DENIS DIDEROTSUPPLÉMENT AU VOYAGE DE BOUGAINVILLE ou Dialogue entre A et B sur l'inconvénient d'attacher des idées morales à certaines actions physiques qui n’en comportent pas (1772) Traducción y notas: Lydia Vázquez Este texto ha sido expropiado y liberado para la Biblioteca Inexistente “Lo mismo puede decirse de un Diderot, que ha sido el espíritu más ampliamente abarcativo de su época, pero que, precisamente por eso, era el menos adecuado como autoridad para un programa político de partido. Y sin embargo Diderot, en sus conclusiones de crítica social, fue mucho más lejos que ninguno de sus contemporáneos. Encarnó más puramente que nadie el espíritu liberal de Francia. Partidario entusiasta de las ciencias naturales que se iniciaban, repugnaba a su pensamiento toda creación artificial opuesta a la formación natural de la estructura social de vida. A causa de esa interpretación, la libertad le pareció el comienzo y el fin de todas las cosas; pero la libertad era para Diderot la posibilidad de poder comenzar de sí mismo una acción, independientemente de todo pasado, como lo expuso tan ingeniosamente en su Conversación con D’Alembert. La naturaleza entera estaba allí, según él, con el objeto de mostrar la formación de los fenómenos por sí mismos. Sin libertad, la historia de la humanidad no tendría absolutamente ningún valor, pues fue la libertad la que ocasionó toda reforma de la sociedad y la que abrió el camino a todo pensamiento original. Con semejante concepción no podía menos de ocurrir que el pensador francés llegase a idénticas conclusiones que, después de él, William Godwin mismo. Ciertamente no ha resumido sus ideas, como éste, en una obra especial; pero se encuentran dispersas en sus escritos, y muestran claramente que en Diderot no se trataba de algunas observaciones accidentales, cuyo hondo sentido no llegaba en él mismo a la conciencia; no, era el contenido más profundo de su propio ser el que le hacía hablar así. Cualquier obra suya que se examine, nos hará palpar un verdadero espíritu libre, no aferrado a ningún dogma, y que, por tanto, no había malogrado su capacidad ilimitada de desarrollo. Léanse sus Pensées sur l’interpretation de la nature, y se sentirá en seguida que ese himno magnífico a la naturaleza y a todo lo viviente sólo podía ser escrito por un hombre que se había emancipado de toda ligadura interior. Fue esa esencia profunda de la personalidad de Diderot la que sugirió a Goethe, de quien era en alto grado espiritualmente afín, las palabras de su conocida carta a Zelter: Diderot es Diderot, un solo individuo; el que le censura a él y a sus cosas, es un filisteo, y éstos son legión. Los hombres no saben recibir de Dios, ni de la naturaleza, ni de sus semejantes, con gratitud, lo que es inapreciable. Particularmente en sus pequeños escritos se expresa el carácter libertario del pensamiento de Diderot del modo más acabado; por ejemplo, en Entretien d’un pére avec ses enfants, que contiene mucho de la propia juventud de Diderot y muy especialmente en el Supplément au voyage de Bougainville y en el poema Les Eleuthéromanes ou abdication d’un roi de la féve [Este poema debe su origen a un acontecimiento alegre. En una pequeña sociedad de hombres y mujeres fue elegido Diderot rey de las habas, y quiso la casualidad que, durante tres años, en la misma ocasión, encontrase en un trono de torta el haba amasada en la pasta, La primera vez, siguiendo el espíritu de Rabelais, dio a sus súbditos una ley: ¡Sed felices a vuestro modo! Pero el tercer año describió en la poesía Les Eleuthéromanes cómo estaba cansado de su reinado y abdicaba la Corona, manifestándose del modo más hermoso su amor a la libertad. El pasaje siguiente lo demuestra mejor que nada: Jamais au public avantage l’homme n’a franchement sacrifié ses droits! La nature n’a fait ni serviteur ni maître. Je ne veux pas ni donner ni recevoir des lois! Et ses mains ourdiraient les entrailles du prêtre. Au défaut d’un cordon, pour étrangler les rois.] También en numerosos capítulos de la Encyclopédie monumental, cuya terminación se debe a la energía tenaz de Diderot, y para la cual sólo él dio más de mil colaboraciones, se manifiestan con frecuencia muy claramente sus ideas básicas, aunque los editores tuvieron que emplear toda la astucia para engañar al ojo vigilante de la censura real. Declaró, por ejemplo, en el capítulo procedente de su pluma sobre Autoridad, que a ningún hombre le ha sido dado por la naturaleza el derecho a mandar sobre otros, y atribuyó toda relación de poder a la opresión violenta, cuya duración persiste mientras los amos se sienten más fuertes que los esclavos, pero se deshace en polvo cuando se produce una situación contraria, cuando los esclavos se sienten más fuertes que los amos. En este caso los anteriormente oprimidos tienen el mismo derecho que sirvió antes a sus antiguos amos para someterlos a la arbitrariedad de su tiranía.” Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura. “Muy pocos hombres entreveían a veces soluciones libertarias y hablaban de ellas en algunos pasajes de sus utopías, como por ejemplo Gabriel Faigny en Les Aventures de Jacques Sadeur dans la découverte et le voyage de la Terre australe (1676); o sirviéndose de la ficción de los salvajes que no conocían la vida refinada de los Estados policiales, como por ejemplo Nicolás Gueudeville en los Entretiens entre un sauvage et le baron de Hontan (1704); o bien Diderot en el famoso Supplément au Voyage de Bougainville”. Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos. “Entre los enciclopedistas franceses tal vez nadie tuvo un pensamiento más rico y profundo, más variado y cambiante que Diderot. Ninguno, entre aquellos pensadores tan apasionados por la libertad, se aproximó como él a formulaciones libertarias. En su Supplément au voyage de Bougainville escribe estas frases, dignas de Proudhon: “Desconfiad de quien quiere imponer orden. Ordenar es siempre hacerse amo de los demás, molestándolos”. Su alejamiento de la concepción teísta y cristiana del mundo, su rechazo a la filosofía tradicional (tanto de la escolástica aún vigente en las universidades como del racionalismo cartesiano) sitúan su pensamiento entre el ateísmo de D’Holbach y La Mettrie y un panteísmo naturalista, que tal vez debe más a los estoicos que a Spinoza”. Ángel J. Cappelletti, Prehistoria del anarquismo. DENIS DIDEROT Suplemento al viaje de Bougainville O Diálogo entre A. y B. sobre el inconveniente de vincular ideas morales a ciertas acciones físicas que no las comportan 1 At quanto meliora monet, pugnantiaque istis, Dives opis Natura suae, tu si modo recte Dispensare velis, ac non fugienda petendis Immiscere! Tuo vitio rerumne labores, Nil referre putas? 2 I. Juicio del viaje de Bougainville A. –La soberbia bóveda estrellada bajo la que volvimos ayer y que parecía garantizarnos un hermoso día, no ha cumplido su palabra 3 . B. -¿Y qué sabréis vos? 1 El punto de partida del Suplemento es una reseña del Viaje de Bougainville apare- cido en 1771, destinada por Diderot a la Correspondance littéraire pero no publicada por Grimm. La primera versión del texto, escrita entre el verano de 1772 y principios de 1773, es la copia Vandeul corregida por Diderot de la que H. Dieckmann ha facilitado la edición erudita. Viene a continuación, igualmente perteneciente al fondo Vandeul, una cuidada copia de Naigeon establecida en enero de 1773, en la que éste ha aportado nuevas correcciones ulteriores a las de Diderot y sus adiciones, en la «Continuación del diálogo entre A y B» sobre todo; luego la copia de la que Naigeon se sirvió para su edición y que es diferente; finalmente la copia Girbal de San Petersburgo, «obra maestra de caligrafía y exactitud» (H. Dieckmann): es el texto más tardío y más completo –inserta hacia 1780 el episodio de «Polly Baker», común a la Historia de las dos indias- que reproducimos aquí. Una tercera copia del fondo Vandeul recoge también el mismo episodio pero está menos cuidada, y arreglada a su manera por Vandeul. 2 Horacio, Sátiras, I, 2, v. 73 y ss.: «Pero ¡cuán mejores, cuán opuestos a tales comportamientos [la vanidad de buscar amantes ilustres] son los consejos de la naturaleza, rica de sus propios recursos, si simplemente quisieras disponer correc- tamente de ellos, en lugar de mezclar lo que hay que evitar y lo que hay que perseguir! ¿Crees que no importa nada que sufras por culpa tuya o por la de las cir- cunstancias?» 3 El Suplemento, o «tercer cuento», se inicia donde termina La señora de La Car- lière. 1 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE A. –La niebla es tan espesa que nos impide ver los árboles más cercanos. B. –Es verdad; pero, ¿y si esa niebla, que permanece en la parte inferior de la atmósfera sólo por estar lo suficientemente carga- da de humedad, cayera sobre la tierra? A. -¿Y si al contrario atraviesa la zona esponjosa, levanta, alcanzando la región superior donde el aire es menos denso y donde puede, como dicen los químicos, no saturarse? B. –Hay que esperar. A. –Y mientras, ¿qué hacéis vos? B. –Leo. A. -¿Seguís con ese Viaje de Bougainville 4 ? B. –Sigo. A. –No entiendo a ese hombre. El estudio de las matemáticas, que supone una vida sedentaria, ha ocupado sus años jóvenes; y ahora pasa de la condición meditativa y retirada al oficio activo, penoso, errante y disipado del viajero. B. –En absoluto. Si imagináis un navío como una casa flotante, y al navegante que cruza espacios inmensos como un ser encerrado e inmóvil en un recinto a fin de cuentas bastante angosto, lo veréis dando la vuelta al mundo encima de un tablón, como hacemos vos y yo encima de la tarima de nuestra habitación. A. –Otra cosa extraña en apariencia es la contradicción entre el carácter del hombre y su empresa. Bougainville se siente inclinado por las diversiones de esta sociedad; le gustan las mujeres, los espectáculos, los manjares delicados; se adapta al torbellino mundano tan bien como a la inconstancia del ele- mento en el que se ha zambullido. Es amable y alegre: es un verdadero francés, lastrado, por un lado, por un tratado de cálculo diferencial e integral, y por el otro, por un viaje alre- dedor del globo. B. –Hace como todo el mundo: se lanza a la vida disoluta después de la faena, y se afana tras unos momentos de vida disoluta. A. -¿Qué pensáis de su Viaje? 4 Aristócrata, diplomático, matemático, soldado, marino, naturalista y filósofo aficionado, el conde Louis Antoine de Bougainville nació en París en 1729, adquirió gran fama con su viaje alrededor del mundo, por la fragata del Rey, la «Boudeuse» y la fusta la «Estrella» en 1767, 1768 y 1769. De tierras americanas (Brasil) llevó a Europa la planta trepadora que lleva su nombre. Los viajes de Cook no tardaron en hacerle sombra. Cuando se embarcó para su expedición en 1766, el Pacífico era una extensión desconocida y Bougainville no disponía de mapas precisos que lo guiasen. Los franceses encontraron tanto nativos amistosos en Haití (entonces bautizado Otahití) como hostiles en Melanesia. 2 DENIS DIDEROT B. –Según puedo juzgar tras una lectura bastante superficial, destacaría tres logros principales: un mejor conocimiento de nuestra vieja morada y de sus habitantes; más seguridad en unos mares que ha recorrido sonda en mano y más corrección en nuestros mapas geográficos. Bougainville partió con las luces necesarias y las cualidades adecuadas a sus expectativas: filo- sofía, valor, veracidad; gran capacidad de observación capaz de captar rápidamente las cosas, abreviando así la duración de las observaciones; circunspección, paciencia; deseo de ver, de ilustrarse, de instruirse; conocedor del cálculo, de la mecánica, de la geometría, de la astronomía; y una pátina suficiente de historia natural. A. -¿Y qué decís de su estilo? B. –Nada afectado; tono natural, sencillo y claro, sobre todo teniendo en cuenta el lenguaje habitual de los marinos. A. -¿Ha sido largo su recorrido? B. –Lo he trazado en este globo. ¿Veis esta línea de puntos rojos? A. -¿Qué sale de Nantes? B. –Y va hasta el estrecho de Magallanes, entra en el océano Pacífico, serpentea entre esas islas que forman el archipiélago inmenso que se extiende de las Filipinas a la Nueva Holanda, rodea Madagascar, roza el cabo de Buena Esperanza, se prolonga por el Atlántico, bordea las costas africanas, y alcanza con una de sus extremidades el punto de embarque de nuestro navegante. A. -¿Ha sufrido mucho? B. –Todo navegante se expone y consiente a exponerse a los peligros del aire, del fuego, de la tierra y del agua; pero que después de haber errado meses enteros entre mar y cielo, entre la muerte y la vida, después de haber sido golpeado por tempes- tades, de haber estado a punto de perecer en un naufragio, de morir enfermo, por falta de agua y pan, venga un desdichado, con el navío todo destartalado, a caer, a punto de expirar de cansancio y miseria, a los pies de un monstruo duro e inflexible que le niega o le hace esperar sin compasión los auxilios más urgentes, ¡es demasiado!... 