FUENTE: GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luis. En defensa de los humillados y ofendidos. Los derechos humanos ante la fe cristiana, Sal Terrae, Santander, 2005. ~ / Los derechos I de la mujer La cuestión femenina LA Declaración Universal de Derechos Humanos afirma que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclama- dos en esta declaración, sin distinción alguna de (...) sexo»l, pero la situación de la mujer en nuestro mundo dista mucho de haberse equiparado a la del varón: Según el Banco Mundial, 1.200 millones de personas so- breviven con menos de un dólar diario. Más del 70% son mu- jeres. En todo el mundo, las mujeres ganan, como promedio, entre el 50 y el 80% de 10 que ganan los hombres. Las tasas de desempleo de las mujeres son entre 50 y 100 por ciento supe- riores al desempleo masculino. De los 900 millones de adultos analfabetos que hay en el mundo, dos tercios son mujeres. En muchos países del Sur, las niñas son excluidas sistemáticamente de la educación. De los 125 millones de niños no escolarizados, el 70% son niñas. A menudo no van al colegio porque tienen que ayudar a su ma- dre en las tareas del hogar, o ir a por agua. Debido a los abortos selectivos, el género discrimina ya antes del nacimiento. Oficialmente prohibido, el mercado de la ecografía -que permite una selección de los fetos en función de los deseos de los padres- es un comercio floreciente en l. Artículo 2 (TRUYOL y SERRA, Antonio, Los derechos humanos. Decla- raciones y Convenios internacionales, Tecnos, Madrid 19712, p. 64). China, en la República de Corea, en India, en Bangladesh y en Pakistán. Se estima en 100 millones al menos el número de mujeres que «faltan», a nivel mundial, por culpa de su sexo. Por ejemplo, de los ocho mil abortos que se produjeron en Bombay una vez que los progenitores supieron el sexo del fe- to, parece ser que sólo uno fue de un niñ0 2 • Y es que en mu- chos países del Sur traer al mundo una niña es una carga eco- nómica para la familia, debido sobre todo a la dote. Según estimaciones del Banco Mundial, al menos el 20% de las mujeres en el mundo han sufrido en algún momento de su vida la violencia física o sexual de un hombre. Los cálculos de la proporción de violaciones denunciadas a las autoridades varían, desde menos del 3% en Sudáfrica hasta un 16% en los Estados Unidos, según datos del Informe de las Naciones Unidas sobre El estado de la población mundial. En todo el mundo, cada año pierden la vida hasta unas 5.000 mujeres y ni- ñas a manos de sus propios familiares, muchas de ellas debido a la «deshonra» de haber sido violadas, a menudo por miem- bros de su propia familia ampliada. En su informe anual del año 2000 a la Comisión de Derechos Humanos, la Sra. Jahangir, Relatora Especial de las Naciones Unidas dijo: «Quienes per- petran esos crímenes son mayormente hombres miembros de la familia de las mujeres asesinadas, que quedan exentos de casti- go o reciben sentencias reducidas, debido a que se justifica que hayan asesinado a la mujer para defender sus nociones de "la honra de la familia"». En el subcontinente de la India yen par- tes del Asia meridional y occidental y de África, por ejemplo, se considera que los hombres tienen derecho a disciplinar a sus esposas como lo consideren necesario. Cada año, dos millones de niñas de entre 5 y 15 años son incorporadas al mercado del sexo. Ello las sitúa en primera lí- nea de riesgo de contraer el SIDA. ¿Desde cuándo vienen ocurriendo estas cosas? Como es sabido, Bachofen defendió la existencia en los tiempos primi- 2. United Nations report: The world's women, trends and statistics 1970- 1990, United Nations Publications, NewYork 1991, p. 81. tivos de un verdadero reinado de las mujeres 3 • El tránsito del matriarcado al patriarcado habría sido en tal caso «la gran de- rrota histórica del sexo femenino»4. Pero hoy la teoría de Bachofen ha sido universalmente descartada. Esa supuesta edad de oro de la mujer en los albores de la humanidad no fue nunca más que un mito. Todo hace pensar que la mujer ha es- tado siempre subordinada al varón. Legitimación del sexismo Desde luego, la subordinación de la mujer al varón -como la subordinación del pueblo a la nobleza, o la del trabajo al capi- tal- fue impuesta mediante la fuerza. Pero, como el poder sien- te cierto pudor en apelar únicamente a la ley del más fuerte, ha elaborado racionalizaciones de carácter pseudo-científico. Mencionaremos tres: • Durante la Edad Media jugó un papel decisivo el axioma latino que dice: femina est mas occasionatus (<<la mujer es un macho fallido»). Esa peregrina afirmación, procedente de AristótelesS, se justificaba desde un conocimiento ver- daderamente rudimentario del acto procreador. Hasta que el sabio estoniano, de formación alemana, Karl Ernst Baer descubrió el proceso de ovulación femeni- na y publicó su obra De ovo animalium et hominis genesi (1827), se creía que el único principio activo en el proceso de la generación era el esperma masculino. El varón depo- sitaba ese principio activo en el útero materno de la misma forma que el campesino deposita su semilla bajo la tierra. La mujer tenía, según esto, un papel puramente pasivo en la procreación. Por ejemplo, en el siglo v a.c., Esquilo de- cía: «No es la madre engendradora del que llaman su hijo, sino sólo nodriza del germen sembrado en sus entrañas. 3. BACHüFEN, Johann Jakob, El matriarcado, Akal, Madrid 1987. 4. ENGELS, Friedrich, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Sarpe, Madrid 1985, pp. 110-111. 5. «La mujer es como un hombre mutilado» (ARISTÓTELES, De generatio- ne animalium, 2, 3). 9. STORR, Anthony, La agresividad humana, Alianza, Madrid 1979" pp. 108,109 Y117. 10. FREUD, Sigmund, Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (Obras completas, t. 3, Biblioteca Nueva, Madrid 1973 3 , p. 172). • '" o c::¡ .... ~ ~ o >.. '" o c::¡ ~ -< ::; ~ :t: '" o -< lo¡ c::¡ ~ ~ ~ lo¡ c::¡ ~ 6. ¡.:¡ 7. 8. Quien con ella se junta es el que engendra. La mujer es co- mo huéspeda que recibe en hospedaje el germen de otro y lo guarda, si el cielo no dispone otra cosa»6. A partir de ahí se afIrmaba que, igual que una semilla de melocotón da origen a un melocotonero, la generación humana, cuando es perfecta, tiende siempre a reproducir un macho; pero cuando, por alguna razón, es perturbado el proceso generativo, el resultado de la generación es una hembra. Oigamos a Santo Tomás de Aquino: «Considerada en relación con la naturaleza particular, la mujer es algo imperfecto y ocasional. Porque la potencia activa que resi- de en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino. Que nazca mujer, se debe a la debilidad de la potencia activa, o bien a la mala disposici6n de la materia, o también a algún cambio pro- ducido por algún agente extrínseco, por ejemplo, los vien- tos australes, que son húmedos, como se dice en el libro "De la generación de los animales"»? Otra frecuente afIrmación pseudocientífIca fue el axioma propter solum uterum mulier est id quod est (<<la mujer es lo que es sólo por el útero»). A partir del simbolismo de penetración y receptividad que evocan respectivamente el pene y la vagina, se concluía que «el hombre es el princi- pio activo, en tanto que la mujer es el principio pasivo»8. Cuando, en el siglo XIX, descubrió Baer la existencia de los óvulos y la función de los ovarios, el axioma se pro- longó un poco: propter uterum et ovaría (<<la mujer es lo que es sólo por el útero y los ovarios»), dando origen a nuevas racionalizaciones antifeministas. En el modo de ac- tuar de los espermatozoides se vio un simbolismo del ca- rácter agresivo y conquistador del varón, mientras que en ESQUILO, Las Euménides (Vv.AA., Teatro griego, Edaf, Madrid 1968, p.281). TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1, q. 92, a. 1, ad 1 (Suma de Teología, t. 1, BAc, Madrid 1988, p. 823). H E ~ E L , Georg Wi1he1m Friedrich, Filosofía de la naturaleza, 3" parte, paragrafo 369. • el modo de actuar de los óvulos se vio un simbolismo del carácter sumiso y recatado de la mujer. Todavía en nues- tros días, en un estudio de etología -escrito, naturalmente, por un varón- podemos leer: «En las hembras la agresivi- dad sólo se despierta plenamente como respuesta a la ame- naza, especialmente si la cría se halla implicada, mientras que la agresividad de los machos actúa más espontánea- mente en la rivalidad, la territorialidad y la ostentación. (... ) Esto explica nuestro .sentimiento profundo de que la caricatura de un hombre simiesco con un garrote que arras- tra, sujetándola por el cabello, a una hembra conquistada, tiene algo de legítimo, o carece al menos de connotaciones vergonzosas; mientras que la imagen de la hembra volu- minosa que domina al hombrecilÍo hace recaer igual opro- bio sobre ambos. (...) Por emancipada que pueda estar una mujer, todavía necesitará, a cierto nivel, que el hombre sea el compañero dominante»9. Una tercera legitimación pseudo-científIca del sexismo procede del psicoanálisis. En una conferencia sobre «La feminidad», Freud explicó que el complejo de castración en la muchacha comienza cuando ve «el genital del otro sexo. La niña advierte en seguida la diferencia y -preciso es confesarlo- también su signifIcación. Se siente en grave situación de inferioridad y manifIesta con gran frecuencia que también ella "quisiera tener una cosita así", y sucum- be a la "envidia del pene" (...) El que la niña reconozca su carencia de pene no quiere decir que la a,cepte de buen gra- do. Por el contrario, mantiene mucho tiempo el deseo de "tener una cosita asf', cree en la posibilidad de conseguir- lo hasta una edad en la que ya resulta inverosímil tal cre- encia». El deseo de «ejercer una profesión intelectual de- muestra muchas veces -según el sabio vienés- ser una va- riante sublimada de dicho deseo reprimido»10. La femini- dad se alcanza cuando la mujer supera el «deseo de pene» y lo reemplaza por el «deseo de hijo», aunque Freud llega a decir que la «ansiedad fálica» únicamente se calma del todo cuando nace un niño varón que trae consigo el ansia- do pene. Entonces «la madre puede transferir a su hijo to- dos los anhelos que ha tenido que reprimir en sí misma, y puede esperar recibir de él la satisfacción de todo lo que ha quedado en ella de su complejo de masculinidad»1J. Desde luego, si en una detenninada sociedad las muje- res son discriminadas desde muy pequeñas con respecto a los varones, nada tendrá de extraño que en los sueños de muchas de ellas se manifieste el deseo de ser un varón; es decir, poseer «esa cosita» -como le llama F r e u d ~ que hace a los varones diferentes. Pero las causas de esa supuesta «envidia inconsciente del pene» no serían biológicas, sino culturales. Ninguna mujer experimentaría la «envidia del pene» si viviera en una sociedad que no la discriminara por el simple hecho de ser mujer. Salta a la vista que la interpretación ofrecida por Freud es claramente ideológica, en el sentido dado por Marx a es- ta palabra, es decir, una teoría elaborada para encubrir y justificar los intereses de la clase dominante. Al afirmar que las mujeres que pretenden desarrollar Qna actividad profesional o tener algún otro tipo de presencia en el ám- bito público han quedado detenidas en un estadio infantil de envidia del pene, Freud convierte la exigencia de igual- dad de derechos en una patología que debe ser tratada con una terapia adecuada. No debe extrañarnos, porque, en opinión del mejor biógrafo de Freud, la conducta del sabio vienés hacia las mujeres «merecería el calificativo de anticuada. (oo.) La función capital de la mujer, a su modo de ver, era la de un ser angelical que debía atender a las necesidades del hom- bre y hacerle más cómoda la vida»12. Las cartas que escri- 11. Ibidem, p. 182. 