lo mismo que entender el sentido, no son cosas muy lejanas, como sugiere el idioma japonés, en el que física se dice butsuri, cuyo significado literal es las razones de las cosas, ligando así la naturaleza y el sentido del universo [...]. La mayoría de las religiones ven un origen unificador de ese sentido; es a esta fuerza suprema cargada de propósito a lo que llamamos Dios 126 . Otra semejanza que ve entre ciencia y religión está en el papel que en las dos juega la fe. Normalmente, ésta se asocia con la religión, pero muchos la consideran incompatible con la ciencia. Y, sin embargo, «la 124. Ibid., p. 7. 125. Ibid. 126. Íd., «The convergence of science and religion»: The Technological Review (MIT), 68/7, p. 1. 224 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS fe es esencial para un científico, que siempre debe estar comprometido íntimamente con la creencia en que hay orden en el universo y en que la mente humana puede entenderlo» 127 . Townes hace una comparación curiosa en apoyo de la tesis de que, sin fe, no habría ciencia: dice que Einstein se parece a Job. Su famosa frase, grabada en alemán en el Fine Hall de Princeton, «Dios es sutil, pero no malicioso», muestra su fe en que el mundo puede ser complica- do y difícil de entender, pero no es arbitrario ni ilógico. Einstein pasó la segunda mitad de su vida buscando una formulación unificada de la gra- vedad y el electromagnetismo —como Maxwell había conseguido hacer con la electricidad y el magnetismo—, sin conseguirlo. Eran muchos los que aseguran que seguía una pista falsa, a causa de una manía personal, propia de quien ha perdido el contacto con la realidad. Mas su fe en la unidad y el orden de la naturaleza le hizo dedicar treinta años de su vida a esa búsqueda de unificación. Lo hizo en una gran soledad intelectual, incomprendido por todos, porque era algo imposible para la ciencia de ese momento. Hoy, sin embargo, es una de las banderas de la física de las partículas elementales. Por esa profunda fe, mantenida a pesar de la abrumadora evidencia en contra, es por lo que Townes le compara con el Job del Antiguo Testamento, que seguía creyendo en Dios, a pesar del sinsentido de todas sus desgracias 128 . Townes se plantea la tremenda contradicción que hay entre la idea de un Dios creador y bondadoso y la existencia del mal y el sufrimiento. Pero ve en ello otro parecido entre ciencia y religión. Pues, según el teorema de Gödel (véase más abajo el capítulo 8), la ciencia no se puede librar de paradojas e inconsistencias: muy al contrario, se ve forzada a vivir con ellas. Además, debe partir de ideas primeras, a las que no se llega por lógica, sino mediante intuiciones repentinas que, le parece así, merecen el nombre de revelaciones. Todo eso le hace creer que las dos estructuras deben converger en el futuro. Porque además, rechaza frontalmente la idea de que la cien- cia sola pueda llegar a explicarlo todo. Por ejemplo, dice, con Niels Bohr, que la percepción del hombre como totalidad y su constitución en términos de sus componentes físicos son aspectos complementarios, aparentemente contradictorios, pero necesarios los dos para una des- cripción completa. Y añade: No me parece que haya ninguna justificación para la opinión dogmática de que el notable fenómeno de la individualidad humana pueda expre- 127. Ibid., p. 7. 128. Ibid. 225 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS sarse, completa y únicamente, en términos de las leyes de los átomos y las moléculas 129 . Arthur Schawlow (1921-1999) fue coinventor del láser con Charles Townes, además de ser cuñado suyo 130 . Los dos fueron coautores de un libro fundamental, Microwave Spectroscopy, en 1955. Luego Schawlow continuó trabajando en espectroscopía de láseres, es decir, en el estu- dio de láseres con distintas frecuencias y constituidos con diferentes materiales, tema importante para la generalización de sus aplicaciones. Por ello recibió el premio Nobel de Física en 1981. Como Townes, era sinceramente creyente y practicante, afiliado a la Iglesia Metodista. No publicó textos sobre religión como su cuñado, pero sí se expresó inequívocamente en ese sentido. Suya es la frase: «Al enfrentarnos con las maravillas de la vida y el universo, debemos preguntarnos ‘por qué’ y no solamente ‘cómo’. La única respuesta posible es religiosa... Siento a Dios en el Universo y en mi propia vida». Otro de los científicos del láser es William Phillips (1948), que tra- baja en el National Institute of Standards and Technology de Estados Unidos. Como muchos investigadores norteamericanos lleva barba y vaqueros y calza zapatillas de correr. Tiene fama de campechano y de tener siempre mucha prisa. Es irónico que una persona así se haya pa- sado muchos años estudiando la física de la lentitud, pues su tema de investigación es el enfriamiento de átomos con láseres. Los átomos es- tán siempre moviéndose muy deprisa (en la atmósfera en condiciones normales, las moléculas de oxígeno y de nitrógeno tienen una veloci- dad media de unos 1800 kilómetros por hora). Para estudiarlos mejor conviene que se muevan despacio, o sea, que se enfríen, pues frenarlos y enfriarlos viene a ser lo mismo. Phillips y sus colaboradores han con- seguido llevarlos a temperaturas de sólo unas pocas milmillonésimas de grado sobre el cero absoluto, la temperatura más baja de todo el uni- verso. Por ello le dieron el premio Nobel de Física en 1997. Siente una emoción casi religiosa al contemplar los átomos, similar a la que sentía Feynman, y como Townes se maravilla ante el universo, pareciéndole imposible que haya surgido por el mero azar. Junto a su mujer es miembro de una iglesia Metodista desde 1979, caracterizada por su diversidad étnica y racial. Eso les gusta porque que- rían educar a sus hijos en un ambiente de diversidad que les parece muy enriquecedor. Tras recibir el premio Nobel, hizo público su compromiso religioso y fue poco después miembro fundador de la Internacional So- 129. Ibid., p. 9. 130. Una biografía suya en forma de entrevista realizada en 1984 está publicada en A. Schawlow, «The Playful Physicist»: Physics in perspective 6 (2004), pp. 310-343. 226 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS ciety for Science and Religion, dedicada al estudio interdisciplinar de la ciencia y la religión. Participa también en las conferencias sobre «Ciencia y búsqueda espiritual» que se celebran en la Universidad de Harvard, a las que asisten creyentes y ateos para comparar sus posturas personales. Stephen Jay Gould El paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould (1941-2004), es uno de los científicos notables que han reflexionado, desde su experiencia en la teoría de la evolución, sobre las relaciones entre religión y ciencia. Pro- fesor de zoología y de geología de la Universidad de Harvard, propuso en 1972, junto con N. Eldredge, la teoría de los equilibrios puntuados (o intermitentes), según la cual la mayoría de los cambios evolutivos se producen durante períodos cortos, pasando luego las nuevas especies por largas épocas de estabilidad. Además de su conocida obra investi- gadora sobre la evolución es un escritor muy prolífico, cuyos libros de divulgación y ensayos científicos son traducidos y leídos por todo el mundo, como es el caso de La vida maravillosa o El pulgar del panda 131 . En 1999 publicó su obra Rocks of ages: science and religion in the fullness of life 132 , en el que explica sus ideas sobre la relación ciencia-religión. El título alude a un juego de palabras entre Rocks of ages (las rocas [o sea, el fundamento] del tiempo), tema que compete a la religión y Ages of rocks (las edades de las rocas), algo propio de la ciencia. El libro es significativo no sólo por su contenido sino, más aun, por dos características de Gould. Se declara agnóstico, no creyente, y es un gran defensor de la ciencia frente a interferencias de otras esferas. Ello le hizo intervenir en un famoso juicio en 1982 en Arkansas que declaró inconstitucional una ley de ese estado que obligaba a dedicar el mismo tiempo en la enseñanza media a la evolución de Darwin y a las llamadas ideas creacionistas (fue un juicio bautizado como «Scopes II», en re- cuerdo de John Scopes, el profesor de biología condenado en Tennessee en 1925 por enseñar la teoría de Darwin). Gould enuncia con claridad su tesis desde el principio: El supuesto conflicto entre ciencia y religión sólo existe en la cabeza de la gente y en las prácticas sociales, no en la lógica interna de estos dos ámbitos, diferentes pero igualmente vitales. 131. S. J. Gould, La vida maravillosa, Crítica, Barcelona, 1990; El pulgar del panda, Crítica, Barcelona, 1994. 132. Citamos por esta edición (Random House, New York). Cf. la trad. española: S. J. Gould, Ciencia versus religión, un falso conflicto, Crítica, Barcelona, 2000. 227 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Y añade: La gente de buena voluntad desearía ver paz entre la ciencia y la reli- gión, para que éstas puedan mejorar nuestras vidas, en lo práctico y en lo ético. Pero de estos deseos de cooperación se extrae a menudo implícita- mente la conclusión errónea de que debería tener la misma metodología y el mismo tema de estudio. Gould no ve cómo podrán unificarse cien- cia y religión, pero tampoco comprende que deba haber conflicto entre ellas. Cree importante conseguir que se traten con una respetuosa no interferencia y, para ello, propone una norma de conducta a la que bau- tiza como NOMA, siglas de Non-Overlapping MAgisteria (magisterios no solapantes). La ciencia y la religión tienen su magisterio cada una: el de la ciencia es el reino de lo empírico: los hechos observados y las teorías que los explican. El de la religión se extiende sobre los valores morales y el sentido último de la vida y el mundo. Por eso su NOMA debe caracterizarse por conceder el mismo valor a los dos magisterios, considerándolos independientes entre sí. Resume la diferencia con una cita implícita a Galileo: la ciencia dice cómo van los cielos, la religión cómo se va la cielo. Al desarrollar su idea, manifiesta su gran respeto por la religión, de la que dice que siempre le fascinó por una sorprendente paradoja: que ha participado en horrores históricos, pero también ha generado los ejemplos más admirables de bondad. Explica que esa paradoja se debe a su colusión con el poder secular. Gould examina el caso del juicio de Galileo. Empieza por dejar sentado que éste fue tratado cruelmente aunque tenía razón. Pero hace luego una exposición de lo ocurrido mucho más matizada de lo que se ve a menudo. Se suele pasar por alto, afirma, que el asunto fue mucho más complejo y que en él influyeron considerablemente las intrigas pro- pias de las cortes principescas de Europa. Por eso afirma lo siguiente: Debe rechazarse la visión anacrónica y de cartón-piedra que ve a Galileo como un científico moderno luchando con el dogmatismo atrincherado de una Iglesia operando fuera de su magisterio y casi ridículamente equi- vocada sobre los hechos básicos de la cosmología 133 . Para ilustrar lo que llama la falacia de la guerra inevitable entre ciencia y religión, considera Gould en detalle los libros de Draper His- toria del conflicto entre religión y ciencia 134 , del que se habla en las 133. S. J. Gould, op. cit., pp. 71-72. 134. Altafulla, Barcelona, 1987. 228 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS páginas 70-71 de este libro, y de White A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom 135 , a quienes acusa de haber de- formado la historia (y de ser instigadores de la pelea entre Huxley y el obispo Wilberforce 136 ), por ejemplo en el caso de Cristobal Colón y los teólogos de Salamanca 137 . Explica cómo Draper y White inventaron el mito de que éstos se oponían al viaje de las tres carabelas por creer que la Tierra es plana y considerar herética la opinión de que es una esfera. La cosa es importante porque ese mito estimuló el estereotipo de una Iglesia católica intolerante y cerrada en el error y la superstición. Pero, como muestra Gould, la comisión presidida por el confesor de Isabel la Católica, Hernando de Talavera, no cuestionó nunca la esfericidad de la Tierra. De hecho todas las figuras intelectuales del cristianismo medie- val aceptaban la esfericidad del planeta, ya lo hacía Beda el Venerable en el siglo VIII y, más tarde, Rogerio Bacon (1220-1292), Tomás de Aquino (1225-1274) o Nicolás de Oresme (1320-1382), por poner algún ejem- plo. La historia de Draper es falsa 138 . El debate de Salamanca se centró en el tamaño de la Tierra y eran los teólogos quienes estaban en lo cier- to, al afirmar que aquélla era mucho mayor que lo que pretendía Colón, quien había cocinado los datos a favor de un planeta más pequeño para convencer a todos de que podría llegar a la India (y conseguir así apoyo económico y marineros dispuestos a la aventura). Gould recuerda cómo leyó de niño en un libro escolar esta historia falsa, que contribuyó mu- cho a enfrentar a ciencia y religión en el estereotipo social. Termina este capítulo con algunos científicos interesantes, dedicados a genética, evolución y cosmología, campos en que se suele decir que la proporción de agnósticos, ateos o indiferentes es especialmente alta. Probablemente es así y conviene, por ello, examinar esos casos. Uno es el genetista Francis S. Collins (1950), director del Proyecto Genoma Humano de Estados Unidos y premio Príncipe de Asturias 2001, quien ha contribuido de manera importante a determinar la base genética de dolencias como la fibrosis cística, la neurofibromatosis y la enfermedad de Huntington. Ha escrito recientemente un libro en el que expone sus ideas sobre la religión 139 En él explica su agnosticismo, cuando era es- tudiante no graduado, y su ateísmo, al que llegó mientras se doctoraba en química física en Yale. Luego entró en la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte, donde se sintió profundamen- 135. Dover, New York, 1960. 136. En la reunión de Oxford en 1860 de la que se habla en el capítulo 5, supra, pp. 121-122. 137. S. J. Gould, op. cit., pp. 111-121. 138. J. B. Russell, Inventing the flan Herat, Praeger, New York, 1991. 139. F. S. Collins, The language of God, Free Press, New York, 2006. 229 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS te impresionado por los sufrimientos y la muerte de los pacientes de su hospital y eso le llevó a replantearse sus ideas sobre el mundo y la religión. Se convenció así de que Dios y la evolución darwiniana son perfectamente compatibles, idea que mantuvo para su propio coleto durante algunos años mientras la iba madurando. En su libro analiza y rechaza posturas tales como el agnosticismo, el ateísmo, creacionismo y el diseño inteligente (véase más arriba en capítulos 1, 2 y 5), coincidien- do con Ayala en la dureza de su crítica al diseño inteligente. George Smoot (1945) recibió la Medalla Einstein 2003, otorgada por la Sociedad Einstein de Berna y el premio Nobel de Física 2006, compartido con John Mather, por su trabajo como Investigador Prin- cipal del Proyecto espacial COBE (Cosmic Background Explorer, o sea Explorador del Fondo Cósmico), dedicado a dibujar, con datos toma- dos por una nave espacial, un mapa del universo primordial cuando sólo habían transcurrido 300.000 años tras el Big Bang. Eso era hace más de trece mil millones de años, el mundo acababa de hacerse trans- parente y no existían aún estrellas ni galaxias. Conviene subrayar que el universo primordial es, a la vez, lo más lejano en el espacio que po- demos observar y también en el tiempo pues la radiación tarda miles de millones de años en llegar desde allí hasta nosotros. En otras palabras, no podemos observar el universo lejano como es hoy sino sólo como era en el pasado remoto. En un libro escrito con el periodista K. Davidson explica en lenguaje accesible el proyecto COBE 109. Lo que hizo COBE fue fotografiar cómo era el mundo entonces, pero no con luz visible sino con microondas, o sea ondas de radio con frecuencias próximas a las que usan los teléfonos móviles; más con- cretamente con lo que se llama Radiación Cósmica de Fondo que im- pregna todo el universo y es un remanente del momento en que éste se hizo transparente y todo se iluminó. De ese modo se pueden detectar inhomogeneidades o grumos en la fábrica del espacio-tiempo, arrugas en el tiempo como le gusta llamarlas a Smoot. Esas arrugas se deben a condensaciones aleatorias de la densidad primordial de materia y ener- gía que se irían adensando por la atracción gravitatoria de sus partes y servirían así de semillas de los cúmulos de galaxias que se organizarían luego en galaxias y estrellas. Por eso se ha dicho metafóricamente que el diagrama de COBE en el que se ven esas arrugas es algo así como «el ge- noma del universo». Al pensar en todo esto es fácil sentir un escalofrío por el espinazo, según advertía Pascal en su pensamiento n.º 201 citado más arriba (capítulo 1, p. 33). Los resultados del COBE se comunicaron el 23 de abril de 1992 en el congreso anual de la Sociedad Americana de Física en Washington, en medio de una expectación enorme. En una rueda de prensa tras la presentación técnica, Smoot dijo: 230 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Hemos observado las estructuras más grandes y antiguas jamás vistas del universo primitivo. Fueron las semillas primordiales de estructuras modernas como galaxias o cúmulos de galaxias, y representan enormes arrugas en la estructura del espacio-tiempo que quedan del período de la creación [... y contestando a una pregunta:] Si es Vd. religioso, es como ver a Dios. De entre los más de 40 minutos que Smoot estuvo hablando, esta última frase fue la más citada y comentada, causando incluso una cierta polémica pues algunos científicos la consideraron inapropiada. Para ex- plicarla más, Smoot recuerda en su libro otra frase sobre el mismo tema, la de R. Jastrow considerada más arriba en el capítulo 6. También dijo de ella en una entrevista «Invoqué a Dios porque es un icono cultural que la gente entiende — pero hay una razón más profunda. No se puede evitar la conexión religiosa al hablar de cosmología» 140 . Cuando el en- trevistador le pregunta «¿Eran religiosos sus padres?», responde «Eran protestantes no muy religiosos, pero íbamos a la iglesia cuando yo era joven. De cualquier modo, me siento cómodo con ello». Sin salir del ámbito de la cosmología, podemos mencionar al radio- astrónomo británico Anthony Hewish (1924), premio Nobel de Física 1974 por su descubrimiento de los púlsares, estrellas en rápida rotación y constituidas por neutrones, llevado a cabo en colaboración con la en- tonces estudiante de doctorado Jocelyn Bell. El premio Nobel fue conce- dido a Hewish y a otro radioastrónomo, Martín Ryle, sin incluir a Bell, lo que fue muy criticado, si bien se argumenta que las razones fueron las importantes contribuciones de Hewish y Ryle a la radioastronomía en general, hechas cuando Bell era aún una niña. Hewish es un creyente convencido de que la ciencia y la religión son necesarias, las dos a la vez, para entender nuestra relación con el universo. Dios le parece un ser muy racional, al ver que todo el mundo está hecho de electrones, pro- tones y neutrones en un espacio vacío lleno de partículas virtuales. No cree que estemos aquí por azar, pues no ve ninguna razón para asegurar que la existencia del universo se deba a algún accidente cósmico o que la vida se haya originado por procesos de azar. Cabe decir que Jocelyn Bell era y es cuáquera. Otro caso es el de Arno Penzias (1933) 141 , premio 140. G. Smoot y K. Davidson, Arrugas en el tiempo, Plaza y Janés, Barcelona, 1994, pp. 348-357. Para una breve biografía: http://aether.lbl.gov/www/personnel/Smoot-bio. html y para una entrevista http://aether.lbl.gov/www//personnel/OMNIinterviewSmMarch 93.html, las dos publicadas en el sitio web del Lawrence National Laboratory de la Uni- versidad de Berkeley. 141. H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos: Scientists Reflect on Science, God and the Origins of the Universe, Life and Homo Sapiens, Open Court, La Salle (Ill.), 1992, p. 78. 