5 A. –Un crimen digno de castigo. B. –Una de las calamidades con las que el viajero no había contado. A. –No podía contar con ella. Yo creía que las potencias euro- peas enviaban como comandantes a sus posesiones de ultramar 5 Se refiere a las dificultades de Bougainville para aprovisionarse en las Molucas. 3 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE a personas honradas, hombres buenos, súbditos dotados de humanidad y capaces de compartir… B. -¡Pues sí que les preocupan esas cosas! A. –Hay muchas cosas singulares en ese viaje de Bougainville. B. –Muchas. A. -¿No asegura que los animales salvajes se acercan al hombre, y que los pájaros vienen a posarse sobre él cuando ignoran el peligro de tal familiaridad? B. –Otros lo habían dicho antes que él. A. -¿Cómo explica la pervivencia de ciertos animales en islas separadas de todo continente por intervalos abrumadores de mar? ¿Quién ha llevado hasta allá el lobo, el zorro, el perro, el ciervo, la serpiente? B. –No explica nada, da fe de los hechos. A. -¿Y vos, cómo lo explicáis? B. -¿Quién sabe la historia primitiva de nuestro globo? ¿Cuántos espacios de tierra, ahora aislados, estaban antaño unidos? El único fenómeno sobre el que podrían hacerse conjeturas, es la dirección de la masa de las aguas que los separó. A. -¿Es decir? B. –Por la forma general de los corrimientos. Un día nos dis- traeremos investigándolo, si os parece 6 . Por el momento, ¿veis esa isla que se llama de los Lanceros? Todo el que vea el lugar recóndito y diminuto del globo que ocupa se preguntará: ¿quién ha puesto ahí a los hombres?, ¿qué comunicación les unía en otro tiempo con el resto de su especie?, ¿qué les sucede cuando se multiplican en un espacio que no tiene más de una legua de diámetro? A. –Se exterminan y se devoran; de ahí venga probablemente la primera remotísima y natural época de la antropofagia, de origen insular 7 . B. –O la multiplicación se encuentra limitada por alguna ley supersticiosa; se aplasta al niño en el seno de la madre pisotea- da por alguna sacerdotisa. A. –O el hombre expira degollado por el cuchillo de un sacer- dote; o se recurre a la castración de varones… B. –A la infibulación de las hembras, y de ahí tantos usos crue- les necesarios y extraños cuya causa se ha perdido en la noche de los tiempos y somete a tortura a los filósofos 8 . Una obser- vación constante es que las instituciones sobrenaturales y divinas se refuerzan y se eternizan, y las instituciones civiles y 6 Idea originaria de Buffon (Teoría de la tierra, 1749). Diderot retoma efectiva- mente este tema en la Historia de las dos Indias, X, 2, pp. 221-227. 7 Diderot defiende esta teoría en la Historia de las dos Indias, III, I. 8 Diderot retoma la cuestión en la Historia de las dos Indias, III, I. 4 DENIS DIDEROT nacionales se consagran y degeneran en preceptos sobrenatu- rales y divinos. A. –Es una de las palingenesias más funestas. B. –Una hebra más añadida a la soga que nos asfixia. A. -¿No se encontraba en Paraguay en el momento mismo de la expulsión de los jesuitas? B. –Sí. A. -¿Qué dice al respecto? B. –Menos de lo que podría, pero lo bastante para que nos ente- remos de que esos crueles espartanos de hábito negro se servían de sus esclavos indios como los lacedemonios de los ilotas, condenándolos a un trabajo asiduo, saciándose de su sudor, arrebatándoles todo derecho a la propiedad, manteniéndolos en la ignorancia de la superstición, exigiendo de ellos una profunda veneración, y caminaban entre ellos látigo en mano, y los golpeaban sin distinción de sexo ni edad. Un siglo más y su ex- pulsión habría sido imposible, o motivo de guerra entre esos monjes y el soberano cuya autoridad habían ido minando poco a poco. A. -¿Y esos patagones que han dado tanto de que hablar al doctor Maty y al académico La Condamine? B. –Son buenas gentes que se os acercan, abrazándoos y gritan- do Chauá; fuertes, vigorosos, sin por ello superar la altura de cinco pies y seis pulgadas; son enormes en corpulencia, en el tamaño de la cabeza y de los miembros. Nacido con esa inclinación por lo maravilloso que hace que uno tienda a exagerar todo lo que le rodea, ¿cómo iba a res- petar la justa proporción de los objetos cuando, por así decirlo, tenía que justificar el camino recorrido y lo que le ha costado ir a verlos tan lejos? A. -¿Y qué piensa de los salvajes? B. –Según parece, ese carácter cruel que los caracteriza a veces procede de la necesidad de defenderse a diario de las fieras. El salvaje es inocente y dulce allá donde nada turba su reposo o su seguridad. Toda guerra nace de una pretensión común a una misma propiedad. El hombre civilizado comparte con otro hom- bre civilizado la aspiración a poseer el campo entero del que sólo ocupan una parte, y dicho campo se convierte en objeto de disputa entre ellos. A. –El tigre aspira como el hombre salvaje a la posesión de la selva; y es la primera de las pretensiones y la causa más vieja de toda guerra… ¿Visteis al otahitiano que Bougainville había traí- do a bordo de su nave hasta aquí? B. –Lo vi; se llamaba Aoturú. La primera tierra que avistó la tomó por la patria del viajero, o bien porque le hubieran menti- 5 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE do sobre la duración del viaje o bien porque, engañado natu- ralmente por la poca distancia aparente entre la orilla del mar donde habitaba y el lugar donde el cielo parece confinar el horizonte, ignorara la verdadera dimensión del globo. El uso común de las mujeres se hallaba tan rotundamente anclado en su cabeza, que se precipitó sobre la primera europea que vino a su encuentro y estuvo a punto de rendirle los honores otahitia- nos. Se aburría entre nosotros. El alfabeto otahitiano no tenía ni b, ni c, ni d, ni f, ni g, ni q, ni x, ni y, ni z, así que nunca pudo aprender nuestra lengua que comportaba para sus órganos inflexibles demasiados sonidos nuevos y articulaciones ex- trañas. No paraba de suspirar por volver a su país, y no me extraña. El viaje de Bougainville es el único que me ha desperta- do el gusto por otras regiones del planeta distintas de la mía; hasta esa lectura, había pensado que no se estaba en ningún sitio como en casa, deducción que creía idéntica para cada habi- tante del orbe, efecto natural de la atracción del suelo, atracción que tiene relación con las comodidades de las que goza uno, y que no sabe si encontrará en otro lugar 9 . A. -¡Qué! ¿No creéis que un parisino piense que un campo de maíz en la campiña romana o en el ejido de La Beauce crezcan parejos? B. –La verdad es que no. Bougainville despidió a Aoturú, des- pués de haberse ocupado de los gastos y la seguridad de su re- torno. A. -¡Oh, Aoturú!, ¡qué contento estarás de volver a ver a tu padre, a tus hermanos, a tu madre, a tus hermanas, a tus com- patriotas! ¿Qué les dirás de nosotros? B. –Pocas cosas, que no creerán. A. -¿Por qué pocas cosas? B. –Porque ha entendido bien poco, y porque no encontrará en su lengua términos correspondientes a las escasas ideas que haya forjado al respecto. A. -¿Y por qué no iban a creerle? B. –Porque tras comparar sus costumbres con las nuestras, preferirían tomar a Aoturú por un mentiroso que pensar que estamos tan locos. A. -¿De verdad? B. –Estoy convencido. ¡La vida salvaje es tan sencilla, y nuestras sociedades son unas máquinas tan complicadas! ¡El otahitiano se encuentra tan próximo a los orígenes del mundo, y el europeo tan cerca de su ocaso! El intervalo que lo separa de nosotros es mayor que la distancia del niño que nace y el hombre decrépito. 9 Recordemos que el Diderot que envidia al Bougainville de Tahití es también el autor de Nostalgia de mi viejo batín (1772). 6 DENIS DIDEROT No entiende nada de nuestras costumbres, de nuestras leyes, donde sólo ve obstáculos disimulados de cien formas diversas, trabas que no pueden sino provocar la indignación y el despre- cio en un ser cuyo sentimiento más profundo es la libertad. A. -¿No estaréis abundando en la fábula de Otahití? B. –No se trata de una fábula; y no albergaríais ninguna duda sobre la sinceridad de Bougainville, si conocierais el Suplemen- to de su Viaje. A. -¿Y dónde se encuentra ese suplemento? B. –Ahí lo tenéis, encima de la mesa. A. -¿Y no me lo prestaríais? B. –No. Pero podemos leerlo juntos si os parece bien. A. -Claro que quiero. Empieza a disiparse la niebla, y el azul del cielo vuelve a asomar. Es como si mi destino fuera equivocarme con vos hasta en los menores detalles; he de ser muy bueno para perdonaros una superioridad tan sistemática. B. –Tomad, tomad, leed. Saltaos el preámbulo, que no significa nada, e id directo a la despedida de uno de los jefes de la isla a nuestros viajeros. Ello os dará una idea de la elocuencia de esas gentes. A. -¿Cómo ha podido comprender Bougainville esa despedida expresada en una lengua que ignoraba? B. –Ahora veréis. II. La despedida del anciano Habla un anciano, padre de familia numerosa. A la llegada de los europeos, los miró con desprecio, sin mostrar ni asombro, ni espanto, ni curiosidad. Lo abordaron; les dio la espalda y se reti- ró a su cabaña. Su silencio y su preocupación dejaban ver lo que pensaba: se lamentaba de que los hermosos tiempos de su país hubieran llegado a su fin. Cuando Bougainville se dispuso a partir, los habitantes corrieron en masa a orillas del mar desga- rrándose la ropa, abrazándose los unos a los otros y llorando, mientras el anciano, acercándose a la playa con aire severo, dijo: «Llorad, desdichados otahitianos, llorad: pero que sea por la llegada y no por la partida de esos hombres ambiciosos y malvados. Un día los conoceréis mejor. Un día volverán, con ese trozo de madera que veis atado a la cintura 10 en una mano, y el hierro que pende junto al trozo de madera en la otra, para enca- 10 El crucifijo. 7 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE denaros, degollaros, someteros a sus extravagancias y a sus vicios. Un día os encontraréis a su servicio, e igual de corrompi- dos, viles y desgraciados que ellos. Pero me queda un consuelo. Llego al final del camino; y no veré la calamidad que os anuncio. ¡Oh, otahitianos, oh, amigos míos!, existe un medio de salvaros de tan funesto porvenir, pero preferiría morir que daros ese consejo. ¡Que se vayan, y que se vayan vivos!» Después, dirigiéndose a Bougainville, añadió: «Y tú, jefe de estos bandidos a tus órdenes, aleja cuanto antes tu navío de estas costas: somos inocentes, somos dichosos, y no puedes sino alterar nuestra felicidad. Seguimos el puro instinto de la naturaleza, y tú has intentado borrar el carácter que llevamos impreso en nuestras almas. Aquí todo es de todos, y tú nos has predicado no sé qué distinción entre lo tuyo y lo mío. Nuestras hijas y nuestras mujeres nos son comunes 11 ; has compartido ese privilegio con nosotros, y has venido a encender en ellas furores desconocidos. Se han vuelto locas en tus brazos, tú te has sentido arrebatado en los suyos. Ellas han empezado a odiarse; vosotros os habéis degollado entre vosotros por ellas, y han vuelto a nosotros teñidas de vuestra sangre. Somos libres, y tú has plantado en nuestra tierra la semilla de nuestra esclavitud futura. No eres ni un dios ni un demonio. ¿Quién eres tú pues para hacer de nosotros unos esclavos? Orú, tú que entiendes la lengua de estos hombres, dinos a todos, como me has dicho a mí, lo que hay escrito en esta hoja de metal: Este país es nuestro 12 . ¡Este país es tuyo!, ¿y por qué?, ¡porque has puesto los pies en él! Si un otahitiano desembarcara un día en vuestras costas, y grabara en una de vuestras piedras o en la corteza de uno de vuestros árboles: Este país pertenece a los habitantes de Otahití, ¿qué pensarías? Eres el más fuerte, ¿y qué? Cuando se te ha quitado una de esas bagatelas que llenan tu navío, te has indignado y te has vengado, ¡y en ese mismo instante has proyectado en el fondo de tu corazón el robo de toda una región! No eres esclavo, preferirías morir antes que convertirte en uno, ¡y quieres esclavizarnos! ¿Crees pues que el otahitiano no sabe defender su libertad y morir? Aquél de quien quieres apoderarte como si de una fiera se tratara, el otahitiano, es tu hermano; sois ambos hijos de la naturaleza; ¿qué derecho tienes sobre él que no tenga él sobre ti? Has venido hasta aquí; ¿nos hemos precipitado sobe ti?, ¿hemos saqueado tu navío?, ¿te hemos 11 El elemento esencial y más visible del primitivismo de Diderot es debido a la brevedad de la estancia de Bougainville que generalizó la idea de la comunidad de las mujeres; los viajeros ingleses, Cook y luego Ellis, restablecen la verdad, a saber que sólo las jóvenes de las clases más bajas son propiedad de todos. 