12. lONES, Ernest, Vida y obra de Sigmund Freud, t. 2, Anagrama, Barcelona 1981', p. 258. bió a su novia no dejan lugar a dudas. En una de ellas, fe- chada el 15 de noviembre de 1883, escribe: «Yo estimo que el cuidado de la casa y de los niños, así como la edu- cación de éstos, reclaman toda la actividad de la mujer, eli- minando prácticamente la posibilidad de que desempeñe cualquier profesión. Y seguirá siendo así el día en que las cosas se simplifiquen y los adelantos liberen a la mujer de la limpieza, la cocina, etc. (oo.) Me parece una idea muy po- co realista la de enviar a las mujeres a la lucha por la exis- tencia como si fueran hombres. ¿He de pensar en mi dulce y delicada niña como en un competidor? Después de todo, la contienda podría tenninar sólo diciéndole, como hice hace diecisiete meses, que la amo y que haré todo lo que sea preciso para mantenerla alejada de la lucha por la exis- tencia en la sosegada e ininterrumpida actividad de mi ho- gar. (oo.) La legislación y la costumbre habrán de conceder a vuestro sexo muchos privilegios de los que hoy está pri- vado, pero la función de la mujer no podrá cambiar y se- guirá siendo una novia adorada en la juventud y una espo- sa bien amada en la vejez»13. Junto a las racionalizaciones de carácter pseudo-científico se elaboraron no pocos mitos con el fin de legitimar la subor- dinación de la mujer al varón. Mencionaremos dos: • El primero decía que la mujer es peligrosa. Desde Aristó- fanes hasta Séneca, desde PIauto hasta los predicadores cristianos, encontramos repetidamente acusaciones contra el carácter engañoso y licencioso de la mujer. Tertuliano, por ejemplo, bramaba, más que escribía: «Mujer, eres la pueita del diablo. Has persuadido a aquel a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente. Por tu culpa tuvo que mo- rir el Hijo de Dios; deberías ir siempre vestida de duelo y de harapos»'4. 13. FREVD, Sigmund, Epistolario, Biblioteca Nueva, Madrid 1963, pp. 87-88. 14. TERTULIANO, De cultu feminarum, Introducción (PL 1, 1.418-1.419). En aquellos vocabularios teológicos o «índices de ma- terias», vigentes todavía no hace mucho tiempo, al buscar «mujer» solíamos encontrar: «Véase concupiscencia». Cabodevilla comenta: «Por lo visto, la finalidad de la mu- jer era poner a prueba la castidad del varón»15. Como los mitos son muy resistentes a desaparecer aun- que tengan en contra la evidencia empírica, la gran canti- dad de santas canonizadas por la Iglesia no impidió a los predicadores seguir repitiendo obsesivamente la muletilla de la peligrosidad de las mujeres. • El segundo mito decía que la mujer es intelectualmente in- ferior. Todavía en el siglo XIX escribía Schopenhauer: «¿Qué puede esperarse de las mujeres, si se reflexiona que en el mundo entero no ha podido producir este sexo un so- lo genio verdaderamente grande, ni una obra completa y original en lasbellas artes, ni un solo trabajo de valor dura- dero, sea en lo que fuere? (...) Tomadas en conjunto, las mu- jeres son y serán las nulidades más cabales e incurables»16. Como es sabido, hoy las mujeres obtienen, como me- dia, mejores calificaciones que los varones en el bachille- rato y en la universidad, pero ya dijimos que los desmenti- dos de la experiencia pueden poco contra los mitos, que suelen ser muy persistentes en el tiempo. La mujer sigue siendo considerada intelectualmente inferior. Ambos mitos -el de que la mujer es peligrosa y el de que es intelectualmente inferior- aconsejaban mantenerla bajo el control y la tutela de los varones, a lo cual contribuyeron tan- to las leyes como las costumbres. De hecho, en el Código Civil español de 1889 la situación de la mujer casada era, en cierto modo, comparable a la de un menor de edad cuyo tutor fuese el marido J7 , lo cual ha estado 15. CABODEVILLA, José M", Palabras son amores. Límites y horizontes del diálogo humano, BAC, Madrid 1980, p. 108. 16. SCHOPENHAUER, Arthur, El amor, las mujeres y la muerte, Edaf, Madrid 1970, pp. 70-71. 17. Cf. para lo que sigue TELo, María, «La evolución de los derechos de la prácticamente vigente hasta que la Constitución de 1978 decla- ró que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda pre- valecer discriminación alguna por razón (...) de sexo» (art. 14). El artículo 57 de aquel Código Civil decía: «El marido debe proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido». De ese princi- pio derivaban todas las normas concretas: la mujer estaba obli- gada a seguir a su marido dondequiera que él fijase su residen- cia (art. 58); no tenía patria potestad sobre sus hijos, pudiendo incluso el padre darlos en adopción sin que ella se enterase; en el orden económico, le estaba prohibido, bajo pena de nulidad, adquirir a título oneroso o lucrativo y obligarse, así como ena- jenar, gravar o hipotecar sus bienes parafernales o dotales ines- timados sin licencia marital (art. 61); tampoco podía, sin esta li- cencia, aceptar herencias (art. 995); el marido era el represen- tante legal de su mujer, la cual, sin licencia de él, no podía com- parecer en juicio por sí, ni mediante procurador, para defender sus intereses (art. 60); el marido era, además, el administrador y «propietario» de los bienes gananciales, aunque éstos fuesen ganados por la mujer, puesto que tenía facultades de disposición sobre muebles e inmuebles (arts. 1.315, 1.412 Y1.413). El Régimen de Franco no hizo sino endurecer la situación legal de la mujer. La Ley de Contrato de Trabajo -copiando, por otra parte, la de 21-11-l931-le prohibía trabajar sin auto- rización de su marido, quien, además, podía llegar al extremo de recabar para sí el derecho a cobrar el salario de su mujer (art. 58). Es curioso que la ley de 20 de diciembre de 1952 de- cía: «La vida en una comunidad religiosa no puede conside- rarse menos protectora para la mujer que la autoridad marital». El caso era, como se ve, proteger a la mujer, bien fuera en el hogar conyugal o en el convento. . o, r Esa supuesta debilidad de la mujer la hacía objeto, duran- te la ceremonia nupcial, de bendiciones y oraciones especiales que no parecía necesitar el marido. mujer en España», en (VV.AA.) La mujer española: de la tradición a la modernidad (1960-1980), Tecnos, Madrid 1986, pp. 81-93); YBALADA ORTEGA, Otero y Luis, Derechos jurídicos de la mujer, Alameda, Madrid 1971. 1.10 I El despertar de la mujer Con frecuencia, ese discurso antifeminista fue interiorizado por las mismas mujeres. Ralssa, la mujer de Maritain, escribía en su diario: «No digo que las mujeres estén dotadas para el papel de grandes filósofos, sino solamente para comprender y asimilar la filosofía de los grandes filósofos. (...) Las mujeres poseen una aguda visión intelectual: son excelentes alumnas; pero carecen de la fuerza activa del espíritu: no crean nada ni en las artes ni en las ciencias»18. Sin duda, llevaba razón aquel discípulo de Lacan que escribió: «El discurso del oprimido es el discurso del otro». Desde luego, nunca han faltado mujeres con personalidad que reaccionaron contra la discriminación que padecían. En el Códice de El Escorial, que recoge la primera redacción del Camino de Perfección, de Santa Teresa de Jesús, encontramos un testimonio sorprendente de esta gran mujer. Allí podemos leer: «[no] aborrecistes, Señor de mi alma, cuando andávades por el mundo, las mujeres, antes las favorecistes siempre con mucha piedad y hallastes en ellas tanto amor...». Siguen a con- tinuación veinte líneas censuradas, que esconden una dura condena de los mandamases varones que tanto la habían mal- juzgado: «".y más fe q en los onbres, pues estava vra [= vues- tra] sacratisima madre en cuyos meritas merecemos. (.,,) No basta, Señor, q nos tiene el mundo acorraladas, (".) q no haga- mos cosa q ualga nada por Vos en publico, ni osemos abIar al- gunas verdades que lloramos en secreto, sino q no nos aviades de oyr petie;ion tan justa; no lo creo yo, Señor, de vra bondad y justicia q sois justo juez y no como los juee;es del mundo, q como son yjos de Adán, y, en fin, todos varones, no ay virtud de mujer q no tengan por sospechosa. Sí, q algún día a de aver, rrey mio, q se conozcan todos. No ablo por mi, q ya tiene co- noe;ido el mundo mi rruyndad y yo olgado q sea pública; sino porq veo los tiempos de manera q no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, anq sean de mujeres»19. IX. niario de Raissa, Estela, Barcelona 1966, p. 107. 1'1 TI:.IU'SA DE JESÚS, Camino de perfecci6n, cap. 4, n. 1 (Obras completas, 111\1 '. Madrid 1974 4 , p. 205). En Francia también podríamos citar algunas figuras aisla- das de la talla de Santa Teresa. Juana de Arco (1412-1431), por ejemplo, nacida de una familia campesina, tuvo el valor de ac- tuar como si no existieran limitaciones a los papeles femeni- nos. Pero el fenómeno de la emancipación de la mujer como un movimiento relativamente amplio no comenzó hasta la se- gunda mitad del siglo XVII, cuando algunas mujeres de la no- bleza pretendieron participar activamente en la cultura organi- zando en sus casas «Salones» literarios. Este proto-feminismo fue muy criticado. «Cuando las mujeres son lo que deben ser -escribió Rousseau en 1762-, se limitan a las cosas de su com- petencia y juzgan siempre bien; pero desde que se han conver- tido en árbitros de la literatura, desde que se han situado para juzgar los libros y actuar a toda costa, ya no conocen nada. Los autores que consultan a las sabias sobre sus obras están siem- pre seguros de ser mal aconsejados»20. Fueron especialmente mordaces las sátiras de Moliere en Las preciosas ridículas (1659) y Las mujeres sabias (1672). En esta última obra, por ejemplo, un honrado burgués se queja de su esposa diciendo: «En mi casa se sabe todo"., excepto lo que debe saberse. Se sa- be cómo marchan la Luna y la estrella polar, Venus, Saturno y Marte, con los que no tengo nada que ver; y en esa ciencia va- na, que tan lejos va a buscarse, no se sabe cómo marcha mi olla, que me es necesaria»21. Con razón la marquesa de Lambert consideró que ambas comedias fueron nefastas para la causa femenina. En España también hubo damas que orga- nizaron reuniones literarias; su existencia explica La culta la- tiniparla, de Quevedo. La Ilustración elaboró un marco teórico igualitario que ha- bría permitido fundamentar la igualdad entre los dos sexos, pe- ro, como ha señalado Celia Amorós, lo que hoy llamaríamos la «agenda del feminismo» quedó del lado de las «promesas in- 20. ROUSSEAU, Jean-Jacques, Emilio, o de la educaci6n, Edaf, Madrid 1972, pp. 382-383. 21. MOLIERE, Las sabihondas (Obras completas, Aguilar, Madrid 1973 6 , p. 1.215). '" o ~ ~ -¿. "l ... o >- '" o c:¡ "'1 ...¡ :: ~ :x: '" o ...