231 A CT I T UDE S DE CI E NT Í F I COS A NT E L A I DE A DE DI OS Nobel en 1978 por haber descubierto con Robert Wilson la radiación cósmica de microondas que permea el universo y es prueba decisiva del Big Bang. Se sintió muy impresionado por su descubrimiento que implica la idea de un origen del tiempo, siendo su punto de vista similar al de Hewish. Para terminar puede ser interesante el siguiente dato. Más arriba, en la página 34 se recogen unas frases muy negativas y pesimistas de Steven Weinberg sobre el sentido del universo o, más exactamente, so- bre su falta de sentido. ¿Representa solamente una opinión personal o más bien un punto de vista extendido entre los cosmólogos? En un in- teresante libro 142 se recogen 27 entrevistas con otros tantos cosmólogos destacados sobre las ideas básicas de nuestro entendimiento del cosmos. A 23 de ellos se les pregunta por su opinión sobre la frase de Weinberg. Se manifiestan de acuerdo 6 y en desacuerdo otros 6, aunque casi todos con matices. Luego hay 11 respuestas variadas, del tipo «no lo sé», «no se puede saber», «es demasiado negativo» y similares, si bien hay que decir que a veces es difícil clasificarlas. También se pregunta al propio Weinberg, quien contesta que ha recibido más comentarios negativos sobre esa frase que sobre cualquier otra de las que ha escrito. Añade: «Quizá no me he expresado bien [...]. Ciertamente quería decir más o menos lo que dije pero no me salió exactamente como quería [...]. Si se dice que una cosa no tiene sentido, hay que preguntar ‘¿qué clase de sentido se busca?’. Eso es lo que se necesita explicar. Qué clase de sentido debería tener el universo para que no fuese sin sentido. Eso es lo que yo debería explicar» (énfasis suyo) 143 . 142. A. Lightman y R. Brawer (eds.), Origins. The lives and worlds of modern cos- mologists, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1990. 143. Ibid., p. 466. 233 8 LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO Ciencia y cientificismo Los espectaculares éxitos conseguidos por la ciencia desde el siglo XVIII determinaron que muchos la tomasen como árbitro definitivo e inapela- ble de cualquier asunto, fundándose así una visión del mundo conocida como cientificismo. Quizá podamos datar su nacimiento en 1748, con la publicación del libro El hombre máquina del francés Julien Offroy de la Mettrie, sustentando la opinión de que las personas son tan sólo máquinas obedientes a las leyes de la física y la química, por lo que el fun- cionamiento de todo su cuerpo es competencia exclusiva de esas ciencias, incluyendo el pensamiento. Desde ahí hay un solo paso hasta afirmar que los científicos, o los expertos en la jerga de hoy, tienen la exclusiva para resolver los problemas y contestar a las preguntas referidas a los hombres y, por extensión, a todo el mundo. Desde aquel momento, la ciencia ha llegado a invadir abrumadoramente todos los ámbitos de la vida social y personal. Vivimos bajo su influjo y sometidos a sus productos. Desde su poder y su prestigio y desde el temor que suscita, juzga y define las actitudes y costumbres de los hombres de hoy 1 . En principio, no parece que haya nada que objetar. Al fin y al cabo, la ciencia ha contribuido a mejorar la vida de los hombres de un modo que nadie podía imaginar antes. Gracias a la química y la biología, lite- ralmente ciencias de la supervivencia, mejoraron los métodos de la agri- cultura, de la higiene y de la medicina a partir del siglo XVIII, y los hom- bres empezaron a comer mejor y a liberarse de muchas enfermedades, reduciéndose la terrible mortalidad infantil. La física puede ser llamada justamente la ciencia del bienestar, pues los métodos de producción, basados en sus leyes, abrieron una vía en la lucha contra la pobreza y 1. J. M. Sánchez Ron, El poder de la ciencia: historia socio-económica de la física (siglo XX), Alianza, Madrid, 1992. 234 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS los artefactos construidos gracias a ella —máquinas que trabajan y nos transportan, radios y televisores que nos divierten, ordenadores que potencian nuestra inteligencia— hacen más agradable la vida. No cabe duda de que, gracias a la ciencia, los hombres viven más años, sufren menos enfermedades o las pueden curar, no pasan hambre y se divierten viendo películas o conduciendo coches, si bien estos beneficios no se reparten igualmente por el globo. Además, la ciencia ha liberado a los hombres de supersticiones, opresión e ignorancia, porque impulsó el ejercicio de la crítica y les en- señó el valor de la prueba y lo nocivo de los argumentos de autoridad. Sin ella habría sido mucho más difícil que hubiesen surgido la libertad o los derechos humanos, ideas que prendieron precisamente durante el estallido de la segunda Revolución científica. No es de extrañar que se generase el mito del progreso imparable basado en la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, de las que sólo cabe esperar cosas buenas, ni que se instaurase en la cultura europea una visión optimista de la histo- ria, basada en la esperanza de resolver cualquier problema si se plantea científicamente. Sin embargo, esa utopía empezó a tambalearse en el siglo XX ante las temibles consecuencias de la aplicación militar de la tecnología durante la primera guerra mundial, para hacerse añicos tras las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki en la segunda. No obstante, estos y otros contratiempos se interpretan a menudo como una prueba de que las cosas son más complejas de lo que se había pen- sado al principio —se necesita más tiempo y estudios más detallados, eso es todo—, sin que afecten al fondo de la cuestión. Aunque sigue habiendo problemas, parece pues que la ciencia se ha ganado a pulso y justamente la relevancia social que ahora tiene. Tanto poder, tanto prestigio y tanto miedo, en las sociedades de ahora obsesionadas por la imagen, inhiben la crítica y hacen que las opiniones de sus oráculos sean tomadas como verdades irrebatibles de validez universal y perpetua. Como además de capacidad de acción la ciencia tiene su propia descripción del mundo —construido con la enorme eficacia de su poderoso método, que contesta de antemano a todas las posibles objeciones—, ha ido arrinconando a los otros saberes, tachados de «no científicos», al ámbito de lo quizá divertido pero sin duda irrelevante. Como consecuencia de tantos éxitos, el cientificismo ha arraiga- do muy profundamente, instalándose en toda la cultura una visión uni- lateral del mundo y de la misma ciencia 2 . Actitud más que doctrina, 2. Dos críticas del cientificismo, desde posiciones opuestas, son las de P. Thui- llier, «Contra el cientismo», en La trastienda del sabio, Fontalba, Barcelona, 1983, y de M. Benzo, Sobre el sentido de la vida, BAC, Madrid, 1986. 235 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO puede tomar muchas formas distintas, pero coincidentes todas en una primera afirmación rotunda y radical: el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Los demás son sólo aceptables en cuanto coincidan con aquél o si pueden explicarse reduciéndolos a esquemas científicos. En las versiones más fuertes, el cientificismo sostiene además otras dos seguridades. Una: todos los problemas se pueden resolver y todas las preguntas pueden ser contestadas gracias a la aplicación ade- cuada del método científico —si no es posible hacerlo ahora, sin duda se hará en el futuro—. Otra: como el único conocimiento se basa en la ciencia, deben ser los expertos, especialistas en las ciencias particulares, quienes dirijan los asuntos públicos, directamente o como consejeros de los gobernantes, porque sólo ellos pueden plantear y resolver correcta- mente los problemas de las sociedades. Inevitablemente se llega así a la tiranía de los expertos, cuyas opi- niones sólo pueden ser rebatidas por sus pares, los únicos capaces de comprender lo que son realmente las cosas y definirlo todo, incluso el significado de lo bello, lo bueno, lo justo o, simplemente, lo correcto. Y, como conviene que la opinión pública esté dirigida por quienes saben, deben ser ellos quienes fijen los criterios éticos que acaben siendo acep- tados en forma de consenso social por una sociedad entregada ante el prestigio de la ciencia. Marcellin Berthelot (1827-1907), uno de los químicos más impor- tantes del siglo XIX, lo decía explícitamente: «La ciencia [...] reclama ac- tualmente la dirección material, intelectual y moral de las sociedades». Su opinión es doblemente significativa porque, habiendo sido ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes y de Asuntos Exteriores de Francia, representa muy bien la alianza de la ciencia y el poder. Se ha llegado a decir que «la palabra verdad no se puede usar fuera de la ciencia sin abusar del lenguaje». Muchos filósofos se han sentido hechizados por el cientificismo, como muestra la siguiente opinión en 1930 del filóso- fo alemán trasplantado a Estados Unidos Rudolf Carnap (1891-1970): «Cuando afirmamos que el conocimiento científico es ilimitado, quere- mos decir que no hay ninguna pregunta cuya respuesta sea en principio inalcanzable por la ciencia». Los políticos, en especial los del Tercer Mundo, acuciados por los graves problemas de sus países, se sienten a menudo inclinados a confiar ciegamente en las soluciones técnicas dirigidas por expertos que saben, como el primer ministro de la India Jawaharlal Nehru, quien decía en 1950: «Es sólo la ciencia la que puede resolver los problemas del hambre y la pobreza, de la insalubridad y el analfabetismo», donde el sólo sorprende porque parece claro que hacen falta cosas no científicas como sentido de la solidaridad, gobernantes justos o mejores sistemas políticos. El químico-físico inglés Peter Atkins, profesor en Oxford, apóstol 236 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS destacado del ateísmo científico y defensor a ultranza de la omnicompe- tencia de la ciencia, es aún más radical. Dice, por ejemplo: Que la ciencia pueda iluminar las cuestiones morales y espirituales debe ser una fuente de alegría para los que se deleitan con el poder del intelec- to humano. Que lo haga liberándolas de estar fundadas en las mentiras de los religiosos no gustará a los sacerdotes. Que lo haga elevando lo «espiritual» de [...] su posición de misterio humano a la de una propiedad de los complejos circuitos del cerebro [...] no gustará a los poetas. Pero produce la alegría más profunda a los que valoran el conocimiento 3 . La cita es importante porque Atkins es un científico competente y prestigioso, autor de trabajos muy citados y de libros muy leídos. La primera consecuencia de aceptar este planteamiento es clara: arte, moral, política, religión, filosofía o literatura no tienen más que una validez secundaria o delegada, por lo que debemos abdicar de esas dimensiones humanas. Así, Weinberg 4 incluye en un libro un capítulo titulado «Contra la filosofía» y Atkins llega a decir: Afortunadamente, la ciencia continuará a pesar de los atrabiliarios esfuer- zos de los filósofos para frenar su progreso [...]. Los científicos tienen todas las razones para estar orgullosos de sus logros transnacionales y transculturales y pueden mantenerse alejados del parloteo chismoso de los timoratos y los desinformados. Están ocupados con el trabajo de explicarlo todo y llevar el Renacimiento a su clímax. Como se ve, el cientificismo puede conducir, lo está haciendo ya, a un totalitarismo cultural, potenciado por los éxitos acumulados por la tecnología y la descripción científica del mundo. El fenómeno no es nuevo. Cuando la Revolución francesa rompió con el Antiguo Régimen, sus líderes habían decidido fundar en la ciencia una nueva sociedad li- beradora del hombre, a quien conduciría a un mundo nuevo y dichoso. Un siglo más tarde, el marxismo prometía un futuro feliz para to- dos, al alcance de la mano gracias al reinado de la ciencia, concebido entonces como un desarrollo inevitable del mecanismo determinista. El marxismo basaba su esperanza en la física newtoniana; los triunfos de la bioquímica y la cosmología impulsan hoy un cientificismo refundado del que son exponentes Monod y Edward O. Wilson. Del primero ya se ha hablado en el capítulo anterior. El segundo, biólogo norteamericano nacido en 1929 y máxima autoridad mundial sobre las hormigas, es reconocido como fundador de la sociobiología, la ciencia que intenta 3. P. Atkins, «Will science ever fail?»: New Scientist (8 de agosto de 1992), p. 32. 4. S. Weinberg, Sueños de una teoría final, Crítica, Barcelona, 1996. 237 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO explicar sobre bases genéticas el comportamiento social de los animales, incluyendo al hombre. Muy en la línea de Monod, Wilson pretende reducir todo lo referente al hombre a la conjunción de su patrimonio genético y su entorno, llegando a afirmar: «Los sociobiólogos son los nuevos moralistas» porque su saber «puede revelar la verdadera natu- raleza del hombre». Para el cientificismo no hay ninguna línea de separación entre los animales y los seres humanos, pues interpretan la teoría de la evolución como una prueba evidente y palpable de que, por haber surgido todos los seres vivos en el mismo proceso, no puede haber diferencias esencia- les entre unos y otros. Si bien el hombre nos parece tener una inteligen- cia superior, esto no significa que sea de una clase diferente. Sólo ocurre que nuestro cerebro, análogo en todo a un ordenador, puede realizar muchas más operaciones lógicas y por eso puede resolver problemas inaccesibles a los animales. Es más complejo que el de un perro, como el de éste lo es más que el de un lagarto, pero la diferencia sólo es de grado, cuantitativa, no cualitativa. Se reduce así el hombre a los restan- tes elementos del cosmos, negando que haya en él algo específicamente humano que lo distinga de los animales. Como consecuencia, el concepto de persona no tiene ningún signi- ficado objetivo o profundo. Pues persona significa individualidad, au- topercepción del yo y de su libre albedrío, sentir las emociones y los deseos como esencialmente propios, distintos de los de los demás, y estas cosas sólo se perciben mediante intuición interior. Pero, según el cientificismo, esa percepción está equivocada: no podemos ser libres realmente, porque nuestro comportamiento se debe tan sólo a las leyes de la física y de la química y no hay nada esencialmente distinto entre unos seres humanos y otros. Nada. La sensación de la propia individua- lidad es una mera ilusión. De ello se deduce que no hay ninguna discontinuidad especial entre los animales y los hombres, como defienden, por ejemplo, Weinberg y Wilson 5 . Las investigaciones de este último sobre el comportamiento humano a partir de sus estudios sobre las hormigas y otros animales sociales, le llevan a afirmar que incluso los derechos humanos son deci- dibles desde postulados puramente biológicos. Además de reducir el concepto de persona al de un complejo entra- mado de circuitería cerebral, a una máquina que se cree libre sin serlo, el cientificismo niega la idea de valor ético, que considera sólo expli- cable desde el nivel de la pura utilidad en determinadas circunstancias, un simple truco evolutivo para que la naturaleza pueda producir seres 5. E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, Fondo de Cultura Económica, Méxi- co, 1980. 238 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS complejos como el hombre. Pues, al no existir el libre albedrío, no tiene sentido hablar de responsabilidad ética. Pero ¿quién, en esta visión utilitaria de la ética, decide qué es lo conveniente? Se ha acudido a dos soluciones, igualmente peligrosas: tomar criterios de tipo biológico o aceptar como árbitro la opinión ma- yoritaria. La primera no es una solución neutra, pues de ella se sigue que deben ser los conocedores de la naturaleza, los expertos, quienes contesten a la vieja pregunta «¿cómo obrar?» sin que el ciudadano me- dio tenga nada que decir. La segunda solución tampoco es buena: basta recordar a qué extremos ha conducido tomar como sagrada la voluntad colectiva de algunos pueblos. Cabe hacer, por ahora, dos apuntes. Primero: muchas de las grandes figuras de la ciencia, como hemos mostrado en este libro, especialmen- te en el capítulo 7, han rechazado esa visión cientificista. Segundo: el método científico debe partir siempre de postulados a priori que no se demuestran, cuyo valor se mantiene sólo mientras sirvan para construir buenas teorías y no sean refutados por la experiencia —como ha ocu- rrido algunas veces en la historia— y que hay que enunciar desde fuera de la teoría. Monod era muy consciente de ello y así lo reconoce en un notable gesto de lucidez intelectual 6 , cuando dice que la ciencia se basa en un postulado no científico de naturaleza ética, el de objetividad, que él mismo supone indemostrable, aunque eso no le preocupa mucho, pues cree con optimismo que se llegará así a un humanismo socialista, liberando al hombre de la tiranía que lo esclavizaba. El debate sobre el cientificismo es necesario e importante porque la humanidad está en una encrucijada, quizá producida por una crisis de crecimiento, ante la que necesita alcanzar un nivel más alto de madurez colectiva. Desgraciadamente, aunque vive inmersa en el reinado de la ciencia, no ha digerido aún los enormes cambios sociales e intelectuales que ésta ha propiciado. El fin de la guerra fría hace que algunos acepten de modo conformista que estamos ya en el buen camino —recordemos la boba teoría del fin de la historia de Francis Fukuyama 7 —, cuando los 6. J. Monod, El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, 1972. 7. El americano Francis Fukuyama publicó en 1989 un artículo de gran impacto titulado «¿El fin de la historia?» en la revista The National Interest, en el que plantea una tesis simplista en extremo: el hundimiento del imperio de la Unión Soviética señala la des- trucción del último obstáculo para el triunfo de la democracia liberal, con lo que la histo- ria habría acabado porque lo único que ocurrirá en el futuro será el desarrollo monótono de la humanidad, al modo de las sociedades occidentales, sin que pueda suceder nada especialmente llamativo. Por eso habría acabado la historia. Nótese que Fukuyama cae en el mismo vicio que los marxistas; éstos afirmaban que, una vez superados algunos pro- blemas, la humanidad se vería abocada al desarrollo inexorable de la sociedad comunista, época sin duda enormemente aburrida por las pocas cosas interesantes que ocurrirían en ella. (El mencionado artículo se publicó en El País el 24 de septiembre de 1989.) Hoy 239 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO problemas con que se enfrenta la humanidad son cada vez más terri- bles: hambre, tiranía y pobreza en el Tercer Mundo, marginación en los países ricos, deforestación, cambio climático, superpoblación, racismo, migraciones... 8 . Vivimos una gran confusión, porque la ciencia es imprescindible para resolver estos problemas, pero también es cierto que ellos se han agravado por la aplicación acrítica de soluciones o tecnologías científi- cas. Se plantea así una posibilidad terrible: la ciencia ha sido una fuerza liberadora de la humanidad —lo es todavía—, pero un fundamentalis- mo cientificista podría causar que dejase de serlo para transformarse en instrumento de opresión. Ya hace años que algunos escritores nos advierten de ese riesgo, como Aldous Huxley con su famosa novela Un mundo feliz que describe el alto grado de deshumanización al que puede llegar una sociedad que se entrega acríticamente a la ciencia y la tecnología. La obra es muy conocida pero se suele pasar por alto la cita inicial, escrita por el filósofo ruso Nikolái Berdiáiev a principios del siglo XX advirtiendo sobre el peligro de que se alcancen las utopías: Las utopías parecen ser hoy más realizables de lo que se pensaba. Nos encontramos por ello ante una pregunta angustiosa: ¿cómo evitar su realización definitiva? Quizá en este siglo que empieza los intelectuales y las personas cultivadas llegarán a soñar sobre cómo evitar las utopías y volver a una sociedad no utópica, menos «perfecta» y más libre. En la segunda mitad del siglo XX se iniciaron varios movimientos intelectuales de reacción contra la ciencia, tras reflexionar sobre a dón- de nos había llevado su uso. Algunos empezaron a proclamar el fin de la Modernidad, afirmando incluso que la razón ya no sirve para resolver los problemas del planeta y que debemos buscar otra cosa para ponerla en su lugar. Rodeados de problemas de una magnitud impensable hasta no hace mucho y de intereses contrapuestos, dos bandos discuten hoy exaltadamente. Me refiero a los detractores de la racionalidad y la bús- queda de soluciones científicas, por un lado, y los defensores de la cien- cia como guía principal, por el otro. El historiador de la ciencia Gerald Holton los califica de nuevos dionisíacos y nuevos apolíneos 9 . Como consecuencia observamos una fractura social entre quienes confían con entusiasmo en la ciencia y quienes la rechazan como el saber críptico de una casta cerrada. Fukuyama ha reconocido su error. Cf. la obra de Karl Popper, Miseria del historicismo, Alianza, Madrid, 1987, sobre las visiones de un futuro predeterminado. 