12 Retomado en la Historia de las dos Indias, VIII, I. 8 DENIS DIDEROT hecho prisionero y expuesto a las flechas de nuestros enemigos?, ¿te hemos puesto junto a nuestros animales a tra- bajar en el campo? Hemos respetado nuestra imagen en ti. Déjanos nuestras costumbres, son más sabias y más honradas que las tuyas. No queremos cambiar lo que tú llamas nuestra ignorancia por vuestras inútiles luces. Poseemos todo lo bueno y necesario. ¿Somos dignos de desprecio por no haber sabido inventarnos necesidades superfluas? Cuando tenemos hambre, tenemos de qué comer; cuando tenemos frío, tenemos con qué vestirnos. Tú que has entrado en nuestras cabañas, ¿te parece que falte algo? Aspira tanto como quieras a lo que llamas comodidades de la vida; pero permite a seres más sensatos no seguir tus pasos, puesto que no obtendrían, al prolongar sus penosos esfuerzos, sino unos bienes imaginarios. Si nos convences de que franqueemos el estrecho límite de la necesidad, ¿cuándo dejaremos de trabajar?, ¿cuándo disfruta- remos? Hemos conseguido que nuestro cansancio anual y cotidiano sea el menor posible, porque nada nos parece pre- ferible al reposo. Ve a tu país a agitarte, a atormentarte todo lo que quieras; déjanos descansar: no nos marees con tus necesidades facticias, con tus virtudes quiméricas. Mira a esos hombres, qué erguidos andan, qué sanos y robustos están. Mira a esas mujeres, erguidas, sanas, frescas y bellas. Coge este arco, es el mío; llama, para que te ayuden, a uno, dos, tres, cuatro de tus camaradas, e intentad tensarlo. Yo lo tenso solo; labro la tierra; trepo la montaña; penetro en la selva; recorro una legua del llano en menos de una hora. A tus jóvenes compañeros les cuesta seguirme; tengo más de noventa años. ¡Isla maldita! ¡Malditos otahitianos!, ¡los presentes, los venideros, desde el día en que viniste a visitarnos! No conocíamos más que una en- fermedad, aquella a la que están condenados hombres, animales y plantas, la vejez; y tú nos has traído otra. Has infectado nuestra sangre 13 . Puede que tengamos que exterminar con nuestras propias manos a nuestras hijas, nuestras mujeres y nuestros niños, a todos aquellos que se hayan acercado a tus mujeres, a tus hombres; nuestros campos se verán anegados por la sangre impura que ha pasado de tus venas a las nuestras; o a nuestros hijos, condenados a alimentar y perpetuar el mal que has transmitido a padres y madres, y que legarán por siempre a sus descendientes. ¡Malditos!, serás culpable o de los estragos 13 Se refiere aquí Diderot a la sífilis. El origen se atribuyó indistintamente a los indios de América por franceses y españoles; éstos, a su vez, lo atribuyeron a los franceses, quienes acusaron de haber propagado el mal a españoles e ingleses. Éstos, por su parte, lo denominaron «el mal francés». Aquí el tahitiano reprocha a los franceses haberlos contagiado. 9 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE consiguientes a las funestas caricias de los tuyos, o de los ase- sinatos que habremos de cometer para detener el avance del veneno. Hablas de crímenes, ¿se te ocurre algún crimen peor que el tuyo?, ¿cuál es en tu país el castigo por matar al vecino? La muerte por el fuego. ¿Cuál es en tu país el castigo al cobarde que lo envenena? La muerte por el fuego. Compara tu fechoría con ésta última, y dinos, envenenador de naciones, qué castigo mereces. Hace tan sólo un momento, la joven otahitiana se abandonaba arrebatada a las caricias del joven otahitiano; esperaba con impaciencia que su madre, autorizada por la edad núbil, le levantara el velo dejando su pecho al desnudo. Ella se sentía orgullosa por despertar el deseo y las miradas apa- sionadas del desconocido, de sus parientes, de su hermano; ella aceptaba sin miedo ni vergüenza, en nuestra presencia, en medio de un círculo de inocentes otahitianos, al son de las flautas, entre danzas, las caricias de aquél al que su joven corazón y la secreta voz de sus sentidos le designaban. La idea del crimen y el peligro de la enfermedad ha penetrado contigo entre nosotros. Nuestros goces, antes tan dulces, se ven ahora acompañados por el remordimiento y el temor. Ese hombre negro que está junto a ti y que me escucha ha hablado con nuestros hijos; no sé lo que ha dicho a nuestras hijas, pero nuestros hijos dudan y nuestras hijas se ruborizan. Intérnate si quieres en la selva oscura con la compañera perversa de tus placeres, pero deja a los buenos y sencillos otahitianos que se reproduzcan sin vergüenza cara al cielo y a la luz del día. ¿Qué sentimiento más honesto y más grande podrías haberles infun- dido en lugar del que les hemos inspirado y que los anima? Piensan que ha llegado el momento de enriquecer la nación y la familia, y se congratulan. Comen para vivir y crecer; crecen para multiplicarse, y no encuentran en ello ni vicio ni vergüenza. Escucha el resultado de tus fechorías. Apenas te has mostrado ante ellos y se han convertido en ladrones. Apenas has puesto un pie en nuestra tierra, y ésta rezuma sangre. A ese otahitiano que corrió a tu encuentro, que te recibió gritando: «Taio, amigo, amigo», lo habéis matado. ¿Y por qué? Porque se había dejado seducir por el brillo de tus huevecillos de serpiente 14 . Te daba sus frutos; te ofrecía a su mujer y a su hija; te cedía su cabaña, y tú lo mataste por un puñado de esas semillas que había cogido sin pedírtelas. Con el ruido de tu arma mortífera, el espanto se apoderó de él y huyó a la montaña. Pero puedes estar seguro de que no hubiera tardado en bajar; y de que, sin mí, en un instante habríais perecido todos. ¡Ay!, ¿por qué los he calma- 14 Balas de fusil. 10 DENIS DIDEROT do?, ¿por qué los he contenido? Ni yo mismo lo sé, porque tú no mereces que se apiade nadie de ti, alma feroz que no sabes lo que es la piedad. Te has paseado, con los tuyos, por nuestra isla; se te ha respetado; has disfrutado de todo; no te has tropezado en tu camino con barrera ni negativa alguna; se te invitaba, te sentabas; se te presentaban todas las riquezas del país. ¿Has querido a cualquiera de nuestras jóvenes salvo aquellas que aún no tienen el privilegio de mostrar su rostro y su pecho?, las madres te las ofrecieron desnudas; hete aquí convertido en poseedor de la tierra víctima del deber de hospitalidad; se ha sembrado para ti y para ella la tierra de hojas y flores; los músicos han afinado sus instrumentos; nada ha turbado la ternura ni perturbado la libertad de tus caricias o de las suyas. Se ha cantado el himno, el himno que te exhortaba a ser hombre, que exhortaba a nuestra hija a ser mujer, y mujer complaciente y voluptuosa. Se ha bailado alrededor de vuestro lecho, y al salir de los brazos de esa mujer, tras sentir en su seno la más dulce embriaguez, has matado a su hermano, a su amigo, quizá a su padre. Has hecho algo peor aún. Mira hacia ahí. Observa ese recinto sembrado de flechas; esas armas que sólo habían amenazado a nuestros enemigos, míralas vueltas contra nuestros propios hijos: observa a las desgraciadas compañeras de vuestros placeres; mira su tristeza; mira el dolor de sus padres; mira la desesperación de sus madres; míralas conde- nadas a morir entre nuestras manos o por el mal que les has contagiado. Aléjate, a menos que tus crueles ojos gocen con esos espectáculos de muerte. Aléjate; ¡vete, y puedan los mares ven- garnos haciéndote desaparecer antes de tu retorno! Y vosotros, otahitianos, volved a vuestras cabañas, volved todos y que estos indignos extranjeros no oigan antes de su partida sino el rugido de las olas, y no vena sino la espuma que blanquea con su furor una orilla desierta.» Apenas hubo concluido el discurso, los habitantes desaparecieron en masa; un vasto silencio reinó en toda la isla, y sólo se oía el silbido de los vientos y el ruido de las aguas por toda la costa. Se habría dicho que el aire y el mar, sensibles a la voz del anciano, se disponían a obedecerlo. B. -¡Y bien!, ¿qué opinas? A. –Me parece un discurso vehemente; pero a pesar de lo abrupto y lo salvaje, puedo entrever cierto tono europeo. B. –No olvidéis que se trata de una traducción del otahitiano al español, y del español al francés. El otahitiano había acudido la noche anterior a casa de Orú, en cuya cabaña se había conser- 11 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE vado el uso del español desde tiempos inmemoriales. Orú había escrito en español la arenga del anciano, y Bougainville tenía una copia en la mano mientras la pronunciaba el otahitiano. A. –Ahora me doy cuenta perfectamente de por qué suprimió este fragmento Bougainville; pero seguro que hay más, y mi curiosidad por el resto es grande. B. –Lo que sigue os interesará menos. A. -No importa. B. –Es una conversación entre el capellán de la tripulación y un habitante de la isla. A. -¿Orú? B. –El mismo. Cuando el navío de Bougainville se acercó a Ota- hití, un número infinito de árboles huecos se lanzaron a las aguas; en un instante el bajel se vio rodeado por ellos; adonde quiera que mirara, todo eran demostraciones de sorpresa y bondad. Le lanzaban provisiones; le tendían los brazos; se ama- rraban a las cuerdas, trepaban por las planchas de madera; llenaban sus canoas de hombres de la tripulación; gritaban en dirección a la orilla; los desembarcaban; los distribuían; cada uno se llevaba el suyo a su cabaña; los nativos los llevaban cogidos por la cintura; las mujeres les daban palmaditas en las mejillas. Imaginaos en medio de esa espectacular escena de hospitalidad, pensad en ello y decidme ahora qué pensáis de la especie humana. A. –Que es muy bella. B. –Pero no querría olvidarme de contaros un acontecimiento singular. Este espectáculo de hospitalidad y bondad se vio in- terrumpido de repente por los gritos de un hombre que pedía socorro. Era el criado de uno de los oficiales de Bougainville. Unos jóvenes otahitianos se habían echado encima de él, lo ha- bían tumbado, lo desnudaban y estaban ya a punto de hacerle los honores propios de la isla. A. -¡Cómo! ¿Esos pueblos tan sencillos, esos salvajes tan bue- nos, tan honestos?... B. –Os equivocáis. Ese criado era una mujer disfrazada de hom- bre. Ignorada por la tripulación entera durante todo el tiempo de una larga travesía, los otahitianos adivinaron a la primera su sexo. Había nacido en Borgoña, se llamaba Barré 15 ; ni fea ni bonita; de veintiséis años, nunca había salido de su aldea, y lo primero que se le ocurrió fue dar la vuelta al mundo. Siempre demostró prudencia y valor. A. –Esas endebles máquinas encierran a veces almas fuertes. 15 Ciertamente, Jeanne Barré acompañaba al naturalista Philibert de Commerson. 12 DENIS DIDEROT III. La conversación del capellán y Orú B. –En el reparto que los otahitianos hicieron de la tripulación, el capellán le tocó a Orú 16 . El capellán y el otahitiano eran más o menos de la misma edad, treinta y cinco a treinta y seis años. Orú sólo tenía por entonces a su mujer y tres hijas llamadas Asto, Palli y Thia. Lo desvistieron, le lavaron la cara, las manos y los pies, y le sirvieron una comida sana y frugal. Cuando estaba a punto de acostarse, Orú, que se había ausentado con su familia, reapareció, le presentó a su mujer y a sus tres hijas des- nudas y le dijo: «Has cenado, eres joven, gozas de buena salud; si duer- mes solo, dormirás mal; por la noche el hombre necesita una compañera a su lado. Aquí te presento a mi mujer y a mis hijas. Escoge la que te convenga; pero si quieres complacerme, darás preferencia a la pequeña que aún no ha tenido hijos.» La madre añadió: «¡Ay, el caso es que no tengo queja!, ¡pobre Thia!, no es por su culpa.» El capellán contestó que su religión, su estado, las buenas costumbres y la honestidad no le permitían aceptar la oferta. Orú replicó: «No sé qué es esa cosa que llamas religión, pero no puedo sino pensar mal de ella, puesto que te impide disfrutar de un placer tan inocente al que la naturaleza, nuestra dueña y sobera- na, nos invita a todos y que consiste en dar la existencia a uno de tus semejantes; rendir un servicio que el padre, la madre y las hijas te solicitan; saldar la deuda que te vincula al anfitrión que te ha acogido bien; y enriquecer a una nación, acrecen- tándola con un súbdito más. No sé qué esa cosa que llamas estado, pero tu primer deber es ser hombre y ser agradecido. No te propongo llevar a tu país las costumbres de Orú; pero Orú, tu anfitrión y amigo, te suplica que te prestes a las costumbres de Otahití. ¿Son mejores o peores que las vuestras, las costumbres de Otahití? Muy fácil. La tierra donde has nacido, ¿tiene más hombres de los que puede alimentar? En ese caso tus costumbres no son ni peores ni mejores que las nuestras. ¿Puede alimentar más de los que tiene? Entonces nuestras costumbres son mejores que las tuyas. En cuanto a la hones- tidad que me objetas, te comprendo; confieso que me he equivocado y te pido perdón. No reclamo que perjudiques tu salud. Si estás cansado, debes descansar; pero espero que no sigas entristeciéndonos. Mira la preocupación que has engen- 16 La Vèze era el capellán de La Boudeuse, navío de Bougainville. 