Jose Maria Rojas Garrido

April 4, 2018 | Author: Gustavo Urueña A | Category: Dialectic, Colombia, Rhetoric, Truth, Intellectual


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JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M.ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 109 JOSÉ MARÍA ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA* POR JORGE MARIO EASTMAN** Ni estadista, ni ideólogo riguroso, ni guerrero, ni sólido “carácter” en el sentido en que lo fueron Murillo Toro, Uribe y Herrera –hombres de ideas claras–, José María Rojas Garrido ofrece la imagen típica del orador en el contexto espiritual de nuestro siglo XIX. Tanto que su paso por la Presidencia de la República entre el 1 de abril y el 19 de mayo de 1866 apenas si se registra en nuestra historia como el pago por los favores recibidos, de parte del general Mosquera. Nada extraño, pues ya nadie o muy pocos recuerdan, por ejemplo, nombres que también ocuparon fugazmente, por horas o días, el solio de Bolívar: José de Obaldía, Bartolomé Calvo, Froilán Largacha, Sergio Camargo, Manuel María Ramírez, Ezequiel Hurtado, Eliseo Payán, Euclides de Angulo, Bartolomé Calvo, Juan de Dios Aránzazu: todos hoy reposan en el olvidado osario común de los NNs ilustres de la Patria. El orador Entre las celebridades colombianas de todos los tiempos, él ha sido el orador por antonomasia. Sus actividades como abogado, profesor, magistrado, fueron más o menos subsidiarias para su inteligencia y su pasión por el verbo y la elocuencia. Su modo de manifestarse socialmente fue la oratoria, en el pleno alcance de la definición conocida: “arte de hablar con elocuencia; de deleitar, persuadir y conmover por medio de la palabra”. En Colombia, la oratoria tuvo inmensa importancia política hasta hace relativamente poco tiempo. En la década de 1950-1960 se promovieron todavía certámenes de elocuencia en los medios universitarios, y no era infre* Lectura en la sesión ordinaria de la academia el 21 de junio de 2005. ** Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. 110 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 cuente el caso del estudiante de Derecho, aspirante a parlamentario o penalista, devorando las Instituciones oratorias de Quintiliano, y algunas piezas de Cicerón. La escuela de “Los Leopardos”, vigente hasta más acá del “bogotazo” de 1948, seguía dando réditos de fama en los ambientes forenses y políticos. De aquel grupo oratorio conservador vivían aún Silvio Villegas, Elíseo Arango, Augusto Ramírez Moreno, además de Fernando Londoño y Londoño y José Camacho Carreño. En el mismo partido, la ingeniosa diatriba de Alzate Avendaño relampagueaba y fustigaba cuando ya la resonante voz de Laureano Gómez se replegaba en el silencio de sus últimos años. El “monstruo” provenía de la pléyade que hiciera de los comienzos de este siglo, según Vásquez Carrizosa, “la edad de oro de la elocuencia”, representada por Olaya Herrera, Antonio José Restrepo, Guillermo Valencia y José María Saavedra Galindo1. La nómina de nuestros grandes oradores, desde José Acevedo y Gómez, no es breve, sino todo lo contrario. Nuestro efervescente y contradictorio siglo XIX fue pródigo en modelos variopintas de elocuencia. No obstante, según los testimonios directos que nos han llegado, de 1850 en adelante el más memorable de todos es José María Rojas Garrido, quien más de una vez fuera parangonado con el propio Castelar. Su facundia como improvisador, su sentido de la imagen contundente y de la musicalidad de los “períodos”, la magia lapidaria de sus réplicas, no tuvieron igual entre sus coterráneos. Se ha dicho que en su madurez necesitaba estimularse con el licor y con la visualización de los amplios espacios del ágora para dar lo óptimo de su ingenio, y, además, que en el recinto del Congreso no siempre sostuvo el vigor de su verbo. Pero, sea de ello lo que fuere, lo cierto es que jamás dejó de impresionar y conmover a su auditorio. Era en realidad un artista de la palabra hablada. Leyéndole, en modo alguno podríamos hacerle justicia al orador cuya fama, después de un siglo entero, se conservaba todavía con visos de leyenda. La recopilación de sus escritos en prosa –escribió además en verso–, tuvo primordialmente una finalidad documental: poner al alcance de los investigadores lo más significativo de lo que en la prensa de su tiempo apareció con su firma. Significativo, sin duda, como referencia, glosa y complemento de formulaciones doctrinarias aún más sustantivas, hechas por otros autores dentro del liberalismo colombiano del siglo pasado. Su fuerte 1 Cf. Alfredo Vásquez Carrizosa. El poder presidencial en Colombia. Bogotá, E. Dobry, Editor, 1979, “Introducción”. COLOR JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M. ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 111 Retrato de J. M. Rojas Garrido. Museo Nacional, Bogotá 112 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 no estuvo ahí. Pero, aunque como agitador de ideas generales no fuese original ni profundo, su expresión escrita brinda de cierta manera entre luces y sombras los rasgos de su perfil intelectual. En vivo, gravitando con su acción y su gesto tormentoso, fue una personalidad de veras influyente y de primer plano a lo largo de la peripecia radical. Se contó siempre con él. Y su identidad fue ante todo su palabra. Repitámoslo: no la del pensador ni la del estadista, sino la del tribuno en las ocasiones memorables de aquella lucha de ideologías que constituyó su escenario sobre el fondo cambiante de las guerras civiles, los golpes de cuartel, los ensayos de Constituciones fallidas y los irregulares relevos de las individualidades frente a los poderes dominantes. Su más cuestionada actuación habría de ser, por motivos morales y políticos, su adhesión a Mosquera, incluso en el seno de la Convención de Rionegro (1863), oportunidad en la que pronunció el formidable discurso acerca de las cuestiones eclesiásticas, en la noche del 9 de abril, que lo convirtió en el primer orador de la Convención. Tales asuntos eran tan candentes por entonces en la vida diaria de los partidos, que hoy difícilmente nos hacemos una imagen precisa de la situación a pesar de la abundancia documental con que se cuenta. Rojas afirmó allí cosas tan nítidas como: “... En una palabra: las relaciones entre el Estado y la Iglesia no pueden existir sino sobre la base de los privilegios del clero, y un clero privilegiado, a más de ser un contrasentido en una República, es un instrumento de conspiración permanente contra las libertades públicas. Los privilegios del clero hacen servir a la religión de instrumento de las pasiones mundanas, la desnaturalizan, la corrompen y la pierden. En la relación de las dos potestades no hay término medio practicable: o la autoridad religiosa domina y gobierna al poder civil, o éste oprime y pervierte la religión. O la España gobernada por los frailes, o los católicos de Irlanda oprimidos y esquilmados por la Inglaterra. Que la religión tenga por único apoyo el amor y la fe. Que los gobiernos tengan por única base la justicia que inspira confianza, la libertad que inspira valor...” Y más adelante: “En resumen: el clero ultramontano no es aliado sincero de la soberanía popular, pretende negar en algún caso su obediencia al poder del Gobierno, pretende ejercer una intervención inconciliable con su carácter en la dirección de los asuntos temporales, y ejerce sobre las poblaciones una influencia temible para la libertad...” JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M. ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 113 Comentando dicha intervención sin entrar en detallados análisis de la misma, Salvador Camacho Roldán anota en sus Memorias: “Su composición es ampulosa, sus argumentos de poco valor, sus vuelos oratorios un poco comunes y de mal gusto; pero la elocución o parte exterior sí debió de ser magnífica, como lo era en las grandes ocasiones la manera del orador... En Rionegro había algo forzado en sus opiniones, algo que no era su convicción propia la que se producía (sic), algo que su conciencia no aprobaba”2 . Leído actualmente aquel documento, parecen exageradas estas opiniones, en el sentido de que el discurso fue ampuloso y “sus argumentos de poco valor”. Sin duda Rojas Garrido se expresó allí con ardor, como era su costumbre, pero también con lógica interna suficiente. El énfasis de sus giros no impide reconocer hoy la validez histórica y política, si no de todas sus afirmaciones, al menos de muchas de ellas. Por lo demás, ¿de dónde infiere Camacho Roldán que Rojas no hablaba ahí con verdadera convicción? ¿No era él acaso un sincero enemigo de las interferencias de la Iglesia en la política colombiana de