Dentro y Fuera. Resistencia - Fausto Ragel

March 28, 2018 | Author: vsKamaleón | Category: Spartacus, Prison, Woman, Truth, Books


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Dentro y Fuera: ResistenciaFausto Ragel Prólogo LA CARCEL ES LA UNIVERSIDAD DE LOS HOMBRES LIBRES Diez años en la cárcel son muchos años. Quizás la sexta parte de la vida de una persona. Cualquiera se sentina física y moralmente destrozado tras diez años de cárcel. Cualquiera menos estos hombres y mujeres, prisioneros políticos del PCE(r) y de los GRAPO, para los que diez años de cárcel no son más que una etapa en su larga lucha revolucionaria. Estos hombres y mujeres están escribiendo uno de los episodios políticos más importantes de la moderna historia de España. Y no lo están escribiendo en los periódicos, que prefieren destacar a los personajes de la «movida» o del «postmodernismo», ni en las actas oficiales del Congreso, donde todo heroísmo es considerado «demodé», ni en las películas de moda, donde el héroe es un personaje cínico, nada escrupuloso con la moral y más bien fascista. Están escribiendo este pedazo de historia en la cárcel, sin nada más que sus propias fuerzas. Algún día se sabrá que ellos fueron, los que, en el año 1981 consiguieron toda una proeza no recogida por las cámaras, ni por los periodistas: paralizar el proyecto del gobierno de la UCD de montar la cárcel de máxima seguridad de Herrera de la Mancha, según el modelo alemán. La huelga de hambre duró más de dos meses y en ella murió un revolucionario, «Kepa» Crespo Galende, un trabajador vasco, al que nada ni nadie le venció nunca, hasta la muerte. 3 Fueron también los únicos presos políticos que consiguieron organizar, en la cárcel de Zamora, la fuga más espectacular de la moderna historia española. Todavía andan unos y otros echándose la culpa de esta fuga conseguida con mucho ingenio y ningún medio. Nadie que haya ido a visitarles a la cárcel en estos diez años ha podido decir que les había encontrado pesimistas o deprimidos, sino todo lo contrario. Muchos de ellos han hecho una carrera dentro de la cárcel y todos ellos no han dejado pasar ni un solo día sin dedicar ocho horas al trabajo o al estudio. En la cárcel de Soria han proliferado estos últimos años los poetas, los escritores, los artistas y hasta los filósofos, pero sobre todo se han convertido en lo que ellos querían: políticos revolucionarios. Justo han conseguido lo que trataba de impedirles el Estado, el sistema que les ha encarcelado, este fascismo disfrazado de «joven democracia»; este capitalismo disfrazado de «estado moderno». Querían hundirles, machacarles, enterrarles de por vida para que nadie les conociera, para que la gente les aborreciera bajo el nombre de «terroristas», y acabará ocurriendo todo lo contrario. Esta es su gran victoria. Charlaba con un grupo de obreros y estudiantes gallegos sobre estos hombres, cuando alguien se lamentó de lo mal que lo debían estar pasando en la cárcel, tantos años y con tantos sufrimientos. Y otro le contestó «Lo mismo les dije yo la última vez que fue a verles a la cárcel y ¿sabes lo que me contestaron?: que problemas de verdad los que tenemos en la calle. Que no se trata de si estás en la cárcel o en la calle, sino que lo importante es saber si te rindes ante los explotadores o sigues luchando. El que se rinde está igual de mal en la calle como en la cárcel. Y el que sigue luchando lo mismo lo hace en la cárcel que en la calle, todo lo aprovecha y todo le sirve para luchar». Este espíritu es el que ha mantenido vivo a estos hombres y mujeres durante los últimos diez años. Precisamente los más antiguos entraron en la cárcel, curiosidades del destino, por intentar canjear a dos magnates del régimen franquista, el financiero Antonio de Oriol y el presidente del Congreso Supremo de Justicia Militar, Emilio Villaescusa, por la libertad de los presos políticos de entonces, por la amnistía. Muchos de los que se beneficiaron de su lucha, los que consiguieron, a trancas y barrancas, la amnistía se encuentran hoy en plena actividad política, en la calle, pero no se acuerdan de ios que se jugaron la vida por intentar sacarles de la cárcel. Hay muchos hombres que se pasan gran parte de su vida en las cárceles y, curiosamente, son libres; y hay muchos hombres que se pasan toda su vida en la calle... y son esclavos, prisioneros. La cárcel, en estos momentos divide a la sociedad en dos grupos perfectamente definidos. Fuera de ella los explotadores, los dictadores y aquellos que les sirven, 4 sus lacayos, sus esclavos (y sus enemigos a los que no han podido coger); dentro de la cárcel, los revolucionarios, los luchadores contra la explotación, los que se niegan a ser esclavos, siervos o lacayos. La libertad está dentro y la dictadura fuera. Estos hombres, presos en la cárcel de Soria, han escrito decenas de cuentos, de narraciones, de poesías, de obras de teatro... Incluso han llegado a ganar pequeños premios culturales que no son más que un broche a su actividad, un reconocimiento a su trabajo. En este libro hay una pequeña selección de todo ello. Era imposible publicar toda la producción literaria de los presos políticos. Había que escoger. Son obras literarias, libres y sentidas, donde la mente campea por sus líneas sin traba ninguna, con el corazón abierto y la sencillez como lema. Unos cuentan sus propias vivencias y otros... otros dejan volar libre el pájaro de sus sentimientos, hasta el punto de que es muy difícil leerlos sin emocionarse. Sirven estos relatos para aspirar, aunque sea por breves momentos, las brisas de libertad que aún quedan en este mundo. Brisas que vienen del único lugar donde hoy se agrupan los hombres libres: la cárcel, o como yo la llamaría desde ahora: la Universidad de los hombres libres. Rafael Gómez Parra 5 Presentación Con los catorce relatos que hemos seleccionado para este libro pretendemos traspasar los umbrales de lo meramente testimonial así como los barrotes y altos muros que rodean nuestra existencia de prisioneros políticos. No son éstas historias de cárcel, a pesar de estar escritas por presos; tampoco son autobiografías, aunque en cada una de ellas hayamos puesto retazos de nuestra vida; ni siquiera se trata de ejercicios narrativos de la memoria tratando de recordar «otros tiempos», pues los tiempos siguen siendo los mismos y muchos serán los que, al leer este libro, se sientan identificados con las situaciones y los personajes que en él se describen, bien en el recuerdo o bien en su lucha de cada día. Esta identificación será mayor y más clara, sobre todo, si el lector es un hombre o una mujer que trabaja para vivir o vive para buscar trabajo, si es un obrero o una obrera que en su fábrica o en las calles lucha contra el sistema capitalista que nos oprime y a la vez nos rebela. Y ésa es la gran constante de todos los relatos, la rebeldía. Presentamos en las páginas que siguen catorce crónicas rebeldes, catorce fotogramas de lucha y resistencia en la España de nuestra época. Son catorce cuadros sin firma ni fecha en cuyas pinceladas puede reconocerse la sociedad capitalista actual y, lo que es más importante, la virulenta lucha de clases que la corroe y que un día acabará por transformarla de arriba abajo. Es la resistencia de los oprimidos a los opresores que constantemente brota de la historia de nuestro pueblo la que nos 'sirve de vínculo «a los de dentro con los de afuera»; a los que resistimos desde la cárcel y a los que resisten en las calles y fábricas. En cuanto al contenido, ésa es la principal idea que hemos perseguido al hacer el libro: 6 mostrar que a todos nos une la misma lucha y un mismo y necesario objetivo, la construcción de una nueva sociedad más justa y más libre. Por lo que respecta a la forma, con este libro queremos hacer una reivindicación: la del realismo. Fieles a nuestra causa y a nuestra clase y orígenes (la mayoría de los autores hemos escrito por primera vez en la cárcel, pues en la calle éramos obreros de la mina o el telar, de la construcción o del metal, como se comprueba en la precisa ambientación que arropa los argumentos), creemos que el realismo es la forma más efectiva, directa y bella de reflejar y transmitir el contenido revolucionario de nuestra época y de la causa por la que luchamos y por la que hemos arriesgado nuestra vida y nuestra libertad. El realismo socialista en literatura, tan denostado actualmente por una seudo-intelectualidad ayer «progre» y hoy servilona con el poder, recoge lo mejor que ha dado la técnica artística de todos los tiempos hasta nuestros días y pone el arte al alcance y al servicio de quienes hemos tenido presentes al escribir estas páginas y quienes son el verdadero motor de la historia: el pueblo. A él pretendemos servir y a su juicio sometemos estos catorce relatos. Que este libro llegue a sus destinatarios, que pueda ser leído por sus verdaderos protagonistas, es algo que depende de todos vosotros, los que estáis «fuera». Los de «dentro» ya hemos cumplido. Presos Políticos del PCE(r) y los GRAPO Prisión de Soria 7 Espartaco vive en la fábrica Desde el primer día en que comenzó a trabajar notó que algo estaba cambiando; por fin se había liberado de los castigos del maestro y de tener que esforzarse para aprobar unas cosas que siempre pensó que de nada le iban a servir como no fuera para que le pusieran a uno la cara roja al menor descuido y no de vergüenza precisamente, que se lo preguntasen a él, por eso cuando su hermano le dijo que en la fábrica necesitaban trabajadores pensó que ya se hacía un hombre, que podría llegar el viernes a casa y entregar un sobre con su nombre escrito a máquina y unos billetes y monedas dentro como pago a sus esfuerzos; y por eso la noche anterior no logró cerrar los ojos, era tal su excitación que se imaginaba subido en los telares, arreglando agujas o poniéndole hilo a las máquinas, se veía como un emperador envuelto en finas sedas dirigiendo la producción, su imaginación infantil transformaba a las obreras del parafinado en esclavas que le llevaban espléndidas bandejas de licores y frutas, bellas mujeres acariciadas por suaves y transparentes tules que llenaban el ambiente con sus perfumados cuerpos, las máquinas eran los pilares de su trono y para divertirse había ordenado a uno que vestía una bata blanca que se pusiese a saltar en medio de la sala, y se encontraba arengándolo y riéndose cuando su hermano de una bofetada le derrumbó su imperio y le dijo que tenía cinco minutos para estar lavado y vestido o el autobús de las cuatro y media se les escaparía y que llegando tarde el primer día su entrada en la fábrica no podría ser más triunfal; metió las 8 manos en el chorro del agua fría y se miraba en el espejo los ojos ensangrentados por los excesos del fin de semana mientras pensaba que se acabó el levantarse cuando media humanidad ya estaba reventada de trabajar; un vaso de leche que le acercó su hermano con un date prisa que se nos va terminó por arreglar las cosas: mirando el cristal envuelto en un resto cremoso y blanquecino advirtió que a esas horas su estómago todavía no trabajaba y que la puerta estaba cerrada, al bajar las escaleras de cuatro en cuatro arrastrado por su hermano comprendió que debía llegar a un pacto con su tripa, así que en la esquina se paró y el vaso de leche salió íntegro con algún añadido de su propia cosecha que le aumentó el mal sabor de boca, y sin saber el motivo le vino al pensamiento que los perros en tales casos son testarudos y vuelven a ingerirlo, lo cual no hizo más que agravar sus náuseas; se despertó en la oscura parada y pudo percibir un buenos días que más parecía un gruñido, lo imitó y cerró los ojos con la ilusión de despistar su mal estado y dar una cabezadita pero un empujón lo metió en el autobús que parecía lleno de zombis, hombres y mujeres con sus bolsas al hombro y los ojos hinchados, sentados, durmiendo o al menos dando envidia a los que tenían que esforzarse por sostenerse erguidos sujetándose a la barra y manteniendo el equilibrio; lo que le agradó fue que no tuvo que andar para aparecer al fondo del autobús, la gente es tan gentil que lo fue llevando hasta caer en la plataforma, entonces volvió a despertarse, miró a la calle y le parecía como si estuviese en otro sitio, la ciudad estaba a oscuras, las gentes serias y silenciosas, daba la impresión de que ésta no era su ciudad, que era otra sumergida bajo la que él siempre había conocido; casualidad, pensó, ahora pasaban delante del bar donde hacía muy pocas horas había estado celebrando con sus amigos el que ya iba a ser un hombre, sin embargo ahora estaba cerrado, todo a oscuras y preguntó a una chica más o menos de su edad ¿falta mucho?, le miró sorprendida y respondió que depende, trató de entenderse con su propia mente y de esforzarse por mantenerse despierto, que te bajes ya, capullo, escuchó desde fuera del autobús, era su hermano; el aire le sentó bien al bajar, respiró con ganas y se dio cuenta de que se oían ruidos de máquinas, como si cada fábrica tratara de dar el reclamo a sus obreros, por fin divisó la entrada, su hermano le enseñó la ficha y luego le llevó a los vestuarios, se notaba raro vestido con aquella tela tan áspera como su color azul oscuro violado tan sólo por unas letras rojas y una especie de insignia con el sello de la fábrica; se acercaron a unas puertas de las que provenía un ruido que reconoció era de los telares, las abrieron y ante sus ojos aparecieron doce máquinas ensordecedoras, amenazantes como los molinos de Don Quijote, que nacían del suelo como setas gigantes, de distintos colores y tonos, y entre ellas se movían incesantemente unos a modo de enanitos; se fueron acercando y los matices iban cobrando importancia, las setas se iban articulando con infinidad de artilugios cargados de lucecitas rojas, decenas de bobinas de hilo mezclaban sus colores cuando las máquinas abrían sus fauces y un poco más abajo se veía salir la tela con dibujos atrayentes que iba enrollándose entre unos rodillos; despierta chaval, le reprochó su hermano, éste es mi hermano, éste Antonio, y el que le pareció uno de los enanitos era un hom10 bre de unos treinta años, recio, con barba, una gran sonrisa y las manos y la ropa llenas de grasa, le dio un buen apretón de manos y le dijo que aquí somos buena gente, en dos días eres un tejedor y vamos a ser buenos amigos; la entrada le pareció agraciada aunque no era lo que había soñado: donde había imaginado un emperador ahora está él llevando carros de hilo y poniéndolos en los telares, y sus bellas esclavas estaban al otro lado de la cristalera, las sedas eran un poco más gruesas y oscuras y no le traían frutas ni licores afrodisíacos, sino que le hacían señas y le mandaban sonrisas cargadas de picardía, incluso alguna le gritaba niño, ven, que eres jovencito y todavía estás virgen, y esta vez la cara no se le ponía roja por la mano de su padre sino de una pelirroja que entre hilos y máquinas le soltaba alguna frase que le encendía hasta las pestañas; en el rato del bocadillo les contó a su hermano y a Antonio su sueño, y después de partirse de risa Antonio le invitó a un cigarro y le dijo con cara medio en serio medio en broma ahora empiezas, poco a poco irás dominando tu oficio, te darás cuenta que la vida es muy injusta, que de cada peseta que sudas te dan diez céntimos, has de ver muchas cosas, sabrás lo que es la huelga, lo que es un esquirol, sabrás lo que es un compañero, comprenderás que la vida es muy jodida para nosotros los obreros pero permanece siempre entre tus compañeros, no te dejes llevar por los sueños, la vida es lo que tienes y lo que a partir de ahí puedas ir consiguiendo, nunca te estanques, camina siempre, pero sobre todo piensa que en tus sueños es preferible ser Espartaco que emperador romano; sonó el timbre y os levantasteis a poner en marcha las máquinas, mientras que en tu mente quedaban grabadas las últimas palabras de Antonio; Espartaco lo recordabas de las clases de historia y te gustaba ese nombre, pero no lo podías relacionar con la fábrica por más que quisieras; te cambiaste de mano el reloj para preguntárselo a Antonio cuando acabase la jornada, para t i , tu primera jornada y ya habías empezado a aprender cosas, hasta de historia, indudablemente te gustaba más la fábrica que la escuela, no había duda. Y has seguido caminando, haciéndote hombre, tejedor, compañero y arrinconaste los viejos sueños de tronos, sedas y odaliscas tras duros años de relojes inflexibles, máquinas insaciables y hombres de bata blanca que te soltaban una buena al menor descuido; por eso has seguido buscando a Espartaco y guardas para él un hueco en tus nuevos sueños donde mezclas un mundo sin madrugones, controles ni capataces con las caricias y besos de esa morenita que has visto el otro día en la sección de hilados; y esta mañana, camino de la fábrica, sientes más que nunca el vacío que te produce el no haber encontrado aún esa relación que existe entre Espartaco y la fábrica, porque hoy la madrugada ha nacido más fría y negra, más amenazadora, su sombría presencia es estremecedora, asfixiando nuestros pulmones, dejando patente en nuestros poros que hoy no es la niebla la que nos hiela los huesos, hoy no, hoy el día amanece cruel y despedazando ilusiones, hoy la mañana se viste de bestia sedienta de sangre y abre sus fauces devorando las miradas cansadas y rutinarias en la parada del autobús de las cinco menos veinte, caminas hacia ella 11 sin casi abrir los ojos porque te da miedo, porque hoy deseabas que el tiempo se extinguiera, que la vida fuese acariciadora como los besos de ras sueños con la chica nueva de la sección de hilados, y pretendes engañar la mañana cerrando los ojos, pero es tan densa que la masticas, jamás llegaste a pensar en lo angustiosa y cargada de preguntas sin -espuesta que puede llegar a ser una madrugada, como si el mes de septiembre fuese un mes maldito, quizás por eso el autobús iba mudo, aunque lleno de miradas que se cruzan doloridas, impotentes, miradas que delatan la noche sin dormir, aunque lleno de susurros vergonzosos de ver tanta fuerza junta inutilizada, el autobús iba mudo, y piensas que no es justo; introduces la ficha en el aparato, pero no lo comprendes y ese NO te corroe el pensamiento, mientras sientes clavarse en tu nuca la mirada desconfiada del guardia de la portería, una mirada traicionera que soportas cada mañana, pero que hoy eran dos cuchillos que se te clavaban y por eso te apresuras a recoger la bolsa y caminas hacia los vestuarios; al ponerte la ropa de trabajo fría y manchada de grasa es cuando tus defensas se derrumban totalmente y sientes todo el peso de este día que empieza, en tu cabeza resuena machaconamente el NO, es un latido que sabes va acompañado de una descarga cercana, y dices que la vida no puede, no debe ser así, el disfraz se ha quedado en la taquilla, ahora eres t ú , unas manos y unas ropas ásperas de color azul manchadas de sudor • grasa, una parte más de la máquina que escupe metros de tela, insensible y ajena a todo lo que suceda un metro más allá de la puerta de la fábrica, y el espejo te confirma los pensamientos anticipándose a lo que este día va a ser dentro de poco, mientras tú estás ahí, confundido, con el bocadillo en la mano apurando el último minuto antes de que te absorba el zumbido de las máquinas y te pierdas en esa jungla de hilos que te abordan a cada paso; en este día con los compañeros del turno de noche no hablas de que al telar 5 le faltan cincuenta vueltas para acabar y no te olvides que el marcador anda estropeado, o que en la 12 el hilo está mal purgado y rompe muchas agujas, hoy se rompen cinco vidas y eso es algo que ninguno podéis ignorar y con ellas todos nos rompemos un poco, ellos te miran porque sienten la misma impotencia y contienen la rabia de llamarle hijo de puta al portero porque es el único en la fábrica que estará alegre; y los minutos pesan como una losa y cada vez es mayor el desprecio que te sientes y que compartes con los demás porque en ese momento cinco revolucionarios, cinco hombres de los que tanto admiráis, de los que siempre habláis con orgullo, están frente a un pelotón gritando a sus verdugos que viva la libertad, y tú eres incapaz de prenderle fuego a la fábrica en un día como el de hoy, que hasta el sol se ha negado a ser cómplice de estos crímenes y el cielo intenta quebrarse y desgarrarnos el alma para partirnos en seco ante nuestra vergonzosa impotencia y miras a tu compañero y no le dices nada porque su mirada tiene el mismo color que el cielo; en el rato del bocadillo no os habéis atrevido a bajar por vino, hoy no, y la garganta se ha roto al primer mordisco y has tirado el bocadillo, pero sabes que eso no cambia nada, sabes que eso no destruye los fogonazos que derramarán esa sangre generosa, y sin embargo piensas que por lo menos has conseguido romper con tu egoísmo mezquino, que 12 no eres ajeno a lo que hoy te muerde el corazón, te preocupa esa impotente pasividad que te lacera el alma y dices que algo está cambiando en ti, que hoy te gustaría hablar con el del reconstituido de la otra sección, que te pasa alguna octavilla clandestinamente de vez en cuando, para preguntarle por qué estamos así, por qué no somos capaces de pararlo todo y salir a la calle cuando hoy todos —excepto el portero— estamos sintiendo las mismas sensaciones, la misma rabia y el mismo dolor pero que nos falta algo, nos falta precisamente echarlo fuera, escupir nuestro odio y demostrar que hoy todo es distinto, que hoy podríamos concretar un poco más nuestra clase, ser Espartaco por un día; cuando la imaginación nos hace sentir en cada momento las manos asesinas disparando, cuando nos resuenan las descargas a cada instante, es como si hoy nos estuviesen fusilando a todos, porque no nos hace falta saber mucho de política para expresar nuestra solidaridad hacia estos hombres, que asesinándolos a ellos intentan asesinarnos a nosotros, eso sí lo comprendes, por eso los rostros están tensos, atentos y os molesta el ruido de los telares, porque hoy el silencio es solidario, hablan los gestos y las miradas, a cada instante suenan las descargas y a todos nos están fusilando, excepto al portero, y nosotros sin ser capaces de incendiar nuestra pasividad, tragándonos el odio en vez de escupirlo, empequeñecidos por el temor y el no saber cómo hacer, hoy tu impotencia y tu miedo han servido para que el gatillo se disparase y eso te desgarra, por eso al acostarte, de regreso a casa, no logras dormirte, das vueltas y dices que no, enciendes un cigarro y el NO vuelve a tu mente, es demasiado horrible saberlo y tú sin hacer nada, esto no va bien, tú no puedes seguir enfrentado a tu conciencia, no, no puedes y sin embargo, hoy, otoño de 1975, los han fusilado... ... y sin embargo, hoy has sido tú el que has sobresaltado al despertador, antes de que te arrancara de las caricias de la de hilados, te lanzaste a estrangular su grito antes de que se diera cuenta, porque hoy a pesar de la helada que empieza a imponer su rigidez estás completamente seguro de que el día está con nosotros y es tal la emoción que hasta te has lavado la cara y los buenos días en la parada del autobús te han salido por primera vez claramente y no un gruñido, aunque la duda te asalta porque parece que hoy todo el autobús va despierto y la gente incluso habla entre sí alegremente, o quizás es que hoy vas con la certeza de tu alegría y por eso hasta la chica que se baja en tu misma parada, la que trabaja en la fábrica de detrás, te ha dejado un trocito de su asiento y sentir el tenue calor de su cuerpo todavía envuelto entre las sábanas te ha puesto de buen humor y hasta has roto tu acostumbrado mutismo-bus; pero ha sido sobre todo esa recreada actitud provocadora ante el fichero sabiéndote observado por el portero y tu sonrisa irónica ante el agrio gruñido que soltó al abrirse la puerta, y vas corriendo al vestuario sin preocuparte por el sudor y la frialdad de la ropa de trabajo que te espera y te apresuras a integrarte entre los demás que ya vinieron y están en grupos hablando con los del turno de noche, las máquinas se pararon pero no importa, nadie rompe la charla ni presta la menor atención a que la nave se quedó en un silencio ensordecedor y sabes que están hablando de lo de ayer en Madrid, lo no- 13 tas en sus expresiones, en sus gestos, en ese que habla en voz alta y dice que se jodan, ya era hora, estás con ellos y tu sonrisa se abre descomunalmente y la carcajada es colectiva cuando uno cuenta que durante la noche bajó por una coca-cola y le dijo al portero que en Madrid se han cargado a cuatro policías y se echó a reír y al portero se le puso el cuello como un toro y pensó que se le tiraba encima, vaya cosas que se le ocurren, ha sido el puntillazo al verdugo, eso no se lo esperaba, y a decir verdad nosotros tampoco, por eso hoy es un día de júbilo, parece que se na abierto una brecha en el cielo y nos entra la luz y nosotros hoy nos comeremos el bocadillo con doble ración de vino, y cuando pase por la sección de hilados le voy a dedicar mi mejor sonrisa a la morenita y a lo mejor hasta le digo hola, y ahora me voy al lavabo para leer la octavilla que me ha pasado el de la otra sección, el del erre, me ha gustado lo que me ha dicho, no sé hay algo en su forma de ser que hace interesarme por lo que habla, quizás él pueda dar una respuesta a mis interrogantes y logre hacerme comprender lo que soy incapaz de ver; presiento que podrá decirme por qué el otro día estábamos impotentes ante las cosas y hoy estamos tan alegres y confiados, ojalá pueda explicármelo y logre dar una salida a lo que nos hace pensar en las cosas que pasan, a comprender un poco todo y ver qué se puede hacer, ojalá, he quedado con él esta noche para darle mi opinión sobre la octavilla, voy a leerla ahora mismo, me importa un pimiento si el marcador se chiva de que las máquinas se han parado, que se vayan acostumbrando a que las cosas pueden cambiar también aquí dentro... Ya lo he descubierto, llevó tiempo el condenado, pero al final logré encontrar a Espartaco en la fábrica; el bueno de Antonio me hablaba de viejas historias de esclavos heroicos y emperadores romanos, pero hubo otros que ni esa ilusión me dejaban y uno de ellos, un poeta, leí que decía que Espartaco fue un hombre muerto de-fi-ni-ti-va-men-te, un hombre cuyos músculos, venas y huesos son hoy polvo del camino, un mito literario a lo sumo; sí, venas y músculos, aunque eso no deja de ser parcial, al menos esa es la impresión que me está dando, porque pocas veces los poetas han descrito la vida, la fuerza que alcanza una huelga obrera; venas y músculos, pero Espartaco está vivo y es algo aún más hermoso y profundo; de todas formas es comprensible que no lleguen al alma, al espíritu que hace solidarios a mujeres y hombres de la misma clase, creo que hay muy pocos poetas que se levanten a las cuatro de la mañana y se pasen ocho horas delante de una máquina junto a una obrera con el pelo recogido en un pañuelo y una bata azul que le mire con ojos dulces y sinceros cada vez que pasa a su lado y comparta la cerveza del bocadillo cuando se te olvidó el dinero con las prisas de la mañana, aunque ella no sea la chica-objeto de la tele y tenga el trasero un poco relleno, no, no es un arrebato de envidia, es una necesidad, porque tú sabes bien que hay pocas sensaciones que te llenen y te satisfagan tanto como la fuerza que se agita y se libera en una huelga igual a la que hemos acabado ahora con motivo del convenio y reflejar eso debe ser una cosa importante para los poetas del pueblo, debería serlo, y así no firmarían el certificado de 14 defunción de Espartaco tan alegremente; porque cuando se paraliza una fábrica y decenas de hombres y mujeres se reúnen en asamblea y las manos se expresan unánimemente para ir a la huelga en un modelo peculiar, clasista y tremendamente combativo y práctico de democracia, se está rompiendo la sacrosanta armonía de una ciudad y de un sistema donde el imperio de la ley necesita de las metralletas uniformadas en cada esquina, se van levantando los brazos y todos sentimos un cambio en nuestro comportamiento, hablas con un compañero de otra sección de la fábrica al que solamente ves casualmente y casi siempre es en las asambleas o en la huelga y no necesitas más que eso, coincidir en los problemas para sentirte solidario, es como si nos conociéramos de toda la vida y entonces todo cambia desde el momento en que fijas el pensamiento en esforzarte dando tu opinión a los compañeros de que no es suficiente con parar las máquinas, sino que hay que salir a la calle y unirse con los demás del sector, eso es el primer paso, y no es miedo lo que reflejan las caras graves que de madrugada atraviesan las calles, no, son caras que expresan una determinación fija, hay que parar por el convenio, hay que arrancarle de nuevo a la patronal un porcentaje suficiente para aguantar el año hasta el próximo convenio, por eso a las cinco menos cuarto el silencio de las máquinas vuelve a escucharse en todas las esquinas, dejando paso a las voces animadas de los corrillos de hombres y mujeres que bromean porque la huelga es también una ocasión para conocerse mejor, para compartir problemas e incluso para enamorarse, sí, tal como lo oyes poeta, mientras tú y tu cuerpo permanecéis tumbados en cómodos colchones y acariciantes sábanas, después de vagar hasta el aturdimiento por el pavimento gris de la ciudad buscando en cada esquina, buscando una musa que te escupa y luego creas que es tu mejor poema, en las fábricas hay personas que saben preocuparse por lo codidiano, por sacar dos duros en vez de uno e incluso en medio de esta batalla encontrar el mundo sinceramente bello y hermoso del amor, y te lo contaré para que si algún día en la esquina de una fábrica, de madrugada, te encuentras con una mujer sencilla, que viste una falda y una blusa morada no te creas que es tu musa, estarías tratando de engañarla o de engañarte, acércate a ella y aprende que las musas de verdad trabajan ocho horas, se ensucian de grasa e incluso sudan y luego buscan la felicidad en ese chico un poco torpe que la mira cuando pasa al lado de su máquina, por eso tu mundo se cierra cuando el de ella se abre, por eso la encontré yo en vez de tú, porque cuando se lleva una semana de huelga y la situación se caldea por la huelga general de solidaridad, mientras tú frunces el ceño incomprensiblemente alarmado por el asunto, ella se había puesto de acuerdo conmigo en ir juntos en el mismo piquete para cerrar lo que no debiera haberse abierto, y el qué tímido parecías hace una semana se derrumbó por el que hay que extender la huelga para que vean la fuerza que tenemos y que no pararemos hasta conseguir las reivindicaciones; ¿sabes? a mí antes me gustaba mirarla y decirle hola al pasar por su máquina, pero lo que me ha acercado a ella en estos días era sentir su fuerza junto a los demás compañeros, pero distinguiéndola, sentir su brazo enlazado en el mío en cada manifestación o su voz reivindicativamente firme hasta la afonía y luego 15 correr con ella porque llega tarde a su casa, ha sido conocerla en su máxima plenitud, ayudándola cuando en la huelga general ardían autobuses y la policía machacaba a todo el que pillaba a su alcance; claro que a ti todo eso puede parecerte poco poético, eso no lo es, dirás, pero qué le vamos a hacer, a mí no me sirven de nada unas manos de porcelana que te acaricien en la aurora, como tampoco me servía tu visión mítica y enterrada de Espartaco; las manos que a mí me enamoran tienen las uñas roídas y son ásperas por el roce del hilo, pero son unas manos firmes, que no se rompen al arrojar razones como piedras, son manos llenas de vida, dulces en su aspereza, cálidas, en las que cada poro es una llamada, unas manos que me ayuden, me enseñen y aprendan conmigo, capaces de aguantar el mástil en el que ondearemos la bandera roja, sí, ondear la bandera roja, esto no debería sorprenderte a estas alturas, porque tiene mucho que ver con mi descubrimiento de que tú no tenías razón, de que Espartaco está vivo en mí fábrica; y antes te decía que venas y músculos era tan sólo una parte, la otra, la más importante, es la conciencia de clase: Espartaco es una idea, una actitud, un futuro y una clase; y eso lo comprendes cuando ves la enorme fuerza que tenemos los obreros y que gastamos para conseguir un tanto por ciento de aumento en el salario o por mejoras en el trabajo para que al día siguiente suban los precios y estés peor que antes, el círculo vicioso, la cadena que nos esclaviza, pero también una salida a ese torrente de hombres y mujeres que nos vemos obligados cada día a la lucha por la subsistencia más primaria, y me alegra poder decirte que esta huelga ha sido un paso adelante, mañana no seremos dos los que en la fábrica hablemos del futuro rojo y socialista, sino que será alguno más y entre ellos estará ella, porque a nosotros no nos traumatizó el mayo francés ni tampoco estamos empachados de filosofía universitaria o de viejas momias del pasado, lo nuestro, lo de los que nos levantamos de madrugada, nuestra poesía y nuestros mitos están en las manos ásperas de ella que aprietan las mías en las asambleas, porque de esos miles de manos que a ti te arañarían el cutis, de ésas manos va a nacer, está naciendo ya, lo más bello y hermoso y poético de toda la humanidad y eso no se encuentra por la calle, sino en las fábricas, delante de cada máquina, a mí me dan fuerza sus manos, por eso las quiero y las necesito para que la bandera roja ondee un poco más firme y nos acerquemos un poco más a nuestro destino, más allá de estas cadenas, de este imperio sostenido a fuerza de metralletas. ¿Ves?, como Espartaco. 16 El bueno Siéntate. Qué pasa, hombre. ¿Sabes?, tu hija se ha metido en el bolsillo a toda la brigada. Ayer tarde bajaron al Corte Inglés a comprarle una muñeca. Se pasa todo el tiempo jugando con el teléfono. Es una joya de niña. No me explico cómo, teniendo una hija así, andas metido en estos líos... ¿Quieres algo? ¿Una cerveza, un café...? NO. ¿Un cigarro? BUENO. ¿Abajo no te dan? COMO SI NO LO SUPIERAS. Es porque quemando los filtros se cristalizan y algunos se han cortado las venas. NO SE ME CUIDA TANTO AQUÍ ARRIBA. Mira, a mí me repugnan los malos tratos, eso no va conmigo. Me parecen innecesarios. Hay otros métodos que dan ¡guales y hasta mejores resultados, de eso estoy convencido. Hacer que se confiesen los delitos no siempre se consigue a golpes. Yo jamás le toqué un pelo a nadie y no pienso tocárselo, si no es en defensa propia; y te puedo asegurar que gente dura con la que me he tenido que ver las caras, hablando solamente con ellas, han confesado. Es natural. Cuando alguien se siente acorralado, se convence de que ha jugado y ha perdido, sólo es cuestión de hacerle ver que no tiene escapatoria; llegado a este punto, también se comprende que beneficia más tener una actitud de colaboración. ¿De verdad que no quieres tomar nada? NO. Está bien, yo tampoco pediré. Ah, se me había olvidado decirte que ha llamado tu suegra desde Madrid y ya está en camino para recoger a la niña. Menos mal. Anoche se quedaron aquí arriba, en el sofá de un despacho, pero eso no todos lo ven bien y no podría durar. Para estos casos la solución que hay, si nadie se hace cargo, es entregar la niña a una inclusa, y puestos a malas hasta os la pueden quitar. Por cierto que tu mujer también es cabezota y está poniendo nervioso al personal. Hasta ahora ninguno la ha tocado, 18 pero si sigue tomándonos por idiotas, seguro que alguno va a perder los estribos. Contra ella no hay nada, pero, ya te digo, tampoco es cuestión de que nos tome el pelo haciéndose la tonta, o la lista, según se mire, y negándonos la evidencia. Volviendo a lo de los malos tratos. Aquí el deber que tenemos es hacer que se cumplan las leyes, y el que no, que sufra su castigo correspondiente. Pero hay formas y formas. Yo apuesto por la inteligencia, ya te lo he dicho; la brutalidad me da náuseas. Te voy a contar algo que seguro que no sabes. Cuando la otra vez les diste e pego a todos, yo no estaba. Coincidió que me habían operado de apenacitis. No quiero con esto decir que a mí no me la hubieras dado. Hay que reconocer que te lo montaste muy bien, aunque es cierto que te favorecieron unas circunstancias muy especiales. Había un desbarajuste completo entre los jueces y nosotros. No sabíamos con certeza a qué atenernos. Era una soberana tontería ir a detener gente a las manifestaciones junto al sindicato cuando conocíamos a todos los jefecillos de comisiones y el pecé que las convocaban. Por eso tu detención fue un poco para cubrir el expediente; o sea, que lo tuviste fácil. Desde luego, el carnet estaba bien hecho, muy bien; lo único que los apellidos de Bollo Panadero parecían un recochineo. Cuando localizamos al verdadero, menudo susto se llevó el pobre. Con este carnet de ahora no se la hubieras dado ni al de la puerta. Así vais vendidos, menuda chapuza. A quién se le ocurre poner un número de equipo que no existe, si eso es para que se dé cuenta hasta un policía de escuela. A veces, con todas las barbaridades que hacéis, es como para pensar que Dios os protege. Pero me estoy alejando del tema. A lo que iba. Cuando me reintegré al servicio me enteré de tu jugada, que se había hecho famosa en esta casa; así que coloqué tu foto en el salpicadero del coche, junto a las de mi mujer y mis hijos, como si fueras uno más de la familia. No es que tuviera muchas esperanzas, pero como lo tuyo era un asunto rarillo, despertaba la curiosidad profesional. Y, mira por dónde, la cosa resultó. Aquel día te delató el remolino; te reconocí por el remolino de la coronilla. Aquí donde me ves, fui el que se pegó el carrerón detrás tuya en el Polígono de San Pablo. Ahora ya no viene a cuento, pero ¿a que había otro contigo? El tío se hizo el despistado entre la gente de la parada; al volver de perseguirte ya no estaba. Si te lo puse tan fácil para escapar fue porque no te conocía más que por la foto y tuve que acercar el coche despacio para poder verte bien. De todas formas, sólo estando como estáis, siempre con la mosca detrás de la oreja, te pudiste dar cuenta. No es tan fácil olemos en un coche camuflado. También te ayudó que no estaba de servicio; iba con mi mujer y no tenía el cuerpo para fregados. Pero aquí viene el quid del asunto al que quería llegar y que a ti se te pasó por alto, pues seguiste viviendo en aquella casa hasta hace unos días: entonces sospeché que vivías muy cerquita de la parada del autobús. Te voy a decir por qué. Era fácil ver que acababas de ducharte y de vestirte de limpio. Con el calor que hacía tenías el pelo mojado, y la raya del pantalón estaba impecable. Así que imaginarás que con aquella certeza no me hubiera costado mucho dar con tu casa; simplemente tenía que ir preguntando con tu foto en un radio no muy grande a partir de la parada. Sabes que hubiera dado con tu casa. Te preguntarás por qué no 19 lo hice; aquí viene a cuento lo de la inteligencia que te decía antes. Te podía haber localizado y detenido, pero de poco hubiera servido. No sabíamos de ti más que pasaste por comisaría y por la cárcel con un carnet falso y que eras prófugo de la mili. Se es prófugo y se usa carnet falso por algo. ¿Qué era ese algo?, Dios lo sabía; así que poco se podría haber adelantado deteniéndote. Policialmente, lo principal era lo que te traías entre manos, no lo del carnet o la mili. Sin ninguna convicción, o aunque fuera sospecha, sobre los asuntos en que estabas metido, nuestra fuerza moral para acorralarte y conseguir que confesaras tus actividades era nula. Por eso me dije: vale, que se vaya, todos los caminos llevan a Roma. La experiencia de veinte años me ha dado el convencimiento de que todo el que va contra la ley, de que todo el que la hace, tarde o temprano la paga. Y bien, qué me dices a todo lo que te acabo de contar... QUE VOY A DECIR. Cojones, cómo pasa el tiempo. Habrá que ir a lo nuestro, que tú sabes que no es que te esté contando historias. Fuma, no te cortes, ahí tienes el paquete, cuando se acabe se trae más. Como cada quisquí, para poder llevar la papilla a los niños tengo que cumplir. Mira, ya va siendo hora de que te apees del burro; con esa tozudez sólo vas a conseguir que terminen lisiándote del todo. Da repelús mirarte las muñecas. Te aflojaría las esposas pero ya ves que no quedan más dientes y quitártelas no puedo porque con eso sí me juego el puesto, aunque sea una tontería, porque en el estado en que te encuentras no te puedes ni tener en pie, y qué ibas a poder hacer... Es lo de siempre, donde manda patrón no manda marinero, y con cantidad de cosas, por más absurdas que parezcan, a uno le toca ver, oír y callar. Por cierto, lo que seguro no sabes es que el invento de la barra es de los rusos, de ellos se ha copiado aquí. Seguramente eres de los que te crees que allí de eso de torturar nada, y no veas lo equivocado que estás. Lo que te digo, que te dejes de heroísmos y empieces a ser un poco sensato. Tienes todo en contra, no hay escapatoria para ti. Has jugado y has perdido; eso tienes que planteártelo y asumirlo de una vez. Lo mejor es que confieses todo y se terminan para ti los suplicios. Diez días son muchos días, y apenas llevas dos. Hasta te pueden hacer alguna jugada con el juez y que éste te devuelva para atrás alargándote el tiempo que tienes que estar aquí. Además, están tu mujer y tu hija, y aquí hay gente muy salvaje... No tiene sentido pasar por todo esto; yo, desde luego, no pasaría, no conduce a nada. Mira, personajes muy importantes se han derrotado aquí con sólo darles una bofetada. Te diré más, son los más fáciles, lo cantan todo por peteneras. Comprendo que quieras tener una justificación, tener la coartada de que fue la tortura la que te hizo hablar, pero ya la tienes, y de qué manera, no necesitas pasar más por lo que estás pasando. Ten en cuenta que al final te lo sacan, a jirones de piel pero te lo sacan, es con todos igual. Tienes en contra las declaraciones de los otros, ellos lo cantaron todo y han firmado. COMO EL DE ESTA MAÑANA. No me hables de eso que estoy quemao. Aquí también hay idiotas, y muy grandes. Sólo a uno de éstos se le ocurre hacer un careo ahora. Es la mejor manera de echarlo todo a perder, de descubriros nuestras bazas. Ese chaval se echa la culpa él y te las echa a ti de algo que no habéis hecho, y con eso se ponen eufóricos. Así ha 20 pasado, que por querer correr, lo que se ha hecho es ir para atrás. Tú que te las sabes todas les has desmontado el chollo. Además, el otro te ha visto, sabe que tú sigues erre que erre y eso también hace su efecto en contra. Esas cosas lo joden todo. No tienen ni pizca de psicología, todo lo quieren resolver por las bravas. A mí es que me ponen malo. Pero bueno, el asunto no cambia nada por eso. Sabes que hay otras declaraciones firmadas con cosas bien gordas y que son verdad, y las pruebas son tan contundentes que eso no lo vas a poder desmontar. Es mejor que no hagas más el tonto. No te voy a pedir que te hagas un colaborador nuestro ni un chivato; me precio de captar enseguida el carácter de la gente y estoy convencido de que tienes ideales fuertes, diría que fanáticos. No voy a entrar en si son justos o no, respeto las ideas de todos. Sólo trato de que hagas una declaración espontánea, eso te ayudará mucho ante los jueces. Te diré más, yo podría poner algo de mi parte. No te rías, es cierto que lo podemos hacer. Y no me dirás que no te lo estoy poniendo chupado; no te pido que me des el nombre de nadie; es de cajón que a estas alturas todos los que pudieras comprometer habrán volado, cualquiera les echa el guante. También es legítimo, no te vayas a creer que no lo comprendo, que no quieras que otros se vean en tu misma situación. Todo eso lo puedo comprender y lo apruebo. Mira, con que me firmes lo de las bombas, el asalto a la armería y el robo de las multicopistas, automáticamente todo se acaba para ti, inmediatamente te vas para el juez. Comprenderás que no vamos a dejar que te vayas de rositas, como la otra vez, y más estando convencidos como estamos de que has tomado parte en todas estas cosas. En realidad, ya es lo único que nos interesa de ti. No somos tontos y sabemos que os hemos dejado en pelotas, que no ha quedado ni un gato suelto; sólo ese Rojo que ya caerá. Venga, hombre, decídete, no perdamos más tiempo. Ten en cuenta que los he tenido que convencer para que me dejaran a mí, me han dado un plazo y si se acaba sin presentarles nada, no quiero ni pensar en cómo se van a echar sobre ti. Y cada vez es peor. No es lo mismo aguantar la primera andanada que las que vienen luego, eso ya lo sabes. YA HE DICHO TODO LO QUE TENIA QUE DECIR. No me vuelvas a lo mismo. Es que eres cabezota como tú solo. Esos cuentos tuyos no se los traga ni un niño de párvulos. Si ya nos conocemos vuestros trucos... que si alto, moreno, delgado, que se llama Juan... cuando decís todo eso, nosotros pensamos en todo lo contrario y nunca nos equivocamos. Luego está la triquiñuela esa de que eres un agente propagandista libre. Ya ves, eso tengo que reconocer que sí es nuevo, pero no deja de ser tan burdo como todo lo demás. Al menos no nos tomes por gilipollas. ¿No te das cuenta que si te hago repetir la película que has contado no eres capaz de hacer coincidir ni tres palabras? Seguro que estás pensando que no obro de buena fe, que trato de conseguir que sueltes algo para que luego vengan los otros y te estrujen... Ese catecismo que os meten de que hay policías, pasmas, como vosotros decís, buenos y malos; que unos te engatusan para que después los otros te machaquen, no es más que otro de los tantos cuentos que se dicen sobre nosotros. Yo estoy cumpliendo con mi obligación, y lo hago a mi manera, inteligentemente. No estoy poniéndote ningún cepo para atra21 parte. Te voy a dar otra prueba más de que voy por lo legal, de que no hago ningún paripé. Conste que lo hago por mi cuenta y riesgo y que me juego el bigote, aunque no llevo. Pero bueno, esta tarde que estoy a cargo de esto y que por ser domingo no hay mucha gente por aquí, no creo que trascienda. Si quieres, te traigo a tu hija... ¿Te alegras? ¿La quieres ver?... SI... La espera le llenó de nerviosismo. Impulsado por un resorte ajeno, sin decir nada, cogió otro cigarro, pero inmediatamente lo volvió a dejar para ocultar las manos hinchadas y esposadas entre las piernas. Por la puerta entreabierta llegó una voz alegre y cantarína: «Mamá, voy a ver a papá, voy a ver a papá». Era el mismo gorjeo que siempre le alegraba la vuelta a casa. Pero ahora resonaba como un eco lejano e irreal, como algo oído en una pesadilla. Adelantó la silla para ocultar bajo la mesa el desgarrón del pantalón por el que asomaba la mancha sucia de la rodilla. La niña apareció en la puerta, miró y emitió un alarido de terror. Al salir huyendo sus torpes piernecillas se trabaron y a punto estuvo de caer al suelo. Lleno de estupor, no podía imaginar lo que había sucedido. La niña le había mirado y... ¡su cara! Alertado por el dolor agudo de sus muñecas y sus pies había olvidado su cara deforme por los golpes, que no le dolía apenas. ¡Cómo debía de tenerla! Aquel grito de pánico de su hija le repercutió en el cerebro como si le hubiera caído sobre la masa gris una gota de mercurio. Fuertes jipidos empezaron a convulsionar su cuerpo. Dos gotas cristalinas rodaron por las mejillas amoratadas y tensas por la contracción de las mandíbulas, haciéndole cosquillas y deteniéndose en la comisura de los labios resecos y apostillados, que recibieron el sabor del mar. Los ojos del BUENO brillaron de victoria, de orgullo profesional. Vio aflojadas las defensas de su presa y se apresuró a hacerse con el trofeo... Esto es la rehostia. Uno no sabe cómo acertar; contaba con hacerte un bien y ya ves. Pero qué te ha pasado, hombre, cómo te has puesto así... NADA, NO ME HA PASADO NADA. Estás muy nervioso, creo que será mejor que te tomes algo ahora y te tranquilices; ¿mando al bar a por algo? NO. Mira, sí, que así pasas el mal trago... y mientras, nosotros seguimos charlando o, mejor, te ahorras seguir aguantándome y te bajas abajo a descansar... No tienes nada más que firmarme estos papeles y acabamos de una vez con toda esta mierda... NO TENGO NADA QUE FIRMAR, ¡NO TENGO NADA QUE DECLARAR! 