8. M. Rees, Nuestra hora final, Crítica, Barcelona, 2004. 9. G. Holton, The thematic imagination in science, en Íd. (ed.), Science and culture, Beacon Press, Boston, 1967, p. 88. 240 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Sin duda, el mundo necesita de la ciencia, pero también de algo más, convencimiento sobre el que está escrito este libro y que se ex- presa en una doble cláusula: 1) La ciencia, por sí sola, no puede re- solver los graves problemas de la humanidad, 2) Pero esos problemas nunca se podrán resolver sin la ciencia. Ni siquiera llegarán a ser en- tendidos. El hechizo de la sabiduría total La ciencia tiene mucho de desmesura; la necesita incluso. Someter a un orden inteligible la complejísima maraña en que se enredan los datos observables del mundo exige un esfuerzo descomunal. Desde esta minús- cula mota de polvo, nuestro planeta Tierra, el hombre intenta compren- der cómo son lejanísimas galaxias cuya luz tarda miles de millones de años en llegar hasta nosotros o estudiar el interior de ardientes estrellas remotas. O pretende averiguar cómo nació la materia hace más de diez mil millones de años o lo que ocurrirá en un futuro igual de alejado. O dominar pequeñísimos corpúsculos mil millones de veces menores que él mismo. O saber por qué surgió la vida y si la hay en otros mundos y la razón de lo que nos aproxima y de lo que nos separa de nuestros pa- dres. Y más y más cosas, siempre más. Por eso Francis Bacon eligió como portada de uno de sus libros un grabado con las columnas de Hércules, supuestamente colocadas en el estrecho de Gibraltar, a las que se había cambiado la cartela Nec plus ultra por Plus ultra tras el descubrimiento de América. Este símbolo elegido por la monarquía española, «Más allá», le parecía a Bacon el más adecuado para representar a la ciencia. Para contestar a tantas preguntas, los seres humanos se han atrevi- do a una lucha que parecía condenada al fracaso, pues ¿por qué ha de ser inteligible un mundo tan grande por un ser tan limitado y pequeño como el hombre? Los antiguos griegos usaban la palabra hybris para designar a la locura que impulsaba a los héroes de sus tragedias a des- preciar impíamente sus propios límites y enfrentarse con los dioses o con su destino. Y, sin duda, la lucha de los hombres por entender el universo tiene algo parecido: literalmente y sin retórica, la ciencia, en su nivel más alto, es un ejercicio de hybris. Una descripción coherente de lo que parece ser el mundo, de cómo funciona la materia en ciertos ámbitos y bajo ciertas condiciones, es quizá lo más que puede conseguir la ciencia. Pero, una vez tras otra, se ha querido ir más allá de la inacabable sucesión de niveles de aparien- cia, intentando penetrar en las cosas para comprenderlas tanto como lo podría hacer un creador. Es una tentación antigua: recordemos la historia de la serpiente del relato bíblico, donde Adán y Eva comen de la 241 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal, para ser como dioses, conocedores de todo. Más tarde, los hombres han seguido persiguiendo con extraña fascinación la rosa azul de la ciencia absoluta, la fuente de la sabiduría, la piedra filosofal del conocimiento. Ocurrió muchas veces. El mismo Newton, por cierto más próximo a la alquimia y a la cábala de lo que se suele suponer (escribió más de un millón de palabras sobre temas alquímicos y en su biblioteca de unos mil setecientos cincuenta libros había ciento setenta sobre magia natu- ral), se sintió cerca de la sabiduría total y definitiva. Como ya vimos, dice en el prefacio de los Principia que espera «poder deducir todos los fenómenos naturales a partir de ciertos principios [pues] todo depende de ciertas fuerzas [...]. A partir de estos principios demostraré ahora el sistema del mundo». Pero Newton sólo pudo apuntar su teoría final y fue Laplace quien creyó descubrir cómo realizar el sueño, al estudiar el sistema solar, el universo entonces conocido. Pues sus cálculos eran tan buenos y prede- cían la evolución de los planetas con tanta exactitud, que la tentación fue demasiado grande. Viendo en las leyes de Newton el talismán del conocimiento absoluto, desarrolló con sus propios métodos matemáti- cos las instrucciones para usarlas, imaginando una inteligencia podero- sa, su famoso demonio del que hablamos en el capítulo 4, que podría conocerlo todo y tener el futuro y el pasado ante sus ojos, tal como si hubiese comido del árbol de la ciencia del Paraíso. Hoy sabemos que Laplace soñó un imposible, pues su demonio se estrellaría vanamente contra la ubicua inestabilidad del movimiento y el inevitable aumento de los errores con el tiempo, que acaba por borrar los detalles de toda predicción —sin contar con que «los átomos más li- geros» de su famosa frase obedecen a leyes esencialmente indeterminis- tas, como él no podía ni sospechar entonces porque están en un capítulo de la ciencia aún no abierto durante su vida—. Irónicamente, el obstá- culo no previsto por Laplace se encontró medio siglo tras su muerte en el problema de los tres cuerpos, cuyo estudio, especialmente el del caso Sol-Júpiter-Saturno, había sido su principal fuente de inspiración. En su honor se debe decir que aconseja cautela al lector, advirtiendo inmediatamente después de explicar cómo podría su demonio conocer el futuro y el pasado: El espíritu humano ofrece, en la perfección que ha sabido dar a la astro- nomía, un débil esbozo de esta inteligencia [...], pero de la que siempre permanecerá infinitamente alejado 10 . 10. P. S. de Laplace, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Alianza, Madrid, 1985, p. 25. 242 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Laplace grita ¡cuidado!, pero suele ocurrir que los discípulos son más radicales que sus maestros y así muchos físicos del siglo XIX, y so- bre todo muchos pensadores no científicos, sentían ya el conocimiento total al alcance de sus dedos. Cuando, antes de entrar en la universi- dad hacia 1878, Max Planck expone al profesor Philipp von Jolly de la Universidad de Múnich su intención de dedicarse a la física, éste le desanima porque en esa ciencia «ya está todo descubierto y sólo quedan algunos detalles por resolver». Afortunadamente, Planck fue demasiado sabio para seguir el consejo y pudo así proponer su hipótesis cuántica, que abrió la puerta al mundo microscópico cuya inmensa riqueza nos asombra aún hoy, hundiendo con ello el mecanismo laplaciano. Que von Jolly expresaba una opinión extendida lo prueban las pala- bras del norteamericano Albert Michelson (1852-1931), premio Nobel en 1907, pronunciadas durante la inauguración del Ryerson Physical Laboratory de la Universidad de Chicago en 1894, hablando del futuro de la física: Parece probable que [...] los avances se reducirían a la aplicación rigurosa de principios [ya conocidos] a los fenómenos [...]. Un físico eminente ha señalado que las verdades futuras de la física habrá que buscarlas en la sexta cifra decimal [se cree que el físico eminente era Lord Kelvin] 11 . Es decir, que la física estaba ya terminada a falta sólo de algunos detalles sin mucha importancia. Lo notable en esta afirmación —tajan- te aunque expresada con cierta prudencia— no es tanto que resultase completamente equivocada, sino que el mismo Michelson había rea- lizado pocos años antes con Edward Morley (1838-1923) un famoso experimento que ponía de manifiesto cuán inadecuada era la física de entonces y que abrió el camino a la revolución de la teoría de la rela- tividad de Einstein. La historia le jugó una mala pasada, como antes lo había hecho con Laplace, pues la base del cambio conceptual que le iba a desmentir estaba bien cerca de él, en su propio trabajo. Pero el señuelo del conocimiento total le impidió reconocerlo. En el siglo XX se dieron otros muchos casos. El premio Nobel norte- americano Arthur Compton (1892-1962), impresionado por su descubri- miento de que los fotones, las partículas de luz, chocan con los electro- nes como las bolas de billar entre sí, llegó a afirmar en 1931 que todo el mundo se puede explicar en función de sólo tres componentes básicos: fotones, electrones y protones. Todo encajaba. Las propiedades macros- cópicas de las cosas parecían poder deducirse de la interacción de elec- 11. Estas palabras pertenecen a la tradición oral y se citan de diversas formas. Las tomo aquí de S. Weinberg, op. cit., Prólogo. 243 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO trones y fotones en la corteza de los átomos, y muchas razones hacían suponer que los núcleos podrían entenderse por las de protones y elec- trones. Lo primero resultó cierto; lo segundo, falso. Pero el hechizo del saber absoluto le hizo tomar sus deseos por realidades, y en 1932, sólo un año más tarde, se demostró que ese esquema es demasiado simple al descubrirse el neutrón, partícula que abre un camino nuevo de la física. Recientemente se ha llegado, en una auténtica borrachera de hy- bris, a bautizar como TOE, siglas de Theory of Everything, «Teoría de Todo», a un intento de formulación unificada de las partículas elemen- tales, desde la que algunos esperan poder explicar todas las leyes de la naturaleza 12 . La historia de la ciencia está marcada por la persecución del saber definitivo y jalonada por la búsqueda de la ecuación final y de la teoría absoluta, pero también acotada por los fracasos de esa lucha. Siguiendo el mito, no justificado luego, de la simplicidad del mundo, grandes cien- tíficos han intentado trascender la poquedad humana ante el cosmos, atreviéndose a mirarlo a la cara con osadía insolente, con desmesura, con hybris. Lo desigual de su lucha debe mover a respeto y admiración, porque su fascinación ha inspirado a otros. El esquema siempre ha sido el mismo. Una hipótesis o una teoría que parece tener un enorme poder de explicación es extrapolada fuera del dominio para el que fue propuesta. La tentación, el vértigo, el escalofrío de sentir que se conoce el misterio del mundo es irresistible. Tanto que se simplifica todo y se da el salto. Sólo más tarde se comprende que las cosas son más complicadas realmente. Aunque la historia no haya validado esos esfuerzos, son parte im- portante del acaecer científico porque sugieren retos, permiten afinar los métodos y actúan como utopías movilizadoras. Además, la ciencia avanza como un inmenso rodillo apisonador, eficaz, poderoso, implaca- ble y lo que era utopía ayer, quizá sea hoy posible. ¿Estaremos cerca del conocimiento total, absoluto y definitivo? Dos grandes científicos, Steven Weinberg y Stephen Hawking, han respondido que sí, en los últimos años del siglo XX. Ya vimos en el capítulo 7 cómo Weinberg anuncia para un futuro próximo una teoría definitiva, de la que espera poder deducir todo el comportamiento de la materia, aunque en algunos casos eso pueda llevar mucho tiempo —cita como ejemplo la turbulencia y el pensamiento—. Lo explica así: Nuestras teorías actuales tienen validez limitada, son provisionales e incompletas. Pero tras ellas se vislumbra de vez en cuanto el brillo de una teoría final, que tendría validez ilimitada y sería completamente satis- 12. P. C. W. Davies y J. Brown, Supercuerdas: una teoría de todo, Alianza, Madrid, 1990. 244 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS factoria por su integridad y consistencia. Buscamos verdades universales sobre la naturaleza y, cuando las encontramos, intentamos deducirlas de otras verdades más profundas. Pensamos en el espacio de los principios científicos, lleno de flechas que apuntan hacia cada principio desde los otros más fundamentales que permiten explicarlo. Esas flechas forman una figura notable [...], parecen venir todas desde un punto inicial común. Este punto inicial, al que todas las explicaciones pueden referirse, es lo que llamo una teoría final 13 . Por lo tanto, la teoría final sería el conjunto de los principios básicos no demostrados sobre los constituyentes de la materia de los que podrá deducirse toda la ciencia del futuro, tales como la homogeneidad del espacio y el tiempo, la relatividad u otros análogos. Weinberg insiste en que esto no significará el fin de la ciencia como actividad humana, sólo el de la investigación de sus principios básicos pues quedará todavía abierta su aplicación a los sistemas complejos. Stephen Hawking también cree en una teoría final y formula una propuesta ambiciosa de la utopía alcanzada 14 , más radical aún: no sólo pretender explicar cómo son las cosas, sino por qué son así. Quiere probar que no podrían ser de otro modo, que un Dios creador no po- dría haber hecho otra cosa, que no tuvo más remedio que hacer lo que vemos. ¿Estaremos cerca del fin de la historia de la ciencia, al menos en su aspecto fundamental? ¿Algo así como el fin de la historia sin adjetivos de que habla Fukuyama? Los que creen esto piensan que las leyes de la naturaleza son algo así como América, sólo descubierta una vez aunque quedase todavía por estudiar los detalles de su relieve o de sus ríos. El gran físico norteamericano Richard Feynman dice sobre ello: A mí me parece que, o bien todas las leyes acabarán por ser conocidas, o bien los experimentos se harán cada vez más difíciles, más caros [...] y el proceso cada vez más lento y menos interesante. Es otra manera de acabar 15 . La confianza en que haya una teoría final se basa en la tendencia a la unificación y a la reducción que han dominado la física durante este siglo. La primera, iniciada con la manzana de Newton y continuada con las obras de Maxwell y Einstein, consiste en la búsqueda de una descripción unificada de todos los ámbitos de la realidad en términos de las mismas leyes; la segunda quiere reducir el número de esas leyes 13. S. Weinberg, op. cit., Prólogo. 14. S. Hawking, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 1988. 15. R. Feynman, El carácter de la ley física, A. Bosch, Barcelona, 1983, pp. 148-149. 245 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO —cuantas menos sean, mejor—. Estas dos esperanzas han chocado con las otras ciencias que precisan de normas propias, de enfoques globa- les requeridos por la aparición de propiedades emergentes, aplicables a los sistemas compuestos pero no a sus constituyentes más simples. Por ejemplo, el enlace entre átomos, una propiedad de la química, emerge de la física, o las propiedades de los seres vivos, no predicables de sus componentes. Desde esa perspectiva hay una jerarquía de ciencias —fí- sica, química, biología, geología, neurología, psicología, sociología—, cada una de ellas más fundamental que la siguiente y con leyes, métodos y ontología distintos 16 . El desarrollo conceptual de la física durante las últimas décadas ha descubierto una situación parecida dentro de ella misma —caracterizada por una estructura jerárquica del mundo en niveles separados y pro- piedades emergentes que refutan el reduccionismo—. Las partículas elementales son constituyentes de los núcleos, éstos y los electrones lo son de los átomos, que a su vez forman las moléculas y de todo ello resulta la materia, tanto la inerte como la viva. Tenemos así una es- tructura de niveles de complejidad creciente hasta llegar al cosmos en su conjunto. Se suele decir que esta constatación lleva necesariamente al reduccionismo, pero esto debe ser precisado pues tal palabra tiene al menos tres sentidos diferentes, el ontológico, el metodológico y el epistemológico. El primero afirma que todas las cosas están hechas de los mismos constituyentes, átomos y moléculas. De eso no hay duda. El segundo, que estudiar los componentes básicos de un sistema es una buena estrategia para entenderlo. Esto es correcto si bien en ocasiones es esencial un entendimiento global de las cosas sin preocuparse por sus constituyentes. Pero el sentido más importante, por sus consecuencias, es el del re- duccionismo epistemológico, según el cual todas las propiedades de un sistema pueden deducirse de las de sus componentes elementales, como afirma Weinberg. Llevado a su extremo, ello implica como cuestión de principio que del conocimiento de las partículas elementales propio de la física se puede llegar al de los átomos y las moléculas que estudia la química; a su vez de la química se deduce toda la biología; de ésta toda la neurología; ello nos permitirá conocer toda la psicología, de la cual se deduce toda la sociología, etc. Las únicas leyes verdaderamente fundamentales serían las de la física de partículas elementales, todas las demás serían derivadas. Pero existe otra forma de verlo, para la que cada nivel tiene leyes fundamentales propias que no son deducibles del nivel inferior, aunque 16. C. Sánchez del Río, «La percepción jerárquica de la realidad»: Revista de Filosofía (3.ª época) 12 (1994), pp. 319-355. 246 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS utilice conceptos tomados de éste. El resultado es que el mundo está organizado en ámbitos distintos de los de las esferas terrestres, plane- tarias y estelares de los antiguos, pero, como ellas, con leyes efectivas diferentes en virtud de las constantes de la naturaleza 17 . Cada uno tiene una ontología propia, muy poco dependiente de la de los demás. Ésta es la razón de que muchos científicos recusen hoy el reduccionismo y la idea de una teoría final. Por ejemplo, el norte- americano Philip Anderson, nacido en 1923 y premio Nobel de Físi- ca en 1977 por sus trabajos sobre la estructura electrónica de sistemas magnéticos, se opone radicalmente a la posición reduccionista base de las esperanzas en una teoría final y definitiva. En un famoso artículo escrito en 1972 afirma: La hipótesis reduccionista no implica en modo alguno una hipótesis construccionista: la capacidad de reducirlo todo a leyes fundamentales simples no implica la de reconstruir el universo a partir de esas leyes. De hecho, cuanto más nos dicen los físicos de las partículas elementales sobre la naturaleza de las leyes fundamentales, menos relevancia parecen tener para el resto de la ciencia, mucho menos para la sociedad. La hipótesis construccionista se deshace al enfrentarse a las dificultades gemelas de las escalas y la complejidad 18 . Lo que dice Anderson es que en el mecanismo del cosmos siempre habrá ruedas dentro de otras ruedas, jerarquías de órdenes de compleji- dad creciente, propiedades emergentes que no se pueden deducir de las de los componentes más elementales. Por eso la ciencia es inagotable. Alguien comparó la tarea de los científicos a la de una persona que quiere vaciar un enorme almacén lleno de trastos y que, al llegar al final, encuentra una trampa disimulada que conduce a otro nivel, más bajo o más alto, atestado a su vez de bártulos más extraños aún. ¿Es posible explicarlo todo?: la pregunta de Leibniz Uno de los postulados básicos del cientificismo es la capacidad de la cien- cia para explicar absolutamente todo, sin salirse de la lógica de la materia: o sea, que el mundo exterior —lo que vemos y oímos, con nuestros senti- dos o con instrumentos que los ayudan—, y el interior —lo que sentimos, pensamos e imaginamos—, es explicable en su totalidad y en su detalle mediante la aplicación de la lógica y la matemática al «movimiento de los átomos en el espacio vacío», tal como creía Demócrito. Si es así, cualquier 17. S. Schweber, «Physics, community and the crisis in physical theory»: Physics To- day (noviembre de 1993), p. 34. 18. P. W. Anderson, «More is different»: Science 177 (1972), p. 393. 