entonces? Aunque subraya que: “Como orador forense, sus conocimientos de la jurisprudencia española, vigente hasta 1860, y sus facultades naturales, le daban un puesto casi sin rival: como tribuno popular, su aplomo perfecto, afluencia torrentosa de palabras apasionadas y voz resonante le creaban una reputación superior: como orador parlamentario le faltaba algo de distinción, en sus actitudes y expresiones coléricas...”3 En su oratoria sobresalen no sólo las técnicas de vocalización y entonación, tan relevantes en la elocuencia, y que se estudiaban con la retórica desde la antigüedad, sino también el ademán o gesto. Por esta razón es natural que los discursos suyos que quedaron escritos, bien porque él los hubiese redactado previamente, o por haber sido tomados en transcripciones más o menos resumidas y fieles, no suministren al lector de hoy sino un muy escueto marco de referencia de aquel espectáculo propiamente dicho que era cada una de sus intervenciones. Esta advertencia es pertinente incluso para los textos de sus discursos de la Convención de Rionegro y su defensa ante el Senado, en 1867. 2 3 Cf. Salvador Camacho Roldán. Memorias. Medellín, Editorial Bedout, Bolsilibros número 74, sin fecha, p. 316. Cf. Salvador Camacho Roldán, ibídem, p. 316. 114 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 La teatralidad es inherente a toda acción tribunicia genuina, pues la palabra del orador surge unida a una expresión corporal completa. La frase “mejor escrita” no conmoverá a la muchedumbre si su enunciación no es una “escenificación”. Ni el verbo oratorio equivale al literario, considerado objetivamente como mensaje, ni la conciencia que recibe un discurso es la misma que lee un texto cualquiera. Todo lo cual significa que el lenguaje del orador más avezado dista mucho de ser una palabra en estado puro. En alguna medida ella corresponde a la del sofista y a la del demagogo, tomando aquí estos términos en sentido estrictamente clasificatorio, sin el menor moralismo. En la historia son bien contados los casos de movimientos de masas estimulados directamente por razonadas exposiciones despojadas de énfasis, exentos de teatralidad. Ni aun en los casos de Lenin y Churchill, poco afectos a la oratoria en sentido tradicional, podría decirse lo contrario de modo absoluto. Cuando Lenin, inaugurando el nuevo poder en la gran Sala del Smolny, en Petersburgo, dice lo que es el régimen soviético, o cuando Churchill, en 1940, proclama que “nunca en la historia de las luchas humanas han debido tantos, a tan pocos, tanta gratitud”, lo único que requerían para emocionar a sus auditorios era aquel tono de certidumbre que venía a confirmar desde arriba la decisión que ya la multitud, sin retórica alguna, sentía haber tomado para siempre. Cultura y elocuencia Ni la función de la cultura, en sentido académico, puede ser igual en ambos casos. Forzosamente, por exigencia de su naturaleza de mensaje dramatizado, enfático, emocional, la elocuencia se apodera de la información y del saber de manera superficial e impresionista, pues ser elocuente consiste en dominar los poderes emocionales de la metáfora bajo sus más diversas formas y ponerlos al servicio de la causa del día. De ahí la típica deformación profesional del orador clásico, que consiste en cierta veleidad “artística” respecto de los principios. La palabra del escritor suele ser simbólica y exige a menudo un complejo proceso de atención por parte de sus lectores. La del orador casi no puede desprenderse de la alegoría, sin correr el riesgo de perder su peculiar eficacia. Riesgosa para la paz pública fue su alocución sobre la unión liberal pronunciada en la plaza de Bolívar de Bogotá, en 1881, cuya frase final le atrajo la crítica de no pocos copartidarios: “Que no quede piedra sobre piedra en el suelo de la patria, antes que consentir en el triunfo del partido conservador”. JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M. ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 115 Antonio José Restrepo dice en Sombras chinescas, su libro contra Núñez, que aquellas palabras de Rojas “eran un reto sangriento a Núñez” y “una incitación vehemente a la guerra civil”. Restrepo se complace en describir, ahí mismo, al personaje: “Su fisonomía era correcta y sólo eran pequeños sus ‘ojillos de lechón’, como lo dijo en su camafeo Joaquín Pablo Posada4 . Era de estatura regular, mas sus tendencias a la obesidad hacían que pareciera bajo de cuerpo. Andaba con cierta dificultad y haciendo un movimiento en que todo él se iba del lado del pie que adelantaba al andar, por lo cual el vulgacho de la Santa Fe de Nieves Ramos, que había aprendido a odiarlo de labios de sus pastores, lo llamaba ‘la manoerrés’, porque ese movimiento era de veras como el del noble animal que lleva en su cerviz el arado que abre el surco...”5 . Un contemporáneo suyo recuerda: “Era de estatura mediana, cuerpo algo inclinado a la obesidad, voz argentina, vibrante y agradable, expresión clara, concepción vigorosa y lógica irresistible cuando defendía buenas causas y las sostenía con sincera convicción. A veces adornaba su peroración con arranques poéticos no siempre muy felices, pero a propósito para herir la imaginación de un auditorio poco escogido” 6 . Si bien regentaba una cátedra de lógica, cuyo nivel sin duda fue satisfactorio en la docencia de entonces, la verdad es que su formación filosófica no parece demasiado consistente. Lo atestiguan su prólogo al libro de Destutt de Tracy, Lógica-discurso preliminar, traducido y editado en Bogotá por Enrique Camacho en 18717 , y los artículos Diversión filosófica y Milagros 4 Restrepo se refiere a la serie de poemas descriptivos de personajes contemporáneos colombianos que Joaquín Pablo Posada (1825-1880) publicó en volumen bajo el título general de Camafeos, en Barranquilla, en 1879. El poema sobre Rojas Garrido, lo muestra así: “Un bípedo tinajón / Cuya tapa es la cabeza: / Juzgarlo, fuera torpeza, / Por sus ojos de lechón. / / Rojo y Rojas –es rojista–, / Partidario suyo acérrimo; / Librepensador libérrimo / Llega hasta ser darwinista. / / Su moralidad privada / Que ninguno le ha negado, / No impidió que este abogado / Abogase por Tejada. / Eso sí: sin duda alguna: / Como elocuente orador / No tiene competidor / Cuando reina en la tribuna. / / ¡Qué facundia! ¡Qué instrucción! / ¡Qué voz tan limpia y sonora! / Rojas Garrido atesora / Más que exigiera Timón”. Cf. Antonio Restrepo. Sombras chinescas–tragicomedia de la Regeneración. Cali, Editorial Progreso, 1947, pp. 231-232. Cf. Salvador Camacho Roldán, ibídem, p. 316. Cf. Antoine Destutt de Tracy. Lógica –Discurso preliminar–. Bogotá, Foción Mantilla, editor, 1871. Traducción del doctor Enrique Camacho. 5 6 7 116 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 (I, II), publicados en las columnas de El Tiempo, entre julio y agosto de 18718 . Respecto del prólogo (escrito por solicitud de su maestro Ezequiel Rojas), hay que advertir que se trata de un estudio apologético, escrito además con una finalidad didáctica precisa. Sin embargo, son notorias su ingenuidad de aficionado y su falta de distancia crítica frente a las ideas del autor francés, revaluado ya en esa época en la propia Francia, y, con evidencia aún mayor, en la Alemania poshegeliana. Pese a todo, ese diletantismo –que marcó siempre aquí a intelectuales y políticos– era el síntoma de una curiosidad muy amplia, si bien poco profunda. El retraso respecto de Europa seguía invariable, no obstante la gradual mejora de las comunicaciones y la prensa. Pero se creía lo mismo en la universalidad y en la potencia social de las ideas. Su retórica se fundaba en dichos supuestos. Hablando de la libertad de prensa, de cultos, de enseñanza, de crítica, o contra la pena de muerte, o contra el dominio eclesiástico en la vida civil, Rojas apelaba por fuerza a tales esquemas de general validez. La anécdota le servía para remover las pasiones subyacentes de cada oyente. Ninguno de sus contemporáneos liberales pudo permanecer insensible al estremecimiento de esa oratoria que, en su comentario erizado de reservas, Camacho Roldán calificó de “popular”. Que lo era, y sin comillas, parece haber quedado fuera de la menor duda. Se le escuchaba con renovado interés, a veces con asombro, aun entre sus impugnadores, pues ninguno le igualó en el Parlamento, el foro y las plazas durante treinta años, en el arte de dirigirse y magnetizar las audiencias más heterogéneas. Desde joven ganó celebridad por su cinismo intelectual. Capaz de defender alternativamente opiniones o puntos de vista contrapuestos, desconcertaba a sus condiscípulos con esa dialéctica de verdadero sofista que se complacía en exhibir, permitiéndose convencer ahora de