13 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE drado en los rostros de estas mujeres. Temen que les hayas encontrado algún defecto que cause tu desdén. Pero si así fuera, el placer de honrar a una de mis hijas entre sus compañeras y hermanas, y hacer una buena acción, debería bastarte. Sé generoso. EL CAPELLÁN. –No es eso. Las cuatro son igualmente bellas. Pe- ro, ¡y mi religión!, ¡y mi estado! ORÚ. –Me pertenecen y te las ofrezco. Se pertenecen a sí mismas y se entregan a ti. Sea cual sea la pureza de conciencia que la cosa religión y la cosa estado te prescriben, puedes aceptarlas sin escrúpulos. No abuso de mi autoridad, y ten por seguro que conozco y respeto los derechos de las personas.» Aquí el verídico capellán reconoce que nunca la Provi- dencia lo había expuesto a una tentación tan seductora. Era joven. Se agitaba. Se atormentaba. Desviaba la vista de las ama- bles postulantes. La fijaba de nuevo en ellas. Levantaba los ojos y las manos al cielo. Thia, la más joven, le besaba las rodillas y le decía: «Extranjero, no aflijas a mi padre, no aflijas a mi madre, no me aflijas. Hónrame en esta cabaña y entre los míos; haz que alcance el rango de mis hermanas que se burlan de mí, Asto, la mayor, tiene ya tres hijos; Palli, la segunda, tiene dos; ¡y Thia no tiene ninguno! Extranjero, honrado extranjero, no me rechaces. Hazme madre; hazme un hijo que pueda pasear un día de la mano, a mi lado, en Otahití; que lo vean durante nueve meses asido a mi pecho; del que pueda enorgullecerme y que forme parte de mi dote, cuando pase de la cabaña de mi padre a otra. Quizá tenga más suerte contigo que con nuestros jóvenes ota- hitianos. Si me concedes este favor, no te olvidaré; te bendeciré toda mi vida; escribiré tu nombre en mi brazo y en el de mi hijo; lo pronunciaremos sin cesar con alegría; y cuando te vayas de estas costas, mis buenos augurios te acompañarán por los mares hasta que llegues a tu país.» El ingenuo capellán explicó que le estrechaba las manos, que dirigía sobre él miradas tan expresivas y conmovedoras, que lloraba, que su padre, su madre y sus hermanas se alejaron, que se quedó solo con ella, y que diciendo todo el rato: «¡Y mi reli- gión!, ¡y mi estado!», le sorprendió el día siguiente acostado al lado de aquella joven que lo abrumaba con sus caricias y que invitaba a su padre, a su madre y a sus hermanas, cuando se acercaron a la cama por la mañana, a unir su agradecimiento al de ella. Asto y Palli, que se habían alejado, entraron con los platos típicos del país, con bebidas y frutos. Besaban a su hermana y le auguraban lo mejor. Desayunaron todos juntos; a continuación Orú, que se había quedado a solas con el capellán, le dijo: 14 DENIS DIDEROT «Veo que mi hija está satisfecha de ti, y te doy las gracias. Pero, ¿podrías enseñarme lo que quiere decir la palabra religión que pronunciaste ayer tantas veces y con tanto dolor?» El capellán, después de haberlo pensado un momento, respondió: «¿Quién ha hecho tu cabaña y los utensilios que la amueblan? ORÚ. –Yo. EL CAPELLÁN. –Pues nosotros creemos que este mundo y lo que encierra es obra de un artesano. ORÚ. -¿Con pies, manos, cabeza? EL CAPELLÁN. –No. ORÚ. -¿Dónde está? EL CAPELLÁN. –En todas partes. ORÚ. -¿Aquí mismo? EL CAPELLÁN. –Aquí. ORÚ. –No lo hemos visto nunca. EL CAPELLÁN. –No se le ve. ORÚ. -¡Pues qué padre más indiferente! Debe de ser viejo pues al menos habrá de tener tantos años como su obra. EL CAPELLÁN. –No envejece. Ha hablado a nuestros ancestros; les ha dado unas leyes; les ha prescrito la manera de honrarle; les ha ordenado ciertas acciones como buenas, y les ha prohi- bido otras como malas. ORÚ. –Ya veo; y una de esas acciones que les ha prohibido por malas es acostarse con una mujer o una joven. ¿Y para qué ha hecho entonces dos sexos? EL CAPELLÁN. –Para que se unan, pero con ciertas condiciones, tras ciertas ceremonias previas, a consecuencia de las cuales un hombre pertenece a una mujer, y sólo a ella, y una mujer per- tenece a un hombre, y sólo a él. ORÚ. -¿Para toda la vida? EL CAPELLÁN. –Para toda la vida. ORÚ. –De suerte que, si sucediera que una mujer se acostara con otro que no fuera su marido, o que un marido se acostara con otra que no fuera su mujer… Pero eso no sucede puesto que, si no le gusta, sabe impedirlo. EL CAPELLÁN. –No, los deja hacer, y pecan contra la ley de Dios, nombre con el que conocemos al gran artesano; contra la ley del país, y cometen un crimen. ORÚ. –No querría ofenderte con mis discursos, pero si me lo permites, te daré mi opinión. EL CAPELLÁN. –Habla. ORÚ. –Esos preceptos singulares, los encuentro contrarios a la naturaleza, contrarios a la razón, hechos para multiplicar los crímenes y enfadar en todo momento al viejo artesano que lo ha 15 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE hecho todo sin cabeza, sin manos y sin herramientas; que está por todas partes y no se le ve en ninguna; que dura hoy y maña- na y no tiene un día de más; que ordena sin ser obedecido; que puede impedir y no impide. Contrarios a la naturaleza, porque suponen que un hombre que siente, que piensa y que es libre puede ser la propiedad de un semejante. ¿En qué derecho se fundaría? ¿No ves acaso que en tu país se ha confundido la cosa carente de sensibilidad, de pensamiento, de deseo, de voluntad, que se toma, se deja, se guarda, se intercambia sin que sufra ni se queje, con la cosa que no se cambia, que no se adquiere, que tiene libertad, voluntad, deseo, que puede entregarse o negarse para un momento, entregarse o negarse para siempre, que se queja y sufre, y que no podría convertirse en objeto de comercio sin olvidar su carácter y violentar la naturaleza? Contrarios a la ley general de los seres. Nada, efectivamente, parece más insen- sato que un precepto que proscribe el cambio que llevamos dentro, que ordena una constancia imposible, y que viola la naturaleza y la libertad del varón y de la hembra enca- denándolos para siempre el uno al otro; que exige una fidelidad que limita el más caprichoso de los goces a un mismo individuo; un juramento de inmutabilidad a dos seres de carne y hueso, frente a un cielo que no es un solo instante el mismo, en antros que amenazan ruina, bajo una roca que se deshace en arena, a los pies de un árbol que se agrieta, sobre una piedra que se quebranta 17 . Créeme, habéis convertido la condición humana en algo mucho peor que la animal. No sé quién es ese gran arte- sano tuyo, pero me alegro de que no hablara a los padres de nuestros padres, y deseo que siga mudo ante nuestros hijos; porque podría hablarles y contarles las mismas tonterías y ellos quizá cometieran la más grave, hacerle caso. Ayer, en la cena, nos hablaste de magistrados y sacerdotes, no sé qué son esos personajes a los que llamas magistrados y sacerdotes y que re- gulan vuestra conducta, pero dime una cosa, ¿son acaso dueños del bien y del mal? ¿Pueden hacer que lo que es justo sea injus- to, y que lo injusto sea justo? ¿Depende de ellos asociar el bien a acciones perjudiciales, y el mal a acciones inocentes o útiles? Eres incapaz de pensar una cosa así, pues si así fuera no habría ni verdadero ni falso, ni bueno ni malo, ni bello ni feo, salvo aquello que tu gran artesano, tus magistrados y tus sacerdotes tuvieran a bien declarar tal; y de un momento a otro, te verías obligado a cambiar de ideas y de conducta. Un día se te diría de parte de uno de tus tres amos: «mata», y te verías obligado en conciencia a matar; otro día: «roba», y deberías robar; o «no 17 Cfr. Jacques el fatalista. 16 DENIS DIDEROT comas de este fruto», y no te atreverías a comer; «te prohíbo esta verdura o este animal», y no osarías poner una mano encima. No hay bondad que pueda prohibirse; ninguna maldad que pueda ordenarse. ¿Y a qué te verías reducido si tus tres amos, poco de acuerdo entre sí, se pusieran a permitirte, a prescribirte y a prohibirte lo mismo, como me temo que suele suceder? Entonces, para complacer al sacerdote, tendrás que reñir con el magistrado; para satisfacer al magistrado, tendrás que disgustar al gran artesano; y para agradar al gran artesano, tendrás que renunciar a la naturaleza. ¿Y sabes qué sucederá? Que los despreciarás a los tres, y no serás ni hombre, ni ciu- dadano, ni piadoso; no serás nada; no te amoldarás a ninguna autoridad, te sentirás mal contigo mismo, malvado, atormen- tado por tu corazón, perseguido por tus insensatos amos, y desdichado, como te vi ayer por la noche y te presenté a mis hijas, y exclamaste: «¡Y mi religión, y mi estado!» ¿Quieres sa- ber en todo momento y en todo lugar qué es bueno y qué es malo? Guíate por la naturaleza de las cosas y acciones; fíate de las relaciones con tu semejante; de la influencia de tu conducta en tu utilidad particular y el bien general. Deliras, si piensas que hay algo, arriba o abajo, en el universo, que pueda modificar, ampliándolas o restringiéndolas, las leyes de la naturaleza. Su voluntad eterna reside en preferir el bien frente al mal y el bien general frente al particular. Si ordenaras lo contrario, no podrías ser obedecido. Multiplicarás el número de criminales y desdichados por el miedo, el castigo y el remordimiento. Depra- varás las conciencias, corromperás los espíritus. No sabrán qué hacer o qué no hacer. Turbados en su estado de inocencia, tran- quilos en la fechoría, habrán perdido de vista la estrella polar que los guía en su camino. Respóndeme sinceramente. A pesar de las órdenes expresas de tus tres legisladores, un joven, en tu país, ¿no se acuesta nunca con una joven, sin el permiso de ellos? EL CAPELLÁN. –Mentiría si te dijera que no. ORÚ. –La mujer que ha jurado pertenecer a su marido, ¿no se entrega a ningún otro? EL CAPELLÁN. –Nada hay más común. ORÚ. –Tus legisladores actúan con rigor o no. Si así actúan, son como bestias feroces que castigan a la naturaleza. Si no, son unos imbéciles que exponen al desprecio su autoridad con pro- hibiciones inútiles. EL CAPELLÁN. –Los culpables que escapan a la severidad de las leyes se ven castigados por la reprobación general. 17 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE ORÚ. –Es decir, que la justicia se ejerce por defecto de sentido común de toda una nación, y la locura de la opinión pública es la que suple a las leyes 18 . EL CAPELLÁN. –La joven deshonrada no encuentra marido. ORÚ. -¡Deshonrada! ¿Y por qué? EL CAPELLÁN. –La mujer infiel es más o menos despreciada. ORÚ. -¡Despreciada! ¿Y por qué? EL CAPELLÁN. –Al joven se le tilda de cobarde seductor. ORÚ. -¡Cobarde! ¡Seductor! ¿Y por qué? EL CAPELLÁN. –El padre, la madre y el hijo están pesarosos. El esposo infiel es un libertino; el esposo traicionado comparte la vergüenza con su mujer. ORÚ. -¡Qué monstruosa serie de extravagancias!, y estoy seguro de que encima no me cuentas todo. Porque en cuanto se otorgan el poder de disponer a su libre albedrío de las ideas de justicia y propiedad, de sustraer u otorgar a las cosas un carácter arbitra- rio, de asociar o disociar el bien y el mal a las distintas acciones, consultando exclusivamente el capricho, se difama al otro, se le acusa, se sospecha de él, se le tiraniza y se le envidia, se le traiciona, se aflige a todo el mundo, se esconde uno, se disimula, se espía al de al lado, se le atrapa, se riñe, se miente; las hijas engañan a sus padres, los maridos a sus mujeres, las mujeres a sus maridos. Las jóvenes, no me cabe la menor duda, llegarán a asfixiar a sus hijos; los padres nada seguros de serlo desprecia- rán e ignorarán a los suyos; las madres e separarán de ellos y los abandonarán a su suerte; y el crimen y la depravación se mos- trarán en todas sus facetas. Lo sé como si hubiera vivido entre vosotros. Así es porque así ha de ser; y la sociedad cuyo her- moso orden tanto os pondera vuestro jefe será siempre un atajo o de hipócritas que pisotean a escondidas las leyes que menos- precian, o de desdichados sometidos a un suplicio del que son meros instrumentos, o de imbéciles cuya naturaleza se halla completamente enmudecida por los prejuicios, o de seres mal hechos y completamente desnaturalizados. EL CAPELLÁN. –Puede ser. ¿Pero aquí no os casáis? ORÚ. –Nos casamos. EL CAPELLÁN. -¿Y en qué consiste vuestro matrimonio? ORÚ. –En el consentimiento de vivir en una misma cabaña y acostarse en un mismo lecho, mientras nos encontremos bien juntos. EL CAPELLÁN. -¿Y cuando os encontráis mal? ORÚ. –Nos separamos. EL CAPELLÁN. -¿Y qué sucede con vuestros hijos? 