247 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO pregunta sugerida por el comportamiento de las cosas del mundo, ríos, aire, piedras, seres vivos, hombres, astros, llegará irremediablemente a ser respondida de manera comprobable de forma experimental en términos de las leyes de la física o de las demás ciencias, basadas en última instan- cia en aquélla. No habría en ese caso ningún misterio permanente, sólo algunas cuestiones aún no reducidas a un esquema lógico-matemático, pero su número se reduce y llegará a cero algún día. Ciertamente, la ciencia ha contestado ya a muchas preguntas im- portantes: ¿cómo se mueve el sistema solar?, ¿cómo se producen cier- tas enfermedades?, ¿cómo aumentar la producción del trigo o la de leche?... Pero ¿podría contestar a todas?, por ejemplo: ¿debo ir al cine o a un concierto?, ¿por qué se enamoraron Calisto y Melibea?, ¿es mejor Bach o Mozart?, ¿debe existir la pena de muerte?, ¿por qué me emo- ciona esta canción y aquélla no?, ¿merece la pena vivir?... Sin duda la ciencia puede ayudar a entenderlas mejor y a contestarlas en algunos casos, pero ¿puede hacerlo ella sola? Los cientificistas están convencidos de que sí, porque creen que la ciencia ofrece el único conocimiento verdadero y, además, es om- nicompetente. Pero, como en la aceptación de las pruebas de la existen- cia de Dios por los creyentes, hay aquí un cierto salto emocional y una cierta circularidad, pues ¿qué significa conocimiento verdadero? Se consigue una primera aproximación al problema al constatar que la ciencia responde a la pregunta cómo, no a la pregunta por qué. Las teorías científicas describen cómo se comporta el mundo, incluyendo al hombre, pero no dicen nada de por qué lo hace así, es decir, de cuál es la causa de que la naturaleza obedezca ciertas leyes y no otras. Ya Newton se dio cuenta de ello al enunciar su teoría de la gravitación universal. Admitiendo que dos cuerpos se atraen siempre con una fuerza directa- mente proporcional al producto de las masas e inversamente al cuadrado de su distancia, le fue perfectamente posible describir el movimiento de los planetas, probando que debería seguir órbitas elípticas en completo acuerdo con las observaciones. Pero ¿por qué se atraen de este modo? Newton dedicó mucho tiempo a este porqué, sin encontrar ni un atisbo de respuesta, siendo esta la razón de su famosa frase en el Escolio Ge- neral de los Principia cuando, tras explicar su sistema del mundo, dice: Hasta aquí he expuesto los fenómenos de los cielos [...] pero todavía no he asignado causa a la gravedad. [...] No he podido todavía deducir, a partir de los fenómenos, la razón de estas propiedades de la gravedad y yo no imagino hipótesis 19 . 19. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza, Madrid, 1987, p. 785. 248 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Esta pregunta de Newton sigue hoy sin respuesta: sabemos muy bien cómo opera la gravedad, especialmente tras la relatividad general de Einstein, pero por qué lo hace así (¿por qué se atraen los astros?) sigue siendo un misterio: el tiempo transcurrido no nos ha acercado ni un ápice a entenderlo. Pero ocurre que los científicos, por un abuso de lenguaje perfectamente comprensible y sobre todo muy útil, usan a menudo «porque» en el sentido de «como», de «que se sigue de» o de «admitiendo que» y esto confunde la cuestión. En contra de lo que se suele suponer, la ciencia hace continuamente actos de fe: los llamados principios. Por ejemplo, el principio de relati- vidad, el de homogeneidad del espacio y del tiempo, el de conservación de la energía... Se trata de afirmaciones fundamentales en acuerdo con la experiencia, al menos hasta ahora, que no pueden deducirse de otras más fundamentales aún y en las que se basa todo edificio conceptual. De vez en cuando se refuta alguna y hay que cambiarla o matizarla, pero, mientras estén en vigor, se cree en ellas, no se prueban. Nadie ha contestado nunca, ni creo que lo haga en el futuro, a la pregunta de por qué son válidos esos principios. Simplemente lo son. Uno de los métodos usados en matemáticas para refutar un teorema general consiste en buscar un contraejemplo, es decir, un caso particular de incumplimiento de lo afirmado. Si alguien asegura tener la prueba de que se verifica siempre una cierta propiedad A, bastará para refutarle con encontrar un solo caso —el contraejemplo— en que, bajo las con- diciones estipuladas, no se cumpla A. Así, ante la aseveración «Todos los triángulos sobre la superficie de la Tierra tienen la propiedad de que la suma de sus tres ángulos vale ciento ochenta grados», se puede probar que es falsa sin más que encontrar uno, sólo uno, cuyos ángulos sumen una cantidad distinta. Para ello basta con señalar tres puntos en una esfera terrestre —Moscú, Nueva York y Buenos Aires, por ejemplo— y medir los ángulos del triángulo que forman, comprobando que su suma es superior, no igual, a ciento ochenta grados 20 . Viene esto a cuento porque la afirmación cientificista de que es posi- ble contestar a todas las preguntas tiene un contraejemplo en la famosa pregunta que hizo Leibniz: «¿Por qué existe algo y no más bien nada?» que el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) expresaba así: «¿Por qué existe en absoluto el ente y no más bien la nada?», ante lo que llamaba «el milagro de los milagros». Es evidente que resulta imposible contestar a esa super-pregunta, o 20. Que la suma de los tres ángulos valga ciento ochenta grados es cierto solamen- te para triángulos contenidos en un plano, pero falso para triángulos en una esfera. Se entiende en este caso que los tres lados son arcos de círculo máximo, es decir, líneas de mínima distancia entre los vértices, sobre la superficie de la Tierra. 249 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO pregunta super-última, como ha sido llamada 21 . Desde luego, la ciencia no podrá nunca hacerlo porque se basa siempre en la existencia anterior del mundo, como una hipótesis implícitamente aceptada. Incluso los intentos actuales de hacer que el universo sea el creador de sí mismo, surgiendo de la nada, tampoco responderían a esa pregunta, porque usan una nada que no es tal por estar dotada de potencialidades creado- ras que hay que suponer previas. La pregunta va dirigida realmente a todas las cosas que forman el cosmos, aunque la sintamos como más vital cuando se refiere a nosotros mismos. Sin duda innumerables personas se han preguntado en algún momento por qué existen, pudiendo no hacerlo, y por qué pueden re- flexionar sobre ello. Una primera contestación se refiere a sus padres como agentes inmediatos de su existencia, pero eso no resuelve nada porque surge al instante la pregunta por los padres y luego por los abue- los, en una cadena que no puede seguir más allá de cuatro mil seiscien- tos millones de años, la edad de la Tierra. Muchos se sienten satisfechos con decir «la vida surgió porque la materia tiene capacidad de crearla», pero ¿por qué tiene esa capacidad?, la misma pregunta de Newton res- pecto a la causa de la gravitación. Y no hay respuesta, porque entre la nada y el ser no hay ninguna transición inteligible, incluso la idea suscita lo que en ocasiones se llama pánico ontológico, manifestado a veces en la angustia de algunos niños al ver fotos o películas familiares anteriores a su nacimiento y observar a sus padres y hermanos mayores alegres y sosegados, sin inquietarse por su ausencia 22 . La super-pregunta de Leibniz pone un alto obstáculo ante la preten- sión de ser capaz de responder a todas las preguntas y de construir una teoría final, completa y consistente de la realidad del mundo. Pero hay otro aún más difícil: el teorema de Gödel. El teorema de Gödel Como ya vimos, Descartes propuso en su Discurso del método 23 de 1637 una manera de razonar para resolver cualquier problema por complejo que sea. Había logrado un rotundo éxito al reducir las construcciones espaciales a operaciones aritméticas, gracias a su geometría analítica, y eso le llevó a creer en la existencia de un modo de proceder parecido 21. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989. 22. Vladimir Nabokov cuenta en su autobiografía Habla memoria (Anagrama, Barce- lona, 1967), una experiencia de este tipo. 23. R. Descartes, Discurso del método, ed. de R. Frondizi, Alianza, Madrid, 1979. 250 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS y de aplicación universal. Su método consiste esencialmente en anali- zar cualquier cuestión en elementos básicos y en aplicar luego reglas precisas de manera sucesiva, generando cadenas de inferencias lógicas elementales que serían algo así como los átomos del pensamiento. De esta manera, argumentaba, todo el conocimiento podría deducirse a partir de primeros principios. En cuanto a éstos, suponía que se pueden determinar preguntándose cómo debe haber organizado el mundo un Dios racional y bueno. Desde entonces el razonamiento analítico domina la escena del pen- samiento, en buena parte por el enorme desarrollo de las matemáticas, y está en la base de la creencia cientificista en que pueden contestarse todas las preguntas de manera clara y precisa. Un capítulo posterior de esta tradición que nos interesa aquí es el intento por el gran matemáti- co alemán David Hilbert (1862-1943) de desarrollar un método para la resolución de todos los problemas de matemáticas, sin que ninguno pudiese escapar a su aplicación, ¡de nuevo el sueño de Descartes! Al ser invitado a dar la conferencia de honor en el Congreso Internacional de Matemáticos de París en 1900, su tema elegido fue la resolución de pro- blemas como motor del pensamiento matemático, proponiendo varios de ellos como reto ante el siglo que empezaba, los llamados problemas de Hilbert, alguno de los cuales sigue abierto todavía. El ambicioso pro- grama de Hilbert buscaba fundamentar la matemática sobre bases absolu- tamente firmes e indudables, mediante axiomas y reglas de inferencia aplicadas sucesivamente, o sea de modo algorítmico, con el fin de cons- truir un método para probar la verdad o falsedad de cualquier proposi- ción. Pero no lo había conseguido todavía y por eso colocó en el décimo lugar de su lista de problemas el conocido como Entscheidungsproblem: probar que ese método existe realmente. Pero, tres décadas más tarde, en 1931, el joven matemático aus- triaco, nacionalizado luego norteamericano, Kurt Gödel (1906-1978) echó por tierra las esperanzas de Hilbert con un famoso teorema según el cual todo sistema formal de axiomas y reglas de procedimiento a partir del nivel de complejidad de la aritmética elemental, incluye ne- cesariamente afirmaciones —perfectamente dotadas de sentido— que no se pueden probar ni refutar desde dentro del sistema 24 . Se dice que la verdad de tales afirmaciones es indecidible. Tomemos la paradoja del mentiroso, ya estudiada por los griegos, consistente en saber si la pro- posición «Esta frase no es cierta» es verdadera o falsa. En los dos casos hay una contradicción, pues si la suponemos verdadera, resulta falsa, y al revés. Una frase parecida es «Esta afirmación no se puede probar». 24. A. Dou, Fundamentos de la matemática, Labor, Barcelona, 1974; R. Penrose, La nueva mente del emperador, Mondadori, Madrid, 1992, cap. 4. 251 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO Llamemos P a esta proposición, sin duda perturbadora porque sólo es verdadera si no se puede probar. Algunos dicen que tal contradicción no tiene importancia porque las proposiciones indecidibles o son muy complicadas o carecen de interés práctico, como puede ocurrir con P. Sin embargo, esta postura pragmática sirve sólo para salir mo- mentáneamente del atolladero, pues la relación entre verdad y prueba es demasiado importante para ignorar que la misma idea de razonamiento es afectada por la mera existencia de tales proposiciones indecidibles. Pues una de ellas es la que afirma la consistencia del sistema: o sea, que la ausencia de contradicción es indemostrable. Ciertamente una ciencia experimental puede vivir y avanzar a pesar de ello, pero nunca podre- mos asegurar que no llegará a contradecirse a sí misma y por eso su validez descansa sobre un acto de fe que no tiene valor absoluto. Muchos opinan que Gödel es uno de los gigantes intelectuales del si- glo XX, probablemente una de las pocas personalidades contemporáneas recordadas dentro de mil años 25 , y que su teorema es uno de los resul- tados más importantes de la historia de la ciencia. Presenta un fuerte obstáculo a las esperanzas de lograr una teoría final y definitiva de la naturaleza. Esto es así, porque una tal teoría debe tener un alto nivel matemático y contar con un sistema bien definido de axiomas y reglas de aplicación, por lo que siempre habría afirmaciones indecidibles —o dicho de otro modo, preguntas incontestables— expresables en el len- guaje del sistema, pero que sólo pueden ser respondidas desde un con- junto más amplio de axiomas. Por ello, una teoría final necesitaría una jerarquía infinita de sistemas formales de complejidad creciente, sin que ninguno pudiera servir de base a la estructura global. El filósofo Karl Popper lo expresa así: Toda explicación puede ser más explicada aún por una teoría o conjetura de mayor grado de universalidad. No puede haber ninguna explicación que no necesite de una explicación ulterior 26 . Por ejemplo, nadie podrá escribir una lista de postulados y asegurar luego que toda la matemática se deduce de ellos, no importa lo larga que sea, incluso si se necesitase para escribirla todo el papel de la Tierra o el que se pueda producir talando todos sus bosques. Por ello y como la ciencia absoluta tendría que ser infinita, es necesariamente inalcanzable e imposible para seres limitados como somos los hombres. Hay así una contradicción lógica en la misma idea de teoría final, como la habría si predijese que dos más dos son cuatro y, a la vez, cinco. 25. J. A. Paulos, Más allá de los números, Tusquets, Barcelona, 1993, p. 136. 26. Cf. K. Popper, Conocimiento objetivo: un enfoque evolucionista, Tecnos, Ma- drid, 3 1988, pp. 180-191 y 313-321, para un desarrollo de esto. 252 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS El teorema de Gödel produjo un cambio espectacular en la filosofía de las matemáticas y en la confianza en conseguir alguna vez verdades ab- solutas. El mismo Carnap antes citado, que confiaba en poder contestar todas las preguntas gracias a la ciencia, reconocía más tarde, en 1958, que las matemáticas y la física tienen en común «la imposibilidad de la certeza absoluta». Bertrand Russell afirmaba en 1901: «El edificio de las verdades matemáticas se mantiene inconmovible e inexpugnable ante los proyectiles de la duda cínica», pero en 1959 decía: «La esplén- dida certeza que siempre había esperado encontrar en la matemática se perdió en un laberinto desconcertante». El matemático Hermann Weyl (1885-1955), autor del primer trata- do sobre la relatividad general de Einstein y científico de gran profun- didad, expresaba una opinión parecida en 1949: Ningún Hilbert será capaz de asegurar la consistencia para siempre [...]. Una matemática realista [...] debería adoptar la misma actitud sobria y cautelosa que manifiesta la física hacia las extensiones hipotéticas de sus fundamentos. Y también: Tal vez pueda decirse que el matematizar sea una actividad creativa, como la música o el arte, cuyas decisiones históricas desafían completamente una racionalización objetiva 27 . Esto no significa que sea imposible una teoría operativa del mundo físico, en buen acuerdo con la experiencia y de validez muy general, in- cluso que llegue a permanecer casi sin cambios durante mucho tiempo. Pero tendría siempre dos limitaciones. Una: no podría excluirse la apa- rición de un nuevo hecho experimental que obligase a cambiarla, como ocurrió cuando surgieron la teoría cuántica o la relatividad. Dos (y más importante): nunca podría ser completa y consistente a la vez. En este sentido una teoría de la naturaleza no puede nunca ser final. Quizá por ello, se han hecho muchas bromas aprovechando la se- mejanza entre su nombre, Gödel, y las palabras God (Dios) y Godot 28 . Así, Martín Gardner 29 cuenta que suele fantasear imaginando que Dios se metió en la mente de Gödel para enseñar a los hombres un chiste 27. Todas las citas anteriores están tomadas de M. de Guzmán, «El infinito matemáti- co ¿una apertura del hombre hacia lo transcendente?», en Actas de la reunión matemática en honor de Alberto Dou, Universidad Complutense de Madrid, 1989. 28. Nombre de un personaje que no aparece nunca en Esperando a Godot, obra de teatro de Samuel Beckett sobre la vanidad de toda esperanza. Cf. M. Gardner, op. cit., p. 351. 29. Ibid. 253 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO fundamental: hasta en la teoría elemental de los números hay verdades que nunca estaremos seguros de si son ciertas. En cuanto a su postura personal, Gödel creía, debido a su filosofía de la matemática, que los números existen en algún dominio de la rea- lidad independiente del hombre y que existe también el espíritu no ma- terial, irreducible a las leyes físicas. Procedía de un ambiente luterano y, aunque no era practicante religioso en el sentido convencional, se declaraba teísta y sostenía la posibilidad de una teología racional 30 , has- ta el punto de haber llegado a proponer una variante del argumento ontológico de la existencia de Dios. ¿Llegarán a pensar las máquinas? Desde muy antiguo, los filósofos y los científicos se han sentido intriga- dos por la extraña relación entre la mente, ese sistema capaz de sentir el propio yo y de generar ideas, sentimientos, deseos o recuerdos y el cerebro, pura materia, no más que un conjunto de neuronas con su volumen y su peso. ¿Cómo pueden interactuar dos cosas tan distintas? Según Descartes, lo hacían a través de la glándula pineal, instaurando un dualismo entre lo que llamaba la res extensa, la materia caracterizada por su extensión, y la res cogitans, la sustancia pensante o mente. La cosa no es sorprendente para quienes admiten, como un pos- tulado básico, que todos los atributos del hombre son reducibles a los demás elementos del cosmos, sin que haya ninguna diferencia esencial, ninguna línea de demarcación, entre los animales y los seres humanos. La dualidad mente-cerebro se elimina así de un plumazo, pues no habría realmente dos cosas distintas si la primera es una mera propiedad del segundo. Para los que así piensan, el modelo de Popper de los tres mun- dos (véase más arriba el capítulo 7) es absurdo, pues nuestras emociones, pensamientos, deseos o esperanzas no son más que ciertas disposiciones especiales de los átomos del cerebro. El mundo 2 sería entonces una parte del mundo 1, redundante del todo. Este punto de vista se califica de reduccionista, porque quiere explicar todas las propiedades de un sistema complejo exclusivamente en función de las de sus componentes elementales, átomos y moléculas, y de sus acciones mutuas. Puesto que el cerebro es materia viva, un montón de neuronas, surge la idea de que un dispositivo artificial, un ordenador, pueda llegar a rea- lizar sus mismas funciones 31 . Tal máquina consta de una base material, 30. J. A. Paulos, op. cit. 31. Se usa aquí la palabra «ordenador» con preferencia sobre su sinónima «computa- dor» o «computadora». 254 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS el hardware, y una base lógica, el software. El primero es la materia de que está construido —plástico, metal, semiconductores—; el segundo consiste en una colección de programas —los conjuntos ordenados de las instrucciones necesarias para la realización de las tareas—, grabados en un disco magnético o de otro tipo cualquiera. En ello se basa la enor- me versatilidad de esas máquinas porque, cambiando adecuadamente los programas, pueden resolver una gran variedad de problemas dis- tintos. Pues bien, una solución al problema sería identificar al cerebro con el hardware, a la mente con el software. En esta visión, la mente es un simple conjunto de instrucciones grabadas en el cerebro, por algún método físico o químico. De esta idea nace un campo nuevo de investigación, la ciencia cog- nitiva, que reúne a físicos, matemáticos, informáticos y filósofos para entender los procesos que sigue el pensamiento. Su método consiste en el desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), es decir, de la programa- ción de ordenadores para la realización de tareas que exijan un compor- tamiento calificable como inteligente en mayor o menor grado. En sus versiones más radicales, esta nueva ciencia pretende demostrar que un cerebro no es más que un ordenador complejo e intenta construir una máquina capaz de razonar tanto como una persona —más incluso—. Si esto fuera posible, el pensamiento se podría separar de su base material y reproducirse fuera de ella, al no ser más que una sucesión de inferen- cias lógicas simples, no ligadas a ninguna materia particular, lo mismo que un trozo de hierro se puede sintetizar a partir de sus átomos. El pen- samiento sería una cierta estructura de la materia, como la vitamina C, que no es igual a los átomos que la constituyen, carbono, hidrógeno y oxígeno, sino a esos átomos estructurados de una cierta forma. Ésta es una gran pregunta: ¿puede tener mente un ordenador? ¿Lle- garán a pensar las máquinas? La cuestión empezó a tomar cuerpo en 1950 con un famoso artículo del matemático inglés Alan Turing 32 , expresando su convencimiento de que las máquinas llegarán a tener un comportamiento considerado por todos como inteligente. Suya es también una de las ideas más impor- tantes para esta cuestión: la máquina universal. Todos los ordenadores son (idealmente) equivalentes en el siguiente sentido: cada uno puede comportarse exactamente igual y hacer lo mismo que cualquier otro, es decir, puede imitarlo perfectamente, si se le introduce el programa adecuado. Turing mostró que esto permite discutir en términos de una sola máquina, calificada de universal, modelo ideal del que todas las existentes son realizaciones particulares. Se prescinde aquí de limitacio- 32. A. Turing, «Computing machinery and intelligence», recogido en A. R. Anderson (ed.), Controversias sobre mentes y máquinas, Tusquets, Barcelona, 1984. 