22 Tiempo de guajes Lo preveían, por eso se llevaron el cuartel hacia la cima roma del altozano dominador. Se lo llevaron apenas tuvieron conocimiento de que enormes rocas de pórfido rodaban en las tinieblas buscando las provocadoras figuras de los vigilantes, apostados permanentemente en las compuertas de las ramplas. Después de las rocas vendrían los barrenos, más tarde desenterrarían los pistolones y quizá les diese por acabar en los montes, aseguraba el policía sindical que siempre estaba de gestiones en la capital. Quisieron acabar con la huelga antes de que naciera y para eso sacaron todo su arsenal de máusers y naranjeros con intenciones intimidatorias. Las riadas de vagonetas cargadas comenzaron a circular por aquella especie de toboganes escoltadas por parejas que, con su sola presencia, soliviantaban los ánimos de los grupos metidos en la neblina negra de las maniobras. Le llegó el turno a las cantinas, esparramadas a lo largo de la doble hilera de casas de la calle principal que existía en el fondo mismo de la caldera de la cuenca; los civiles extraían de ellas sus buenas rondas de bebidas gratuitas. Llamaron a los cantineros para comprobar con quién estaban y fueron instados, sin preámbulos, a cesar los fiados de costumbre. Las remesas de alimentos que llegaban a la cooperativa, fueron desviadas. Irónico nombre el de la llamada cooperativa, cerrada a todo tipo de fiados, repleta de básculas y «saca-litros» que más bien eran medios kilos, como el apodo dado a uno de los dependientes. La abuela, ante ese panorama, echó mano de su memoria y nos recordó el célebre cuarentaiuno, cuando los de casa comían mondas de patatas cocidas y el abuelo, «flaco el pobre», cogía pulmonías dobles trabajando dieciocho horas 24 dianas en algún batallón de trabajo de los que llevaron hacia aquellos solitarios parajes. En las sesiones de moral oficial de la escuela surgió, como por ensalmo, un nuevo demonio, el demonio de la huelga; y los maestros comenzaron a pontificar sobre la vagancia y el bandidaje, sobre la falta de espíritu patriótico y sobre nuestros padres, que más nos valdría ir a dar con nuestros huesos en algún recóndito convento para escapar de su desvergüenza y lograr algún día ser hombres de provecho. De aquélla no suponían que ese demonio llamado huelga se había convertido en algo mítico y anhelado para todos nosotros. En las montañas hacía bastante tiempo que no sonaba el «tableteo» enardecedor de pueblos. Había dejado de sonar desde que el paisano, el último que se batió por allá arriba, ejecutó al carnicero de la última curva del pueblo; al carnicero de doble condición, somatenista adaptado a estas tierras negras y elevadas, centurión falangista y apuntillador de hombres indefensos. Ahora, los guardias partían con sus zurrones y bajaban después con furtivos leñadores arrestados. Querían el monte vacío. Lo querían todo en el fondo mismo de la cuenca, metido en el pañuelo último de la caldera. • • • Tardó en llegar el estallido, se hizo esperar. Nació pequeño, breve, porque le faltaba experiencia inmediata, le faltaba la escuela de los que cayeron dos décadas atrás. Pareció nacer súbitamente, de un día para otro, sin avisar. Eramos guajes nosotros y guaje la primera huelga. Al principio parecía que no quería llegar, retornar, como si remolonease. ¡Tan poco valemos —juraba el viejo minero— que ni tan siquiera tenemos una triste huelga! Y uno podía pensar, incluso, que era porque venía caminando muy despacio, procedente de las tierras del Norte, atravesando cadenas montañosas e intrincados puertos como el del legendario Somiedo, donde tiempo atrás se batían los mineros y su «tableteo» llegaba nítido al pueblo, con un sonido más límpido que el de la gran campana cuando tocaba a incendio o accidente mortal. Nos imaginábamos con ansiedad a los mineros del Norte, parecidos a gigantes de poderosa astucia y de una habilidad extraordinaria para usar el barreno de dinamita; esos mineros que recogían panochas de maíz y usaban boinas ladeadas para mostrar lo irreductible de su voluntad y a los que sin discusión todo el mundo catalogaba como los mejores huelguistas. Hasta que por fin ascendió las empinadas rampas del Puerto y se introdujo en el pueblo como una exhalación. Encontró totalmente francas las puertas de los barracones largos y gigantes y prendió rápido; porque la huelga vivía allí, latente, desde que sucedió el primer aplastamiento en los pozos y los pulmones del pueblo habían comenzado a convertirse en piedra. • 25 • • Todo empezó amaneciendo, cuando algún centenar de mineros somnolientos se desgranaba por los caminos rumbo a los pozos. En la entrada de los vestuarios, los civiles, enfundados en sus capotes, se apelotonaban inmóviles mostrando sus máusers y naranjeros. Los mineros, que vieron aquellos bultos negros, supusieron al instante que el pozo y la lampistería estarían tomados, y lo estaban; como lo estaban los polvorines, los talleres, los caminos de cabras y los largos planos inclinados. En el interior de los vestuarios, en aquel recinto cargado de un sudor de años, de una tintura oscura que ensombrecía la escasa luz de las mortecinas lámparas, surgió la primera especie de asamblea, amortiguada por las toses broncas y los juramentos desatados. «Ningún picador, ningún esquirol... ni los pinches de los botijos», circulaba de banco en banco. Los desterrados y perseguidos por el odio de los mercenarios de otras cuencas, repetían la consigna sin cesar; su voz de sordina se clavaba como un estilete en el centenar largo de presentes. Poco después, acomodados en cuclillas en la angostura rectangular de los treintaitantos vagones que el trole eléctrico arrastraba galería adentro, acordaron con la complicidad del traqueteo metálico la solidaridad con los más necesitados. Una solidaridad que se iba afilando como una «barbera» a medida que el trole avanzaba hacia el interior de las tierras negras, entre gigantescas piedras de basalto y de arenisca, sostenidas como por el aire y unas piezas raquíticas. En las tinieblas tachonadas por los focos de bronce, brillantes como luciérnagas, estalló la huelga. Ningún turno entraría después de aquél. El trole les devolvía de nuevo hacia fuera. Parecía, según las prisas que llevaban, como si la mina les arrojase de sus entrañas más aguerridos, como si les hubiese comunicado que no quería volver a verles escarbando en sus vetas hasta que no hubiesen conseguido imponer su fuerza. La mina dejó de ser mina y en sus laberintos sólo se oía el fluir del agua y la sinfonía monótona de chasquidos de madera sufriendo el apretón secular de miles o, tal vez, millones de toneladas. La solidaridad regresó multiplicada a la luz del sol amaneciente. Esa solidaridad de la que uno estaba convencido, en aquel tiempo, era la más grande y aun la única que existía entre los hombres, espoleada y alimentada muchas veces, demasiadas, por los sobrecogedores rescates de aquellos mineros que, muertos, heridos o vivos, quedaban atrapados. • • • El fondo de la caldera de la cuenca quedó quieto, paralizado. Desde el primer día se supo que algo habíamos logrado. Por lo menos, no habría rescates ni sonaría el ulular de las sirenas de las ambulancias, «carros» cansinos que crispaban por enésima vez con su recorrido los nervios del pueblo. Tampoco tuvimos necesidad de juntarnos, cariacontecidos, en las praderas del río, mirando la negra boca del pozo y trazando los más fantásticos rescates de mineros entre apasionadas discusiones. Los zarpazos de los costeros descansaron como mi imaginación; mis sueños no se verían perseguidos por un alud de ellos, parecidos a fantasmas de difícil descripción, aplastándome sin contemplaciones en la sima de cualquier pozo. La Frontera y un cementerio grande y otro al lado, pequeño, de muros desdentados, sin puerta, sin cruces y con la maleza de zarzamoras sobre los que no habían sido católicos como mínimo, no contarían con nuestra presencia. No iríamos hacia aquellos parajes, tan frecuentados por las sangrías que los escasos forasteros que arribaban en aquellas tierras agrestes, ignorantes de lo que allí sucedía, caían en extrañeza al observar «un pueblo tan pequeño con un cementerio tan grande». No veríamos, como en aquella ocasión, la de nuestro primer entierro, la plástica nebulosa del cargue y la maniobra, desiertas y extrañas, ni el islán gelatinoso, brillante y de aspecto fantasmal. No volveríamos, al menos en esos días, a quedar inmóviles, como estatuas, sin apenas respirar para no romper el respeto de la mayoría del pueblo allí reunido. Ni llegarían las cuatro de la tarde con las ventanas cerradas, los visillos corridos, los perros guardados y las cantinas cerradas, las calles desiertas como si el pueblo hubiese muerto de repente. No tendríamos que contemplar a los hijos de los mineros, a los pequeños, repeinados y con sus mejores ropas, sombríos, y viéndolos desdoblados en sus figuras, firmes como centinelas al lado de su madre desgarrada; su madre llorando a veces y a veces jurando y atronando con sus palabras las conciencias allí reunidas; acordándose del régimen maldito, del capataz responsable y de su madre en el chalet, del desgraciado costero o del miserable lanzallamas natural de la explosión de grisú; acordándose, con reproches, de la veleidosa Santa Bárbara que les había abandonado a su suerte. Los viejos mineros, rezagados en las colas de los entierros porque sus viejos pulmones, piedras puras no esponjosas, les impedían seguir el ritmo vivo de la juventud, no volverían a relatarnos por enésima vez que ellos no le tenían miedo a la muerte, y que el día que les llegara, en el laberinto de cualquier pozo, no pensaban hacer ningún aspaviento. No nos comprendían, nadie era capaz de saber hasta qué punto odiábamos a los costeros, a veces más que a los mismos guardias. No entendían que cuando íbamos a los pueblos campesinos de al lado nos entusiasmáramos viendo a personas que tenían cicatrices azules de carbón en su cuerpo, y que nuestro ánimo botara de alegría como si hubiésemos encontrado a un compatriota en tierra extraña. Fuera de la caldera eran otros problemas y otras circunstancias, hasta otro mundo se nos antojaba. Por eso, en un paraje como aquél, sin historia antigua, sin personajes de antaño, los mineros eran la única historia, nacida con el primer pozo y el primer barracón. Allí forjamos nuestros propios héroes, como el picador del quinto pozo que, como un gigante de hercúlea fuerza y audacia, se «comía la mina», arrancando con sus brazos que parecían hechos de cables de acero decenas de toneladas al día y se mantenía impávido, sereno, entre aludes de rocas capaces de aplastar las vagonetas hasta dejarlas como «papel de fumar», finas y estampadas. Suponiéndolos, cada día, vestidos de desa27 rrapadas ropas desafiando con la sola protección de sus cascos de baquelita especial, las arremetidas furiosas de la naturaleza desbocada. • • • Desde el primer momento sostuvo que no podíamos estar quietos e iba y venía encolerizado de uno a otro barracón. Daba muestras de una gran seguridad en sí mismo hablando ante los reunidos en el transformador del cuarto barracón. Aseguraba que cuando las aguas del río se volvieran a teñir de azabache, cuando las truchas huyan a saltos hacia aguas cristalinas, sólo entonces se rendirá la Compañía; sólo entonces, el entibado estará desmoronándose, allá dentro, como un castillo de naipes, y caerán unos cuadros detrás de otros, una sobreguía detrás de otra... Sólo entonces el pánico se estará apoderando de los «tragadores» y cederán. El empeño consiste en hacer frente al chaparrón que se nos vendrá encima a no tardar, a la espera de que se hundan los pozos. Desde el estallido, sus ojos buscaron el pigmento negro que tiñera de azabache los remansos del río. Sin embargo, él deseaba para su fuero interno que los acontecimientos se desbordaran; albergaba la idea de que las cosas no cesaran ni cuando hubiesen logrado doblegar a la Compañía. Por eso no le fue fácil conformarse con el discurrir de los días y sentir la añoranza tremenda, la ausencia de aquellos «tableteos» sonando entre el Castro y el Muxivén, como antes, y no sonaban. Tampoco le fue fácil hacerse a la ¡dea, después de tan larga espera, de seguir contemplando aquellos altivos chopos vacíos de capataces colgados. El viejo minero, ilustrado por su cuenta, lector solitario de libros prohibidos por el índice oficial en la espesura de los montes, que no encontraba quien deseara comenzar una resistencia en toda regla y devastadora, anduvo desazonado varios años, extraviado por aquellas cantinas, ajeno a todo lo que sucediese a su alrededor. Nadie le replicaba cuando aseguraba que no podíamos olvidar a nuestros muertos y la perra suerte de los que aún seguimos vivos. Nadie le replicaba y por eso rezongaba y juraba por el cuarto barracón abrumado por martirizantes accesos de tos, por la silicosis galopante que dejaba su cuerpo reducido a las mínimas carnes. Se introducía en su chabola, desvencijada, y partía leña durante horas escupiendo carbón y sangre como el abuelo. Su mujer, resignada ante su carácter indoblegable, ya no lamentaba una situación que tantas veces se repetía. Declaraba ante las vecinas que aquello lo hacía para mitigar su amargura. Allí quedaba exhausto y rodeado de murillos de astillas igual que si estuviese en el interior de la trinchera que él tanto ansiaba. El viejo minero, la abuela que hervía de odio contra todo lo que supusiera régimen y el minero del Norte, el desterrado, lograban incendiar con sus palabras nuestra joven imaginación, receptiva a todo lo que fuera vehemencia y dolor mezclados. Fueron capaces de ver más huelga que los demás porque así lo querían. Observaron el principio de todo aquello como si fuese un trampolín hacia una revuelta largamente deseada. La revuelta de los barracones gi28 gantes frente a los «tragadores». Sin tener en cuenta lo que sucediese más allá de aquellas impenetrables montañas, más allá de la caldera de la cuenca. Se veían fajándose en un cuerpo a cuerpo aniquilador: o ellos o nosotros, o nuestra enjundia o la de ellos... No declaraban término medio y confesaban sus ansias de revuelta a los más íntimos, en medio de un vendaval de combates que les devolviese la alegría y lo que tuvieron en sus manos varias décadas atrás. Para ellos se convirtió en algo obsesionante, tan supremo que esperaban que no quedase ni rastro de ningún enemigo visible. Lo que sucediese después de la revuelta, para los guajes del cuarto barracón, escapaba a su comprensión y a veces se volvía abstracto. ¡Cuánto empeño ponían!, por eso lo lograron, por eso consiguieron que llegásemos a odiar a los treinta guardias, a los tres ingenieros o a los diez capataces, a las beatas, a las pécoras y a los esquiroles que no habíamos visto en acción hasta el estallido, como tampoco habíamos visto a ninguna alta jerarquía ni divina ni humana y sin embargo las odiábamos. Prolongarse en el tiempo, asegurarse su continuidad cuando ellos ya no pudiesen estar entre nosotros. Dejarnos la herencia de lo inmaterial porque «no tenían donde caerse muertos». Dejarnos la herencia de la huelga y de sus sueños de revuelta que devolviesen la dignidad a la mina. Dejarnos la herencia del odio, cuidado con esmero por ellos mismos, para que no se volviese rancio y estéril en nuestro ánimo. Entroncar el pasado con el presente y con el porvenir que no verían y que nosotros representábamos. • • • Hasta que nos coparon, la actividad en las calles se tornó febril. Las cantinas comenzaron a padecer el asedio de las mujeres que iban a la defensiva, expectantes, con sus pequeñas libretas abarrotadas de deudas y sus grandes bolsas de tela y calderos hechos de latas de conservas. Confiaban que los cantineros se pusieran de parte del pueblo. Rumores que llegaban de las maniobras lejanas a los barracones, aseguraban noticias de cruces de golpes con los frenos de los vagones, convertidos en el arma universal; aquellas pequeñas estacas talladas en roble, duras como el metal, eran el azote de los vigilantes. O las aglomeraciones de los mineros llenos de ira ante las lampisterías. Hay quien, en esos primeros momentos, oía disparos por los aledaños del pueblo, que tenían que sonar como un trallazo escarnecedor en la bóveda celeste de la cuenca sin tener la respuesta de los del «tableteo» añorado. Mi padre relataba en casa los primeros enfrentamientos a una hora en la que durante años estuvo trabajando. Todo se tornó distinto, hasta afilaba de manera especial las cuchillas en las concavidades lisas de los vasos de vidrio. Todo daba la sensación de haber sufrido una alteración; hasta la cocina me parecía otra cocina y el hambre más hambre ante el presentimiento de saber lo que iba a pasar; el carbón también ardía más rápido para fastidiarnos cuando llegase el frío. Ese mes mi madre tendría que emplear toda su fuerza persuasiva ante el cantinero; para eso, lo me30 jor era ir con la cabeza bien alta y atacando, según manifestaban en casa, así le impresionaría; y en cualquier caso habría que llamarle la atención y decirle cuando él comenzó con cuatro latas encima de dos tablas o las escasas veces que se le avisó cuando nos timaba en los litros y en los kilos. El transformador de las tibias cruzadas se convirtió en ocasional y singular centro de algunas reuniones clandestinas, entre aquel murmullo ronroneante de la energía eléctrica. En las primeras reuniones el ruido era considerable, se juraba más que se planeaba; cada cual pretendía ajustar sus propias cuentas con los que odiaba porque su hora había llegado; los muertos que nos hicieron en la Guerra y en épocas posteriores salían a las reuniones clamando venganza por las gargantas de sus parientes. La euforia se notaba dentro mientras los guajes estábamos fuera, exaltados, pregonando entre nosotros las inmediatas conquistas, concretadas en lo que muchas veces había estado en nuestras cabezas: casas como las de los capataces, pantalones azules y chocolates, ambulancias rapidísimas... Y mientras ¿qué haríamos? De momento no volver a subir a los árboles ni revolcamos en los prados ante la exigencia de extrema austeridad. También, llegado el caso, venderíamos los cupones que nos daba el cura cada domingo por ir a sus sermones de las cuatro; ese cura borrachín y faldero ahora, agrio siempre y pistolero cuando la Guerra, que con el camelo de los cupones nos atraía a la iglesia. Con aquellos cupones, no menos de cuarenta por sus interminables cuarenta sermones, podríamos ver algún día «el mar de la playa» y venir cargados de caracolas. Los del cuarto barracón no veríamos el mar hasta pasados bastantes años, jamás nadie llegó a reunir los cuarenta cupones. Los mineros en el transformador. Nosotros encima del sifón del agua, a modo de réplica, recorriendo todo un amplio repertorio de juramentos divinos y humanos que habíamos aprendido desde muy pequeños. Jurar nos daba fuerza y edad. Sentados allí, llegamos a suponer al cabo gordo y zafio, que chupaba de bastantes cantinas como si fuese una especie de tributo sobre los cantineros, romper espaldas de mineros jadeando por el esfuerzo y pasarse después a la cantina de las bolas de anís, a saciar su sed. A los guardias hacía ya mucho tiempo que les mirábamos atravesadamente, desde que la abuela, el minero ilustrado y el desterrado nos aleccionaban con sus explicaciones; desde que nos dijeron, por ejemplo, lo de las «chaquetas», eufemismo protector que usaba el pueblo para denominar las palizas y las torturas en el cuartel del altozano dominador. Un pueblo con un cuartel de la guardia civil es como no tener pueblo —nos aseguraban —, no os fiéis de ellos, son como una moneda falsa en el bolsillo. Pronto llegaron los civiles a los barracones y los del transformador, para despistar, se sentaron en las escalinatas hablando de lo menos habitual, de las matanzas, de truchas y de mujeres. Venían con los naranjeros, aquellas metralletas de largo cañón repleto de gran cantidad de agujeros refrigeradores, por los cuales los guajes llegábamos a suponer que tenían que salir balas en abanico, como si fuese un surtidor de agua. • 31 • • Hacía varias décadas que no se elaboraban tablas reivindicativas. Pero tan pronto comenzó el estallido, en cada casa, en cada barracón, en cada portal vecinal aparecieron tablas. Decenas de tablas, tal vez más de mil tablas de aquel millar largo de mineros del pueblo. Los esquiroles dejaron de frecuentar las cantinas y las calles del pueblo. Llegaban a los pozos haciendo complicados recorridos por los montes para evitar el encontronazo; entraban furtivamente, como los lobos, en cualesquiera de las nueve simas. La desconfianza creció sin tasa, al menos en el cuarto barracón, contra las beatas, las pécoras y los zánganos de fama ya que, según la opinión más extendida, solían empeñarse con los civiles con demasiada frecuencia. La inquietud creció en el pueblo cuando los primeros mineros fueron llevados al cuartel para ser interrogados, y allí, en su mayoría, fueron «desguazados a vergajazo limpio», colgados de los techos. Las mujeres de los mineros iban y venían de un lado para otro. Enfurecidas y con sus ojos llameando de ira, buscaban a esquiroles que no encontraban, se acordaban de sus madres a voz en grito por las calles de los barracones, juraban cortarles la lengua y los testículos cuando los encontrasen; golpeaban a las beatas y destrozaban sus ropas tendidas en las cuerdas. Por primera vez se vio juntas, fundidas en un mismo deseo, a mujeres cuyas peleas eran tan antiguas que prácticamente habían arrancado del mismo día de su llegada a la cuenca. Todo quedó resuelto, tal vez pospuesto, y se dirigieron furiosas hacia los chalets de los capataces: rompieron sus jardines y los ornamentos exteriores, destrozaron los cristales y atacaron las gruesas puertas jurando propinar imponentes palizas a los empleados de privilegio refugiados en sus mansiones. El odio se disparó entre las mujeres de los mineros y las mujeres de los capataces. Las «señoritas» tuvieron durante la huelga una vida de reclusión obligada, incapacitadas para salir de compras como no fuera con escolta, incapacitadas para dar aquellos paseos vespertinos de esparcimiento y situarse después, criticonas, en la terracilla del café de la Plaza que nunca tuvo nombre. Ahora, atrincheradas tras las elevadas y desportilladas ventanas, escupían palabras precipitadas contra aquel pueblo de «borrachos, cafres, vagos e incívicos» mineros. Terminada la huelga, se «comerían los santos a puñados» en sesiones de comuniones intensivas. El fantasma del hambre comenzó a cabalgar a galope sobre los enjutos y gastados cuerpos mineros del pueblo. Siempre había cabalgado, unas veces a trotecillos y otras a trote normal; la verdad es que nunca había estado quieto desde la Guerra. Y así fue como comenzamos una búsqueda frenética por el sustento diario, rebuscando una y cien veces las tierras cosechadas, persiguiendo ansiados «nidos» de patatas que hubiesen escapado al meticuloso ojo de los dueños de aquellas tierras rampantes. Traer tapado el fondo de una lata se convertía en un acontecimiento para la casa que le tocaba en suerte. La memoria popular rescató las plantas comestibles que crecían salvajes por los prados, las veredas o los montes. Nunca como hasta entonces se escalaron tantos árboles buscando raquíticas frutas silvestres. • • • 32 En el animo de los barracones, en su vida que ya no tenía nada de cotidiana, comenzó a surgir un espíritu de convivencia que desconocíamos. Antes sólo había algarabías en las calles por alguna bronca de los vecinos, mientras que los ataques al bandolerismo de la Compañía se reservaba para la intimidad de las cocinas. Ahora era al revés; en las cocinas se arreglaban las rencillas y las broncas vecinales, dejando para las calles de los barracones los ataques a la Compañía y a la vida de puro escarnio en que nos hacía vivir. El viejo minero ilustrado y algunos otros, que antes eran tenidos por pobres idealistas, ahora eran objeto de extremada atención, y la casucha del viejo fue objeto de bastantes ¡das y venidas. El viejo minero nunca creyó, como nadie en el fondo, en la protección de Santa Bárbara; y cuando le iban a ver aseguraba que sólo se acordaban de él como de la «otra», cuando tronaba. Desde que la huelga dio el primer clarinazo en la primera sima, la abuela comenzó a guardar cosas que ella consideraba comprometidas, como el cuadro secreto de su hijo el miliciano o pequeñas latas de patatas para los momentos críticos; hizo un pequeño inventario para darles su merecido a todos los que odiaba, se aprovisionó de suficiente cantidad de gasas y de alcohol a base de amenazas sobre aquel médico con porte de señor feudal venido a menos, puso a disposición de toda la familia los largos cuchillos de las matanzas que ella tenía guardados en aceitosos papeles de estraza. Parecía prepararse para una larga campaña. Su entusiasmo aumentaba al ponerse el sol, cuando la veía contemplar, inmóvil, mirando a lo lejos, la subida escarpada por la que veintitantos años atrás vio/por última vez, subir y desaparecer a su hijo con rumbo al frente. Con cada lucha, con cada pequeña manifestación de protesta, con cada palabra de aliento de alguna vecina, renacía en su cansado corazón una ilusión que no moriría jamás. Los guajes no entendíamos cómo había vuelto a estallar la guerra, sin que nosotros no hubiésemos cogido ninguna alusión en las conversaciones que en cada casa se decían. La huelga era posible que hubiera venido caminando muy despacio de las lejanas tierras del Norte. Pero y la Guerra, ¿de dónde venía? Aquellas primeras noches, en el silencio de nuestros cuartos, nos imaginábamos secuencias indescriptibles al ver, de nuevo, a los mineros tirándose a los montes y ocupando otra vez las antiguas y desdentadas trincheras de posición, con concavidades a modo de pétreas tiendas de campaña. Aquellas trincheras en las que, a pesar de nuestros denodados esfuerzos, nunca fuimos capaces de encontrar restos herrumbrosos de casquillos, de balas o de bombas. • • • En mi memoria todavía sonaban las recientes palabras del minero del Norte. Las escenas de la represión en su tierra, que él tan claramente describió, me producían escalofríos. Veía mineros de allá arriba marchar de sus pueblos con los atados de ropa a la espalda, desterrados o con rumbo 33 a la cárcel de la capital. Cuando me encontraba, preguntaba si había gastado las rubias que me dio el primer día, de huelga; estaba eufórico y me dio aquellas pesetas para festejar el despertar de nuestro pueblo. Las rubias me sirvieron para recordarle como uno de los mejores huelguistas que he conocido. El minero del Norte, desterrado por el régimen, era pequeño, al contrario que los gigantes de poderosa astucia que yo me había imaginado; con boina ladeada, de manos enormes y tajadas, de rostro noble y lleno de cicatrices azuladas por las esquirlas del carbón lanzado a gran velocidad e incandescentes por la explosión del grisú, enrojecido por la respiración dificultosa de silicoso avanzado, machacado en cuartelillos y en apartados caminos por los guardias civiles de su tierra, era la fuerza de voluntad personificada más grande que yo había tenido ante mis ojos. Aquella noche le escuché absorto, clavado en el escaño de la cocina. Planificaba la huelga con fervor y bebía vino. Su odio contra los esquiroles rayaba en lo visceral y cada vez que salía a la conversación algo sobre ellos, prometía «comerles los hígados» mientras su rostro se convulsionaba. Bebía y bebía y daba golpes a mi padre en la espalda, manifestándole que más negra era la mina. Señalaba sus brazos, a los que irónicamente llamaba bracines, y se prometía no volver a picar por la madre que los parió aunque él y los suyos tuviesen que comer grava de la carretera. La abuela y él se entendían a la perfección. Bullían en deseos de realizar grandes y enconados combates y, por primera vez, oí hablar de la dinamita y de los capataces y vigilantes «estampados» contra los techos de basalto oscuro de las galerías. Esa dinamita que él había enseñado a manejar a sus hijos pequeños para que le salieran «bravos», por eso les hacía prender las mechas y meter los fulminantes de cobre mientras temblaban; después, con parsimonia, les hacía salir cogidos de sus manos del futuro lugar de la explosión. Aquella noche acompañamos al minero del Norte hasta el transformador por si había alguna noticia y allí juró de nuevo y nos repitió lo de la grava. Ajustó su boina hasta dejarla ladeada y comenzó a alejarse canturreando las mismas canciones de siempre, las canciones de su tierra recordada. Con las rubias fuertemente apretadas en mi mano pensaba en la grava que tendríamos que comer y en las «chaquetas» del cabo gordo zafio rompiendo espaldas de mineros a golpe de máusers. Pensaba en el final de la larga espera de la abuela cuando volviese a tener con ella a su hijo el miliciano. Albergaba la ilusión de que la huelga nos diese la oportunidad de estar en las reuniones del transformador y participar en las decisiones de los hombres. • • • Todos les vieron llegar mirando al pueblo como si no existiera. Alzaban los brazos y se miraban como si se dijeran: esto es todo lo que hay. El minero ilustrado, tan pronto los vio, aseguró que aquéllos no eran legionarios, como los de antaño, eran de otra casta. Eran antidisturbios. 34 Con los fusiles acomodados en sus caderas, hacían quiebros apuntando hacia lo alto de los barracones; o practicaban amagos nerviosos para tirar hacia blancos imaginarios situados en la espesura de algún monte o de un risco destacado. Se volvió a pensar que las escuelas viejas de la Compañía, aquellas que décadas atrás sirvieron de peculiar campo de concentración con sus patios y jardines alambrados, volverían a ser utilizados para nueva repetición de la historia. Sería posible que los del cuarto barracón, los guajes de hoy en sustitución de los de ayer, tuviésemos que ir con botes de conserva vacíos a por el rancho de las nuevas tropas fascistas y volviésemos a mirar hambrientos, como ellos, los humeantes «cazuelones colgados de trípodes enormes». En aquella huelga no se repitió la historia, pero sí en lo del pueblo fichado que en número considerable volvió a pasar por el cuartel. Antes habían recorrido palmo a palmo todas las instalaciones y las chabolas para dejarlas despejadas; nos querían a todos en los barracones o en las casuchas que medio rampaban en las montañas. Revisaron los archivos y se quedaron primero con los antiguos militantes antifascistas de la época de la Guerra, aquellos que habían logrado salvarse de los fusilamientos en las baldías campiñas de Campo Sagrado o los que lograron sobrevivir durante años en San Marcos, en las mazmorras encharcadas de agua para regresar después al pueblo tísicos o lisiados. Todo lo tenían fichado en uno u otro grado: los «blasfemadores» recalcitrantes contra las jerarquías políticas, los que habían sido sospechosos de machacar los huesos de algún vigilante en la negrura de alguna galería, los que protestaban por los destajos o por la escasez de vales de carbón, los que se negaban a los trabajos dominicales por decreto; estaban fichadas las mujeres que se peleaban con las mujeres de los capataces o las que mantenían enconadas discusiones con los dependientes de la cooperativa, los que estaban enemistados con el cura y en los entierros se iban al cementerio sin pasar por la iglesia, los que preferían pagar las multas antes que asistir a las obligatorias conferencias fascistas. La nueva casta decidió dejar copado definitivamente al pueblo, hacer del mismo una especie de gheto, y para eso vallaron con sus patrullas todos los caminos y puentes que salían hacia los montes. Temían al monte y por eso vallaron el pueblo, para que nadie forzase la continuación de la huelga en secretas reuniones en la espesura de los robles o en las galerías derruidas de alguna mina abandonada. Desde aquélla mirábamos el transformador solitario y la cooperativa medio cerrada; las cantinas ya no abrían; la terracilla volvió a ser frecuentada por las «señoritas» de los capataces. Convirtieron el pueblo en un paraje medio vacío, tan vacío como los toboganes que semejaban esqueletos de rieles sin la carne de las vagonetas circulando ininterrumpidamente. El escaso bullicio cesó y los estampidos de dinamita, los pitidos de las alemanas o el ruido metálico parecieron quedar inmensamente lejanos en el tiempo. El pueblo ya no parecía pueblo. La abuela guardó en lugares recónditos su pequeño arsenal de largos cuchillos. La Power sonaba por las noches de forma imperceptible con 35 los de casa pegados materialmente a la pantalla luminosa; apagábamos el receptor apenas nos parecía oír la alarma de la escalera, aquellas tablas desgastadas por los fregaos y la vejez de décadas que se convertían con su crujir sensible en un aliado inapreciable. No hacía falta circular sin pararse y de no más de dos personas porque apenas se circulaba. Los detenidos venían ensangrentados como «cirineos», informaba la abuela, y en el sifón del agua se trabó un enfrentamiento con los antidisturbios. El minero desterrado fue llevado y los de su portal le llamaban después el enmascarado del cuarto barracón por los esparadrapos que tenía en el rostro. El miraba, con obsesión, hacia el monte vallado por los antidisturbios, donde tenía su pequeña porción de dinamita. Sólo nos quedaban los huertos interiores para ser rebuscados una y otra vez, mientras que allá, en los barbechos, quedaban pequeñas frutas silvestres escoltadas por las patrullas. Los transportes capitalinos de aquellos autobuses panzudos y con baca ya no respetaban la parada. El correo ya no existía. La centralita cesó. Los comercios y las cantinas terminaron por cerrar. El pavés de la calle principal rechinaba con las pisadas de zapato «bajo» de los gestores de la Compañía, que contemplaban, ora indignados, ora desolados, el cuadro vacío y el deterioro de las instalaciones. Una pequeña cohorte de capataces trajeados les acompañaba junto con algunos «secretas» de corte moruno, según afirmaba el pueblo. Desde la ventana del tercer piso del barracón, por esa ventana por donde la abuela amenazó con tirar más de una vez la vieja Power cuando salían los discursos del verdugo mayor del país, observaba el desierto de nuestras calles con las ventanas cerradas, los visillos corridos y los perros guardados igual que en los entierros de los mineros. La escuela del falangista estaba casi vacía, lo que provocaba que el maestro entrase en accesos de histeria; sólo habían asistido los hijos de los treinta guardias, algunos guajes de los trece cantineros o los de los quince capataces. Los demás, los guajes de los barracones y de las casuchas rampantes, estábamos atareados en rebuscos febriles por los cuadrados de huertos y en los prados o simplemente impresionados ante la quietud y el extraño estado del pueblo; mirábamos con nostalgia hacia nuestros montes, nuestro medio más natural, ahora patrullados por los antidisturbios. Sin embargo, nos encontrábamos enardecidos ante aquella batalla de verdad, real y grandiosa, porque era nuestra batalla y nuestra guerra, incluso superior a las impresionantes campañas militares que los libros oficiales traían de la antigüedad y que algunas veces repetíamos en nuestros juegos entre nubes de polvo de las enormes escombreras. • • • Apenas le dieron veinticuatro horas para coger sus trastos y salir con rumbo al destierro a no menos de trescientos kilómetros del lugar. Como si fuera un minero del Norte, le vimos partir con atados de ropa a la espalda ascendiendo la misma cuesta por donde marchó el miliciano que aguar- 36 daba la abuela. El guaje pequeño arrastraba su espada de madera por la cuesta de salida. Nunca más les volvimos a ver. El maquinista de la alemana, uno de los más fieles y secretos seguidores del minero ilustrado, contribuyó a mantener cohesionados a los que vivían en los ocho barracones. No cedió, no animó a sus compañeros a entrar a trabajar y seguir arrastrando su miseria por las nueve simas. Amaba a la máquina alemana, limpiaba sus cobres y bronces mientras la hacía correr como si trotara por los meandros que bordeaban la montaña. Ya no volvería a darnos agua de aquellos botijos de madera, semejantes a pequeñas cubetas, que llevaba en su pequeña locomotora. No volveríamos a contar con su complacencia para montarnos, a la carrera, en los pequeños vagones y contemplar el pueblo corriendo acompañado de los árboles. Fue el primer desterrado del pueblo y prometió no volver hasta que no volviesen a sonar los «tableteos» entre el Castro y el Muxivén. Los antidisturbios, dirigidos por algunos civiles, le llevaron hacia uno de los pueblos campesinos situados fuera de la caldera de la cuenca. Los mercenarios siguieron empleando medios y más medios para acabar con la huelga. Se llevaron al cuartel a los mineros que tenían más hijos; sus guajes se sentaban en las escaleras de los barracones, apiñados desde la mañana a la noche; a veces cantaban para matar el hambre y se reían de los antidisturbios. Los hijos mayores les contaban cuentos interminables que se inventaban sin cesar; cuando las bolas de vidrio de sus juegos caían resbalando por las escaleras, las dejaban en la mitad de la calle mirando a los policías con ojos de rencor, dispuestos a saltar si éstos se atrevían a quitárselas; sólo las recogían cuando llegaba la noche y se metían en los cuartos donde se hacinaban esperando que alguna vecina les llevase algo de comer. Esos mineros ascendían la empinada cuesta del altozano dominador y eran recibidos en los despachos con abundante vino y aperitivos preparados a tal efecto. Entonces comenzaba el asedio; prometían un arreglo de los pisos de los barracones acompañado de un anticipo económico inmediato y de un aumento de la tasa de carbón trimestral, y por qué no, de paso, una excursión para la «prole» de guajes hacia bucólicos parajes regidos por campamentos falangistas de recreo; juraban revisar sus silicosis y hacerles justicia con los grados de la enfermedad que hacía ya mucho tiempo que los tenían alcanzados; hasta becas estatales para los colegios salesianos capitalinos. Si fallaba eso quedaban las poleas colgadas de los techos. • • • Las privaciones estaban dejando enclenque al pueblo, escuálido y lleno de toses ante la silicosis que consumía sus cuerpos más gastados. Fuimos a la chabola fermentada, a matar a la cabra. El animal roía desesperado las estructuras de madera y tiraba de la cuerda buscando la luz del día, una luz del día y unos montes que no podía ver mientras estu37 viesen los antidisturbios de patrulla porque terminarían matándola. La abuela se lamentaba de tener que matarla, era la última de una generación de cabras transmitida desde la Guerra y gracias a la cual podíamos disponer de leche para la malta. Los esquiroles comían y volvían a circular por el pueblo. Estar «lucido» en aquellos días era mala cosa: o eras un esquirol o eras un insolidario que te guardabas la comida para ti solo. Los esquiroles llevaban el ignominioso estigma de los «lucidos» en sus rostros alimentados y egoístas. Algunos cogerían las maletas después de la huelga, otros se excusarían con las adversas circunstancias o harían de su falsa inocencia e incomprensión del destino de la huelga su excusa constante. Algunos serían apaleados, marginados; si tenían pinche, vivirían con la angustia de las piedras de pórfido lanzadas por sus ayudantes en el anonimato de alguna rampla; perderían el vicio de las cartas porque ya no encontrarían partidas; buscarían emparentar a sus hijos en otros pueblos; recobrarían su fe en el cura o harían cursillos acelerados de vigilantes. Pero el panadero respondió. Se pasó con sus trigos y levaduras al lado del pueblo. El panadero odiaba a los esquiroles. Su destartalada panadería fue vigilada día y noche por los guardias en previsión del reparto clandestino de hogazas de pan. Hasta que un día se decidió y se fue con sus bolsos repletos de granos de trigo con rumbo a los vestuarios. Eran varios los esquiroles y rehuyó el enfrentamiento con ellos; entonces sembró de granos el cemento de las escalinatas. El trigo que no se podía comer el pueblo que se lo comiesen las «gallinas». El miedo se apoderó de algunos esquiroles que, de nuevo, volvieron a pasar por los montes para dirigirse a las minas. Los guardias y el cabo gordo y zafio se fueron como exhalaciones a por el panadero; él era el único del pueblo que podía tirar el trigo porque le sobraba, y se lo llevaron. Pasarían años y todavía se siguió recordando las graves lesiones que sufrió colgado del techo. Nosotros, sentados en las escaleras de los barracones, lejos ya del sifón del agua acaparado por los antidisturbios, veíamos al cabo obligando al cantinero de las bolas de anís, a punta de máusers, a abrir el local para saciar su sed después de la sesión. • • • Las montañas siempre fueron un aliado del pueblo, sostenía el minero ¡lustrado, siempre lo fueron desde que nuestros paisanos se subían a los riscos para hacer frente a las mesnadas expoliadoras de los condes feudales varios siglos atrás; y ahora más que nunca no nos pueden fallar, clamaba encorvado sobre el río con su boina calada, típica en él y al contrario que en los mineros del Norte. A un pueblo pequeño como éste, y aislado, sólo le queda o tirarse al monte o esperar a que el monte tire abajo las nueve simas. Sus ojos no se apartaban de los remansos cristalinos. 