Dardo Scavino: Sobre Carl Einstein

March 25, 2018 | Author: Lenin y MacCartney | Category: Albert Einstein, Politics (General), Philosophical Science, Science, Unrest


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Palabra: “Refugiado” por Dardo Scavinon las afueras de la ciudad francesa de Pau hay un pequeño caserío, llamado Boeil-Bézing, y en el caserío una calle que desemboca en el río. La calle se llama Carl Einstein y una placa conmemorativa nos informa por qué motivo la municipalidad eligió ese nombre tan exótico para los Pirineos gascones: “Poeta e historiador del Arte. Combatiente por la Libertad. Nacido el 26 de abril de 1885 en Neuwied, Alemania. Se quitó la vida el 5 de julio de 1940 para escapar a la persecución nazi”. El cuerpo del escritor había sido encontrado sin vida a unos metros de ahí, en la costa, después de haberse arrojado a las aguas del Gave de Pau desde el puente de la abadía de Lestelle-Betharram, situada a unos kilómetros más río arriba. Einstein ya había vivido en París en los años veinte y treinta, pero en la primavera del ‘39 había vuelto a esa ciudad, junto a centenas de miles de refugiados españoles, después de haber peleado en la columna de los amigos de Durruti contra las huestes de Franco. Apenas estalló la Segunda Guerra, la policía lo detuvo y lo deportó a un campo en Bordeaux, ni por su filiación anarquista ni por su origen judío sino por haber entrado en Francia con un pasaporte del país enemigo. Las autoridades del campo decidieron liberarlo cuando las tropas Tercer Reich entraban en la región. Pero ya era tarde: la policía lo había fichado como judío comunista y la Gestapo no encontró ningún obstáculo para hurgar en los ficheros. Desesperado, Einstein se cortaría las venas en Mont-de-Marsan, unos kilómetros al sur de Bordeaux, donde lo salvaría in extremis un scout que se lo llevó con él, malherido, hasta la abadía de Lestelle-Betharram donde lo refugiaron los monjes. La llegada del ejército alemán resultaba, aun así, inminente y los antecedentes de Einstein le impedían atravesar los Pirineos. Cercado por Franco y Hitler, prefirió saltar del puente y ahogarse en el Gave de Pau. La placa conmemorativa de Boeil-Bézing fue escrita después de la guerra por un amigo suyo, Michel Leiris. Este etnólogo había formado parte en los años treinta de la redacción de la revista Documents fundada por Georges Bataille y por el mismísimo Einstein. Su pasión por el arte y la cultura africanos provenía en parte de la lectura de uno de los primeros libros que abordaron la cuestión, El arte negro, un extenso estudio introductorio a un conjunto de fotografías de estatuaria subsahariana. El libro había sido publicado en Leipzig a mediados de 1915 mientras Einstein se recuperaba de una herida de guerra en un hospital de Bruselas. Este autor había empezado a estudiar estas figuras por los mismos motivos que lo llevarían a militar más tarde por la revolución comunista. Como muchos jóvenes de su generación, Einstein había leído El origen de la tragedia, ese ensayo en el que Nietzsche lamentaba la desaparición de las mitologías paganas en el continente europeo. Desprovisto de la fuerza religiosa del mito, explicaba este filósofo, los europeos se veían despojados también de las convicciones y las creencias de cualquier vida en común y vagaban sobre la Tierra sin saber cómo estar juntos. El racionalismo burgués es utilitario e individualista y no puede pensar otro elemento de cohesión de la comunidad que no sean las instituciones estatales. La sociedad burguesa era sobre todo la conjunción del mercado y la policía, y esto era así, para el filósofo, porque había desacreditado la dimensión mítica de la existencia. Los historiadores del arte solían endilgarles a las estatuas africanas una ausencia de expresión e individualidad, y por eso las exponían en los museos de antropología en vez de hacerlo en los de arte, junto a las esculturas griegas o renacentistas. Pero esta ausencia de individualidad no constituía, para Einstein, una falencia. Esas estatuas no pretendían ser retratos de individuos sino rostros sociales codificados, como esas las máscaras rituales que los africanos se calzaban durante las ceremonias religiosas porque formaban parte, precisamente, de esos momentos extáticos en que el individuo entraba en comunión con el grupo, en que dejaba de ser “yo” para convertirse en “nosotros”. Einstein pensaba que la religión era, en última instancia, ese vínculo sagrado entre el “yo” y el “nosotros” y que las estatuas africanas se encargaban de simbolizarlo. Tras la lectura de El origen de la tragedia de Nietzsche, toda una generación de jóvenes judíos había roto con el racionalismo ilustrado de sus padres, la Haskala, para interesarse de nuevo en las tradiciones hebreas y en la interpretación del Talmud. Buscaban en estos textos una nueva comprensión de la comunidad que los alejara del contractualismo ilustrado y el organicismo positivista. Y cuando en sus Reflexiones sobre la violencia Georges Sorel dijera que esa fuerza mítica, y mesiánica, se encontraba todavía en los proyectos políticos seculares de redención social, esa misma generación de jóvenes judíos encontraría un argumento para ingresar en las filas de los movimientos de