¡ "l c:¡ ;:¡ ~ ~ "l c:¡ ~ ~ cumplidas» de la Ilustración 22 • La mayoría de los pensadores ilustrados no sólo fueron incapaces de aplicar con toda cohe- rencia los nuevos ideales de igualdad y autonomía a la situa- ción del colectivo femenino, sino que elaboraron teorías para justificar la exclusión de las mujeres del nuevo orden social. Es el caso de Rousseau o Kant, por ejemplo. Kant atribuyó a las mujeres, con mucha más frecuencia que a los varones, la famosa «autoculpable minoría de edad»23, y en diversos pasajes de sus obras las equipara con los niños, negándoles el derecho a votar 24 • En cuanto a Rousseau, son so- bradamente conocidas sus opiniones sobre la educación de las jóvenes: las mujeres no tienen la misma capacidad intelectual ni el mismo temperamento que los varones, por lo cual tam- poco deben recibir la misma educación. Esto no significa que deban ser mantenidas en la ignorancia, pero sí que «toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, con- solarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los debe- res de las mujeres en todos los tiempos y lo que se les debe en- señar desde su infancia»25. La primera manifestación de un feminismo teórico articu- lado en un todo coherente vino de la mano de Poulain de la Barre, con una obra publicada en París en 1673 titulada De l'é- galité des deux sexes 26 • Siguiendo la máxima de Descartes de no aceptar ninguna idea preconcebida, tradición o autoridad sin examinarla a la luz de la razón, Poulain concluyó que el prejuicio de la inferioridad «natural» de la mujer se basa en 22. AMORÓS, Celia, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilus- trado y postmodemidad, Cátedra, Madrid 1997, p. 434. 23. Cf. KANT, Immanuel, ¿Qué es la ilustración? (Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1981, pp. 25-28). 24. KANT, Immanuel, «En tomo al tópico "Tal vez esto sea correcto en te- oría, pero no sirve para la práctica"» (Teoría y práctica, Tecnos, Madrid 1986, p. 34); ID., La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid 1984, p. 314. 25. ROUSSEAU, Jean-Jacques, Emilio, o de la educación, p. 408. 26. POULAIN DE LA BARRE, Franc;;oise, Sobre la igualtat dels dos sexes, Universidad de Valencia, Valencia 1993. atribuir a la naturaleza lo que es sólo fruto de la costumbre y de la educación. En consecuencia, reivindicó para la mujer el acceso a responsabilidades en la política, en la universidad y en la magistratura, así como el ejercicio del sacerdocio y el de- recho a la misma educación que los varones. Como era de esperar, los principios revolucionarios de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» fueron inmediatamente aducidos por las mujeres para exigir el fin de la discriminación que padecían 27 • Tras la promulgación por la Asamblea Nacio- nal Francesa de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano el 26 de agosto de 1789, Olympe de Gouges -au- tora de obras teatrales, pensadora feminista y antiesclavista- propuso una Declaración paralela de «Derechos de la Mujer y de la ,Ciudadana». Donde la primera afirmaba que «los hom- bres nacen y permanecen libres e iguales en derechos» (art. 1), la segunda decía: «La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos». El arto 6 precisaba: «Todas las ciudada- nas y todos los ciudadanos, al ser iguales ante la Ley, deben ser igualmente admitidos a todas las dignidades, puestos y emple- os públicos, según sus capacidades, y sin otras distinciones que las de sus virtudes y sus talentos». Para exigir la partici- pación política de las mujeres en igualdad de condiciones con el varón, argumentaba Olympe: «La mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna» (art. 10). A pesar del apoyo de Condorcet, Olympe sólo pudo disfrutar del primero de estos derechos. Fue guillo- tinada el 3 de noviembre de 1793, cinco días antes que otra ilustrada, Madame Roland. Un periódico de la época afirmó que estas ejecuciones del Tribunal Revolucionario eran para las mujeres «un ejemplo que sin duda no será desaprovecha- do», una manifestación de lo que podía suceder a quienes ol- vidaran «las virtudes de su sexo» pretendiendo convertirse en intelectuales y figuras públicas 28 • 27. Cf. DUHET, Paul-Marie, Las mujeres y la revolución, Edicions 62, Barcelona 1974. 28. Moniteur Universel, 19 de noviembre de 1793. Cuando la actriz Rose Lacombe, presidenta de la Sociedad de Mujeres Republicanas y Revolucionarias, pretendió entrar en el Consejo General el 28 brumario de 1793, el procurador Chaumette atronó la asamblea diciendo: «¿Desde cuándo está permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse en hombres? La Naturaleza ha dicho a la mujer: "Sé mujer. Los cuidados de la infancia, los detalles domésticos, las diversas inquietudes de la maternidad: he ahí tus labores"». Y ese mis- mo año la Convención Nacional clausuró los clubes de muje- res, aduciendo que resultaba peligrosa cualquier participación de las mujeres en los asuntos públicos, pues estaban más ex- puestas al error y a la seducción que los varones y tenían ma- yor tendencia a la exaltación; la naturaleza y la moral -decía el Informe del Comité de sureté g é n é r a l e ~ han destinado a la mujer a las tareas del hogar y la educación virtuosa de los hi- jos, los futuros ciudadanos. En definitiva, que el nuevo orden resultó ser todavía más opresivo para las mujeres que el antiguo. Antes, al menos las mujeres aristócratas pudieron desarrollar una cierta actividad intelectual; pero, desaparecida la aristocracia, desaparecieron también sus Salones y se impuso el ideal burgués de la mujer- madre encerrada en el ámbito doméstico y dedicada por ente- ro a su marido y a sus hijos. Así de antifeministas resultaron ser los «progresistas» del momento. Y cien años después, el ) anarquista Proudhon, planteó a la mujer el dilema: «Ama de \ casa o cortesana»29. En Inglaterra, Mary Wollstonecraft (1759-1797), hija de un tejedor, publicó en 1792 A Vindication of the Rights of Women 30 , que muchos consideran convencionalmente el origen del movimiento feminista. Allí decía: «Ya es tiempo de efec- tuar una revolución en las costumbres femeninas; es tiempo de devolver a las mujeres su dignidad perdida y de hacerles con- tribuir, en tanto que miembros de la especie humana, a la re- 29. Cf. PROUDHON, Pierre-Joseph, La Pornocracia, Huerga y Fierro, Madrid 1995. 30. WOLLSTONECRAFf, Mary, Vindicación de los derechos de la mujer, Cátedra, Madrid 1994. forma del mundo». Su vida no fue fácil. Abandonada por su marido, Mary intentó suicidarse. Después fue compañera de William Godwin, que predicaba el amancebamiento, pero fi- nalmente acabó casándose con él y fue madre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. El filósofo y economista inglés John Stuart Mill, en cola- boración con su esposa Harriet, publicó en 1869 un ensayo que alcanzaría un éxito fulgurante y sería el libro de cabecera de las feministas: The Subjection of Women 31 • Como otros libera- les de su época, piensa que el acceso a la educación y a la igualdad de derechos hará posible la igualdad de hecho. Algunas facciones del movimiento inglés desarrollaron ac- ciones cada vez más violentas y que, si bien no causaron víc- timas, sí provocaron incendios, rotura de cristales y otros da- ños materiales. Una de esas feministas, Ida Alexa Ross Wylie, decía: «El día en que, con un directo a la mandíbula, envié a un oficial de buen tamaño a la fosa de la orquesta del teatro donde estábamos sosteniendo uno de nuestros belicosos míti- nes, fue el día en que consideré alcanzada mi mayoría de edad». En la historia del feminismo norteamericano tuvo una in- fluencia decisiva el hecho de que negaran un escaño en el Congreso Antiesclavista de Londres de 1840 a las dos repre- sentantes de los Estados Unidos: Elizabeth Cady Stanton, re- cién casada, y Lucrecia Mott, recatada madre de cinco criatu- ras. Cuando, por el simple hecho de ser mujeres, se vieron obligadas a seguir los debates desde un pasillo, aisladas de los demás tras una cortina, tomaron conciencia de que no sólo eran los esclavos los que debían ser liberados. Al regresar a Norteamérica, promovieron la Convención de Seneca Falls (Estado de Nueva York, 1848), que significó el comienzo de la lucha por la obtención del sufragio femenin0 32 . 31. MILL, John Stuart, y MILL, Harriet Taylor, Ensayos sobre la igualdad sexual, Cátedra, Madrid 2001. 32. Véase el texto de la Declaración de Seneca Falls en MARTíN-GAMERO, Amalia, Antología del feminismo, Alianza, Madrid 1975, pp. 52-57. Corrientes feministas 33. AGUSTÍN DE HIPONA, Contra los Académicos, lib. 2, cap. 10, n. 24 (Obras Completas de San Agustín, t. 3, BAC, Madrid 1971., p. 127). El feminismo actual se ha fragmentado hasta el infinito por las polémicas que han enfrentado a sus miembros más destacados. En realidad, ni siquiera hay acuerdo sobre la identidad exacta de cada corriente. Para evitar malentendidos, será conveniente que el lector no ponga su atención en los nombres que empleo, sino en la descripción de lo que designo con ellos. «Cuando se está de acuerdo en la cosa por la que se dicen las palabras -de- cía San Agustín-, no hay que discutir por las palabras»33. 34. BLOCH, Emst, El principio esperanza, t. 2, Aguilar, Madrid 1979, p.164. 35. Cf. EISENSRTEIN, Zillah R. (comp.), Patriarcado capitalista y feminismo socialista, Siglo XXI, México 1980. 36. FALCÓN, Lidia, La razón feminista, t. 1, Fontanella, Barcelona 1981, p.24. El feminismo marxista, para quien el principal obstáculo que se opone a la liberación de la mujer no es el patriarca- do, sino el capitalismo. Ernst Bloch, por ejemplo, escribía: «Carece. de importancia el que la mujer y el hombre tengan igual valor, si los dos son empleados de una empresa que no los valora, sino los exprime»34. Para el feminismo mar- xista, el patriarcado es una consecuencia del capitalismo y desaparecerá con éste 35 • Coherentemente con estos plante- amientos, entre las conclusiones aprobadas en 1907 por la Internacional Socialista de Mujeres, a iniciativa de Clara Zetkin, figura la decisión de no aceptar en sus filas a las fe- ministas «burguesas». En 1910 la misma Clara Zetkin or- ganizó la Primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, donde se aprobó una resolución que establecía e18 de marzo como Día de la Mujer Trabajadora. • Elfeminismo radical considera que el principal antagonis- mo que determina la dinámica de las sociedades y de los procesos históricos es el existente entre el varón y la mu- jer. En consecuencia, define a la mujer como una clase so- cial y sustituye el capitalismo por el patriarcado como sis- tema opresor dominante: «Las explotaciones que sufren todas las mujeres -escribe Lidia Falcón- las cualifican y las defmen como clase, como clase oprimida y explotada ~ por el hombre, que es su enemigo antagónico»36. El femi- ~ nismo radical está representado en España por el Partido t~ ~ Feminista, que no admite en sus fIlas a mujeres que mili- ~ ten en otros partidos políticos. ~ lo¡ O:: ~ '" o -.