255 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO nes de tipo práctico, suponiendo a todas ellas con suficiente memoria y capacidad, cosa justa pues para poder considerar a una como inteligente debe ser muy poderosa. Esto no significa que un pequeño PC y un gran sistema hagan las mismas cosas en su uso diario, sólo que operan sobre los mismos principios. Pero, unos años más tarde, un artículo de J. R. Lucas 33 disparaba la polémica, al defender la opinión contraria con argumentos basados en el teorema de Gödel. Desde entonces, se han formado dos bandos que mantienen una discusión dura y apasionada, en la que no faltan las descalificaciones más graves. Según algunos, nuestro cerebro es sólo un ordenador hecho de carne y la diferencia que hoy percibimos en- tre los seres humanos y esas máquinas es puramente cuantitativa —no cualitativa—; aunque nuestro cerebro es todavía más complejo que los ordenadores más potentes, será posible construir en el futuro uno tan inteligente como cualquier ser humano; incluso podrán calificarse como mucho más inteligentes porque su mayor rapidez les permitirá resol- ver los mismos problemas en menos tiempo. Esta afirmación se conoce como hipótesis fuerte de la inteligencia artificial y lleva a sus últimas consecuencias la idea de Descartes de que los animales son máquinas y de que todo el pensamiento es analítico. Para sus partidarios, nuestro cerebro es una realización particular de la máquina universal de Turing. Otros creen, por el contrario, que tal diferencia es cualitativa, sien- do los ordenadores incapaces de algunas facultades mentales —ahora y siempre—; pueden realizar tareas que exijan mucha rapidez, reite- raciones y capacidad de almacenar muchos datos, pero nunca llegarán a entender; el pensamiento es mucho más que cadenas de inferencias lógicas; cerebro y ordenadores operan siguiendo principios diferentes. Sea como fuere, se trata de una polémica apasionante, sin duda una de las más sugestivas de la historia de la ciencia, que obliga a plantear muchas cuestiones previas como: ¿qué es pensar?, ¿qué relación tienen el sentido común y la intuición con el pensamiento lógico? o ¿se pue- de pensar sin ser consciente de ello? Por eso, incluso si la inteligencia artificial, en su versión extrema, fuese una quimera porque ninguna máquina pueda nunca llegar a pensar, la reflexión sobre estos problemas ayudará a comprender —lo está haciendo ya— cómo funciona la men- te. Conviene recordar aquí a Pascal y a su dualidad entre el espíritu de geometría y el de sutileza. Las cadenas de inferencias simples, al modo de Descartes, son la forma de operar de la geometría, pero hay otros aspectos importantes del pensamiento —la intuición, la analogía, el sen- tido común, el humor— que son reacios a la geometría y corresponden 33. J. R. Lucas, «Minds, machines and Gödel», en A. R. Anderson (ed.), op. cit. 256 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS a la sutileza. Los ordenadores son excelentes para lo primero, mucho peores o incapaces en lo segundo. Para quienes crean en la libertad humana, es difícil admitir la hipó- tesis fuerte porque implicaría que los circuitos de un ordenador puedan ser libres. Quedará esto más claro examinando el caso de los sistemas expertos. En el entusiasmo suscitado por algunos primeros éxitos, los pione- ros de la inteligencia artificial pronosticaron que hacia 1980 se habría llegado a programar un ordenador al que todos se verían obligados a considerar inteligente. La predicción quedó patentemente incumplida, pero sus defensores lo atribuyen a la dificultad del problema, mayor de lo esperado, como ya ha ocurrido con otras muchas previsiones cientí- ficas (la energía barata por fusión de plasmas o la vacuna contra el sida serían otros ejemplos). Quizá debamos esperar veinte años, acaso cien, pero ¿qué es eso para la humanidad? Ante este retraso, Edward Feigen- baum lanza la idea de sistema experto, menos ambiciosa pero más segura, que algunos interpretan como un primer paso hacia la inteligencia arti- ficial, otros como el abandono de las radicales primeras pretensiones 34 . Un sistema experto es un programa de ordenador que intenta imitar e incluso superar a un experto en un ámbito concreto de la actividad humana, por ejemplo a un médico diagnosticando una enfermedad o a un economista tomando una decisión. Ya no se trata de reproducir el pensamiento humano, sino simplemente la pericia de un profesional competente. Esta pretensión es más sencilla pues, en algunos campos reducidos, los expertos trabajan siguiendo reglas bien establecidas, aun- que a veces sin ser plenamente conscientes de ello. En esos dominios, la capacidad del ordenador de examinar muchas alternativas y aplicarles reglas claras puede resultar ventajosa, porque, si el campo es suficiente- mente estrecho, el sentido común llega a ser innecesario. Pero observemos que, a pesar de su capacidad y rapidez, a un siste- ma experto le falta radicalmente una de las propiedades más definidoras del ser humano: la libertad de elegir. No la tiene porque está diseña- do para un fin específico, del que no se puede salir, y porque consiste simplemente en la unión de dos subsistemas: un conjunto de datos, conocido por base de conocimiento, y una serie de reglas que debe seguir para llevar a cabo sus objetivos, la llamada máquina de inferen- cias. Funciona relacionando esas dos estructuras previamente definidas: conocimientos y fines. No puede ni crear los primeros, ni escoger los segundos. Y esta limitación se mantiene de forma inevitable en sistemas más complicados, como una constante de la inteligencia artificial hasta 34. E. Feigenbaum y P. McCorduck, The fifth generation, Addison-Wesley, Reading (MA), 1983. 257 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO el momento. A pesar de tantas novelas y películas de ciencia ficción en las que los ordenadores se rebelan contra sus creadores y son capaces de fijar ellos mismos sus propias normas de conducta, parece imposible imaginar cómo puede surgir la libertad de un montón de circuitos. Al no necesitar ni intuición ni sentido común, los sistemas expertos han conseguido éxitos notables, tanto mayores cuanto más reducido es el campo de operación. Se usan ya de modo habitual para análisis químicos, diagnóstico médico, ayuda al estudio, control del tráfico, ju- gar al ajedrez..., y siempre que los razonamientos necesarios se puedan reducir a la aplicación sucesiva de reglas. Sin embargo, el pensamiento es algo más que eso, sin contar con que «las reglas no contienen las reglas de su propia aplicación», en frase pertinente del filósofo Ludwig Wittgenstein. En nuestra vida estamos violando pautas de modo constante, cuando circunstacias imprevistas lo aconsejan. Una historia que seguramente ocurrió alguna vez lo ilustra: el conductor de un autobús, sancionado por no atender de forma ade- cuada a un viajero que sufrió un ataque al corazón, se defiende apoyán- dose en una regla de su empresa según la cual no debe nunca desviarse de la ruta prevista si no tiene permiso para ello. La culpa no fue suya, dice, sino de la norma. Desde luego, ocurre que las reglas deben interpretarse según el con- texto, en eso consiste el sentido común —cualidad que parece espe- cíficamente humana—. Por desgracia, este conductor no lo tiene y se comporta aquí como un ordenador incapaz de pensamiento contextual. Un defensor de la hipótesis fuerte de la inteligencia artificial diría que es posible sustituir con ventaja al conductor por un ordenador programán- dole adecuadamente para hacer frente a imprevistos, por ejemplo con instrucciones del tipo «seguir la ruta prevista, excepto si un viajero sufre un ataque al corazón, en cuyo caso ir al hospital más próximo». Pero vano intento es el de reducir a reglas lo imprevisto: quizá el ca- mino al hospital más próximo esté cortado por una inundación, o haya otro más lejano pero mejor equipado, o convenga seguir el consejo de un médico que estuviese a bordo, o sea necesario pedir un helicóptero... Según Minsky, Feigenbaum 35 y los partidarios de la hipótesis fuerte, se puede generar el sentido común mediante un conjunto suficientemente vasto de reglas y de datos almacenados en la memoria de un ordenador. Pero el sentido común es un ejercicio de la libertad humana: al aplicar- lo, el hombre se libera de la norma, interpreta la situación y decide por sí mismo en función de su análisis. Más aún, crea información adicional 35. Entrevista con Guitta Pressis-Pasternak reproducida en su libro Faut-il bruler Descartes?, La Découverte, Paris, 1991, p. 220. 258 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS antes imprevista, a partir de las circunstancias. Por tanto, si existe el li- bre albedrío, nunca podrá haber ordenadores plenamente inteligentes. Es un hecho que, tras muchos esfuerzos, nadie ha conseguido pro- gramar el sentido común. Uno de los críticos más duros de la hipótesis fuerte es el filósofo de Berkeley Hubert Dreyfus, desde que publicó en 1972 su polémico y provocativo libro Lo que no pueden hacer los ordenadores, al que siguió en 1986 La mente sobre la máquina, escrito con su hermano Stuart, profesor de matemáticas e investigador sobre inteligencia artificial 36 . Los Dreyfus, representando a una corriente de opinión, reaccionan con fuerza contra la idea de que los ordenadores y los humanos son dos «razas» diferentes de una misma «especie», ca- racterizada por representar el mundo exterior por cadenas de símbolos, como si hubiese una inteligencia suprema y genérica, la de la máquina universal de Turing, de la que la humana y la informática serían dos variedades muy próximas. Opinan que el pensamiento no se puede re- ducir a aplicar reglas, que es lo más que puede hacer un ordenador. Además, nuestros hábitos mentales están profundamente marcados por toda nuestra experiencia vital anterior, idea que resumen en frase redonda: «Nunca se podrá programar nuestro pensamiento porque no somos espíritus puros» 37 (los Dreyfus quieren decir con ello que los ordenadores sí lo son en el siguiente sentido: como realizaciones parti- culares de la máquina universal de Turing, son absolutamente intercam- biables como cuestión de principio, y por eso nada importante de ellos depende de la materia particular de la que estén construidos. Lo que importa en ellos a estos efectos es el software, no el hardware). La reflexión humana es más compleja que una aplicación reiterada de reglas, aunque a veces sea también eso. El pensamiento se mueve siempre entre los polos del análisis y la síntesis, entre la deducción y la inducción, mientras que los ordenadores trabajan sólo en el modo ana- lítico-deductivo. Y esto importa mucho, porque las grandes creaciones de la mente humana han tenido siempre un componente importante de razonamiento ni analítico ni deductivo. Así es evidente en las obras de arte, que no se crean siguiendo un esquema lineal lógico, pensemos en La Gioconda de Leonardo, en un cuarteto de Beethoven o en el Quijote de Cervantes. Según un lugar común, las de los científicos son de otro tipo, pues en ellas reina la lógica más estricta en todo su esplendor y se encadenan las proposiciones cada una como una mera consecuencia in- evitable de las anteriores. Pero no hay nada más radicalmente falso: en 36. H. L. Dreyfus, What computers can’t do: a critique of artificial reason, Harper and Row, New York, 1972; H. L. Dreyfus y S. E. Dreyfus, Mind over machine: the power of human intuition and expertise in the era of the computer, Macmillan, New York, 1986. 37. Entrevista con Guitta Pressis-Pasternak, en Faut-il bruler Descartes?, cit., p. 213. 259 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO las mejores obras científicas hay un componente importante de analogía y de traslación no lógica de ideas. Tomemos la teoría de la gravitación universal de Newton. Sería equi- vocado considerarla simplemente como un conjunto de reglas y proce- dimientos para calcular los movimientos de los cuerpos celestes, aunque también sea eso y su valor dependa del éxito de esos cálculos. Es mucho más, porque supone una visión nueva del mundo, distinta por completo de la medieval, en la que se muestra la ciencia como mirada y como pre- gunta en su grado más alto. Cuando Newton vio caer la manzana, sin duda sintió, como un chis- pazo, su semejanza con la Luna (no importa para esta discusión que la historia sea apócrifa como dicen algunos; supongámosla cierta). Pero, ¡qué idea tan absurda!, ¿cómo pueden parecerse dos cosas tan distintas? Respuesta de Newton: ¡la Luna cae hacia la Tierra, lo mismo que la man- zana! Si es así, debemos admitir que todas las demás cosas caen también las unas hacia las otras. Podemos ver aquí a la analogía en su esplendor más fecundo. A Newton le sugirió nada menos que la universalidad de las leyes físicas, las mismas aquí en la Tierra y allí en los astros, una de las ideas más importantes de toda la ciencia. Esta historia de Newton muestra que es posible encontrar semejanzas y elementos comunes entre los procesos de creatividad en ciencia y en arte o en poesía. Uno es el papel tan importante que tiene la metáfora en esos dos ámbitos 38 . Una metáfora consiste en afirmar que dos cosas son iguales, aunque sabemos muy bien que no lo son. Sorprende que este aparente despropósito tenga una eficacia tan grande, sin duda por- que la mente, obligada a oscilar entre lo que las dos cosas tienen de parecido y de distinto, entra en un estado receptivo que la predispone a descubrir aspectos inesperados de esa realidad. Tomemos los famosos versos de Las coplas de don Jorge Manrique por la muerte de su padre, una de las cumbres de la poesía española, Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, qu’es el morir. Parece un sinsentido lógico unir, mediante el verbo «son», dos ideas tan distintas como «nuestras vidas» y «los ríos» o «dar en la mar» y «mo- rir». Pero esa asociación tiene un efecto muy claro sobre el lector, agudi- za su sensibilidad, lo hace más receptivo y genera en él una tensión men- 38. J. Ortega y Gasset, «Las dos grandes metáforas», incluido por ejemplo en Ensayos escogidos, ed. de P. Laín Entralgo, Taurus, Madrid, 1997; D. Bohm y D. Peat, Ciencia, orden, creatividad, Kairós, Barcelona, 1988. 260 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS tal creadora. Una parte del mundo se ilumina ante su mirada, por efecto del choque entre lo que iguala y lo que diferencia a los dos términos. La teoría de la gravitación universal surgió de la metáfora Luna-manzana, repitiéndose muchas veces la misma pauta: al descubrirse una nueva idea por asociación de términos aparentemente muy separados, la mente se ve envuelta en una forma de percepción creativa que facilita la admisión de ideas fecundas, absurdas de acuerdo con los esquemas anteriores. La metáfora cumple dos funciones en ciencia: ayuda a descubrir nuevas ideas o a entender mejor otras ya conocidas y sirve para buscar nombres a conceptos emergentes. Muchos términos científicos tienen origen metafórico, por ejemplo, fuerza, energía, efecto invernadero, efecto mariposa, Big Bang o agujero negro. Pero, aunque las metáforas literarias y las científicas surgen de proce- sos mentales parecidos, deben usarse de modo muy distinto. Las primeras tienen que mantener su capacidad de sugerencia y para ello es necesario que permanezcan abiertas. Si Neruda compara a la soledad con una mo- neda traidora o dice que la alegría es una ráfaga quebradiza, no tiene sentido analizar cuán objetivas sean esas asociaciones, pues se sitúan en el mundo necesariamente ambiguo de lo subjetivo y allí deben permanecer. Con las metáforas científicas se opera de otro modo: hay que cerrar- las. Quiero decir que, una vez que han abierto un camino o levantado un velo, es necesario reducirlas a lo que tienen de objetivo y comproba- ble, en lo que todos estén de acuerdo. Por eso hay que guardarse mucho de confundir una metáfora científica no cerrada con una identidad. O sea, que si las metáforas literarias deben mantener su intensidad, con- viene que las científicas se enfríen. Por eso Ortega, tan entendedor de estas cosas, decía que las metáforas literarias van del menos al más y las científicas, del más al menos. Un rastreo por la historia de la ciencia permitiría detectar muchos otros casos parecidos. Indiquemos sólo tres: la relatividad general de Einstein parte de la metáfora del espacio-tiempo como membrana elás- tica que puede estirarse y encogerse, la teoría cuántica, de la equipara- ción de una onda y un corpúsculo, y el modelo del Big Bang de compa- rar el nacimiento del universo con la explosión de una granada. En las obras de los grandes científicos hay siempre un elemento importante de analogía, no justificado lógicamente a priori. Valga como ejemplo la descripción que el físico Freeman Dyson hace del trabajo de su amigo y colega Richard Feynman, premio Nobel en 1965 y uno de los grandes de la segunda mitad del siglo XX, al hablar de las dificultades que tuvo para que se aceptasen sus primeras ideas: La razón por la que sus propuestas eran tan difíciles de captar por los físicos ordinarios era que no usaban ecuaciones [...]. Tenía una visión 261 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO intuitiva de cómo ocurren las cosas, que le daba las soluciones directa- mente con un mínimo de cálculo. No me sorprende que los que habían pasado sus vidas resolviendo ecuaciones estuviesen desconcertados por sus ideas. Sus mentes eran analíticas; la suya, pictórica 39 . Encontramos aquí, una vez más, el conflicto entre los espíritus de geometría y de sutileza. El matemático inglés Roger Penrose publicó en 1989 un libro titu- lado La nueva mente del emperador sobre el problema mente-cerebro que contiene el ataque más tremendo contra la hipótesis fuerte de la inteligencia artificial 40 . Penrose es una de las grandes figuras de la relati- vidad general, descubridor, en la década de los sesenta del pasado siglo, de teoremas sobre las singularidades del universo, obtenidos algunos en colaboración con Stephen Hawking. Su argumento esencial es que los ordenadores trabajan siguiendo algoritmos y la mente no, por lo que será imposible que uno de ellos llegue a ser inteligente. Pero ¿qué significa eso? Un algoritmo 41 es una sucesión de operaciones elementales, perfec- tamente ordenadas y especificadas, que sirven para hacer algo preciso. Es muy importante que esas operaciones estén bien definidas, de ma- nera que se sepa cuál es la primera, la décima, la número 34, etc. Por ejemplo, un algoritmo para freír un huevo podría ser: 1) se pone en el fuego una sartén con aceite; 2) se coge un huevo de la nevera; 3) se casca; 4) se echa en la sartén; 5) se espera un minuto; 6) se coge con la espumadera; 7) se apaga el fuego. En otras palabras: un algoritmo es una receta. También son algoritmos las secuencias de operaciones de un obrero en una cadena de montaje o las necesarias para coser un botón, aunque se suele usar la palabra en un contexto matemático, donde las operaciones tienen sentido aritmético. Lo importante es la descompo- sición del trabajo en tareas elementales y su realización sucesiva en un orden prefijado, de modo que, si se omite alguna o se altera el orden, el algoritmo no funciona. Pues bien, ocurre que los ordenadores funcionan siguiendo algo- ritmos, ésa es su fuerza y su debilidad y por eso son incapaces de dar respuesta a una situación imprevista, por ejemplo, si se rompe el reloj, si el huevo no está en la nevera sino encima de la mesa o si no hay es- 39. F. Dyson, Disturbing the universe, Harper and Row, New York, 1979, cap. 5. 