38 Hasta las emisiones de la Power parecían ignorarnos; para los del extranjero no debíamos de contar o existir en el mapa, se aseguraba por los barracones. Nuestra huelga no estaba registrada en sus boletines, estábamos abandonados a nuestra resistencia. El pueblo ya no podía aguantar más el hacinamiento en sus cuartos y salió a la calle, lentamente. Ya no importaban los oídos puestos de los antidisturbios, con la huelga todo quedó fichado. En las casuchas rampantes no se sabía a ciencia cierta lo que pasaba porque estábamos metidos como en una ciudadela. Por fin el basalto y las rocas de arenisca se decidieron a presionar las galerías. Centenares de metros de entibados crujían. Sin hombres no había mina. Llegado el decimoséptimo día, las aguas del río comenzaron a bajar negras. Mecanismos e instalaciones importantes quedaban enterrados, los cortes quedaban anegados de escombros, las tuberías del aire se retorcían en amasijos disformes, el tendido de rieles de los troles desaparecía, las sobreguías entraban en «quiebra». El cataclismo estaba desatado en los pozos, era como una explosión controlada, ahora una instalación, después otra; caía lo que más dolía a los tragadores, caía lo necesario, lo vital para hacer que la producción quedase paralizada durante largo tiempo. Hasta la huelga se había convertido en una explosión de efecto multiplicador; primero el estallido breve de diecisiete días, después el estallido total que no se sabía cuando iba a cesar en sus efectos demoledores. Las presas, trazadas en los laterales de las minas, llevaron con su agua azabachada la noticia al pueblo; la noticia lo recorrió como una descarga eléctrica. El minero ilustrado estaba lavando sus manos con agua de carbón sentado plácidamente en las márgenes del río. La abuela sacó sus largos cuchillos y miraba con más ansiedad la vereda lejana. El desterrado deambulaba por las calles de los barracones en actitud desafiante y medio gritaba a unos y otros, imparable, lo de la grava; continuar resistiendo hasta que el mismo mar se volviese negro. Terminó por sentarse en el sifón con la boina más ladeada que nunca y la sonrisa del triunfo en la boca y, de nuevo, cantaba las canciones de su tierra recordada. • • • ¿Qué me diría mi madre cuando pasase ese día?, ¿qué habríamos conseguido?, ¿sería como aquel mes en el que los picadores arrancaron dos pesetas diarias y a los demás nos tocó algo por el descontento que organizaron? ¿Volveríamos a vivir estancados en las novecientas y pico, último techo salarial logrado por mi padre en aquellos días en los que el cuarto barracón sufrió uno de los golpes más demoledores de los costeros, cuando perdimos a los cuatro en el tercer pozo: «al picador, aquel hombrón, y al pinche, el pobre sólo tenía dieciocho años, y los otros, ¡pobrines!, qué pensarían en ese trance...»? 39 No sucedió el asalto a la cooperativa donde estaban aquellas estanterías repletas de cocholate, duro como una piedra; y el maestro falangista siguió en el mismo lugar. Pero al menos, aquellas dos semanas largas me dieron la satisfacción de comprobar cómo saltaba hecha pedazos la barrera del sueldo de mi padre: por fin había logrado pasar, en unas mínimas pesetas, de la barrera de las dos mil. Sin embargo, el tiempo de los mineros quiso salir disparado y furioso hacia adelante. La primera huelga, breve, guaje como nosotros, dio un empujón a la vida, tiró de ella y la arrancó, al menos temporalmente, de la pesadumbre mortificante en la que vivía el pueblo. Y allí, en aquella cuenca taladrada por nueve pozos de longitudes kilométricas, como si fueran nueve simas, la lucha de aquel largo millar de hombres, que descendían cada día hasta el corazón mismo de las tierras negras, despertó de nuevo. A partir de entonces el hambre y el dolor no pareció importarles demasiado con tal de continuar mostrando su fuerza. Muchos supieron que el dolor continuado no había sido baldío, les templó porque no pudo acabar con ellos. Y en la siguiente, que llegó bien pronto, decidían, en acuerdos más bien tácitos, que unas cuantas andanadas de tiros o sesenta vergajos retorcidos de sesenta mercenarios no eran más brutales que un costero de varias toneladas colgado sobre el vacío de sus cabezas y sujeto, en cada jornada interminable, por el hilo vegetal que supone un frágil tronco de roble carcomido. En aquellas dos semanas largas que conmovieron la vida de los ocho barracones y de las casuchas, los baremos y normas parecieron ser hechos sólo y exclusivamente para ser burlados; la parafernalia de escudos y flechas de la Plaza, que antes agobiaba, ahora impresionaba menos y el yugo de la entrada apareció doblado al poco tiempo. El mundo de la caldera pareció desdoblarse en dos, el de antes del estallido y el que vino después. Los viejos mineros quisieron recuperar parte de su juventud martirizada. La abuela no le perdonó a la vieja Power el insultante olvido de nuestra huelga en sus boletines desde el extranjero, y desde aquélla mostraba indiferencia o se iba a la casa de los vecinos a charlar. La mujer del minero ilustrado no podía con él, y uno no podía comprender cómo un hombre tan gastado que ya no le alcanzaba un aliento para otro, podía siempre estar pensando en lo mismo e incluso abundaba en ello: ya no sólo era lo de las ametralladoras, ahora quería enterrados a todos los capitalistas hasta donde le alcanzara el conocimiento. El ¡lustrado no llegó a vivir la tercera huelga. Los mineros del Norte fueron los que nos prestaron su ejemplo, pero a partir del breve despertar, el ejemplo tuvimos que dárselo nosotros a los campesinos de la comarca vecina que parecía, según la opinión del pueblo, que vivían «de prestado»; desde aquélla tuvimos la sensación de que nos trataban mejor cuando íbamos a sus pueblos, parecía que nuestras cicatrices azuladas por el rojo de la sangre mezclado con el negro del carbón, eran motivo de admiración. Se zafaron de los caciques y se vinieron a las casuchas rampantes, a ser mineros. Los de casa, con el triunfo de la huelga no abandonaron la ¡dea de buscarme otro oficio menos peligroso, aquel oficio imaginario que les dio 40 por predestinarme porque el abuelo nos sembró de desazón arrojando gran cantidad de carbón y de sangre por la boca. Y años después, al partir para la capital a por ese oficio, saliendo por el mismo lugar donde el miliciano se fue al frente, me hubiese gustado tener la fuerza suficiente para prometerme a mí mismo, fresca la imagen todavía del maquinista de la alemana, que no habría de volver hasta que no volviese a sonar el «tableteo» entre las montañas que tanto iba a añorar. En el Penal del Puerto (Cuento para ahuyentar fantasmas) El fuerte empujón lo envió trastabillando a través de la puerta y cayó despatarrado. Detrás de él sonó un golpe seco, duro, hierro con hierro y una voz agria, cargada de odio que gritó: —Aquí eres una mierda ¿entiendes? Aquí nada de jefe, ¡una mierdaaaa! —; y la aaa se quebró histérica como el graznido de un ganso. Unas manos se engarfiaron en los barrotes mientras los gritos arreciaban. Las bocas escupían insultos y babas al mismo tiempo. El no se movía, quedó allí con la cabeza rozando la taza mugrienta del retrete tal como cayó. El suelo, lleno de una costra pegajosa, parecía negro y su cara aplastada contra una baldosa cuarteada examinaba con asco su curiosa orografía. De pronto un portazo hizo retemblar los muros, oyó un chirriar de hierros que rascaban buscando el resorte y un chasquido seco de lengüeta que se embute, luego un repiquetear de tacones alejándose. Estaba solo. La taza desportillada cuajada de negros churretones y atascada de excrementos secos seguía allí, además no hacía falta verla para notar su presencia. Volteó el cuerpo y aquello se le vino encima; dio un respingo. Era enorme, monstruoso. —¿Qué es esto? — ; lo dijo en voz alta, mientras retrocedía arrastrándose hasta que sus espaldas tocaron el muro. Sí, allí estaba agazapado a la espera de lan42 zársele encima. Nunca había visto nada igual. Surgía de la pared en torno al portón de la celda y lo rodeaba y protegía; sus gruesos tentáculos de hierro partían del muro y luego clavaba sus uñas en el suelo. Era un enorme jaulón de hierro que le robaba espacio y aplastaba, dándole sensación de angustia y ahogo. Le llevaría tiempo dominar aquel bicho. —¡Maldita sea! ¿Dónde me han metido estos hijos de puta? — . Se levantó. A su lado había una larga y estrecha mesa de hierro, empotrada al suelo y la pared, la tapa era del mismo metal calado, como una enorme parrilla: era el camastro. El jergón mugriento, con sudores de terror acumulado durante años, estaba enrollado a la cabecera. El techo era altísimo, y la celda estrecha, angosta; apenas quedaba espacio para moverse. Una bombillita amarillenta aparecía allá en lo alto de uno de los muros, prisionera en un fanal y el gusanillo rojizo temblaba miserable en el interior de la pompa de cristal. Los cientos de capas de cal aplicadas a la pared habían formado una extraña topografía al resecarse y caerse, apareciendo aquí y allá hinchazones purulentas, cráteres sucios que se adivinaban rellenos de chinches y toda la celda estaba tiznada por churretones, secos ya; sobre todo junto a la taza maloliente. Pero había otras manchas más inquietantes que le obligaron, curioso, a acercarse; eran como salpicaduras de un color marrón negruzco. Sangre seca. Se metió la mano en el bolsillo, los dedos, nerviosos, tanteaban a la busca de un cigarrillo. Ni eso le habían dejado. — Vargas, ¿dónde te han metido hijo?— se dijo. Apartó los ojos de la pared. A la cabecera de la cama, si es que aquello era cama y tenía cabecera, a bastante altura vio un ventanuco, especie de tronera. El tragaluz se hundía y achicaba como un embudo y unos barrotes cruzados cuadriculaban la estrecha franja de cielo gris plomo que le dejaban ver. Se subió al camastro, se empinó y sólo alcanzó a rozar con la nariz el nacimiento de la saetera; arrimó el enrollado colchón y se subió encima. Frente a él apareció a menos de cinco metros un muro del que sólo veía un pequeño trozo y que se perdía por los lados rodeando el penal. Encarando el ventanuco había un garitón de piedra. De su interior surgió un bulto anguloso con relumbres de charol. — ¡Fuera de ahí! — graznó engarfiando una Z-70. —¡Fuera, o te vuelo la jeta! —. Se lo quedó mirando; el civilón dio un tirón al cerrojo y — ¡Cabrón no te lo repito más! —. No era cuestión de ponerse a discutir, se bajó del colchón. — ¡Me cago en la má! ¿Dónde demonios he venido a parar?—. Recordó a Diego y sus recomendaciones y no pudo evitar la sonrisa. Venían en el canguro y a él, a Vargas, le habían cargado el muerto de llevar las relaciones-peleas con la dirección de la cárcel y entonces Diego, muy serio él, le había dicho —Oye, en cuanto lleguemos ya sabes, miras si las celdas tienen calefacción y si no, que la pongan inmediatamente—. ¡Calefacción!, valiente chistecito. No se esperaban aquello, eso era la verdad; venían tan tranquilos, de juerga, pero cuando vio a Roque salir en volandas del furgón y atravesar como una exhalación el portalón del Penal, ya no tuvo dudas, no iba a tener que discutir por lo de la calefacción. Bueno, que no se fueran a pensar que lo iban a amargar, en peores circunstancias se había encontrado y siempre tuvo un chiste en la boca para exorcizar la situación. A los malos tragos había que buscarles su lado bueno, todos los tienen. ¿Dónde habrían 44 metido a los otros? Garrido salió del canguro antes que él, no podría andar muy lejos. Cuando lo hicieron subir, esposado aún, escaleras arriba y atravesó aquellos siniestros pasillos cuyos techos se perdían en la penumbra, con nichos numerados a ambos lados, creyó oír algunos gritos y un fuerte portazo. Seguro que era él. Luego no oyó nada más. O sí; mientras estuvo tirado en el suelo creyó oír un ahogado gemido inhumano, quiso cerciorarse pero no se volvió a repetir. Puede que fuera la obsesión que causaban aquellos muros tenebrosos. Le traían al recuerdo los escalofriantes grabados de Piranessi con sus enormes muros y arcos que se perdían en la altura, portalones ciclópeos y corredores colgantes que atravesaban la arquitectura; por todos los lados argollas, gárgolas y máquinas de tortura; los hombres diminutos, como hormigas, reducidos bajo el peso de la piedra. ¡No, desde luego a él no iban a doblegarle así como así! Volvió a mirar la jaula que lo aislaba del portón, era fea con ganas. Más tarde se enteró que los presos le habían puesto el nombre de «cangrejo», y lo parecía; quién así lo bautizó atinó con el mote porque como el cangrejo de mar, le produjo esa sensación de algo demoníaco e infrahumano avanzando con sus patas inexorablemente. Pero acabaría por domeñarlo; casi seguro que le iba a costar algún trabajo y que aquella primera noche, cuando se echara en el jergón, no cerraría los ojos con mucha tranquilidad ante el temor de que aquella cosa cobrara vida, pero sabía que al final saldría triunfador de la prueba. ¡Menuda prueba!, y en pleno fin de año. Buena putada. Tampoco era para tomárselo muy a pecho, al fin y al cabo él nunca celebró aquellos días. Lo que más le fastidiaba era no tener ni un maldito libro; con uno entre las manos sería feliz, ya podían echarle aislamientos encima; pero ni eso tenía. Ni tabaco, ni libro, ni ropa tan siquiera, sólo lo puesto. Hasta la correa le habían quitado. Pero ¿qué se habían creído aquella jauría de energúmenos? Se acordó de la mujer, de los hijos. ¡Maldita sea!, el recordarlos le producía dolor; un dolor real, físico. —Bueno, más vale que deje de hacerme mala sangre o van a conseguir amargarme. Lo primero es ver si tengo a alguien al lado—. Los nudillos repiquetearon una llamada en el tabique donde se empotraba la cama. Esperó... y nada. Volvió a repetirlo. Nadie contestó. Realizó la misma operación en el otro muro fronterizo y obtuvo el mismo resultado. Aquella pandilla de sádicos les habían separado. Desde luego había que tener las entrañas muy negras o ser deficiente mental para realizar día tras día aquel trabajito de torturador y encima disfrutar con ello. Recordó a aquel carcelero que gritaba histérico agarrado a los barrotes del cangrejo. Era alto, desgarbado y dueño de una gloriosa giba; en la mano tenía dos dedos unidos por una fina membrana. La cara estaba comida por la viruela y trataba de ocultarlo tras una barbucha de negros pelos de alambre: ¡El Chepa!, ya estaba bautizado; desde luego hacía juego con el fosco Penal. Puede parecer que se recargan las tintas en la descripción de este personaje, pero desde luego no se trata del producto de una pesadilla ni de un juego literario para dar colorido a la escena, y los que por desgracia conocieron y sufrieron el Penal del Puerto en los años setenta y nueve-ochenta y dos tienen que tener muy grabadas la estampa de este personaje junto con la del director del mismo, un individuo enclenque y esmirriado, seco 45 como un bacalao. Era bajito y aún lo parecía más porque caminaba retorcido, engarabitado, y renqueaba remolcando una pata marchita y seca; la mano que aún poseía vida clavaba sus dedos en la gorra del uniforme y el otro brazo colgaba inerte. Estos dos carceleros tenían burilados en sus rostros y cuerpos el sello del oficio que desempeñaban, pero había otros que disimulaban tras un aspecto de seres normales los crímenes de los que eran responsables y que cometían diariamente parapetados tras aquellos muros. Volvió a la realidad de la celda, se mascaba la hostilidad del silencio y había que romper con aquello. Tenía que echar abajo aquellas paredes, acabar con su hechizo maléfico, poner fin a aquel hosco silencio que le ahogaba. Había que lanzarles al rostro nuestra alegría y optimismo. Aquellas paredes tendrían que retemblar y sacudir el polvo del terror que acumulaban. Y había que hacerlo ya, esperar era darles bazas a aquellos malditos demonios de la tortura. Pensó que aquellos muros no debían haber visto nunca la alegría ni escuchado una risita como no fuera la sádica del carcelero. Sabía que estaban hechos para empapar y transmitir su tristeza hundiendo poco a poco en el abatimiento y la apatía a los que caían en aquellos sepulcros, eran una parte importante en el plan ideado por aquellos expertos en el dolor para ir destruyendo a los prisioneros convirtiéndolos en una piltrafa sin voluntad. Se acordó de su época en la escuela, cuando era pequeño y aquellos frailes del babero blanco, los de La Salle, querían aterrorizarles. Recordó aquella tos plena de guasa con la que conseguía ponerlos nerviosos y hacerlos saltar de rabia buscando al culpable mientras todos sus compañeros se tronchaban de risa. Lo intentaría, había que acabar con el mal de ojo de aquellos muros; y vencerlo ahora, al principio, porque luego sería demasiado tarde. Se acercó al jaulón y de cara a la puerta de la celda lanzó a pleno pulmón la tosecilla — ¡Queheiiiim! ¡Queheiiiim! ¡¡¡Queheiiiiiiim!!! —, cachonda, pujante de ironía, con ese final que simulaba el silbido de las balas. La tos resonó pero no obtuvo respuesta. Volvió a la carga agudizando la chacota, cargándola aún más de guasa y mala uva... ¡Ahora sí! Sí. Allí, algo lejana y un poco ahogada por puertas y muros comenzó a subir una risotada incontenible, contagiosa. Subía y subía y subía con fuerza. Rebotaba una y otra vez en los muros y avanzaba imparable haciéndolos temblar. Temblequeaban los hierros, las patas del cangrejo, lo sentía en sus manos y en su rostro pegado a él. La risa se repetía y repetía atravesando las galerías, introduciéndose celda por celda, inundando el Penal. Las paredes parecían retroceder asustadas. Las carcajadas se multiplicaron; a la primera se fueron uniendo otras, compitiendo entre sí en fuerza y sonoridad, bajando atropelladamente, saltando las escaleras y cayendo como violentas bofetadas sobre las mejillas tensas e hieráticas de los adormilados carceleros. Estruendo de sillas y mesas que ruedan, las manos nerviosas buscaban porras y llaves. —¡No era posible, aquello no podía ser! — , gritaban. El coro de carcajadas repicaba a gloria y superándose a sí mismo continuaba subiendo de volumen golpeando con fuerza las paredes y martilleando con saña los tímpanos de los boqueras. Se lanzaron todos por la puerta atrepellándose, escaleras arriba, tropezando unos con otros, cayendo, resbalando; la rabia les robaba reflejos, las porras mareaban el aire mientras 46 la carcajada seguía y seguía victoriosa invadiendo todos los rincones de la prisión. Las telarañas del miedo se rasgaban en mil pedazos y el eco imperioso de la risa era como el tronar de las trompetas de Jericó. También aquel mundo siniestro y sórdido se venía abajo. Los calaboceros atravesaban las galerías zancadilleándose unos a otros, trompicando; los suelos del Penal se volvían inhóspitos a sus pies. Sus enormes y monstruosas sombras los seguían y adelantaban, confundiéndolos. El caos se adueñaba de aquel antro. Como si fueran fantasmas azotaban el aire con las manos y se desgañitaban gritando: —¡Silencio! ¡¡Aquí no se ríe nadie!! — , mientras levantaban mirillas buscando culpables y encontraban tras cada una de ellas una boca abierta que les arrojaba al rostro el desprecio más soberano e insultante. Y el eco, puesto de su parte, las centuplicaba y extendía haciendo que las mismas sombras huyeran despavoridas a su choque. Despojados de la ficticia autoridad que concede el terror, los carceleros asistían atónitos al hundimiento de su reino. Al Gorullón del Penal tuvo que retemblarle su cuerpo contrahecho y reseco de lisiado aquella noche, como premonición de lo que le esperaba con aquella nueva tanda de prisioneros que aquel mismo día le había llegado. Habíamos roto el cerco del miedo a carcajadas, aún nos quedaba mucho por hacer; estábamos seguros que volverían a la carga pero ya nada sería igual en aquel Penal. El primer paso para hacer polvo el Penal y sus carceleros, lo habíamos dado ya. 47 Demetrio I Como era habitual, la lancha, una vieja barcaza de madera, aquella madrugada retrasaba su salida. Los pasajeros, hombres que bostezaban, hombres que bromeaban entre sí, iban tomando asiento en unos bancos descoloridos bajo el rectángulo de zinc y cristales construidos en el centro de la barcaza. Los jóvenes, en su mayoría aprendices de los astilleros de la zona, se recostaban los unos contra los otros para mitigar el frío y recuperar el confort que minutos antes habían tenido que sacrificar con gran pesar; algunos se aventuraban a pedir silencio alegando que a esas horas acudían infaliblemente los sueños más bellos; otros hacían comentarios irónicos sobre el lamentable estado en que se hallaban ciertos soñadores. Fuera corría una brisa salada, grata de no ser por el frío que arreciaba. En el puerto se veían pocas personas, escasísimos viandantes; el silencio acompañaba la escasa luminosidad que como por arte de magia se evadía de las desvencijadas farolas. En el puerto había suciedad que no lograba recatar la oscuridad; la superficie del agua era aceitosa; un espejo sucio donde algún rayo de luna se burlara horas antes de los ojos humanos. El puerto era una asquerosidad y, al andar por él de madrugada, había que hacerlo recordando los días en los que con anterioridad se hubiese transitado por él, acordándose de la madre que parió al puerto y al padre encargado de su custodia, una organización estatal que jamás lo pisó a 48 esas horas, con un presidente obeso que silbaba al hablar y hacía constantes ademanes sobre su siempre inminente dimisión. — Oye Demetrio que hoy nos retrasamos demasiado —dijo el último en llegar—. Mira la hora que es... —señaló su reloj. — Hay que esperar a los del autobús —contestó Demetrio refiriéndose a un grupo de trabajadores que diariamente eran recogidos por un autobús desde un punto lejano de la provincia y que solía llegar con cierto retraso por causa de la lluvia o algún atasco. — Ya son menos veinticinco —insistió para sorpresa de todos. — Pues vete a nado porque nosotros esperamos a los que faltan ¿verdad? — preguntó sin dirigirse a nadie en concreto — . Mientras, pongo la radio. — No la ponga que despierta a los chavales —dijo uno de los jóvenes que parecía no querer recuperar el sueño. -Esos duermen y no hay quien los despierte... — Don Ernesto, parece mentira que a sus años tenga envidia de la juventud -interrumpió el joven aprendiz encendiendo un cigarro con desdén. — Este siempre tan contestatario —se lamentó don Ernesto contrariado. — Algo estará aprendiendo de su maestro —intervino Demetrio. Demetrio era un hombre flemático. A menudo se le oía decir: «Nada tiene prisa, somos nosotros quienes añadimos las prisas para medirnos el tiempo». Su juventud había sido azarosa; conocía la tierra de punta a punta. Según él, el planeta no era tan azul como se decía. Relataba anécdotas sobre las costumbres orientales y se sonreía sintiendo su sangre bullir; pero esta sensación se enervaba cuando relataba algo de la civilización neoyorquina. Conocía África casi tan bien como Galicia. «En Angola, si no llega a ser por la guerra que hubo allí, echo raíces», decía poniendo una expresión picara al referirse a unas relaciones mantenidas con una portuguesa tres años mayor que él. «La guerra de allí me salvó del matrimonio; ahora tendría por lo menos medía docena de hijos.» Su primer embarque fue a los 16 años en un buque de bandera italiana y desde entonces su vida había sido un continuo ir y venir con excepcionales visitas a la cárcel de La Coruña, donde su hermano esperó el cumplimiento de una de las tres penas de muerte a las que había sido condenado por colaboración y participación en actos de sabotaje y ajusticiamientos de falangistas en los pueblos cercanos al Ferrol. Su último enrolamiento lo hizo en un mercante alemán que hizo una escala en Turquía; fue desde aquellas tierras desde donde volvió a Galicia en avión, tras un paro cardíaco que le supuso mudar de vida a cambio de seguir viviendo. Sí, había viajado; pero más aún había trabajado. — ¿Qué les habrá ocurrido para que se retrasen tanto? —preguntó el último en llegar saliendo hacia popa e intentando vislumbrar la entrada del puerto. — ¿Y a éste qué le sucede hoy? —preguntó uno de los hombres. — Vaya usted a saber; no hay dios que lo entienda. Unos días está 50 de humor y otros es un insolente que no para de incordiar —dijo el joven aprendiz aplastando la colilla en el suelo con el pie izquierdo. Demetrio aguardó a que el joven terminase de hablar; luego le señaló la colilla y con el mismo dedo le mostró el lugar de uno de los ceniceros. Cuando aceptó el trabajo de responsabilizarse de la barcaza, hacía ya seis años, era consciente de que toda su vida había sido inmensamente superflua, que nada había vivido con profundidad y que todo, absolutamente todo, se reducía a anécdotas y accidentes que estuvieron a punto de costarle la vida. El primer año entre aquellos hombres fue algo difícil; se sabía distinto a ellos e ignoraba cómo entrar en un mundo que le parecía inexpugnable. Fue al segundo, un día que don Ernesto no apareció, cuando se supo parte de ese mundo: sentía la ausencia de una voz saludándolo cordial. Al informarse de que la ausencia de don Ernesto se debía a un postramiento en cama titubeó entre dejar su puesto o ir a verlo; pero la obligación le hizo aguantar el impulso hasta terminada la jornada. El mismo se sorprendió por la reacción que había tenido. La lancha seguía meciéndose golpeando de vez en cuando el espigón grasiento; cuando esto sucedía, la barcaza vibraba y emitía quejumbrosos sonidos que denotaban la vejez de la madera. «Para mí esta barcaza lo es todo. No tengo otra cosa; ni la casa donde vivo es mía», le había dicho Demetrio a don Ernesto cuando ambos comenzaban a entablar amistad. «Yo nunca he dicho a nadie que tuve un hermano. Lo mataron. Tenía varias penas de muerte», dijo Demetrio. «Ahora lo tendría a él; tú tienes a tu mujer, a tus hijos. Has tenido una vida y en ella has luchado por tu familia. Yo siempre he estado viajando.» Quiso decir «huyendo» pero dijo viajando y esto le enojó consigo mismo. Quería ser sincero con don Ernesto, pero le había salido «viajando». No volvió a decir nada, don Ernesto había cambiado de conversación. Cuando la Guerra Civil estalló, la aldea donde había nacido Demetrio desapareció. De las diez familias que formaban la población sólo dos pudieron sobrevivir, las otras fueron desapareciendo en las cunetas o en la comandancia, instalada en la casa más grande y cómoda de la aldea. La familia de Demetrio fue reducida a Jesús, su único hermano. Jesús luchó hasta que años más tarde la guardia civil lo detuvo y lo condenaron a muerte. Demetrio se embarcó, era muy joven, demasiado, le decía su hermano, para entender que la vida estaba regida por leyes, que uno no es libre porque pueda huir, que huyendo se seguía siendo presa, que para ser libres antes había que vencer. «Hoy —decía Jesús— es la ley del más fuerte la que rige nuestras vidas. Ellos son pocos pero organizaron un Estado para tenernos sometidos. Nosotros tenemos que organizarnos para derribar ese Estado... «Demetrio, tú no puedes hablar en serio cuando me dices que pida clemencia. Si tú no quieres luchar no luches, huye, vete embarcado pero seguirás sin ser libre. Diles a quienes te amargan la vida que tú no eres violento, que eres pacífico, pero ellos te seguirán amargando la vida y tú no serás nunca libre; te habrás humillado y seguirás sin ser libre. Nunca 51 nada te pertenecerá, ni tu puesto de trabajo será tuyo, y cuando envíes al colegio a tus hijos ellos los educarán para que no sean libres jamás, para que respeten las instituciones; huye pero no serás libre, ni tus pensamientos serán libres, tus pensamientos también huirán. ¿Por qué no? Amargura es lo único que saldrá cuando quieras pensar en el futuro.» Pero Demetrio no quiso nunca hacer caso a lo que decía su hermano Jesús. Su huida fue constante desde entonces. -Demetrio, ¿zarpamos o hacemos la jornada aquí? -Esperamos sólo unos minutos más; mira —señaló hacia afuera — , la mar está en calma. No tardaremos más de 15 minutos en atravesar la ría; ¿o acaso queréis que los del autobús pierdan la jornada de trabajo y se arriesguen a que los echen a la calle? —dijo queriendo justificar aquel prolongado retraso de los últimos en llegar. El interior de la barcaza estaba iluminado por un sistema eléctrico que se alimentaba con unas baterías. Esta instalación la había colocado Demetrio con la ayuda de don Ernesto; se decidieron a hacerla por su cuenta tras más de seis meses en espera de que la administración de la empresa se decidiera a atender las incansables reclamaciones de Demetrio. La vieja instalación ya había estado a punto de causar un incendio. Sería justo decir que el aprendiz de don Ernesto tuvo una importantísima participación, ya que fue gracias a su destreza e intrepidez que pudieron adquirir el material necesario. Había tenido que trepar por un muro de gran altura hasta alcanzar la ventana del almacén. «Sube con cuidado rapaz do demo»,* le había advertido don Ernesto en voz baja para no ser sorprendidos en el asalto; «no vayas tan deprisa, hazme caso alguna vez», añadió con cierta angustia. - A h í viene el rapaz con el periódico. — ¿Fuiste a la imprenta o es que te absorbió la hija de María? —le preguntó uno con ánimo de provocar al más joven de los aprendices, que diariamente iba a recoger la prensa y al que bromeaban continuamente con una supuesta relación con la hija de la dueña del quiosco, relación que él solía negar con energía. — ¿Qué imprenta? Lo que pasó es que tuve que esperar a que abriera se defendió. — ¿La has invitado al baile o no? — No, porque no me gusta... además hoy no estaba... —guardó silencio— y... déjame ya. El periódico se lo había entregado a don Ernesto después de sentarse en el banco con inocente altanería. — Otro que se va exclamó don Ernesto. -¿Qué ocurre? -preguntó uno de los que dormían saliendo de un extraño sueño. - A y e r mataron a un general de brigada... ¿Pero es que no oye las noticias cuando llega a casa? — le interrumpió su aprendiz con tono de burla. Chico del demonio 52 — Tengo otras cosas que hacer como para ponerme frente a la televisión. Demetrio, junto al timón, se había sumido en un hermético silencio. Ocurría a menudo que se abstraía y vagaba en pensamientos o recuerdos; era en esos momentos un hombre muy suyo, como le dijera don Ernesto a su aprendiz una vez que éste le fue diciendo que Demetrio dormitaba de pie: «Cuando llegues a nuestra edad comprenderás que los hombres piensan porque a tus años no se piensa». — « . . . acompañaba al general de brigada un capitán que resultó herido por varios impactos de bala; su estado es de gravedad pero no se teme por su vida. Fuentes del Ministerio del Interior informaron que se estaban efectuando controles en determinadas zonas del país...» Don Ernesto dejó de leer, cerró el periódico y se lo entregó a otro. — Léete el historial del general —le sugirió. - A s í no vamos a ningún sitio — dijo uno recriminando a don Ernesto con la mirada. — Pero al menos saldremos de donde estamos -contestó don Ernesto. —¿Y dónde estamos? —En un país de mierda. —Así desde luego no es forma de mejorar. — ¿Tú qué crees, Demetrio? —preguntó don Ernesto queriendo hacer participar en la discusión a un hombre como Demetrio, que solía tener una opinión parecida a él, pero que sólo la manifestaba en condiciones muy especiales. — Yo pienso que quizá sea ésta la mejor forma de salir de donde estamos— contestó Demetrio para sorpresa de la mayoría de los presentes. Los pocos jóvenes que estaban despiertos y lo habían oído no daban crédito a las palabras que provenían de un hombre conocido por su especial prudencia en cuestiones políticas, prudencia que hacía que algunos lo miraran con recelo y desconfianza. — Ya están los del autobús —gritó el rapaz, que miraba hacia la entrada del puerto—. ¡Mi madre! Vienen un montón. — Normal, so tonto. Son veinte —se burló el otro aprendiz. — Que no me refiero a ésos. Vienen un montón de polis. — Joder, qué se les habrá perdido a ésos —dijo el último en llegar, malhumorado. Los hombres bajaron del bus y subieron a la barcaza entre saludos y sopapos a los aprendices más juguetones. Demetrio encendió el motor y se aprestó a realizar las maniobras para zarpar. — Espera, espera que vienen hacia aquí —dijo don Ernesto que se había asomado para ver al «montón de polis» — . Están haciendo señas. Demetrio paró el motor. — Documentación —dijo el oficial al subir a bordo—. Buenos días -saludó de mala gana. — Oiga se nos está haciendo muy tarde —protestó Demetrio. 