18 Cf. La señora de La Carlière. 18 DENIS DIDEROT ORÚ. -¡Oh, extranjero! Esta pregunta última tuya acaba de confirmarme la profunda miseria en que se encuentra sumido tu país. Que sepas, amigo mío, que aquí el nacimiento de un hijo es siempre una alegría, y su muerte motivo de persares y lágrimas. Un hijo es un bien preciado, porque ha de convertirse en un hombre. Así que lo cuidamos de manera muy distinta a nuestras plantas o nuestros animales. Un hijo que nace ocasiona una alegría doméstica y pública. Es un incremento de fortuna para la cabaña, y de fuerza para la nación. Son más brazo y ma- nos para Otahití. Vemos en él a un agricultor, un pescador, un cazador, un soldado, un esposo, un padre. Al pasar nueva- mente de la cabaña de su marido a la de sus padres, una mujer se lleva consigo a los hijos que había aportado como dote; se reparten los habidos en común; y se compensa en la medida de lo posible el número de varones y de hembras, de suerte que le quede a cada uno un número igual de niñas que de niños. EL CAPELLÁN. –Pero los hijos suponen una carga durante mucho tiempo antes de ser útiles. ORÚ. –Destinamos a su mantenimiento y a la subsistencia de los ancianos una sexta parte de los bienes del país. Ese tributo les sigue a todas partes. De tal suerte que cuanto más numerosa es una familia otahitiana, más rica es. EL CAPELLÁN. -¡Una sexta parte! ORÚ. –Sí. Es un medio seguro de animar a la población e inte- resarla por el respeto a los ancianos y por la conservación de los niños. EL CAPELLÁN. -¿Sucede que vuestros esposos vuelvan a vivir jun- tos? ORÚ. –Muy a menudo. No obstante, la duración más breve de un matrimonio es de una luna a otra. EL CAPELLÁN. –A menos que la mujer esté embarazada; en tal caso la cohabitación será de nueve meses, supongo. ORÚ. –Te equivocas. La paternidad, como el tributo, sigue a su hijo a todas partes. EL CAPELLÁN. –Me has hablado de hijos que aporta una mujer como dote a su marido. ORÚ. –Por supuesto. Mira mi hija mayor que tiene tres hijos. Caminan; están sanos; son guapos; prometen hacerse fuertes. Cuando le dé por casarse, se los llevará, son suyos. Su marido los recibirá con alegría, y su mujer le agradaría aún más si estuviera embarazada de un cuarto. EL CAPELLÁN. -¿De él? ORÚ. –De él, o de otro. Cuantos más hijos tienen nuestras jó- venes, más codiciadas son. Cuanto más robustos y hermosos son nuestros hijos, más ricos son. Por ello, precisamente, de la 19 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE misma manera que nos esmeramos en preservar a aquéllas del contacto con el hombre, y a los otros de acercarse a las mujeres antes de la edad de la fecundidad, asimismo los exhortamos a procrear, cuando los muchachos son púberes y las chicas nú- biles. No te imaginas la importancia del servicio que habrás rendido a mi hija Thia si la has preñado. Su madre ya no le dirá a cada luna: «Pero, Thia, ¿en qué piensas? No te quedas emba- razada. Tienes diecinueve años; ya deberías tener dos hijos, y no tienes ninguno. ¿Quién se hará cargo de ti? Si pierdes así tus años jóvenes, ¿qué harás cuando seas vieja? Thia, algún defecto has de tener para alejar así de ti a los hombres. Corrígete, hija mía. A tu edad, yo ya había sido tres veces madre.» EL CAPELLÁN. -¿Qué precauciones tomáis para preservar a vues- tros hijos e hijas en su adolescencia? ORÚ. –Es el objeto principal de la educación doméstica y el punto más importante de las costumbres públicas. Nuestros muchachos, hasta los veintidós años, dos o tres después de la pubertad, van revestidos con una larga túnica, y llevan las caderas ceñidas por una cadenita. Antes de ser núbiles, nuestras hijas no osarían salir sin un velo blanco. Quitarse la cadena, levantar el velo, son faltas que se cometen rara vez, porque les enseñamos desde pequeños las penosas consecuencias. Pero en el momento en que el varón ha adquirido toda su fuerza, cuando los síntomas de la virilidad se presentan de manera constante, y la efusión frecuente y de calidad del licor seminal nos da todas las garantías, en el momento en que la joven empieza a marchi- tarse, a aburrirse, a encontrarse madura para concebir deseos, despertarlos y satisfacerlos útilmente, el padre le suelta la cadena al hijo y le corta la uña del dedo corazón de la mano derecha, y la madre levanta el velo de la hija. El uno puede soli- citar a una mujer y ser solicitado por cualquiera de ellas; la otra puede pasearse públicamente con la cara descubierta y el pecho desnudo, aceptar o rechazar las caricias de un hombre. Sólo se indica antes a los muchachos y a las muchachas a quienes deben preferir. La fiesta de emancipación de un joven o de una joven es un gran acontecimiento. Si se trata de una chica, la víspera, los muchachos se reúnen todos alrededor de la cabaña y los cantos y los instrumentos musicales resuenan durante toda la noche. Por la mañana la conducen su padre y su madre a un recinto donde se baila y donde el ejercicio del salto, de la lucha y la carrera muestran al hombre desnudo ante ella en todas sus facetas y todas sus aptitudes. Si es la de un joven, son ellas quienes en su presencia se ocupan de hacerle los honores en la fiesta y exponen ante su mirada la desnudez femenina, sin reservas ni secretos. El resto de la ceremonia concluye en un 20 DENIS DIDEROT lecho de hojas, como has visto al llegar aquí. A la caída del día, la joven vuelve a la cabaña de sus padres o penetra en la cabaña de su elegido, y permanece en ella cuanto le plazca. EL CAPELLÁN. –Así pues, esa fiesta puede ser o no un día de nup- cias. ORÚ. –Tú lo has dicho.» A. -¿Qué veo ahí, en el margen? B. –Es una nota donde el buen capellán dice que los preceptos de los padres sobre la elección de los muchachos y las muchachas eran de lo más sensato y las observaciones finísimas y utilísimas; pero que ha suprimido ese catecismo que habría parecido a personas tan corruptas y superficiales como nosotros, de una licencia imperdonable, añadiendo con todo que sentía obviar unos detalles que habrían permitido ver primeramente hasta dónde puede llegar en sus investigaciones una nación que se ocupa acertada y constantemente de un objeto importante, sin la ayuda de la física y la anatomía; en segundo lugar, la diferencia de las ideas sobre la belleza en una región del globo donde las formas dependen del placer del momento, y en el seno de un pueblo donde se aprecian según una utilidad más constante. Allá, para ser bella, se exige una tez resplandeciente, una frente amplia, ojos grandes, rasgos finos y delicados, un talle ligero, una boca pequeña, manos pequeñas, pie pequeño… Aquí no se valora casi ninguno de esos ele- mentos. La mujer que atrae las miradas, que despierta el deseo, es la que promete muchos hijos, la mujer que lleva dentro el cardenal de Ossat 19 , y que los promete activos, inteligentes, valientes, sanos y robustos. Nada hay en común entre la Venus de Atenas y la de Otahití; la una es una Venus galante, la otra, una Venus fecunda. Una otahitiana decía un día con desdén a otra mujer de su país: «Eres bella, pero haces hijos feos; soy fea, pero hago hijos hermosos, por eso me prefieren los hombres.» Tras esta nota del capellán, Orú prosigue. A. -Antes 20 de que retome su discurso, tengo un ruego que hace- ros; que contéis una aventura acaecida en Nueva Inglaterra. B. –Aquí la tenéis. Una joven, miss Polly Baker, habiéndose quedado embarazada por quinta vez, fue llevada ante el tribunal 19 Diderot tiene al cardenal en mente porque acaba de hacer una reseña de la obra de la señora de Arconville, Vida del cardenal de Ossat, en la Correspondance litté- raire de noviembre de 1771. 20 Aquí empieza la gran adición tomada en 1780 de la Historia de las dos Indias donde Raynal había insertado el texto de Diderot (libro XVII, cap. 21). La fuente es una anécdota inventada por B. Franklin y publicada en abril de 1747 en el London Magazine. 21 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE de justicia de Connecticut, cerca de Boston. La ley condena a todas las personas de sexo femenino que deben el título de madre exclusivamente al libertinaje, a una multa o un castigo corporal cuando no pueden pagar la multa. Miss Polly, al entrar en la sala donde se hallaban reunidos los jueces, profirió el siguiente discurso: «Permitidme, señores, dirigiros unas pala- bras. Soy una joven desgraciada y pobre, no tengo medios para pagar abogados que me defiendan, y no os retendré mucho. No pretendo que en la sentencia que pronunciéis os desviéis de la ley; lo que me atrevo a esperar es que os dignéis implorar al gobierno tenga a bien dispensarme del pago de la multa. Ésta es la quinta vez, señores, que me presento aquí por el mismo motivo; dos veces he pagado multas onerosas, dos veces he su- frido castigos públicos vergonzantes porque no podía pagar. Lo cual es a todas luces conforme a la ley, y no lo discuto; pero en ocasiones hay leyes injustas y se derogan; las hay también en exceso severas, y el poder ejecutivo puede dispensar de su acatamiento. Me atrevo a decir que la que me condena es a la vez injusta en sí y demasiado severa para conmigo. Nunca he ofendido a nadie en el lugar en donde vivo, y desafío a mis ene- migos, si los tuviera, a que prueben que he perjudicado lo más mínimo a un hombre, a una mujer, o a un niño. Permitidme que olvide por un momento que existe la ley, en cuyo caso no sé cuál puede ser mi crimen; he traído al mundo cinco niños muy hermosos, a riesgo de mi vida, los he alimentado con mi leche, los he mantenido con mi trabajo, y habría hecho más por ellos, si no hubiera pagado las multas que me han privado de los recursos necesarios. ¿Es un crimen incrementar el número de súbditos de Su Majestad en una nueva región del globo que está falta de habitantes? No he robado ningún marido a su mujer, ni pervertido a ningún joven; nunca se me ha acusado de tales procedimientos culpables, y si alguien se queja de mí, sólo puede ser el ministro a quien no he pagado los derechos de casamiento. Pero, ¿es culpa mía? Lo pregunto aquí y ahora; me suponéis seguramente suficiente sensatez como para creer con razón que prefiero la condición de esposa que la otra vergon- zante a la que me he visto obligada hasta hoy. Siempre he deseado, y sigo deseándolo, casarme, y puedo asegurar que me conduciría, como en el caso de mi maternidad, con la prudencia, la industria y la economía propios de una señora. Desafío a quien sea probarme que me haya negado a adoptar tal estado. Acepté la primera y única proposición que se me haya hecho; era virgen aún; tuve la simpleza de confiar mi honor a un hombre que carecía de él y que me abandonó tras hacerme el primer hijo. Lo conocéis: es actualmente magistrado y se sienta 22 DENIS DIDEROT en estas mismas filas; esperaba que compareciera hoy aquí e intercediera por mí, por una desgraciada que lo es por su culpa; entonces no me habría sentido capaz de avergonzarlo en público recordando lo sucedido entre nosotros. ¿Me equivoco al quejar- me hoy de la injusticia de las leyes? La primera causa de mis extravíos, mi seductor, goza del máximo poder y de grandes honores gracias a ese mismo gobierno que castiga mis desdichas con el látigo y la infamia. Se me replicará que he transgredido los más sagrados preceptos de la religión; si he ofendido a Dios, dejadle a él el cuidado de castigarme; ya me han excomulgado, ¿acaso no basta? ¿Por qué añadir al suplicio del infierno, al que me creéis condenada en el otro mundo, el castigo de las multas y el látigo en éste? Perdonadme estas reflexiones; no soy teó- logo, pero me cuesta creer que sea un crimen haber dado a luz a cinco hermosos niños a quienes Dios ha otorgado almas in- mortales y que lo adoran. Si hay que promulgar leyes que cambian la naturaleza de las acciones volviéndolas criminales, hacedlas contra los solteros cuyo número aumenta día a día, que llevan la seducción y el oprobio a las familias, que engañan a jovencitas como yo, y que las fuerzan a vivir en el vergonzoso estado en el que vivo en medio de una sociedad que las rechaza y desprecia. Son ellos quienes alteran la tranquilidad pública; ésos son crímenes que sin duda merecen más la animadversión de las leyes que el mío.» Aquel discurso singular produjo el efecto que esperaba Miss Baker; sus jueces le condonaron multa y pena sustitutiva. Su seductor, instruido de lo acontecido, sintió remordimientos por su primera conducta: quiso repararla; dos días después se casó con Miss Baker haciendo de ella una mujer honrada, cuan- do cinco años antes la había convertido en una mujer pública. A. -¿Seguro que no es un cuento de vuestra invención? B. –No. A. –Me alegro. B. –Creo que el abate Raynal cuenta el hecho y reproduce el discurso en su Historia del comercio de las dos Indias. A. –Obra excelente y con un tono tan diferente de las preceden- tes que se ha sospechado que el abate habría contado con ayuda exterior 21 . B. –Es una injusticia. A. –O una maldad. Se deshoja la corona de laurel de un gran hombre tanto y tan bien que al final apenas si queda algo. B. –Pero el tiempo reúne las hojas y recompone la corona. 