¡ Pues bien, sin pretender ser exhaustivos, podríamos mencionar: Como había ocurrido ya en otros países europeos, las pri- meras feministas norteamericanas fueron objeto de los más duros ataques. Fanny Wright, hija de un noble escocés, fue lla- mada «ramera roja de infidelidad», y Ernestine Rose, hija de un rabino, «mujer mil veces más baja que una prostituta». Continuamente tenían que defenderse de la acusación de estar violando la naturaleza que Dios había dado a las mujeres. Por todas partes corrió el bulo de que las feministas estaban «qui- tando los pantalones a los hombres». En España, el feminismo en el siglo XIX se redujo a muje- res aisladas y expresiones literarias: Gertrudis Gómez de Ave- llaneda, Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán... De hecho, nuestro país no estuvo representado en ninguno de los Congre- sos internacionales de mujeres que empezaron a celebrarse a fi- nales del XIX. Fue necesario esperar hasta el siglo xx para que aparecieran algunas agrupaciones feministas importantes, co- mo el Consejo Supremo Feminista, coordinadora sin clara de- finición ideológica que reunía a algunas mujeres de partidos re- publicanos, como Clara Campoamor. Fue el grupo más activo e incluía en su seno a la Asociación Nacional de Mujeres Espa- '" ñolas, creada en 1918. La Unión de Mujeres Españolas (VME) ~ de Madrid era cercana a las ideas socialistas. La escritora de ~ -t orientación krausista Carmen de Burgos lideró la Liga Interna- ~ cional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas. ... '" o A ::¡ ~ :l:: Desde otra perspectiva, cabe distinguir entre lo que po- dríamos llamar «feminismo de la identidad» y «feminismo de la diferencia»: 37. HARRIS, Marvin, La cultura norteamericana contemporánea, Alianza, Madrid 1984, p. 125. 38. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, «La colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo» (31 de mayo de 2004), n. 2: Ecclesia 3.219-3.220 (21-28 de agosto de 2004) 1.245. 39. BERGER, Peter L.; BERGER, Brigitte; y KELLNER, Hansfried, Un mundo sin hogar. Modernización y conciencia, Sal Terrae, Santander 1979, p.189. les ha asignado a ellas. Igualmente podríamos hablar de éticas «femeninas» (éticas de la compasión, del cuidado, de la benevolencia, de la solidaridad, de la responsabilidad por el prójimo), frente a las éticas «masculinas» (éticas de la justicia, basadas en la racionalidad abstracta). Este fe- minismo de la diferencia ha establecido fuertes vínculos con el pacifismo y con el ecologismo, porque el carácter maternal nutricio de las mujeres las capacita especialmen- te para salvar al planeta de la destrucción 40 • Como dice E. Fernández, «existe el riesgo de que el "discurso de la diferencia" sea utilizado como un argu- mento en favor de la separación de funciones entre varones y mujeres, en favor, en suma, del "retorno de la mujer al hogar"»41. De lo que se trata es de «complementar en fe- menino» la cultura y las instituciones dominantes, sin re- nunciar al acceso de las mujeres a las diversas funciones sociales en condiciones de igualdad. 40. Ce. DALY, Mary, GinJEcology, Beacon Press, Boston 1978. 41. FERNÁNDEZ, Encarnación, «Los derechos de las mujeres», en (Ballesteros, J. [ed.]) Derechos humanos. Concepto, fundamentos, su- jetos, Tecnos, Madrid 1992, p. 162. SEXO Y GÉNERO: ¿Qué es lo masculino y qué es lo femenino? Hace unos años, seguramente habríamos respondido a esta pregunta sin vacilar. Hoy no podemos. Margaret Mead ha demostrado que no hay Por un planteamiento objetivo del tema Salta a la vista que la valoración ética del feminismo depende- rá de la corriente que consideremos. Desde el feminismo se han planteado con frecuencia reivindicaciones --como el amor libre o el derecho al aborto- que dificultan un enjuiciamiento sereno de este fenómeno. A continuación intentaremos caracterizar lo que podría- mos considerar como el núcleo básico que comparten todas las corrientes. Elfeminismo de la identidad, «para evitar cualquier supre- macía de uno u otro sexo, tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural»38, lo cual en la práctica supone casi siempre una renuncia de las mujeres a su propio ser para imitar a los varones. Ese «feminismo de la identidad», en opinión de Berger, alcanzó un cierto «clímax poético» en la afirmación que alguien hacía de su compañera liberada: «Para mí, ella es un tío con un agujero de más»39. En el otro extremo se situaría el feminismo de la diferen- cia, para el que las mujeres tienen unas cualidades y acti- tudes que, por muy denigradas que hayan estado en la cul- tura masculina, son en ocasiones superiores a ésta. Es ne- cesario, en consecuencia, revalorizar los «valores femeni- nos» (tales como el sentimiento, la intuición, la ternura, la misericordia o la dulzura); calificados así, no porque sean exclusivos de las mujeres, sino porque tradicionalmente se Una corriente extrema del feminismo radical es el fe- minismo lesbiano, agrupado en Estados Unidos en la Na- tional Organization for Women, que critica a las feministas heterosexuales por «colaborar con el enemigo». El emba- razo es para ellas «una deformación temporal del cuerpo por el bien de la especie», una dolencia propia de «señoras gordas» causada por un «inquilino», un «parásito» o un «huésped no invitado»37. • • reglas inflexibles sobre el carácter masculino y el carácter fe- menino. Sus estudios pusieron claramente de manifiesto que una serie de rasgos que en nuestra cultura han caracterizado tradicionalmente a la mujer -tales como la pasividad, la obe- diencia, la sumisión, el instinto maternal, la coquetería, la de- pendencia emocional-, en algunas sociedades corresponden a los varones. Éste es el caso, por ejemplo, de los tchambulis, un pueblo de Oceanía que sólo cuenta con seiscientos miembros y ha construido sus viviendas a la orilla de uno de los más bellos la- gos de Nueva Guinea. Allí, las mujeres, ágiles y sin adornos, diligentes y laboriosas, van de pesca y al mercado; los varones, decorativos y acicalados, tallan y pintan y ensayan pasos de baile. Entre los tchambulis, usan sartas de adorno los varones y los niños; las mujeres llevan la cabeza rapada, no se adornan y se dedican diligentemente a sus tareas. Los varones tcham- bulis son volubles, cautelosos, desconfiados entre ellos, y se interesan por el arte, por el teatro y por mil pequeños chismes e insultos mezquinos. Se ofenden constantemente, pero la re- acción no es la violenta respuesta iracunda de otros pueblos, sino el resentimiento quisquilloso de los que se sienten débiles y solos. El varón tchambuli se convierte en un artista frente a una mujer práctica y fuerte que lo mima y lo maneja. En Tchambuli, donde casi todo el trabajo recae sobre las mujeres, los varones lamentan la carga que supone para ellas amaman- tar a los niños, y los jóvenes pidieron a los etnólogos cabras para la tribu. «Podríamos ordeñar las cabras y dar de comer a los niños -decían-; las mujeres están muy ocupadas y tienen otras cosas que hacer»42. En cambio entre los Arapesh, un pueblo que habita las es- carpadas e improductivas montañas Torricelli, en Nueva Guinea, tanto los varones como las mujeres responden a nues- tro patrón femenino. «Se trata de una sociedad -observa Mar- garet Mead- en la que es mucho más difícil ser varón, espe- 42. MEAD, Margaret, El hombre y la mujer, Compañía General Fabril Edi- tora, Buenos Aires 1966, p. 192. l'iulmente en los aspectos afirmativos, creativos y productivos ti' la vida»43. Por el contrario, entre los Mundugumores, un pueblo vigo- I'llSO e inquieto que vive a las orillas del río Yuat, tanto los va- I'llnes como las mujeres responden a nuestro ideal de lo mas- ·ulino. Las mujeres son tan fuertes como los varones y hacen valer sus derechos igual que ellos. En la vida adulta, el amor /'le hace como si fuera el primer asalto de una pelea, y los mor- discos y los a r ~ ñ a z o s figuran prominentemente. Cuando los lI1undugumores -tanto si son varones como si son mujeres- 'apturan a un enemigo, se lo comen y luego cuentan el inci- dente riendo. Entre ellos «todo rasgo femenino representa un inconveniente»44. No existe, pues, «el eterno femenino»45 como una esencia fijada biológica u ónticamente. Por eso en los años sesenta se propugnó una distinción entre «género» y «sexo». El concep- to «sexo» hace referencia a las diferencias anatómico-fisioló- gicas existentes entre mujeres y varones, en tanto que «géne- ro» se refiere a las características socioculturales que una de- terminada sociedad atribuye a mujeres y varones. El género es, por tanto, la forma cultural que adopta cada sexo. Como dijo . . TI 146E Simone de BeauvOlr, «no se nace mUJer: se ega a ser o». s decir, se nace «hembra» y se llega a ser «mujer». EL TRABAJO PROFESIONAL DE LA MUJER: En nuestra cultura, la mujer fue tradicionalmente excluida del trabajo profesional y, en consecuencia, se limitó su acceso a la educación. Fray Luis de León, en La perfecta casada, decía a las mujeres: «No las dotó Dios ni del ingenio que piden los ne- gocios mayores, ni de las fuerzas que son menester para la 43. Ibidem, p. 63. 44. Ibidem, p. 90. 45. Como es sabido, el «Choros mysticus» que cierra el Fausto, de Goethe, contiene esta frase: «El eterno femenino nos atrae» (Das ewig weibli- che zieth uns an) (GOETHE, Johann W., Fausto [Obras completas, t. 3, Aguilar, Madrid 1973 4 , p. 1.5(0)). . 46. BEAUVOIR, Simone de, El segundo sexo (Obras completas, t. 3, AgUllar, Madrid 1981, p. 247). guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte, y entiendan en su casa y anden en ella, pues las hizo Dios para ella sola»47. Ya hemos visto que la reclusión de la mujer en las tareas del hogar en absoluto viene exigida por la naturaleza, y se ha con- vertido frecuentemente en una fuente de profunda insatisfac- ción. «El problema que no tiene nombre» -como lo llama una y otra vez Betty Friedan- se reduce simplemente al hecho de no permitir que la mujer desarrolle plenamente sus capacidades 48 . La mujer reclama actualmente los derechos que le corres- ponden en cuanto ser humano y, consiguientemente, en igual- dad con el varón; en particular, el derecho a no tener que ele- gir entre el matrimonio y el ejercicio de una profesión. Cuan- do, en Casa de muñecas (1879), de Ibsen, el marido de Nora le dice: «Ante todo eres esposa y madre», ella responde: «Ya no creo en eso. Creo que ante todo soy un ser humano»49. Ha- bía hecho sonar una nueva nota en la literatura. Valoración cristiana Elisabeth Schüssler Fiorenza, una conocida escriturista norte- americana que se ha hecho muy popular en el ámbito de la te- ología feminista, escribió: «Cuando en la Sagrada Escritura hay sexismos que no admiten otra interpretación, tales pasajes no pueden constituir para nosotras la revelación de Dios»50. Aunque una afirmación semejante pueda ser explicable en una teóloga que probablemente habrá sufrido mucho por su condición de mujer, me parece un mal arranque para un inves- tigador. Ciertamente, no todo lo que encontramos en la Biblia es palabra de Dios. Conviene recordar a este respecto la doc- 47. LUIS DE LEÓN, La peifecta casada, cap. 16 (Obras completas castella- nas, t. 1, BAC, Madrid 1957., p. 339). 48. FRIEDAN, Betty, La mística de lafeminidad, Júcar, Madrid 1974, p. 469. 49. IBSEN, Henrik, Casa de muñecas (Teatro completo, Aguilar, Madrid 1973" p. 1.298). 