53 - ¿ A quién se le ocurre hacer un control a estas horas de la mañana? comentó alguien. — A nosotros también se nos hace tarde —el suboficial dio a su voz un tono de cansancio. — Pues no lo retrase más — dijo una voz procedente de la parte trasera. El suboficial y los dos subordinados que abordaron la barcaza oyeron risas que provenían del mismo lugar. - T a n de mañana y con humor —dijo uno de los agentes. - S u documentación, por favor —le pidió a un hombre que le doblaba en años. - S e nos va a hacer tarde —comenzó a hablar extendiéndole el carnet— . Nosotros vamos a los Astilleros. Si no llegamos vamos a perder el plus, la jornada y hasta el puesto de trabajo. — Lo lamento pero... —Vámonos ya —sugirió uno. —No puede ser, antes tengo que identificarles uno por uno: son órdenes — dijo el suboficial perdiendo la naturalidad en su rostro y en su voz. El suboficial dio unos pasos que hicieron sonar el piso de madera. Era medianamente corpulento, de una estatura igualmente media; al caminar daba un aire marcial a sus movimientos; cuando hablaba solía hacerlo mirando al frente, clavando sus ojos en un horizonte intranquilo en el que se podía leer un pasado de tensiones y un presente que comenzaba a irritarlo. Se dirigió a un hombre que parecía ausente: — ¡Tu carnet! El hombre no pareció escuchar la voz de mando; seguía observando los movimientos que realizaban las primeras gaviotas en el espigón más largo del puerto. — ¡Eh, tú! ¿no me oyes? — Te oigo, pero no tengo carnet; me lo robaron— le contestó. Volvió la cabeza hacia el exterior de la barcaza. Las gaviotas parecían estar aún dormidas, sus vuelos eran parsimoniosos. — ¿No estarás bromeando? —le interrogó el suboficial, tras rebuscar en su cerebro una respuesta al desparpajo con que aquél le había dicho «me lo robaron»—. Supongo que denunciarías el robo —esta vez aguzó su experiencia y su instinto. — Sí, y me dijeron que me jodiera y que no los jodiera que tenían mucho trabajo. — Tú callate si no quieres que te llevemos a ti —advirtió a uno que había exclamado «son unos cabronazos»—. Tú, sal de ahí —se dirigió de nuevo al hombre que tenía frente a sí mirándolo irrespetuoso—. ¡Qué salgas de ahí! —gritó llevando una mano a la espalda y esgrimiendo unos grilletes ávidos y ruidosos—. Pon las manos, tira la bolsa al suelo —gritaba perdiendo la compostura. Por un brazo tiró de él y lo hizo salir al pasillo. Los pasajeros de la barcaza se quedaron atónitos ante el espectáculo que, visiblemente desquiciado, ofrecía el suboficial. — ¡Venga, vamos! —gritaba ordenando a sus subordinados. —Pero mi sargento, ¿qué ocurre? — Vamos, hemos pillado a uno. 54 - P e r o ¿a uno qué, mi sargento? Demetrio sintió un hormigueo en el vientre y los brazos, eran los síntomas de la cólera; avanzó decidido hasta el sargento. - O i g a , tiene que soltar a ese hombre —exigió. Se hizo el silencio en la barcaza. El sargento miró a sus subordinados. —Váyase a la mierda —le gritó en plena cara. Demetrio quiso crispar los puños; le flaqueaban las piernas, se sintió más débil que nunca. — Aquí mando yo. Suelte a ese hombre. Soy el capitán de este barco - d i j o Demetrio queriendo gritar. Se miraron frente a frente; Demetrio parecía crecer hasta ocupar todo el pasillo que formaban los bancos. Todos los ocupantes de la barcaza se habían puesto en pie. Alguno avanzó un paso apretando los puños; los policías se pusieron nerviosos. El sargento soltó el brazo del hombre y guardó los grilletes con un gesto brusco. Luego dio un empujón a Demetrio, que cayó sentado en medio del pasillo. Sintió una punzada en el pecho y se dio cuenta de que no eran los síntomas de la cólera sino del corazón; quiso mantenerse digno y apuró cuanta fuerza tenía para no dejar de mirar al policía. Déjenos paso, viejo estúpido —dijo el sargento pasando a grandes zancadas por encima de Demetrio. El sargento saltó a tierra y uno de sus subordinados lo imitó; el otro antes de saltar a tierra miró a los hombres, se encogió de hombros y dijo con tono de burla: — El jefe tiene malas pulgas por la mañana. Perdonarle —saltó a tierra apretando contra sí el subfusil negro. Don Ernesto fue a ayudar a Demetrio que ya estaba siendo levantado por los aprendices. — Ernesto —dijo Demetrio en voz baja — han venido a joderme en lo último que me quedaba. Se sentó en un banco y recostó la cabeza, extendiendo las piernas. — Lleva tú la barca, hoy yo no puedo —fue lo que dijo antes de cerrar los ojos. II La lluvia había cesado. Calle abajo corría aún el agua sucia arrastrando colillas hacia las alcantarillas laterales. A uno y otro lado, los coches permanecían estacionados, limpios por la caída súbita del agua. En un portal se iban concentrando hombres que hablaban en voz baja; llegaban en grupos pequeños y provenían de ambas direcciones de la calle. Pronto el portal ya no admitía a más personas y los nuevos que iban llegando tenían que permanecer en el exterior. En menos de seis minutos varios grupos se concentraban en la calzada. Las conversaciones giraban sobre quién lo conocía más o quién le oyó decir esto o lo otro; lo normal en estos casos. Algunos, temerosos de que volviese a irrumpir la lluvia, se 55 habían provisto de paraguas. Los coches que circulaban aminoraban su marcha y sus ocupantes hacían sonar el claxon; ignoraban el motivo de aquella concentración, pero la fuerza de la costumbre les hacía tocar el claxon a modo de solidaridad. Un automovilista paró el coche y descendió de él para preguntar: «¿Qué ocurre?». Dos hombres de los congregados se acercaron y le explicaron. La calle, que hacía tan sólo unos minutos estaba desierta, ahora se veía animada por docenas de personas. Era ancha y a ambos lados lucía sendas hileras de árboles; casi al comienzo de la misma, en la parte más alta, había una valla publicitaria de grandes proporciones. Cuatro metros hacia abajo del nacimiento de la calle se encontraba el primer comercio: estaba cerrado; dos portales más abajo, había una tienda de electrodomésticos que también tenía los cerrojos echados; justo enfrente del mismo había una perfumería cuya dueña en esos momentos estaba cerrando sus puertecitas. Eran las once de la mañana, pero los comercios de la calle estaban cerrados al público. Cada vez era mayor el número de personas que se sumaban a los ya congregados. Muchos grupos los formaban mujeres; había uno de seis niños que jugaban un juego silencioso. La multitud elevó el tono de voz. Había dos temas de conversación: uno el motivo que los había congregado, y el otro era la amenaza empresarial de reducir la plantilla de los Astilleros. Un jeep de la policía hizo su aparición; los ocupantes del vehículo descendieron con rapidez, quedándose en el interior el conductor. Un sargento se dirigió a uno de los grupos: «¿Qué ocurre aquí? Tienen que disolverse inmediatamente». Su voz era de mando y parecía no admitir réplica. Uno de los hombres del portal se acercó a él e intentó explicarle... «Eso no les da derecho a alterar el orden público», le cortó el sargento. La decena de policías que había formado a lo largo del jeep, bajaron la protección de sus cascos, uno fue hacia la parte trasera y abrió la puerta. «Se me van a disolver ahora mismo, no pueden estar más tiempo aquí.» Al terminar su frase, el sargento hizo descender también la protección de su casco y se encaminó hacia sus subordinados haciendo ademanes con los brazos. En el piso tercero del edificio había tres mujeres y cuatro hombres rodeando la cama donde yacía Demetrio. — Don Ernesto, tenemos que bajar, ya habrán llegado todos los compañeros de los Astilleros -dijo el joven aprendiz. -Tienes razón, tenemos que bajar ya —contestó don Ernesto mirando el cuerpo sin vida del que fuera su mejor amigo. Sin embargo, don Ernesto no se movió. Estaba de pie, con los brazos cruzados y la cabeza baja. Recordó cuando lo había visto por primera vez, la impresión que le había causado la primera conversación. Ahora todo parecía en silencio, sólo la memoria trabajaba en un movimiento constante de imágenes y palabras. Demetrio sonriendo. Demetrio enfrentándose al sargento. Demetrio junto al timón sumido en el silencio. Demetrio hablando... «Somos muy parecidos», le dijo en una ocasión. «Sí, los dos somos viejos» y se rieron. La memoria le trajo a don Ernesto la última conversación que am- 56 bos habían tenido la tarde antes de la muerte: «¿Sabes qué te digo? Que me gustaría tener la edad de tu aprendiz; me revolvería contra toda mi vida». Don Ernesto supo lo que quería decir. -Maldita sea —dijo en voz alta. Los demás no dijeron nada ni preguntaron nada; suponían. «La humillación corroe todo, Ernesto, es así, es como la misma muerte, pero lenta. ¿Cómo recuperar lo que ella engulle?» «Peleando», se respondió don Ernesto a sí mismo en la habitación. Demetrio se tuvo que responder lo mismo, pensaba ahora don Ernesto, por eso su tenacidad y entereza en la barcaza frente al sargento. Ahora Demetrio tenía una expresión distinta, sus facciones mostraban crispación. La primera vez que se habían visto había sido en el bar del final de la calle, tomando una copa antes de embarcarse para cruzar la ría. El mismo bar que ahora estaba cerrando y la misma calle donde ahora los compañeros de los Astilleros se congregaban para dar sepultura al cuerpo de Demetrio. Don Ernesto sintió la contracción de la garganta hasta dañarle. Dejó que saliesen algunas lágrimas. Sonaron varias detonaciones. Un tumulto de gritos y otras descargas estruendosas. — ¿Qué ocurre abajo? —preguntó una mujer. Era una joven morena y delgada. Uno de los hombres se asomó a la ventana, los demás le imitaron; sólo don Ernesto permaneció inalterable mirando a Demetrio, absorto en sus pensamientos. Humo azulado ascendía desde la calle y se introducía por la ventana. Policías golpeando, hombres que lanzaban piedras, niños llorando, mujeres que gritaban: ASESINOS; caídos que se levantaban y volvían a gritar: ¡ASESINOS CANALLAS! Sonaron más sirenas. Coches de policías entraban por ambos lados de la calle a gran velocidad. - C o n lo pacífico que has sido durante toda tu vida y mira ahora la que se ha liado por ti —dijo don Ernesto asomándose a la ventana y volviéndose hacia Demetrio — . Ahora se acabó esta paz de mierda. Ya no hay vuelta atrás: ahora tenemos que demostrarles cuánto nos duele tu muerte, esto acaba de comenzar. Mira a los compañeros cómo pelean. Yo me voy para abajo —exclamó don Ernesto cerrando tras de sí la puerta y haciéndola estremecerse contra los quicios del marco. - Coño, que nos lo van a matar como a Demetrio —dijo el rapaz. - Vamos nosotros también —dijo el otro aprendiz arrastrándolo por un brazo. Nosotros también vamos. Ahora vamos todos - dijo la joven delgada y morena — . Esto es cosa de todos. - La puerta volvió a cerrarse con estrépito. En la casa quedó sólo el cuerpo de Demetrio. 57 Cóctel de colores «FISIO... EXPLOTARA LA... PSHHHHHH (Bomba) 600 alumnos de 1.° y 2.° con Fisio I (como mínimo) 600 alumnos de 2.° y 3.° con Fisio II (como mínimo) ... ¿Qué pasa?... ¿Son tontos los alumnos? ¿Acaso la Cátedra? Evidentemente más de 1.200 alumnos no son subnormales. El pasado viernes día 4 se celebró una Asamblea para tratar las irregularidades (ya normales en esta Facultad) de las que han venido siendo objeto los alumnos matriculados en esta asignatura...» La Avenida estaba triste. El viento cálido se deslizaba por las superficies niqueladas de las farolas y apenas sí alteraba las nubes zumbonas de mosquitos que giraban enloquecidos al calor de la luz amarillenta. El piloto verde de un taxi cruzó veloz la plaza y se perdió por uno de los arcos de las Puertas de Tierra. Rojo, verde, ámbar; la densa red de semáforos daba una nota danzarina de vida a la zona desierta. La fuente de los jardines estaba inmóvil, goteando con desgana sobre la superficie brillante. Un autobús urbano surgió de un arco de la Puerta; a través de sus ventanillas polvorientas y sucias se distinguían jóvenes lánguidos que conversaban 58 o pensaban sonámbulos. El chófer ya estaba cansado de las charlas y las bromas del día. Parecía un autómata con cara de jugador de póker, inexpresiva. El autobús cruzó dos semáforos consecutivamente y efectuó una parada frente a Radio Juventud. Las puertas de aire comprimido chirriaron, bufaron, se cerraron. El autobús arrancó convertido en meteoro y sobre la acera se destacó la figura menuda de Rosa. Extrajo del bolsillo trasero de sus vaqueros un paquete de cigarrillos, cogió uno y se lo llevó a los labios temblorosos. Tras encenderlo, se puso una rebeca azul creyendo que tenía frío. Se colgó del hombro un bolso del que sobresalían carpetas de cartón de color hierro orinoso. Comenzó a cruzar la avenida. Al llegar al pasillo central se detuvo por el bizquear mudo de una ambulancia que le hizo abrocharse la rebeca y cruzar los brazos tensos bajo el pecho. Cuando desapareció el tinte anaranjado del asfalto, atravesó el segundo carril y caminó por la acera en dirección al Balneario. Silencio. Sus pasos golpeando las baldosas. Colores destellantes a lo lejos. Al llegar a San Felipe Neri divisó el guiño constante de una motocicleta. Inconfundible. Aminoró el paso. Dos jóvenes doblaron la esquina y salieron a la Avenida cuando Rafa detuvo la motocicleta y saludaba a Rosa. Ante su presencia, Rafa creyó oportuno decir: «Venga, no lo pienses más. Te vienes al piso y estudiamos juntos el examen. Desde allí avisas a casa». Los jóvenes pasaron ante ellos y esbozaron un saludo. Rafa les gritó un «Hasta luego» desenvuelto. Rosa se extrañó, «¿les conoces?». «No, pero es igual. Vamos, súbete rápida», contestó Rafa. La motocicleta arrancó y un viento pegajoso en el que viajaban familias de mosquitos les azotó las caras. «Mosquitos cabrones», y entornó los párpados. Rosa refugió el rostro en su espalda mientras agarraba fuertemente el bolso. Dos enfermeras caminaban, reían y gesticulaban escandalosas por la acera de enfrente. La bocina saludó tres veces a las risas. La motocicleta frenó en el semáforo del Gobierno Civil. «¿Estás nerviosa?», preguntó Rafa. «¿Tú qué crees?», musitó Rosa con un hilo de voz, alisándose con las dos manos el cabello rubio que se había desordenado. «Tranquila. Yo estoy peor que tú, pero todo saldrá bien. No te preocupes.» Le dio unas palmadas en la rodilla. Aseguró la cinta de caucho que sujetaba una bolsa y varios libros al portabultos delantero. Verde, y despegó los pies del asfalto grasiento, resquebrajado, dando un fuerte acelerón. Un coche pasó por el carril paralelo de la Avenida y desapareció, negro. Una nube algodonosa e infantil se entretenía en acariciar a la luna en cuarto creciente. Unas zapatillas raídas que dejaban al descubierto grandes zonas de pie roñoso. La piel estaba sucia y agrietada como de elefante. Un pie pasivo e inmenso, arrastrado. Los pantalones caídos, transparentes de gastados y viejos, una cuerda basta anudada como único cinturón. Camisa sin botones, de color indefinido, que permitía asomarse al aire rabioso de sus juramentos una maraña de pelos grises y ajados de un pecho murmurante. Un abrigo hecho jirones, de gigantescos bolsillos remendados y ahorradores, cuyo borde anterior iba barriendo las calles y el posterior 60 se detenía en las nalgas esqueléticas. La tela seguía al cuerpo, una espalda derrotada y vencida. La boina bailoteaba, al son de los pasos, sobre la superficie lívida de una calva ancha. La cara arrugada y recelosa, de ojos pequeños y brillantes. Una barba rala, pringosa, gris y blanca, que se confundía con los pelos del cuello y del pecho formando una red donde reposaban los restos de comida y tabaco. Labios teñidos de nicotina, rígidos, y en una de sus comisuras el canal abierto por años de colillas recogidas por el suelo. Sus manos, nudosas y grandes, aferradas a! tubo metálico de un carrito destartalado y mohoso, en los puros huesos. Marchena subía por una calle San Francisco desierta y repleta de basuras y desperdicios del día. El alumbrado proyectaba su figura lenta en sombras encorvadas, y éstas enmudecían de pena y hastío. Los escaparates negros le miraban resignados. Vio un paquete de tabaco que creyó perdido y lleno. Detuvo el carro, los cartones apilados se bambolearon, se agachó y estrujó el paquete maldiciendo. Un rayo de luna rojiza le horadó la boina y le excitó el recuerdo. Murmuró rabioso, quedo, «¡hijos de puta!», y escupió sin fuerzas las briznas de tabaco de una colilla imaginaria. Siguió caminando y rebuscando cartones en las basuras de bares y almacenes. Las escasas personas que pasaban a su lado iban presurosas y le ignoraban. Marchena, agachado y hurgando, les miraba rencoroso de reojo, murmuraba y escrutaba el carrito desconfiado. Dobló una esquina y se dirigió al solar basurero frente a la discoteca Mr. Pibody. Su rostro permanecía inexpresivo y seco, sus ojos brillantes. Comenzó a trajinar, a separar lo servible de lo inservible. Ante el ruido de la chatarra se abrieron varios balcones luminosos de la calle Argantonio. A la luz de la luna vieron a una sombra en cuclillas y al carrito con cartones apilados detenido en la acera destrozada y llena de escombros. Los estudiantes le descubrieron y cansados de estudiar comenzaron a gritar: «¡Marchena, cagón! ¡Marchena, mamón! ¡Marchena, cagón, guarro...!» Siempre que le veían rondando por la calle se divertían haciéndole rabiar y ahora habían encontrado una ocasión inmejorable. Marchena, sorprendido, se subió los pantalones mirando a todas partes y se ató la cuerda a la cintura. Inició su retahila de insultos en tono lastimero y corrió hasta el carrito. Arreciaron los insultos por ambas partes. La puerta de servicio de Mr. Pibody se abrió y salió un pinche sonriendo. Marchena se agachó y cogió un pedrusco. Los jóvenes gritaron «¡Cuidado!» y el pinche volvió a entrar de un salto. La puerta se cerró y en ella golpeó la piedra. A través de una rendija se escapaban sonrisas frenéticas y frases humillantes. Marchena tiró más piedras que rebotaron en la pared de los pisos de los estudiantes. Varias mujeres salieron a la calle en batas de guata floreadas de tonos oscuros, azul y marrón. Marchena empujó el carrito y se fue escupiendo maldiciones. Atravesó Corneta Soto Guerrero y se volvió para maldecir por última vez. Los estudiantes cerraron los balcones, satisfechos. En el segundo piso encendieron el fuego de gas butano y colocaron en él una cafetera. Fueron al salón y se sentaron en un sofá desfondado. Alfonso dijo: «Paquito, no olvides poner los garbanzos a remojar que mañana toca potaje». Paquito contestó: «Potaje os tocará a vosotros, porque yo mañana subo a 61 comer con las niñas, que han comprado filetes... con que eso es lo que hay...» Las botas camperas taconeaban sobre la mesita del salón. Las gafitas a lo john lennon se volvían verdes de aburrimiento. Cuando Eugenio penetró en el aula 1 apenas sí las primeras filas estaban ocupadas por estudiantes. La asamblea se había anunciado con tiempo y clase por clase. Incluso en la puerta del aula 1 y en el panel de anuncios del bar, se hallaban pegados con tiras de esparadrapo unos folios en los que se indicaba: «Asamblea. Viernes día 4 a las 10 de la mañana. Aula 1. Asunto: Fisio. ¡No faltes, compañero!» Con anterioridad se habían realizado algunas reuniones sobre el tema y en los corrillos no se hablaba de otra cosa, pero Eugenio, a las diez, tuvo que buscarse a varios compañeros para hacer una batida. Fueron avisando y recordando por los pasillos, por el bar, por las escalinatas de la entrada de la Facultad. «¡Que va a comenzar la asamblea por lo de fisio!», y poco a poco, a fuerza de insistir y arrear, los interesados se fueron movilizando. A las diez y veinte, más de un centenar de estudiantes ocupaban los asientos inferiores y centrales del anfiteatro. Alguno que otro despreocupado y distraído se hallaba disperso en los pupitres superiores y en las esquinas, desperdigados; desde allí observaban los grandes ventanales adornados de cortinas verdes descorridas y pesadas. A través de los cristales se erguían tres astas blancas, desnudas, y las ramas de los árboles que crecían en el parking terroso de la Facultad y del Hospital Militar. El resto de los estudiantes tenía que conformarse con la estólida visión del obsesivo Juramento Hipocrático, que en letras descomunales ocupaba gran parte de la pared situada encima de la pizarra alargada. Detrás de la mesa de profesores, en sillones de cuero negro, se habían situado los delegados de curso de primero, de segundo y un representante de los repetidores de Fisio I y II. El delegado de segundo cogió el micro y requirió silencio. Iba a comenzar la asamblea. Pidió que saliera un moderador para ordenar los turnos de intervención y para que aquello no se desmadrara. Como no salía nadie, varias voces gritaron «¡"El Diario", "El Diario"!». Eugenio, sentado en la tarima junto a Rosa, se levantó y se excusó diciendo que hoy prefería no ser moderador porque desde esa posición no se podía hablar con entera libertad y que en esta asamblea tenía muchas cosas que decir, que salga otro. El delegado de segundo volvió a insistir y, ante las voces de «¡tú mismo, joder! ¡tú mismo!», optó por moderar la asamblea. — De acuerdo —dijo el ahora moderador—, voy a escribir en la pizarra el orden del día que hemos preparado. Sí alguien considera que hay que añadir algún punto más, que lo diga. Se volvió de espaldas y escribió sobre el encerado: 1.° 2,° 3.° 4.° Incompetencia docente de la cátedra. Programa anticuado. Falta de objetividad en la confección de los exámenes. Falta de consideración y respeto al alumnado. 62 5.° Falta de la más mínima noción de objetividad y justicia al corregir los exámenes. - B u e n o , ¿hay algo que añadir a estos puntos?... ¿no?..., pues ir... y a través de los altavoces del aparato de megafonía comenzaron a surgir silbidos estridentes. El delegado de primero manipuló los mandos del aparato y lo que consiguió fue aumentar la potencia de los silbidos. Los estudiantes gritaron «apaga ese chisme, carajo, que siempre está descojonado y nunca acaban de arreglarlo...» Y el micro fue desconectado. Se fueron los silbidos, pero sobre el silencio del aula se destacaron los zumbidos monótonos de los aparatos de aire acondicionado. «Otro invento genial del decano... ¡que los apaguen también!» «Pero entonces que abran las ventanas, que nos vamos a asar vivos», gritó un estudiante. Y se desconectó el aire acondicionado y las ventanas fueron abiertas y el moderador pudo decir: «Bueno, ¿vale ya?... pues ir levantado las manos los que quieran intervenir en el primer turno. Doy diez números. Y os recuerdo que las intervenciones sean lo más concisas posible. A las doce hay que dejar el aula...» El moderador fue repartiendo números con los dedos de las manos hasta el 9 y él se dio el 10 cerrando el turno. A continuación dio permiso al número uno. — Bueno - d i j o Eugenio levantándose y encendiendo un cigarrillo—. Mi primera intervención va a ser corta. Sólo quiero aclarar que este asunto es muy importante y que no se reduce a conseguir el simple aprobado, porque el Morral estaría dispuesto a hacer lo mismo de hace tres cursos: da un aprobado general, se quita el muerto de encima y queda como dios. Pero esto, repito, no es lo principal como se ha discutido en reuniones anteriores, y sería pan para hoy, hambre para mañana. Lo que quiero destacar es que el Morral es un facha y que actúa como todos ellos. Por ejemplo: la cátedra es un cachondeo, donde el triunvirato formado por el Morral, el Merín y la Calgado se dedican a tomar un café tras otro y al ligoteo; los alumnos internos son un cero a la izquierda; el programa no lo cambian desde que Emilio entró en la Facultad, y ya lleva años de bedel... (sonrisas); las prácticas son una puta mierda; el libro que ha editado y que hay que seguirlo al pie de la letra es una joya para anticuarios, parece como si la fisiología hubiera desaparecido tras el experimento de Paulov (murmuraciones aprobatorias y sonrisas)... y, claro, el tío se está forrando con el dichoso panfleto; no admite diálogos más que con los delegados de curso y se niega a recibir a cualquier otra comisión de alumnos, pasándose por el culo, hablando claro, las resoluciones de la asamblea; de los exámenes no quiere ni hablar, pero de las clases aburridas y calcadas de un año para otro, ¿qué me dicen? ¿y de sus actuaciones en el claustro? En fin, aunque luego vaya a profundizar en esto, quiero decir, desde ya, que mi propuesta es la expulsión de la cátedra en pleno... (bordoneo y gestos de asombro)... sí, en pleno, eso es un nido de buitres fascistas que hay que limpiar, empezando por el Morral y terminando por la puta de la secretaria. Eso es todo por ahora. (Algunos aplausos.) — El número dos —gritó el moderador. 63 — Esto... verás... — comenzó a hablar un estudiante rellenito y barbilampiño de segundo curso— ... yo quería hablar sobre la corrección de exámenes, porque a mí me han hablado de varios métodos que usan la Calgado y el Morral y quisiera saber si es verdad... eso de tirar los exámenes al aire para ver cuáles caen boca arriba o boca abajo... y esas cosas... (sonrisas, risas, risotadas; el moderador llama al orden golpeando la mesa con el borrador)... es que yo se lo he contado a mi padre y dice que no se lo puede creer, que si eso es así la piensa denunciar en el juzgado de guardia... (carcajada general; el moderador se suma al coro de risas; poco a poco se va haciendo silencio en el aula 1 de la Facultad.) Cuando despertó, Luisa le estaba mirando expectante. La sala había encendido sus arañas de luz. El público estaba terminando de salir y el acomodador revisaba los asientos en busca de objetos perdidos. El portero se impacientaba por llegar cuanto antes a su casa; se apoyaba alternativamente sobre una pierna y otra demostrando cansancio. A través de las ventanillas de proyección de la cabina se oía el ajetreo de los operadores al rebobinar el último rollo de celuloide. Se reían por dejar atrás otra jornada más de su trabajo tedioso y aburrido. Luisa y Nano, al atravesar las cortinas de la puerta de la sala, saludaron con un «buenas noches» al portero, y éste comenzó a apagar luces a diestro y siniestro. En el vestíbulo se pusieron los jerseys. Cruzaron la puerta de cristales, bajaron los escalones de la entrada y salieron a la noche desierta. El escaso público de la última sesión se había dispersado y perdido por las bocacalles que desaguaban en la plaza del Palillero. — ¿Ya estás despierto? —preguntó Luisa parada en medio de la plaza— . Había pensado que podríamos buscar un bar abierto para tomar café. Así nos despejamos un poco, y cuando lleguemos al piso podemos estudiar un rato antes de dormir. ¿Vale? A Nano le pareció una buena ¡dea y cogidos de la mano se dirigieron paseando hacia la plaza de las Flores. Al llegar aquí, Nano se detuvo y miró su reloj. — Luí, son la una menos cuarto y es mejor ir directamente al piso. Si nos entretenemos demasiado nos va a dar la una por la calle y no me agrada esa posibilidad. A ver si con el jaleo que hoy piensa armar el grupo de Rafa, esos hijoputas nos paran... Vámonos al piso y allí nos hacemos el café, anda... — Oye, pues es verdad... —dijo Luisa dando media vuelta ayudada por la mano de Nano—... con la película me había olvidado de la acción... Si les saliera bien... Caminaron abstraídos y a buen paso por la ahora extraña calle Columela, sumida en el silencio y en la oscuridad. Atravesaron la luz intensa de San Francisco y penetraron en las tinieblas del primer tramo de Corneta Soto Guerrero. Al fondo ya se divisaban los jardines entre dos avenidas y los reflectores amarillentos del puerto y la Estación Marítima. — Lo único que me preocupa es que los chismes no funcionen. Sería una lástima... porque entonces el riesgo habrá sido en vano. Silenciarán la acción y borrarán las pintadas... aquí no-ha-pasado-nada — insistió Lui64 sa en un susurro, y siguieron caminando con las miradas fijas en los adoquines. Antes de llegar al cruce de Argantonio oyeron unas voces y vieron a Marchena con su carrito atiborrado de cartones que subía hacia General Luque. Entraron en la calle. Varias mujeres con batas y redecillas en la cabeza estaban apostadas en las casapuertas y conversaban unas con otras. Marchena insultó y maldijo con voz ronca, sin volver la cara. La calle le siseó a coro. Luisa y Nano saludaron a las vecinas y entraron en su portal oscuro. Marchena se perdió en la noche hurgando en la basura. «Y se ríen los cabrones...» Las mujeres desaparecieron de las casapuertas con desgana. Los pasos de Luisa y Nano subiendo los escalones se fueron alejando. El sonido metálico de una llave penetrando en la cerradura y una puerta cerrándose. Afuera, la noche. — ¿Y si la silenciaran igualmente? Aunque funcionen, quiero decir. En eso no hemos caído... —dijo Nano de pronto al mismo tiempo que encendía la luz del cuarto. — Ya sé lo que vamos a hacer —contestó Luisa. Se dirigió a una habitación hecha artificialmente con tablones y donde Eloy solía pintar paisajes. Playa y mar. Casitas blancas. Marismas. Río Guadalquivir abriéndose en abanico como la cola de un pavo real. El coto de Doñana. Pinares, aves, mamíferos. Azul y verde. Afuera, la noche. Negro, gris y blanco. Blanco. Un estudiante conocido desde las luchas de solidaridad con la masacre de Vitoria pero esfumado durante los primeros años de la Reforma, con rostro oliváceo y pelo al cepillo, se levantó al oír la voz del moderador: «el nuevo». Colocó un bolso caqui en el asiento vecino y aplastó con las palmas de las manos la mesa del pupitre. Eugenio mostró una expresión de fastidio. Rosa le susurró al oído «vaya rollo este revi». Cogió sus gafas y las bañó en vaho. Sacó un pañuelo y comenzó a frotar los vidrios lentamente. — Llevamos aquí más de una hora y todas las intervenciones han sido por el estilo... —hizo una pausa solemne, miró los vidrios al trasluz y, satisfecho, se colocó las gafas apretándoselas con el dedo índice a la raíz de la nariz. Se guardó el pañuelo cuidadosamente doblado en el bolsillo de la camisa — ... ahí en la pizarra están escritas todas las propuestas formuladas que dentro de un rato se pondrán a votación. Pero veo que todas son medidas drásticas, lo que algunos llaman revolucionarias, y creo que falta la propuesta más importante, la única realista y que ofrece una salida: que se presione (una voz anónima gritó «¿he oído bien? ¿ha dicho "presione"? ¡asombroso!») al Morral para que dé un aprobado general, y una vez conseguido esto, ya veremos qué pasos habrán de seguir. Yo llevo algunos años en esta Facultad y conozco a los estudiantes, y sé que muchos de los que están aquí, y la mayoría de los que no han asistido a esta asamblea, piensan únicamente en el aprobado, en quitarse estas asignaturas como sea y pasar a tercero donde volverán a pasarlas putas con Farma... —hizo una pausa y recorrió con su mirada el anfiteatro tratando de captar la impresión de sus palabras— ... pero esto es otra historia. Y 65 lo último que se plantean son cosas como la expulsión de la cátedra y lo demás que aquí se ha dicho, porque saben que eso no conducirá a nada... o sí conducirá a un sitio, a que el Morral se cabree y tengamos que pedir el traslado de Facultad por agotársenos las convocatorias... Hace tres cursos, como aquí se ha contado, también se formaron muchas broncas a cuenta de lo mismo, ¿y qué pasó? que hubo un aprobado general y todos tan contentos. ¿Para qué complicar las cosas? Seamos realistas, compañeros, y no pidamos los cuernos de la luna... —El estudiante de rostro oliváceo se sentó. El moderador preguntó: «Entonces, ¿cuál es tu propuesta concreta?»—. Bueno, sería más o menos así: que los delegados de curso formen una comisión para negociar con el Morral un aprobado general en vista de los excesivos repetidores y de que muchos vamos a agotar en junio las convocatorias. Algo así... El moderador resumió en la pizarra la propuesta y le preguntó: «¿Vale? ¿Sí?, pues que hable el diez y a continuación pasaremos a las votaciones». — Bueno, en realidad, lo que yo quería decir ya lo ha dicho el moderador — dijo Eugenio con potente voz — , es decir, que ya está todo más que claro y que hay que votar para salir de esta asamblea con decisiones tomadas. Pero como tengo un turno quisiera aclarar una cosa al compañero que ha estado hablando, y es que las medidas que se han propuesto serán todo lo drásticas que él quiera, pero que aquí nunca se ha dicho que sean o se llamen revolucionarias; eso se lo ha inventado el compañero con no sé qué intención... Las medidas propuestas son sobre todo medidas de lucha libremente formuladas en asamblea, y lo demás son elucubraciones y ganas de embrollar a la gente. Sobre eso de que, como el compañero conoce a los estudiantes, muchos de los aquí presentes sólo piensan en el aprobado y todas esas cosas que yo considero un insulto al estudiante consciente de sus derechos, de unos derechos que se ha ganado a pulso al pagar tan excesivas tasas académicas; sobre todo eso prefiero no hablar porque las votaciones van a demostrar que está equivocado. Eso es todo... El estudiante de rostro oliváceo se levantó y comenzando a celebrar el mismo ceremonial de antes quiso intervenir levantando el brazo. El moderador le preguntó si tenía que hacer alguna otra propuesta. «No, yo quería responder al "Diario"...» El moderador iba a denegarle el uso de la palabra cuando Rosa saltó de la tarima. — ¡A votar! ¡Que esto no es el Parlamento para estar aquí perdiendo el tiempo sin llegar a ninguna conclusión, coño! Has estado toda la asamblea callado y ahora quieres eternizarla con contestaciones... ¡A votar ya! Grupos de estudiantes comenzaron a gritar «¡Vamos a votar!», «¡A votar ya!», y el moderador levantó los brazos golpeando la pizarra con el puño. Se hizo el silencio. — El número diez era la última intervención, y sólo en caso de nuevas propuestas podría conceder la palabra. Como no sea así, se va a proceder a las votaciones. El delegado de primero ha separado las propuestas excluyentes de las que no lo son para una mayor eficacia y para que no existan dudas y follones. Así que vamos a ver, que levanten la mano los que estén de acuerdo con la expulsión de la cátedra de fisiología... 66 ... Las botas camperas taconeaban sobre la mesita del salón. Las gafitas a lo john lenon se volvían verdes de aburrimiento. El empapelado naranja de la habitación estaba ennegrecido y se venía abajo. La taza del water atascada. Un olor desagradable se expandía por todos los rincones cuando la puerta del servicio permanecía abierta... (La acción se desarrolla en el segundo piso de una casa de la calle Ramón y Cajal, sus balcones dan a la calle Argantonio.) (La escena tiene lugar en el salón de estar. Es de noche. Alrededor de la una. Madrugada del jueves día 10 de mayo de 1979.) (Al levantarse el telón, Paquito y Alfonso están sentados en un sofá desfondado. Delante del sofá se encuentra una mesita baja sobre la que taconea Paquito con sus botas camperas. Al fondo y en el centro, una puerta cerrada que conduce a un pasillo oscuro donde se abren la cocina, el servicio, el cuarto de Eugenio y, frontalmente, el portón del piso. Al fondo, y en la izquierda, una puerta cerrada que conduce a la habitación de Alfonso y Paquito. Además, y en la sala de estar, es preciso que existan los siguientes objetos imprescindibles: una mesa desnuda salpicada de migas de pan, un aparador de vitrina con escasos periódicos y revistas, algún florero; una butaca y varias sillas de madera, una especie de mueble-bar viejo que separe el sofá y la mesa comedor, una lámpara vulgar con una bombilla de 60 watios; sobre el empapelado apolillado y húmedo, un almanaque y varios pósters de la delegación de turismo.) PAQUITO. — (Esbozando una sonrisa.) Ha sido cachondo eso de pillar al Marchena cagando, ¿eh? ALFONSO. — (Había permanecido abstraído y ahora vuelve la cabeza elevando una ceja y frunciendo la mitad de la frente.) ¿Cómo?... ¡Ah! Sí,... sí,... si hubiera estado Antoñito esta noche, se lo habría pasado de puta madre... (levanta los pies descubriendo unas babuchas de franela marrón a cuadros, y los pone encima de la mesita.) (La puerta del centro se abre y aparece Eugenio. En la mano trae un libro y con dos dedos señala la página que había estado leyendo.) PAQUITO. —(Pone cara de asco y se tapona con el pulgar y el índice los orificios nasales. Las gafitas a lo john lennon se han balanceado.) 0 cierras esa puerta o nos morimos aquí mismo del pestazo... ¡Uf! ¿No fuiste hoy a hablar con el farmacéutico para que arregle el tigre? Esto es demasiado.. . (y se abanica la cara con las manos de forma exagerada y ridicula.) EUGENIO. — (Volviendo sobre sus pasos y cerrando la puerta. Permanece de pie.) Dice el tío que no tiene dinero, que cuando le paguemos el mes pasado que entonces lo arregla... ¿Habéis puesto café? (inspirando una chispa de aroma.) PAQUITO. — (Estirándose en el sofá y haciéndolo crujir.) Sí, pero como si nada. No tenemos ni mantequilla para hacer tostadas... Lo que yo te digo, que este piso es una mierda y que, como las niñas me dejen, me voy a vivir arriba, que siempre tienen de todo... Y si por mí fuera, el farmacéutico no veía ni un duro nuestro... a tomar por culo. Como hacen los de Huelva... EUGENIO. — (Sentándose en el sofá y montando una rodilla sobre otra con ánimos de seguir leyendo.) Vale, Paquito, vale... (oye los borborigmos que 67 emite la cafetera, jadeantes, secos) ... ¿Y sabes lo que puedes hacer? Ve al piso de las niñas y les pides prestado un poco de mantequilla... Sí, eso sería lo suyo ahora..., unas tostaditas con café... ALFONSO (Levantándose y anudándose el cinto de su bata verde eléctrico.) ... y, mientras yo preparo los vasos de café... (hace mutis por la puerta central.) PAQUITO. Voy a ir, pero no te aseguro que baje... (se levanta y con pasos decididos se dirige al fondo) ... a lo mejor me enrollo y ya no me veis el pelo hasta mañana... Ea, hasta la vista... (hace mutis por la puerta central que permanece abierta. Se oye a Paquito tararear una canción.) Neeeeecesitooo agarrarme a la cola del viento para poder volar... Porque la vida seeee me vaaa... (Eugenio abre el libro y se pone a leer. De la cocina surgen ruidos metálicos y vitreos tintineantes.) (Aparece Alfonso con dos vasos de café.) ALFONSO. —Le he guardado un poco, pero ese seguro que no vuelve... Toma... (y se sienta en la butaca.) EUGENIO. — (Sin apartar la vista del libro y cogiendo el vaso.) Déjalo, a ver si las niñas se hartan también de él... (Alfonso da un sorbo de café, deja el vaso en la mesita e inicia un mutis por la puerta de su cuarto. Inmediatamente sale con una guitarra y se sienta donde estaba antes, comenzando a templar las cuerdas.) EUGENIO. —Espera un momento, Alfonsito... (se incorpora y desliza las nalgas por el sofá hasta situarse cerca de Alfonso)... escucha, escucha esto que es interesante: «"Es más fácil cazar a una decena de hombres inteligentes que a un centenar de bobos". Este excelente axioma (que os valdrá siempre el aplauso del centenar de bobos) parece evidente únicamente porque, en el curso de vuestro razonamiento, habéis saltado de una cuestión a otra... Ahora bien, ya que planteáis la cuestión de la captura de las organizaciones e insistís en tratar de ella, os diré que es mucho más difícil pescar a una decena de hombres inteligentes que a un centenar de bobos... Por "hombres inteligentes" en materia de organización hay que entender tan sólo a los revolucionarios profesionales, lo mismo da que sean estudiantes u obreros quienes se forjen como tales revolucionarios profesionales... Nunca podremos dar a una organización vasta el carácter clandestino indispensable para una lucha firme y continuada contra el gobierno. Y la concentración de todas las funciones clandestinas en manos del número más pequeño posible de revolucionarios profesionales no significa en modo alguno que estos últimos "pensarán por todos", que la muchedumbre no tomará parte activa en el movimiento. Al contrario...» ... ¿Qué te parece? Este Lenin es acojonante... es lo que te estaba diciendo el otro día... (cierra el libro, se incorpora y da un sorbo de café apurando el vaso.) ALFONSO. (Con la nariz arrugada y el ceño fruncido.) Perdona, pero no tengo ganas de discutir ahora de política... estoy hecho polvo. Me tomo 68 el café y sigo estudiando. Esta vez es verdad, quillo, estoy más agobiado que la virgen... y el dinero de la beca que no llega... ¡me cago en la...! (enciende un pitillo y lo deja en el cenicero. Acaricia las cuerdas de la guitarra y empieza a cantar.) Carreterita bonita Carreterita bonita Cuántas lágrimas me cuestas... (Eugenio permanece recostado en el sofá. De pronto sus ojos sonrieron maliciosamente y puso los labios en forma de hociquito. Pensó: «Mañana veremos qué se comenta en la Facultad... "Porque yo llevo muchos años aquí y conozco estupendamente a los estudiantes",... bla, bla, bla. Menudo hijo de puta. Mañana veremos...» Y termina por levantarse. Toca las palmas sordas y canta con Alfonso.) cuántas lágrimas me cuestas... (Se oye el sonido del timbre de la puerta y en ese instante el escenario queda iluminado por una luz blanca intensísima. Las figuras se paralizan y callan unos segundos. A continuación siguen, pero ahora por fandangos. ) La conocí una mañana camino de Punta Umbría... Tengo para ti pintado de cal casa con jardín y un rosal... La asamblea terminó y Eugenio salió acompañado por varios estudiantes. Los pasillos bullían de grupos de alumnos que con carpetas y libros en las manos hacían tiempo hasta la siguiente hora de clase. — Oye, «Diario», ¿tú crees que las medidas aprobadas se llevarán a efecto? preguntó un estudiante que cojeaba y que siempre estaba sonriendo—. Yo, la verdad, no me hago muchas ilusiones... — Si se llevan a cabo o no sólo es cosa nuestra. La votación sola no conseguirá nada y habrá que seguir trabajando, discutiendo con los compañeros, informando por los cursos, etcétera. Pero ya es importante que la mayoría de la asamblea haya votado las medidas más decididas ¿no? — Pues yo sigo pensando que el Morral es un hijoputa —dijo un estudiante de barba y con ligero acento sudamericano— y que con asambleas sólo no vamos a conseguir nada... Habría que hacer algo más. — Hombre, si por mí fuera le pegaba cuatro tiros a ese cabrón y ya no habría que plantearse la expulsión de la cátedra —dijo Eugenio sarcástico, y en el grupo que le rodeaba se esbozaron unas sonrisas—. Pero las cosas requieren tiempo, hay que hablar con los compañeros, explicarles las cosas... —a su izquierda, varios estudiantes estaban sentados en los escalones que bajaban al patio. El arco de estructura románica sólo dejaba ver el grueso tronco del drago y su gigantesca sombra. Alrededor, en las parcelitas de césped amarillento y escaso, buscaban el sol algunos jóvenes despanzurrados y con el torso desnudo. Habían llegado a las puertas cristaleras que se abrían al vestíbulo de la Facultad. El bedel paseaba 69 lentamente por las inmediaciones de la secretaría— ... Un momento... ¡Emilio! ¿están los de la revista abajo, en la jaula? —le preguntó al bedel. — ¿Los de la revista dices, muchacho? Sí, creo que aún no se han marchado porque no me han dado las llaves —y el bedel, después de haber avanzado unos pasos hacia Eugenio, siguió paseando de un lado a otro con las manos estrechadas en la espalda y con un cigarrillo entre los dedos palpitantes. — Pues entonces me tengo que ir, ya nos vemos luego en el bar y seguimos charlando —dijo Eugenio dejando al grupo. — ¿Adónde vas tan rápido, hombre? —le preguntó uno de los estudiantes—. Vamos a tomarnos algo... — De verdad que no puedo, tengo que ir a la redacción de «La Voz del Drago» para hacer un boceto del articulillo sobre la asamblea para que salga en el próximo número que está al caer. Es lo que se llama una noticia caliente. ¿Queréis acompañarme y así lo hacemos juntos? Un estudiante del segundo curso y el que cojeaba y siempre estaba sonriendo decidieron bajar a la redacción de la revista. Los tres se alejaron con pasos rápidos y al pasar por el bar no pudieron reprimir el echar una ojeada a los numerosos alumnos que abarrotaban las mesitas de formica blanca formando un bullicio ensordecedor. Al cruzar por la biblioteca observaron a los grupos que hacían cola para poder llevarse a casa el fin de semana algunos libros grandotes y caros. Siguieron por el pasillo y atravesaron una puerta en cuya parte superior se leía «Medicina legal». Bajaron por una escalera estrecha al sótano y sintieron un leve olor picante a formol. «Da gusto trabajar rodeado de muertos puestos a remojo en formol, ¿eh?» La puerta de la jaula estaba abierta y el vozarrón de Rodríguez Tower sonaba en la amplia sala del techo bajo. « . como consecuencia de lo antes expuesto se decidió: ¡EXPULSION DE TODA LA CATEDRA! Tomando como primeras medidas las siguientes: 1. a Ausencia a las clases. 2. a Asamblea de Facultad para el miércoles día 9 a las 10 horas en el aula 1. 3. a Pedir solidaridad general a toda la Facultad, y en particular a los pendientes de Fisio. Grupo "El Garete"» La motocicleta cruzó el Gobierno Civil y se desvió a la derecha penetrando en la avenida de Bahía Blanca, oscura y arbolada. En la esquina de Tamarindos un joven paseaba a un perrito que husmeaba orines en los troncos de los árboles y en los basamentos de los bancos de piedra. Rafa detuvo la motocicleta con el motor en marcha y se dirigió al joven. — Ya sabes, te quedas aquí hasta que hayamos hecho las pintadas. Cuando veas que nos subimos a la moto, sales zumbando con el chucho 70 y te quitas de enmedio. Si mientras hacemos las pintadas divisas alguna «lechera» pegas unos silbidos como si te dirigieras al perro. ¿Entendido? Pues vamos allá... ¿Ricardo está en su sitio?... Estupendo... —Rafa aceleró y enfiló la calle Tamarindos sin apenas percibir el débil «buena suerte» que susurró el joven. Siguió por la calle llena de lujosos chalets y casas frondosas de dos pisos. Cada cincuenta metros había plantada una farola en la acera, y en los parterres de los chalets unos farolillos emitían rayos mortecinos. Algunos perros, desde sus casitas confortables, ladraron a las explosiones del motor. A su derecha dejaron la calle Jacinto de dirección única. Pronto divisaron dos chalets gemelos separados por un seto enorme y tres limoneros. Las ventanas estaban oscuras. Oyeron música y risas lejanas. Cerca de allí se estaría consumiendo alguna barbacoa primaveral. En los dos porches gemelos una bombillita minúscula alumbraba sendos santos o vírgenes impresos en azulejos de colores. Rafa paró el motor. La zona estaba desierta. Miró al final de la calle rectilínea y observó cómo la llama de un mechero se apagaba y se encendía. «Ricardo está en su puesto. Vamos rápido», le dijo a Rosa. Rosa se bajó de la motocicleta, colgó su bolso del manillar y tomó un bote de pintura en spray que Rafa le dio. Rafa permaneció en la motocicleta en posición expectante. En la valla blanca de los chalets, que separaba la acera del jardín cubierto de césped y rosales, se fueron dibujando grandes letras rojas: «Morral, fascista, hijo de puta», «Fascista, asesino». Rosa tapó el bote de spray y se reunió con Rafa, «¿ha quedado bien?». «Tienes una letra preciosa, pero ahora viene el número sensacional», contestó con una sonrisa, «¿ves ese cochecito tan mono? Pues dentro de poco será pura chatarra.» Un coche cubierto con una funda de plástico gris estaba aparcado en el sendero de gravilla que conducía al porche de uno de los chalets. En la parte trasera se veían negro los números de una matrícula que era conocida por toda la Facultad. — Saca los dos cócteles y súbete a la moto —dijo Rafa arrancándola y mirando a ambos lados de la calle—. ¿Los preparaste como te dije? — ¿Me tomas por tonta o qué? No hace falta estudiar para echar en una botella cuatro partes de gasolina, otra de sulfúrico, taparla y ponerle clorato potásico por fuera pegado con esparadrapo; vamos, digo yo... dijo Rosa en un susurro pero con evidente enfado mientras sacaba las dos botellas de su bolso y se las pasaba a Rafa. — Bien, toma la empuñadura del acelerador y procura que no se pare... Allá voy... —Rafa se fue hasta la valla, puso los pies en el pequeño zócalo que la fijaba al suelo, y lanzó consecutivamente los dos cócteles contra el coche enfundado, dirigiéndolos hacia la parte inferior y las ruedas traseras. Saltó, salió corriendo, subió a la motocicleta y apretó el acelerador. Rosa miró atrás y vio la llamarada azulina y ámbar que envolvió mágicamente al coche. La funda que lo cubría se quemó, derritiéndose, en unos segundos y elevó al aire unos tenues hilillos de humo negro, casi sólido. Después no pudo ver nada porque Rafa le advirtió: «Deja de moverte y agárrate fuerte, ya lo verás mañana si lo publica el periódico...» Llegaron al final de la calle y ya Ricardo había desaparecido. 