21 Diderot, Pechmeja, Deleyre, entre otros. 23 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE A. –Mientras tanto el buen hombre ha muerto, ha sufrido el oprobio de sus contemporáneos y es insensible a la rehabilita- ción de la posteridad. IV. Continuación de la conversación entre el capellán y el habitante de Otahití ORÚ. -¡Qué feliz momento para una joven y sus padres, el de la constatación de su embarazo! Se levanta, corre; se precipita en brazos de su padre y de su madre; en medio de tales arrebatos de alegría compartida les comunica el acontecimiento. «¡Ma- dre!, ¡padre!, ¡abrazadme!, ¡estoy embarazada! -¿Es eso cierto? -¡Y tan cierto! -¡Y de quién? –De Fulanito.» EL CAPELLÁN. -¿Cómo puede nombrar al padre de su hijo? ORÚ. -¿Por qué habría de ignorarlo? La duración de nuestros amores es como la de nuestros matrimonios: al menos de una luna hasta la siguiente. EL CAPELLÁN. -¿Y se respeta escrupulosamente esa regla? ORÚ. –Puedes juzgarlo por ti mismo. Para empezar, el intervalo entre dos lunas no es largo; pero cuando dos padres tienen pretensiones bien fundadas sobre su intervención en la forma- ción de un niño, éste deja de pertenecer a la madre. EL CAPELLÁN. -¿Y a quién pertenece pues? ORÚ. –A aquél a quien, de entre los dos, quiera dárselo ella. Ése es todo su privilegio; al ser el niño un objeto de valor e interés en sí, concebirás fácilmente que entre nosotros las libertinas no abundan, y no son precisamente las preferidas de nuestros jóvenes. EL CAPELLÁN. -¿Así que también tenéis libertinas? Eso me tran- quiliza. ORÚ. –Tenemos incluso más de una clase. Pero me desvías del tema. Cuando una de nuestras hijas se queda embarazada, si el padre es un joven hermoso, bien plantado, valiente, inteligente y trabajador, la esperanza de que el hijo herede las virtudes de su padre es motivo renovado de alegría. Nuestros jóvenes sólo sienten vergüenza por haber escogido mal. Así que concebirás fácilmente el valor que damos a la salud, a la belleza, a la fuerza, al esfuerzo, a la valentía. Entenderás, claro, que aquí, sin necesi- dad de mediar nosotros en ello, las prerrogativas de la sangre prevalezcan. Tú, que has recorrido diferentes regiones de la tierra, dime si has visto en alguna tantos hombres y mujeres 24 DENIS DIDEROT hermosos como en Otahití. Mírame. ¿Cómo me ves? Pues bien, hay aquí diez mil hombres más grandes, y tan robustos; aunque ninguno tan bravo. Por eso las madres les dicen a sus hijas que soy un buen partido. EL CAPELLÁN. –Pero de todos esos hijos que puedes haber hecho fuera de la cabaña, ¡qué te queda? ORÚ. –El cuarto, varón o hembra. Así se ha establecido entre nosotros una circulación de hombres, mujeres y niños, o de brazos de toda edad y función mucho más relevante que la de vuestras mercancías, que no son más que su producto. EL CAPELLÁN. –Ya veo. ¿Qué son esos velos negros 22 que me he tropezado en alguna ocasión? ORÚ. –Son señal de esterilidad, defecto de nacimiento, o secuela de una edad avanzada. La que se quita el velo y se mezcla con los hombres, es una libertina. El que levanta ese velo y se acerca a una mujer estéril, es un libertino. EL CAPELLÁN. -¿Y los velos grises? ORÚ. –El signo de la enfermedad periódica. La que se quita ese velo y se mezcla con los hombres, es una libertina; el que lo le- vanta y se acerca a una mujer enferma, es un libertino. EL CAPELLÁN. -¿Tenéis castigos para ese libertinaje? ORÚ. –Sólo el oprobio. EL CAPELLÁN. -¿Un padre puede acostarse con su hija, una ma- dre con su hijo, un hermano con su hermana, un marido con la esposa de otro? ORÚ. -¿Por qué no? EL CAPELLÁN. –La fornicación, pase, ¡pero el incesto, el adulte- rio! ORÚ. -¿Qué significan esas palabras, fornicación, incesto, adul- terio? EL CAPELLÁN. –Son crímenes, crímenes enormes por los que en mi país se quema viva a la gente. ORÚ. –Se queme o no se queme viva a la gente en tu país, me da exactamente igual. Pero no censurarás las costumbres europeas en comparación con las de Otahití ni, por consiguiente, las de Otahití en comparación con las de tu país. Necesitamos una regla más segura; ¿cuál? ¿Acaso conoces alguna mejor que el bien general y la utilidad particular? Ahora dime en qué perju- dica al primero o a la segunda tu crimen incesto. Te equivocas, amigo mío, si crees que una vez publicada una ley, inventada una palabra ignominiosa, o designado un castigo, queda todo dicho. Respóndeme, ¿qué entiendes por incesto? EL CAPELLÁN. –Pues un incesto… 22 Esos velos negros no son en el Viaje de Bougainville más que señales de duelo (nota de P. Vernière). 25 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE ORÚ. –Un incesto… ¿Hace mucho tiempo que tu gran artesano sin cabeza ni manos ni herramientas ha hecho el mundo? EL CAPELLÁN. –No. ORÚ. -¿Hizo toda la especie humana de golpe? EL CAPELLÁN. –Sólo creó a un hombre y una mujer. ORÚ. -¿Tuvieron hijos? EL CAPELLÁN. –Desde luego. ORÚ. –Supón que esos dos primeros padres tuvieran sólo hijas y que su madre muriera antes, o bien sólo hijos y la mujer perdie- ra al marido. EL CAPELLÁN. –Me enredas. Pero por mucho que digas, el incesto es un crimen abominable, y hablemos de otra cosa. ORÚ. –Porque tú lo digas; yo me callo, pero para que me cuentes qué es ese abominable crimen incesto. EL CAPELLÁN. -¡Pues bien! Te doy la razón en que quizá el incesto no sea un crimen contra la naturaleza; ¿pero no basta con que suponga una amenaza para la constitución política? ¿Qué sería de la seguridad de un jefe y de la tranquilidad de un Estado si toda una nación compuesta de varios millones de hombres se hallara agrupada alrededor de una cincuentena de padres de fa- milia? ORÚ. –Nada, sólo que donde no hay más que una gran sociedad, habría cincuenta pequeñas, más felicidad y un crimen menos. EL CAPELLÁN. –Creo, sin embargo, que incluso aquí un hijo no suele acostarse con su madre. ORÚ. –A menos que sienta tanto respeto y ternura por ella que le haga olvidarse de la disparidad de la edad y preferir a una mujer de cuarenta años a una joven de diecinueve. EL CAPELLÁN. -¿Y las relaciones entre padres e hijas? ORÚ. –Tampoco son muy frecuentes, a menos que la hija sea poco agraciada y se vea poco solicitada. Si su padre la quiere, se ocupa de prepararle la dote en forma de hijos. EL CAPELLÁN. –Lo que me hace suponer que las mujeres poco agraciadas de Otahití no deben conocer un destino muy ventu- roso. ORÚ. –Lo que me hace suponer que no tienes buena opinión de la generosidad de nuestros jóvenes. EL CAPELLÁN. –En cuanto a las uniones entre hermanos y her- manas no dudo de que sean muy frecuentes. ORÚ. –Y muy bien consideradas. EL CAPELLÁN. –Al oírte, cabría pensar que esa pasión origen de tantos crímenes y desgracias en nuestra tierra, aquí es comple- tamente inocente. ORÚ. –Extranjero, no tienes ni juicio ni memoria. Juicio, puesto que allá donde existe la prohibición, siempre existe la tentación 26 DENIS DIDEROT de hacer lo que está prohibido, y se hace. Memoria, porque no recuerdas lo que te he dicho. Tenemos viejas disolutas que salen por la noche sin el velo negro y reciben a hombres cuando nada puede resultar de tales encuentros. Si se las reconoce o sor- prende, se las destierra al norte de la isla o se las condena a la esclavitud; para las jóvenes precoces que se quitan el velo blan- co a escondidas de sus padres, reservamos un lugar cerrado dentro de la cabaña; en cuanto a los muchachos que se quitan la cadena antes del tiempo prescrito por la naturaleza y la ley, reprendemos a sus padres; amonestamos a las mujeres que encuentran el embarazo demasiado largo, o a las mujeres y jovencitas empeñadas en quitarse el velo gris; pero de hecho no acordamos mucha importancia a ese tipo de faltas, y no imagi- nas hasta qué punto la idea de riqueza particular o pública, unida en nuestras mentes a la de población, depura nuestras costumbres en ese terreno. EL CAPELLÁN. –La pasión de dos hombres por una misma mujer, o el gusto de dos mujeres o dos jovencitas por un mismo hom- bre, ¿no son causa de desorden? ORÚ. –No conozco ni cuatro ejemplos. La elección de la mujer o la del hombre lo concluyen todo. La violencia de un hombre sería una falta grave; pero se necesita una queja pública, y resul- ta inusitado que una muchacha o una mujer eleven una queja. Lo único que he visto es que nuestras mujeres sienten menos compasión por los hombres feos que nuestros jóvenes por las mal hechas, y no nos importa. EL CAPELLÁN. –Por lo que veo, prácticamente desconocéis los celos; pero la ternura marital, el amor paterno, esos dos senti- mientos tan poderosos y tan dulces, si bien no os resultan extraños, supongo que no serán muy frecuentes. ORÚ. –Los hemos sustituido por uno más general, enérgico y duradero, el interés. Echa mano a tu conciencia, deja de lado esa fanfarronada de virtud que está siempre en boca de tus camaradas y nunca en su corazón. Dime si, en cualquier región, existe un padre que, si no fuera por cierto sentimiento de vergüenza que lo contiene, no prefiera perder a un hijo, o un marido que no prefiera perder a su mujer, antes que la fortuna y el bienestar de toda su vida. Ten por seguro que donde el hom- bre necesite de la conservación de su semejante para preservar su cama, su salud, su reposo, su cabaña, sus bienes, sus tierras, hará por él todo lo que sea posible. Aquí se baña en lágrimas el lecho de un niño que sufre; aquí se cuida a las madres enfermas; aquí se respeta y admira a una mujer fecunda, núbil, a un adolescente; aquí nos ocupamos de sus personas porque su con- 27 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE servación supone siempre un aumento de nuestra fortuna y, al contrario, su pérdida, una mengua. EL CAPELLÁN. –Mucho me temo que este salvaje tiene razón. El pobre campesino miserable de nuestros países, que agota a su mujer para aliviar a su caballo, deja morir a su hijo sin auxilio ninguno y llama al médico para su buey. ORÚ. –No entiendo muy bien lo que acabas de decir; pero cuando vuelvas a tu patria tan civilizada, intenta introducir esta idea, y entonces sentiréis el valor del recién nacido, y la importancia de la población. ¿Quieres que te revele un secreto? Pero cuida que no se te escape. Llegáis, os abandonamos nuestras mujeres y nuestras hijas; os sorprendéis; nos dais prueba de una gratitud que nos hace sonreír. Nos dais las gra- cias cuando os imponemos la más fuerte de las obligaciones. No te hemos pedido dinero; no nos hemos precipitado sobre tus mercancías; hemos menospreciado tus riquezas; pero nuestras mujeres y nuestras hijas han venido a extraerte la sangre de tus venas. Cuando te alejes, nos habrás dejado unos hijos; ese tributo, extirpado de tu persona, de tu propia sustancia, ¿no es tan valioso como cualquier otro? Y si quieres apreciar su valor de verdad, imagina que tengas que recorrer doscientas leguas de costa corriendo, y que cada veinte millas se te solicite semejante contribución. Tenemos tierras inmensas baldías; nos faltan brazos, y te los hemos pedido. Tenemos calamidades epidé- micas que subsanar, y te hemos empleado para reparar el vacío que dejen. Tenemos enemigos vecinos que combatir, necesidad de soldados, y te hemos rogado que nos los des; nuestras muje- res y nuestras hijas son demasiado numerosas con respecto a los hombres, y te hemos asociado a nuestra tarea. Entre esas mujeres y esas hijas, las hay con las que nunca hemos podido obtener hijos, y son esas las primeras que hemos expuesto a vuestras caricias. Hemos de pagar un tributo en hombres a un vecino opresor; tú y tus camaradas nos habréis ayudado a sal- darlo, y dentro de cinco a seis años le enviaremos a vuestros hijos, si valen menos que los nuestros. Más robustos, más sanos que vosotros, nos dimos cuenta desde el principio que erais más inteligentes que nosotros, así que enviamos a algunas de nuestras mujeres e hijas más bellas a recoger la semilla de una raza mejor que la nuestra. Es un ensayo que hemos llevado a cabo y esperemos que nos salga