50. SCHÜSSLER FIORENZA, Elisabeth, «Interpreting Patriarcha1 Traditions», en (Russell, Letty [ed.]) The liberating Word, Philade1phia 1976, p. 61]. I('ina del Vaticano 11 sobre la cultura en la que se encarna la pa- labra divina, reconociendo que, sobre todo en el caso del An- liguo Testamento, existen «elementos imperfectos y pasaje- roS»51. Por tanto, la afirmación de que los sexismos existentes 'n la Escritura no son revelación divina podría ser el punto de llegada de nuestra investigación, pero no deben ser el punto de IJartida. No es intelectualmente honesto dirigimos a la Uscritura habiendo decidido de antemano que excluiremos en hloque todo cuanto esté en contra de nuestras convicciones. Nosotros intentaremos indagar con la mayor objetividad posible lo que puede decimos la Biblia sobre la emancipación de la mujer, sabiendo que estamos ante un tema en el que los prejuicios son muy poderosos. Fray Benito Feijoo -aquel be- nedictino ilustrado que tanto hizo por erradicar ancestrales crrores- escribió en 1725: «Ni ellas ni nosotros podemos en este pleito ser jueces, porque somos parte»52. Antiguo Testamento En el Antiguo Testamento encontramos tradiciones muy diver- sas, unas más favorables a la mujer y otras bastante menos. Dijimos más arriba que, aun cuando la preeminencia mas- culina se ha basado siempre en la fuerza, procuró que no fal- taran los mitos de legitimación. Entre éstos, la Biblia ha pro- porcionado uno muy importante: el de la creación de la mujer a partir de una costilla de Adán: «El Señor Dios hizo caer al hombre en un letargo y, mien- tras dormía, le sac6una costilla y llenó el hueco con carne. Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. Entonces éste exclamó: "Ahora sí; esto es hueso de mis huesos y car- ne de mi carne; por eso se llamará hembra ('fsiih), porque ha sido sacada del hombre Cfs»> (Gn 2,21-23). 51. CONCILIO VATICANO JI, Dei verbum, 12, 13 Y 15 (Concilio Vaticano Il. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar, BAC, Madrid 1970', pp. 169-172). 52. FEUÓO, Benito, Defensa de las mujeres, t. 1, discurso 16 (Teatro Crítico Universal, Alianza, Madrid 1970, p. 46). Salta a la vista lo peligroso que resulta este texto para la igual- dad de los sexos, puesto que, si hubiéramos de entenderlo al pie de la letra, el varón procede de Dios, y la mujer procede del varón. De hecho, es el varón quien pone nombre a la mujer, 10 cual en aquella cultura denotaba autoridad. Para mayor escar- nio, Adán, que vio en la mujer «hueso de sus huesos y carne de su carne» (Gn 2,23), no fue capaz de afirmar que fuera tamo bién razón de su razón.' 1 Theodor Reik ha dicho que «el relato bíblico del naci· miento de Eva es la más siniestra broma que se ha gastado a la mujer en milenios»53. Y no le falta razón. A partir de ese rela- to, San Pablo argumentará con no poca dureza: «No permito que la mujer enseñe ni domine al hombre. Que se mantenga en silencio, porque Adán fue formado primero, y Eva en segundo lugar» (l Tm 2,12-13); «no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón por causa de la mu- jer, sino la mujer por causa del varón» (l Cor 11,8-9). Más adelante nos ocuparemos de esos textos. En el judaísmo se han hecho lecturas todavía más antife- ministas. El Rabbí Levi elaboró en el siglo IV este pintoresco relato: «Está escrito (Gn 2,22): "Dios formó", es decir, pensó de dónde habría de crear a la mujer. Y dijo Dios: "no quiero hacerla de la cabeza (de Adán), para que no levante orgullosa- mente la suya; no del ojo, para que no sea fisgona; tampoco de la oreja, para que no sea curiosa; ni de la boca, para que no sea chismosa. No del corazón, para que no sea envidiosa; ni de la mano, para que no 10 toquetee todo; ni del pie, para que no sea vagabunda. Más bien vaya hacerla de un sitio oculto en Adán que, aun estando él desnudo, permanece cubierto". Dios decía constantemente al modelar cada parte del cuerpo de Eva: "¡ Sé mujer honesta! ¡Sé recatada!". A pesar de ello, "rechazasteis mis consejos" (Pr 1,25). No la formé de la cabeza y, ¡mira!, le- vanta orgullosamente la suya, como está escrito: "marchan con el cuello estirado" (ls 3,16); no del ojo y, ¡mira!, es fisgona, 53. REIK, Theodor, Psicanalisi della Bibbia, Sugar, Mi}ano 1968 (ci1. en GIBELLINI, Rosino, La teología del siglo xx, Sal Ternle, Santander 1998, p.459). rlimo está escrito: "guiñan con sus ojos" (ls 3,16); no de la Ill'eja y, ¡mira!, es curiosa, como está escrito: "Sara espió a la l'lItrada de la tienda" (Gn 18,10). No del corazón y, ¡mira!, es l"losa, como está escrito: "Raquel se puso celosa de su her- IlIana" (Gn 30,1); no de la mano y, ¡mira!, 10 toca todo, como l ~ N t á escrito: "Raquel, entonces, tomó los ídolos" (Gn 31,19); y 110 del pie y, ¡mira!, es una vagabunda, como está escrito: "Un dra, salió Dina" (Gn 34,1)>>54. Para intentar suavizar la irritación que hoy provoca la na- rración de Gn 2, algunos han recordado que la palabra hebrea ¡\'ela ',no sólo puede traducirse por «costilla», sino también por ,dado». Se trataría, entonces, de una metáfora para indicar que la mujer fue sacada no de la cabeza del varón, para ser su se- lora, ni de los pies, para ser su esclava, sino de su lado, del la- do del corazón, para ser su compañera. Pero el escándalo per- siste, porque no dejaría de proceder el varón de Dios, y la mu- jer del varón. Más acertado es afirmar que estamos ante un estadio toda- vía muy primitivo de la revelación. Este relato procede de la lradición yahvista (siglo x a.C., muy impregnada todavía de la religión naturista). Cuatro siglos después, la tradición sacerdo- lal dio origen a otro relato de la creación que resulta absoluta- mente simétrico para el varón y la mujer: «Dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, a se- mejanza nuestra, para que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra". Y creó Dios al ser humano a imagen suya, a ima- gen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1,26-27). En cuanto a la tradición yahvista, no terminan los disgustos con el relato de la creación. A continuación viene el de la caí- da, donde es la mujer quien se deja engañar por la serpiente, arrastrando después a su marido, y escucha la terrible senten- cia de Dios: «Él (tu marido) te dominará» (Gn 3,16). 54. Midrasch Rabba, Génesis 18. (STRACK, H.L., y BILLERWECK, P., Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, 1. 3, München 1956 2 , p. 612). Este relato ha provocado igualmente reacciones antifemi· nistas. Por ejemplo, el historiador judío Flavio Josefa, citando Gn 3,16, concluye: «La mujer, dice la ley, es inferior al hom- bre en todo»55. En realidad, aunque estamos en un estadio muy primitivo de la revelación, este relato no es tan antifeminista como a primera vista parece, puesto que afIrma que la subordinación de la mujer al varón no responde al plan original de Dios, sino que fue una consecuencia del pecado originaP6. En otros lugares del Antiguo Testamento percibimos igual- mente cómo, a medida que progresa la revelación, se van sua- vizando los planteamientos más antifeministas: En la versión más antigua del Decálogo (procedente de la tradición elohísta, s. VIII a.c.), la mujer no pasa de ser un ob- jeto entre las posesiones masculinas, enumerado junto a otros bienes: «No codiciarás la casa de tu prójimo» (casa, aquí, no significa vivienda, sino el conjunto de los bienes que a conti- nuación se especifIcan): «no codiciarás ni su mujer, ni su sier- vo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que le per- tenezca» (Ex 20,17). Todavía Jeremías, que vivió en los años fInales de la monarquía, sigue enumerando a las mujeres entre las restantes posesiones del marido: «Sus casas pasarán a otros, sus campos y mujeres también... » (Jr 6,12). De hecho, el mismo término con que en hebreo se designa al marido (ba 'al) significa también «dueño». En cambio, la versión deuteronomista del Decálogo, ela- borada por aquellos mismos años, emplea ya dos verbos dife- rentes para indicar el deseo respecto de la mujer y respecto de la hacienda. Primero dice: «No codiciarás la mujer de tu pró- jimo». Ya continuación añade: «Tampoco desearás la casa de tu prójimo (ahora casa equivale ya a la habitación propiamen- te dicha), su campo, su esclavo o su esclava, su buey o su as- 55. JosEFa, Flavio, Contra Apión, lib. 2, cap. 24, n. 201 (Autobiografía y Contra Apión, Alianza, Madrid 1987, p. 206). 56. Para una exégesis de estos pasajes desde la óptica de la mujer, cf. NAVARRO, Mercedes, Barro y aliento. Exégesis y antropología teológi- ca de Gn 2-3, Paulinas, Madrid 1994. IIll, ni nada de lo que le pertenece» (Dt 5,21). Esto supone un progreso innegable. A pesar de todo, vemos que el adulterio no N' comprendía como un pecado contra la castidad, sino contra ¡l1 honor del marido engañado. Salvador de Madariaga obser- vuba: «Parece como si no pudiera cometerse adulterio más que l:OIl la mujer del prójimo. De solteras no se habla. De viudas IllInpoco, yeso que las habría de buen ver»57. En las normas más antiguas relativas a la manumisión de los esclavos resultaba igualmente irritante la discriminación de 111 mujer respecto del varón. Según el Código de la Alianza (si- 'lo IX a.c.), los esclavos varones debían ser liberados después de siete años: «Si compras un esclavo hebreo, te servirá du- I'llnte seis años, pero el séptimo quedará libre sin pagar nada. Si vino solo, solo saldrá; si tenía mujer, su mujer saldrá con él; Ni fue su amo el que le dio mujer, y tuvo de ella hijos, la mu- jer y los hijos pertenecen a su amo; sólo él quedará libre» (Ex 1,2-4). En cambio, las esclavas sólo recuperaban la libertad al transcurrir los seis años de servicio en caso de que el amo no quisiera conservarlas como esposas para él mismo o para sus hijos (Ex 21,7-11). Desde luego, nadie preguntaba a la esclava si por casualidad quería ser la esposa de su señor o de su hijo, y además ya sabemos que la esposa se enumeraba entonces en- tre las posesiones del marido. Pues bien, también aquí ocurre que, un siglo después, el Código Deuteronomista ya no hace distinción entre el esclavo y la esclava. Ambos deben recupe- rar la libertad al séptimo año (Dt 15,12-18). A menudo se presenta la belleza femenina como algo que induce a pecar. Por ejemplo, Betsabé, contemplada en su baño por David, será deseada por él (2 Sm 11,2-5), y la belleza de Susana excitará el deseo de los dos ancianos (Dn 13). Sin em- bargo, cuando la nación necesita de una mujer hermosa para encomendarle una misión delicada entre los paganos, como ocurrió en los casos de Judit ante Holofemes (Jdt 10-13) o de Esther ante el rey Asuero (Est 2-8), no cesan los elogios sobre 57. MADARIAGA, Salvador de, Dios y los españoles, Planeta, Barcelona 1981, p. 127. su extraordinaria belleza. En tales casos los autores bíblicos afirman que la mujer judía, por su belleza, es investida por Dios de una misión entre los paganos, equiparable a la que de- sempeñan los sabios de Israel cuando confunden a los sabios extranjeros. Con respecto a los textos que habían presentado la belleza femenina como una invitación al pecado, supone un progreso notable; pero de todas formas persiste una importan- te ambigüedad. Como observa Thierry Maertens, «la mujer no es tenida en cuenta por sí misma; no parece existir más que por la mirada del hombre. (. oo) La belleza femenina es todavía una forma de alienación»58. Esa ambigüedad desaparecerá, sin embargo, en el Cantar de los Cantares, escrito probablemente en el siglo v o IV a.e. La discusión sobre si describe la alianza de Dios con su pue- blo de manera alegórica o si es una antología de canciones de amor susceptibles de interpretarse alegóricamente, no afecta a la consideración que hace de la belleza femenina. El hecho es que un escritor inspirado se atreve a contemplar el cuerpo de la mujer y, lejos de encontrar la belleza femenina despreciable, la considera motivo de alabanza. Algunos elogios resultan un tanto extraños para la sensibilidad actual: «Yo te comparo a la yegua de la carroza del faraón» (Ct 1,9). Pero otros podrían ser suscritos por cualquier poeta de nuestros días: «¡Qué hermosa eres amada mía, qué hermosa eres! (oo.) Tus dos pechos son dos crías mellizas de gacela paciendo entre azucenas» (Ct 4,1-7)59. Y, lo que es más significativo, el Cantar se sirve, para descri- bir la belleza del amado, de las mismas imágenes que éste uti- lizó para trazar el retrato de su prometida. Las flores y los aro- mas (Ct 1,16; 2,2-3), las gacelas y los cervatillos (2,9.17) o el 58. MAERTENS, Thierry, La promoción de la mujer en la Biblia, Mensajero, Bilbao 1969, p. 63. 