71 Transitaban por la calle Hibiscos cuando oyeron una pequeña explosión. Aceleraron y cruzaron San Severiano, donde el movimiento de algunos coches y taxis les tranquilizó. Siguieron por Brunete y enseguida dijo Rosa, «para, que me quedo aquí. Dentro de media hora te llamo al bar de Zurbarán. Cuídate...», y se perdió por una bocacalle. Rafa aceleró y accionó la bocina cuando un coche le hizo un adelantamiento arriesgado. En el silencio de la noche se difuminaron los aullidos de los perros. Las nubes encapucharon el cielo y por uno de los orificios dejados para los ojos, la luna en cuarto creciente se asomaba lentamente. Cuando ocupó la posición del iris, las nubes parecieron hacer un guiño cómplice y travieso. A la noche blanca. Nano llamó al timbre. A través de la puerta se oían sonidos de guitarra y voces cantando. Llamó por segunda vez y unos pasos interiores se acercaron intranquilos. Abrió Eugenio. — ¡Pero Nano! ¿Qué haces por aquí? Si no fuera porque estamos esperando a Paquito, te juro que no abría... a quién se le ocurre... — ¿Tenéis visita? —preguntó Nano. — No, qué va... es que Alfonsito estaba un poco agobiado y hemos estado cantando un rato... Ven, a ver si le animas un poco... —dijo Eugenio pasándole un brazo por la espalda y acompañándole al salón. Alfonso, al ver entrar a Nano, sonrió, se levantó de la butaca y dijo «¡hombre!», pero cuando Nano se sentó en el sofá con cara seria y preocupada, pareció derrumbarse: «¿Qué pasa? ¿ha pasado algo...? — Bueno, es tarde y hay muchas cosas que hacer. En pocas palabras: LUI está preparando la vietnamita y vengo a por vosotros dos para tirar unos cientos de octavillas esta misma noche —dijo Nano mirando fijamente a Alfonso. Este quiso decir algo, pero Eugenio se lo impidió. —¿Y a santo de qué? ¿No sabéis que esta noche no se puede hacer nada por... lo de marras? —preguntó. — Precisamente por eso —contestó Nano — . Las octavillas son una reivindicación sin firma de la acción de esta noche contra el Morral. En el comité no previmos que podían silenciarla y es preciso hacer agitación reivindicándola y llamando a los estudiantes a seguir el ejemplo... — ¿Cómo? ¿Qué le habéis hecho al Morral? —preguntó atónito Alfonso. Nada, hombre, unos coctelecillos de nada —le tranquilizó Eugenio—, lo que siempre ha soñado media Facultad... — Estáis locos... — musitó Alfonso llevándose las manos a la cabeza — ... siempre he dicho que estáis locos de remate... ... LUI escribía a máquina un cliché de cera. Encima de una cómoda se erguía triunfante una vietnamita de madera de pino. Al lado, parecían vivir un tubo de tinta para multicopista, un rodillo, un limpiacristales y dos paquetes de folios baratos... Se equivocó, abrió el frasquito del corrector y le dio un baño de rosa a la palabra «antifascista»... — Bueno, pues no se hable más — dijo Nano levantándose —. Nos vamos y ya aclaramos las dudas por el camino. Lo importante es hacer esas 72 octavillas y repartirlas mañana a primera hora... luego ya se discutirá en el comité si hemos actuado bien o mal... vamos... — Pero es que yo... —dijo Alfonso con cara de pena. — Sí, que tienes que estudiar... claro; y Nano y Luí y yo... venga, quítate la bata y ponte presentable —dijo Eugenio dándole unas palmaditasen la espalda— ... si en el fondo lo estás deseando, mamoncete... que siempre te haces de rogar... — Bueno, pero que conste que voy a la fuerza... —dijo Alfonso entrando en su habitación — ... y si luego me suspenden y me quitan la beca, será vuestra organización la que me dé de comer y me mantenga... — Que sí... claro, por supuesto... pero venga rápido... —dijo Nano mirando a Eugenio. Los dos sonrieron y acabaron con una sonora carcajada. 73 La pecera Carmela Estoy aquí sentada en el banquillo junto a mis camaradas. Nos hemos saludado cariñosamente; a algunos hace años que no los veía y este reencuentro, aunque sea en estas condiciones, siempre es motivo de alegría. Estamos cinco, encerrados en un cajón de gruesos cristales antibalas, rodeados de policías y aislados totalmente, de tal manera que hemos de hacer las declaraciones por medio de un micrófono que controla el juez a voluntad. Es la famosa «pecera», una celda de escaparate, versión democrática de las escandalosas y tercermundistas jaulas utilizadas en otros países. Ya no es como antes, ahora los prisioneros políticos siempre estamos encerrados en un cajón. Dicen que somos cuatro locos terroristas llenos de odio y que estamos aislados, que no tenemos a Laura Con sus dieciséis años y sus ojos abiertos de par en par, Laura no se pierde detalle. Empieza a vivir, como quien dice, y ya sabe mucho de luchas, de represión, de solidaridad... Ella ha mamado el sentimiento de clase y el espíritu rebelde de los Arcones, de los que gritaron ¡No pasarán! en los Carabancheles del 36 al 39 y de los que escriben con su sangre que la lucha continúa... y con sus ojos grandes, abiertos como soles a la vida de su gente, ha tomado el relevo. Tenía miedo de no poder entrar. Sólo caben sesenta personas en la sala y había más de trescientas en la puerta. «Primero los de Córdoba y después una representación de cada AFAPP», habían acordado mientras esperaban... Quería entrar pero, de todas formas, estaba contenta. Durante un largo mes no 74 nadie detrás... pero nos tienen un miedo cerval y se nos encierra a cal y canto para que no vayamos a contagiar a nadie de nuestro mal. Esta mañana fuimos sacados del cajón de cemento que es la celda y fuimos metidos en este otro cajón de cristal... Pero ni con esas logran evitar que estemos sonrientes, alegres, seguros... Ahí fuera, separado de nosotros y solo, hay otro acusado, pero sólo nos merece lástima y desprecio: es un arrepentido... ha traicionado a nuestra causa, a nuestra clase, a sus camaradas y se ha traicionado a sí mismo hundiéndose en el deshonor. Pero yo estoy con mis camaradas y eso es lo más grande del mundo. Además, vamos a estar juntos un buen rato para librar una batalla más contra el enemigo. Hoy no voy a gritarle al juez que es un fascista y que esto es una farsa y que no reconozco a este tribunal. Hoy, una vez más, pretenden identificar al Partido con los GRAPO y vamos a demostrar públicamente que eso es simplemente un montaje policial para tratar de ocultar la falta de libertades y la represión contra los comunistas. Los jueces parece que tienen prisa, no tanto para empezar como para acabar pronto, y es que el de hoy no es un juicio más de los muchos que están acostumbrados a celebrar sin ningún problema; seguro que el desayuno de hoy no les ha sido muy tranquilo y no saben cómo será la comida. Tampoco les va a resultar fácil dictar una sentencia de varios cientos de años con la misma tranquilidad que otras veces. Este juicio promete ser movido, un juicio político en toda regla de los que hace tiempo no se cele- había dejado de trabajar para este día. Junto a otros miembros de la AFAPP de Madrid, un día tras otro, con su rollo de carteles bajo el brazo, el cubo de cola y la brocha, habían ¡do dejando su llamada en los puntos estratégicos de Madrid; «el otro día encartelamos el mercado que hay frente a la casa de tus hijos, cuando salgan para el colegio te van a ver bien visto», le había comentado a Pepe cuando coincidieron en las cabinas de visitas en la cárcel. «¡Nos ha pasado de todo! Incluso nos han amenazado los fachas a punta de navaja. Ha sido un mes terrible; además de pegar casi 20.000 carteles hemos hecho reuniones, octavillas, hemos estado en contacto con todos los compañeros y familiares de la AFAPP, hemos visitado sedes de partidos que, por cierto, no nos han hecho ni caso...» Hoy, Laura está contenta: allí había un autocar con cincuenta personas de Córdoba, quince o veinte andaluces más de Cádiz y Sevilla, otro autocar de Galicia, personas sueltas de Euskadi, Catalunya, Zaragoza y muchas más de Madrid. Cuando la larga cola empezó a moverse, ella tuvo que acercarse para dar un recado a Pedro que, con su inseparable camisa roja de los días de batalla, estaba de los primeros junto a la puerta de la Audiencia Nacional. Cuando Laura ya se retiraba, Pedro, que es un profundo conocedor de los jóvenes y que ha sabido ser ejemplo para sus numerosos hijos y nietos, le dijo: «Ven, ponte aquí delante de mí, vamos para adentro...» Y allí está, con sus dieciséis años y sus ojos abiertos como soles a la 76 bran. Por eso, hay más policías de lo acostumbrado... Quino se ha levantado y en tono firme, como quien no tiene duda alguna, ha gritado: «¡No comenzaremos mientras no haya entrado la gente!» y ha vuelto a sentarse para seguir hablando con nosotros, especialmente con su compañera, a la que sólo ve de juicio en juicio. En la sala se ha hecho un silencio total. Los jueces en su larga mesa parecen dormir. El fiscal, solo en la suya, mira sus papeles; tal vez esté aumentando las peticiones de condena por esta nueva insubordinación. Los abogados defensores están absortos en el estudio de sus defensas bolígrafo en mano. A mi lado está Pepe, algo más tenso de lo que él es normalmente, más concentrado; él tiene que ser hoy el principal acusador de los acusadores... Es la primera vez que Pepe entra en la pecera y mira a todas partes con atención: «Está todo bien calculado —me dice — , una sala pequeñita para que pueda entrar muy poca gente, una celda transparente, unos policías de dos metros, unos jueces criados en los pechos de Franco...» No, Pepe no es nuevo en el oficio de acusado, ya tiene una larga experiencia de calabozos, comisarías y juzgados. Conoce bien el peso de la ley porque desde que nació la ha llevado siempre sobre sus espaldas. Llegó a este mundo marcado por el hambre y creció con ella a cuestas; le enseñaron que siempre hubo ricos y pobres y que ésa era la ley de dios y de los hombres. Pero él tuvo la suerte de ir a la ciudad y trabajar en una fábrica. Allí pudo aprender, de la mano de miles de obreros, la fuerza de vida de su gente, sin perderse detalle. ¡Ha sido impresionante! ¡Todavía tengo los pelos de punta! ¡Nunca había visto cosa igual! Me gustaría que hubieras estado allí conmigo. Han merecido la pena todos los sacrificios que hemos hecho... Estaba todo rodeado de polis y luego fuimos entrando de uno en uno, nos tomaban los datos del carnet y nos cacheaban para entrar en la sala... ¡Incluso me amenazaron con detenerme si no me quitaba esta estrella roja del jersey! Si vieras... se me encogió el corazón al entrar y ver a Quino, Fina y los otros metidos en una urna de cristal y rodeados de polis, a mí me impresionó mucho pero ellos estaban sonrientes y levantaban el puño... Les pedían treinta años o así a cada uno, pero allí a quienes se ha juzgado no ha sido a los presos sino al régimen. ¡Dios mío, qué horror cuando relataban las torturas que les hicieron al detenerles! Sobre todo siempre me acordaré de lo que contaron Fina y Pepe, que se los llevaron por ahí, al campo, y les hicieron de todo. ¿Te imaginas eso, allí metidos en la pecera, rodeados de polis? Era emocionante ver a Fina gritándoles a la cara que aquí los únicos terroristas son ellos. ¡Y no te digo nada de los abogados! Ya sabes que con eso de los artículos, párrafos y leyes yo me hago un lío, pero ésos hablaban bien clarito: «Todas estas acusaciones son ilegales», «estas acusaciones policiales han sido firmadas en base a la tortura», «la ley antiterrorista encubre la tortura», «la Audiencia Nacional es un tribunal de excepción», «las convicciones 77 la unidad y llegar a saber que la ley de los ricos es todo lo contrario de la justicia de los pobres y que, afortunadamente, esa ley no es eterna y se puede cambiar si los de abajo se lo proponen... y comprendió que les sobraba miedo y les falta mucha organización. «¡Qué emoción! me dice No, no es por el juicio, ni por los años que me piden, ni por toda la responsabilidad de estos momentos... es que estoy deseando que empiece a entrar la gente. Figúrate, hace once años que pasé a la clandestinidad y a muchos no los he visto desde entonces. Mira, ahí están ya mis compañeros y amigos de Córdoba. Ese primero es Villén. Ese es Pedro Emilio, mi compadre. El del pañuelo rojo es Martos, un comunista de corazón. La del puño en alto es Pilar. Mira, ésos son de mi pueblo... ¡Mi viejilla!, la pobre ya tiene ochenta y un años y está enferma, pero ahí está, con su andar lento; la traen del brazo hasta los primeros bancos de la sala. Cuando me ha visto ha comenzado a ponerse blanca... se ha desmayado y la recuestan dándole aire con un papel... ¡Qué impotencia, a cuatro pasos de mí y yo aquí en este maldito cajón transparente sin poder hacer nada! Ya vuelve en sí... Mi querida viejilla, siempre asustada desde la guerra y siempre fiel a mí, de cárcel en cárcel, gastando su pensión completa en viajes, en comida y ropa para que no me falte de nada... y a lo mejor no puede volverme a ver en libertad...» Fina, Mercedes, Quino y yo estamos tan emocionados como Pepe. Con gusto abrazaría a cada una de estas compañeras y, sobre todo, a esta viejilla... No deja de entrar políticas de mi defendido las suscribimos muchos miles de personas en España», «Pido la libre absolución...» Pero desde luego, el que más me impresionó fue Pepe y su defensa del Partido: — No voy a contestar al fiscal porque es él, como representante del Ministerio del Interior y de la policía, quien me tiene aquí y el que pretende condenarme; sólo responderé a mis abogados. Nadie en la sala perdía palabra, sobre todo los obreros de Córdoba, que habían venido expresamente para estar a su lado. — Siento no poder gritar o hablar más alto, pero ésta es la voz que me ha dejado la policía... — Hace ya años que la policía intenta inculpar al PCE(r) y trata de implicarlo en la lucha armada de los GRAPO. ¡Pero ni lo ha conseguido ni lo va a conseguir porque son dos organizaciones diferentes! ¡El PCE(r) es un partido político y los GRAPO una organización armada popular! — Yo estoy aquí porque en España no hay libertades ni democracia, porque aquí siguen mandando los mismos generales, los mismos torturadores, los mismos banqueros... El juez golpeaba con el martillo... «¡Si continúa hablando así tendré que retirarle la palabra! Cíñase a los hechos.» — Yo no tengo relación alguna con esos hechos de que usted habla y, por tanto, no puedo hablar sobre ellos. ¡Yo estoy aquí defendiendo mi libertad, la de mi Partido y la de mi pueblo! ¡Estoy defendiendo el derecho a que la clase obrera pueda hacer una política de resistencia al sistema y de luchar por el socialismo! 78 gente y Pepe me continua diciendo: «Cada persona te trae infinidad de recuerdos; el Caro, el Lindo, el Villatoro, el Galiano, el Arroyo, el Salmoral, el Chavero, el Tomás, Juanma y Anamari y tantos otros... Recuerdos de mis años de aprendiz en los que me enseñaron el compañerismo, la solidaridad y la amistad además del oficio. Recuerdos de años de lucha y de compartir el sudor, el vino y las lágrimas. Sus caras están más arrugadas, sus cuerpos han envejecido, pero sus miradas siguen siendo las mismas con su misma firmeza... Su presencia aquí me lo cuenta todo aunque no puedan hablarme. »Allí está Rosario, mi segunda madre. Candelas con su pelo blanco y su empuje de veinteañera. Loli, la madre de los Parodi, y los de Cádiz. Los gallegos, los Cuadra, los Calcerrada... Uno a uno voy mirándolos hasta encontrar sus ojos y su sonrisa o su puño levantado. Uno a uno me hacen pensar que entre ellos y nosotros no hay más separación que el cristal antibalas y la policía, pero somos una misma cosa, tenemos la misma causa... y por eso están aquí. Han venido porque estamos resistiendo y señalando el camino a seguir. Han venido porque representamos sus anhelos de justicia y en nosotros se personifica la memoria revolucionaria de tantos y tantos que han caído en el camino... Y porque representamos la única esperanza en ese futuro socialista que late en el corazón de nuestra clase...» Ha parado de hablarme, he notado cómo un nudo en la garganta le impide continuar, pero yo sigo pensando para mí en el discurso de sus palabras... No, entre ellos y este banquillo donde estamos no79 — No estoy tratando de evitar unos años de condena, sino denunciando el carácter policíaco del Estado, denunciando su política explotadora, terrorista y militarista. Estoy denunciando que su condena contra mí y mi Partido les hace a ustedes cómplices de algo mucho más grave que el encerrarme de por vida en la cárcel: ¡Bajo su democracia han sido detenidas más de mil personas ligadas a mi Partido, han sido encarceladas más de trescientas y han asesinado a varios de nuestros militantes y dirigentes! ¡En estos momentos la policía tiene dictada sentencia de muerte contra nuestro Secretario General, y los presos estamos amenazados con «suicidios» si no nos arrepentimos! ¿Por qué todo eso? ¡Porque no nos prestamos a cambalacheos y chanchullos, porque denunciamos el carácter fascista de esta democracia, porque llamamos a la lucha y queremos hacer la revolución socialista! ¡No, no nos vamos a arrepentir nunca! ¡Defendemos una causa justa! ¡Es el régimen el que está fuera de toda ley humana cuando en España hay más de tres millones de parados y se siguen poniendo en marcha reconversiones salvajes, cuando se gastan billones en armamento o cuando se está intentando pudrir a nuestra juventud con la droga! Ustedes ponen mucho interés en encerrar y condenar a un comunista, pero ¿dónde están los asesinos de la colza? ¡¿dónde los responsables de mil asesinatos anuales de trabajadores en «accidentes laborales»?! ¡¿dónde están los asesinos del «caso Almería» o de Atocha o los golpistas?! «¡Fuera! ¡Fuera!», gritó el juez, «¡llévenselos! ¡desalojen la sala!» sotros no existe más que el cristal antibalas y la policía. Ellos también están aquí defendiendo su propia libertad. En realidad están aquí en representación de todo el pueblo trabajador porque es a él a quien se juzga y se pretende condenar en estos momentos. En tan pequeño espacio está planteada la batalla: de un lado los jueces con su policía para aplicar una ley terrorista hecha a medida de los poderosos; del otro estamos nosotros, nuestros amigos y compañeros en representación de la clase obrera y todos los trabajadores... Y no estamos aquí para pedir clemencia sino para condenar al régimen por todos sus crímenes. Ellos tienen el poder y las armas, pero nosotros tenemos la razón y la verdad de nuestra parte, y sabemos que vamos a vencer a pesar de lo que puedan escribir los jueces en sus papeles timbrados... Son ellos los que van a salir condenados por el pueblo. Por eso, a pesar de la pecera y los policías, nos sentimos las personas más libres del mundo... En ese momento, tanto dentro como fuera de la pecera nos levantamos todos y comenzamos a cantar, levantando el puño: ¡Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión...! Te digo que fue sobrecogedor. La Internacional siguió mientras nos desalojaban, y seguimos en la calle, donde estaba esperando toda la gente. La poli nos amenazaba, incluso llegaron a detener a varios, pero los tuvieron que soltar. En la calle la organizamos bien. Empezamos a gritar: «Son comunistas, no terroristas», «Amnistía, libertad» y otras consignas, y nos pusimos en manifestación. Estábamos todos como una moto, dispuestos a lo que hiciera falta... La tele estaba allí, así que a lo mejor lo sacan luego en el telediario; tienes que estar atenta esta noche... y ya sabes, en el próximo juicio te vienes conmigo. Es hermoso saber que no estás solo Es hermoso saber no que estás solo y es mucho más hermoso comprobarlo sintiendo sobre ti la cálida sonrisa de los tuyos mirándote a los ojos con sus ojos de fuego. Es hermoso que el paso de los años ni todas las cortinas de mentiras no oxiden la amistad de los amigos 80 ni el gesto solidario de los compañeros de vino y resistencia y ver cómo sus caras y sus puños tenaces como esfinges te hablan como siempre con mensaje de clase que lleva entre las manos el pulso de la Historia. Es hermoso sentir cómo te vibra el corazón al calor de su aliento notar hervir tu sangre y cómo se renueva a borbotones y cómo ponen alas al recuerdo y cómo te disparas al futuro y tocas con la punta de los dedos el querido proyecto común de transformar el mundo en utopía. Hermanos allí estabais vosotros mis maestros en el difícil arte de la vida mis alumnos de mi pequeña ciencia comunista nuestros hijos y nietos por los que estamos dando la batalla... allí estábamos todos a pie firme gritando venceremos en las mismas entrañas de la fiera y yo tuve el honor de ser vuestro tribuno. Es hermoso saber que nunca estuve solo y es mucho más hermoso comprobarlo con la férrea presencia de los tuyos y sentir su cariño y tener el honor de gritar en su nombre y renovarte entero hasta la piel y ensanchar tu horizonte y sentirte crecer las razones para seguir viviendo hacia adelante y sentirte feliz hasta de dar la vida si es preciso. A vosotros mis queridos amigos, amigas, compañeros y paisanos a mi viejilla... porque sabéis estar donde debéis en el momento justo. 81 Las ratas del Parnaso Prólogo No hay mayor estulticia y mendacidad que la que acarreaban aquellos progres de los sesenta, capaces de confundir el arte con la cursilada y la acción revolucionaria con la verborrea. Mariposeaban por las tertulias literarias alardeando de haber perdido el culo perseguidos por un gris, hablando en jerga catacumbiana y guiñando el ojo dando por sobreentendido cosas que nadie sabía de qué iban; ni tan siquiera ellos. Quiero ser justo en mis apreciaciones y no quiero que nadie confunda o vea odio o tirria donde sólo hay objetividad. Yo formé parte, desgraciadamente, de aquella caterva de energúmenos pero conseguí desengancharme del tiro de ese carro y ahora me creo en la obligación de denunciarlos y sacar sus trapos sucios al sol para que todos los vean. Antes de entrar en materia, he creído necesario el escribir este prólogo para dejar bien sentado el porqué de las páginas que siguen. Y he tenido que escribirlo yo mismo no por egolatría ni porque pensara que nadie podría hacerlo mejor que yo, sino porque nadie me lo ha querido hacer; hasta ese punto me odian mis antiguos compañeros de cofradía. Ni qué decirse tiene que el hecho de que yo critique, despotrique y grazne a los cuatro vientos las bajezas, traiciones, cinismos y bajadas de pantalones 82 de los que antes se llamaban mis amigos, no tiene nada que ver con el ostracismo al que me han condenado ni con el hecho sangrante de que me nieguen la palabra y el saludo ahora que todos se han apoltronado bien en sus direcciones generales, presidencias, puestos gubernamentales, etc. Ya tenía que haberos dicho que soy poeta, me dedico a ese doloroso y duro oficio cual es el de ser partero de imágenes troqueladas con palabras que hacen de espejo del alma de los pueblos. Ellos han dicho que soy un soplagaitas de la poesía pero no por eso les guardo rencor, ni por ello es que me haya decidido a escribir estas líneas. Tampoco es verdad que en el año 66 estuviera a punto de pasar por el juzgado de guardia por haberme ganado unos juegos florales con unos versos que luego alguien propagó se parecían como una gota de agua a otra a unos de Heine. Eso es falso y yo no puedo consentir que a causa de envidias y fobias, muy propias de los de mi gremio, se mancille mi nombre. Otra cosa es que mi inspiración rozara en algún momento imágenes y palabras que otro gran poeta pudo en su momento imaginar. Yo voy por la vida cubierto de harapos, vacío mi estómago y descalzo, pisando el camino lleno de espinas y abrojos, pero con la conciencia tranquila. Algunos han motejado mi talante de gesto avinagrado; son los mismos que ahora atiborran su tripa con nóminas oficiales y se dedican de vez en cuando a emborronar las páginas de alguna revista con sus regüeldos y ventosidades en espera de premios y menciones. No voy a contaros mi vida, que poco importa, sino la de ellos. Quiero que los veáis tal como fueron, que como son en la actualidad ya lo sabéis. No me importa que nadie quisiera editarme estas páginas, ya buscaré yo mismo la forma de darlas a conocer. Veremos quién dice «le mot de la fin», ellos desde su poltrona y su poder, o yo desde mi pobreza y soledad. Para que nadie pueda decir que busco gloria, fama o notoriedad sacando a la luz las vergüenzas de este hatajo de vendidos que se dan a sí mismos el título de intelectuales, oculto mi nombre tras el anonimato de un alias. Ya veo que saldrán algunos por ahí diciendo que si no doy el nombre es por miedo a lo que me pueda pasar, pero a palabras necias, oídos sordos. AHRIMAN 84 «Suberunt priscae vestigia fraudis» (1) Virgilio A aquella célebre y memorable reunión me invitó Sera. Sera es un pobre paniaguado al que soportábamos todos porque al final era el que pagaba las facturas en bares y restaurantes. El se creía un intelectual de altura, pero sólo era un gordinflón con malangel y algo de pasta. Me hizo la invitación con mucho misterio y salpicándome de baba el oído: — Sólo vamos los íntimos. Hay que tener mucho cuidado, pues la policía anda detrás y sabemos que está deseando enterarse dónde va a ser la reunión para reventarla y detenernos a todos. Date cuenta que vamos a asistir la gente más comprometida con el antifranquismo. Porque aunque parezca una chorrada, el matiz diferenciador antifranquista significaba mucho. Nosotros no éramos antifascistas, sino antifranquistas; en España no había fascismo, sino franquismo. A pesar de los pesares. La tan clandestina reunión se celebraba en un enorme chalet perteneciente a don Filemón, un famoso matasanos dueño y señor de la más gigantesca clínica particular de la ciudad y que debía su fortuna, en parte, al usurero de su padre que había hecho su agosto en la postguerra y, en parte, a los chanchullos que él mismo se traía con la Seguridad Social. Se trataba de dar una sonora y revolucionaria despedida al sobrino del ínclito galeno que había sido condenado a la dura pena de arresto domiciliario en su casa de Madrid. El cómo había caído sobre el audaz luchador tan penosa condena es cosa sabrosa de conocer. Al parecer, había sido detenido en la frontera pirenaica portando en su maleta dos libritos editados por el «Ruedo Ibérico» y una incendiaria octavilla con la caricatura del dictador. Claro está que él adornaba muy mucho la historia y en su cuento la octavilla se convertía en miles de panfletos llamando a la insurrección, y los libros en misteriosas armas conseguidas en aún más misteriosas fuentes. Cuando llegué al chalet me abrió la puerta un criado casi de librea, que inclinando la cabeza y con un tonillo que me sonó a cachondeo dijo: — Los señores conspiradores están en el salón. Dé usted tres golpes seguidos y luego dos espaciados y le abrirán la puerta. Tenga cuidado en no equivocarse porque me parece que están armados. Miré con cara de asesino al guasón, pero ya me había dado la espalda y se retiraba. Me dirigí al salón y abrí la puerta sin llamar. El susto fue general y alguno se hizo un chichón al tirarse debajo del sofá. Mínguez se vino histérico hacia mí y me soltó: - P e r o ¿es que no te han dicho nada de la contraseña? Así que después de todo no era coña lo del criado... Me disculpé como pude y di mil excusas. - E s que no está acostumbrado a la clandestinidad —dijo el represaliado sobrino echándome una mano mientras se pavoneaba—. Pasa, pasa. (1) «Quedaron muchos vestigios de los pasados fraudes». 85 Con gente como tú poco trabajo iba a tener la policía para detenernos a todos... (Ahora se dirigía a toda la concurrencia)... y es que muchos no se dan cuenta de los peligrosos días por los que pasamos. Claro está que hay que ser un verdadero profesional de la revolución para conocer los intríngulis de la clandestinidad y saber ponerlos en práctica. Un poco corrido por la plancha que acababa de tirarme me dirigí a la enorme mesa de caoba labrada, donde estaban colocados los sabrosos platos que conformaban el refrigerio con el que nos obsequiaba el dueño de la casa. Las botellas de Tío Pepe y Sibarita alternaban con ventrudas botellas de auténtico güisqui escocés y vodka ruso. Por el aquél de la camaradería me aticé un latigazo de vodka tal cual si estuviera acostumbrado a desayunarme todos los días con él y tuve que limpiarme con disimulo dos enormes lagrimones, reprimiendo como pude la tos que se apelotonó en mi garganta. Allí estaban todos. Lo más granado de la pseudointelectualidad provinciana. Mínguez desde luego era el verdadero centro de la reunión y le robaba protagonismo al procesado pariente del doctor. Mínguez es poeta, escritor, mamarrachista y pedante, al margen de ser un vividor de tomo y lomo y parecer que ha aprendido sus mañas de un feriante engañabobos vendedor de cuchillas que no cortan y bolígrafos sin tinta. Algo muy importante de su personalidad es el acento de sudaca exiliado con que nos regalaba. Formaba parte de su disfraz. Era, con mucho, el más falaz de todos los reunidos pues había sido capaz de embaucar a casi todos los allí presentes y más de uno se las tenía guardadas. Entre ellos, yo, pero que conste que no es por este motivo baladí el que ahora grite a los cuatro vientos sus argucias y traiciones y estalle como un triquitraque. Mínguez se dirigía a sus embobados aduladores dándoles un mitin sobre las exquisiteces de lo que él entendía por cante flamenco: - E s la gloria pura, la quintaesencia de la filosofía popular. Tiriteras en el alma he sentido yo escuchando unas peteneras cantadas con el rigor de la muerte y que decían: Pena en el alma yo tengo cristalitos en las tripas y vomiteras de muerte porque me has cortao la espita. ¡Ele la grasia! —gritó Julito, troskísta a ultranza e hijo del comisario jefe de policía de la ciudad. Sí, hombre, sí; hijo del comisario jefe. Allí estaba. Unas cuantas veces había sido detenido en Madrid en medio de algunas algaradas callejeras de estudiantes y el padre había tenido que sacarle de las garras de sus colegas otras tantas. La verdad es que, aparte de su perrera con que había que hacer la revolución sexual con urgencia si no queríamos ir a la hecatombe, el pobre hombre era bastante inofensivo. Con sus gafitas redondas montadas en un hociquíto de ratón, tenía el aspecto clásico del intelectualillo despistado y bobalicón. Más de un correazo se había llevado de manos de su truculento padre que, además de polizonte, era dueño de la mejor armería de la ciudad. Cosas del oficio. 86 Y allí estaba aplaudiendo sin freno a Mínguez, con la esperanza de que éste, cuando largara su gracia, le correspondiera a la recíproca. El hecho de tener un padre torturador le acomplejaba mucho y el pobre intentaba ocultarlo como podía cada vez que conocía a alguien. Claro está, que siempre surgía algún alma caricativa que sin querer lo soltaba, produciéndose de inmediato la estampida de los presentados. Por lo que sé y, eso sí, después de haberse inaugurado el llamado período democrático, ingresó en el glorioso cuerpo de la secreta, siguiendo las huellas de su funesto padre. No sé si habrá llegado a comisario jefe o a limpiabotas del señor Ministro del Interior. La fiesta no había hecho más que comenzar, así que me acerqué de nuevo al buffet en busca de avituallamiento para poder soportar las gilipolladas y tonterías que me quedaban por aguantar a lo largo de la noche. La mesa estaba radicalmente tomada en toda su longitud y latitud por los integrantes de un grupo de comediantes con más hambre que perros callejeros y que al parecer se habían tomado muy en serio aquello de que «lo que no hagas tú por ti, no lo va a hacer nadie». Andaban amontonados, empujándose unos a otros a la caza de los sandwichs de queso y jamón, olvidando olímpicamente bagatelas de menor importancia como almendritas y otras menudencias por el estilo. — Oye —preguntaba una chavala de larga melena negra y cara famélica—, esas pelotillas negras que huelen a bacalao ¿alimentan o no alimentan? —Pero serás analfabestia, hija. Eso es caviar soviético. — Anda, y yo sin coscarme. Oye, ¿y dónde lo unto? — Pero qué untar ni qué niño muerto, eso te lo agarras con la hojita de lechuga que tiene debajo y te lo zampas. — A mí —terció otra más espabilada— lo que me va es el jamón. Y además como hay mucho me meto un taco en la boca y cuando ya le he sacado toda la sustancia tiro lo que queda y ¡hala! a por otro. No sé muy bien por qué arte de birlibirloque habían llegado a esta fiesta aquellos desharrapados que más que hijos de Talía merecían el nombre de hijos del abismo. Se dedicaban a hacer un teatro panfletario y radical donde el arte, el verdadero arte, yo no lo veía por ningún lado. Desde luego no pegaban ni con cola en aquella reunión que agrupaba a lo más exquisito de nuestra ciudad. Además, yo sabía que habían tenido un contencioso de mucho cuidado con el amigo Mínguez y que voy a contaros, pues, aparte de ser muy sabroso, revela a las mil maravillas el talante embrollador y retorcido del poetastro. Un buen día, meses antes de comenzar el verano, se nos presentó Mínguez con una de sus brillantes ¡deas. — Os digo que sería algo único. Un gran aporte a la vida cultural de nuestra ciudad. ¡Cine, Teatro, Recitales de Flamenco! Ya sabéis que tengo gran amistad con fulanito y menganito (aquí nos largaba una extensa lista de nombres rimbombantes y famosos de la intelectualidad nacional y extranjera), pues bien, he hablado con ellos y estarían dispuestos a venir. Desde luego esto tendríamos que hacerlo entre todos. Sin personalismos de ningún tipo. 87 Lo de hacerlo entre todos se refería, claro está, a apoquinar la pasta gansa para que los actos se pudieran celebrar y para que él —todo hay que decirlo— se pudiera poner ciego de cigalas y gambas. Tal como al final hizo. La idea era nueva por aquellos lares y a todos nos atrajo el hecho de que nuestros nombres aparecieran en letra impresa. De todas formas Mínguez no era muy de fiar en estas lides y sabíamos con certeza que él intentaría de todas las maneras imaginables acaparar el máximo de la atención y convertirse en el centro de la noticia. A pesar de todo picamos el anzuelo porque pensamos que algunas migajas de propaganda podríamos alcanzar. — ¿Y la cosa financiera? —preguntó uno. Sera se puso a mirar hacia el rincón opuesto del salón como si le fuera la vida en ello, o la bolsa. — Hombre —terció Mínguez— creo que entre todos podremos sacar para los primeros gastos. Claro está que lo recuperaremos pues estoy convencido de que va a ser un éxito. Sera, nuestro querido escritor y mecenas podría adelantarnos algo y... El pobre Sera parecía que se ahogaba y agarrando con fuerza el lugar de la chaqueta donde con seguridad llevaba la cartera nos dijo con una voz que partía el corazón: — Ya sabéis lo mal que me va con la academia. Ultimamente todos son gastos y más gastos. Os juro por todo lo sagrado que no puedo poner ni una peseta. — Venga, hombre, no seas cicatero. ¡Mira que te gusta hacerte de rogar! Además, todos sabemos que tienes un corazón de oro y que por la cultura eres capaz de vender tus ojos. Desde luego no te quepa la menor duda que también tendrás tu lugar en los actos. He pensado que ese ensayo que escribiste en torno al valor poético de la subliminal caballa caletera podría salir en la revista «El risco de la Trova»... — ¿Tú crees? —se entusiasmó Sera —. Es la tercera vez que me dices que lo van a publicar. — Esta va en serio. El director de la revista es amigo y no pondrá ningún problema. Lo engatusó. Bueno, nos lió a todos. Incluso consiguió que ios del grupo de teatro, esos que están ahora atiborrándose, cayeran en sus redes. Al parecer le pusieron como condición que ellos montarían la obra que quisiesen sin que nadie pudiera vetársela, y todos sabíamos que aprovecharían la ocasión para hacer política e intentar liarla como siempre hacían; sin embargo, Mínguez ni tan siquiera discutió el asunto y estuvo de acuerdo en ello. Este dato debió hacernos pensar que algo turbio se traía entre manos nuestro amigo el poeta, pero creo que nos atraía tanto el vernos famosos en olor de multitudes que se nos nubló la inteligencia y ni la más mínima sospecha de lo que tramaba nos pasó por la mente. Comenzaron a salir entrevistas en la prensa local y hasta consiguió que se hiciera eco del asunto algún periódico de la capital. Desde luego era su nombre, el del insigne bardo, el que aparecía por todos los lados como factótum y supremo hacedor de todo el cotarro cultural. Se insi88 nuaba aquí y allá la honestidad —qué risa— de Mínguez, su historial como poeta rebelde y blá blá blá. Todos sabíamos cómo conseguía que tales cosas se dijeran de él, utilizaba los mismos métodos para todo: el chantaje, las promesas, el engaño y la adulación más rastrera. Faltaban ya pocas semanas para que dieran comienzo los actos y por allí no aparecía ninguno de los célebres y eminentes intelectuales que Mínguez nos prometía. Nos dijo que eran hombres muy ocupados y que llegarían en el último momento, y de esta manera nos calmó a todos. Había escogido para el día de la inauguración a los del teatro, cosa de lo más extraña ya que si éstos actuaban como todos nos temíamos, aquel comienzo sería nuestro final y eso si no terminábamos todos en los calabozos policiales. En realidad, fuimos algo más que ¡nocentes y cegatos. El fatídico día, cuando los comediantes se presentaron en el local donde se deberían iniciar los actos, se encontraron con la sorpresa de que se había anulado la representación. Alguien les dijo que no habían concedido el permiso oficial. No creo que haya que decir que Mínguez no aparecía por ningún lado. Se había esfumado. Los del teatro lo buscaron en su casa, en los bares donde solía celebrar sus tertulias, en casa de los amigos. Pero nada de nada, se lo había tragado la tierra. Como algo empezaban a barruntarse los cómicos, se dirigieron a toda prisa al diario de la localidad. Allí se encontraron con que el precavido poeta había enviado ya una extensa nota para que saliera a la mañana siguiente. En la nota Mínguez se rasgaba las vestiduras y derramaba amargas lágrimas por la encarnizada persecución que sufría a manos de la censura del régimen, y abrumaba al personal con su curriculum de mártir de la cultura y de la libertad. Las autoalabanzas se sucedían renglón tras renglón. Pero el estupor llegó al límite cuando vieron que a dicha carta que aún no había sido hecha pública, le había salido ya una réplica del inquisidor general de la provincia, delegado de Información y Turismo, donde aseguraba que todo se trataba de un maldito embrollo pues mal podían haber prohibido nada ya que no se había cursado la imprescindible solicitud. Desde luego si algo quedaba claro era que Mínguez había montado todo el tinglado y manejado todos los hilos para que la cosa terminara como terminó. Los del teatro estuvieron buscándolo durante una semana con aviesas intenciones. Pero, se preguntarán ustedes, ¿qué beneficios sacaba el embrollador de este asunto? Por de pronto una enorme publicidad gratis. Pues moviendo aquí y allá sus inconfesables contactos y amistades consiguió que la noticia saliera en la mayoría de la prensa. Cosa que le sirvió para que al año siguiente cuando de verdad montó la dichosa semana cultural, sólo que ahora a su modo y manera, tuviera hecha ya la propaganda. En segundo lugar, consiguió un valioso dossier de recortes periodísticos donde se nos presentaba como un intelectual antifranquista represaliado y perseguido por el régimen, dossier destinado a abrirse camino entre las editoriales e intelectuales de los países latinoamericanos para intentar medrar lo máximo posible. Por eso me extrañaba ahora ver allí a los componentes del grupo de 89 teatro. Yo me había situado estratégicamente en un enorme sillón de orejeras y podía oír sin que ellos me vieran la conversación que se traían entre manos. Presté atención porque a lo mejor me enteraba de algún chisme Interesante. Hablaban entre ellos y en voz bastante baja. — Te digo que es la pura verdad. Ya sabes que te aprecio bastante y no iba a engañarte en una cosa como ésta. — Pero dinos cómo fue que te pudiste enterar. — Ya sabéis que estudio en Sevilla; pues bien, vivo en una pensión de mala muerte y los tabiques son como papel de fumar así que se oye todo lo que sucede en el cuarto de al lado. — Y ¿estás seguro que eran gente del PSOE la que hablaba? Pero hombre, si esos no existen. Sólo tienen la maldita librería y el Guerra que anda metido en ese grupo de cursis histriones. — Pues eran. Mira os cito textualmente lo que oí: Una voz: ... tenemos que buscar la forma de hablar con ellos. Otra: ¿Tú crees que servirán para lo que queremos? Una voz: Ayer me decía Isidoro... Otra: No digas nombres. Una voz: Pero si el nombre de guerra... Otra: Será el de Felipe. Una voz: Calla hombre, pues sí que lo vas a arreglar tú. Quiero decir que es el nombre clandestino. Isidoro. Otra: A h , ya. Sigue. Una voz: Pues me decía que estos tíos del grupo de teatro son unos majaras de mucho cuidado y que están a punto de que les den un palo. Van por los barrios montando cada pitote de padre y muy señor mío y el gobernador civil anda tras ellos, que dice Isidoro que lo sabe de buena tinta. Además, no están afiliados a ningún partido así que nadie se va a beneficiar de su martirio cuando los cojan. Por eso conviene aligerarse. Otra: Hombre, sería cosa chula que los detuvieran y los torturaran para que nosotros pudiéramos hacer propaganda diciendo que son militantes de nuestro partido. ¡Seguro que eso hacía que se nos acercara mucha gente de la Universidad! y ya no pude seguir escuchando más porque se me presentaron dos colegas con los que había quedado. — Pues sí que son listos los socios estos de los cojones. Como los trinque les retuerzo el gañote. Me levanté para cambiar de aires. Me río ahora de la trayectoria fulgurante y milagrosa de los dos personajillos misteriosos cuyos nombres salieron a relucir en aquella historia. Desde luego está claro que con la escuela de trapisondistas y rufianes que ya en aquella época tenían no se nos hace tan extraño y difícil que hayan llegado a donde ahora se encuentran y que nos hagan la que nos hacen. Vi que Amaranto me andaba haciendo señas para que me acercara a él. Tenía a su lado a un individuo de gafas con cara cetrina y una curiosa perilla a lo Ho-Chi-Mihn. Me presentó. 