40. Véase supra en este capítulo la nota 24. El título del libro sugiere que, como el del cuento, los emperadores de la inteligencia artificial no llevan ropa, aunque poca gente se atreva a decirlo. 41. Esta palabra viene del nombre de un matemático persa del siglo IX Abu Ja’far al-Khowarizm, autor de un libro muy importante sobre álgebra, palabra también debida a él. 262 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS pumadera. Penrose opina que en el cerebro operan leyes físicas nuevas, aún por descubrir y de carácter no algorítmico, por lo que nunca podrá ser simulado completamente por un ordenador que funcione sobre los mismos principios que los actuales. Los más de cincuenta años de historia de la inteligencia artificial han descubierto una cosa importante: que el pensamiento opera de modo mucho más complejo de lo antes supuesto. Los desarrollos parecen dar la razón a quienes creen que el sentido común, la intuición, el humor y las analogías no pueden reducirse a cadenas de reglas, por muy compli- cadas y extensas que sean. Por ello, aunque es posible fabricar sistemas expertos que funcionen bien en campos específicos y que cumplan con éxito tareas importantes, son muchos los convencidos de la imposibi- lidad de construir una máquina inteligente. Si éstos tienen razón, para obtener un mecanismo artificial capaz de pensar como un cerebro, ha- bría que construir ¡nada menos que otro cerebro! Pero eso sería otra historia. De todas formas, la cuestión sigue abierta. Hay muchos mapas de la realidad Los fundamentalistas religiosos y los ateos militantes tienen algo en co- mún: creen que toda la geografía del mundo cabe en un solo mapa. El de una interpretación intransigente de un libro sagrado o el de los datos de una ciencia excluyente y totalizadora. Sin embargo, cuando miramos alrededor, nos asalta de inmediato la complejidad de las cosas, siempre enredadas en una intrincadísima maraña de conexiones causales. Vemos objetos físicos simples, piedras o bolas que se mueven y otros muy com- plicados, como la atmósfera con sus vientos y nubes; seres vivos, desde bacterias hasta seres humanos; sistemas culturales, así los hábitos de un pueblo, sus músicas, pinturas o vestidos, sus creencias y sus leyendas. Y ¿cómo reducir a esquemas simples nuestros deseos, temores, esperanzas o recuerdos? ¿Cómo puede bastar con un solo mapa? ¿Es posible que la misma carta que describe bien los astros, dé cuenta de por qué ganó Induráin la vuelta a Francia cinco veces seguidas? ¿O que la que explica la dureza del hierro nos diga cuáles serán las ilusiones de un niño que acaba de nacer, o cuál es el misterio de la sonrisa de La Gioconda, o el de El arte de la fuga de Bach, o...? La ciencia es tan poderosa porque ha sabido extraer su fuerza de los límites humanos. Cuando los griegos empezaron a preguntarse ra- cionalmente por el mundo, pretendían ¡ahí es nada! captar lo que de verdad son las cosas, desde los átomos a los astros, pasando por nues- tras mentes, el lenguaje o la belleza. Empeño vano, porque poco puede hacer el hombre, prisionero en este rincón del universo llamado Tierra, 263 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO estorbado en su razonar por pulsiones y deseos, incapaz de llegar a la «cosa en sí». Poco, salvo estrellarse contra la barrera de las apariencias, tras las que se oculta obstinadamente la realidad, como nos advierte Platón con su mito de la caverna. Si un obstáculo corta el camino, hay dos alternativas: seguir inten- tando tozudamente pasar por encima o buscar otra carretera. La filoso- fía hizo lo primero; la ciencia, lo segundo. Porque los impulsores de la Revolución científica en el siglo XVII, en vez de continuar en su intento de ir al fondo de las cosas, pretensión imposible por desaforada, se con- tentaron con afrontar una clase de problemas de la realidad: los sus- ceptibles de descripción cuantitativa. Lo que se puede medir y calcular y ser reducido a números. Por eso, cuando Galileo dice: «El libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos y sus letras son trián- gulos, círculos y otras figuras geométricas», no estaba tanto definiendo cómo es el mundo cuanto acotando una parcela propia para concen- trarse en ella. Al precio de abandonar una región más vasta se reservaba una zona segura, analizable gracias a ese poderoso instrumento que se obtiene de combinar las matemáticas y el experimento. Por eso la cien- cia moderna nace de una renuncia fecunda. Lo cuantitativo tiene una enorme ventaja práctica: puede simpli- ficarse. Y por eso la ciencia se dedica desde entonces a hacer simple el mundo, eliminar aspectos que estorban su análisis, prescindir de unos elementos, aproximar éstos, modificar aquéllos. Supone a los cuerpos con las formas geométricas más sencillas —incluso como simples pun- tos— o que están aislados del resto del universo. Por eso, la ciencia describe un mundo ideal, parecido al real sí, pero sin muchos de sus elementos. Tomemos el sistema solar en el que nueve planetas y el Sol in- teractúan —no contando los satélites, cometas y asteroides—. En vista de los grandes éxitos de la astronomía puede causar asombro que nadie sepa cómo resolver de manera exacta las ecuaciones de Newton que describen su movimiento. Más aún, nadie ha podido probar que el siste- ma sea estable, o sea, que los planetas sigan haciendo siempre lo mismo, recorriendo monótonamente sus órbitas. Alguno de ellos podría acabar siendo expulsado del conjunto, aunque sí podemos decir que eso no ocurrirá antes de millones de años. Pues, si bien se puede hallar la evo- lución exacta de un sistema de dos astros, es imposible hacerlo si hay tres o más. Cabe recurrir a buenas aproximaciones válidas en períodos que pueden ser largos pero siempre son finitos. Es sorprendente que, a pesar de ese cúmulo de idealizaciones, el es- quema funcione y lo haga tan bien. Pero, no debemos olvidarlo, ningu- na teoría científica tiene validez universal, todas pueden aplicarse sólo dentro de un cierto ámbito de espacio, tiempo y complejidad. Así, la 264 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS mecánica de Newton —una de las construcciones más altas del genio humano— tiene sus límites. No funciona si las velocidades son muy grandes, si la gravedad es muy intensa o si los cuerpos son muy peque- ños, casos en que debe sustituirse por la relatividad especial, la relati- vidad general o la física cuántica, respectivamente. A su vez, hay ahora indicios muy fuertes de que al menos una de las dos últimas necesita ya una modificación. Por eso, el hecho de que una teoría sea simple no debe considerarse nunca como una prueba de que el universo lo es. Una analogía puede ayudar a comprenderlo. Suponer que la Tierra sea plana no es mala cosa si sólo estamos interesados en una porción pequeña de su superficie, porque su plano tangente sólo se diferencia apreciablemente de la forma esférica a distancias grandes, de más de cincuenta kilómetros por ejemplo. Pero, si queremos apreciar su glo- balidad, ningún mapa plano puede representar sin distorsiones toda la superficie terrestre. Éste es el problema de la proyección cartográfica —cómo representar una esfera en un plano— que hace que Groenlan- dia aparezca deforme en un planisferio, mucho mayor que Australia a pesar de ser más pequeña. Algo parecido ocurre con una escultura, el Moisés de Miguel Ángel, por tomar otro ejemplo. No cabe duda de que cada porción suficientemente pequeña de su superficie (digamos de un milímetro cuadrado o aún menor) se puede ajustar muy bien con su pla- no tangente. Pero el conjunto de los planos así elaborados no dice nada de la profundidad y el relieve del Moisés. Cada uno de ellos correspon- de aquí a una teoría en la parcela de la realidad en la que es aplicable. El filósofo Karl Popper compara las teorías científicas con las redes que usa un pescador —analogía usada ya por el físico Arthur Edding- ton— 42 . Según dice, en la búsqueda de la verdad, construimos redes cada vez mejores que consiguen atrapar cada vez más peces de una cier- ta clase. Pero no son nunca perfectas y siempre escapan algunos, por eso la imagen que tiene el pescador del fondo del mar no puede confundirse con una representación completa. Porque, concluye Popper, «se puede describir la ciencia como el arte de la supersimplificación sistemática, como el arte de discernir lo que se puede omitir con ventaja» 43 . El reduccionismo de la ciencia del siglo XX ha conseguido éxitos formidables, a base de idealizar la realidad —representando, con más exactitud cada vez, regiones cada vez menores de la piel del Moisés—. Pero debemos tener cuidado, pues la omisión de algunos aspectos de la realidad puede dejarnos una inexpresiva estatua plana como recons- trucción del Moisés, perdiendo todo el genio de Miguel Ángel. Ya hemos 42. A. Eddington, La filosofía de la ciencia física, Sudamericana, Buenos Aires, 1944. 43. K. Popper, El universo abierto: un argumento en favor del indeterminismo, Tec- nos, Madrid, 1986. 265 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO encontrado dos imposibilidades probadas por la ciencia del siglo XX. El principio de incertidumbre de Heisenberg —cuanto más sepamos de una mitad del mundo, menos sabremos de la otra mitad—; y el teorema de Gödel —una teoría dada por un sistema formal de axiomas y reglas de conocimiento, como suelen ser las de la física, no puede ser completa y consistente, a la vez. Como un ejemplo más, podemos añadir otra limitación: el teorema del economista Keneth Arrow referido a los sistemas electorales, según el cual no se pueden conocer por completo los deseos de una población de electores en el siguiente sentido: no existe ningún conjunto de reglas de votación entre tres o más candidatos que asegure que se cumplan siempre dos condiciones mínimas: 1) si el candidato X gana a Y, e Y a Z, entonces X gana a Z; 2) si cada elector prefiere X a Y, entonces la votación pone a X por delante de Y. Los electores siempre pueden votar de modo que se violen estas condiciones. Conviene que ampliemos la analogía, admitiendo además de los mapas científicos los que preparan las otras aproximaciones a la reali- dad, el arte, la historia, la literatura, la filosofía o la religión. Al hacerlo, se confirma la hipótesis de que a la realidad le ocurre como a la superfi- cie de la Tierra: es imposible representarla con un solo plano sin fuertes distorsiones. Los que aportan todas esas disciplinas son muy distintos unos de otros, como ocurre con los muchos que se usan en geografía, mapas físicos, políticos, históricos, demográficos, mineros, meteoroló- gicos... Algunos tienen detalles que no aparecen en los demás, unos se refieren a regiones reducidas, otros abarcan territorios extensos sin dar pormenores; cada aspecto de la realidad se ve mejor en uno de ellos. Pero ninguno es exhaustivo. Para entender a fondo lo que pasa, hay que estudiarlos todos. Una segunda mirada permite apreciar algunas pautas generales. En todos los conocimientos recogidos en los mapas de las diversas aproxi- maciones a lo real, la verdad no es sólo la observación de hechos o la acumulación de datos, imágenes o sonidos. Muy al contrario, es sobre todo una relación íntima, contemplativa, entre el hombre y el mundo. En oposición a un extendido lugar común, la actitud de los grandes científicos hacia la naturaleza es parecida a la de los artistas 44 . Cuando Beethoven dice que «la música es una revelación más alta que toda la sabiduría o la filosofía», expresa un entusiasmo paralelo al escalofrío del descubrimiento que sienten los creadores científicos. La experiencia de comprender y contemplar la relatividad de Einstein, el electromag- netismo de Maxwell o la teoría cuántica produce una emoción estética 44. Ana María Leyra y Carmen Mataix desarrollan una sugestiva visión paralela en su libro Arte y ciencia: una visión especular, La Palma, Madrid, 1992. 266 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS no muy distinta a la de oír los últimos cuartetos de Beethoven o mi- rar Las Meninas de Velázquez. Tanto en la ciencia como en esas otras disciplinas, los hechos por sí mismos no valen nada, lo que importa es su interpretación, que es un acto radicalmente creativo. Decía Max Planck —quien según Einstein era ante la naturaleza como un hombre religioso o un amante—, que «el pionero de la ciencia debe tener una imaginación intuitiva muy abierta, pues las nuevas ideas no se generan por deducción, sino por la imaginación artísticamente creadora» 45 . Es importante entender esto. Podemos acercarnos a la ciencia me- diante un conocimiento deductivo basado en un espíritu de geometría, podemos hacerlo a través del de sutileza, o combinando los dos como quería Pascal. Contra lo que podría parecer, no es esta cuestión ni aca- démica ni baladí, cuando la humanidad debe afrontar problemas tan grandes como hoy: la brecha entre los países pobres y los avanzados, el hambre, la marginación y la miseria en el Tercer Mundo, la superpobla- ción, el deterioro del medio ambiente y el cambio del clima... Todos ellos tienen dos caracteres que importa mucho comprender: 1) aunque no son problemas científicos —o lo son sólo en parte—, no podrán nunca ser superados sin la ciencia; 2) tienen naturaleza global y exigen una perspectiva planetaria. A causa de lo primero es imprescin- dible entender bien la relación entre la ciencia y los demás elementos de la cultura, sin cuya coordinación estamos abocados al desastre. Resolver los aspectos científicos —cómo producir más alimentos o curar el sida, cuáles son los procesos químicos que causan el agujero de ozono o el ca- lentamiento de la atmósfera, por ejemplo—, puede no servir de nada si no se atacan a la vez problemas de índole social, económica o cultural. A causa de lo segundo, el arma más poderosa para su estudio es el espíritu de sutileza, porque el reduccionismo propio del espíritu de geo- metría es sólo válido para atacar problemas con pocas causas o que afec- ten a ámbitos reducidos. Además, esa perspectiva —la visión abstracta y geométrica— conduce a una actitud fría y utilitaria de la realidad, tendente de forma necesaria a su dominio, sea intelectual o material. El espíritu de dominio no puede nunca tomar una perspectiva global, es esencialmente particular. Para acercarse a la complejidad de las cosas, hace falta sutileza para asimilarlas de modo directo gracias a una intui- ción receptiva, percibirlas como algo vivo cuya suerte nos afecta, no como disecados objetos de laboratorio, y todo eso requiere una postura amorosa ante las cosas, como la que, según Einstein, tenía Planck. Abel Martín, el apócrifo de Antonio Machado, lo intuía bien al decir: «Sin el 45. Cf. M. Planck, Autobiografía científica y últimos escritos, Nivola, Tres Cantos, 2000. 267 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO amor, las ideas / son como mujeres feas, / o copias dificultosas / de los cuerpos de las diosas» 46 . Sin embargo, hay una diferencia importante entre los mapas cien- tíficos y los artísticos, históricos o literarios. El científico busca, sobre todo, lo general. No le interesa tanto nuestro sistema solar, como lo que hay de común en todos los posibles sistemas en torno a otras estre- llas. Si mira con detalle las propiedades de Venus o de Júpiter, es para estudiarlos como ejemplos de dos tipos distintos de planeta, los rocosos y los gaseosos. No puede pensar en un árbol sin rastrear su sitio en el seno del reino vegetal. Por eso busca afanosamente leyes de aplicación universal. En cambio, al artista le interesa este árbol, este monte, este sonido, lo que hay de particular en cada persona o cada cosa y la hace para él, por eso mismo, más preciosa, irrepetible e individual. El estereotipo de la ciencia como algo esencialmente distinto del arte o la filosofía es muy desgraciado porque el mundo ganaría mucho si se cerrara esa brecha. Dice el historiador de la ciencia George Sarton: Es cierto que muchos hombres de letras y, siento añadirlo, no pocos cien- tíficos, conocen la ciencia sólo por sus logros materiales, pero ignoran su espíritu y no ven ni su belleza interna ni la que extrae de lo íntimo de la naturaleza [...]. Un verdadero humanista debe conocer la vida de la ciencia como conoce las del arte o la religión 47 . ¿Dónde queda la religión a todo esto? ¿Cómo son sus mapas? John B. Haldane (1892-1964) fue un evolucionista y genetista inglés que contribuyó notablemente a la genética humana, además de ser uno de los creadores de la teoría matemática de la genética de las poblaciones. Fue también el primero en proponer, en 1923, el uso de generadores de hidrógeno para resolver el problema de la energía. Era un hombre de fuerte personalidad, que se hizo miembro del partido comunista in- glés para abandonarlo luego al conocer los crímenes de Stalin y que colaboró con la República española. A pesar de su marxismo militante, mantuvo siempre una postura abierta hacia la religión y publicó un libro en el que dice de la religión y la ciencia: Son un modo de vida y una actitud hacia el universo [...]. La religión pone al hombre en contacto estrecho con la naturaleza interior de la realidad, [sus afirmaciones] son inciertas en el detalle, pero suelen con- tener verdad en el fondo, [en cambio, la ciencia] se refiere a todo, excepto a la naturaleza de la realidad, [sus afirmaciones] son ricas en el 46. A. Machado, De un cancionero apócrifo, en Poesías completas, ed. de O. Macri, Espasa-Calpe, Madrid, 1989, p. 673. 47. Cf. G. Sarton, The life of science, Henry Schuman, New York, 1948. 268 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS detalle, pero revelan sólo la forma y no la naturaleza real de la existen- cia. El hombre sabio regula su conducta por las teorías de la religión y la ciencia, a la vez 48 . Como vemos, Haldane opina que la ciencia y la religión ofrecen dos mapas distintos y no excluyentes, que incluso son complementarios. Los científicos creyentes del siglo XX pueden clasificarse en tres grupos 49 . Algunos insisten en la unidad y armonía de los conocimien- tos científico y religioso, cuyos conflictos son sólo aparentes y se sal- dan siempre cambiando alguna idea en uno de los bandos, tras lo que renace la armonía. Un ejemplo notable es el de sir William H. Bragg (1862-1942), que en 1915 compartió el premio Nobel de Física con su hijo de veinticinco años William L. Bragg (1890-1971), por sus estudios sobre la estructura atómica de cristales por medio de rayos X. Afirmaba que la ciencia y la religión estudian las mismas cosas y avan- zan por el mismo método mediante teorías, hipótesis y experimentos. Las comparaba con el pulgar y los otros dedos que, conjuntamente, pueden asir efectivamente las cosas. Su opinión equivale a decir que hacen falta muchos mapas de los que, al final, los científicos y los reli- giosos coincidirán. Un segundo grupo mantiene a la religión y a la ciencia como acti- vidades separadas, referidas a aspectos diferentes de la realidad. Para ellos los mapas científicos y los religiosos son claramente distintos y se refieren a terrenos diferentes, pero son necesarios a la vez. En contraste con esos dos grupos, hay uno tercero que toma a los dos tipos de co- nocimiento como dos visiones distintas, sí, pero complementarias, de las mismas cosas. Bohr decía que al estudiar la realidad nos vemos obli- gados a usar pares de descripciones que parecen contradictorias entre sí, pero que son necesarias las dos para conseguir una representación completa (véase más arriba el capítulo 2), de modo que esos aspectos opuestos nunca se manifiestan a la vez. Para ellos es muy importan- te que religión y ciencia, aun sin decir las mismas cosas, hablan de lo mismo exactamente. Sus mapas se refieren a las mismas parcelas, pero desde perspectivas complementarias. Un miembro destacado de este grupo es Charles Coulson (1910-1974), catedrático de Química teórica en Oxford, apodado profesor de química teológica por el vigor con que defendía sus ideas, contenidas en un libro muy famoso y reeditado, 48. Cf. J. B. Haldane, «Science and theology as art forms», en Possible worlds, Chatto and Windus, London, 1927. 49. E. H. Niebert, «Modern Physics and Christian Faith», en D. C. Lindberg y R. L. Numbers (eds.), God and Nature: Historical Essays on the Encounter between Christian- ity and Science, University of California Press, Berkeley, 1986. 