59. Conviene observar que, en hebreo, «gacela» ( ~ e b i ) significa precisa- mente «esplendor», «gloria», «belleza». mobiliario del templo (5,10-16) sirven alternativamente para el florilegio masculino y femenino. Además, en el Cantar la alabanza a la mujer no está rela- cionada con la fecundidad ni con la maternidad, y el cariño que une a los dos esposos es de una reciprocidad total: «Yo soy para mi amado, y mi amado es para mí» (6,3). El Cantar de los Cantares se sitúa más bien en la órbita de Gn 1 que en la de Gn 2-3, cuya concepción del amor conyugal era muy poco eleva- da: «Desearás a tu marido, y él te dominará» (Gn 3,16). El mundo que encontró Jesús Por mucho que en el Antiguo Testamento, como hemos visto, fue mejorando la valoración de la mujer a medida que progre- sa la revelación, es necesario decir que Jesús tuvo que enfren- (arse a una herencia bastante negativa: El ideal femenino era la mujer encerrada en su casa: «Busca lana y lino y trabaja con mano solícita. (oo.) Se levanta cuando aún es de noche, distribuye la comida a sus criados y las tareas a sus criadas. (oo.) Comprueba si sus tareas marchan bien y de noche no se apaga su lámpara. Aplica sus manos a la rueca, y sus dedos sostienen el huso. Tiende su brazo al desvalido, alarga sus manos al indigente. No teme que la nieve dañe a sus criados, porque todos van bien abrigados. Confecciona mantas, y sus vestidos son de lino y púrpura. (oo.) Vigila lo que hacen sus criados y no come el pan de balde (oo.)>> (Pr 31,10-31). uando la mujer tenía que salir de casa, debía hacerlo ocul- lándose tras el velo. Si pensamos en las imágenes de las muje- res afganas dentro de esa especie de cárcel ambulante que es el burka, descubrimos en seguida que se trata de una forma sim- bólica de mantener a la mujer en el ámbito privado también cuando está fuera de casa. Tras el velo, la mujer quedaba ocul· ta a los ojos de los demás hombres, que constituían una ame- naza para el honor de su marido. En tiempos de Jesús, las mu- jeres judías llevaban «la cara cubierta con un tocado que com- prendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla y una malla de cordones y nudos; de este modo no se podían reconocer los rasgos de su cara. Por eso una vez, según se dice, un sacerdote principal de Jerusalén no reconoció a su propia mujer al aplicarle el proce- dimiento prescrito para la mujer sospechosa de adulterio»60. No vale decir que así eran las costumbres de todos los pue- blos en la Antigüedad, porque «desde el punto de vista social y jurídico, la situación de la mujer en Israel es inferior a la que te- nía en los grandes países vecinos. En Egipto, la mujer aparece con frecuencia con todos los derechos de un cabeza de familia. En Babilonia puede adquirir, perseguir judicialmente, ser parte contrayente, y tiene cierta parte en la herencia de su marido»61. Lo mismo ocurría en el ámbito religioso. Las mujeres is- raelitas estaban excluidas de cualquier función activa en el cul- to. No sólo no podían ser sacerdotes o levitas, sino que ni si- quiera se les permitía desempeñar los menesteres más bajos (como cantores, músicos o guardianes de las puertas). En las ) sinagogas, las mujeres estaban separadas de los varones por unas rejas y no contaban para nada. El oficio religioso no po- día comenzar mientras no hubiera un mínimo de diez varones. En la Misnah leemos que «las mujeres, los esclavos y los me- nores (no están incluidos en el número de las personas que es mínimo) para hacer la invitación (a la acción de gracias)>>62. 60. JEREMIAS, Joachim, Jerusalén en tiempos de Jesús. Estudio económico y social del mundo del Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1977, p. 371. 61. VAUX, Roland de, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barce- lona 19762, p. 75. 62. Berakot, cap. 7, n. 2 (La Misná, Editora Nacional, Madrid 1981, p. 55). En realidad, las mujeres no pertenecían del todo a la co- IlIunidad de los creyentes, dado que, por razones obvias, no podían recibir el rito de iniciación (la circuncisión). No esta- han obligadas a ir en peregrinación a Jerusalén por las fiestas dc Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos; ni a estudiar la '/oriih; ni a recitar diariamente el serna: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). En cambio en los países circundantes había sacerdotisas. Nabonida, por ejemplo, era sacerdotisa del Dios Sin, en Ur; su madre lo era en Harran; y hay otras muchas referencias para Egipto y otros países orientales y Grecia y Roma. La misma Biblia alude a estas funciones sacerdotales de las mujeres en- (re los Asirios (cf. Ez 8,14). El marido era dueño absoluto de la mujer, hasta el extremo de que podía llegar a venderla. En Israel estaba permitida la poligamia (cf. Dt 21,15)63. Y, si bien en tiempos de Jesús era un fenómeno residual 64 , su es- casa frecuencia no se debía a una mayor consideración de la dignidad femenina, sino al dispendio económico que suponía mantener varias mujeres. De hecho, los ricos, como los reyes, siempre tuvieron numerosas mujeres. De Salomón se dice que «tuvo setecientas esposas con rango real, y trescientas concu- binas» (1 Re 11,3; cf. 2 Sm 5,13). Y, según Flavio Josefa, el monarca reinante cuando nació Jesús, Herodes el Grande, te- nía nueve esposas 65 . Además, las mujeres tenían que oír cosas que no alimenta- ban precisamente su autoestima. Con frecuencia, los sabios de Israel rezuman antifeminismo: «Descubrí que la mujer es más amarga que la muerte -dice el Qohélet-, porque es una tram- pa; su corazón es como un lazo, y sus brazos cadenas. El que 63, Cf. JASPERS, O., «Poligamy in the Old Testament»: African Theological Journal2 (1969) 27-57. 64. Cf. STRACK, H. L., YBILLERWECK, P., op. cit., p. 647. 65. JosEFa, Flavio, Antigüedades de los Judíos, lib. XVII, cap. 1, n. 3 (Clie, t. 3, Terrassa 1988, p. 178). teme a Dios se libra de ella, pero el pecador queda prendido en sus redes» (Qo 7,26-28). Quizás el texto más antifeminista de la Biblia lo encontra- --> mas en el Sirácida (hacia el 180 a.c.): «Una hija es para su padre causa secreta de insomnio, y la preocupación por ella no le deja dormir: de joven, por si tarda en casarse; de casada, por si la repudian; de soltera, por si se deja seducir y queda encinta en la casa paterna; de casada, por si es infiel; en la relación conyugal, por si resulta estéril. (...) No te detengas ante belleza alguna, y no te sientes entre mujeres, porque de los vestidos sale la polilla, y de la mujer la malicia femenina. Vale más maldad de hombre que bondad de mujer. La mujer cubre de vergüenza y oprobio» (Sir 42,9-14)66. El rabbí Yehudá, casi contemporáneo de Jesús de Nazaret, di- ce a sus discípulos: «Diariamente hay que dar gracias a Dios por tres cosas: ¡Bendito sea Dios, que no me ha hecho Goi (no israelita)! ¡Bendito sea Dios, que no me ha hecho mujer! ¡Bendito sea Dios, que no me ha hecho necio!»67. Se trata, co- mo vemos, de una oración verdaderamente imposible, porque quien da gracias a Dios por no haberle hecho mujer está de- mostrando ser un estúpido, y ya no puede darle gracias por no haberle hecho necio. En el Talmud de Babilonia se encuentra un texto muy parecido: «Una hija es un falso tesoro para su padre: por las preocupaciones que le pro- duce no puede dormir de noche. Durante su juventud, teme que la se- duzcan; en la adolescencia, teme que se entregue a la prostitución; cuando es adulta, teme que no se le case; si está casada, teme que no tenga hijos; y cando llega a vieja, teme que se dedique a la magia» [Sanhedrín, 100 b (Antología del Talmud, Planeta, Barcelona 1975, p.619)]. 67. STRACK, H.L., y BILLERWECK, P., op. cit, p. 611. Conviene señalar, por último, que entonces: como hoy68, la Ml'umática misma y la lexicografía delataban la discriminación d' la mujer. Ni el Antiguo Testamento ni la Misnah conocen forma femenina para los adjetivos hebreos /:Iiisid (<<piadoso»), ¡I'uddiq (<<justo») y qiid6s (<<santo»). Es evidente que, como di- .• Dale Spender, «el varón hizo ellenguaje»69. Jesús y la mujer 1,<1 ley deuteronomista relativa al libelo de repudio está formu- luda en Dt 24,1-4: «Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecoroso y deja de agradarle, le 'ntregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si, después de salir de su casa, ella se casa con otro, y también el segundo marido deja de amarla, le entrega por escrito el ac- la de divorcio y la echa de casa... » (Dt 24,1). En tiempos de Jesús, los rabinos más «conservadores», co- mo Sharnmai, nacido en Judea, hacían una interpretación muy estricta de aquel «algo vergonzoso»: debía tratarse de un adul- terio u otra falta grave. En cambio, los «progresistas», como Hillel, nacido en Babilonia, consideraban que «cualquiet co- sa» que desagradara al marido le daba derecho a despedir a su mujer, como haber estado en la calle con la cabeza descubier- ta o incluso haber dejado que se quemara el cocido. Según el Rabbí Aquiba, bastaba que el marido encontrara otra mujer más hermosa que le gustara más que la suya, pues todo lo que decía Dt 24,1 era: «si deja de agradarle... »70. En todo caso, la inferioridad de la mujer respecto del varón era manifiesta, por- que -fuera de algunas excepciones, como la enfermedad de le- pra, la coacción inmoral o algunos indecorosos oficios mascu- linos 71 - sólo el varón tenía derecho a repudiar a la mujer, pues 68. Cf. GARCÍA MESSEGUER, Álvaro, Lenguaje y discriminación sexual, Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1977. 69. SPENDER, Dale, Man made language, Routledge & Kegan Paul, Landon 1980. 70. La Misná, quiddushim, cap. 9, n. 10 (La Misná, Ed. Nacional, Madrid 1981, p. 585); STRACK, H.L., y BILLERWECK, P., op. cit., pp. 313-318. 