90 Resultó ser un aspirante a periodista con la boca caliente por el alcohol y la lengua abarrotada de Che Guevara, tirarse al monte, etc, etc. Estaba superclaro que aquel paliza no pensaba dejarme en toda la noche. No sé qué especie de imán he tenido siempre sobre los merluzas, pero la cuestión es que se me echan encima como si fuera su madre y me inundan con sus lágrimas y sus complejos. Aquel pelmazo de guerrillero frustrado estaba destinado a darme la noche y el mamonazo de Amaranto me había pasado la pelota con una dureza de epidermis digna de un Oscar. Con ojos de cordero degollado, el perilla me empezó a endilgar su rollo. — Está claro que aquí en la ciudad no tenemos nada que hacer. Tú me entiendes ¿no? Hablar de obreros, de movimiento y todo lo demás son excusas. Te digo que hace tiempo que lo estoy diciendo, pero claro, es más fácil decir que estoy equivocado y que soy un troskista de mierda, pero yo te repito que me he estudiado muy a fondo todo esto y no queda más remedio que liar la manta, coger el fusil y tirarse al monte. — ¿Y qué hago yo en el monte con un fusil? ¿Cazar conejos? -Déjate de coñas, ¡eh! Que esto es sagrado. — Vale, vale. Pero mira yo tengo ahora que ir... — No, si ya sé que tú eres de los nuestros... — Pero ¿qué nuestros? - D e l FELIPE. Del Frente, hombre. Y se me puso a cantar con una voz de vinagre capaz de romper los tímpanos de un sordo, la canción que por aquel entonces andaba de moda entre el progrerío militante: ... lo más cómodo es no tener un fusil no luchar en Bolivia y llorar en Madrid... ta ra ran tararán lo más cómodo es llorar desde Madrid al que muere en Bolivia ¡quién tuviera un fusil!... Aquello era como una especie de mea culpa o via-crucis por bolero. Entre las lágrimas y las babas, el hombro me lo tenía enguachinado. Estos teóricos de la guerrilla dieron muy buen juego años después como directores generales, ministros de UCD, periodistas e incluso comisarios de policía. Y es que ¡la democracia obra milagros! Al final pude sacudírmelo de encima aprovechando que con la Moríquera se le habían caído las gafas y andaba por el suelo a cuatro patas buscándolas. Me acerqué de nuevo al grupo que lideraba Mínguez, que con pose byroniana reunía en torno a su sillón lo más serio y vividor de la intelectualidad presente. La verdad es que no me aburría en absoluto y además me estaba enterando de cosas muy instructivas sobre aquellos traidores, que ahora que han conseguido descansar sus traseros en bien remuneradas poltronas se olvidan de mí y de los muchos favores que les hice. Pero 91 no nos desviemos del tema. Amaranto con su incipiente calva y la redondez de su plácida barriga daba empaque y prosapia al cotarro. — Os digo que tenemos que tener mucho cuidado. Los amigos de Qu¡quito —que era el represaliado por el que se celebraba la fiesta — no estamos seguros. Yo desde luego y pase lo que pase no pienso renegar ni aun delante del mismísimo comisario jefe de mis creencias y postulados. Todos abrieron la boca en un ¡¡oooooh!! de admiración por el talante bravo y heroico del profesor mientras éste apuraba el resto del güisqui que quedaba en su vaso, imaginándose ser Sócrates en medio de sus discípulos mientras injurgitaba la amarga cicuta del martirio. —Además, pienso ir a visitarlo cada vez que pase por Madrid (y a continuación comienza con una de sus charlas filosóficas). Muchas veces me he parado a pensar de qué pasta están hechos esos hombres que dirigen la represión. No hablo de los pobres seres embrutecidos que directamente torturan y matan, pues ya sabemos que son entes inferiores descerebrados, sino de los que ocupan cargos de gobernadores, directores generales y ministros, que son personas con un grado mayor o menor de cultura pero que por fuerza deben ser inteligentes; yo he conocido a alguno de ellos, pues por mi cargo debo relacionarme con las autoridades, y en verdad que deben de sufrir un problema psicótico de doble personalidad. Nunca podré comprender cómo un hombre culto, un intelectual, puede hacer ese tipo de trabajo. A todos nos subyugaba con su verborrea liberal. Pero estaba claro que si Mínguez era el mayor caradura y vividor de la reunión, Amaranto era el más cínico e hipócrita. Cuando la operación cambio político se puso en marcha en nuestro país, con rapidez de culebra se unió a un partido de falange reconvertido que sabía era el que tenía por el momento más puntos a su favor para agarrar el poder, luego fue cambiando de piel al compás de los acontecimientos y de esa manera lo vimos escalar hasta el puesto de gobernador civil, el tan denostado y vilipendiado oficio del que nos hizo la sinopsis en aquella charla. Ahora, con los socialistas en el poder, anda de presidente de una comunidad autonómica. ¡Cosas veredes Sancho...! Mínguez no tardó en dar su parecer. — Nosotros, los poetas, los hombres de letras, tenemos demasiado arraigado dentro de nuestras tripas el romanticismo como para que podames caer en semejantes sitios. No casamos con el poder, no nos va. Siempre somos hombres de oposición, de denuncia. — Y cantores de la belleza, de lo ignoto —dijo Sera — . Sobre todo tú, Mínguez, que eres capaz de encontrar poesía en los lugares y hechos más inesperados. Aún recuerdo aquel día que cogiendo la cabeza de una caballa que acabábamos de comernos te la acercaste a los labios y nos dijiste: le voy a dar un beso con derecho a sexo. ¡Qué bello! Te acordarás que aquel gesto tuyo inspiró mi ensayo. Ese que... — Ese que va a salir publicado en la revista de mi buen amigo Félix. Además me has dado una idea. Podemos poner de encabezamiento la anécdota que dio pie al mismo. Mientras éstos charlaban, yo no dejaba de observar a los del grupo de 92 teatro, algo estaban tramando. Estaba casi seguro. Los veía reírse de una manera especial y los notaba algo inquietos, como en espera de algo. Durante las cuatro horas largas que llevábamos allí no les había visto charlar con otros que no fueran de su propio círculo. Era gente que, la verdad, no me gustaba un pelo, ¡y cuánta razón tenía en mis apreciaciones! Pues si bien no eran de la calaña de mis ex-amigos, pertenecían a ese peligroso grupo de individuos que antaño instauró el terror durante la Revolución Francesa y en días más cercanos han sido los instigadores de purgas sangrientas contra lo que ellos llaman traidores e intelectuales decadentes. Son los que se ponen a la cabeza de las masas enfurecidas y arrasan y destrozan cuanto encuentran a su paso y que les impide el caminar. De hecho, algunos de éstos terminaron con sus huesos en la cárcel por recalcitrantes bolcheviques. El güisqui había hecho estragos y soltado las lenguas y me parecía encontrarme en el zoológico encerrado en una enorme jaula llena de cacatúas y loros flipados. La algarabía era enorme. Por eso no oímos al principio los golpes que daban en la puerta de entrada. El criado que me había recibido entró en la sala con la cara blanca como la cal y casi no le dio tiempo a decir: aquí hay unos señores que dicen son de la secreta..., porque tres tipejos fornidos y con caras de malas pulgas lo arrollaron de mala forma mientras nos apuntaban a los ojos con sus pistolas y gritaban: — ¡Que nadie se mueva si quiere conservar el pellejo! ¡Policía! El barullo que se formó fue enorme. A Quíquito le repiqueteaba el hielo de su güisqui dentro del vaso como si fuera la custodia del Corpus Christi. Una chica, poetisa ella, del susto se le había quedado atragantado un bocado de queso y se estaba poniendo púrpura. Dos amigos del infortunado Quiquíto se habían arrojado debajo de la mesa, de donde los sacaba a puntapiés uno de los policías. El tembliqueteo de nuestras manos en alto simulaba el frenético vuelo de cientos de abejorros afectados del mal de San Vito, y en las perneras de algunos comenzaba a aparecer una mancha que se iba extendiendo por todo el pantalón. Otros lloraban. Julito dijo: -Cuidado, que éstos no son de mi padre... — No hay derecho. Yo no he hecho nada. Apenas conozco a los que están aquí. Soy un invitado... balbuceaba el valiente Amaranto, que hacía unos momentos juraba que no iba a abdicar de ninguno de sus principios. — ¡Cállese la boca! ¡Aquí no habla nadie mientras yo no se lo diga! ¿Entendido? A ver, quién es Mínguez de ustedes... —nadie contestó — ... ¡Venga, coño! —Mínguez miraba al techo como si aquello le sonara a chino. Yo, que estaba a su lado, noté que despedía un olor bastante sospechoso. El pesquisa, que lucía un fiero bigote, dio dos pasos hacia nosotros, nos embutió la pistola en las narices y lanzó un ultimátum: — ¡0 sale esa zorra del gallinero o comienzo a darles a ustedes mamporros hasta que me digáis quién es! Todos al unísono nos apartamos de Mínguez y le señalamos con el dedo: ¡Es éste, es éste! Mínguez lloraba a moco tendido y las palabras se le encasquillaban: 93 — Pero ¿qué he hecho yo? Señores... esto no... debe ser una equivocación. Miren que soy muy amigo del señor... — ¡Cállese la boca y venga para acá! Y se lo lleva a una habitación contigua cerrando la puerta tras ellos. Los dos policías nos mandaron tumbarnos en el suelo con las manos en la nuca mientras nos cacheaban a tirones y trastazos. Tras la puerta se escuchaban los gemidos del poeta. Yo no las tenía todas conmigo. ¿En qué demonios de líos se habría metido el desgraciado de Mínguez? Seguro que en alguna estafa o algo por el estilo, porque lo que nadie me podía hacer creer es que fuera por algo de política. Uno de los policías, un tipo grueso con pinta de descargador del muelle y que llevaba una gabardina llena de lámparas, se acercó a su compañero con un chaquetón en la mano y le habló algo al oído. El chaquetón era de Mínguez. El policía llamó a la puerta por donde hacía poco habían metido a nuestro poeta, al que sacaron más que maltrecho. Le enseñaron el chaquetón que reconoció como suyo y a renglón seguido extrajeron de uno de los bolsillos una terrorífica y relumbrante pistola. El policía, metiéndosela por los ojos al aterrorizado Mínguez, dijo a gritos: — ¡Y esto también es tuyo! ¡Ya nos explicarás qué pensabas hacer con ella si no quieres que te la metamos por el culo para hacerte cosquillas con el punto de mira en el cielo de la boca! A Mínguez sólo le salía una especie de hipidos y cocleos. Daba pena verlo. Al final algo se le pudo entender, más por los gestos que por las palabras: —... Ejj... ejj... de ésos... de ésos... Y señalaba al rincón donde se encontraban los del grupo de teatro. El polizonte largó una carcajada. — Mira, no nos vengas con rentois y cachondeos de mal gusto. El cacharrito este es tuyo y nos vas a decir de dónde lo has sacado y para qué demonios lo querías. Y mira, pichón, no te molestes en inventarte historias que sabemos más de lo que te crees. Conque, andando, desembucha por esa boquita si no quieres que pasemos a mayores. Los ojos de Mínguez parecían un tío-vivo, miraba a todos lados buscando una ayuda que de antemano sabía no iba a encontrar. Estaba de rodillas, implorante, mientras uno de los testaferros lo sostenía agarrado por el cabello y lo sacudía como si fuera un pelele. — Les aseguro que no es mía —estaba llorando— ... les aseguro, señores agentes, que es de esos individuos. Son unos anarquistas, unos bolcheviques sanguinarios... La deben haber metido en mi bolsillo. — ¡Maldita sea tu estampa! ¿Te crees que una basurilla como tú nos va a hacer perder el tiempo? —Montó la pistola y la colocó entre ceja y ceja del aterrorizado Mínguez— ¡Dinos, hijo de zorra! ¿De dónde coño has sacado esta maldita pistola? ¡Venga! ¡Ya! O te juro por mi santa madre que te saco los sesos por el cogote. — No... no... seeé... mía... noooo... — Cuento hasta tres y empiezas a largar o la cagas. ¡Uno... — Pooor favoor... Daba pena ver a Mínguez. Casi no hacía falta que le pegaran el tiro. 94 Los demás no estábamos menos aterrorizados, pensando que cuando terminaran con él podrían venir a por nosotros. — ¡Dos... —... no sé nada... nada... no... ¡es de ésos, de ésos! — ¡Tres! ¡Tú te lo has buscado, cabrón! Mínguez se tapó los ojos con las manos. Su chillido agudo y chirriante nos rebotó en los oídos. Y disparó... Un chorro de agua chocó contra las manos de Mínguez y nos salpicó a todos. Los más cercanos, que habían cerrado los ojos, dieron un salto creyendo que era sangre. E! eximio poeta se desmayó. Amaranto, que era uno de los salpicados, cayó redondo sobre el sofá sudando y con una tiritera que parecía un epiléptico. Los del grupo de teatro se reían a carcajadas mientras se acercaban a los policías. El director del grupo, con grandes aspavientos, nos soltó: — ¡Ya pueden levantarse que la representación ha terminado! Y no hace falta que aplaudan. Atónitos vimos cómo uno de los policías se arrancaba el bigote, se quitaba las gafas de concha que llevaba y reconocimos en él a uno de los componentes de la farándula. Nos quedamos petrificados e incapaces de reaccionar. Los otros falsos policías se fueron despojando de su disfraz mientras Mínguez, que volvía en sí, los miraba con ojos como platos: — ¡Hijos de puta! — Hombre, Mínguez —terció uno del grupo — , qué mal hablado eres, no esperábamos de boca de un poeta tan fino como tú semejantes palabrotas. ¿No te ha gustado el espectáculo? Pensamos que como no habíamos podido deleitarte con nuestro arte aquella vez que tan generosamente nos invitaste a inaugurar tu semana cultural, pues que hoy te recompensaríamos por aquella pérdida. Y supongo que también habrá sido del gusto de tus exquisitos amigos, que se mueren por las nuevas técnicas escénicas. Han asistido gratis a toda una señora representación del llamado «teatro pánico». No sé ni cuándo se marcharon ni cómo. La cuestión es que de pronto todos nos dimos cuenta de que nos habían dejado solos y que los siniestros aguafiestas se habían marchado. El problema entonces fue que sólo había dos lavabos y andábamos todos agolpados esperando turno. Algunos no pudieron aguantar la espera. Que yo sepa, nadie volvió a hablar de aquella fiesta ni de lo que allí ocurrió. De tácito y unánime acuerdo por una vez, sufrimos amnesia total sobre aquella maldita noche, y ni que decir tiene que una rápida dispersión puso punto final a la despedida del represaliado Quiquito, sobrino del rascahuesos mayor de la ciudad. Muchas cosas fueron sucediendo en el país y lo que sí puedo aseguraros es que aquella troupe de poetas, escritores, periodistas y escaladores, sufridores de la cruel broma de un grupo de rencorosos comediantes, supieron aggiornarse y ponerse a la altura de los tiempos, cambiando su piel según lo requerían las circunstancias. Supieron vencer ascos y remilgos, y aquellos que proclamaban la urgente necesidad de tirarse al monte 95 acabaron aplaudiendo a los que antes detestaban e incluso les apoyaron, unos desde sus puestos en el sórdido mundo de la prensa, otros desde las páginas de oficiales revistas literarias. Algunos tuvieron más suerte y alcanzaron a imbricarse en el mismo cogollo del poder, llegando a poltronas bien remuneradas y olvidándose de ingenuidades juveniles. Puedo deciros, sin embargo, que a ninguno le costó demasiados esfuerzos, pues se habían estado preparando para ello durante largos años. A mí me olvidaron miserable e ingratamente. Y aquí termina mi historia. Creo que he cumplido lo que prometí en el prólogo y os he dado un breve bosquejo de aquellos progres de los sesenta / que se sientan en un sillón / de un que otro ministerio / y juegan a la reacción, como decían unos cómicos que representaban una obra de teatro en una plaza pública de un barrio obrero. Los versos son ripiosos, pero justos. Dixi. 96 El puente Déjame darte un beso profundo, solitario, vagabundo, como antes, como siempre desde que nos conocimos, desde que nos amamos. Siempre ha sido así, apasionado y puro. Te ibas muchas veces ¿recuerdas?, buscabas enfados sin motivo alguno, me dejabas con la desnudez y el abandono de la tristeza y te ibas a correr aventuras con la edad de hombre no formado, con la juventud desbocada de tus 24 años... Al día siguiente te esperaba o tú me llamabas; tu voz se oía cercana, suave, ni las tempestades del corazón la conseguían alterar. Yo sabía que llegaba la hora de tus tiernas mentiras, y con paciencia y fingida ignorancia iba a tu encuentro, con besos no dados, con ramos de preguntas para ofrecerte y que tú, con la palidez del niño medroso, contestarías como siempre, adornando las palabras... Pero qué importa la belleza de unas palabras si sólo han de romperte el alma. Una nube negra de congoja me empapaba, no sabía a ciencia cierta dónde podías estar y en todo ese tiempo te tenía dibujado en mis ojos, te llevaba siempre dentro, desde el momento que te vi, que nos vimos por vez primera, aquel domingo vestido de agosto en la romería, cuando afanosos buscábamos todas las sombras de aquellos majestuosos robles. Tus ojitos pequeños, con mirar de adolescente meditativo, revelaban una ansiedad extraña para mí; tu voz cansada, tal vez por los acariciadores vinos que te ofrecían su amistad, era una dulce y extraña melodía, tu sonrisa de muchacho que arrancaba mimos de mi pecho... todo en tropel venía a mí como una lluvia de celos. A pesar de todo, en mí iba creciendo un amor sano, limpio, transparente como un torrente de agua, sintiéndome capaz de fugarme contigo, 98 de tenerte sólo para mí. Ya sé, quizá fuera egoísta, pero no llegué a pensarlo cuando intentaste probar mi cariño, proponiéndome aquella huida que creí de verdad y a la que estaba dispuesta, adelantando planes para seguirte. A los pocos minutos todo se disipaba, entre risas, en el aire, como burbujas de jabón. Tus caprichos de capitán sin navio te enfrentaban a mi familia que me miraba de forma censuradora. Tal vez tuvieran razón, yo no se la daba, no quería dársela, y la grandeza del amor fortalecía en mí impulsos para defenderte. Yo intuía que cambiarías, que tus pasos, con el tiempo, serían encaminados por otros senderos, tu corazón era grande y se abría sin dificultades, lleno de alegría, lleno de sentimientos humanos. Sin embargo, estos pasos no fueron encauzados por donde yo entonces deseaba: el matrimonio, los hijos, t ú , yo, en una vida sin alteraciones, sin nada más allá que las cuatro paredes de nuestra casa. No, tu vida tenía que ser otra, así empezabas a revelarlo con gritos ahogados; los hijos, la compañera no eran suficiente para tus nuevas aspiraciones, algo querías aportar, algo positivo querías ofrecer... Aún te conocía poco, pero ya observaba un cierto malestar en ti, una insatisfacción contigo mismo. Intentabas librarte del camino que llevabas, de ese poder superior que te arrastraba sin que aún tuvieses la fuerza suficiente para salir de él. Te veías encallado como un barco en una isla perdida, como una bala extraviada entre los cañones de la resistencia, o como un jinete entre numerosos castillos ya ruinosos por el vendaval de nueva vida que los azotaba. Veías un largo camino, hermoso, pero también espinoso, grande, para un futuro que debías emprender, y se te mezclaban sin orden ni concierto las dos rutas a elegir; era la lucha de dos concepciones distintas del mundo y lo que cada una significaba. No te era fácil desprenderte de golpe de aquel imperio ruin, enmascarado; tus pies querían seguir sin corte alguno ese camino y se negaban a la nueva disciplina que tu cabeza intentaba trazar. Pero la fe que se iría encendiendo en ti como granitos en los relojes de arena, se acumularía para lograr que diera brote y así librarte de las sombras que permanecían a tu alrededor, enfrentándote a ellas, sacando a flote el barco encallado, arrojando por la borda los braseros fríos que anidaban en ti, cambiándolos por un torrente de estrellas, de riscos luminosos, por los que entrarías a caminar en ese nuevo mundo que te había estado esperando con cálida nostalgia y que te recibiría con alegre gratitud para que te enfrentaras a los remolinos que lo estaban azotando y cortaras con fuego las púas del erizo que le hería. Mis ojos, cegados por una venda, como frente a una negra pared, miraban sobre un mundo sin futuro no llegando a comprender tu viraje. Todo era confuso, todo daba vueltas en mi cabeza y no lograba poner nada en orden de entendimiento. Como la hoja del calendario que va marcando paulatinamente los días, así tu vida, lentamente, se fue moldeando, cobrando forma, como la figura de barro se concreta con suma habilidad y paciencia bajo las manos del artesano. Entonces, llegó un día, otro día en que volviste a dejarme envuelta en una ola de vacío. Pero esta vez ya no era como antes; tu huida era acariciada por una multitud de manos encallecidas', de cuerpos tem99 plados que no doblegan su talle ante el fantasma plomizo; era el camino de la nueva vida que levantaba orgullosa la cabeza y era recibido por un viento caldeado que cantaba estrofas compuestas por miles de gargantas proletarias. Los días iban pasando, pero mi mente seguía sin comprenderte, oscura, muerta... y de nuevo tenía ante mis ojos la soledad, como si quisiera envolverme en sus brazos atornillantes. Aquella tarde... Otra igual no podía existir. Desde mi casa oía veloces y terribles rugidos de sirena, queriendo comerse a la humanidad. Algo pasaba, algo sucedía que al león no le gustaba y enseñaba sus garras. Supe que una manifestación se extendía por toda la ciudad y el tirano pisoteaba la alfombra tejida de hombres y mujeres que exigían sus derechos. Y mientras se revolvían contra aquellas zarpas y contra la negra niebla de humo, tú eras arrastrado a las tinieblas, a las sombras amargas, dolorosas... No tendrías más lecho que los brazos torturadores de quienes te harían vomitar sangre, ni más techo que los moratones y desgarraduras producidas por objetos contundentes y por corrientes aplicadas en tu cuerpo bravio, fuerte como tu apellido. En esos momentos ¿dónde estarían unas manos que pudieran protegerte? ¿no habría nadie, ninguna conciencia entre aquellas paredes, para defenderte? No, allí sólo había enemigos, sosteniéndote en el aire como un péndulo con unos grilletes, sin fuerzas, casi moribundo, agonizante... o pisándote el pecho hasta que tu ropa se empapara de sudor y sangre al no querer, sí, al no querer delatar a tu pueblo. Sin embargo, en la calle, en los círculos familiares, en las fábricas, los amigos sabían de antemano de tu silencio y tu nombre resonaba con cariño, con inquietud, con cólera, sabían que no te vencerían, que tu firmeza se encresparía como una bandera en el aire. Tu detención fue para mí como una herida en el pecho y sentía, inconteniblemente, el deseo de acompañarte en las largas noches de sufrimiento, en ese tiempo cuya dimensión no puede medirse. Tu ausencia y el silencio se me vestían de gris, quería saber de ti, cómo estarías, vivo, muerto... un aliento me empujaba a cruzar las calles, a llegar a aquel ampuloso edificio, lleno de dolor. La desconfianza y la timidez me retenían. Por las sombras de aquellos muros de piedra y cemento pasé una, dos, tres... veces sin decidirme a entrar. Por fin, con tranquilidad aparente, puse el pie en el primer peldaño, en el segundo... El miedo asomaba a mi cara y sentía deseos de marcharme, hasta que, tartamudeando, pregunté por ti. Las palabras de aquellos hombres, que llevaban el veneno en sus rostros, fueron secas, cortantes, pinchaban como alfileres. Con su lengua de fuego intentaban interrogarme; yo, temerosa, temblando, con la boca reseca, apenas contestaba. Risas, miradas impertinentes, mofas, bromas de mal gusto... eran toda la respuesta. Salí corriendo, allí no encontraba lo que fui buscando y tras de mí fluyeron de nuevo las carcajadas. En la fábrica, tus compañeros de trabajo sentían con ardiente nostalgia tu ausencia; yo, el poder depositar de nuevo, como todos los días, un beso en tus mejillas. Mis amigas me hacían preguntas inocentes, un 100 poco dulzonas, a las que contestaba que «estábamos reñidos», y queriendo animarme, me invitaban a pasear por las hermosas avenidas, a ir al cine o al baile... Pero mi paseo lo hacía sola, llegando siempre al mismo camino, nuestro camino, hasta que dejaba de andar y, allí, en aquel puente, todo se confundía en mi memoria, las manos entrelazadas, acariciadas por la neblina que mansamente se arrastraba y, sobre todo, tu risa fundida con mi ¡te quiero!, mi imaginación volaba ¿cuánto tiempo te tendrían en aquel abismo insondable? Todo era soledad a mi alrededor, sólo el puente, nuestro hermoso y querido puente de los Enamorados, con los brazos tendidos de cansancio, aunque sin ojos, lloraba por ti y por mí, sacudiendo la compasiva brisa de la tarde y las escondidas lágrimas del amanecer. Con la inquietud de que pronto llegaría la noche empecé a caminar con rumbo a mi nuevo hogar y, como entre nubes, surgían delante de mí espontáneamente, imágenes tuyas; oía tu silencio, tu canción serena frente a las voces salvajes que golpeaban insistentemente en unas puertas que te negabas a abrirles. Como las sombras de un sueño, todo pasaba por mi mente, y te veía en esa prisión a la que acudía todos los días intentando verte. Ellos me negaban tu luz, tus pupilas alegando la falta de unos requisitos que, según la «ley», hay que tener para visitar a las personas queridas. En el transcurso de mi camino dejaba correr la imaginación como un potro sin riendas y los pensamientos cruzaban por ella, bullían a montones estrechándose entre ellos, formando una combinación inconexa de deseos que no podía descifrar, y la imposibilidad de realizarlos originaba en mí una terrible frustración. Los últimos rayos del sol se filtraban tenuemente entre los pequeños arbustos y vi cómo se posaban en los rostros de unos amigos que, ya muy cerca, venían a mi encuentro. Alegres como un nacimiento en el aire, me traían el regalo de que saldrías en libertad al día siguiente. ¡Qué sensación más grande! Era como el despertar de una pesadilla que se fundía con la realidad. Aquellas palabras —sale mañana— fluyeron de sus labios como un relámpago plateado entre dos nubes que me supieron a miel, o quizás a tu sonrisa oculta y maliciosa de querer darme una sorpresa. Había sido un mes que te habían privado de tu libertad por luchar contra el fuego del dragón y, entonces, llegaba la mañana deseada. En medio de la calzada ¿recuerdas? todo nos parecía que quería contagiarse "de nuestras miradas, de nuestros pasos silenciosos, de nuestra felicidad... Ya no me sentía sola, tenía tu mano que me guiaría hacia la luz dorada, hacia esa luz que habías empezado a ver en la cúspide de una pirámide, y a la que querías conquistar a fuerza de sacrificios, de privaciones, e incluso con tu propia vida. Desde esos momentos empezaría otra nueva etapa de esperanza. Tu trabajo, fiel como le es el perro al amo, te estaba esperando. Más tarde nos uniríamos del todo. Tú ibas descomponiendo el pasado que a veces resurgía en ti, abrías entre esos dos mundos simas de separación. Ya una vida acababa. La otra sería distinta. De las dos elegiste la más dura, la más difícil, pero la más esperanzadora. El tiempo no se detenía y con él llegó lo más hermoso, lo más deseado, un sueño esperado. De mi vientre, que había sido sembrado con tu 101 semilla, salió resplandeciente una espiga dorada, una luz para nuestra unión. ¿Cómo podría decir, cómo podría nombrar todo lo que se atesoró en nuestro corazón con la llegada de nuestra primera bolita de nieve, con unos ojitos que se abrían tranquilos ante un mundo tan poco hospitalario? ¡Ah!, pero ahí estabas tú, con tu amor, luchando contra los que intentaban tapizar la verdad con el musgo del odio, con el humo de la pólvora, dando tu pecho por una voz palpitante, ávido de metal para poder regalarle a él y a todas las bolitas de nieve una canción nueva, llena de futuro, sin sombras... Tus actividades políticas germinaban por todas partes, tu voz se oía como la ola que nace del mar agitado. Por ello, la represión no se hizo esperar, representabas un peligro para aquel que pretendía someterte por la fuerza bajo su bota de rapiña. Por no querer jugar a las cartas que él repartía, por no arrodillarte ante él como un cordero, fuiste despedido del trabajo. Después, a cada nueva empresa de derechos inhumanos que llegabas, tu voz seguía creciendo, desplegándose ruidosamente como esas olas despertando con su espuma sonante, mentes adormecidas, labios apretados... y de nuevo te veías sin trabajo. Escasos ingresos entraban en casa. Tristezas, sonrisas apagadas aparecían en nuestros rostros. Para ti todo era como una gota en el mar, pues llevabas un niño insaciable en el fondo de tu alma. Para mí eran furias imparables. Todo ello contribuía a que nuestro amor se entrelazara más fuerte; eran aguas contra un barco que había echado sus anclas profundas y no se dejaba hundir por ningún vendaval... Cuando se espera lo que ha de llegar, las horas se convierten en siglos. Aquella noche fue eterna. Mi inquietud era una convulsión, mi agitación una fiebre... La noche contribuía a ese tormento, a la soledad que parecía no tener fin. Tus pasos, tan conocidos, no se oían como otras veces, tus manos tampoco introducían la pequeña llave en la cerradura para abrir la puerta. Nada. Las primeras luces del amanecer hicieron aumentar aún más mi tristeza. Era todo un desasosiego y, con sensación de frío, me dispuse a arreglarlo todo para un posible registro. Y no se hicieron esperar las alimañas de bocas rojas. Todo quedó perfectamente destrozado; libros por el suelo, con hojas arrancadas de rabia, papeles revisados, camas deshechas, la cocina desmontada... Y protesté, protesté por ello, por tanta cobardía, por tanto insulto, por tanto ultraje. En su rostro maligno se veía anunciado el fracaso. Cuando abandonaron el piso, todo se mezcló en mí: amargura y fiebre de venganza. No quería llorar, no quería derrumbarme, era preciso abrirse paso, pero en mis ojos aparecían unas lágrimas que lentamente resbalaban por mis mejillas. Cerraba los puños con impotencia y quise reclamar con fuerza silenciosa la verdad, la justicia. Empecé a recordar las lecciones que pacientemente me habías enseñado y a las que yo apenas había prestado atención. Necesitaba, como un niño, que me llevasen de la mano para dar el primer paso. Recordaba tus palabras: la libertad cuesta muy cara, para tenerla hay que comprarla por su precio. ¡Qué fácil me era el recordarlas y qué difícil llevarlas a la práctica! Quería formar parte del engranaje y mi imaginación era un torbellino de ideas, de lamentacio102 nes, de impotencia. Volaba ante ti, pidiéndote ayuda, cuando tú en esos momentos la necesitabas. Cuando de nuevo tus ropas se llenaban de sangre y tu cuerpo se destrozaba. Hasta entonces, nunca había sentido tanto desprecio, tantas náuseas contra los que desgarraban cuerpos humanos. Ellos, que te estaban haciendo pasar horas, días llenos de dolor, no sabían que con ello me empujaban mucho antes a recorrer tus mismos senderos. Una herida me estaban haciendo. De ella se abrió una brecha que desde entonces no quiso cerrarse. A cada instante, desde el fondo de aquel subterráneo, tus ojos llegaban hasta mí como astros que habían de guiarme por el nuevo camino. ¿Qué hacer? ¿Cómo podía comunicarme contigo? ¿Cómo podía darte ánimos, ternura, mi mano junto con el aliento del pueblo? Sólo el peligro respondía a un deseo firme, pero al final conseguí verte. ¡Qué mal recuerdo! No caminabas, casi te arrastrabas en medio de dos bocas negras de fuego apuntándote a los costados. Sangre coagulada manchaba de nuevo tu rostro. Tus ojos, como dos rayos de fuerza, miraban como endurecidos al viento. O yo soñaba o ellos no veían cómo estabas. Corrí hacia ti y, en medio de mi pena, se iluminó tu cara y te vi sonreír como un niño que, tras el dolor, esboza una sonrisa. Al devolverte de nuevo a la penumbra, salí a la calle. La impotencia se amontonaba en mi pecho y desbordaba mi cabeza. El doloroso encuentro me hacía sufrir, pero no tenía derecho a llorar lágrimas cuando tú estabas llorando sangre. Tu frase seguía resonando en mis oídos. ¡La libertad hay que comprarla por su precio! Yo tampoco quería conformarme a que mis pequeñuelos besasen en las horas de dolor nuestras frentes pálidas, la garganta oprimida y el cuerpo sujeto por manos de hierro... Tenía que dar el primer paso. ¡Qué difícil se me hacía! y, sin embargo, causas invencibles me obligaban a ello. Y así, casi llegando de las sombras con tus lecciones apenas recordadas y el corazón dispuesto a todos los reveses, empecé, con más o menos claridad, a participar en aquello en lo que podía creer enteramente. Mi pequeñez no me permitía imitarte, pero podía sembrar, como tú, de lirios la cresta del torrente. Además, llegarías pronto para guiarme. ¡Y llegaste! Contigo me encontraba rodeada de valor, me desprendías del pesado haz de dudas y, con el fuego de tu corazón, deshelabas el mío. Mi vida transcurría paralela a la tuya y a la de otros muchos, por el mismo camino, crepitándose en comunes afanes. De nuevo pisabas las calles y otra vez, con fragor continuado, seguiste empeñado en tu juramento. Dejaste atrás a los que no quisieron seguirte, los que no quisieron remover las entrañas y dientes del volcán, los que pretendían -y pretenden— con su pacifismo, evitar la erupción. No podía ser de otra manera. ¡Nuestra vida! ¡Si pudiera describirla toda, sería innecesario hablarla! Yo, con mis recuerdos, intento construir en unas líneas parte de ella, parte de una historia que habla de cariño, de amor, que abarca las fronteras de todos los sentimientos: de dolores que quedan al acecho, aguardando para hacerse presentes; de esperanzas y sueños realizables. Y un nuevo sueño llegó a nuestra sangre hirviente, transformada en el segundo pe103 queñuelo, nacido en una casa desnuda, como t ú , de vanidades, calentándonos a la llama del frío y de un tiempo en que los monstruos seguían enturbiando las tranquilas aguas y la paz de los hogares, y que te llevaban de nuevo, encadenado a sus murallas. No quisiera recordar; aunque el dolor no es nuestro huésped por una estancia muy larga, remueve en la arena del alma la cicatriz y abre de nuevo la brecha... Sin embargo, sigo evocando. Volvemos a estar juntos. A cada separación era siempre un nuevo encuentro, nuevos momentos saturados de un contenido más profundo. Nuestro amor no se había desgastado y era un complemento más en la lucha, en los riesgos que corríamos azotados por un viento frío, por la escoria que, con su cólera, vigila para que no sea puesta en peligro su situación y privilegios. Entre las calmas y las tempestades, te esperaba, con una sonrisa... me esperabas o me despedías con un beso rápido. Se te hacía tarde para ir a abrir una nueva ventana. Yo aún tenía algo de rasgo suelto y tú eras mi máquina, mi astro que con tu luz me alumbrabas para que caminara a tu lado. Las estaciones del año pasaban veloces. Nos faltaba tiempo para el deber, le robábamos horas al sueño y con una canción de versos nos inclinábamos ambos bajo un peso agrio y dulce. Los niños, flores y felicidad de nuestra vida, con misterio nos hacían preguntas ¡nocentes ¿por qué a otro piso?... Caminábamos al acecho por donde la cizaña no viera nuestros pasos, unas veces con el corazón palpitante y otras con una franca sonrisa de presente, de futuro. Pero cuando se busca el camino, los que saben vencer, los que no detienen la carrera para llegar al calor de la verdad, a veces tropiezan con la espada exterminadora que intenta entorpecer el esplendor de una sola bandera. Yo, que todavía necesitaba tenerte como guía e inspirador de mis actos, vuelvo a quedarme sola en medio del mundo y de la vida. El reinado del terror nos separa y esta vez por largo tiempo y para mí es como si hubieran secuestrado el motor que impulsa y mueve el barco, dejándolo a la deriva. El sufrimiento envuelve nuestras vidas. ¿Por qué otra vez sin ti? ¿Por qué socavan los cimientos de una familia que sólo busca la alegría del pueblo? En mi pecho todo se agitaba queriendo formar una muralla estrecha y angustiante. Aparecían otra vez las dudas, la inseguridad, el miedo a enfrentarme sola a la lucha en la clandestinidad. ¡Tendría que superar tantos problemas...! Veía que no debía esperarte. La decisión era sólo mía, tenía que salir de las sombras que me envolvían, de todas las confusiones, para seguir contribuyendo a la necesidad primaria de dar todo por el pueblo. A pesar de mis vacilaciones, veía que contigo en la cárcel, el compromiso era aún mayor, más urgente, que tenía que enfrentarme con la verdad a todas las injusticias, que debía oponer al dolor nuestro amor por la vida, que no podía permanecer pasiva ante lo que me rodeaba. Cuanto más luchaba conmigo misma, más nudos se enredaban en mi cerebro sin dejarme pensar con claridad y decisión. Junto a estas batallas aparecían los niños, contribuyendo a que mis vacilaciones se acenturan. ¿Cómo iba a separarme de ellos si eran toda mi vida? Pensaba en esa 104 separación y lo que ello significaba ¡quizá no volvería a verlos! Eran como un imán que me atraía y a la vez justificaba mi miedo, mis dudas... Pero, si no continuaba, ¿qué les dejaría de bueno? Mientras tanto, iba repasando nuestra vida, con sus alegrías y también sufrimientos, y miraba todo lo que estaba sucediendo, las atrocidades que el fascismo cometía con mi pueblo, yo estaba ahí, era parte de ese pueblo, tú eras parte, en ti veía la fuerza, la razón de mi gente y también veía cómo la sangre te brotaba y seguías firme. Era duro tomar la decisión, pero debía seguir la iniciativa más justa, como un caminante ante un resbaloso e inseguro puente, empecé a fortalecerme. Fui abriéndome camino por entre las montañas y cada nuevo día era una batalla para vencerla. Poco a poco comencé a verlas rodeadas de colinas y me parecían más accesibles. Iba saltando obstáculos, pisando piedras hasta que, por fin, llegué a la que me impulsó, haciendo que despertara de mi letargo, incorporándome a una vida activa, buscando la felicidad para mis hijos, y para todos los niños, porque ellos son los que de verdad saben querer, son los que hacen vivir y luchar... son los nuevos cantos del mundo. Al despedirme les dejé la luz, la mañana, el sueño y la verdad, junto con una bandera, que fueron testigos de mí camino. 