un modo y enseguida del contrario. Alguno de tales ex compañeros suyos relató más tarde uno de esos incidentes: “Recuerdo que un día hubo en la clase de derecho constitucional una discusión muy interesante sobre las ventajas y la necesidad del régimen representativo y Rojas Garrido sostuvo la doctrina con tanto talento, tal brillo 8 En los artículos titulados Milagros, partes primera y segunda, Rojas discute con Manuel María Madiedo sobre la posibilidad metafísica del milagro, su comprobación, etc. En Diversión filosófica, publicado el 1º de agosto de 1871 en El Tiempo sostiene que “el principio de contradicción es la vida del universo”, fórmula abstractamente dialéctica, por lo menos. JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M. ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 117 de elocución y tan irresistible fuerza, que todos consideramos como vencido al profesor, cuyas ideas eran casi contrarias al principio representativo y parlamentario. Al salir del aula, todos los condiscípulos felicitamos con entusiasmo al futuro orador y dialéctico, muy inclinado, es verdad, a hacer afirmaciones absolutas, dar por probado lo que debía probar, y complicar o embrollar la discusión con silogismos artificiosos. Rojas Garrido, después de recibir muchos abrazos, mirándonos con aire malicioso y casi burlesco, y dejando vagar en los labios una sonrisa más que sardónica como zumbona, nos dijo: “–Y qué, ¿están pensando ustedes que todo lo que acabo de decir en la clase es verdad? –¡Y cómo no! –respondimos varios. –¡Bah! –replicó él–, todas esas teorías son paparruchas. –¿Paparruchas? –repuso alguno. –Sin duda: y en prueba de ello voy a probarles a ustedes lo contrario de lo que acabo de sostener en la clase’. Y al efecto, al punto improvisó una brillante y diestra argumentación contra la teoría del gobierno representativo”9 . Decadencia de la oratoria Aquella vitalidad, su sentido del humor –sin mayores exigencias– y su habitual bonhomía, eran los rasgos por los que se reconocía un “temperamento” rebosante y sanguíneo. Su imaginación insomne, su réplica pronta, la singular aptitud para asignarle sobre la marcha de la improvisación su lugar necesario a la más reciente lectura, a la referencia curiosa tomada al vuelo en la última tertulia, a la anécdota traída de tercera mano por el amigo unos minutos antes de iniciar el discurso: todo lo que prometiera el menor viso expresivo y la mínima posibilidad de subrayar un aspecto cualquiera del tema principal, absolutamente todo venía enhorabuena a la memoria del tribuno. Desde luego, no sería el único en pensar así y obrar así, pues la oratoria era cultivada por muchos, casi tantos cuantos aspirasen a la actividad política, pero sí el más hábil y el que mejor encarnaba al prototipo. Correlativamente existía un público para quien la oratoria era un valor y un poder no del 9 Del libro, Oradores liberales, publicado en la antigua Biblioteca Aldeana de Colombia, colección Samper Ortega de Literatura Colombiana. No se da allí el nombre del autor de estos recuerdos. 118 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 todo desprovisto de asociaciones mágicas: de ahí la noción del “carisma”. Un público dispuesto siempre a escuchar y aplaudir frenéticamente una buena “pieza”, y que acechaba las grandes oportunidades –nada escasas entonces–, en que era de rigor esta liturgia seglar de la elocuencia. El Congreso, a su vez, también era una cátedra, y seguiría siéndolo prácticamente hasta mediar la pasada centuria. Después, la oratoria fue decayendo como ideal figurativo del hombre público. Sin duda la historia reciente del país, en plan de industrialización y de pragmatización a todo nivel, ha finiquitado el ambiente cultural y político favorable al género. “Los Leopardos” fueron quizá los últimos oficiantes de ese culto a la pompa verbal, a la genuina teatralidad del discurso en sentido ortodoxo, o sea con base en estudios más o menos formales según las viejas reglas: exordio, proposición, confirmación y epílogo, aunque en general aquí fuese más libre y frondoso el resultado. Aquel grupo conservador pertenecía a la generación que en el campo literario dio a “Los Nuevos”, es decir, la de 1920, nacida con el siglo o muy poco antes, hacia los límites del novecientos, y que estuvo inmediatamente precedida por la del “Centenario”, la de Laureano