bien. Hemos sacado de ti y de los tuyos lo único que podíamos extraer; y créeme, por muy salvajes que seamos, sabemos calcular. Vete adonde quieras, y siempre encontrarás a un hombre tan listo como tú. Nunca te dará más que lo que no le sirve, y siempre te pedirá lo que le resulte útil. Si te presenta un trozo de oro a cambio de un trozo 28 DENIS DIDEROT de hierro, es porque no le interesa el oro y necesita el hierro 23 . Pero dime por qué no vas vestido como los demás. ¿Qué signi- fica esa larga casaca que te envuelve de la cabeza a los pies, y ese saco puntiagudo que dejas caer por los hombros, o que te pones cubriéndote las orejas? EL CAPELLÁN. –Es que, aquí donde me ves, formo parte de una sociedad de hombres que en mi país reciben el nombre de mon- jes. El más sagrado de sus votos consiste en no acercarse a una mujer y no tener hijos. ORÚ. -¿Qué hacéis entonces? EL CAPELLÁN. –Nada. ORÚ. -¿Y tu magistrado os aguanta, perezosos de la peor espe- cie? EL CAPELLÁN. –Hace más; nos respeta y hace que se nos respete. ORÚ. –Lo primero que me vino a la mente es que la naturaleza, por accidente o arte cruel, os había privado de producir seme- jantes vuestros, y que por compasión os dejaban vivir en lugar de mataros. Pero, monje, mi hija me ha dicho que eras un hombre, y un hombre tan robusto como un otahitiano, y que esperaba que tus reiteradas caricias dieran sus frutos. Ahora que he entendido por qué gritabas anoche: «¡Y mi religión, y mi estado!», podrías explicarme el motivo del favor y el respeto que os conceden los magistrados? EL CAPELLÁN. –Lo ignoro. ORÚ. -¿Sabes al menos, por qué, siendo hombre, te has conde- nado libremente a no serlo? EL CAPELLÁN. –Sería demasiado largo y complicado de explicar. ORÚ. -¿Y el monje es fiel a ese voto de esterilidad? EL CAPELLÁN. –No. ORÚ. –Estaba seguro. ¿Tenéis también monjes mujeres? EL CAPELLÁN. –Sí. ORÚ. -¿Tan virtuosos como los monjes varones? EL CAPELLÁN. –Más encerradas, se secan de dolor, perecen de aburrimiento. ORÚ. –Y la injuria hecha a la naturaleza se ve así vengada. ¡Oh! ¡País infame! Si todo obedece al mismo orden, sois mucho más bárbaros que nosotros. El buen capellán cuenta que estuvo el resto del día recorriendo la isla, visitando cabañas, y que por la noche, des- pués de cenar, el padre y la madre vinieron a rogarle que se acostara con la segunda de sus hijas, y que Palli se había pre- sentado igual de desnuda que Thia, y que él no había cesado de 23 Encontramos el mismo ejemplo, expresado en idénticos términos, en la Historia de las dos Indias, libro III, introducción, y libro VIII, capítulo I. 29 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE repetir: «¡Y mi religión, y mi estado!», y que la tercera noche había sufrido los mismos remordimientos con Asto, y que la cuarta la había pasado por educación con la mujer de su an- fitrión. V. Continuación del diálogo entre A y B A. –Estimo a ese capellán educado. B. –Y yo, mucho más que las costumbres de los otahitianos y el discurso de Orú. A. –Demasiado europeizado. B. –Cierto. Aquí el buen capellán se queja de la brevedad de su están- cia en Otahití, y de la dificultad de conocer mejor los usos de un pueblo lo bastante virtuoso como para haberse detenido en un justo medio, lo bastante dichoso como para vivir en una región del globo cuya fertilidad le garantizaba un prolongado letargo, lo bastante activo como para asegurarse las necesidades vitales absolutas, y lo bastante indolente como para que un progreso demasiado rápido de sus luces no pusiera en peligro su ino- cencia, su reposo y su felicidad. Nada era malo por opinión o por ley, más que lo malo por naturaleza. Las labores y las cose- chas se hacían en común. La acepción de la palabra propiedad era muy restringida. La pasión del amor, reducida a un simple apetito físico, no producía ninguno de nuestros desórdenes. La isla entera ofrecía la imagen de una sola familia numerosa y cada cabaña representaba las diferentes habitaciones de una de nuestras grandes mansiones. Para concluir, jura que los ota- hitianos siempre estarán presentes en su memoria, que le había tentado arrojar los hábitos al navío y quedarse con ellos el resto de sus días y que tiene miedo de arrepentirse a menudo de no haberlo hecho. A. –A pesar de tal elogio, ¿qué consecuencias útiles podemos extraer de las costumbres y usos extraños de un pueblo no civi- lizado? B. –Veo que cuando ciertas causas físicas, como por ejemplo la necesidad de vencer la ingratitud de la tierra, han puesto en juego la sagacidad del hombre, este impulso le ha llevado mucho más allá que el fin en sí de dicho impulso, y que, una vez superada la necesidad, ha desembocado en el océano sin límites 30 DENIS DIDEROT de las fantasías de donde ya no sale. ¡Pueda el infeliz otahitiano mantenerse donde está! Veo que, excepto en ese rincón alejado de nuestro globo, no hay costumbres en ninguna parte, y quizá no las haya nunca más. A. -¿Qué entendéis por costumbres? B. –Entiendo una sumisión general, y una conducta consecuente, a unas leyes, buenas o malas. Si las leyes son bue- nas, las costumbres son buenas. Si las leyes son malas, las costumbres son malas. Si las leyes, buenas o malas, no son respetadas, la peor situación posible de una sociedad, entonces no hay costumbres. Y, ¿cómo queréis que se respeten las leyes si se contradicen? Repasad la historia de los siglos y de las naciones, las antiguas y las modernas, y veréis a los hombres sometidos a tres códigos, el código de la naturaleza, el código civil y el código religioso 24 , y obligados a infringir alternati- vamente los tres códigos, que nunca han sabido ponerse de acuerdo; de lo que se concluye que no ha habido en ningún país, ni en el nuestro, como bien ha adivinado Orú, hombre, ciuda- dano o religioso. A. –De donde concluís sin duda que al fundar la moral en las relaciones eternas que subsisten entre los hombres, la ley reli- giosa quizá se vuelva superflua, y que la ley civil no debe ser sino el enunciado de la ley de la naturaleza. B. –Y ello so pena de que se multipliquen los malvados en lugar de hacer a la gente buena. A. –O que, si se juzga necesario conservar las tres, las dos últimas deben limitarse a ser calco riguroso de la primera, gra- bada en el fondo de nuestros corazones, de suerte que siempre será la más fuerte. B. –No exactamente. Al nacer sólo aportamos una similitud de organización con otros seres, las mismas necesidades, la atrac- ción por los mismos placeres, una aversión común por las mismas penas; todo ello compone al hombre tal y como es, y debe fundar la moral que le conviene. A. –No es tan fácil. B. –No es tan difícil, pues me inclino a creer al pueblo más salvaje de la tierra, el otahitiano, que se ha dejado guiar escru- pulosamente por la ley de la naturaleza, más próximo a una buena legislación que ningún pueblo civilizado. A. –Porque le resulta más fácil deshacerse de su exceso de rus- ticidad que a nosotros volver sobre nuestros pasos y reparar nuestros abusos. 24 Cfr. Salón de 1767, Observaciones sobre el Nakaz e Historia de las dos Indias, libro XIX, cap. 14, sobre esta teoría que Diderot defendió particularmente en la década de 1770 a 1780. 31 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE B. –Sobre todo los referentes a la unión del hombre y la mujer. A. –Puede ser. Pero empecemos por el principio. Interroguemos buenamente a la naturaleza, y veamos sin parcialidad lo que nos responde a este respecto. B. –Consiento a ello. A. –¿El matrimonio existe en la naturaleza? B. –Si entendéis por matrimonio la preferencia que una hembra otorga a un macho por encima de los demás machos, o la que un macho otorga a una hembra por encima de las demás hembras, preferencia mutua en consecuencia de la cual se forma una unión más o menos duradera, que perpetúa la especie mediante la reproducción de los individuos, el matrimonio existe en la naturaleza. A. –Pienso como vos; pues esta preferencia se observa no sólo en la especie humana sino también en las demás especies ani- males: da fe ese cortejo de machos que persiguen a una misma hembra en la primavera de nuestra campiña, y de los cuales sólo uno obtiene el título de esposo. ¿Y el galanteo? B. –Si entendéis por galanteo esa variedad de medios enérgicos o delicados que inspira la pasión ya sea al macho, ya sea a la hembra, para obtener esa preferencia que conduce al más dulce, al más importante y más general de los goces, el galanteo existe en la naturaleza. A. –Pienso como vos. Testigo de ello, toda esa diversidad de gentilezas practicadas por el macho para gustar a la hembra, y por la hembra para irritar la pasión y fijar la predilección del macho. ¿Y la coquetería? B. –Es una mentira consistente en simular una pasión que no se siente, y en prometer una preferencia que no se otorgará. El ma- cho coqueto se mofa de la hembra; la hembra coqueta se mofa del macho; juego pérfido que a veces conduce a las catástrofes más funestas; maniobra ridícula por la que tanto el burlador como el burlado acaban castigados por igual por la pérdida de los instantes más valiosos de su vida. A. –Así la coquetería, según vos, no existe en la naturaleza. B. –No he dicho eso. A. -¿Y la constancia? B. –No os diré nada que no haya dicho ya, y mejor, Orú al cape- llán. ¡Pobre vanidad la de dos niños que ni siquiera se conocen a sí mismos y que la embriaguez de un instante ciega frente a la inestabilidad de todo lo que les rodea! A. -¿Y la fidelidad, ese raro fenómeno? B. –Casi siempre el empeño y el suplicio de todo hombre honra- do y de toda mujer honesta. A. -¿Los celos? 32 DENIS DIDEROT B. –Pasión de un animal indigente y avaro que teme la escasez; sentimiento injusto del hombre; consecuencia de nuestras falsas costumbres, y de un derecho de propiedad extendido a un ob- jeto con sentimientos e inteligencia, con voluntad y libre. A. –Así los celos, según vos, ¿no existen en la naturaleza? B. –Yo no he dicho eso. Vicios y virtudes, todo se encuentra en la naturaleza. A. –El celoso es tétrico. B. –Como el tirano, porque es consciente de ello. A. -¿El pudor? B. –Aquí me arrastráis a una clase de moral galante. El hombre no quiere ni que le turben ni que le distraigan en sus goces. Los del amor se ven seguidos por una debilidad que lo abandonaría a merced de su enemigo. A eso se limita la naturalidad del pu- dor. El resto es institución. El capellán subraya, en un tercer informe que no os he leído, que el otahitiano no se ruboriza por unos movimientos involuntarios fruto de su excitación cuando se encuentra al lado de su mujer, en medio de sus hijas, que asisten al fenómeno espectadoras, a veces conmovidas, nunca turbadas. En cuanto la mujer pasó a ser propiedad del hombre y el goce furtivo de una joven se consideró como un robo, brota- ron los términos de pudor, comedimiento, decoro, virtudes y vicos imaginarios, en una palabra, barreras entre un sexo y otro que impidieran invitarse recíprocamente a la violación de las leyes que se les habían impuesto, y que a menudo produjeron un efecto contrario, enardeciendo las imaginaciones e irritando los deseos. Cuando veo árboles plantados alrededor de nuestros palacios, y una prenda de vestir que esconde una parte y enseña otra del pecho de una mujer, me parece reconocer un retorno secreto a la selva, y una llamada a la libertad primera de nuestra primitiva morada. El otahitiano nos dirá: «¿Por qué te escon- des?, ¿de qué te avergüenzas?, ¿acaso estás haciendo daño cuando cedes al impulso más augusto de la naturaleza? Hom- bre, preséntate francamente si ves que gustas. Mujer, si ese hombre te conviene, recíbelo con la misma franqueza.» A. –No os enfadéis. Si empezamos como los hombres civili- zados, casi siempre acabamos como el otahitiano. B. –Sí; pero esos preliminares de convención consumen la mi- tad de la vida de un hombre de genio. A. –De acuerdo; pero ¿qué importa, si ese impulso pernicioso del espíritu humano contra el que os habéis pronunciado hace un momento, se ve reducido en la misma medida? Un filósofo de nuestros días, interrogado sobre por qué los hombres corte- jaban a las mujeres y no las mujeres a los hombres, respondió 33 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE que era natural que se solicitara a quien estaba siempre en posi- ción de otorgar. B. –Tal razón me ha parecido desde siempre más ingeniosa que sólida. La naturaleza, indecente si queréis, empuja indistinta- mente un sexo hacia otro; y en un estado del hombre triste 25 y salvaje que quizá no exista en ninguna parte… A. -¿Ni siquiera en Otahití? B. –No… La distancia que separa a un hombre de una mujer la franquearía el más enamorado. Si se esperan, se rehúyen, se persiguen, se evitan, se atacan, se defienden, es que la pasión, desigual en su progresos, se concreta en uno y otro con desigual intensidad. De donde acontece que la voluptuosidad se expande, se consume y se apaga de un lado, cuando comienza apenas a despertar del otro, lo que entristece a ambos. Ésa es la fiel imagen de lo que sucedería entre dos seres libres, jóvenes y perfectamente inocentes. Pero cuando la mujer ha conocido, por experiencia o educación, las consecuencias más o menos crueles de un momento de ternura, su corazón se estremece cuando se le acerca un hombre 26 . El corazón del hombre no se estremece; sus sentidos imperan y él obedece. Los sentidos de la mujer se explican, y ella teme escucharlos. Es cosa del hombre intentar distraerla de sus temores, embriagarla y seducirla. El hombre conserva todo el impulso natural hacia la mujer; el impulso natural de la mujer hacia el hombre, como diría un geómetra, resulta de la combinación entre su relación directa con la pasión y su relación inversa con el temor, más una multitud de elemen- tos diversos en nuestras sociedades, elementos que concurren casi todos a acrecentar la pusilanimidad de un sexo y la prolon- gación de la persecución por parte del otro. Es una especie de táctica donde los recursos de la defensa y los medios del ataque han seguido un trazado paralelo. Se ha consagrado la resistencia de la mujer; se ha asociado la ignominia a la persecución del hombre, violencia que no sería sino una ligera injuria en Otahi- tí, y que se convierte en un verdadero crimen en nuestras ciudades. A. –Pero, ¿cómo ha sucedido que un acto cuya finalidad es tan solemne, y al que nos invita la naturaleza por la atracción más poderosa; que el más grande, más dulce, más inocente de los placeres se haya convertido en la fecunda fuente de nuestra de- pravación y de nuestros males? B. –Orú se lo repitió diez veces al capellán: escuchadlo de nuevo e intentad retenerlo. 