105 Llevamos las letras — ¡Eh, muchacha, espera, no sigas corriendo! Sí, es a ti. Vaya colores que tienes, cualquiera que te vea sabe que vienes de una manifestación. Cógete a mí, esos bestias no serán capaces de meterse con una vieja como yo. Y si preguntan, decimos que eres hija mía y que vamos a... es igual, a donde sea. Pero ahora tranquilízate. ¿Has visto cómo lanzaban pelotas? Yo también he tenido que correr, me parece hasta mentira. A mis años, con lo que me pesan las piernas, y hace un rato era como si no las tuviera. Si alguna vez se celebran los juegos olímpicos de la vejez, me apunto a participar. Con que me pongan un policía detrás tengo asegurada alguna medallita... • • • No, hija, de la Virgen del Carmen no. Hay que ver cómo sois los jóvenes, la veis a una arrugada y canosa y ya os creéis que sólo valemos para estar en casa con sopitas y buen vino. A ver de dónde te piensas que vengo yo también. Me tienes que haber visto. Iba con otras chavalas de mi edad a la cabeza de la manifestación llevando una pancarta. Bueno, eran carteles en los que iban pintadas las letras. Las hacemos nosotras, ¿sabes?; dibujamos en el cartón, después les damos rojo y ya está. Resaltan tanto que cualquiera, a no ser que esté ciego, las ve a cien metros 106 de distancia. Eramos ocho y cada una llevaba la suya, la mía era la T. La pena es que cuando han empezado los botes de humo ya no era posible leer la palabra. La M estaba al lado de la S. La I antes de la N, en fin, un auténtico lío. Claro, que después ya no se veían ni los carteles; por no ver no he visto ni a las otras que venían conmigo, nos hemos despistado y, ya ves, ahora te llevo a ti cogida del brazo como... Por cierto, cómo te llamas... • • • - N o te entiendo; bueno, es igual, respira hondo para que no se te note la carrera, quizás por aquí haya alguno de esos que te sacan la chapa y ¡hala! para comisaría. A mí no me preocupa, sé que no me iban a pegar mucho, lo único es el susto que se iba a llevar mi marido si ve que no llego, pero lo peor sois vosotros, los jóvenes, y a ti sí te iban a zurrar, por lo menos para quitarte las ganas de volver a otra. Mira, ya se te están bajando los colores. De todas formas, estabas más guapa antes. Sí, no te rías, aunque vosotros siempre estáis guapos. ¡Te sigues riendo! Es posible que esté diciendo muchas tonterías, son los nervios. Ya estoy empezando a notar las piernas. ¡Qué desastre! Sin embargo, hace un rato parecía una liebre, si me ve mi hija no se lo cree. Mañana se lo tengo que contar cuando vaya a visitarla, seguro que se retuerce de risa en el locutorio, y luego me hablará sin dejar de sonreírme. Y yo quiero verla sonreír y reír a carcajadas, aunque sólo sea a través de los cristales porque bastante triste es tener que estar encerrada día tras día. Además, muchacha, necesito verla reír porque es lo único que me dejan tener de ella. • • • — Ah, claro; ¿ves como son los nervios...? He empezado a hablar de mi hija sin darme cuenta de que hace un momento que nos conocemos. Sí, está en la cárcel. No te pienses que me da vergüenza decirlo, lo que ella ha hecho no es para que yo baje la cabeza, al revés, mi hija no es capaz de hacer nada malo. Está presa por ser comunista, y guerrillera, y no terrorista como dicen todos esos sinvergüenzas de los periódicos... • • • — ¿Sí? ¿Me pongo exaltada cuando hablo de estas cosas? Ay, hija, debe ser la fuerza de la costumbre; me he llevado tantos chascos que está una a la que salta. Si vieras como yo he tenido que ver y oír a gente seria, que incluso se llamaba de izquierdas, ¡hasta jóvenes como tú! decir barbaridades de los compañeros de mi hija... Así que una ya, por si acaso, prefiere dejar las cosas bien sentadas desde el principio. Me alegro que tú no seas de esos; cada vez hay menos... ¡Mi hija terrorista! ¡Todos nuestros hijos terroristas! ¡Cuánta mentira! • • • 108 — Sí, hablo en plural porque las otras que venían conmigo tienen también a sus hijos en la cárcel. Y de todas formas, para nosotras todos son como hijos. Las tenías que ver. ¡Son tan guapas y alegres! ¡Y los chicos! ¡Vaya muchachos que tenemos! Esos que salen en la tele parecen mamarrachos al lado de ellos. Además, inteligentes son todos un rato. Cualquier cosa que les preguntes saben contestártela, pero sobre lo que sea, por eso los tienen dentro, ¿sabes?, porque fuera ya se encargarían ellos de poner los puntos sobre las íes, y bien puestos. Esa es la pena, que ellos que podrían hacer tanto estén allí y nosotras, ya ves, unas pocas madres, unas viejas que ya no podemos casi correr ni sabemos tanto como ellos, estamos aquí en la calle. ¡Si fuéramos más jóvenes! porque así no es lo mismo, lo que nosotras podemos hacer es muy poco y ellos en la cárcel, tratándoles como lo hacen, a baquetazo limpio, sin apenas darles de comer, sin poder estar libres viendo el sol, sin vivir con sus hijos... • • • — No, si ya sé que algún día estarán de nuevo con nosotros, por eso llevaba la T, o la M o la A, y, además, estabas tú y mucha gente. Ya has visto la manifestación. La verdad es que tampoco éramos demasiados, y ahí está el problema, tenemos que serlo para que ellos salgan, para que vuelvan. ¡Hace tantos años que no puede estar mi hija con nosotros! Y, claro, nos vamos haciendo viejos, por eso la echo cada vez más en falta, porque ella no nos dejaría solos, nos cuidaría y también le podría contar mis cosas, los problemas que tengo. Ella seguro que me animaría, pero sobre todo, muchacha, no estaría sola. Ahora no se los cuento porque para qué quiere ella más problemas. ¡Ni que no tuviera bastante! Y cuando se da cuenta —y tiene una vista...— y me pregunta, les quito importancia. Son tonterías, le digo, que si duele aquí o allá, cosa normal porque a mis años no voy a querer estar como una rosa, o que si no encuentro trabajo. Ya ves, ni que ahora dieras una patada al suelo y te salieran tres sitios para colocarte. Claro, que ya sé que todo esto que te digo es más una ilusión que otra cosa, porque también sé que cuando salga se volverá a marchar, ya me lo ha dicho muchas veces, aunque eso no hace falta que me lo diga, pero cuesta hacerse a la idea. He vivido varios años sobresaltada, esperando la noticia de que la hubieran detenido, o peor aún, que la hubieran matado, y a eso es difícil acostumbrarse. • • • — No, por supuesto que no prefiero que esté en la cárcel. Allí estás en sus manos. ¡Yqué manos! Eso es un guante de hierro. Quiero que esté en la calle, aunque me pase los años que me queden de vida temiendo por ella. Quiero que esté en la calle porque sé que está libre y a la libertad, muchacha, tenemos derecho, que por eso luchan ellos. ¿Te has dado cuenta todo el rato que llevamos andando? Te estoy liando aquí con mis tonterías cuando seguro que tienes amigos con los 109 que habrás quedado. Te dejo que te estarán esperando. Ya estamos lejos de la zona de la manifestación y no hay peligro. • • • — ¿No? Bueno, pues entonces vamos a seguir paseando un ratito más; ya ves que no me canso de hablar y hablar. Pero sólo un ratito, que no quiero llegar muy tarde a casa, y tú tampoco debes tardar mucho, puede ser que tus padres estén preocupados por ti, como me pasaba a mí cuando ella se retrasaba. • • • — Pues no debías venir a estas cosas sin avisarles, que nunca se sabe... • • • — A h , eso es distinto, ya sé que no todos los padres son como yo; pero no vayas a pensar que no tengo problemas. Tengo otros hijos que tampoco entienden nada de lo que hago, y mi marido... El pobre dice que no tiene espíritu; no, no me pone impedimentos, pero en cuanto voy a hacer algo, repartir octavillas o hacer una pintada, ya no vive hasta que no vuelvo a casa Por esto tengo que irme pronto, así que vamos hasta la parada del autobús. • • • —¡Claro que se les puede ir a ver! Pues no se ponen contentas ni nada cuando la gente va a verles a la cárcel; y más si es gente joven como tú, que a los viejos ya nos conocen. Pero me tendrías que dar tu nombre para que yo la avisase o escríbele tú misma. 0 mejor, mira, vamos a hacer otra cosa. ¿Por qué no te pasas mañana o pasado por el local de la Asociación de Familiares y hablamos de esto? ¿Mañana por la tarde? Así te cuento cómo fue mi visita. Apunta la dirección. Te espero. Hasta mañana... «Vaya, vaya, cincuentona. Te juntas con la juventud y ya te piensas que los años han dado marcha atrás. Pero... ¡Qué bien se siente una! ¡Qué agradable era esa muchacha! Reconoce de todas formas que te ha tenido que aguantar un rato, eso para que luego digan que los jóvenes siempre van a lo suyo, aunque... tú también lo dices de tus hijos. Bueno, para eso son ratos, ¿verdad?, es que ya eres vieja y el empuje de la juventud a veces... No, no hay veces que valgan, si no fuera por su empuje qué sería de nosotros, si no estuvieran ellos... ¡El autobús! Se te va a escapar Corre, que vas a llegar tarde a casa. ¡Ay madre! Corre, corre, que se marcha... ¡Eh, espere... Oiga... Espera...! Nada, siempre hacen lo mismo, a éstos no les importa que seas joven ni que seas vieja... Y mira que ha visto la carrera que me he dado. Ahora a esperar a otro, con todo lo que tengo que hacer. ¡Qué cansada estoy y cómo me están doliendo las pier110 nas! Seguro que alguna de las varices te va a jugar una mala pasada ¡y con todo el trabajo que te espera en casa! Todavía tienes que hacer la comida para llevarle mañana a tu hija, un montón de trajes para entregar y... Si por lo menos hubiera aquí una cabina para llamar y decirles que estén tranquilos, pero cualquiera se arriesga a perder otro autobús. En fin, te tendrás que acostar tarde también esta noche, total, tú tampoco necesitas dormir mucho. Ya verás mañana cuando le digas lo que le has metido en el paquete. Seguro que te contesta que por qué te has gastado tanto dinero en la comida, pero se le pondrán los ojos alegres, ¡como si no la conociera! Nunca puede disimular cuando le llevas algo que le gusta. Además, que te regañe, te da lo mismo, a ella le falta lo que tú tienes, el aire libre... Y cuando le cuente lo de la muchacha de hoy... a ver si poco a poco ellos van cogiendo las cosas en sus manos, que nosotros ya no estamos para muchos trotes... Menos mal, ya viene el cacharro ese con cuatro ruedas. A ver cómo subes ahora con esta pierna, atleta. Mañana, cuando vayas a visitarla, tienes que procurar que no se te note que cojeas, porque si no se preocupará pensando que es de un pelotazo de goma y que no se lo quieres decir. ¡Ya sabes cómo es tu hija...!» 111 Es bueno recordar que fuimos otros «Es bueno recordar que fuimos otros, hoy, que nos levantamos de la noche y andamos . por estas calles con recuerdos colgantes, desgarrones, parches sentimentales; olvidos accesorios». Manuel Cofiño Y cada esquina me trae a la memoria una cara, cada portal una caricia, un beso, una despedida... y cada bar una canción que aún resuena en el aire... Y también vuelvo a escuchar los gritos, las consignas, las sirenas... Y a pesar de todo lo vuelvo a mirar con nuevos ojos, de otra manera; como si también las calles hubieran quedado marcadas para siempre con la diferencia entre lo que somos y hemos visto; como si fueran voluntarios testigos en el tiempo de lo ya vivido... Es bueno recordar cómo nos hacemos, facilitar el recorrido a otros que vendrán a buscarnos. ¿Ves aquella calle, aquella puerta...? Allí nos esperamos muchos días para retomar el camino perdido, hasta que apareció desbrozado y único... Pateando estas aceras nos desilusionamos muchas veces, nos perdimos... Pero las caminamos hasta el final y en ellas dejamos nuestra huella... 112 Son cosas que suceden y que luego vas olvidando con el transcurrir de los días, hasta que las vuelves a ver desde lejos, cuando ya han rodado tanto que te preguntas por el comienzo sin saber apenas cómo empezaron. Y hay que recordar... Debió ser tras el asesinato de tu padre en Santutxu, en el entierro, en un San Francisquito tan lleno de gente que muchos de tus amigos y vecinos tuvimos que quedarnos fuera... Pocas veces en mi vida he presenciado tanta solemnidad y tanto silencio; tanto dolor colectivo expresado con los ojos secos y los puños apretados. Al acabar el funeral y antes de comenzar la manifestación te vi salir en pos de tu padre, erguida y sin una lágrima. Fue entonces cuando por primera vez me fijé en la ternura de tus ojos... Estabas triste pero era como si con tu tristeza también quisieras decirnos algo a los que allí cantábamos la Internacional en honor del viejo comunista caído; como si en tu semblante estuvieras personificando el sentir indomable de nuestro pueblo cada vez que despide a uno de sus hijos; masacrado una y otra vez pero incapaz de doblegarse, incapaz de darle al enemigo la satisfacción de una lágrima... Por la noche, de regreso a casa, cuando ya las barricadas apenas echaban humo entre la fina lluvia que caía, me crucé contigo en esta misma acera. Tenías la cara y el pelo cubierto de gotas de lluvia, como un velo; sonreiste al comprender mi impotencia para expresarte solidaridad sin recurrir a las fórmulas y letanías clásicas, tan artificiales como odiosas. Te estreché las manos y apenas balbucí un «lo siento», cortado y penoso, que me agradeciste... Pasaron algunos meses antes de que volviéramos a vernos. Y de nuevo ocurrió de repente; y esta vez nos encontramos uno en brazos del otro al correr una esquina. Fue en una manifestación en el centro y todas las casas se habían quedado vacías... Poco después del salto y tras las primeras consignas y cócteles, nos arrasaron; el humo nos desarmaba los ojos y los disparos tan continuos encogían el corazón y el valor. Estábamos copados. Habían llegado de todas partes y no había forma de romper el cerco. Cada trecho, en el suelo, cuerpos arrugados por el dolor; quizás heridos, quizás muertos... Todo transcurría demasiado deprisa como para sacar otras conclusiones que no fueran fotográficas... Eran momentos de vida acelerada por lo rápida que se acercaba y nos rondaba la muerte... Yo me perdí de los míos en la confusión y a ti debió ocurrirte lo mismo... Atemorizados nos cogimos de la mano y buscamos juntos una brecha. Unas veces tiraba yo de ti y otras tú de mí... Cuando ya no podíamos continuar y estaban a punto de atraparnos, alguien lanzó el cóctel que le quedaba como talismán y, como un torrente, varios pudimos salir de allí cubiertos por el fuego. Seguimos deambulando por Bilbao entre el ulular de las sirenas y el escozor en los ojos, perdidos en calles por las que sólo pasaban furgones policiales llenos de detenidos... 114 Desde entonces comenzamos a consumir juntos los días... Nos dispusimos a descubrir juntos los sueños, el amor y también las nuevas algaradas, tan cotidianas y dramáticas a veces en Euskadi, nuestra tierra. Un día, poteando por Iturriaga, me dijiste: — Espera un poco. Y nos quedamos rezagados unos metros mientras la cuadrilla continúa caminando, hablando hasta la próxima cantina, hacia el siguiente vino... dando continuidad a un rito ancestral y sin sentido que va hiriendo las horas vacías, haciéndolas más cortas y acercando un mañana que se nos viene esperanzado y tan grande. Es un ritual que no sabemos cómo ha surgido ni nos importa, pero que nos sirve cada día para estar juntos. No conocemos otra forma para hablar y distraernos, para relacionarnos con otra gente. Es, junto al lugar de trabajo, nuestra primera escuela de la vida y en ella aprendemos todo aquello que, por ahora, vamos necesitando. Escuela que, cuando es preciso, se transforma en rudimentario instrumento contestatario. En esos momentos, de boca en boca, de cuadrilla en cuadrilla, por barrios, fábricas, por toda la ciudad se transmiten las noticias que los medios oficiales callan o las consignas y el momento de la rebelión sin que el mensaje sea interceptado... — ¿Qué es el fascismo? —me preguntas. Y la respuesta tarda y es confusa porque hasta ahora hemos reaccionado instintivamente, sin conocer conceptos y definiciones que nos orienten. Aún no es el tiempo de las respuestas, por el contrario, apenas empiezan a aflorar las preguntas... Para los que podían responderlas han sido muchos años de terror, de pagarle a la supervivencia un tributo de silencio, roto sólo por el susurro imprescindible para no olvidar tanta nobleza quebrada y asesinada... — ¿Fascismo...? —respondí—, no sé qué es el fascismo; sólo sé que es algo que nos han impuesto, que es todo lo malo, degradante y miserable que puedas encontrar en nuestras vidas... Fascista fue el asesinato de tu padre por no doblegarse, a pesar de sus años... Y te llevé al lugar; a este mismo sitio, junto al Menika. — Fue aquí, en una tarde tibia como la de hoy. Yo acababa de salir de mi casa cuando los vi... Aparecen veloces y por sorpresa; sólo se les nota por el brusco y chirriante frenazo, canto agorero... Son dos danones y un jeep. Se bajan deprisa, corriendo, tratando de sorprender lo subversivo de nuestras miradas... Encañonan a todas partes, inquietos mientras eligen la víctima propicia... La gente en la calle se ha parado expectante, a ver qué pasa, a por quiénes van. Aún no saben que es a por ellos, a por cualquiera. Eligen una cuadrilla y a ella se dirigen, abarcándola, con la amenaza en el semblante y el interruptor de la vida en los gatillos. Sorprendidos, los mirones tratan ahora de pasar desapercibidos; intentan reanudar el paseo como si no fuera con ellos, mirando a sus espaldas, necesitando creer que van a por otros... 115 — ¡Quietos, quietos todos! — ¡Contra la pared! ¡Vamos, rápido, todos contra la pared! — ¡Las manos quietas, que nadie se mueva...! Y desde un portal veo cómo los obligan a empujones a hacerlo, a apoyar en el muro las manos abiertas, como para que alguien las clave... — ¡Abrid las piernas..., separadas..., más todavía, vamos, deprisa... separen las piernas! — ¡Más apartados de la pared...! Con una mano sujetan, dirigen las armas; con la otra empujan, colocan, señalan... A los que tardan o no comprenden, les ponen los pies, a patadas, en la posición correcta. Tienen que aterrorizar para imponerse desde el comienzo, para someter cualquier conato de protesta, para que nadie dude de lo que son capaces ni se hagan cábalas con el derecho... Son diez o doce chavales de edad indefinida... Una cuadrilla cualquiera que como cada día tomaba sus vinos de tasca en tasca, como nosotros, comentando las incidencias del trabajo, bromeando, viviendo... Al poco tiempo, la tensión, el miedo, la humillación de la villanía, impide a esos cuerpos indómitos sostener el equilibrio... Sienten una mezcla de odio y miedo, indefinible... Se estremecen con cada gesto sin saber, de espaldas, lo que va a pasar. No dicen nada. Callan y esperan en fila, como para ser fusilados contra el muro. Los cachean uno por uno; mientras, no dejan de encañonarlos... A los ya registrados se los van llevando a unos metros de distancia y, de uno en uno, les preguntan sus datos. El detenido va respondiendo como en confesión, temiendo alzar la voz... Luego le preguntan sobre su relación con los otros, de qué se conocen, en qué trabajan... y más le vale que su versión coincida con la de los demás... Al fin, un viejo que desde la esquina observaba malencarado el oprobio uniformado, se acerca, les increpa... — ¡Oiga, pero qué coño pasa, qué es est...! — un culatazo lo tira contra el suelo; el golpe suena fatal, terrible... Tu padre no se mueve, está tendido en un charco de sangre. La calle está desierta. Sólo algunos a lo lejos, como yo, siguen mirando desde los portales o los bares. Detrás de las ventanas algunos visillos se descorren con timidez y vuelven a caer, lacios... mientras, resuenan los primeros gritos: — ¡Hijos de puta... asesinos...! Y la historia la vivimos repetida todos los días en nuestro barrio, en nuestro pueblo... ven, sigamos... Chavales que no sabemos muy bien lo que es el fascismo y, sin embargo, lo sentimos en la piel porque está presente en todos los rincones de nuestra vida, porque ya desde entonces nos tocaba muy de cerca todos los días. Podíamos oír continuamente nombrarlo a nuestro alrededor, a nuestros mayores en sus conversaciones a media voz. Eramos testigos de la ocupación policial a que son sometidas nuestras calles, nuestros barrios, nuestras ilusiones... Ya entonces hemos oído hablar de gente que ha pasado largas horas de terror en los calabozos; sabemos de militantes en116 carcelados de los que apenas recordamos ya sus rostros. Conocemos de secuestros disfrazados de orden de registro llevados a cabo de madrugada, de casas de vecinos arrasadas por bandidos surgidos de las tinieblas... — ¿Te acuerdas de Joseba? ¿No? Claro, no lo llegaste a conocer. Era obrero de Etxebarria, de la factoría de Begoña. Y vivía en mi portal en el piso de al lado, con su mujer y dos crios pequeños. Estaban en huelga y él, junto con otros, se fueron a esperar a la salida de la fábrica a los esquiroles. Estaban vendiendo a sus compañeros a cambio del puesto de trabajo y los esperaron. Cuando los vieron se fueron a por ellos y los machacaron, les dieron una buena paliza. Uno de ellos logró arrancarle a Joseba el pasamontañas y le reconoció. Joséba comprendió entonces que si lo dejaba vivo estaría perdido; no obstante, por miedo o por lástima, le dejó y se marcharon. A los pocos días, de madrugada, nos sobresaltaron el sueño gritos y golpes. La policía había ido a detenerlo a su casa. Entraron cuatro, gritando con las pistolas en la mano y comenzaron a golpearlo allí mismo delante de sus hijos. Todos los vecinos salimos a la escalera a ver qué ocurría. Se lo llevaban esposado, desnudo y hecho un guiñapo. Las mujeres gritaban, los insultaban... Luego, entramos en su casa. La mujer y los crios estaban llorando en la cocina y todo estaba destrozado: muebles, paredes, ropas, electrodomésticos... lo habían destrozado todo. Nunca en mi vida he sentido tanta impotencia, tantas ganas de destruir, de vengar a una persona como entonces... ¿Pero es que iban a vivir impunemente después de aquello, sin que nadie hiciera nada...? Nosotros, por entonces, sólo podíamos ir grabando escenas como aquella en la memoria. Grabarlas en nuestras cabezas con la fuerza mezclada del odio y la impotencia, para no olvidarlas nunca. No; no debemos olvidar nunca. Olvidar sería convertir en estéril toda la sangre vertida, el sufrimiento de nuestro pueblo, sus sacrificios y actos heroicos... Sería convertir en eterna la impunidad de los asesinos, de los verdugos y eso no lo haremos jamás... Es nuestro primer deber como hombres para aquellos que nos han precedido en la lucha... En cuanto a los otros, esos seres viles y mezquinos, gusanos humanos, cobardes y miserables que son los esquiroles y chivatos, desde pequeños los tenemos atragantados en el alma... Los conocemos y los buscamos de forma colectiva... Desde crios nos hemos acostumbrado a sospechar de los extraños, de los desconocidos que irrumpen, falsos, en nuestras costumbres tratando de pasar inadvertidos. Tenemos miedo de ser oídos, de que alguien ajeno vea en nuestros ojos el odio recién aprendido y que ya no nos cabe... Cuando alguno nos resulta sospechoso, huimos de su lado, la estructura se cierra y se quedan solos, acorralados y a la defensiva sin entender cómo sabemos, atemorizados por nuestro instinto y por nuestro miedo, pues saben que un día se desatará en tormenta implacable... No, no sabemos aún definir el fascismo, ni entendemos aún de política, pero en esta película que vivimos sabemos distinguir quiénes son los 117 buenos y quiénes los malos... aunque a veces alguno nos confunde, se nos escapa... Mira, ahí sigue estando el Lac-Lemon, vamos a entrar... Todo sigue igual, como cuando la última manifestación que viví en Santutxu... El barrio estaba tomado. En el cruce de Santutxu con Zabalbide, en el cruce de Begoña, en Ollerías, Bolueta y Txurdínaga había retenes policiales. En el aire un olor espeso y picante hacía escocer los ojos e irritaba la garganta. En algunas esquinas coches incendiados y en las calles las últimas escaramuzas. En la Campa del Muerto hay un autobús volcado, ardiendo... Tras seis horas de choques, de hostigamientos, los diluvios están cansados, nerviosos, desmoralizados. Buscan a los manifestantes que, en pequeños grupos y moviéndose por el barrio en plan guerrillero, no los dejan respirar... Periódicamente se oyen pequeños, furiosos tableteos de rabia e impotencia. Disparan a dar y son respondidos con rodamientos, terribles en su impacto justiciero... A los que detienen los van subiendo a golpes a un autobús... Algunos bares se han llenado y cierran puertas y persianas. Otros aún se arriesgan esperando dar refugio a los que se hayan quedado aislados o copados... En uno de ellos nos refugiamos, sofocados por las carreras, a recuperar el resuello. Todos parecen haber participado en la manifestación y la comentan bajando la voz, contando incidencias... Poco después tocan la puerta, y al abrir entran los diluvios, sudorosos, babeando rabia — ¡Contra la pared todo el mundo, rápido! Cesa el murmullo y todos obedecen mirando los orificios de las vigilantes bocachas. Todos no, un vecino recién llegado al barrio, inconsciente de con quienes se enfrenta, se va decidido hacia el teniente que manda el grupo... — Teniente... Le dan un porrazo en plena frente, luego le llueven golpes de todas partes. Víctima propiciatoria para aplacar el rencor, cae al suelo y allí unos con porras, otros a patadas y otros con las culatas lo apalean sin descanso; ninguno se priva, todos quieren desahogarse en éste que pueden. Le dan sin piedad y sólo alguno, resistiendo las tentaciones, encañona la frágil inmovilidad de los allí reunidos con las manos en alto, impotentes y con los ojos bien abiertos para no olvidar; miramos con odio y rencor la escena goyesca, con los dientes apretados de rabia. El del suelo se defiende, intenta escurrirse, taparse... — ¡Estáis locos... por favor... yo no he hecho nada...! Se enervan aún más. Lo están convirtiendo en un bulto sanguinolento y siguen, sudando, con saña, como si apaleasen a una alimaña; manchándose de sangre las botas y las porras y las culatas y el suelo... — ¡...por favor...! no me peguéis más..., ¡soy inspector...! —gimiendo—, soy de los vuestros... Se quedan quietos, helados, de golpe; mirándose mientras acarician, incrédulos, la porra y humedecen con la lengua los labios resecos... A uno que no ha oído y aún sigue golpeando, lo paran... 118 Entre dos uniformados levantan al apaleado; está hecho trizas y sangra por varios sitios. Tiene la cara hecha un borrón y se tambalea gimoteando... Se lo llevan, en silencio, compungidos; mientras, en la tasca, los que hemos quedado vamos bajando los brazos, moviéndonos. Nos miramos unos a otros todavía sorprendidos, escondiendo la sonrisa cómplice hasta que los policías acaban de salir y entonces estalla, general y sonora, una carcajada... Vamos haciendo camino y a medida que caminamos algunas preguntas van hallando respuesta... Nuestros ojos y oídos van aprendiendo sin salir de su estupor, vamos aprendiendo a sobreponer la esperanza al miedo y desencanto que nos quieren inculcar...; vamos tomando conciencia de lo compleja que nos ponen la vida y descubriendo que la mayor incógnita del mundo no son tus ojos verde inmenso ni el resultado sísmico de una caricia... Nuestras inquietudes y el medio oprimido en que vivimos nos irán formando una conciencia social, todavía espontánea, pero que será suficiente para dar el siguiente paso... Comenzamos a hacer menos salidas al monte los fines de semana y a participar de un modo más comprometido en el enfrentamiento, respondiendo las agresiones, minando la impunidad, promoviendo la rebelión... Ni siquiera nuestra lengua nos está permitida; les estorba junto a nuestra cultura... Todo signo aglutinador de nuestro pueblo, capaz de promover su conciencia, debe ser destruido. Tan miserables y cobardes son que les duele hasta nuestra identidad. Una noche veníamos por esta misma calle de madrugada, ¿te acuerdas?, de hacer pintadas... Eran las tres de la mañana. Al día siguiente todo el barrio se levantaría con un horizonte de consignas rojas. Nos acercamos por la calle Santutxu hacia la del Carmelo, cuando el ruido de un motor nos detiene. Nos escondemos tras un coche aparcado y miramos. El coche reduce velocidad y un tableteo, que nos hace pegarnos al suelo, rompe la suavidad de la noche; luego, el coche acelera y se pierde en la oscuridad. Han ametrallado la ikastola del Carmelo. Al poco, sin darnos tiempo a levantarnos, llega un jeep de la policía. Se paran enfrente, como si de antemano supieran en donde... Se bajan. Hacen bromas sobre la puntería. Se ríen y miran hacia las ventanas oscuras sintiéndose dueños de la noche. Luego, vuelven a montar en el vehículo y con parsimonia se van hacia la oscuridad... Nos levantamos, despacio, como temiendo que los pliegues de la ropa hagan ruido, con el corazón aún en la boca. Cruzamos la calle atisbando las esquinas y nos acercamos al local. El cristal de la puerta está repleto de boquetes estrellados. En el interior algunas bolsas sangran pipas y caramelos; una cartilla escolar ha perdido su número en un orificio de muerte... Sacamos los sprays y, desafiantes, pintamos en las paredes, por toda la calle POLIZIA HILTZAILE*. ' Policía asesina. 119 ¿Sabes? Poco antes de encontrarme contigo esta tarde, cuando venía caminando solo por Ascao, volví a sentir la misma sensación de entonces, la misma imperiosa necesidad de arriesgar el riesgo, de llevar a cabo lo que te está pidiendo cada fibra del cuerpo sin dilaciones... Los miraba desde los almacenes Simeón y ninguno tendría más de 17 años. Están sentados en la plaza de Unamuno, en una barandilla. Hablan, se les ve aburridos sin otra cosa que hacer que compartir el tabaco y las menguadas ilusiones; tontean con las chavalas que, de vez en cuando, pasan también en pequeños grupos. Visten haciéndose notar, aunque seguramente no saben muy bien para qué. Es una forma muy elemental, seguramente inconsciente, de rebelarse contra la vida hipotecada que les ha tocado vivir. Ni siquiera sabrían definir al Estado ni explicar el papel que juega en sus horas vacías, de mala leche; seguramente hasta ignoran que lo juegue. Protestan de forma natural contra todo y por casi todo, sólo porque no les gusta el mundo en que viven. Y ese es su mundo. Aún no han aprendido a repartir las culpas, pero se entrenan constantemente. Tienen buenos entrenadores. Un coche patrulla pasa a su lado camino de María Muñoz. Se detiene; sus ocupantes se bajan, despacio, tratando de impresionar con su altivez; se les acercan... — ¡Documentación! —les piden con arrogancia. Los chavales, descarados, la buscan parsimoniosamente, sin ganas y haciéndoselo notar a los inquisidores. —Tú eres Iñaki ¿no? ¿dónde vives? —el chaval responde sin dejar de mirarle a la cara, desafiante. — ¿Qué haces fuera de tu barrio, gandul, qué se te ha perdido por aquí...? —continúa el policía. -¡Gandul será tu padre, txakurra! ¡Voy a donde me da la gana! ¿O ahora está prohibido? El policía, rabioso, le da una bofetada tirándolo al suelo, mientras, sus compinches de danone se van a por los otros que les gritan e insultan retirándose hacia la escalera de Begoña. Iñaki forcejea con su apresador que a patadas y golpes logra ponerle las esposas y sigue pateándolo en el suelo. Mientras tanto, todos los que estábamos en las cercanías nos hemos ¡do agrupando alrededor e increpamos a los policías. Estos, ahora todos juntos, asustados ante la marea de los gritos y la cada vez mayor cercanía de los congregados se olvidan de Iñaki, sacan sus pistolas y comienzan a retroceder, pálidos, hacia la comisaría cercana. Iñaki es sacado del follón por algunos, que se lo llevan hacia las Siete Calles... Los demás los cubrimos un rato y nos desperdigamos antes de que la txakurrada vuelva en busca de venganza... Me acordé de tu padre con una sonrisa... ¿Te das cuenta? Es la misma situación, los mismos verdugos de siempre, la misma prepotencia de entonces... Sigue siendo delito ser joven, pero algo ha cambiado; nuestro pueblo es cada vez más atrevido, tiene menos miedo y sabe que podemos vencerlos; es más consciente de sus fuerzas... 120 Contándote esto, viendo aún a los chavales, me acuerdo de Sabin. El gran Sabin...; él también fue atrevido una vez, pero nunca fue consciente... Ocurrió cuando ya estábamos casi decididos a dar el paso más importante; cuando comenzábamos a estar dispuestos a buscar el remedio contra la impunidad de los miserables, dispuestos a salvar los caminos sin salida, las trampas en que esperaban atraparnos... Nosotros acabamos salvándolos, pero hubo muchos que, como Sabin, quedaron aprisionados, para siempre... - V e n por aquí, ¿ves?, en aquellas escaleras que unen Santutxu con Fica encontraron, muerto en el cepo, a mi mejor amigo de la niñez... El gran Sabin.. siempre tan voluntarioso desde los años del colegio. Era un compañero leal y en todo momento dispuesto a hacer lo que fuera por amistad. Pero también demasiado impetuoso e irreflexivo; nunca pudo llegar a entender el mundo en que vivía, sólo que no le gustaba. No calaba el fondo de las cosas ni se preocupaba de intentarlo. Dejamos juntos la escuela y también juntos buscamos el primer trabajo. Trabajos miserables, esclavizantes y además eventuales; no daban para vivir. Pasamos largas temporadas sin trabajo y nos organizamos en la asamblea de parados del barrio. Cuando las cosas se ponían muy difíciles, se hacían expropiaciones de alimentos y cosas así, sólo para ir tirando. La primera vez yo estaba aterrorizado; si nos cogían... Fue él quien me animó, me explicó que era necesario, que teníamos todo el derecho y que había que atreverse... Que sin atrevernos nunca cambiaría nada. Sabin pronto se cansó; era demasiado individualista para buscar salidas colectivas, demasiado impaciente para reprimir el deseo de vivir cada día... Comenzó a darle al porro y sacar algo de dinero vendiendo la mierda entre los amigos. Tuvimos varias discusiones y al final dejamos de vernos; estaba desencantado de todo, harto de todo y dispuesto a todo. No veía la relación entre la explotación, la opresión de nuestra cultura, la inexistencia de futuro para nosotros y la trampa en que estaba cayendo; pobre Sabin, quería eludir la trampa entrando en ella de cabeza... El, que un día se había atrevido a vencer el miedo, fue sometido por su propio egoísmo. Decidió que nada merecía la pena, que era mejor no saber, olvidar compañeros, solidaridades, ilusiones y recuerdos como si sólo fueran retazos de una pesadilla. Trató de vivir al margen de la vida, como sin pasado, como sin fascismo, con la esperanza de salirse de su trama por el estrecho conducto de una jeringa, sin darse cuenta de que también ese camino formaba parte de la red. Y rompió su juventud, alegría y honestidad en el frustrado intento... Seguramente en sus últimos momentos lloró su soledad, de rabia ante el fraude en que convirtió su irrecuperable vida... y decidió hacer todo el camino, irretornable, de un solo paso, como recuperando en un instante de lucidez, el valor y la energía perdidos... Lo encontraron ahí, en las escaleras, con una jeringuilla clavada en la vena y los ojos desilusionados, muertos... Sabin fue definitivo; él, que tanto me había animado y ayudado cuan121 do estaba vivo, me mostraba en un gesto póstumo la necesidad del compromiso militante. Ya no podía haber dilaciones. O seguir al pairo, sobrellevando la vida estéril que nos imponían o tomarla en las manos como nuestra y vivirla con todas las consecuencias, enfrentándonos con la injusticia, viviendo contra ella, contra el fascismo; ese todo que nos envolvía por todas partes sin dejar resquicios y que empezábamos a comprender con nitidez... ...y por fin, la Organización al final del primer trayecto, como la estación segura de nuestros anhelos, como el trampolín desde el que nos daremos nuevo y más seguro impulso hacia el mañana floreciente que nos espera. Y en ella van tomando forma las respuestas, y todo va adquiriendo su nombre y su por qué y también su final... ...y por fin nos sentimos seguros y dispuestos a seguir hasta conseguirlo y sabemos el modo y la multitud de tareas que nos aguardan y que habrá que ir cumpliendo a pesar de las escaseces y del dolor... .. .y tú y yo juntos y convencidos para correr el riesgo de los riesgos, aprendiendo mano a mano, hermanados en el camino y en los sentimientos, buscando y construyendo ese futuro, pariéndolo como nuestro primer hijo... ...y nos sorprendemos por la nueva vida que llevamos, sin el desperdicio de un solo minuto, sintiéndonos más humanos y dignos construyendo la utopía, para que deje de serlo... satisfechos de jugar el papel más noble en el mundo que nos ha tocado vivir... el de creadores de esperanza. Es bueno recordar ahora que fuimos otros sobre estas calles, que tampoco teníamos la expectativa decidida y pudimos encontrarla. Es bueno recordar ahora que fue aquí donde nos hicimos, entre estas murallas de ventanas, es bueno recordar y reafirmarnos en el camino recorrido, reconocernos en nuevas caras, actitudes, gestos, voluntades... Es bueno saber que seguimos el itinerario acertado y que hoy podemos reconocerlo en el mismo paisaje y señalarlo a los que comienzan a caminar... Decididos y seguros. 122 El muro verde Siempre creí que mi pobre abuelo Frasquito no andaba muy bien de la cabeza. De chico, lo veía como el raro de la familia, siempre metido en conversación con todo el que se le acercara pero soltándonos sin venir a cuento cosas que no entendíamos; «Tonterías», como decían la abuela y las tías. Luego me convencí de que todo eso venía de la edad y su invalidez. Así seguí pensando hasta hace sólo unos meses. Mi abuelo estaba ciego, por culpa de un barreno que estalló antes de tiempo cuando trabajaba en la cantera; y ahí estaba lo raro, que ciego y todo, decía que veía cosas y colores donde uno no era capaz de ver nada, donde nadie veía nada. Después del accidente, mi abuelo volvió al pueblo y se vio obligado a dejar de trabajar. El decía que es que lo habían jubilado antes de tiempo, pero yo no estaba muy convencido de esa jubilación, porque siempre lo recuerdo haciendo algo, con las manos ocupadas, levantándose muy temprano, como si fuera a trabajar en el campo. Era un viejecito muy delgado, alto, moreno, con pocas pero profundas arrugas y un pelo corto blanquísimo. Los días de sol pasaba largas horas sentado a la puerta de la casa, haciendo empleita; mientras sus manos se movían ágiles, a su aire, él no apartaba su mirada — porque al fin me he convencido de que miraba — del horizonte de eras, olivos y trigales. Desde muy niño, a mí me gustaba sentarme en el sardiner de la puerta, a su lado, y él sin mover la cabeza y sin dejar de trenzar comenzaba a contarme cosas de antes, de su tiempo; algunas parece que las estoy oyendo todavía: los carnavales de cuando era joven, cómo consiguió casarse con la abuela, arisca como pocas; la guerra, el fusilamiento de su 124 hermano que era de la UGT y cómo él mismo tuvo que irse del pueblo para no correr igual suerte; por eso cambió la azada por el mazo de picapedrero y allí, por la parte de Málaga, fue donde conoció a «los de la sierra». Al llegar aquí siempre bajaba la voz; y si la abuela o las tías acertaban a oírle, empezaban su retahila sobre «las tonterías que dice este hombre». Pero su locura, lo que yo creía entonces cosas de la chochez, venía no de lo que contaba, sino de que tenía la manía de pararse en medio de su narración y decir «...Y allí estaba el muro verde...» Lo mismo daba que estuviera hablando de los tiempos de la República o de cuando estaba en la cantera, siempre sacaba a relucir el dichoso muro que parecía estorbar todo lo que se proponía. Yo al principio le preguntaba qué era ese muro del que me hablaba, y él siempre me contestaba: «Si no lo ves, no lo ves. Ya lo verás algún día». Algunas veces me decía: «Pero si el muro verde lo tienes enfrente. ¿Ves aquellos trigales? ¿O los olivos de la Vereda Ancha? Pues si quieres llegarte hasta ellos ya verás cómo hay un muro de color verde que te corta el camino». Yo me fijaba mucho donde me decía, y por más que miraba no veía ningún muro, ni siquiera una vallita. Recuerdo que entonces me iba desilusionado y triste por no ver nada, pero poco a poco lo fui dejando correr y dejé de preocuparme por el dichoso muríto que, además, no sé por qué tenía que ser de color verde. La última vez que mi abuelo me habló del muro verde fue poco antes de morirse. Yo tenía 17 años y estaba con una cuadrilla de olivareros; habíamos estado trabajando por el lado del cementerio, en una vieja dehesa, plantándola de olivos. ¡Qué orgulloso me sentí cuando vi las estacas alineadas! Mirándolas, creía ver los olivos crecidos, convertidos en los más hermosos y cuajados de toda la vega. Me faltó tiempo para ir a contárselo al abuelo... Ni siquiera me dejó terminar; indiferente a mi entusiasmo, me dijo: «Tuviste las estacas, pero no tendrás los olivos. Desde el mismo momento en que los plantasteis los rodearon con un muro verde». Me dejó frío y creo que le contesté de mala manera: «¡Ya estamos con lo del muro! ¡Qué sabrás tú de muros y olivares si ni siquiera te puedes mover de aquí! Me parece que ya chocheas más de la cuenta». Sus manos se pararon; me miró —sí, ¡me miró!