71. STRACK, H.L., y BILLERWECK, P., op. cit., pp. 318-320. la esposa se consideraba una propiedad adquirida por el mari· do tras pagarle al padre de ella el precio esponsalicio. Cuando Salomé, hermana de Herodes el Grande, envió el libelo de pudio a su marido, Costábaro, actuaba, como dice expresa. mente Flavio Josefo, «en contra de lo que establecen las leyes de los judíos. Este derecho -explica- entre nosotros está re· servado al marido»72. Jesús, en cambio, se enfrenta a un juego cuyas reglas ha- bían sido establecidas por los varones y en favor de los varo- nes: «Todo el que. se separa de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima 73 , la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada comete adulterio» (Mt 5,31-32). Con estas pala- bras pone a la mujer en pie de igualdad con el varón: ya no es- tá a merced de un posible repudio. Para Jesús, tanto el varón como la mujer son seres humanos con idéntica dignidad y que deben establecer una relación interpersonal, no sujeta a los in- tereses patriarcales que hacían de la mujer un objeto. Comenta Schrage: «Las palabras de Jesús debieron de producir en sus adversarios una impresión más o menos tan desconcertante co- mo si alguien hubiera dicho: el que abandona una casa que le pertenece comete un latrocinio»74. Resulta significativo que la versión paralela de Marcos di- ga: «Si uno se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,10-12), porque, como hemos dicho, la mujer no tenía derecho a repudiar al marido. Es posible que Marcos incluyera esa adición pensando en los cris- tianos de Roma, dado que el derecho matrimonial romano, a di- ferencia del hebreo, reconocía también a la mujer el derecho de repudio. Pero, en todo caso, ese tratamiento simétrico de ambos cónyuges refleja muy bien la mentalidad de Jesús. 72. JOSEFa, Flavio, Antigüedades de los judíos, lib. 15, cap. 7, n. 10 (Clie, Terrassa, t. 3, 1988, p. 102). 73. La palabra pomeía, que hemos traducido como «unión ilegítima», se a las uniones entre parientes prohibidas en el ju- dlUsmo, que, sm embargo, eran bastante frecuentes en tiempos de Jesús. 74. SCHRAGE, Wo1fgang, Etica del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1986, pp. 123-124. Lo mismo ocurre en el episodio de la mujer adúltera (Jn M, \-\ 1), donde Jesús critica la doble moral que regía para la III1Ijer y el varón sorprendidos en adulterio. I Ya hemos dicho que la mujer en la sociedad judía estaba I 'll1pre referida a algún varón y era estimada sólo en cuanto 'Nposa y madre. De hecho, no adquiría verdadera considera- rión y respeto mientras no engendraba un hijo varón, finalidad l'sencial del contrato matrimonial. Pues bien, a la luz de este dato cultural debemos contemplar la escena en que una mujer del pueblo dice a Jesús: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!» (Lc 11,27). El seno y los pechos 'ran, como hemos visto, todo lo que aquella cultura valoraba 'n la mujer. Pues bien, Jesús respondió: «Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,28). Con ello estaba afirmando que, por importante que fuera la maternidad, en la mujer había algo más que la función de madre, a la que aquella sociedad la había reducido. Llama la atención la naturalidad con que Jesús trataba a las mujeres. Pensemos, por ejemplo, en la conversación con la mujer samaritana, que tanto extrañó a sus discípulos (cf. Jn 4,27); o en la escena de la mujer pecadora, que tanto sorpren- dió a Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-39); o en su relación con la Magdalena, Marta y María. Mercedes Navarro escribe: «El ti- po de relación que muestran los evangelios entre Jesús y las mujeres es un tipo de relación exenta de problemas mutuos; ni él está problematizado e inhibido, ni problematiza e inhibe a las mujeres. Establece con ellas una relación abierta y confia- da, madura y personalizante, igualitaria y digna y, en algunos! casos, de verdadera y recíproca amistad»75. ' Igualmente significativo es que Jesús incluya a las mujeres en la categoría de discípulas, porque las escuelas de los rabi- nos eran exclusivamente para los muchachos, no para las jó- venes: «Iban con él los doce y algunas mujeres que había libe- rado de malos espíritus y curado de enfermedades: María 75. NAVARRO PUERTO, Mercedes, María, la mujer. Ensayo psicológico-bí- blico, Publicaciones Claretianas, Madrid 1987, p. 196. Magdalena, de la que había expulsado siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana, y otras mu- chas que le asistían con sus bienes» (Lc 8,1-3). En el Calvario -nos dice Marcos- «algunas mujeres contemplaban la escena desde lejos. Entre ellas, María Magdalena, María, la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé, que habían seguido a Jesús y lo habían asistido cuando estaba en Galilea. Había, además, otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41; cf. Mt 27,55-56). En el pasaje de Marta y María, vemos que esta última, «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10,39). Ésa era precisamente la postura característica de los discípulos de los rabinos: también Pablo fue «instruido a los pies de Gamaliel» (Hch 22,3). Sin embargo, Jesús no eligió a ninguna mujer para formar parte del grupo de los Doce. Algunos lo interpretan como un precio que se vio obligado a pagar a la cultura de su tiempo. Jean-Marie Aubert, por ejemplo, afirma que «Jesucristo no po- día, en lo que a Él se refiere, ir más lejos de lo que fue» porque «existe un dintel más allá del cual el proyecto no tiene proba- bilidad alguna de acogida»76. Esto seguramente es verdad, pero no podemos olvidar que en otras muchas cuestiones, incluso re- lacionadas con la mujer, Jesús no vaciló en oponerse a las cos- tumbres de la época. ¿Por qué precisamente en ésta no lo hizo? La explicación podría estar en que la institución de los Doce es una acción simbólica. En tiempo de Jesús existía la idea arraigada de que sólo quedaban dos tribus y media (Judá, Benjamín y la mitad de la tribu de Leví). Las nueve y media tribus restantes habían desaparecido desde la conquista del Reino del Norte (722 a.c.). Existía, no obstante, en la literatu- ra profética y apocalíptica la convicción de que en los tiempos mesiánico-escatológicos serían restauradas las doce tribus, y el pueblo de Israel llegaría a su plenitud (cf. Is 11,11.16; 27,12- 13; 35,8-10; 49,22; 60,4.9; 66,20; Miq 7,11-12; Ez 37; 39,25- 29; 40,1 - 48,35). Estamos, pues, ante una acción simbólica 76. AUBERT, lean-Marie, La mujer. Antifeminismo y cristianismo, Herder, Barcelona 1976, p. 28. pura mostrar que habían comenzado los tiempos escatológi- ~ ' I \ S : De la misma forma que el pueblo de Israel había sido co- 1110 la posteridad, la expansión y la multiplicación de los doce hijos de Jacob, así el nuevo pueblo de Dios no sería otra cosa que la posteridad y desarrollo de los doce apóstoles. El valor simbólico que daban los apóstoles a ese número de doce se 11Iostró bien a las claras cuando, después de la traición de .ludas, consideraron como su primer deber restablecer el nú- lIlero perdido de doce (cf. Hch 1,15-26). Pues bien, no pode- rnos olvidar que un símbolo es siempre símbolo de algo para IIlguien. Y la insensibilidad de los destinatarios para captar un sfmbolo hace que no sea tal. Dado que entonces las mujeres no 'ontaban (recordemos esa frase estereotipada, aparentemente inocente, pero en realidad irritante: equis hombres, «sin contar las mujeres y los niños»), si Jesús hubiera elegido seis varones y seis mujeres, nadie habría captado el sentido de esa acción simbólica. Habrían visto únicamente seis hombres, «sin contar las mujeres ni los niños». Si queremos saber el papel que Jesús atribuía a las mujeres en la economía del Reino de Dios, debemos fijar nuestra aten- ción, no en los Doce, sino en la composición del círculo de los discípulos, que, al no tener ya un valor simbólico, pudo for- marlo con libertad. Y allí, como vimos, había también mujeres.1 La mujer en el cristianismo primitivo El día de Pentecostés, en su primer discurso público, Pedro re- cordó la profecía de Joel: el Espíritu Santo vendrá tanto sobre los varones como sobre las mujeres: «En los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre todo hombre, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas. (oo.) Sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días, y profetizarán» (Hch 2,17-18; cf. 113,1-5). Con ello aplicó las palabras del pro- feta a la experiencia que acababan de vivir: el Espíritu Santo no había hecho ninguna discriminación por razón de sexo. De hecho, las mujeres desempeñaron un papel importante en la Iglesia naciente. Los primeros cristianos han guardado el recuerdo de la madre de Juan (de sobrenombre Marcos), que acogía a los grupos helenizantes en su casa (Hch 12,12); el de Lidia, la primera creyente de Europa, que llevó la fe a toda su familia (16,11-15); Yel de Priscila, esposa de Áquila, dinámi- ca evangelizadora que, junto con su marido, anunció el Evan· gelio a Apolo (18,26), un judío «elocuente y muy versado en la Escritura» (18,24). Es significativo que casi siempre se nombra a Priscila en primer lugar, no a su marido (18,18-26; Rm 16,3; 2 Tm 4,19). Febe tuvo una responsabilidad impor- tante en la iglesia de Cencreas (Rm 16,1). En casa de Ninfa se reunía la comunidad de Colosas (Col 4,15). Pablo menciona igualmente a Evodia, Síntique (Flp 4,2-3); Prisca (Rm 16,3-5); María (16,6); Trifena, Trifosa y Pérside (16,12); y Junia, a quien llama «apóstol» (16,7) en el sentido amplio que esta pa- labra tenía entonces (ver 1 Cor 15,7). En las primeras comunidades cristianas hubo mujeres pro- fetisas, tales como las cuatro hijas de Felipe (Hch 21,9) o las profetisas de la comunidad de Corinto. Como dice Carmen Ber- nabé, «el profetismo era un carisma que necesitaba ser recono- cido por la comunidad e implicaba un papel de liderazgo, pues- to que interpretaba la voluntad de Dios en los acontecimientos para la construcción de la comunidad (cf. 1 Cor 14,1-5)>>77. Pablo enunció un principio rotundo de gran importancia para nuestro tema: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo. Ya no hay distinción (...) entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28). Esto tiene suma importancia. Como vimos, en el judaísmo únicamente el varón era conside- rado como miembro del pueblo elegido, porque sólo él podía ser circuncidado. En cambio, en el cristianismo, al ser el bau- tismo accesible a todos, varones y mujeres se encuentran en pie de igualdad. Sin embargo, en otros lugares Pablo se muestra muy duro con las mujeres y parece contradecir el principio que acaba- mos de recordar: 77. BERNABÉ, Carmen, Entre la cocina y la plaza. La mujer en el primitivo cristianismo, SM, Madrid 1998, p. 33. En 1 Cor 11,2-16, donde Pablo habla del orden en las reu- Iliones litúrgicas, aconseja seguir la costumbre tradicional: los hombres, con la cabeza descubierta, y las mujeres cubiertas l'( 1I1 el velo. Llega a decir con inusitada dureza: «Si una mujer 110 se cubre la cabeza, que se rape» (v. 6). Para justificar esa lIorma, aduce dos razones: «como señal de sumisión» y «por I'lIzón de los ángeles» (v. 10). Esta última razón, un tanto mis- lcriosa, es posible que aluda a una interpretación según la cual uquellos «hijos de Dios» que se unieron con las «hijas de los hombres», engendrando los nephilim (gigantes) y provocando '1 diluvio (Gn 6,1-4), fueron ángeles. De ahí la preocupación de los hombres por sustraer a las mujeres a las miradas y la lividez de los seres misteriosos que pueblan el cielo. No hace I'alta decir que esa idea