extrema-izquierda, como ocurriría con Einstein. A su regreso del Frente, en el ’18, este escritor conoció la fugaz República de los Consejos de Baviera de Erich Mühsam, Gustav Landauer y Ernst Toller y la Liga Espartaquista de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Einstein estimaba que el arte africano poseía esa fuerza mítica que el arte occidental había perdido con la reforma luterana y la hegemonía burguesa. En vez de convertirse en la faz visible de los valores y las creencias de un grupo, este arte había decretado su autonomía con respecto a la religión sustituyendo la sacralidad colectiva por la intimidad individual y los mitos populares por las fantasías neuróticas. “Hacían una pintura egocéntrica y pensaban que el cuadro ya estaba justificado por el solo hecho de que los elementos formales tuvieran un carácter unido”. Y por eso Einstein terminaría criticando esa “pretensión de los modernos” cuando piensan que “todo individuo podría erigir su propio mundo, un mundo particular y privado”. Esta manera de entender las cosas provenía, según él, de los protestantes que “frecuentan a Dios sin mediador”, “le hablan como individuo” y transforman la experiencia religiosa de otros tiempos, “regida por cánones” y rituales colectivos en “algo subjetivo”. El propio Einstein había adherido, en su juventud, a la idea de una autonomía radical del arte con respecto a la religión, la moral y la política. El proyecto vanguardista de su novela Bebuquin o los diletantes del milagro, publicada en 1909 y poblada por entidades macedonianas como el Circo de la Gravitación, el Teatro del Éxtasis Mudo o el Museo de la Congelación Barata, había tenido la ambición de renunciar a cualquier mimesis y recrear ex nihilo un mundo propio, puramente novelístico. Einstein llegó a esperar a continuación que cierta vanguardia reviviera aquella dimensión mitológica, mágica y sagrada de la existencia. Después de todo, Braque, Picasso o Miró se habían interesado en el arte “primitivo”, en las máscaras y los fetiches, y un interés semejante podía encontrarse en escritores como Breton, Joyce, Pound, Artaud, Eliot y hasta el mismísimo Borges (aunque su veta anglo-sajona lo llevase a lamentar que esos aspectos mágicos de la poesía y la narración excedieran los límites de la ficción e incidieran en la vida política, dando lugar a fenómenos abominables como su abominado peronismo). Pero Einstein terminó decepcionándose con los artistas y deseando abandonar, aunque sus finanzas se lo impidieran, su trabajo de historiador del arte. El último refugio del mito y de lo sagrado no era, para él, el arte sino la política. A pesar del hambre, del frío y de las balas franquistas, Einstein había encontrado refugio en España entre los amigos de Durruti. Esta columna, escribía, “había suprimido del vocabulario la palabra prehistórica yo”. Allí “sólo se conoce la sintaxis colectiva” a tal punto que los camaradas les enseñarían “a los literatos cómo reformar la gramática en el sentido colectivo”. “Los proletarios del campo”, contaba, “son pequeños campesinos que se han unido a nosotros, son los hermanos y los hijos de los que allí todavía siguen oprimidos”. “Miran hacia sus pueblos”, sí, “pero no luchan por sus aldeas ni por sus posesiones” sino “por la libertad de todos”, y por eso “los chicos, casi niños, huyen hacia nosotros”, “son huérfanos cuyos padres han sido asesinados”, y en esa fraternidad política, en ese “nosotros” donde el “yo” desaparecía, encontraban un refugio: esos niños eran él. Después de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento liberal triunfante va a retrotraer los orígenes del totalitarismo a esa afición romántica, nietzscheana y soreliana por los mitos políticos y los sujetos colectivos. El eclipse extático del “yo” en favor del “nosotros” y la sustitución del logos por las mitologías de masas terminarían convirtiéndose en las definiciones más corrientes del llamado totalitarismo. Después de todo, pensadores tan distantes como Ernst Bloch, Gustav Landauer, Carl Schmitt o Martin Heidegger, ¿no habían compartido esta afición por el trasfondo poético o teológico de la política? Y aunque terminaran encontrándose en bandos enemigos, entre los internacionalistas, los unos, y entre los nacionalistas, los otros, entre los partidarios de la igualdad, los primeros, y de la jerarquía, los segundos, detestaban por igual el individualismo liberal burgués y sus prolongaciones mercantiles, parlamentarias y progresistas. Unos días después de Carl Einstein, otro refugiado alemán, gran lector de Nietzsche y de Sorel, del Talmud y de Franz Kafka, de Marx y Carl Schmitt, amigo de Bataille y Leiris y enemigo del reformismo socialdemócrata y el individualismo protestante, uno de esos judíos izquierdistas, en fin, que trataba de escaparse, como él, de la feroz avanzada nazi cruzando los Pirineos, se suicidaría unos kilómetros al este de Pau, en un puertito de la frontera catalana. Einstein lo había conocido unos años atrás en Alemania. Y lo había reencontrado en París a su regreso de España junto a los colegas del Colegio de Sociología. Se trataba, claro, de Walter Benjamin. Dardo Scavino Burdeos, Francia/ EdM / Septiembre, 2015
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