— y me respondió, despacio, como el que dice una sentencia: «Esos olivos no serán tuyos hasta que no tiréis el muro verde. ¡Ni tú ni ninguno de tus compañeros tendréis ni una aceituna de ese olivar hasta que no echéis abajo el muro!». Era tanta su seriedad, su casi solemnidad cuando me dijo esto que yo me retiré sin saber qué decirle. Y ya no volvimos a hablar más del asunto. Hoy puedo decir que ese fue su testamento, un testamento que tardé algunos años en recoger y comprender; justo hasta hace unos meses, cuando yo también vi lo que entonces me parecían locuras y manías de un pobre viejo. Murió el abuelo Frasquito y, como ocurre siempre, pronto no fue sino una lápida que visitar para los Santos; luego, ni eso. Sus «tonterías» y sus extrañas visiones se fueron quedando atrás, perdidas entre los dichos y chascarrillos familiares. Mucho cambiaban las cosas en el pueblo para andar liado con recuerdos de viejos. Lo más doloroso, que poco a poco, casi sin darnos cuenta, fueron desapareciendo las fábricas de aceitunas, las cantarerías, los olivos que plantar, el algodón que recoger; metie125 ron más y más modernas máquinas, aparecieron el girasol y el cártamo, las peonadas se fueron espaciando y llegó el día en que el tiempo de paro fue mayor que el de trabajo. A todo esto, nosotros seguíamos viviendo. Yo me eché novia, me casé y a mi primer hijo le puso Paco, porque lo de Frasquito ya no se llevaba. Pero los goces de la vida familiar se me escurrían entre los dedos; cualquier ilusión, cualquier asomo de felicidad quedaba anulado por la aventura diaria de buscar un cacho de pan. Apenas sí hacíamos falta en el campo, y si no era eso, a ver qué íbamos a hacer en el pueblo; ¿a dónde ir? Malvivíamos todo el año, pidiendo fiado aquí y allá o haciéndonos los ciegos ante la limosna del empleo comunitario. Siempre con nuestras esperanzas puestas en el verdeo o la limpia de los olivos para poder pagar las trampas de todo el año; la rebusca o la recolección de espárragos y caracoles volvieron a formar parte de nuestra vida cotidiana. Recuerdo que sentí un repelo la primera vez que me di cuenta de adónde estábamos yendo a parar: esas eran las cosas que hacían nuestros padres y abuelos durante el «año de la hambre», tras la guerra. ¡Eran las cosas que nos contaba el abuelo Frasquito! Y tuve que ver el día en que mi chiquillo comenzó a mirarme pidiendo algo más que el potaje en invierno o el gazpacho en verano, y yo tuve que irme a deshora a la taberna para no sentir su mirada. Cada vez que pasaba por el olivar de más allá del cementerio, sentía una cosa aquí dentro... Era hermoso, el más hermoso; incluso fui de los primeros que estuve verdeando en él y luego no dejé de ir ningún año. Sin embargo, apenas sí era dueño del macaco que me servía para recoger la aceituna. Un día, no hace ni siquiera un año de esto, nos enteramos de que iban a hacer lo que ahora llaman una reestructuración. Iban a arrancar muchas fanegas de olivos y sembrarlas de girasol; era más rentable, decían. ¿Qué iba a ser de nosotros? Nos iban a quitar lo poco que nos quedaba... En el pueblo había algunos sindicatos que echaron papeles denunciando lo que querían hacer con los olivos. Luego vinieron las huelgas de hambre, los encierros y las huelgas generales; causaba impresión ver a todo el pueblo reunido en la plaza; hasta de la capital llegaba gente a soltarnos sus mítines. Pero se ve que los únicos impresionados éramos nosotros, porque la reconversión esa no había quien la parara. ¿De qué servían nuestras protestas? Yo me miraba las manos y las cerraba de golpe cuando veía las máquinas meterse en el olivar del cementerio. ¡Qué pena! Tan joven que apenas empezaba a dar frutos y era uno de los condenados. ¡Me sentía tan inútil...! Por fin, los jornaleros del pueblo decidimos ir todos juntos a la finca, ocuparla pacíficamente y parar las tareas de desmonte. Según algunos que de esto entendían, de esta manera nuestra voz y nuestra desesperación llegarían hasta los señoritos y hasta el mismo gobierno; les haríamos comprender que esto no podía ser, que con cada olivo que arrancaban, arrancaban la vida a un jornalero; tenían que entender que el campo es grande y que hay para que todos podamos vivir; había que conmover sus almas y sus conciencias... ¡sus negras almas y sus malditas conciencias! Han pasado algunos meses, pero no se me va de delante de los ojos lo que ocurrió aquel día ni nunca voy a olvidarlo; creo que si estuviera 126 ciego como mi abuelo seguiría viéndolo todo, igual que él veía cosas que nosotros éramos incapaces de ver. Había vivido tanto y sabía tanto... Y al olivar fuimos todos una mañana. ¡Qué buen día hacía! ¡Qué buena cosecha nos prometía ese año! Ibamos todos los jornaleros del pueblo y de otros pueblos de la comarca; llevábamos una azada y una talega con algo de comida. Con nosotros se vinieron las mujeres y los chiquillos; ese día ninguno fue a la escuela. La azada nos serviría para limpiar de matojos el pie de los olivos, y así demostrar que no queríamos que los arrancasen, que nos necesitaban, que queríamos y podíamos trabajarlos con el cariño que sólo nosotros podíamos darles. Marchábamos serios, pero con el corazón lleno de esperanzas. ¡Por fin iban a oírnos! Conforme nos acercábamos, íbamos oyendo el ruido de los tractores. ¡Qué pena! ¡Qué pena de olivos! La azada que cargábamos nos pareció de pronto un objeto inútil... Pasamos el cementerio y vi el olivar, mi olivar... Y de pronto, ¡¡allí estaba el muro verde!! ¡Lo veía! ¡Lo veía por primera vez, interponiéndose entre nosotros y los olivos! Verde oscuro y sucio, verde amenaza, verdín de cosa estancada... Un muro alto, compacto, impenetrable... ¡El muro de que me hablaba mi abuelo Frasquito! Un muro verde que, sin embargo, se movía, nos insultaba, marchaba hacia nosotros, nos lanzaba una descarga de rayos y truenos que nos asfixiaba, que nos golpeaba, que nos castigaba con la muerte si intentábamos siquiera tocarlo. Mientras muchos compañeros echaban a correr hacia el pueblo, yo empecé a gritar; no sé bien lo que decía, algo así como «¡Ya lo veo, abuelo! ¡Ya lo veo!». Estaba como loco; por mis ojos entraban la sorpresa, la rabia, el terror, la desbandada... todo revuelto y todo a la vez, con ráfagas acharoladas de culatas que se alzaban y caían. Mi chiquillo lloraba y me tiraba del pantalón llamando a su madre. Sentí un estallido en la cabeza... y ya no me enteré de nada más. Cuando desperté, lo primero que sentí fueron los gritos y lloros que inundaban toda mi casa. Tardé un poco en comprender que no eran por mí. Luego supe que con las carreras, mi chiquillo... el LandRover... aquel cuerpecillo de mi Paco... ¡Qué de cosas han pasado en menos de un año! Después de aquello y de lo de mi chiquillo, algunos volvieron con las huelgas de hambre, los encierros y cosas por el estilo; sin embargo, yo sigo con luto en el corazón y mi mujer no ha dejado de llorar. El olivar no existe ya... Y no soy el mismo, abuelo; he conocido tu muro, pero también he conocido a otra gente. Ya no hago huelgas de hambre pero, mira lo que son las cosas, vuelvo a tener esperanzas. También ahora digo «tonterías», como tú, pero así vamos siendo cada vez más los que comprendemos tu testamento, los que sabemos que este muro no se tira con ruegos, lágrimas y papeles. Ahora, abuelo, entiendo lo que me contabas sobre «los de la tierra», aquellos que bajaban a la cantera a pediros cosas, aquellos cuyos ecos atronaban la serranía y hacían temblar el muro. Ya no me quedo mirándome las manos... porque mañana por la mañana nosotros le vamos a hacer un resquebrajón a ese muro. Te lo cuento a ti, abuelo, a ti sólo; te lo debo, lo estabas esperando... Somos tres, de aquí del pueblo, los que vamos a hacer sonar los ecos de nuevo; los ecos de los jornaleros ya no serán de llanto nunca más. Y él es un teniente de los que estuvieron 127 allí, donde mi chiquillo, en mi olivar... Lo tenemos todo preparado; y saldrá bien, abuelo, como lo de las cosechadoras que ardieron. Y luego la brecha se hará cada vez más grande, y por ella se irá colando cada vez más gente. Porque lo importante es que, aunque somos pocos, somos cada vez más; vamos a ser cada vez más, abuelo... Y tiraremos el muro. 128 Z.U.R. no y seguirá lloviendo todo el día monótonamente como si te arrullasen el sueño y mientras tanto éstos no acaban de llegar pero aún faltan cinco minutos luego como balas al monte de cabeza al peligro pero tranquilo no hay que darle más vueltas tenemos que hacerlo y mejor bajo esta lluvia fría y pegajosa cubriendo nuestras huellas cobijándonos como el otro día bajo las planchas oxidadas de allí al lado del barracón pequeño también llovía y tuvo que aparecer ese renegado de Veiga que aparte es tonto queriendo convencernos de que es mejor acogernos al plan del gobierno y las ZUR zonas de urgente reconversión de patitas a la calle porque de lo otro nada este tipo bien vestido para qué tiene que mirarme qué me miras mamón seguro que no es pasma un oficinista o algo semejante vendedor de cualquier cosa sale ahora de la tienda y me mira casualmente ahora se mete en el coche y se va con la lluvia y todo el vaho que parece casi niebla mira aquél corriendo con la barriga dándole saltos parece que lleva un saco de patatas se mete en el portal y tiene cara de estar renegando como cualquiera con este tiempo ZUR como mucho ponen cuatro talleres donde a lo mejor entramos quinientos reconvertidos y los otros cinco mil todos desperdigados por las aldeas y por las calles buscando trabajo como desesperados para tal vez caer en manos de uno de esos explotadores que son como vampiros en el trabajo negro chupándote la sangre catorce horas o más al día peores que los del consejo de administración del astillero que se reúnen hoy dice el periódico y si dices algo a la calle y muchos en las aldeas amargados con el azadón al hombro pero no porque están echando a los campe130 sinos quieren reducirlos de cuatrocientos a setenta mil y además no podrían arrancarnos el recuerdo de las pinzas y el soplete y las asambleas porque somos obreros del metal hacemos barcos soldamos y cortamos acero no podrían hacernos campesinos atados a la vaca y la parcela con esas ansias que tienen por la tierra como que han enterrado su alma en ella ZUR mejor sería zonas de urgente revolución dos minutos puede que el coche sea malo y la lluvia lo haya estropeado del todo pero no creo Val es previsor y tampoco quiere saber nada de la aldea me vine de allí para no morirme de hambre y no seguir aguantando aquella mezquindad de pequeña parcela así que ahora no volveré como no sea dentro de una caja de pino entonces nos quedaremos casi todos aquí se quedarán porque lo nuestro ya es otra cosa y se morirán de hambre y miseria si antes no estallan y lo revientan todo lo harán si no siguen a los hijoputas como Veiga dice que es inevitable que es la marcha del progreso del que todos nos favorecemos para su progreso van a meter máquinas nuevas automáticas robots dirigidos por ordenador y el trabajo de diez lo hará uno solo de esa forma pagan menos sueldos y como somos muchos buscando trabajo admitirán sólo a los más sumisos dicen que así podrán competir con los otros capitalistas de Japón o Inglaterra y eso es verdad pero nos debe servir de lección y aprender lo que valemos para esos canallas lo mismo que un electrodo te quemas en la soldadura y cuando sólo queda de ti un cabito fuera a los desperdicios se va el del saco de patatas se ha parado tiene prisa pero mira como llueve vuelve al portal tienes no te hubieras olvidado el paraguas gordo deberías saberlo nos echan al basurero cuando estamos para el desguace o cuando pueden sacar más dinero sin nosotros pero nuestras manos no sirven sólo para trabajar y la cabeza la usamos para pensar a pesar del fútbol anuncios coches también podemos empuñar armas y hacer planes para la revolución aunque algunos tendrán que espabilar a palos como el bobo aquel de ayer no compañeros no hagáis la barricada que eso es terrorismo y así estarán justificados para machacarnos qué vendido esquirol pero a poco más se va de cabeza a la ría retrocediendo asustado y echando ojeadas a la barandilla y abajo el mar cada vez más cerca luego no dijo ya más tonterías mirando con ojillos de ratón la barricada ardiendo con todo aquel humo y después la batalla todo el día estuvo bien pero Castro dice que no es suficiente y tiene razón el gordo se fue debía ser el dueño ayer por la noche en la choza del campo Castro hablando casi todo el tiempo solo nosotros con la cabeza a marchas forzadas meditando todas las consecuencias de lo de hoy luego se hizo tarde y había que estar despiertos hoy temprano a ver ya es la hora tienen que estar llegando no se ve muy lejos con esta lluvia neblinosa y fría el semáforo en rojo ahora ha puesto el intermitente aquel coche sí es el de ellos conduce Val pero sólo vienen dos bueno Castro espera en otro lado no dijo dónde pero Val debe saberlo ahora llueve más pobre Val casi no cabe tiene que ir medio doblado y Pepe al lado me hace un guiño bien Crees distinguir a Antón al lado de la parada del bus desde el semáforo en rojo. Sí, es él. «Ahí está Antón», le dices a Val por si acaso. «Sí, 131 ya le he visto». Acerca despacio el coche al borde de la acera para no salpicar con el agua abundante y sucia que corre rechazada por las rejillas obstruidas de las alcantarillas. Antón abandona la protección escasa de la parada y se sienta atrás con una expresión de enojo contra la lluvia reflejada en sus ojos. «Hola...», saludos concentrados y breves. Después, silencio. Te zambulles en tus pensamientos mientras Val, a tu lado, repliega su largura exagerada por enésima vez para acomodarse un poco a la estrechez del vehículo y conducir fijando su mirada en la cinta negra y líquida. Piensas, «el tiempo está bueno para las sorpresas... aunque en un día así cualquier cosa es posible... como que ella estuviese aquí participando...» Recreas un prado sobre el mar dos años atrás, cuando apenas la conocías. «Mira, en ése quemé yo muchos electrodos... Ahora mis soldaduras van a recorrer el mundo». Enfrente, al otro lado de la ría, imponía su grandiosa presencia un petrolero. Brillaba en las rampas del astillero, encendido por la luz rojiza del crepúsculo. Te echaste hacia atrás sobre la hierba y soñaste con países cálidos, mares tranquilos frente a costas arenosas desde las que, extrañamente, un árabe de piel curtida vigilaba con desconfianza el paso del gran buque. La voz de Rosa llegó cálida, pegada a tu oreja, «Entonces también habrá algún recuerdo mío viajando por el mar, algún defecto que habrás cometido por estar pensando en lo que no debes». Te sonreiste y le mordiste la oreja con un susurro: «¡Presumida...!» Una brisa suave, torbellino exuberante de yodo y salitre, abrazó vuestros cuerpos sobre la hierba. Rosa trabaja en una ferretería vendiendo todo tipo de trastos. Casi ayer estabais decididos a casaros, pero la incertidumbre del futuro ha decidido que esperéis. La crisis, la reconversión de la naval, la lucha de todos te ha ayudado a decidirte por un mundo claro y libre... pero también duro, peligroso. Ahora, mientras las escobillas barren la cortina de agua que lava el parabrisas, dudas, no sabes si Rosa querrá andar por este mismo sendero. Siempre habías pensado «todavía es pronto», siempre has creído que ya llegaría el momento de explicarle las cosas, cuando tú mismo lo tuvieses todo claro. Ahora estás decidido a empezar y confías en que todo vaya bien. Lo tienes bien pensado. Antes de decirle nada concreto, comenzarás por hacerle ver cómo la lucha sindical, por sí sola, no puede resolver la situación a que estamos abocados miles de obreros con la reconversión. Luego, poco a poco, irás pasando a las ideas un poco más comprometidas. Y según veas cómo reacciona, seguirás adelante o no. En realidad, ella nunca se opuso a las acciones violentas de los obreros contra los capitalistas; ni a los golpes de la guerrilla. Pero eso siempre le cayó un poco lejos. Veremos qué dice cuando se sienta parte implicada. Lo malo es que podría ser un poco tarde... Vamos, no temas; todo saldrá bien. Conoces el plan al detalle y sabes que más no se puede mejorar. Ayer, en la vieja casucha del campo, Antón fue el que puso más pegas, pero tú mismo tenías algunas dudas que él supo expresar. Y ahora todo está claro, y Antón va decidido en el asiento trasero, renegando de vez en cuando contra la lluvia. Val estuvo callado durante la reunión, decidido desde el principio. Recuerdas que sólo habló una vez. «Para mí está 132 muy claro; lo he pensado mucho y está claro que tenemos que hacerlo. O eso, o meternos en casita a rascarnos los cojones y ver cómo nos mean. Siempre podríamos decir que llueve.» Echó a todos una corta y sonriente mirada antes de terminar, «... pero siempre, en lo más íntimo, sabríamos que nos mean». Pocas palabras, pero absolutamente claras. Y tú le diste la razón, a pesar de lo duro que resulta todo esto. No podrías vivir tranquilo, después de lo poco que has aprendido, consintiendo que esos cerdos campen a su aire mientras para los que trabajan se concentra todo lo miserable y doloroso. Ahora también sabes que seguirán imponiendo su ley mientras tengan la sartén por el mango, el poder. Y eso es precisamente lo que hay que quitarles. Pero cómo... sólo de una manera, la que ahora emprendes... — Oye —Antón se inclinaba hacia delante y tocaba el hombro de Val—, ¿funciona la radio de este cacharro? A lo mejor dicen algo de lo de ayer. . — A ver... —Val movió los diales hasta ajusfar con bastante nitidez la voz apocada de un locutor. «... de una tumultuosa asamblea en la explanada del astillero, cuatro mil trabajadores salieron en manifestación cortando seguidamente la circulación por el puente de la ría, donde levantaron dos barricadas a las que prendieron fuego. El grueso de los manifestantes continuó hacia el centro de la ciudad. En la carretera de acceso, a la altura de la barriada Sur, detuvieron un jeep de la marina, cuyos ocupantes hicieron caso omiso de las amenazas de los trabajadores e intentaron continuar hacia el arsenal atravesando la manifestación. Grupos de trabajadores airados desalojaron a los ocupantes del vehículo y a éste le dieron fuego... ¡Ahí, ahí! saltaste, sin poder contenerte— ¡Eso estuvo cojonudo! — ¡Calla, calla! A ver si dicen más... «... se dividieron en grupos de algunos cientos de personas y colapsaron con sus acciones el desarrollo normal de la vida ciudadana durante todo el día. Decenas de bancos y otros locales públicos fueron apedreados y sus cristaleras rotas; las mesas y sillas de las cafeterías del centro fueron elemento preferido por los alborotadores para levantar barricadas e incendiarlas. Muchos de ellos, con los rostros cubiertos por pasamontañas...» Una línea de alta tensión que cruzaba oblicuamente la carretera ocultó la voz del locutor bajo un zumbido uniforme y molesto. Cuando volviste a oír la emisora, alguien hablaba del mejor lubrificante para coches. Ya habían dado la noticia. Val y Antón la comentaron brevemente... la situación exigía concentrarse en otra cosa. Ayer tú también estabas en medio del huracán, hoy estás a punto de dar un paso más decisivo... ¿Cómo, cuándo empezó todo? No sabrías situar el momento con exactitud. Quizás fue cuando Val te presentó, previas y misteriosas precauciones, a Castro. Pero sospechas que, en realidad, ocurrió mucho antes; en el mismo momento en que tus ojos se abrían bajo la presión de la tenue luz en el interior de una pequeña casa de techo combado y muros de piedra rezumantes de humedad. Luego todo fue dejarse llevar, sometido a fuerzas incontrolables, emanadas tal vez de un pun- 133 to lejano, allá arriba. Hasta que comenzaste a comprender que no emanaban de arriba sino de abajo, y que se hacía necesario comprenderlas y utilizarlas. El coche se acerca al borde de la carretera, sonando escandaloso el tac-tac del intermitente, cerca de un camino que se pierde en medio de los campos verdes velados por la bruma. Aquí subirá Castro... un hombre borrando sus huellas en estas nieblas silenciosas, lejos de la mujer y la hija que le esperan en tierras más soleadas y que tal vez sueñan nuestros mismos sueños. Ahí viene, encorvado bajo la capucha azul del anorak chorreante, se acerca a la carretera saltando los charcos del camino. Después de salir a las afueras de la ciudad, siguiendo las curvas del asfalto bajo la lluvia, el coche se detuvo al borde de la cuneta cerca de un camino de tierra que se perdía en las brumas verdeoscuro. En un lugar cercano, bajo un roble frondoso, casi en el lindero del bosque que asciende los montes, Castro observaba la carretera en un largo tramo. Vio cómo se acercaba el coche y permaneció unos instantes oteando. Luego, de un impulso se encaminó hacia allí saltando los charcos del camino. — ¡Vaya día! —y cerró la portezuela de un golpe. — Para nosotros es cojonudo. La lluvia nos protege —dijo Val. — Sí, es cierto. Con este tiempo andarán todos los pasmas un poco más adormilados. Antón, en el asiento trasero al lado de Castro, se arrimó contra la puerta opuesta para no mojarse más aún con el contacto de sus ropas. — Bueno, vamos allá. Les vamos a meter un buen susto a los fachas. El buen humor y el ánimo en la voz de Castro disimulan cierto nerviosismo tenso que le recorre las venas. Esta es también su primera acción, pero su pensamiento no está tanto en las próximas horas, en las que el éxito militar está casi garantizado por la sorpresa. Su mente recorre tensa todos los hilos de la infraestructura. Son muchos cabos que hay que mantener seguros; hay que poner todos los medios para que no peligre la seguridad de la organización. En la mañana del sábado, el coche escalaba por una pista sin asfaltar, desnuda y erosionada, llena de baches señalados por el agua estancada. Se adentraban en la sierra brumosa. Los pinos soportaban aburridos la pesada cortina húmeda moviéndose a veces perezosos, como tratando de eludir la caricia dulzona y amorosa de la lluvia. Por la derecha, al fondo de un valle estrecho y profundo, un riachuelo de aguas saturadas de lodo saltaba entre peñascos y espumas grises. Tras una curva, el panorama se abrió mostrando un horizonte de nubes lentas e hinchadas sobre la ría. La pista atravesaba ahora una pequeña llanura. A la izquierda, una ladera de bosque ralo; por la derecha, la falda de otro monte en el cual el terreno había sido profundamente maltratado en un área extensa y cuadrada. Una cantera de granito, la montaña enseñando al viento su entraña desnuda. El coche se detuvo cerca de la obra y Pepe descendió cubriéndose con el anorak azul, dispuesto a esperar vigilante e inmóvil. Los demás continuaron hasta que llegaron al lado de una construcción de madera cu134 bierta por techo de uralitas. Antón y Castro bajaron con rapidez y se acercaron a la chabola. Salió el guarda ligeramente alarmado. — ¿Qué hay? — Esto es lo que hay —Castro le apuntó con un arma corta mientras hablaba —. Tranquilo, que no pasará nada si haces lo que te digamos. Date la vuelta. Bien, las manos atrás. Ahora te ataremos y te amordazaremos. Luego nos llevamos la goma y después avisamos para que vengan a soltarte. — Pero... ¡¿qué van a hacer?! Por favor, que tengo mujer y dos hijos... Poco tiempo les llevó coger las cajas de dinamita y cargarlas en el coche. Luego, recogieron a Pepe, que tiritaba en su puesto de vigilante, y emprendieron el regreso lo más rápido que les permitían los baches de la pista y el mayor peso del coche, cargado al máximo de su capacidad. — Los detonadores los tienes aparte, ¿no?... Bien, bien; todo salió bien. Caminamos por las calles semidesérticas cercanas al centro. Después de las batallas del día, en nuestras retinas persiste ardiente el fuego de las barricadas ya apagadas y nos resuenan en los oídos las consignas y el estampido seco de los disparos. Hay muchos comercios cerrados, no sólo porque ya son casi las nueve. Hoy se sumaron a la huelga de buena gana; a ellos también les afecta el que echen a la calle a tantos obreros del astillero. Serán menos clientes y, por tanto, menos dinero. Al lado de estos comercios hoy inactivos, vemos cómo se apodera de otros muchos la implacable soledad, el polvo y las sombras. Son los que han tenido que ir cerrando por ruinosos a lo largo de esta crisis que, como un torbellino devorador de hombres y cosas, parece no tener fin. Los rincones de la ciudad son páginas de un libro que narra sus avances. Vamos por las aceras bajo un cielo de plomo gris. Grupos de jóvenes se reúnen, casi al azar, cerca de los portales o en el hueco cubierto y rodeado de escaparates de alguna tienda. Algunos comentan épicamente su decisiva participación en las luchas de hoy; otros, simplemente permanecen serios, casi callados e inmóviles, quizás esperan o se preparan para tomar una decisión importante. Aquí y allá uno nos saluda, hacemos un gesto cómplice a otro. Al pasar por la plaza del caballo, vemos un hato de uniformes antidisturbios en retirada, subiendo en furgones marrones como ellos. Cientos de ojos convergen allí cargados de odio. No es necesario que los gritos expresen esta silenciosa despedida a las mesnadas descerebradas de la burguesía. Sin pararnos, porque el reloj nos advierte que es tarde, cruzamos la plaza y caminamos por la acera en cuyo final, mirando casi los campos, se encuentra el bar que hemos escogido como punto de reunión. El bar de María tiene una buena cosa: el reservado trasero, con salida a la otra calle, y las paredes de sorda cantería. Además, allí no entran casi nunca ni los señoritos ni sus perros. Un cartel lo dice bien claro: «Prohibida la entrada a los perros». Es pequeño, pero se lee claramente sobre el desconchado espejo detrás de algunos estantes de botellas mohosas. Incluso el municipal que de vez en cuando va a tomarse una copa, no para allí más de cinco minutos. A veces el silencio se hace desagradable y ofen135 sivo. El guardia sólo entra cuando prefiere sustituir la molestia de la lluvia por la del silencio, y porque aquel bar es el más próximo a su puesto en el cercano mercado, donde hace la ronda diaria. — Hola, Juan. Ponnos dos tintos, y danos también un par de quinielas. Como siempre, el aire tiene aquí la armonía que necesitamos. Grupos de obreros sentados en torno a las viejas mesas de mármol y hierro forjado se olvidan a veces de la estrategia del tute o dominó para trazar con sus brazos fornidos alguna jugada de la lucha librada hoy contra la policía y los pancistas del centro. — Eh, Antón, siéntate aquí que nos falta uno para la partida. A Pancho le dieron un porrazo democrático y se ha ido a casa con un parche en la frente. — No puedo. Dentro de nada llegan los colegas para rellenar la quiniela — sonrió moviendo las manos en un expresivo gesto—. ¡A ver si esta vez nos toca algo! — Bah, ni lo sueñes. Eso es otro engañabobos más. Esperamos. Antebrazos apoyados en la barra e impaciencia. Pero pronto llegan nuestros compañeros. «Bueno, vámonos dentro...» En el reservado, Val se toma el tinto de un trago y el tabernero está viendo cómo un montoncito más de monedas se escurre tintineando hasta su bolsillo mientras le llena de nuevo la tacita de barro. «Parece que cada vez las hacen más pequeñas, para que los taberneros sangréis al obrero.» «Qué va; eso te parece a ti porque estás creciendo», y el rechoncho Juan se retira flotando como un globo, sonriendo irónico y seguro de su ingenio. Una vez solos, Castro abrió el fuego haciendo un resumen de la situación general. El gran buitre carroñero del otro lado del océano intenta clavar sus garras en los Andes, pero las montañas prometen ahogarlo en sangre. Aquí, las columnas que soportan todo el peso de los palacios se pudren y se astillan bajo los golpes de las mazas. Cuando, en apoyo de lo dicho por Castro, intervenía Antón, la entrada de la tímida hija de María, una niña de EGB, desvió la conversación hacia las posibilidades del Celta contra el Sevilla en casa ajena. Ella, con la mirada perdida en inconcretos temores que reptaban sobre las baldosas del suelo, susurró «la baraja y la jarra». «Vale», dijo alguno de nosotros, «no habrás ido a comprar los naipes a estas horas...». No respondió nada de momento, sustraída por sorpresa de su laberinto temeroso. Luego, cuando con menudos pasos cruzaba el umbral, comprendió la indirecta y sus mejillas enrojecieron como banderas, «Es que estaban jugando todos y no había ninguna libre». Planes para el futuro. Explosiones que invadirán el recinto intocable del corazón hipócrita y leproso haciéndole latir desbocado hasta que estalle en mil pedazos. Llamas alegres como carcajadas haciendo huir a las ratas de sus alcantarillas, acostumbradas a la oscuridad. Risa incontenible que se expande sobre un oleaje infinito de manos callosas. También hay dolor, momentos difíciles, pero ya no puede haber tristeza porque en los campos y ciudades revientan al sol las flores risueñas e iracundas, y por el aire flota siempre nuevo el aroma de la libertad. Se concreta ante la oscura fortaleza como un ariete de pura energía impulsado por brazos 136 que se suman y renuevan; cuando uno decae, cientos llegan a ocupar su puesto. Y llegará el momento en que el grueso portalón empiece a ceder; entonces estará al alcance de nuestras manos el momento sagrado, insurrección revolucionaria victoriosa, punto de choque decisivo que garantiza el nacimiento de lo nuevo. Será el momento de enterrar la vergüenza de dos siglos en la excavación que hemos construido pacientemente durante tanto tiempo. Pero ahora hay que ampliar la fosa; debe ser bien ancha y profunda para que quepa tanta mierda. Nosotros ya tenemos los picos y las palas de fuego; ahora debemos irnos al tajo. A las diez y cuarto habíamos acabado la reunión y rellenamos las quinielas a toda prisa. «Anda que sois bien concienzudos. Esta vez seguro que sacáis una de trece por lo menos», comentó con su socarronería habitual el tabernero, cuando ya nos íbamos. Pero quizás se le habría helado la sonrisa en el rostro si sospechase que habíamos roto al fin con el miedo y nos disponíamos a vivir en una realidad eludida antes, cuando todavía no habíamos asimilado una verdad elemental: que esperar inmóviles la libertad es estar muertos, aunque tus pulmones respiren el aire fétido durante cien años. • 137 Escenas de una guerra I Pienso que aquel tiempo fue duro, su esencia áspera como la savia de un árbol. Pienso que se inició una guerra necesariamente cruenta, porque necesario era defenderse y destruir al enemigo sublevado, y porque necesario era para el otro exterminar el espíritu sano y el aliento liberador que poseían los sojuzgados. Pienso, creo, afirmo que, conociendo los objetivos de uno y otro bando, se concluirá que aún hoy esos objetivos están en pugna, en confrontación, en lucha, en guerra. En guerra, sí, una guerra que nos impusieron, que nos imponen y que nos impondrán, hasta que seamos nosotros quienes le demos término. Hasta entonces seguirá saliendo el sol y seguirá habiendo guerra, la guerra entre ellos y nosotros. Nosotros que somos pueblo y ellos que son Estado, Empresa, Banco, aparatos, instituciones... II ... como estaba diciendo, yo ya sabía que había habido una guerra y aquel día veo por primera vez la fotografía de un hombre con cara de 138 bueno, mi madre me dijo que ese era mi tío, me gustó que ese hombre con cara de bueno fuese mi tío; les pregunté a mis hermanos que si habían visto al tito, y sí lo habían visto, pero el tito, me dijeron, había muerto; a mí, la verdad, no me consternó excesivamente, para mí la muerte era algo como una triste marcha en la que los parientes se quedaban tristes y hacían comentarios tristes sobre la persona muerta. Yo iba todos los días a la habitación de mis padres a verlo; mi padre siempre que lo miraba lo hacía muy serio, de él aprendí yo a mirar a mi tío con seriedad, en una ocasión vi a mi padre sentado en la cama, había dicho mierda, pero muy bajito; tenía los brazos apoyados en las piernas y la cabeza entre las manos, me fijé bien porque no me creía que mi padre estuviese llorando, al rato llegó mi madre le acarició, le dio un beso, le riñó, y mi padre dijo algo que no entendí, mientras tanto yo jugaba con Esperanci, que estaba en la cuna y se reía con los cachetes colorados y los ojos cerrados. Cuando creí que ninguno me miraba salí de la habitación y me fui a buscar a mi hermano Juan. Juan era de los que contestaba a las preguntas que le hicieras si es que no le preguntabas mucho. Fue él el que me dijo que a mi tío lo habían fusilado los de Franco, pero luego añadió que no se lo dijese a nadie. Sólo se lo dije a Carlos que era mi compañero de pupitre y mi mejor amigo en aquellos años de escuela. Carlos me dijo que también a su abuelo lo habían fusilado y que su abuela era republicana, me dijo en secreto que también a otros niños le habían fusilado a algún pariente, y yo sin saberlo: media clase tenía el mismo secreto que yo tenía. No fue que me desilusionase pero desde luego que aquello no me gustó nada. No llegué nunca a enfadarme con mi tío, por eso a pesar de todo seguía yendo a la habitación de mi padre para verlo. III ... al finalizar la guerra convencional que se desarrolló entre los años 1936-1939, ya Madrid había caído en manos de los fascistas alemanes, italianos, de los mercenarios marroquíes; ya no era capital de la República, sino ruina, escombros, sangre, cementerios, burdeles, hambre, cárceles; ya atravesada por los que se enajenaban gritando ¡VIVA LA MUERTE!; ya patíbulo, escenario de desfiles de las tropas fascistas; escribió Miguel Hernández: «En el fondo del hombre, agua removida. En el agua más clara, quiero ver la vida.» Una generación valiente que decidió combatir hasta el último hombre para devolver el sosiego al hombre. Sabían que sólo con sus vidas levantarían a sus hermanos caídos; uno mira hacia atrás y quisiera que nadie hubiese caído, que nadie hubiese sido fusilado, que ojalá... pero uno 140 no construye la historia, un millón de muertos y una razón que sigue latiendo, la misma razón con un millón de muertos por defenderla. Combatieron con el sabor que sólo da la certeza, el sabor de la pólvora. Nuestros hombres y mujeres se marcharon al monte, a la sierra, al llano, todo territorio era campo de batalla. La tierra era de ellos, la labraban con sus pasos firmes y abnegados. De ellos era la vida; el presente lo hacían historia brava. La vida se les pegaba a la camisa como el aire, la respiraban, la digerían, la apretaban. En las noches de guardia la besaban con la fuerza y la gloria del soldado. Era de ellos... el guerrillero lo sabía, abría sus ojos, los oídos se le hacían almas alertas, los árboles callan, la lechuza le hace compañía. La luna se disuelve entre nubes flemáticas, el arroyo suelta su suspiro de agua helada. Se apoya en un árbol, cruje la corteza dormida y vieja, enciende un cigarro, cruje una rama, la lechuza le muestra sus ojos de lámpara incivilizada, cruje otra rama... — ¿Quién va? —prepara el arma. — Soy yo, el Antonio, vengo herido —le responde una voz apagada. La luna desaparece tras el manto de una nube completamente negra. Un tictictictictactictac, se oye en el bosque. La lluvia débil, nocturna, reparte sus lágrimas, parece una madre de pelos blancos y enlutada. — ¿Qué ocurrió? — Caímos en una emboscada de la guardia civil; los camaradas fueron rematados en el suelo, sólo el Rubio está en el cuartel. — Lo matarán. Ven, acércate. Sangre, la guardia civil sangre. Los años corrían lentos, como coágulos de sangre, sin tiempo. IV Querida Ana: Hoy después de tanto tiempo sin tener noticias mías, por fin puedo escribirte. Hoy no me reconocerías, no soy yo, me falta la mano que te acariciaba, la cara la tengo reventada. Me sacaron a un hospital para extraerme el ojo enfermo, como si fuese una muela. No soy yo, yo me quedé entre los árboles, en el campamento, junto a mis camaradas. Por cómo me miran los carceleros sé que pronto me matarán, pero no me preocupa la muerte, algún día tenía que llegar. Cuida a nuestro hijo, háblale de su padre, de nosotros, edúcalo bien para que se haga un hombre digno. No te pongas triste cuando me maten, deja que la vida te sonría, no te cierres a ella, y si alguna vez puedes ser feliz no lo dudes, piensa que nada mejor podía yo desearte. Muero en esta lucha que algún día concluirá con la implantación de la República de los trabajadores. 141 Adiós Ana. No les perdones nunca lo que nos han hecho. Un abrazo y un beso PD Da recuerdos a los amigos que aún queden vivos, diles que sean firmes. Cárcel de La Coruña. Marzo 1945 Jesús Queridos camaradas: ... falta poco para que vengan por Moreno y por mí. Desde aquí camaradas os animamos para que sigáis firmes en nuestra lucha... Sobre la detención poco hay que decir, sobre el trato que recibimos en el cuartel deciros que no son hombres, son fieras con el objetivo de destruirte, en los interrogatorios no nos sacaron más que nuestros nombres, nuestra sangre y algún que otro grito de dolor. Moreno no os puede escribir lo tengo aquí tapado con un manta que un preso de su pueblo le ha dado... No podemos extendernos mucho. Camaradas nuestra causa es justa, nuestro pueblo bueno, adelante, que nuestros hijos nunca tengan que decir que no combatimos con valor... Adelante. ¡VIVA LA REPUBLICA! Cárcel Modelo. Marzo 1945 V La lechuza había desaparecido, el bosque oscuro y húmedo había abierto su garganta. Los hombres del campamento guerrillero hablan entre sí bajo una tenue lluvia de mayo. — Esta agua le viene a la tierra porque la tierra la reclama. -Estás inspirado esta noche. - S o ñ a n d o , estaba soñando cuando me habéis despertado... Mira que si son ciertos los rumores. — ¿Qué rumores? - D i c e n que Miguel Hernández se está muriendo... El bosque crepita, la llama de una hoguera sirve para enmudecer a los hombres. — ¿Qué ocurre, por qué se enciende el fuego? — Hay que hervir agua, Antonio se nos está muriendo. Un hombre entrado en años cruza el campamento con un cubo de metal. ¿De dónde viene el viento? Una tormenta estalla. El bosque ruge, amenaza, grita, una luz potente enciende el verde por unas décimas de segundo, al extinguirse vuelve la oscuridad; en la oscuridad el ruido del viento al pasar por la masa de árboles tiene algo de siniestro, de catástrofe. El agua cae con fuerza, con una fuerza destructora. Ningún animal se hace oír, sólo el quejido del bosque y el estruendo de los relámpagos. Los guerrilleros corren hacia unas rocas. Se refugian en una oquedad. 142 — Pues ahí tienes tu agua de mayo —le dice burlándose. El otro no contesta, mira ensimismado hacia el lugar donde sabe que estaban intentando parar la hemorragia del herido. — Así se le está escapando la sangre a Antonio. — No pienses más en eso, los camaradas harán todo lo posible por salvarle la vida. — Hijos de mala madre, los han rematado en el suelo, al Rubio le estarán sacando los hígados en el cuartelillo. — Mira, lo único que vas a conseguir es hacerte daño a ti mismo. No le des más vueltas. En la guerra ya sabes que no sólo se corre el riesgo de perder uno la vida. — Ya lo sé —le contestó con tono dulce—. Ya me han matado a varios hermanos. — La muerte duele. Cuando matan a alguien entrañable uno recibe una herida. Deja de reconcomerte con esas heridas. Un rayo cae no lejos del lugar. Se respira un aire fresco. La tormenta va perdiendo braveza. Se convierte en una lluvia fina y persistente. — Ya parece que vuelve el cielo —dice uno señalando los claros por donde se entrevén las estrellas —. Toma un cigarro. — ¿Qué hora tienes? — Son las tres de la madrugada. Sólo nos faltan cuatro horas para la acción. «Hay que responderles» había dicho uno de los responsables y no halló oposición. La operación tenían planeado realizarla tendiendo una emboscada a un convoy de las fuerzas del orden a escasos metros de la salida del cuartel. El cielo se iba abriendo, las estrellas lucían un color de verano, de noche sanjuanera. — ¿Qué edad tienes? - S ó l o cuatro más que tú. — Pareces mayor. — Cosas de la guerra — le contestó con desenfado, como burlándose de sí mismo. De una de las habitaciones, salió un guerrillero entrado en años sonriendo. — ¿Qué, cómo va Antonio? —preguntó uno. — Ya conseguimos parar la hemorragia —respondió con satisfacción mientras se introducía por una de las puertas—. Tengo que descansar. — Menos mal que aquí tenemos apoyo, de lo contrario Antonio se nos habría muerto. Al fin la luna creciente quedó al descubierto, pocas nubes insistían en su presencia. Los dos guerrilleros estaban apoyados en el alféizar de la ventana. De vez en vez un aire fresco les azotaba tenue. — Es hermoso el cielo así - dijo uno haciendo un ademán con el brazo imitando inmensidad . ¿Sabes? Me gustaría tener tu tranquilidad. - L a tienes —dijo éste sonriendo—. Háblame de Miguel Hernández. - A h o r a pronto se cumplirán 44 años de su muerte ¿a que parece que fue ayer? 143 — Es que fue ayer. Aquello no queda tan lejano. Desde la ventana había una panorámica de la ciudad, las luces de ésta en las zonas más lejanas se confundían con las estrellas. Una mole gigantesca se levantaba hacia el cielo expulsando columnas de humo negro que se difuminaban parsimoniosamente. Un coche pasa despacio por la calle solitaria, sus faros iluminan los montones de basura acumulada; al hacer maniobra para aparcar, los faros enfocan la fachada de enfrente. «VOTA ELECCIONES 86» fue lo que le dio tiempo a leer a uno de los guerrilleros que seguía los movimientos del coche: - V O T A ELECCIONES 86 - r e p i t i ó en voz alta — . Lo tienen claro de ésta. — Dentro de unas horas se van a enterar —dijo con tranquilidad. Esa mañana la ciudad se despertaría con el toque estridente de las sirenas y la llamada de los guerrilleros. VI ... Quizás no salga de aquí... pero ¿qué quieres que te diga? El objetivo de mi vida no es salir de aquí, es seguir hasta el fin de mis días, seguir hasta la instauración de la República de los trabajadores, de una sociedad nueva... quizás me maten, como mataron a tantos compañeros, pero el objetivo de mi vida no es salir de aquí, para eso no habría cogido las armas... Mi generación es la continuación, la prolongación, el compendio de vuestra batalla, la nuestra; vuestro presente nos sirve de ejemplo... yo aquí acusado por los mismos jueces que abrazaron a Franco... quizás no salga de aquí pero habré cumplido con el objetivo de mi vida, habré muerto porque a lo largo de mi vida pensé que era justo morir por defender una causa... No hay ser humano que se resista a la ¡dea de no llegar hasta el fin, el comienzo de una nueva vida, donde nuestros hijos no serán educados con el terror de la muerte. Nuestros hijos nos agradecerán el haber sido hombres, el haber resistido, luchado, vencido... No puede uno pasarse al bando enemigo de ninguna manera. En esta guerra, si se ha pisado la trinchera no hay paso atrás, hay pasos adelante, al frente, y sólo hay dos frentes, el de ellos y el nuestro... estoy aquí, me detuvieron hace ya muchos años, seguro que ya no conozco ni la calle donde me crié, seguro que el viejo edificio en el que yo me escondía ya está derribado, seguro que ni los árboles tienen el color que yo les otorgo en mi memoria. ¿Cuántos años hace que te veía llorando frente a la fotografía de tu hermano? No, no hace tantos años... A veces el tiempo se nos queda pertinazmente grabado en el corazón sin que haya reloj capaz de medirlo, es como el dolor, no hay medición posible, es tiempo que queda grabado en la sangre. Hoy es San Juan de 1986, no hay hogueras, sólo celdas y fuego interior y la humedad de las paredes, una humedad que cala hasta los huesos, que quiere apagar el fuego interior. Aquí dentro la lucha es también entre ellos o nosotros, muerte o vida, vencido o vencedor. 144 El otro día escribí un poema dedicado a tu nieta recién nacida. Estos son algunos versos: ... Introdúcete en la vida con la cabeza alta no te dejes ganar por la aspereza A quien te demuestre que la vida es hermosa ábrele tu corazón... ... Tú vendrás... ... tu generación enarbolará un estandarte naranja que abrirá el cielo hasta que os devuelva nuestra sangre y nuestras lágrimas Tu generación llenará toda España de colores Tu generación reirá con franqueza y la generación que os preceda serán hombres hombres hombres mujeres y hombres con la fuerza que fecundará la libertad Tu generación se hallará libre y libres os habréis de relacionar. 145 Indice Página Presentación Espartaco vive en la fábrica El bueno Tiempo de guajes En el Penal del Puerto Demetrio Cóctel de colores La pecera Las ratas del Parnaso El puente Llevamos las letras Es bueno recordar que fuimos otros El muro verde Z.U.R Escenas de una guerra 9 11 21 27 45 51 61 77 85 101 109 115 127 133 141 146 Diez años en la cárcel son muchos años. Quizás la sexta parte de la vida de una persona. Cualquiera se sentiría física y moralmente destrozado tras diez años de cárcel. Cualquiera menos estos hombres y mujeres, prisioneros políticos del PCE(r) y de los GRAPO, para los que diez años de cárcel no son más que una etapa en su larga lucha revolucionaria. Estos hombres y mujeres están escribiendo uno de los episodios políticos más importantes de la moderna historia de España. Y no lo están escribiendo en los periódicos, que prefieren destacar a los personajes de la «movida» o del «postmodernismo», ni en las actas oficiales del Congreso, donde todo heroísmo es considerado «demodé», ni en las películas de moda, donde el héroe es un personaje cínico, nada escrupuloso con la moral y más bien fascista. Están escribiendo este pedazo de historia en la cárcel, sin nada más que sus propias fuerzas. Algún día se sabrá que ellos fueron, los que, en el año 1981 consiguieron toda una proeza no recogida por las cámaras, ni por los periodistas: paralizar el proyecto del gobierno de la UCD de montar la cárcel de máxima seguridad de Herrera de la Mancha, según el modelo alemán. La huelga de hambre duró más de dos meses y en ella murió un revolucionario, «Kepa» Crespo Galende, un trabajador vasco, al que nada ni nadie le venció nunca, hasta la muerte.
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