25 En las otras copias, en lugar de «triste» aparece «bruto». 26 Cfr. Sobre las mujeres. Artículo aparecido en la Correspondance littéraire de Grimm en 1772, y que Sainte-Beuve tilda de «pequeña obra maestra». 34 DENIS DIDEROT Por la tiranía del hombre que ha convertido la posesión de la mujer en una propiedad. Por las costumbres y los usos que han gravado de condijo- nes la unión conyugal. Por las leyes civiles que han sometido el matrimonio a una infinidad de formalidades. Por la naturaleza de nuestra sociedad donde la diversidad de fortunas y rangos ha instituido conveniencias e inconve- niencias. Por una contradicción extraña y común a todas las socie- dades subsistentes, donde el nacimiento de un niño, siempre contemplado como un incremento de la riqueza de la nación, constituye a menudo y con mayor frecuencia un acrecenta- miento de la indigencia de las familias. Por los intereses políticos de los soberanos que no con- templan sino el suyo personal y la propia seguridad. Por las instituciones religiosas que han tildado de vicio o virtud acciones que en sí no eran moralmente evaluables. ¡Qué lejos nos hallamos de la naturaleza y de la felicidad! El imperio de la naturaleza es indestructible, y por mucho que se le contraríe con obstáculos diversos, perdurará. Escribid en tablas de bronce, como diría Marco Aurelio 27 , que el frota- miento voluptuoso de dos intestinos es un crimen, el corazón del hombre se verá desgarrado entre la amenaza de vuestra inscripción y la violencia de sus inclinaciones. Pero ese corazón indócil no dejará de protestar, y cien veces a lo largo de la vida perderemos de vista esas espantosas inscripciones vuestras. Grabad en el mármol: «No comerás ni ixión, ni grifón 28 ; no conocerás más mujer que la tuya; no serás el marido de tu her- mana.» No olvidéis aumentar los castigos en proporción a la excentricidad de vuestras prohibiciones, os volveréis feroces, pero no lograréis desnaturalizarme. A. -¡Qué breve sería el código de las naciones si se conformara rigurosamente al de la naturaleza! ¡Cuántos vicios y errores se le ahorrarían al hombre! B. -¿Queréis saber la historia abreviada de casi toda nuestra miseria? Hela aquí. Existía un hombre natural; se introdujo en el interior de dicho hombre un hombre artificial, y se desenca- denó en la caverna una guerra continua que perdura toda la vida. Ora el hombre natural es más fuerte, ora es aplastado por el hombre moral y artificial; y, en uno como en otro caso, el 27 Pensamientos, VI, 13. 28 Deuteronomio, 14, 13-14; Voltaire se había burlado ya de esos mismos tabúes ali- menticios (mitológico y fabuloso, respectivamente) en los Diálogos filosóficos, en Zadig. 35 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE triste monstruo se encuentra desgarrado, atenazado, ator- mentado, atado a la rueda 29 , gimiendo sin cesar, sin cesar desdichado y, o bien un falso entusiasmo de gloria lo arrebata y lo embriaga, o bien una falsa ignominia lo doblega y lo abate. No obstante, se dan circunstancias extremas que retrotraen al hombre a su sencillez primigenia. A. –La miseria y la enfermedad, dos grandes exorcistas. B. –Vos las habéis nombrado. En efecto, ¿en qué quedan en- tonces todas esas virtudes convencionales? En la miseria, el hombre no sabe de remordimientos; en la enfermedad, la mujer no conoce el pudor. A. –Bien lo he observado. B. –Pero otro fenómeno que tampoco se os habrá escapado es que el retorno del hombre artificial y moral sigue paso a paso la progresión del estado de enfermedad al estado de convalecen- cia, y del estado de convalecencia al estado de buena salud. El momento en que la enfermedad cesa es el mismo en que co- mienza nuevamente la guerra intestina, y casi siempre con desventaja para el intruso. A. –Es verdad. Yo mismo he comprobado que el hombre natural posee en la enfermedad un vigor funesto para el hombre artifi- cial y moral. Pero a fin de cuentas, decidme, ¿hay que civilizar al hombre o abandonarlo a su instinto? B. -¿He de responderos con franqueza? A. –Sin duda. B. –Si os proponéis ser un tirano, civilizadlo; envenenadlo lo mejor que sepáis con una moral contraria a la naturaleza; ponedle trabas de todo género; dificultad sus movimientos con mil obstáculos; cargadle de fantasmas que le asusten; eternizad la guerra en la caverna, y que el hombre natural permanezca en ella, encadenado a los pies del hombre moral. ¿Lo queréis feliz y libre? No os inmiscuyáis en sus asuntos; bastantes incidentes imprevistos lo conducirán a la luz y a la depravación; y con- venceos para siempre de que esos sabios legisladores os han modelado y configurado como sois, no por vos, sino por ellos. Apelo a todas las instituciones políticas, civiles y religiosas. Examinadlas en profundidad y, o mucho me equivoco, o veréis en ellas a la especie humana sometida de siglo en siglo al yugo que un puñado de tunantes se prometía imponerle. Desconfiad de aquél que quiera poner orden. Ordenar significa siempre hacerse el amo de los demás poniéndoles trabas; y los cala- breses son casi los únicos a quienes los legisladores no hayan embaucado aún con sus halagos. 29 Suplicio de Ixión. 36 DENIS DIDEROT A. –Y esa anarquía de los calabreses, ¿os complace? B. –Me remito a la experiencia, y apuesto a que su barbarie es menos viciosa que nuestra urbanidad. ¡Cuántas pequeñas fechorías compensan aquí la atrocidad de algunos grandes crímenes de los que tanto se habla! Considero a los hombres no civilizados como una multitud de resortes dispersos y aislados. Sin duda, si dos de esos resortes llegaran a chocar entre sí, uno u otro o ambos se romperían. Para obviar tal inconveniente, un individuo de profunda sabiduría y de sublime genio reunió esos resortes y compuso una máquina, y en esa máquina llamada sociedad todos los resortes eran activos, reaccionando unos contra otros, siempre cansados; y en un día de legislatura se rompieron más que en un año de anarquía natural. Y ¡qué es- truendo!, ¡qué destrozo!, ¡qué enorme destrucción de pequeños resortes, cuando dos, tres, cuatro de esas enormes máquinas colisionaron entre sí violentamente! A. –Así pues, ¿preferiríais el estado de naturaleza bruta y sal- vaje? B. – A fe mía que no sabría pronunciarme; pero sí sé que se ha visto en diversas ocasiones al hombre de las ciudades despo- jarse de todo para internarse en la selva, y nunca se ha visto al hombre de la selva vestirse e instalarse en la ciudad 30 . A. –Se me ha ocurrido con frecuencia que la suma de los bienes o los males era variable para cada individuo; pero también que la felicidad y la desdicha de una especie animal cualquiera tenía siempre un límite infranqueable, y que quizá nuestros esfuerzos conllevaban siempre al final tantos inconvenientes como venta- jas, de suerte que nos habíamos atormentado para hacer crecer los dos miembros de una ecuación entre los cuales subsistía una eterna y necesaria igualdad. No obstante, no dudo que la vida media del hombre civilizado sea más larga que la vida media del hombre salvaje 31 . B. –Y si la duración de una máquina no es una justa medida de su mayor o menor cansancio, ¿qué concluís? A. –Veo que a fin de cuentas os inclinaríais a creer que los hombres son más malvados y desdichados cuanto más civil- zados. B. –No recorreré todas las regiones del universo; pero os advier- to solamente que no encontraréis la condición del hombre feliz 30 Fórmula idéntica en los Fragmentos diversos para la Historia de las dos Indias, nº 12. 31 Se anuncia ya aquí este argumento que limita el primitivismo de Diderot y que será desarrollado en la Refutación de Helvétius, secc. V, cap. 8, p. 41, en los Frag- mentos diversos para la Historia de las dos Indias (nº 2 y nº 12), y en la Historia misma (libro XVII, cap. 4, ed. De 1774) adonde fue a parar ese nº 12. 37 SUPLEMENTO AL VIAJE DE BOUGAINVILLE más que en Otahití, y la soportable en un pequeño rincón de Europa. Ahí unos amos tétricos y celosos de su seguridad se han ocupado de mantener lo que vos denomináis el embrutecimien- to de los hombres. A. -¿Os referís a Venecia quizá? B. -¿Por qué no? No negaréis al menos que en ningún lugar se hallan menos luces adquiridas, menos moral artificial y menos vicios y virtudes quiméricas. A. –No me esperaba el elogio de ese gobierno. B. –Por eso no lo hago. Os indico simplemente una especie de resarcimiento de la servidumbre que todos los viajeros han sentido y preconizado. A. -¡Pobre resarcimiento! B. –Quizá. Los griegos proscribieron a quien añadió una cuerda a la lira de Mercurio 32 . A. –Y esa prohibición es una sátira sangrante de sus primeros legisladores. La primera era la que tenían que haber cortado. B. –Me habéis comprendido. Allá donde hay una lira, hay cuer- das. Mientras los apetitos naturales sean sofisticados, contad con la existencia de mujeres malvadas. A. –Como la Reymer. B. –Y de hombres atroces. A. –Como Gardeil. B. –Y de desdichados por nada. A. –Como Tanié, la señorita de La Chaux, el caballero Desro- ches y la señora de La Carlière 33 . Es cierto que se buscaría en vano en Otahití ejemplos de depravación como los dos primeros y de desgracia como los tres últimos. ¿Qué haremos pues? ¿Re- tornaremos a la naturaleza? ¿Nos someteremos a las leyes? B. –Hablaremos contra las leyes insensatas hasta que las re- formen, y mientras tanto las acataremos. Quien, escudado en su autoridad privada, infringe una ley mala, autoriza a los demás a infringir las buenas. Hay menos inconvenientes en estar loco en medio de los locos que en ser el único cuerdo. Digámonos a nosotros mismos, repitámonos con voz atronadora que se ha asociado la vergüenza, el castigo y la ignominia a acciones inocentes en sí mismas; pero no las cometamos, porque la ver- güenza, el castigo y la ignominia son los peores de todos los males. Imitemos al buen capellán, monje en Francia, salvaje en Otahití. A. –Revestir el hábito del país donde se está. 32 Timoteo, poeta y compositor griego (450-360 a. C.), fue en efecto condenado por los jueces de Esparta por añadir cuerdas a la lira. 33 Véanse respectivamente Esto no es un cuento y La señora de La Carlière. 38 DENIS DIDEROT B. –Y sobre todo ser honrado y sincero hasta el escrúpulo con seres frágiles que no pueden hacernos felices sin renunciar a las ventajas más preciadas de nuestra sociedad. ¿Y qué ha sido de esa niebla espesa? A. –Ha desaparecido. B. –Y esta noche, ¿seremos libres de salir o de quedarnos? A. –Dependerá, mucho me temo, más de las mujeres que de nosotros. B. -¡Mujeres, siempre las mujeres! No se puede dar un paso sin tropezar con una. A. -¿Y si les leyéramos la conversación entre el capellán y Orú? B. -¿Qué pensáis que dirían? A. –No tengo ni idea. B. -¿Y qué pensarían ellas? A. –Quizá lo contrario de lo que dijeran. 39
Report "Denis Diderot - Suplemento Al Viaje de Bougainville"