mitológica sobre la concupiscencia de los ángeles carece de cualquier valor para nosotros. Vamos a i,;onsiderar el otro argumento: Pablo dice: «El varón no debe cubrirse la cabeza, porque 'S imagen y reflejo de la gloria de Dios. Pero la mujer es glo- ria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mu- jer del varón; ni fue creado el varón por causa de la mujer, si- 110 la mujer por causa del varón» (1 Cor 11,7-9). Como vemos, no se apoya en el primer relato de la creación, que es absolu- lamente igualitario (Gn 1,26-27), sino en el segundo (Gn 2,7- 23), que, como vimos más arriba, es asimétrico, con lo cual inevitablemente tiñe su argumentación de un cierto tono misó- gino. Pero inmediatamente, como si cayera en la cuenta de que eso se separa abiertamente de la concepción cristiana, añade lIna corrección importante que pone en crisis toda su argu- mentación: «Sin embargo, en el Señor, ni hay mujer sin el hombre, ni hombre sin la mujer. Pues, aunque es verdad que la mujer salió del hombre, también es cierto que el hombre nace de la mujer; y todo viene de Dios» (1 Cor 11,11-12). Claro que en seguida retrocede de nuevo: «Juzgad vosotros mismos: ¿es decoroso que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta?; ¡,no os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el varón llevar el pelo largo, mientras que para la mujer es una gloria llevarlo así?» (vv. 13-15). Y, por fin, dando la impresión de que no está nada seguro de haber dicho algo convincente, concluye: «De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre, ni tampoco la de las iglesias de Dios» (v. 16). Éste no es el único lugar en que Pablo arranca de un dato sociológico y tradicional; pero, al analizarlo «en el Señor», lo modifica profundamente. En la Carta a los Efesios escribe: «Que las mujeres se sometan a sus maridos como al Señor, por- que el marido es cabeza de la mujer como Cristo es Cabeza de la Iglesia» (Ef 5,22-23). Pero relativiza esa argumentación ha- ciendo figurar antes un principio esencialmente cristiano: «Sed sumisos unos a otros en atención a Cristo» (Ef 5,21). Por lo tan- to, la sumisión no es solamente una obligación de la mujer, si- no que se convierte en un deber recíproco. En la misma época, Pedro adoptaba una solución parecida. Se refiere primero a las disposiciones jurídicas de su tiempo: «Que las esposas obedez- can respetuosamente a sus maridos» (1 Pe 3,1), y las suaviza luego con un matiz más cristiano: «De modo semejante, voso- tros, los maridos, convivid sabiamente y mostrad el debido res- peto a la mujer, que es un ser más delicado y está llamada a he- I redar con vosotros la gracia de la vida» (l Pe 3,7). Volvamos a Pablo. En la Primera Carta a los Corintios nos ofrece un excelente pasaje sobre la igualdad en la vida conyu- gal: «Que el marido cumpla su obligación conyugal con la mu- jer, e igualmente la mujer con el marido. La mujer no es ya dueña de su cuerpo, sino el marido; como tampoco el marido l es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No os privéis el uno del otro, a no ser de común acuerdo y por cierto tiempo, para de- dicaros a la oración» (1 Cor 7,3-5). Aquí la igualdad parece perfecta, y el marido comparte la obligación de la mujer, sin que pueda decirse que uno dispone de una iniciativa que le es negada al otro. Mayor trascendencia tiene 1 Cor 14,33b-35, donde Pablo prohíbe que las mujeres hablen en las reuniones litúrgicas: «Como en las demás comunidades cristianas, que las mujeres guarden silencio en las asambleas; no les está permitido tomar la palabra; sino que deben mostrarse recatadas como marca la 1'y. y si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus Inaridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la asam- hlea». Muchos comentaristas contemporáneos piensan que es- lamos ante una interpolación tardía 78 • Hay razones poderosas para ello: En primer lugar, no cuadra con el pensamiento ex- presado sólo tres capítulos antes, donde Pablo admite que las mujeres hablen en las asambleas litúrgicas, siempre que lo ha- gan con la cabeza cubierta (1 Cor 11,5), Ytampoco cuadra con Sll práctica constante de aceptar mujeres como predicadoras del evangelio y líderes de comunidades cristianas (Rm 16,1- 16; Flp 4,2-3). En segundo lugar, si omitimos esos versículos (34-35) resulta un discurso mucho más coherente que ellos in- Icrrumpían. Y, en tercer lugar, esos dos versículos aparecen en algunos códices después del v. 40, lo cual es un indicio de in- seguridad textual. Más tarde, en las epístolas pastorales, se reafirma esa prohi- hición. Dirigiéndose a uno de sus más fieles discípulos, Pablo -o quienquiera que escribiera en su nombre- dice con acritud: «Que la mujer aprenda sin protestar y con gran respeto. No 'onsiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que debe comportarse con discreción. Pues primero fue formado Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, si- no la mujer, que, seducida, incurrió en la transgresión. Se sal- vará, sin embargo, por su condición de madre, si perseveran 'on modestia en la fe, el amor y la santidad» (1 Tm 2,11-15). Siempre ha llamado la atención a los intérpretes ese plural' del verso 15b: «si perseveran» (ean meínosin). Es verdad que algunos códices latinos tienen el verbo en singular (<<si perse- vera»), y casi todas las traducciones a las lenguas modernas utilizan el singular; pero el plural está firmemente atestiguado en los manuscritos griegos, que son más antiguos, lo que hace pensar que los códices latinos decidieron eliminar por las bue- nas la dificultad que representaba ese verbo en plural. 7H. FURNISH, v.P., The Moral Teaching of Paul, Abingdon, Nashville 1979, pp. 91-92; BYRNE, B., Paul and the Christian Woman, Liturgical Press, Col1egeville, Minn., 1989, pp. 62-64. Debemos buscar una explicación a ese plural. En los ver· sos 9-10, Pablo está hablando de las actitudes que deben tener las mujeres, y éstas aparecen en plural. En los vv. 11-l5a (cuando les manda callarse), de repente pasa al singular. ¿Por qué? En el v. 15b vuelve otra vez al plural. ¿Por qué esos cam- bios del plural al singular, y otra vez al plural? Lo más proba- ble es que los versos intermedios, que prohfben enseñar a la mujer, sean una interpolación tardfa cuyo ajuste no se cuidó demasiado. Originariamente, los vv. 9-10 empalmarfan direc- tamente con el15b, ya que tanto los unos como el otro van en plural. Además, asf resulta más coherente el discurso, puesto que tanto l5b como el v. 9, que en esta hipótesis habrfan esta- do originalmente unidos, recomiendan la sophrosyne, es decir, la modestia. En opinión de José Alonso, la adición pudo tener lugar hacia mediados del siglo II para frenar la desmedida in- tervención de la mujer en la predicación y en o t r a ~ responsa- bilidades eclesiales que propugnaban los montanistas 79 • Desde luego, el que esos versos sean una adición tardfa, si bien les resta autoridad, no significa que no sean canónicos. Debemos, por tanto, analizarlos. Su autor vuelve a los argu- mentos sacados de Gn 2-3, que Pablo había utilizado en otras ocasiones, pero esta vez sin aportar los correctivos que intro- duda el Apóstol, con lo cual toda la misoginia del relato yah- vista estalla ahora sin retención. Vemos que el autor acusa ade- más a la mujer de haber introducido el pecado en el mundo. Y dice claramente «la mujer», y no solamente Eva, generalizan- do asf la falta de una sola. Por otra parte, ¿qué valor tiene la re- ferencia a la tesis de Gn 2-3, según la cual el hombre ha sido o creado el primero, y la mujer ha introducido el pecado en el '" ~ mundo? Los conocimientos de la paleontologfa actual y la mo- ~ derna exégesis de los géneros literarios nos ponen en guardia ~ contra cualquier interpretación literal de dicho relato. En fin, "l Q proclama que la maternidad es la manera ideal de salvarse la ~ -? mujer. ¿Qué va a ser entonces de las vfrgenes, a las que Pablo hllbía alentado (1 Cor 7)? Quizás el autor sólo pretendfa hacer 1111 elogio de la maternidad frente al gnosticismo, que despre- , 'jllba el matrimonio. No obstante, conviene hacer notar que incluso estos dos t 'xtos -los más antifeministas del corpus paulino- admiten Ulla participación de las mujeres en la comunidad cristiana mu- '110 mayor de la que era usual en las asambleas de las ciuda- des griegas -tan democráticas-, en las cuales no es ya que se llegara a la mujer el derecho a tomar la palabra, sino que ni si- quiera podfa asistir. Aristófanes, en una de sus comedias, cuen- 111 que las mujeres, preocupadas por la posibilidad de una gue- rra, preguntaban a sus maridos, cuando regresaban de la asam- blea, por el resultado de sus deliberaciones. La respuesta de és- tos consistfa en mandarles callar y seguir haciendo los trabajos uomésticos 8o . 'onclusiones Después de este recorrido a través de los libros sagrados, no puede negarse que los adversarios de la emancipación de la mujer pueden aducir unos cuantos textos que parecen darles la razón. Pero no es menos cierto que otros muchos textos per- miten fundamentar teológicamente la igualdad entre el varón y la mujer. En cierta ocasión, Santa Teresa se preguntaba si tendrfan razón quienes criticaban su actuación basándose en las pala- bras de Pablo: «Que las mujeres guarden silencio en las asam- bleas; no les está permitido tomar la palabra, sino que deben mostrarse recatadas como marca la ley....» (1 Cor 14,34-35). Haciendo oración, oyó esta respuesta: «Diles que no se siganI/ o . 5 por una sola parte de la Escritura, que miren otras, y que SI po- "l drían por ventura atarme las manos»81. ~ '" o ~ \ 79. ALONSO DíAZ, José, Antifeminismo y feminismo en la Biblia, Casa de la Biblia-Ppc, Madrid 1978, pp. 26-29. 80. ARISTÓFANES, Lisístrata (Vv.AA., Teatro griego, Edaf, Madrid 1968, pp. 1.846-1.847). 81. TERESA DE JESÚS, Cuentas de Conciencia, 16 (Obras Completas, BAC, Madrid 19744, p. 463). Cuando analizamos los textos bíblicos en su conjunto, co- mo hemos hecho aquí, sacamos las siguientes conclusiones: 1. A medida que progresa la revelación, los textos son más favorables a la emancipación de la mujer; esto se ve en el interior del Antiguo Testamento y, sobre todo, al pasar del Antiguo al Nuevo Testamento. 2. Dentro del Nuevo Testamento, los testimonios relativos a la igual dignidad entre el varón y la mujer son inequívocos, como ocurre con el principio paulino: «Ya no hay distin- ción (...) entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28). En cambio, los que mantienen a la mujer en actitud de subordinación con res- pecto al varón -aparte de tener a menudo una autenticidad discutible- se caracterizan siempre por la ambigüedad. Suelen basarse en un dato cultural y son inmediatamente suavizados por la novedad que aporta el cristianismo. Así, pues, la revelación cristiana permite fundamentar la igualdad de derechos entre el varón y la mujer. Acierta, sin du- da, la liturgia ortodoxa cuando, en un expresivo rito de la ce- remonia nupcial, el sacerdote suspende sobre las cabezas de los esposos dos coronas de oro para exaltar la dignidad supre- ma e idéntica de ambos. FUENTE: GONzALEZ-CARVAJAL, Luis. En defensa de los humillados y ofendidos. Los derechos humanos ante la fe cristiana, Sal Terrae, Santander, 2005.