269 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO Science and Chistian belief 50 . Desde la perspectiva de la complementa- riedad defiende allí la idea de que la ciencia es una actividad esencial- mente religiosa, por la que el hombre aprecia una parte de la revelación divina, «es un aspecto de la presencia de Dios y los científicos son parte de la compañía de sus heraldos». Purificando el misterio En la conversación ordinaria, misterio es cualquier cosa que no se entien- de. Casi siempre por falta de algunos datos, como ocurre en las novelas policiacas, donde no sabemos quién es el asesino hasta la explicación final del detective. Pero sería mejor en esos casos usar palabras más débi- les, como enigma, secreto o incógnita. En su sentido más radical, el que nos concierne aquí, misterio es algo cuya comprensión nos supera, no por desconocer datos o ignorar hechos, sino porque hay en ello exceso de realidad para la capacidad humana. Es algo totalmente distinto de las cosas cotidianas, que entra en nuestra vida humana y la afecta radical- mente, no cognoscible por ser superior. No es oscuro, sino brillante. La experiencia del misterio es la respuesta inefable a una pregunta radical, que quiere ir al fondo de las cosas desde la apertura a lo otro. Ya hemos visto que para Einstein se trata de la experiencia más radicalmente vital y consiste en «percibir que, tras lo que podemos experimentar, se oculta algo imposible de entender, la razón más profunda y la belleza más ra- dical, sólo accesibles a nuestras mentes de modo indirecto». Es imposible eliminar el misterio de la vida; en su percepción está siempre la base de toda actividad creadora. Nos rodea por todas partes, está dentro de nosotros mismos, estamos sumidos en él. Los griegos imaginaron a la lechuza o el búho, con sus enormes ojos abiertos en un gesto de asombro, como compañera de Palas Atenea, la diosa de la sabiduría y símbolo del quehacer filosófico, y Ortega decía que debería serlo también de la ciencia, a lo que sin duda asentiría Einstein. Sin embargo, hay quienes se sienten molestos cuando oyen hablar a otro científico del misterio del mundo como si eso fuese impropio de un colega, aparentemente por pensar que la ciencia acabará por re- solver todas las cuestiones, no quedando luego nada por explicar. Así ocurre a menudo con los bioquímicos. En cambio algunos de los físi- cos más importantes de la historia han considerado como importante para su actitud ante el mundo ese sentimiento de sorpresa, admiración y reverencia que es el misterio, en el que es fácil ver un elemento pi- 50. C. Coulson, Science and Christian belief, Chapel Hill, University of North Ca- rolina Press, 1955. 270 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS tagórico. Baste con mencionar a Newton, Maxwell, Einstein, Planck, Heisenberg, Schrödinger y Feynman, entre otros. Me parece ver aquí un malentendido cultural entre diversas ramas científicas que conviene comprender. Cuando un bioquímico reflexiona sobre lo más profundo de su cien- cia, se topa con genes, proteínas, etc., moléculas biológicas de gran com- plejidad que, no obstante, le van permitiendo entender cada vez más el quimismo vital y, con ello, los mecanismos de la herencia, el metabolis- mo, la evolución y, probablemente en el futuro, el origen del fenómeno vida. Así lo sugiere el espectacular éxito de la bioquímica en las últimas décadas. Si se inclina por las explicaciones básicas y desea seguir hacia los fundamentos más profundos de la vida, tiene que salir de su propia ciencia para reflexionar, por ejemplo, sobre el enlace químico basado en las leyes de la física cuántica. Eso implica ir más allá de su campo de trabajo. Ante ello, puede verse obligado a aceptar los resultados de estas dos ciencias que se le presentan sólidas como rocas. Su reflexión perso- nal se detiene necesariamente allí. Para un físico teórico, como son los anteriormente citados, la cosa es distinta. Al llegar a lo más básico de su saber y pretender ir más allá, no encuentra ninguna otra ciencia en que apoyarse (las matemáticas son meros instrumentos en esta cuestión). Es posible que ésa sea la causa de que se sienta más impresionado con el misterio del mundo. En muchos ambientes sigue vigente el estereotipo de una ciencia matadora del misterio, porque construye el único conocimiento, ver- dadero y total, mediante átomos, leyes, fórmulas y números. Desde esa perspectiva, si los artistas ven misterio en un acorde, una forma o una mirada se debe simplemente a que no conocen cómo es en realidad el mundo. Pero ya hemos visto hasta qué punto es imposible la sabiduría total y cómo siempre habrá preguntas que el hombre no podrá contestar. Por eso, yo creo que la ciencia está más cerca de lo que parece de otras actitudes humanas, como el arte, porque la sensación de asombro y de misterio crece con su desarrollo. Tomemos un ejemplo: el color azul. En su libro A la pintura, Rafael Alberti escribe poemas a los colores, uno de ellos al azul, en el que dice: «En la paleta de Velázquez / ten- go otro nombre: / me llamo Guadarrama», aludiendo a los misteriosos tonos azules de la sierra de Madrid en los fondos de los retratos de la familia real. ¿Por qué nos fascinan de tal modo esas montañas azules? Se pueden asociar todas las sensaciones de nuestra mente a interacciones entre átomos y radiación, tal como las describen las ecuaciones de Max- well, base de la teoría electromagnética, para las que el azul es un simple componente de Fourier. Desde ese punto de vista, nuestra fascinación no es más que ciertas excitaciones de los átomos cerebrales al recibir energía en forma de vibraciones con una frecuencia específica. Pero me 271 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO importa aquí anotar que la ciencia, lejos de disminuir el misterio, añade varios nuevos porqués (como, según vimos, decía Planck): ¿por qué la luz es como es?, ¿por qué se ajusta a las ecuaciones de Maxwell y no a otras o a ninguna?, ¿qué maravilloso misterio hay tras el delicadísimo juego de la teoría de Fourier que opera por debajo de los colores y los matices de las montañas azules? Imaginemos a un pastor neolítico que mira al mundo y pregunta. Su asombro ante el esplendor del cielo nocturno aumenta cuando ve una extraña lucecita roja que hoy llamamos Marte, moviéndose de un modo peculiar, mientras las demás estrellas mantienen sus figuras per- manentes. Mira luego a los montes y los animales, le asustan los truenos y los rayos, siente los vientos y la lluvia, y se pregunta qué hay tras esas extrañas cosas. Quiere responder a la solicitud del mundo y lo hará en consonancia con sus habilidades o sus talentos: quizá no haga nada, pero acaso pinte bisontes en una caverna, o componga canciones que se transmitan de boca en boca, o construya una explicación mitológica del mundo. Pero también puede dar una respuesta científica, intentando captar qué son los cielos, buscando alguna regularidad en los movimientos de Marte, la Luna y el Sol y quizá intente construir un observatorio —lu- gar, no lo olvidemos, donde la mirada humana, transformada en pre- gunta, lleva al hombre a ver— en Stonehenge o en Carnac, en América Central o en Mesopotamia. Todas ellas son distintas respuestas ante el mismo asombro. Dejemos pasar el tiempo hasta el siglo XVI, cuando Tycho Brahe cons- truye en Dinamarca el primer observatorio moderno y se dedica a ano- tar los movimientos de la misma luz roja, para que, poco después, su ayudante Johannes Kepler pueda mostrar en Praga que sigue tres leyes hoy famosas y, gracias a ellas, Isaac Newton descubra su teoría de la gravitación universal. Dos siglos después, Albert Einstein da una ley aún mejor, según la cual Marte no es atraído por ninguna fuerza, sino que su inercia le hace seguir una geodésica —esto es, una curva de mínima distancia— en el espacio-tiempo curvado por el Sol. Parece que ya lo sabemos todo sobre la luz roja: los detalles de su órbita, su masa, su tamaño o la inclinación de su eje, incluso que su color se debe a la limonita de su superficie. Pero no ha disminuido el asombro. A los porqués de antes les han sucedido otros más profundos que van acotando y purificando la misma pregunta de mil caras. ¿Por qué se curva el espacio-tiempo? ¿Por qué sigue Marte una geodésica? ¿Por qué la gravedad tiene la intensidad que observamos? ¿Por qué exis- ten los átomos de Marte o del Sol?... Seguimos donde estábamos. Por eso decía Planck que la ciencia descubre un nuevo misterio cada vez que resuelve una cuestión fundamental. Y así, cuando un científico se 272 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS interroga hoy sobre las leyes entre las partículas elementales, o el meca- nismo de la herencia, o sobre el Big Bang, está haciendo lo mismo que el pastor neolítico. Reaccionar ante el asombro del mundo. ¿A dónde nos lleva todo esto? A que es imposible vaciar la vida de misterio, porque la ciencia no puede eliminarlo, sino acercarse cada vez más a él. Y, por ello, la religión debe estar basada antes en la pregunta que en la respuesta, pues cualquier intento de comprender racional- mente el fondo de las cosas nos lleva sólo a contemplar sombras, según descubrió Platón con su mito de la caverna, en la que seguimos metidos como asegura en una de las citas iniciales de este libro el astrónomo y físico inglés James Jeans, quien significativamente empieza uno suyo titulado El misterioso universo con las páginas del diálogo de la Repú- blica en las que Platón propone su metáfora. En ella, unos hombres han nacido y crecido en una caverna, donde están encadenados sin poder mirar hacia la entrada a sus espaldas. Un fuego exterior proyecta hacia el interior de la cueva sombras de caminantes que pasan por delante de la entrada llevando objetos de distintas formas. Como los prisione- ros no pueden ver otra cosa, esas sombras serían para ellos las únicas realidades conocibles y en ellas se basaría su visión del mundo. Según Platón, todos nosotros somos como esos prisioneros cuando intentamos entender el mundo. Podría pensarse que el extraordinario desarrollo de la ciencia, ba- sado en la combinación del método experimental y la aplicación de las matemáticas a los datos de la observación, nos permite hoy conocer completamente la realidad de las cosas, destrozando la validez del mito platónico. No es así. Es cierto que poco a poco y tras grandes esfuerzos hemos progresado mucho en el conocimiento de esas sombras, deter- minando sus perfiles con mayor nitidez, entendiendo mejor sus movi- mientos y asociándolas con las voces que llegan confusamente desde el exterior. Sin embargo, cada vez que conseguimos avanzar algo en ese empeño, aparecen nuevas sombras borrosas e ininteligibles de personas cada vez más lejanas que no podemos comprender. Por eso, decía Max Planck, «el progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo mis- terio cada vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental» 51 , pues el nuevo conocimiento adquirido plantea preguntas nuevas en las que antes no podíamos pensar porque no sabíamos lo suficiente. La tradición de muchas iglesias, la católica en particular, no ha se- guido esta idea, insistiendo con demasiada frecuencia en las respuestas inmutables y confundiendo lo que sólo es representación propia de una época con la certidumbre de las verdades absolutas. Las desgracias así 51. M. Planck, ¿A dónde va la ciencia?, Losada, Buenos Aires, 1961, pp. 237-238. 273 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO ocasionadas son demasiado patentes como para que se necesite mencio- narlas. Como señalan Pilar Magro y Alfredo Tiemblo en un provocativo viaje por el camino de Santiago 52 , «la pregunta une a los hombres, la res- puesta los separa». Desafortunadamente, hoy la ciencia olvida muchas veces el misterio del que nació. También lo ha hecho la religión. ¿Cómo si no puede haber nacido la intolerancia en una tradición que cuenta con tales mitos como la zarza ardiente o la Anunciación, en los que Moisés o María se abren a un misterio que intuyen sin comprenderlo? Blaise Pascal y Miguel de Unamuno hablan a menudo del misterio. Sobre cómo el conocimiento de Dios depende de la voluntad del hom- bre, un tema constante en la tradición cristiana, dice Pascal: Si no hubiera oscuridad, el hombre no sentiría su corrupción; si no hubie- ra luz, el hombre no esperaría remedio. Así, para nosotros, no solamente es justo sino útil que Dios esté en parte oculto y en parte descubierto, puesto que es igualmente peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer la propia miseria y conocer la propia miseria sin conocer a Dios 53 . También se ha usado mucho la doctrina de que Dios se oculta para que la fe sea auténtica, como asegura Kant, y que la lucha por la fe es necesaria. Tengo anotada otra cita de Pascal en esta línea: Miro a todas partes y no veo sino oscuridad, la naturaleza no me ofrece otra cosa que motivos de duda e inquietud. Si no viera algún signo de divinidad, decidiría no creer en él. Si por todas partes encontrara señales, descansaría en la fe, pero viendo demasiado para negar y demasiado poco para asegurarme, mi estado es lamentable y cientos de veces he deseado que la naturaleza indique inequívocamente si Dios la sostiene 54 . Blaise Pascal vive en la pregunta, en su peculiar talante personal que tan moderno resulta. Miguel de Unamuno, en un artículo publicado en 1907 explica: Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde romper el alba hasta la noche, como dicen que con él luchó Jacob. Y más adelante: 52. P. Magro y A. Tiemblo, El camino de la pregunta, Orígenes, Madrid, 1989. 53. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 446. 54. Ibid., n.º 429. 274 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Y si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela por vía cordial en el Evangelio y a través de Cristo y de la historia [...] y me pasaré la vida luchando con el misterio, porque esa lucha es mi alimento y mi consuelo 55 . El teólogo protestante alemán Rudolf Otto 56 acuñó la palabra «nu- minoso» (del latín, numen, divinidad) para referirse a todo lo que es misterioso, inaprehensible, escondido, lo que es absolutamente otro. Lo numinoso produce reverencia, fascinación, asombro o la sensación de pequeñez y humildad ante el mundo, tan clara en muchos creyen- tes. Como hemos visto más arriba, científicos importantes, así Einstein o Planck, tenían un profundo sentido de lo numinoso. Ello muestra que el pensamiento científico y la fe religiosa no se contradicen; por el contrario, son dos maneras distintas de acercarse a una realidad que atrae irresistiblemente al hombre pero que sobrepasa su capacidad de entender. A modo de resumen La confusión establecida sobre el papel de la ciencia no es el menor de los serios problemas que afronta hoy la raza humana. Si es claro que algunos de los más graves se han acentuado por la aplicación perversa o simplemente imprudente de la tecnología con base científica, no lo es menos que ninguno podrá ser solucionado sin la ciencia. El agujero de ozono, la explosión demográfica, el calentamiento de la atmósfera, las nuevas enfermedades o el mantenimiento de la miseria del Tercer Mundo subrayan la evidencia de que usar adecuadamente este planeta es más difícil de lo pensado hasta ahora. La humanidad debe ser más sutil. La mejor manera de serlo es preguntarse por la relación de la cien- cia con las otras formas de conocimiento y por los límites de la objetivi- dad científica cuando se trata de cuestiones vitales que, por su carácter global, se resisten a planteamientos reduccionistas. En contra de lo que afirman los tecnócratas, la ciencia sola no podrá resolver los problemas de la humanidad, porque todas las cadenas de razonamientos tienen que partir de postulados previos, referidos al sentido de la vida huma- na y a su dignidad, que no tienen naturaleza científica. Se basan, por 55. M. de Unamuno, Mi religión y otros ensayos breves, Espasa-Calpe, Madrid, 1942, pp. 10-11. 56. Cf. R. Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza, Ma- drid, 1996. 275 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO el contrario, en percepciones intuitivas y directas de la realidad, a las que se llega mediante la conjunción de todas las perspectivas posibles y nunca mediante deducciones o razonamientos lógicos. A partir de ellas y a ellas supeditada, la ciencia ofrece métodos para resolver esos problemas. Uno de los terrenos en los que cabe plantear esa relación es en el de las actitudes ante la idea de Dios. Dije al principio de este libro que las de los científicos son muy variadas, como confirman los testimonios que hemos examinado. Es cierto que hay algo común en todos ellos, su esfuerzo para contribuir a ese inmenso acervo de leyes, verificables experimentalmente, que están en la base de nuestro conocimiento del mundo. Eso les da un sentido de causa compartida y explica la existen- cia en ellos de algunas pautas de comportamiento y de muchos presu- puestos sobreentendidos. Pero esa concordancia se deshace respecto a la cuestión de Dios, ante la que toman posturas muy diversas y personales, más positivas en general que lo admitido por las opiniones culturales en boga. La historia de la ciencia, examinada a través de los puntos de vista de los científicos, enseña algunas cosas interesantes. En primer lugar, que la capacidad del razonamiento estrictamente científico para elevarse por sí misma a la consideración de cuestiones trascendentes es nula. Ya hemos visto que la ciencia explica el cómo, no el porqué. Segundo: que hay otros tipos de conocimiento y de razonamiento, al margen de los científicos. Ante ello, se observan dos opiniones. Para unos, la ciencia no puede darnos todas las respuestas. Otros, en cambio, creen que todas las preguntas podrán ser contestadas en el futuro, quizá mediante una ampliación del método científico. La forma más radical de esta postura es el fundamentalismo cientificista, que niega todo valor a los conocimientos no científicos. Tercera observación: la actitud intelectual tiene una enorme com- plejidad y aparece bajo formas muy diversas, a veces incompatibles. He intentado simbolizarlas en este libro por la oposición entre los espíritus de geometría y de sutileza de la que ya nos prevenía Pascal. Pero hay otra complejidad mucho mayor: la de la profundísima influencia que el mundo afectivo y emocional tiene sobre el intelectual. En contra de una leyenda muy extendida, los científicos están tan afectados por ello como la generalidad de las personas. Para entenderlo es preciso considerar las motivaciones de su trabajo. Varias saltan a la vista. Son la búsqueda de un bien inmediato para el individuo —dinero, incluso fortuna, fama—. Esto las coloca fuera del ejercicio intelectual, porque decidir lo que es bueno para cada uno pertenece al ámbito de lo afectivo. Otras son la curiosidad, la solución de problemas de la humanidad, por ejemplo los relativos a la energía, la 276 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS enfermedad o la alimentación. Algunas de ellas pueden ser banales. Pero la búsqueda de los porqués profundos nunca lo es. Siempre está íntima- mente implicada en exigencias éticas y en las actitudes ante la vida. Por eso es inevitable que las posturas reduccionistas inhiban esas exigencias éticas —lo hagan conscientemente o no. En la historia abundan los ejemplos de cómo ese reduccionismo suprime inevitablemente las cotas más altas de libertad, encerrando al hombre en un sistema fácilmente manejable. Las dictaduras y totali- tarismos ofrecen buenas pruebas. El caso de los sistemas comunistas —basado en una concepción cientificista, no lo olvidemos— está de- masiado próximo para que sea necesario insistir en ello. Pero, desgra- ciadamente, los abundantes análisis que se hacen sobre él suelen pasar por alto el peligro que corre la humanidad de repetir el error, bajo una apariencia distinta; pues lo importante no es la forma de gobierno o el estilo exterior de la sociedad, sino la sumisión del individuo, en su yo profundo, a sistemas que reducen todo el comportamiento a unos pocos esquemas simples, revestidos de una solemne autoridad —los mecanis- mos del mercado, la ciencia, los sagrados derechos de un pueblo, la liberación de una clase o el mecanismo inexorable de una concepción histórica—. Reducir de ese modo las respuestas humanas a términos tan elementales, sólo se consigue abdicando de ámbitos muy importantes de la individualidad. En esa mentira han caído también algunas formas de las que se ha revestido a veces la religión —fundamentalismo, fari- seísmo, inquisición o intolerancia. Todo lo anterior incita a comparar la actividad científica con las demás, especialmente con la artística y la literaria, además de con la religiosa. Se trata de algo más fácil de lo que se cree, porque se puede encontrar correspondencias muy claras, por ejemplo, entre los científi- cos y los artistas. Sus motivaciones son tan variadas en un caso como en el otro. En sus niveles más elementales o primarios, lo artístico puede también buscarse por motivos banales. Pero ocurre también lo contra- rio. Max Planck sentía, como vimos, una pulsión hacia lo absoluto, sin duda esencialmente idéntica a la que induce a muchos grandes artistas a una exploración personal de la belleza y a acercarse hacia algo va- gamente describible como lo infinito. Sólo en esos casos, cuando esa lucha tiene un componente esencial de busca de trascendencia —del tipo que sea— adquiere la postura humana un carácter religioso. A eso se refería Einstein al hablar de la religiosidad cósmica, un camino elegi- do por algunas personas singulares y definido por preguntas —no por respuestas. Lo importante es que esa pulsión implica actitudes éticas muy defi- nidas, totalmente inconcebibles en quien haya elegido el reduccionismo 277 L A CI E NCI A Y E L MI S T E R I O DE L MUNDO científico llamado cientificismo o un reduccionismo de cualquier otro tipo. La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero, como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Ésa es una tarea perso- nal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza a pesar de nuestra pe- queñez ante el universo. 