Gómez. Tal talante produjo imágenes tan antológicas en su gratuidad, como ésta que ocasionalmente en nuestra niñez le escuchamos atónitos, a Silvio Villegas en el curso de alguna campaña electoral por el Viejo Caldas, y que nunca hemos podido olvidar: “... porque la bandera azul conservadora fue tejida en el mismo telar en donde se tejió la túnica de Jesucristo!” En su magistral prosa Juan Lozano y Lozano resumió el depurado efectismo de Londoño y Londoño afirmando, con filudo humor, que cuando el ilustre caldense tomaba la palabra era tal su musicalidad y ufonía que “obligaba a sacar pareja”. Por su parte, Arturo Alape en su importante e histórico libro El Bogotazo (1983), sostiene que Ramírez Moreno, en Cali, anunció el programa de la juventud conservadora, en los siguientes términos textuales: “1. Arrancar al sol fuerzas inéditas. 2. Bombardear la luna. 3. Sostener el aerolito en su caída. 4. Vaciar los oceános. 5. Enfriar con plegarias los infiernos. 6. Prender con el oscuro fuego que es entraña del globo, la tímida lamparilla votiva del tenebrario, que se enciende en vísperas de la traición en la noche de las tinieblas”. JORGE M. EASTMAN: JOSÉ M. ROJAS GARRIDO Y LA DECADENCIA DE LA ORATORIA 119 El turno para los expositores Era un estado general de nuestra cultura. Comentando un ensayo que Javier Calderón Rivera publicó en 1978 sobre el llamado “grecoquimbayismo”, Jaime Mejía Duque anotaba cómo aquí se había relacionado internamente la oratoria con el periodismo, con la lectura de algunos autores decadentes –los poetas malditos, por ejemplo–, y hasta con ciertas formas de la arquitectura regional. Nadie, en semejante clima verbal, iba a exigirle al orador ningún programa. La metáfora generaba la paz o la guerra, y el tribuno era un mago verdadero obsesionado por multiplicar panes y peces, por magnificar y maldecir, así fuese en contravía de la realidad y de la lógica. Nadie era más glorioso que él. Imposible saber ahora, desde un contexto tan diverso, si tal era exactamente la perspectiva desde la cual declaró en su tiempo don Carlos Holguín, para exteriorizar su admiración por Rojas Garrido: “Yo no encontré en Europa, y oí allá a los más notables oradores, ninguna voz como la suya.” Lo cierto es que hoy no existe un público capaz de emocionarse con tales cosas. En Colombia, como sucede en casi todas partes, esa oratoria, la de Rojas Garrido10 , y la de Valencia y Gómez y Gaitán, y “Los Leopardos”, esa, ha muerto. Y ni siquiera queda alguno que al final exclame ceremoniosamente, como se hiciera al deceso del rey, tras de anunciar lo peor: “¡Viva la oratoria!” En definitiva, le tocó el turno a los expositores densos y, al mismo tiempo, fluidos que buscan sobretodo persuadir y alinear a la audiencia trasmitiéndole sus mensajes para comprometerla con sus tesis, su ideología, su raciocinio o su propósito político inmediato. Es decir, del corte de Alberto Lleras, Gerardo Molina, Antonio García, Alfonso López Michelsen, Belisario Betancur, Abelardo Forero Benavides, Hernando Agudelo Villa, Abdón Espinosa Valderrama, Carlos Lozano y Lozano, Daniel Arango, Otto Morales. Hoy en día la sonoridad y cadencia del discurso se interpretan como trucos y denuncian diletantismo y, por eso, quien acuda a ellas queda matriculado sin escape posible en la escuela de los que según Montesquieu “compensan 10 Murió siendo magistrado de la Corte Suprema de Justicia el 13 de septiembre de 1883. Había nacido en El Agrado (Huila) el 6 de septiembre de 1824. Parlamentario y diplomático (Venezuela y EE.UU); gobernador de la provincia de Neiva y del Distrito Federal de Bogotá; diputado a la Convención de Rionegro y secretario de Relaciones Exteriores. 120 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006 la profundidad con la longitud” o de quienes tienen todavía el arrojo de creer en que es válido “sacrificar un mundo para pulir un verso”. Es el nuevo mundo de la era nuclear y el bioterrorismo –magnetizado por los milagros de la Internet, la TV, la Aldea Global, el Alunizaje, la Clonación, el Mapa Humano– donde ya no hay cabida para la fraseología de los oradores cantarinos. Sin embargo, sea lo que fuere, los defensores nostálgicos de la grandilocuencia continuarán repicando con la sentencia bíblica: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1,1).
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