279 Agustín, san (354-439), filósofo me- dieval: 13, 15, 59, 63, 75, 132, 142, 171 Ampère, André-Marie (1775-1836), físico y matemático francés, uno de los fundadores del electromagnetis- mo: 40, 172-173, 181 Anselmo de Canterbury, san (1003- 1109), filósofo medieval: 77-78, 143 Aristóteles (384-322 a.C.), filósofo griego: 31, 63, 75, 78, 141, 155 Arrhenius, Svante (1859-1924), quí- mico sueco, premio Nobel en 1903: 134 Asimov, Isaac (1920-1992), bioquími- co y escritor norteamericano: 135 Avicena (Ibn-i-Sina) (980-1037), mé- dico y filósofo persa: 66, 78 Ayala, Francisco J. (1934), biólogo evolucionista norteamericano, na- cido en España: 30, 47, 122, 127, 129, 136, 217, 229 Bacon, Francis (1561-1626), político y filósofo inglés: 112, 228, 240 Bell, Jocelyn (1943), astrofísica britá- nica colaboradora de A. Hewish en el descubrimiento de los púlsares: 220, 230 Bernard, Claude (1813-1878), fisiólo- go francés: 99 NOTICIA DE AUTORES Berthelot, Marcellin (1827-1907), químico francés que ocupó cargos políticos importantes: 235 Bohm, David (1917-1992), físico norteamericano que mantuvo una postura crítica y original sobre la teoría cuántica: 104, 259 Bohr, Niels (1885-1962), físico danés, famoso por su modelo atómico y por ser uno de los padres de la físi- ca cuántica. Premio Nobel en 1922: 8, 52, 99, 101-105, 196-197, 206, 218, 224, 268 Boltzmann, Ludwig (1844-1906), fí- sico austriaco, uno de los fundado- res de la mecánica estadística: 98, 189-190 Bondi, Hermann (1919-2005), cosmó- logo angloestadounidense nacido en Viena, proponente del modelo del universo estacionario: 145 Boyle, Robert (1627-1691), químico y físico inglés, gran defensor del mé- todo experimental: 65, 75, 82, 90, 93, 95, 156, 157 Bragg, sir William Henry (1862-1942), físico inglés, premio Nobel en 1915: 268 Brahe, Tycho (1546-1601), astróno- mo danés que construyó el primer observatorio de la Era Moderna: 212, 271 280 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Buffon, Georges Louis Leclerc, conde de (1707-1788), naturalista francés, propagador de la ciencia experi- mental y considerado como un re- presentante típico de la Ilustración: 116, 117, 118, 134, 168 Carnap, Rudolf (1891-1970), filósofo alemán, nacionalizado norteameri- cano y una de las figuras del Círculo de Viena: 235, 252 Cavendish, Henry (1731-1810), físico y químico inglés, gran experimen- tador: 174 Coleridge, Samuel Taylor (1772-1834), escritor y filósofo británico: 95 Collins, Francis S. (1950), genetista norteamericano, director del Pro- yecto Genoma Humano de Estados Unidos, premio Príncipe de Astu- rias 2001: 127, 228 Compton, Arthur (1892-1962), físico norteamericano, premio Nobel en 1927: 242 Comte, Auguste (1798-1857), filósofo francés propagador del cientificis- mo: 32-33, 156 Copérnico, Nicolás (1473-1534), as- trónomo polaco que propuso la hipótesis heliocéntrica: 31, 61, 65, 90, 113-114, 120, 140, 145, 153, 155, 163, 177, 183 Coulomb, Charles Augustin de (1736- 1806), ingeniero y físico francés, descubridor de la ley de atracción entre cargas eléctricas: 181 Coulson, Charles (1910-1974), cien- tífico británico que escribió un fa- moso libro sobre ciencia y religión: 84, 268-269 Cournot, Antonine Augustin (1801- 1877), matemático, economista y filósofo francés: 97 Crick, Francis (1916), bioquímico in- glés, descubridor con James Watson de la estructura de la molécula de la herencia, el ADN. Premio Nobel en 1962: 125-126, 206 Cuvier, Georges (1769-1832), natura- lista francés: 117, 168 D’Alembert, Jean Le Rond (1717- 1783), matemático francés, coedi- tor de la Enciclopedia: 163, 164 Darwin, Charles (1809-1882), natura- lista inglés, creador de la teoría de la evolución de las especies, al mis- mo tiempo que Arthur Russell Wa- llace, aunque independientemente de él: 20, 26, 28, 31, 37, 41, 43, 45, 69-70, 118-124, 128, 131, 133, 134, 138, 140, 156, 170, 177, 179, 182-190, 226 Darwin, Erasmus (1731-1802), abue- lo de Charles, naturalista con ideas religiosas heterodoxas: 170 Demócrito (460-370 a.C.), proponen- te tras Leucipo de la idea de que las cosas están hechas de átomos: 19, 36, 87-90, 95, 98, 160, 193, 208, 220, 246 Descartes, René (1596-1650), filóso- fo y científico francés, considera- do como uno de los pioneros del pensamiento moderno: 61-63, 75, 78, 90, 93, 95, 115, 155-160, 162, 163, 169, 218, 249-250, 253, 255 Dicke, Robert (1916-1997), físico norteamericano, profesor en Princ- eton: 147 Diderot, Denis (1713-1784), escritor francés, editor de la Enciclopedia: 141, 164-165 Domb, Cyril (1921), físico nacido en Londres, es profesor emérito en Bar-Ilan, Israel: 13, 65, 177 Dyson, Freeman (1923), físico nacido en Inglaterra, actualmente profesor emérito en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Es opo- nente al nacionalismo y al materia- lismo científico. Es también lucha- dor por el desarme nuclear y por la cooperación internacional: 33, 57, 126, 133, 260-261 281 NOT I CI A DE A UT OR E S Eccles, sir John (1903-1997), neuró- logo australiano, premio Nobel en 1963 por sus trabajos sobre las si- napsis neuronales: 107, 109, 129, 181, 213, 216-219 Eddington, Arthur (1882-1944), as- trónomo británico que desarrolló decisivamente la teoría de las estre- llas: 138, 264 Einstein, Albert (1879-1955), físico alemán, nacionalizado suizo y nor- teamericano. Creador de la teoría de la relatividad y uno de los padres fundadores de la mecánica estadísti- ca y la física cuántica. Premio Nobel en 1917: 20, 23, 29, 31, 34, 37, 41, 45, 47, 48, 55, 59-60, 83, 99-105, 132, 138, 139, 141, 142, 149-150, 170, 177, 189, 191-199, 200, 201, 203, 204, 213, 219, 224, 229, 242, 244, 248, 252, 260, 265, 266, 269, 270, 271, 274, 276 Epicuro (341-270 a.C.), filósofo grie- go defensor de la teoría atomista: 36-37, 89 Escoto Erígena, Juan (810-872), filó- sofo irlandés defensor de la teología negativa: 144 Euler, Leonhard (1707-1783), uno de los mayores matemáticos de la his- toria y el mejor físico teórico del siglo XVIII. Dio su forma definitiva a la dinámica newtoniana: 166, 168, 170-172 Fang Li Zhi (1936), astrofísico chino: 66-67, 144 Faraday, Michael (1791-1867), físico inglés, uno de los fundadores del electromagnetismo, descubridor de la inducción eléctrica. Muchos lo consideran el más notable expe- rimentador de la historia: 31, 40, 136, 172, 174-177, 181 Feynman, Richard (1918-1988), físico norteamericano, uno de los creado- res de la electrodinámica cuántica, por lo que recibió el premio Nobel en 1965: 45, 48, 89, 172, 220-222, 225, 244, 260, 270 Franklin, Benjamin (1706-1790), hom- bre de Estado y primer gran científi- co norteamericano, que contribuyó de modo importante al descubri- miento de la electricidad: 167, 181 Galileo Galilei (1564-1642), físico italiano descubridor de la ley de la inercia y el primero en usar un telescopio en astronomía. Se le con- sidera como un símbolo de la Revo- lución científica por su defensa del método experimental y del sistema heliocéntrico: 31, 37, 39, 48, 61, 63, 67, 70, 79, 83, 90, 113-114, 116, 121, 131, 157, 163, 174, 189, 221, 227, 263 Gardner, Martin (1912), filósofo y científico norteamericano: 54, 56, 57, 76, 82, 249, 252 Gibbs, Willard (1839-1903), uno de los fundadores de la mecánica es- tadística y de la química física. Muchos lo consideran como el más grande científico de la historia de Estados Unidos: 98, 189-190 Gilbert, William (1544-1603), médi- co inglés iniciador de la teoría del magnetismo: 94 Gödel, Kurt (1906-1978), matemático austriaco nacionalizado norteameri- cano, descubridor de un famoso teorema que pone límites a la ló- gica: 224, 249-253, 255, 265 Gold, Thomas (1920-2004), cosmólo- go inglés, uno de los proponentes de la teoría del universo estaciona- rio: 145 Gould, Stephen Jay (1941-2002), pa- leontólogo norteamericano: 44, 45, 71, 226-228 Gray, Asa (1810-1888), botánico es- tadounidense, amigo de Darwin y propagador de la teoría de la evo- lución en América: 122, 184, 186, 187, 188 282 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Haeckel, Ernst (1834-1919), biólogo alemán, fundador de la ecología y defensor entusiasta de la evolución: 124 Haldane, John (1892-1964), biólogo evolucionista inglés: 8, 267-268 Hawking, Stephen (1942), físico inglés famoso por sus estudios sobre los agujeros negros y sobre cosmolo- gía: 43, 137, 140, 142-143, 243- 244, 261 Heidegger, Martin (1889-1976), filó- sofo alemán: 248 Heisenberg, Werner (1901-1976), físi- co alemán; uno de los creadores de la física cuántica, a la que contribu- yó con su principio de incertidum- bre. Premio Nobel en 1932: 20, 48, 99, 100, 104, 140, 197, 200-205, 213, 218, 265, 270 Heráclito de Éfeso (388-315 a.C.), griego que fundó una filosofía so- bre la idea de cambio: 88-89, 92, 96 Heródoto (484-420 a.C.), historiador griego: 92 Herschel, William (1738-1822), astró- nomo inglés nacido en Alemania, descubridor del planeta Urano y considerado como uno de los más grandes de la historia: 20, 166-167 Hewish, Anthony (1924), premio Nobel de Física en 1974 por su descubri- miento de los púlsares: 230-231 Hilbert, David (1862-1943), matemá- tico alemán: 250, 252 Hoyle, Fred (1915-2001), astrofísico inglés proponente de la cosmolo- gía del universo estacionario: 145, 146, 150-151 Hutton, James (1726-1797), geólogo escocés: 168, 186 Huxley, Thomas Henry (1825-1895), biólogo inglés amigo de Darwin y gran propagador de la teoría de la evolución: 53, 69-70, 121-122, 124, 186, 187-188, 228 Jacob, François (1920), bioquímico francés premio Nobel en 1965: 206, 207 James, William (1842-1910), fisiólogo y filósofo norteamericano: 82 Jastrow, Robert (1925), astrónomo norteamericano: 139, 230 Jung, Carl Gustav (1875-1961), psicó- logo suizo: 204-205 Kant, Immanuel (1724-1804), filóso- fo alemán: 53, 60, 79-81, 99, 101, 172, 174, 203, 273 Kelvin, William Thomson, Lord (1824- 1907), físico británico descubridor del cero absoluto de la temperatu- ra: 101, 134, 136, 178, 182, 242 Kepler, Johannes (1571-1630), mate- mático y astrónomo alemán, gran defensor del sistema heliocéntri- co y descubridor de tres famosas leyes del movimiento planetario: 33-34, 42, 61, 63, 65, 79, 83, 90, 94, 112, 155, 157, 163, 198, 205, 212, 271 Keynes, John Maynard (1883-1946), economista británico: 65 Kornberg, Arthur (1918-2007), bio- químico norteamericano que com- partió el premio Nobel de Medici- na en 1959 con Severo Ochoa: 96, 206, 207 Küng, Hans (1928), teólogo suizo: 75, 77, 79, 81, 158, 160, 195, 216 La Mettrie, Julien Offroy de (1709- 1751), naturalista francés: 167, 233 Lamarck, Jean Baptiste (1744-1829), naturalista francés precursor de Dar- win: 116-118, 168 Laplace, Pierre Simon, marqués de (1749-1827), matemático y astró- nomo francés, creador de la mecá- nica celeste: 43, 80, 85, 91-93, 95, 97-98, 100, 107, 108, 138, 156, 166-167, 177, 241-242 283 NOT I CI A DE A UT OR E S Lavoisier, Antoine Laurent (1743- 1794), francés, uno de los crea- dores de la química moderna: 31, 167, 169 Leibniz, Gottfried Wilhelm (1646- 1716), filósofo alemán, descubridor del cálculo infinitesimal indepen- dientemente de Newton: 63, 78, 84, 95, 143, 149, 166, 171, 203, 209, 246, 248-249 Leucipo, filósofo griego proponente de la teoría atomista: 89 Linné (Lineo), Carl von (1707-1778), médico y naturalista sueco: 115- 117, 168 Lorenz, E. N. (1917), matemático norteamericano: 107-108, 218 Lyell, Charles (1797-1875), geólogo inglés. Su libro Principios de geo- logía es considerado como el naci- miento de esta ciencia: 182, 183, 184, 186-187, 188, 191 Maupertuis, Pierre Moreau de (1698- 1759), matemático y físico francés, gran propagador de la teoría de Newton: 166 Maxwell, James Clerk (1831-1879), físico escocés descubridor de la na- turaleza de la luz y uno de los pa- dres fundadores del electromagne- tismo y de la mecánica estadística: 29, 31, 40, 45, 48, 98, 101, 170, 172, 175, 177-182, 189, 212, 224, 244, 265, 270-271 Mendel, Gregor (1822-1884), biólogo austriaco descubridor de las leyes de la herencia que llevan su nom- bre: 20, 30, 123, 189 Michelson, Arthur (1852-1931), físi- co norteamericano que realizó un experimento sobre la velocidad de la luz, básico para la teoría de la re- latividad: 242 Monod, Jacques (1910-1976), bio- químico francés, premio Nobel en 1965. Autor del famoso libro El azar y la necesidad: 27, 45, 109, 125, 206-209, 211, 215, 216, 236, 237, 238 Morley, Edward (1838-1923), quími- co y físico norteamericano que co- laboró con Michelson: 242 Mott, Nevill (1905-1995), físico in- glés premio Nobel en 1977 por sus trabajos sobre los semiconductores: 33, 65, 109, 181, 213-217, 219 Newton, Isaac (1642-1727), físico y matemático inglés, descubridor del cálculo infinitesimal, de las leyes del movimiento y de la gravitación uni- versal y del espectro de colores de la luz blanca. Muchos lo consideran el científico más grande de la histo- ria: 21, 31, 33, 42, 47, 48, 61, 63, 64, 65, 67, 69, 75, 80, 83, 84, 85, 90-91, 92, 94, 95, 107, 108, 118, 122, 132, 137, 142, 149, 155, 157, 163, 166, 169, 170, 174, 177, 180, 181, 184, 189, 190, 241, 244, 247- 248, 249, 259, 263-264, 270, 271 Occam, Guillermo de (1290-1349), filósofo y teólogo inglés: 153 Ochoa, Severo (1905-1993), bioquími- co español, nacido en Luarca, que trabajó en Estados Unidos, donde consiguió la síntesis del ARN, el ácido ribonucleico, por lo que le fue concedido el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1959: 96, 134, 206-207 Oersted, Hans Christian (1777-1851), físico danés, uno de los creadores de la teoría del electromagnetismo: 40, 172-173, 181 Oró, Juan (1923-2002), bioquímico español, nacido en Lérida en 1923: 134-135 Otero, Blas de (1916-1979), poeta es- pañol: 37 Parménides de Elea (540-470 a.C.), filósofo griego: 88-90, 92, 203 284 L OS CI E NT Í F I COS Y DI OS Pascal, Blaise (1623-1662), matemáti- co, físico y pensador francés: 35, 61, 83, 90, 115, 151, 156, 157, 158, 160-162, 200, 229, 255, 266, 273, 275 Pasteur, Louis (1822-1895), químico francés, cuyos experimentos están en la base de la higiene moderna: 31, 44, 120, 133 Pauli, Wolfgang (1900-1958), físico austriaco que trabajó en Suiza, uno de los creadores de la física cuántica con su principio de exclusión y el descubrimiento del neutrino. Pre- mio Nobel en 1945: 8, 200, 202, 204-206, 211 Paz, Octavio (1914-1998), escritor mexicano premio Nobel de Litera- tura en 1990: 60 Penrose, Roger (1931), matemático inglés famoso por sus trabajos so- bre cosmología que compartió el premio Wolf de 1988 con Stephen Hawking: 250, 261-262 Penzias, Arno (1933), premio Nobel de Física en 1978 por ser codescu- bridor de la radiación cósmica de microondas: 230 Phillips, William (1948), premio Nobel de Física 1997 por sus tra- bajos sobre enfriamiento de átomos con láseres: 225 Pirandello, Luigi (1867-1936), dra- maturgo italiano, premio Nobel de Literatura en 1934: 57 Planck, Max (1858-1947), físico ale- mán que propuso la famosa hipóte- sis cuántica, base del conocimiento del mundo atómico, premio Nobel en 1918: 23, 29, 34, 45, 99, 100, 141, 142, 152, 191, 197-199, 200, 242, 266, 270, 271, 272, 274, 276 Platón (423-347 a.C.), filósofo griego: 8, 58, 75, 78, 89, 201, 203, 205, 218, 263, 272 Plotino (204-269), filósofo alejandri- no: 55 Poincaré, Henri (1854-1912), mate- mático francés: 180 Popper, sir Karl (1902-1994), filósofo de la ciencia propugnador del falsa- cionismo: 213, 217-218, 239, 251, 253, 264 Priestley, Joseph (1733-1804), quími- co inglés, descubridor del oxígeno: 71, 168-170, 171 Prigogine, Ilya (1917-2007), físico belga nacido en Moscú y premio Nobel de Química en 1977: 13, 18, 40, 64, 65, 80, 108, 109, 190 Ramón y Cajal, Santiago (1852-1934), neurólogo español descubridor de la neurona, premio Nobel en 1906: 207 Rees, Martin (1942), cosmólogo bri- tánico y Astrónomo Real del Reino Unido: 17, 73-74, 149, 152, 239 Russell, Bertrand (1872-1970), mate- mático, escritor y pensador inglés, premio Nobel de Literatura en 1950: 36, 38, 96, 178, 252 Salam, Abdus (1926-1996), físico pa- quistaní, fundador del Centro In- ternacional de Física, premio Nobel en 1979: 13, 58, 65-66, 210, 211- 212, 213, 216 Sarton, George (1884-1956), historia- dor de la ciencia norteamericano: 267 Schawlow, Arthur (1921-1999), co- inventor con Townes del láser, premio Nobel de Física en 1981: 222, 225 Schrödinger, Erwin (1887-1961), físi- co austriaco, uno de los creadores de la física cuántica a la que con- tribuyó con su famosa ecuación, premio Nobel en 1933: 29, 48, 99, 200, 202-204, 213, 270 Smoot, George (1945), premio Nobel de Física en 2006 por su dirección del Proyecto COBE, dedicado al estudio del universo primitivo: 229-230 285 NOT I CI A DE A UT OR E S Snow, Charles Percy (1905-1980), físi- co y escritor británico: 33, 161 Socini, Lelio (1525-1562) y Socini, Fausto (1539-1604), tío y sobrino, reformadores religiosos italianos: 56 Spinoza, Baruch (1632-1677), filósofo neerlandés de origen español: 55, 75, 192, 193, 195, 196 Teilhard de Chardin, Pierre (1881- 1955), paleontólogo y teólogo francés: 56, 60, 137 Tomás de Aquino, santo (1225-1274), filósofo y teólogo italiano: 56, 63, 75, 76, 78, 83, 95, 111, 215, 228 Townes, Charles Hard (1915), físico norteamericano, descubridor del máser y del láser, por lo que reci- bió el premio Nobel en 1964: 13, 222, 224, 225 Turing, Alan (1912-1954), matemáti- co inglés, uno de los pioneros de la inteligencia artificial: 254-255, 258 Unamuno, Miguel de (1876-1936), escritor y filósofo español: 35, 53, 55, 57, 157, 273-274 Volta, Alessandro (1745-1827), físico italiano, pionero de la electricidad e inventor de la pila eléctrica: 167, 180 Voltaire, nombre de pluma de François Marie Arouet (1694-1778), escritor francés: 148, 165, 171 Wallace, Alfred Russell (1823-1913), naturalista británico, codescubridor con Darwin de la teoría de la evolu- ción de las especies: 37, 118, 182, 184-187, 190, 191 Watson, James (1928), bioquímico norteamericano, descubridor con Francis Crick de la estructura del ADN, la molécula de la herencia, pre- mio Nobel en 1962: 125, 126, 206 Watt, James (1736-1819), ingeniero y físico escocés, perfeccionador de la máquina de vapor: 31, 170 Weinberg, Steven (1928), físico norte- americano, premio Nobel en 1979, con Abdus Salam, por su modelo unificador de las fuerzas electro- débiles: 13, 34, 77, 109, 210-213, 215, 216, 217, 231, 236, 237, 243- 244, 245 Wheeler, John Archibald (1911), físi- co norteamericano, el padre de los agujeros negros: 147 Whitehead, Alfred North (1861- 1947), matemático y filósofo in- glés: 37, 38, 55, 56, 60, 64 Wilson, Edward O. (1929), biólogo norteamericano creador de la so- ciobiología: 27, 236-237 Yukawa, Hideki (1907-1981), físico ja- ponés, premio Nobel en 1949 por su teoría del mesón: 66, 67 Zenón de Elea (siglo V a.C.), famoso por su refutación del movimiento: 63, 76
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